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Capítulo IV

Fin del segundo gobierno de Ribera; interinato del licenciado Hernando Talaverano; gobierno de don Lope de Ulloa y Lemos (1615-1620)


1. Continuación de la guerra defensiva: frecuentes correrías de los indios. 2. Llega a Chile la resolución del Rey en que confirmaba la continuación fr la guerra defensiva. Muerte del gobernador Ribera: último de residencia. 3. Gobierno interino del licenciado Talaverano Gallegos. 4. Llega a Chile don Lope de Ulloa y Lemos y se somete a los planes del padre Valdivia. 5. El Gobernador se traslada a Santiago a recibirse del gobierno: sus dificultades con la Real Audiencia. Intenta en vano suprimir el servicio personal de los indígenas. 6. El Gobernador y el padre Valdivia acuerdan hacer retroceder la línea de la frontera. Este último regresa a España. 7. Tentativas del Gobernador para hacer descubrimientos en la región austral del continente. 8. Desgracias ocurridas en los últimos meses del gobierno de Ulloa y Lemos; su muerte. 9. Expedición holandesa de Shouten y Le Maire: descubrimiento del cabo de Hornos y de un nuevo derrotero para el Pacífico. 10. Exploración de la misma región por los hermanos Nodales.



1. Continuación de la guerra defensiva: frecuentes correrías de los indios

La campaña de los corsarios holandeses en las costas del Pacífico produjo en Chile mucho menos perturbación y menores estragos que en el Perú. Por las declaraciones tomadas a los dos desertores de la escuadra de Spilbergen, se supo que ésta se dirigía a las Molucas y, por lo tanto, se creyó que no volvería a reaparecer en las costas de Chile. El gobernador Alonso de Ribera, sin embargo, tomó pie de este hecho para pedir nuevamente al Rey refuerzos de tropas y para recomendar la conveniencia de seguir la guerra contra los indios a fin de impedir que los corsarios que viniesen de Europa, encontrasen en éstos auxiliares que les permitieran fundar establecimientos en nuestras costas. A su juicio, convenía despoblar las islas de la Mocha y de Santa María, y repoblar a Valdivia, pero esto último no debería hacerse sino cuando, habiendo adelantado la pacificación, fuese posible comunicarse por tierra con las otras ciudades que había en el territorio. Los pobladores de Chile, en vista de las agresiones frecuentes de los corsarios y de la impunidad en que se les dejaba, habían comenzado a tener menos confianza en el poder de España, y temían, no sin fundamento, que los holandeses ocupasen Valdivia y sobre todo Chiloé. «Si el enemigo lo toma, decía Ribera, será muy malo de cobrar»145.

Pero alejado el peligro inmediato, casi no volvió a pensarse en él, y la intención de los gobernantes y de los gobernados se contrajo de nuevo exclusivamente a los negocios de la   -88-   guerra interior. En efecto, el estado de ésta debía inspirar los más vivos recelos. La vigilancia constante ejercida en los fuertes que formaban la línea de frontera, habían afianzado en cierta manera la paz al norte del Biobío, donde se fundaban nuevas estancias de españoles y donde la crianza de ganados y el cultivo de los campos comenzaban a tomar un desarrollo considerable. Sin embargo, allí mismo vivían las autoridades españolas en continua alarma por los frecuentes avisos de proyectadas insurrecciones que era menester desarmar.

Los indios llamados de paz, que vivían cerca de los fuertes o en la comarca que éstos podían dominar al sur de la línea de frontera, se mantenían igualmente tranquilos más por el temor que por convencimiento; pero con frecuencia ocurrían movimientos o conatos de insurrección que era necesario reprimir con toda energía y, a veces, con los más severos castigos. Esos indios, además, eran las primeras víctimas de las frecuentes irrupciones de las tribus de guerra que caían sobre ellos para incitarlos a la rebelión o para pasar hasta las inmediaciones de los fuertes españoles a ejercer los robos de animales y demás hostilidades que solían hacer. Las tribus guerreras practicaban estas correrías saqueando cuanto encontraban, matando a los indios que hallaban a su paso y llevándose como cautivos a las mujeres y los niños.

Con motivo de la presencia de los holandeses en aquellas costas, Ribera se había visto en la necesidad de disminuir la guarnición de los fuertes del interior para reforzar la defensa de los puertos. Los indios de guerra redoblaron desde entonces sus ataques, que en ocasiones eran ejecutados por cuerpos considerables. Tureulipe, aquel indio que había sido prisionero de los españoles y a quien dio libertad el padre Valdivia, creyendo candorosamente convertirlo en agente de su plan de pacificación, era el más obstinado caudillo de aquellas excursiones.

El gobernador Ribera, hastiado por estas hostilidades incesantes, se creyó en el deber de ordenar algunas correrías en persecución del enemigo hasta las tierras de éste y, por lo tanto, más allá de la raya establecida. Para simular que con estas expediciones no se violaban las órdenes del Rey acerca de la guerra defensiva, hacíanse en nombre de los indios de paz, y las tropas españolas iban con el carácter de auxiliares. La más considerable de esas expediciones partió de la plaza de Arauco el 18 de noviembre de 1615 para castigar a los indios de Purén. Componíase de 700 indios amigos, 150 yanaconas, o indios de servicio, y de «500 españoles de resguardo», mandados por el maestre de campo Ginés de Lillo; pero no dio el resultado que se esperaba. Los indios enemigos habían huido a los montes, de manera que los españoles se limitaron a destruirles sus sembrados y sus ranchos, y a tomarles sus ganados y unos cuantos prisioneros. «Aunque no se ha hecho más daño que éste, escribía Ribera, ha sido de mucha importancia esta entrada y las demás que se han hecho, porque con ellas se animan los amigos, y se enriquecen con el despojo, porque, aunque es todo miseria, para ellos es caudal. Y los enemigos se empobrecen y aniquilan y acobardan y quebrantan, y se les quita el posible para venir a hacernos guerra con la fuerza que lo hicieran si no se les hicieran estas entradas, con que quedan destruidos y obligados a buscar de comer por los montes, yerbas y raíces de que ellos usan en semejantes ocasiones»146.

A pesar de todo, los indios de Purén se rehicieron bien pronto de este quebranto; y en número de cerca de mil doscientos guerreros de a pie y de a caballo, mandados por el   -89-   formidable Pelantaro, el famoso caudillo de la gran insurrección de 1598, aparecieron en la noche del 11 de diciembre en las cercanías de la plaza de Arauco. El maestre de campo Ginés de Lillo, que se hallaba de vuelta de su última expedición, les salió al encuentro y, aunque perdió seis hombres, logró dispersar al enemigo, matando algunos indios y tomando veinticinco prisioneros. Pelantaro fue de este número, y como se conocía su valer y su prestigio entre los bárbaros, el Gobernador mandó que se le retuviera perpetuamente vigilado. Los enemigos canjearon algunos de los suyos por los españoles que tenían cautivos, pero Pelantaro no recobró su libertad sino mucho tiempo después, cuando ya había muerto el gobernador Ribera.

En el valle central, se repetían con frecuencias las hostilidades de esta clase. El 10 de enero de 1616 llegó una partida enemiga hasta las cercanías de Chillán, dio muerte a algunos indios amigos, y se llevaba prisioneros a muchos otros cuando fue alcanzada y puesta en fuga por el corregidor de la ciudad y un destacamento de tropas españolas. Este estado de guerra imponía a los soldados de los fuertes una fatiga incesante que hacía mucho más penosa su vida llena de miserias y de privaciones. Resultaba de aquí que muchos de ellos tomaban la fuga, ya para incorporarse al enemigo, donde esperaban gozar de más comodidades, ya con la esperanza de irse al Perú en alguno de los buques, o de trasmontar las cordilleras de los Andes. Toda aquella situación era verdaderamente aflictiva; y sin la entereza de Ribera y de algunos de sus capitanes, habría cundido mucho más el desaliento.

En sus comunicaciones al soberano y al virrey del Perú, el Gobernador no cesaba de representar estos peligros y de pedir refuerzos de soldados y de armas147. Reclamaba con toda insistencia que se pusiera término a la guerra defensiva, que a su juicio era el origen de todos los males y desgracias que se experimentaban. Ribera no se hacía ilusión alguna sobre los resultados que pudieran esperarse de las negociaciones pacíficas con los indios; y, aun, estaba profundamente convencido de que cuando éstos hacían ofrecimientos de paz, estaban preparando alguna traición. Durante algún tiempo se había estado tratando de arreglos pacíficos con los indios australes, y se había dicho que éstos pedían la repoblación de la ciudad de Valdivia, a cuyo sostenimiento se ofrecía a contribuir durante dos años un cacique llamado Huentemayu. Ribera hizo recoger prolijos informes sobre esos ofrecimientos, y acabó por creer que todo era un engaño artificioso de los indios para dar un golpe sobre los españoles que se resolvieran a establecerse en aquellos lugares. «Las paces que ofrecieron los indios de los términos de Valdivia y Osorno, escribía el Gobernador a principios de 1616, han parecido ser falsas y cautelosas, como siempre se imaginó, porque a 16 de enero de este año llegó a este puerto (Concepción) un navío de Chiloé en que vino el maestre de   -90-   campo Juan Peraza de Polanco, a cuyo cargo estuvo aquella provincia, y trajo la información cuya copia va con ésta. Antes de esto había muchas premisas de ello, porque cuando se cogió a Pelantaro y a los demás prisioneros y españoles (rescatados del cautiverio) se supo el origen que tenían estas paces, como también se podrá ver por las declaraciones que envío. Tenga Vuestra Majestad por cierto que estos indios son grandísimos traidores, y que no han de dar paz sino por fuerza, ni la han de sustentar sin ella»148.

El padre Valdivia, por su parte, a pesar del espectáculo que tenía a la vista, parecía firmemente convencido de que la guerra defensiva seguía produciendo los más favorables resultados. «Al presente queda este reino en muy buen estado, escribía en 20 de octubre de 1616; y los buenos efectos de la guerra defensiva que primero se alcanzaron (se vieron) con el discurso, ya se ven con los ojos... Las veces que han intentado los (indios) inquietos llegar y entrar a nuestra raya, han sido castigados estos dos (últimos) años y presos muchos de ellos, y muertos más de doscientos en la raya, sin pérdida nuestra, de que se han seguido dos bienes, el primero que a trueque de dichos prisioneros se han rescatado en dichos cuatro años casi cincuenta personas españolas cautivas, y el segundo que han escarmentado y minorádose tanto los inquietos que ya no asoman sino ladroncillos tal o cual a hurtar caballos». Pero el padre Valdivia, que rebajaba tanto los estragos y las inquietudes de aquella guerra incesante, había dejado de ser testigo presencial de lo que ocurría en los fuertes. Desde 1613 había desistido de su primer propósito de vivir en los campamentos, y de seguir a las tropas españolas en sus operaciones militares, y vivía en Concepción o en Chillán ocupado principalmente en dirigir la fábrica de las iglesias o conventos de su orden y en preparar fiestas religiosas, o residía más ordinariamente en una estancia de campo que los jesuitas habían establecido en las juntas de los ríos Ñuble e Itata. Allí atendía los trabajos industriales, la crianza de cabras, ovejas, vacas y caballos, las sementeras y la fábrica de un molino. «Ha estado en esta estancia, decía Ribera, sin faltar de ella ocho días continuos desde el mes de marzo pasado hasta últimos de diciembre de 1615 que vino a Concepción». Los jesuitas habían comenzado a desplegar la gran actividad industrial que en poco tiempo más los hizo enormemente ricos y que les granjeó la fama de habilísimos negociantes. Por entonces ya tenían en Chile varias estancias que trabajaban con el mayor esmero, y que luego habían de incrementar prodigiosamente.




2. Llega a Chile la resolución del Rey en que confirmaba la continuación de la guerra defensiva. Muerte del gobernador Ribera: último juicio de residencia

El Rey, que recibía estos informes contradictorios, había resuelto ya esas diferencias, como contamos en el capítulo anterior, pronunciándose abiertamente en favor del padre Valdivia y   -91-   del sistema que patrocinaba. A principios de 1616 llegó a Chile la cédula que el Rey había expedido en marzo anterior. Por ella, como se recordará, mandaba el soberano que se siguiesen cumpliendo puntualmente las ordenanzas anteriores acerca de la guerra defensiva, y que no volvieran a hacerse correrías militares en el territorio enemigo. Un año más tarde llegaban a Chile otras órdenes del Rey más terminantes todavía. Eran las mismas que Felipe III había entregado en Madrid al padre Gaspar Sobrino y por las cuales aprobaba en todas sus partes los procedimientos del padre Valdivia, y reforzaba considerablemente su autoridad.

En efecto, por cédula de 3 de enero de 1616, el Rey había querido deslindar las atribuciones que correspondían al Gobernador y las que debía ejercer el padre Valdivia para mantener la guerra defensiva. Felipe III mandaba expresamente que se siguiese ésta sin límite de tiempo, y que bajo pretexto alguno, ni, aun, con el carácter de auxiliares de los indios amigos, hicieran los españoles entradas en el territorio enemigo, si no fuera en los casos en que persiguiendo a los indios que habían pasado la raya, se hiciera indispensable el penetrar al otro lado. Disponía que el Virrey despachase un visitador que vigilase el cumplimiento de las órdenes reales. Al padre Valdivia correspondería el tratar con los indios de guerra, sin que el Gobernador pudiera mezclarse en ello como, asimismo, nombrar los intérpretes que debían servir en estas negociaciones, para asegurarse de su fidelidad, y a los cuales el Gobemador estaba obligado a darles su título y a pagarles su salario. El padre Valdivia quedaba autorizado, además, para hacer a los indios las concesiones que creyere convenientes en los tratos que celebrare con ellos, fundar establecimientos de misiones donde lo creyese necesario sin consultarlo con el Gobernador, enviar misioneros al territorio enemigo sin que nadie pudiera ponerle obstáculo y disponer en todo de la suerte de los indios de guerra que se hubiesen tomado anteriormente o que se tomaren en adelante. En resumen, al Gobernador le correspondía «defender la raya y gobernar el reino; y al padre Valdivia y religiosos de la Compañía el tratar con los indios de guerra y declararles siempre la voluntad del Rey e interceder que se les cumpla». El visitador, nombrado por el virrey del Perú, debía impedir que el Gobernador, celebrando acuerdos con sus capitanes, resolviese por mayoría cosa alguna que contrariase en lo menor las disposiciones tan terminantes de esta cédula149. Como es fácil ver, el padre Valdivia había ganado en todas sus partes el litigio que desde cuatro años antes sostenía con el gobernador de Chile.

Aquella soberana resolución venía, además, reforzada por las órdenes del virrey del Perú. En diciembre de 1615 había tomado el gobierno de este virreinato el príncipe de Esquilache; y como el soberano le encargase estudiar los negocios de Chile, y le dejase cierta latitud de atribuciones para resolver estos asuntos, había consultado en Lima el parecer de personas que creía preparadas para aconsejarlo. El príncipe de Esquilache que profesaba a los jesuitas una veneración que podría llamarse hereditaria y de familia, no quería oír los informes que les eran desfavorables, y acabó por pronunciarse resueltamente por el plan del padre Valdivia, y por prestarle una decidida cooperación. Así, pues, había impartido las   -92-   órdenes más premiosas para que las cédulas del Rey fuesen cumplidas con la más estricta puntualidad150.

Se ha contado que Alonso de Ribera no pudo soportar este rudo golpe que lo abatía y humillaba ante sus adversarios y ante todos los pobladores de Chile; y que la decisión del soberano aceleró su muerte. En efecto, la coincidencia de fechas lo haría creer así; pero el Gobernador no alcanzó a tener conocimiento de la real resolución151. Alonso de Ribera se hallaba enfermo desde algunos años atrás; y por más que él quisiera sobreponerse a sus achaques, la decadencia física era evidente y la percibían muy bien todos los que lo habían conocido durante su primer gobierno. En 1612, como contamos, había costado un gran trabajo transportarlo de Tucumán. Sin ser precisamente viejo, puesto que apenas frisaba en los sesenta años, Alonso de Ribera se sentía quebrantado por la vida penosa que había llevado en los campamentos de Flandes, durmiendo meses enteros bajo un cielo inclemente, y sufriendo con frecuencia al descubierto la nieve y la lluvia en los penosos asedios de las plazas fuertes. Su cuerpo, por otra parte, estaba acribillado de heridas probablemente mal curadas, y que debían ocasionarle muchas molestias. Se recordará que en Chile, durante   -93-   su primer gobierno, pasaba cada año a invernar a Santiago, y que en estos viajes, así como en las campañas militares que dirigía personalmente, desplegaba un vigor extraordinario, y se señalaba, sobre todo, por la rapidez con que hacía esos viajes y esas expediciones. Bajo el segundo período de su mando, casi no se había movido de Concepción, jamás vino a la capital, y apenas salía de aquella ciudad para atender las necesidades más premiosas de la guerra. Montaba a caballo pocas veces, y haciendo un esfuerzo visible; pero se obstinaba en no dejar ver sus enfermedades, y, sobre todo, en no hablar de ellas al Rey. Se recordará que sus adversarios tuvieron cuidado de informar a la Corte acerca del estado de decadencia de su salud.

En el invierno de 1616 sus males arreciaron considerablemente. Fuertes y pertinaces dolores reumáticos le impidieron el uso del brazo derecho, de tal suerte que no pudiendo firmar por su mano, fue necesario fabricar una estampilla para sellar sus provisiones. En ese estado, sin embargo, seguía entendiendo en todos los negocios administrativos. El 1 de marzo de 1617 dictó en Concepción una extensa carta para el Rey en que le daba cuenta de los sucesos ocurridos en todo el año anterior. Entonces, por primera vez, le habló del estado desastroso de su salud. «Sírvase Vuestra Majestad, le decía con este motivo, proveer persona de agilidad que pueda sobrellevar los trabajos de la guerra, porque mi edad y la poca salud con que me hallo de ocho meses a esta parte, de que he dado aviso al real consejo, me tienen impedido de poder acudir a ella por mi persona y al ejercicio de estos cargos. Y suplico a Vuestra Majestad que en consideración de tantos y tan calificados servicios como he hecho a su real corona y en ocasiones de tanta gravedad e importancia como consta en el real consejo, se me haga la merced que hubiere lugar para que conforme a mi calidad pueda pasar lo que me resta de vida con algún descanso y dejárselo a mi mujer e hijos, de que estoy confiadísimo mediante la justificación de mi causa y el cristianismo y piadoso celo de Vuestra Majestad» El achacoso capitán no pudo poner su firma al pie de esa carta.

Hasta ese momento el Gobernador no tenía la menor noticia de las últimas resoluciones que el Rey había tomado acerca de la guerra. En aquella carta, que podría llamarse su testamento de soldado, vuelve a hablar de estos asuntos con la convicción profunda de que el sistema planteado por el padre Valdivia conducía a la ruina del país. «Por las obligaciones que me corren de cristiano y leal vasallo de Vuestra Majestad, decía, y por el descargo de mi conciencia, digo que lo que conviene es que Vuestra Majestad concluya con esta guerra mandando que se prosiga y acabe de una vez, porque todo lo demás es engaño, y no se ha de sacar otro fruto que gastar hacienda, gente y tiempo; y suplico a Vuestra Majestad humildemente que en lo que toca a estas materias, dé crédito a las personas que le han servido y le sirven tan bien como yo, y tienen la experiencia y conocimiento de ellas... No conviene sino que se haga guerra ofensiva, porque esta gente es de la calidad que he dicho, y jamás harán cosa que aproveche por blandura y suavidad»152.

Después de escrita esta carta, las dolencias de Ribera se agravaron extraordinariamente. Desde su lecho, siguió entendiendo en todos los negocios de gobierno y, aun, en los momentos de delirio daba órdenes militares. Conociendo que se acercaba su fin, el 9 de marzo dictó el nombramiento del licenciado Fernando Talaverano Gallegos para que le sucediera   -94-   interinamente en el gobierno de Chile. Dispuso, además, él mismo que se entregara a los religiosos de San Juan de Dios, que había hecho venir del Perú, la administración de los hospitales de Concepción y Santiago, quedando, sin embargo, los cabildos de ambas ciudades por patronos de esos establecimientos153. Pocas horas después, Alonso de Ribera fallecía en medio de las lágrimas de sus deudos y de sus capitanes (9 de marzo de 1617).

La muerte del gobernador Ribera produjo un sentimiento general en todo el reino. Cualesquiera que fuesen sus defectos y la impetuosidad de carácter de que había dado tantas pruebas durante su primer gobierno, se le reconocían grandes dotes administrativas, un notable desprendimiento y distinguidos talentos militares. Sus adversarios mismos mostraron sentir su muerte, y los historiadores jesuitas no le han escaseado los elogios que indudablemente merecía. «Era este gran capitán, dice el padre Alonso de Ovalle, grande en todo, en su sangre, en su valentía, en su nombre adquirido con tan grandes hazañas en las guerras de Europa antes de pasar a las de Chile, y en la buena traza y disposición de su acertado gobierno»154. Sin embargo, los contemporáneos no supieron apreciar en todo su valor el mérito militar de Ribera ni la importancia del plan de conquista que se propuso seguir mediante el avance gradual y progresivo de la línea de fronteras, que era el único sistema razonable de asentar la dominación española en aquellos territorios. Al referir la historia de su primer gobierno, creemos haber explicado claramente su plan.

Ribera, después de haber empleado su vida entera en el servicio del Rey y de haberse distinguido por altos hechos militares en Europa y en América, moría pobre y dejaba a su familia en una situación vecina a la miseria. Su viuda, doña Inés Córdoba y Aguilera, recurrió al Rey para obtener en premio de los servicios de Ribera, los socorros que necesitaba para ella y para sus hijos155. No hallamos constancia de que obtuviera más que una de las   -95-   mercedes que pedía. El Rey había concedido al gobernador de Chile el hábito de la orden de Santiago. Ribera acababa de morir cuando llegó a Chile la cédula en que se le dispensaba esa gracia, pero por favor especial del soberano, fue transferida a su hijo, don Jorge de Ribera, que entró luego a servir en el ejército de Chile, y adquirió más tarde la fama de buen capitán y de cumplido caballero.

Mientras tanto, su viuda se halló envuelta en pleitos y dificultades por los cargos a que había dado lugar la administración de la colonia. A pretexto de fiscalizar la conducta de los funcionarios públicos, y en cumplimiento de leyes buenas en principio, pero ineficaces en la práctica y de ordinario desobedecidas o burladas, la administración española había introducido en sus colonias los juicios de residencia de que hemos hablado en otras ocasiones, y las visitas de ciertos magistrados superiores encargados de llamar a cuentas a los depositarios del poder o a los administradores del tesoro real. Pocos de esos visitadores cumplían leal y cuerdamente con su deber. Al paso que unos se dejaban ganar por los halagos o por medios más vituperables todavía y quedaban impunes las más graves faltas, otros se complacían en amontonar cargos que daban origen a largos expedientes sin conducir al fin a ningún resultado definitivo. Los hijos de Alonso de Ribera tuvieron que soportar un juez de esta naturaleza, viéndose amenazados de tener que efectuar pagos relativamente considerables por los cargos que se hacían a su padre, y que seguramente no habrían podido sufragar; y al fin toda aquella tempestad se disipó en las apelaciones y recursos posteriores»156.




3. Gobierno interino del licenciado Talaverano Gallegos

Al morir, Ribera había querido evitar una acefalía en el gobierno y, al efecto, había designado, como ya dijimos, al licenciado Talaverano Gallegos para que le sucediese interinamente. Creíase autorizado para ello por una real cédula expedida por Felipe III en El Escorial el 2 de septiembre de 1607 en que facultó a Alonso García Ramón para nombrar su sucesor. Pero esta autorización era personal y se refería a un caso determinado. La audiencia de Santiago, sin embargo, confirmó el nombramiento hecho por Ribera, y Talaverano Gallegos fue recibido en el gobierno del reino después de prestar el 16 de marzo el juramento de estilo ante el Cabildo. A pesar de su edad avanzada y de sus achaques, este magistrado se ponía pocos días después en viaje para el sur a recibirse del mando militar.

El nuevo Gobernador era un letrado viejo que contaba trece años de residencia en Chile. Había desempeñado el cargo de teniente gobernador del reino, y desde 1609 el de oidor de la Real Audiencia. Reemplazando a los gobernadores en la administración civil mientras éstos andaban en campaña, había sostenido enojosas cuestiones y competencias con el pendenciero obispo de Santiago Pérez de Espinoza; pero su espíritu comenzaba a doblegarse por efecto de los años, y sobre todo parecía comprender que en esa época era peligroso comprometerse en dificultades de ese orden visto el poder inmenso que el clero había tomado bajo el gobierno del piadoso Felipe III. Durante los diez meses que ejerció el mando interino del reino, no sólo se abstuvo de provocar cuestiones, sino que, sometiéndose en todo a las órdenes terminantes del Rey, se constituyó en ejecutor sumiso de las providencias que dictaba el padre Valdivia.

En efecto, después de haberse detenido algunos días en Chillán para atender a los negocios administrativos, Talaverano Gallegos se presentaba en Concepción a fines de abril. Allí encontró al padre Valdivia que acababa de recibir de la Corte las cédulas reales de ratificación y ampliación de sus poderes. Cualesquiera que fuesen sus opiniones individuales acerca de la guerra defensiva, Talaverano Gallegos creyó que su deber era someterse rigurosamente   -97-   a las órdenes del Rey, y mandar cumplir en consecuencia todo lo que dispusiese el padre Valdivia. En compañía de éste, salió a principios de mayo a visitar los fuertes, y a ejecutar los planes quiméricos de pacificación de los indios.

Una vez en el pleno y absoluto goce de sus atribuciones, el padre Valdivia recomenzó su obra, libre de toda contradicción. En cada fuerte que visitaba, ponía en libertad a los indios que los españoles retenían prisioneros, bautizaba a muchos de ellos, les obsequiaba sombreros y vestuario, y los estimulaba a todos a que volvieran a sus tierras como mensajeros de paz. El formidable Pelantaro, que el gobernador Ribera no había querido soltar, pudo volver a sus tierras, dejando en rehenes a dos de sus deudos. Los indios así libertados, hacían llegar a noticia del padre visitador el aviso de los grandes progresos que en el interior hacía la obra de pacificación por aquellos medios, y contaban que en las juntas celebradas con este objetivo, los partidarios de la paz eran cada día más numerosos, y que sólo Anganamón, Tureulipe, y unos pocos indios persistían en sus propósitos hostiles y eran los promotores de las resistencias y de las correrías que amenazaban constantemente a los campamentos y a los fuertes de los españoles. Estas burdas invenciones de los indios, con que no habrían podido engañar a los militares experimentados, eran, sin embargo, creídas candorosamente por el padre Valdivia, o a lo menos él cuidaba de presentarlas como otras tantas pruebas de los beneficios alcanzados por su sistema de pacificación157.

A la sombra de aquel estado de cosas, y mientras el padre Valdivia recibía casi cada día las noticias de paz que le comunicaban sus mensajeros, los indios no cesaban de hacer sus correrías en las inmediaciones de los fuertes españoles, y de robarse los caballos y ganados. Las tropas estaban obligadas a mantener la más continua vigilancia; pero permanecían estrictamente a la defensiva, porque se les había prohibido de la manera más terminante el   -98-   entrar bajo pretexto alguno en el territorio enemigo. Aquella situación debía parecer muy alarmante a todos los que tenían experiencia de aquellas guerras, y debía naturalmente dar lugar a las quejas y murmuraciones de los que comprendían sus peligros.

El mismo gobernador interino, a pesar de su docilidad para hacer cumplir todo lo que disponía el padre Valdivia, se había creído en el deber de informar al virrey del Perú de los recelos y desconfianzas que inspiraba aquel estado de cosas, y del disgusto que habían producido en Chile las últimas resoluciones del Rey. La respuesta de aquel alto funcionario no se hizo esperar mucho tiempo. El altivo y autoritario príncipe de Esquilache, perfectamente resuelto a sostener la guerra defensiva, contestó en estos términos: «He llegado a entender que algunos hablan mal de las disposiciones del soberano; y me admira que Vuestra Señoría lo tolere, y no castigue severamente a quien no respeta y venera los mandatos de su Rey. Que si no hay enmienda, tomaré en mí todo el gobierno, y proveeré y despacharé todos los empleos de guerra en sujetos que asienten y apoyen lo que Su Majestad ordena con tanta prudencia y después de un maduro examen. El Rey vuelve a dar al padre Luis de Valdivia plena potestad para tratar las paces y apoyar y llevar delante la guerra defensiva y cuanto en este punto tenía determinado. De orden del Rey, nombro por visitador general al licenciado Hernando de Machado, fiscal de la Real Audiencia, para que sostenga las disposiciones del padre Valdivia. No se canse Vuestra Señoría en escribir ni en enviar informaciones en contra de la paz y de la guerra defensiva, ni menos en representar en contra de lo que el padre Luis ordena en razón de esto. Los procuradores fray Pedro de Sosa y el coronel Pedro Cortés, enviados por Alonso de Ribera, antecesor de Vuestra Señoría, regresan sin contestación sobre las proposiciones que hicieron; y las del padre Luis vienen determinadas y aprobadas a consulta del real y supremo Consejo de las Indias». No podían darse órdenes más terminantes e imperativas.

En cumplimiento de ellas, el fiscal Machado puso en libertad a los indios que algunos vecinos de Concepción tenían a su servicio. Cuando el Cabildo de la ciudad reclamó contra esta medida, el fiscal amenazó a sus miembros con la pena de prisión, lo que originó una ruidosa controversia. Los adversarios de la guerra defensiva, alarmados por la constante intranquilidad que ésta producía y por los peligros que los amenazaban, se convencieron al fin de que no tenían nada que esperar ni de los gobernantes de Chile ni del virrey del Perú, pero no desesperaron de conseguir que el monarca volviese sobre sus determinaciones. En esos momentos el obispo de Santiago se preparaba para ir a España. El cabildo de Concepción resolvió constituirlo en su apoderado ante la Corte, y con ese motivo dirigió al Rey una nueva petición. «Viendo el estado que tiene esta tierra, decía en ella, y el calamitoso que se le espera en lo venidero con los medios que el padre Luis de Valdivia ha formado, y que los vasallos de Vuestra Majestad no tienen modo para contradecirlos por haber buscado caminos tras ordinarios, cerrándoles la puerta de su recurso y que no puedan decir a Vuestra Majestad, como tan interesado, la verdad de la cosa, y contrastando con un contrario tan poderoso como es la Compañía de Jesús, se ha querido valer esta república (este Cabildo) del obispo de Santiago, persona del consejo de Vuestra Majestad y celoso de su real servicio, y se le ha pedido que condoliéndose de esta tierra vaya a ésa a besar a Vuestra Majestad los pies y a desengañarle, pues tan bien entendida lleva la materia de que se trata así por tradiciones de los tiempos pasados como por experiencia de los presentes. Suplicamos a Vuestra Majestad sea servido de oírle en esta razón y los memoriales e instrucciones que de nuestra parte presentare, que de la prudencia y cristiandad del dicho Obispo hemos confiado el servicio de Dios y de Vuestra Majestad con confianza de que como tan cristiano   -99-   Rey y señor mirará por el pro y bien de sus vasallos»158. Todos los antecedentes de este negocio debían, sin embargo, hacer presumir a los capitulares de Concepción que esta última tentativa había de ser estéril.




4. Llega a Chile don Lope de Ulloa y Lemos y se somete a los planes del padre Valdivia

Entonces el virrey del Perú tenía resuelto el enviar a Chile un nuevo Gobernador. A poco de haber sabido la muerte de Ribera y el nombramiento del licenciado Talaverano, había elegido para desempeñar este cargo a uno de los capitanes que estaban a su servicio, pero queriendo enviarlo con un destacamento de tropas y con algunos otros recursos, demoró su nombramiento hasta el 23 de noviembre de 1617159. El designado fue don Lope de Ulloa y Lemos, caballero noble de Galicia, que se decía pariente cercano del famoso conde de Lemos, ministro de Felipe III, y que por su enlace con una señora principal de Lima había entrado en posesión de una gran fortuna. Contaba entonces cuarenta y cinco años de edad. En su primera juventud había servido en Filipinas, y más tarde en Nueva España; pero en 1604 pasó al Perú en el séquito del conde de Monterrey, y poco después desempeñó en este país los cargos de capitán de la Compañía de Gentiles Hombres de la guardia del Virrey, de general de la caballería y de miembro de la junta de guerra. En Lima era, además, prefecto de una congregación de seglares de la Compañía de Jesús, lo que aseguraba su absoluta adhesión a la persona del padre Valdivia y de la orden de que éste formaba parte. En noviembre de 1610, pasando en revista las personas a quienes podía encomendar el gobierno de Chile, el virrey marqués de Montes Claros decía de don Lope de Ulloa lo que sigue: «De este mozo he tenido y tengo buenas esperanzas, si depusiese algo de la dureza que tiene en seguir y contentarse de su parecer: en otro cualquier gobierno de menos riesgo podría comenzar, y creo daría buena cuenta»160. Pero esta cualidad que se le atribuía, más que una verdadera entereza de carácter, era cierta arrogancia fundada en su orgullo nobiliario y en la posesión de la fortuna, que se reflejaba en la ostentación de su casa y de su persona, y en creerse merecedor a más altos puestos. Para venir a Chile se rodearon él y su esposa de un lujo de joyas, ropas y muebles desconocido en este país, y que había de formar un gran contraste con la vida mucho más modesta que llevaban sus habitantes. Al mismo tiempo que representaba al Rey que el sueldo que se le pagaba era insuficiente para «vivir con la limpieza y rectitud» que profesaba, y que pedía que se le aumentara «como lo merecía su persona y servicios», no disimulaba que había aceptado el gobierno de Chile como un escalón para llegar a más elevados puestos. «Desde el punto que el Príncipe me proveyó a estos cargos, decía con este motivo, los acepté con mucho amor y voluntad por el deseo que tengo   -100-   de acudir al real servicio de Vuestra Majestad, como lo he ejecutado toda mi vida, fiado que conforme al celo de Príncipe tan cristiano como Vuestra Majestad, he de tener por éste y los demás (servicios) que he hecho, el premio que merecen, acrecentándome Vuestra Majestad en puestos superiores donde mejor pueda mostrar mi deseo»161. Aunque era corriente hacer en las comunicaciones oficiales de esta época análogas peticiones de ascensos y de aumento de sueldos, creemos que los servicios anteriores de don Lope de Ulloa no justificaban esta pretensión, porque, según los documentos que conocemos, esos servicios eran de escasa importancia, y en todo caso inferiores a los que antes de tomar el mando habían prestado casi todos los gobernadores de Chile.

A pesar de todos sus esfuerzos y del apoyo que le prestó el Virrey, Ulloa y Lemos sólo alcanzó a organizar en Lima dos compañías de infantes con 160 hombres. «Advierto a Vuestra Majestad escribía al Rey, que los socorros de gente que pueden salir del Perú son pocos y muy costosos, y la gente de poco servicio, porque la más de ella es de pocas obligaciones, criada en ociosidad y a cualquier trabajo se rinden». Con este pequeño contingente embarcado en dos navíos, partió del Callao el 9 de diciembre, y el 12 de enero de 1618 desembarcaba en Concepción. El licenciado Talaverano Gallegos, que había gobernado el reino durante diez meses, le entregó el mando ante el Cabildo de la ciudad el 14 de enero, y enseguida regresó a Santiago para reasumir su cargo de oidor de la Real Audiencia162.

La primera impresión que acerca del estado del reino recibió el Gobernador, fue sumamente desfavorable. En esos mismos días llegaba a Concepción la noticia de que una junta considerable de indios preparaba un ataque contra el campamento central de Yumbel, y se hizo indispensable el enviar un destacamento de tropas para atender a su defensa. Este solo hecho demostraba la inseguridad de la frontera a pesar de los anunciados progresos de la pacificación. El ejército que entonces había en Chile, ascendía a 1415 hombres, distribuido en los dos acuartelamientos de Yumbel y de Arauco y en la guarnición de los fuertes. Don Lope de Ulloa juzgó que esas fuerzas eran del todo insuficientes para la defensa del reino, y desde el primer momento se dirigió al soberano para pedirle que «con la mayor brevedad y presteza que fuere posible, enviase mil soldados bien armados. De esta manera, decía, están expuestos (estos lugares) a que suceda en cualquiera parte una desgracia por las fuerzas que me certifican trae el enemigo cuando se determina a venir a nuestras tierras»163. Y poco más   -101-   tarde, cuando ya conocía algo más el país, repetía el mismo pedido, insistiendo más aún en la necesidad de tropas que se experimentaba para contener a los indios. «He hallado, decía, muy desencuadernadas las cosas de la milicia; y lo que puedo certificar a Vuestra Majestad es que todo está harto necesitado y menesteroso de fuerzas, y que la falta de gente que he hallado es mayor de lo que pensé supuesto lo mucho que hay que guardar»164.

Se creería que el nuevo Gobernador, vistos los resultados negativos de la guerra defensiva y el estado de intranquilidad de la frontera, habría asumido la actitud enérgica y resuelta de Alonso de Ribera para impugnar ante el Rey ese sistema. Pero, por el contrario. Ulloa y Lemos visitó los fuertes en compañía del padre Valdivia, y puso todo su empeño en reforzar la autoridad de éste, en hacer cumplir sus órdenes y en recomendar al Rey los trabajos ejecutados para la pacificación. «Las paces que ofrecen los indios, decía, he hallado en muy buen estado; y me he holgado mucho de haber comunicado al padre Luis de Valdivia sobre estas materias. Lo que puedo asegurar a Vuestra Majestad es que el celo con que acude a las cosas que están a su cargo y su talento es muy grande, y que las trata con mucho amor y cristiandad, trabajando en esto extraordinariamente, y así mismo que de mi parte le asistiré con la puntualidad que es justo con deseo que en todo se consiga el fin que se pretende de parte de Vuestra Majestad. Pero, agregaba, de la inconstancia y poca fe de estos enemigos no se puede fiar mucho, y así es bien que ahora mejor que en otro tiempo se viva con el recato posible, como yo lo haré».




5. El Gobernador se traslada a Santiago a recibirse del gobierno: sus dificultades con la Real Audiencia. Intenta en vano suprimir el servicio personal de los indígenas

Desligado de estas primeras atenciones, el Gobernador se puso en viaje para Santiago. Quería recibirse del mando civil del reino y, además, pensaba establecer la abolición del servicio personal de los indígenas para dar cumplimiento a las repetidas cédulas que el Rey había dictado sobre el particular. El Cabildo se había preparado anticipadamente para recibirlo con las aparatosas ceremonias que se acostumbraban en tales casos165. Pero el arrogante don Lope de Ulloa exigía que se le rindiesen honores que en las colonias españolas se hacían sólo a los virreyes. El Cabildo, después de laboriosas discusiones, obedeció las órdenes   -102-   del Gobernador, y le recibió el juramento el 18 de abril. La Real Audiencia, que debía reconocerlo en su carácter de presidente titular, opuso mayores dificultades. Más de un mes se perdió en estas pueriles competencias que debían tener muy preocupadas a todas las autoridades y a todos los habitantes de la ciudad. Cuando se le objetaba recordándole la práctica establecida en el recibimiento de los otros gobernadores, el altanero don Lope de Ulloa contestó que éstos habían sido soldados de diferente calidad y nobleza que la suya. Por fin se arribó a un arreglo; y el Gobernador prestó el juramento el 25 de mayo. No fue recibido por la Audiencia bajo de palio, como lo pretendía; pero juró sentado, con sombrero puesto y con la espalda vuelta al público, mientras los oidores, con la cabeza descubierta y sin capa, se mantenían de pie. El Rey, a quien se dio cuenta de todo lo ocurrido, desaprobó la conducta del Gobernador, y mandó que en adelante se respetasen las prácticas establecidas166.

Esta cuestión de simple etiqueta, indispuso al Gobernador con la Real Audiencia. Su orgullo lo llevó a ejecutar ciertos hechos que casi importaban un desacato contra la autoridad real. En marzo de 1619, Ulloa y Lemos recibió de Madrid la confirmación de su título de gobernador de Chile firmada por el Rey. Su deber era exhibir ese nombramiento, y presentarse a repetir el juramento, como lo habían hecho los otros gobernadores que se encontraron en igualdad de circunstancias. Sin embargo, queriendo evitar que se renovasen esas cuestiones, Ulloa y Lemos se guardó de dar cuenta a nadie de las reales cédulas que acababa de recibir, y se eximió así de esta segunda recepción, que por estar fundada en un título emanado del mismo Rey, debía ser más trascendental167. Por lo demás, pasó todo su gobierno en dificultades y complicaciones con la Real Audiencia. Abocándose al conocimiento de algunas de las causas en que ésta entendía, para lo cual las declaraba negocios administrativos, dejaba sin cumplir las penas que el tribunal imponía a algunos individuos, y toleraba que quedasen impunes algunos desacatos contra la autoridad de los oidores168. Con el propósito,   -103-   sin duda, de tenerla más sometida bajo su inmediata vigilancia, el Gobernador solicitó del Rey que la Audiencia fuese trasladada a Concepción.

Don Lope de Ulloa había llegado a Santiago firmemente resuelto a suprimir para siempre el servicio personal de los indígenas. A pesar de las reiteradas ordenanzas del Rey, de las recomendaciones de los últimos virreyes del Perú, y de la misión especial que por ello trajo el padre Valdivia, no se había hecho cosa alguna sobre este particular. El arrogante Gobernador había creído que nada podía resistirse a su decisión y a su voluntad; pero antes de mucho tiempo comenzó a comprender las dificultades de la empresa. «Voy entendiendo en este particular, escribía al Rey en 20 de mayo de 1618, y acomodando las cosas por los más suaves medios que me son posibles, aunque, como es materia odiosa para los habitadores de esta tierra en general, he hallado grandes contradicciones y dificultades sobre el medio que se ha de asentar. No hay ocho personas en todo el reino que me ayuden a ello; pero no obstante esto, espero en Dios que para mediados del mes que viene lo he de haber concluido, porque los vasallos que Vuestra Majestad tiene aquí son tan leales y obedientes que en cualquier acontecimiento se han de ajustar con su real voluntad, y yo he de atropellar con los inconvenientes y ejecutar inviolablemente lo que Vuestra Majestad manda».

Se engañaba grandemente el Gobernador cuando creía que él podría llevar a cabo esta reforma. Es cierto que la lealtad de los pobladores de Chile hacia su Rey era incontrastable, pero era mayor todavía la resistencia que oponían a la supresión del servicio personal de los indios, que iba a privarlos de trabajadores para sus campos. Al saberse en Santiago que el gobernador Ulloa y Lemos traía tales propósitos, el Cabildo celebró dos acuerdos para representar los inconvenientes de esta medida169. Y cuando en junio dictó el Gobernador la ordenanza por la cual convertía el impuesto de trabajo en una contribución en dinero que los indios encomendados debían pagar a sus encomenderos, se alzó una protesta general, se celebró un cabildo abierto, y el Gobernador tuvo que aplazar el cumplimiento de su reforma, concediendo la apelación de su resolución ante el virrey del Perú y ante el Rey de España170. El mismo Gobernador tuvo que convencerse de su impotencia y que explicar al Rey las causas de su derrota. «En conformidad de la real cédula de Vuestra Majestad, decía, proveí auto en que quité generalmente el servicio personal, y tasé lo que debían pagar los dichos naturales. Hase suspendido la ejecución de esto por haber ocurrido en grado de apelación ante el Virrey, donde se está en este litigio. Lo que puedo certificar a Vuestra Majestad es que lo que dispuse sobre esta razón ha sido habiéndolo mirado primero con mucha atención, atendiendo al   -104-   servicio de Dios y de Vuestra Majestad y bien general de la tierra, y que importa mucho se lleve adelante en resolviendo el Virrey»171. Don Lope de Ulloa llegó a comprender que el servicio personal de los indígenas era un mal doloroso, pero irremediable, si por otro camino no se proveía al reino de trabajadores para el cultivo de los campos. Esperando salvar esta dificultad para establecer aquella reforma, dos años más tarde pedía al Rey que por cuenta de la Corona envíase a Chile mil negros para que por su cuenta fuesen vendidos al costo172. El Gobernador creía, como los jesuitas, que era inhumano el someter a los indios a un trabajo obligatorio, pero que era lícito el robar negros en las costas de África y someterlos en las colonias a la más dura esclavitud.

Mientras tanto, el Rey y sus consejeros no podían apreciar las condiciones industriales de Chile, y las circunstancias que parecían hacer indispensable la subsistencia del servicio personal de los indios. Se les había hecho comprender que este régimen era la causa de la prolongación de la guerra de Chile, y de los gastos considerables que ésta imponía a la Corona. Estaban profundamente convencidos de que la supresión del servicio personal de los indígenas, y su reemplazo por un impuesto en dinero, debían producir como por encanto la más perfecta paz e iban a importar para el tesoro una economía de doscientos mil ducados por año. Así, pues, obedeciendo a esta convicción, más que por un sentimiento de humanidad que, sin embargo, se hacía valer como un pretexto, reprobaron duramente la conducta de don Lope de Ulloa cuando supieron que no daba riguroso cumplimiento a las ordenanzas que habían intentado abolirlo. «He sido informado, le escribió el Rey con fecha de 25 de julio de 1620, que habiendo llevado orden de mi virrey del Perú para quitar el servicio personal a los indios y entablar la tasa (el impuesto en dinero) no lo habéis puesto hasta ahora en ejecución; y porque ésta es la cosa más sustancial de vuestro gobierno, y que tanto importa para la pacificación de esas provincias y que los indios de ellas estén sujetos, os mando que ejecutéis lo que está ordenado precisa y puntualmente». Por otra real cédula dictada el mismo día en términos igualmente perentorios, Felipe III prohibía la transferencia y ventas de encomiendas de indios, mandando que a los que hiciesen tales negocios se les castigase con todo rigor173. Estas órdenes, que eran simplemente la repetición de otras muchas anteriores dictadas como ellas con el mismo propósito, iban a quedar igualmente sin cumplimiento alguno.




6. El Gobernador y el padre Valdivia acuerdan hacer retroceder la línea de frontera. Este último regresa a España

El Gobernador estaba en Santiago entendiendo en el despacho de los negocios civiles, cuando los asuntos de la guerra vinieron a llamar de nuevo su atención. A pesar de las seguridades   -105-   que el padre Valdivia le había dado de los progresos de la pacificación, y que el mismo don Lope de Ulloa repetía al Rey, las correrías de los indios se sucedían con frecuencia. Una de ellas, que tuvo lugar en mayo de 1618 en los campos de Colcura, había producido gran alarma, y no había podido ser castigada. En vista de este estado de cosas, el Gobernador partió para el sur a mediados de agosto, cuando la reaparición de la primavera comenzaba a hacer practicables los caminos; pero llegado a Concepción, se limitó a recomendar mayor vigilancia en la defensa de los fuertes, lo que no impedía, sin embargo, que los indios renovasen sus expediciones cada vez que creían poder hacerlo con ventaja.

En esta situación, el padre Valdivia, inspirador y consejero de aquel sistema de guerra, creyó que se podían impedir estas incesantes hostilidades de los indios, retirando los fuertes que los españoles tenían al sur del Biobío, y estableciéndolos en lugares ventajosos de la banda opuesta. En realidad, esto no importaba otra cosa que hacer retroceder la línea de frontera, trayendo la guerra más al norte del territorio en que se hallaba. Pero era tanto el empecinamiento del padre Valdivia para no ver las consecuencias de la llamada guerra defensiva o, más bien, para persistir en aquella empresa, a pesar de los deplorables resultados que producía, que esta medida comenzó a ponerse en ejecución. El fuerte de San Jerónimo de Catirai fue despoblado en aquella primavera, y quedó resuelto con el Gobernador que en la siguiente se despoblarían otros. Como debe comprenderse, estas resoluciones no hacían más que alentar a los indios de guerra, dejándoles comprender que los españoles no tenían medios para defender la posesión de aquellos lugares.

Las incursiones de los indios continuaron repitiéndose. Fiados en la impunidad, puesto que los españoles no entraban a castigarlos en sus tierras, aparecían por uno o por otro lado, y después de robarse los caballos y ganados, se retiraban al interior cuando veían que el enemigo se disponía a atacarlos. En una de ellas, un destacamento español mandado por el capitán Jiménez de Lorca, sorprendió cerca del paso de Negrete, sobre el Biobío, una partida de indios que mandaba en persona el infatigable Tureulipe, y dando por razón que éste no había querido rendirse, lo pasó a chuchillo junto con otros de sus compañeros174. Pero la muerte de este jefe no puso término a las correrías de los suyos. Por más que el padre Valdivia explicara estos hechos como la obra de algunos ladroncillos que hacían excursiones aisladas sin alcanzar a poner en peligro a las guarniciones españolas, era lo cierto que reinaba una gran intranquilidad en toda la frontera, que ésta había retrocedido bajo el régimen de la guerra defensiva, y que todo hacía temer que más tarde se la retiraría más al norte todavía.

El padre Valdivia manifestó en esa ocasión vivos deseos de ir a España a dar cuenta al Rey de los progresos de la pacificación de Chile y a reclamar el envío de los socorros de tropas que se estaban pidiendo desde tanto tiempo atrás. Este viaje, en los momentos en que el padre visitador estaba en el goce de sus plenos poderes, y en que su sistema estaba definitivamente   -106-   planteado, aunque sin dar los frutos que había prometido, tenía algo de inmotivado y de verdaderamente inexplicable. Sin embargo, ese proyecto obtuvo la aprobación del virrey del Perú y del gobernador de Chile. Cuando todo estuvo pronto para la partida, don Lope de Ulloa y el padre Valdivia ajustaron en Concepción el 27 de noviembre de 1619 un convenio escrito en que estipulaban lo que cada uno debía hacer, el primero en el gobierno de Chile y el segundo en el desempeño de la misión que llevaba a España. Ofrecíase aquél a quitar el servicio personal de los indígenas, a mantener la guerra defensiva, a impedir la esclavitud de los indios que se tomaran prisioneros, a cumplir las reglas establecidas para perseguir a los indios de guerra que vinieran a inquietar el territorio dominado por los fuertes y a cambiar algunos de éstos, y entre ellos los de Lebu y de Arauco, haciendo, por tanto, retroceder la línea de frontera, si el Rey aprobaba esta medida. El padre Valdivia, por su parte, debía pedir en la Corte el envío de ochocientos soldados, y de ocho padres jesuitas para el obispado de Concepción; que se facultara al Gobernador para nombrar en caso de muerte un sucesor interino; que se trasladara la Audiencia a Concepción y, por último, una resolución real que fijara lo que debería hacerse para la administración de sacramentos en los casos en que la autoridad eclesiástica pusiese en entredicho una ciudad175. Estando resuelto su viaje, el padre Valdivia delegó sus poderes en el padre Gaspar Sobrino, para que éste desempeñara sus funciones en Chile durante su ausencia. Queriendo, además, demostrar al Rey con un testigo caracterizado las ventajas alcanzadas por la guerra defensiva, resolvió llevar en su compañía al capitán don Íñigo de Ayala, hombre de toda su confianza y a quien había hecho dar pocos días antes el título de maestre de campo. El Gobernador suministró a éste una suma de dinero para que levantase tropas en la metrópoli.

A fines de noviembre, el padre Valdivia se ponía en viaje para España. Llevaba consigo una carta en que el gobernador de Chile hacía al Rey los más ardientes elogios de los grandes servicios que el padre jesuita había prestado a la supuesta pacificación de Chile, y le pedía, con todo empeño, que le diese «para todo muy grata audiencia y el crédito que se debe a su persona»176. A su paso por el Perú, recibió iguales manifestaciones de aprecio del virrey príncipe de Esquilache. Este alto funcionario se hallaba entonces ocupado en entender en la apelación que el cabildo de Santiago había entablado contra los decretos relativos a la supresión del servicio personal de los indígenas. Queriendo solucionar definitivamente esta cuestión, y en cumplimiento del encargo especial que para ello le había dado Felipe III, el Virrey estaba trabajando una prolija ordenanza que al paso que suprimiera para siempre aquel impuesto de trabajo, lo reemplazara por una contribución en dinero en favor del encomendero o de la Corona, y reglamentase todos los derechos y garantías que se acordaban a   -107-   los indios. Para llevar a cabo este trabajo, detuvo en Lima al padre Valdivia, utilizó todos los informes que éste pudo suministrarle, y entre ambos redactaron un verdadero código de setenta y tres largos artículos sobre el régimen de las encomiendas en el reino de Chile»177. En mayo de 1620 partía del Callao el padre Valdivia llevando consigo aquella ordenanza para que recibiese la sanción real, y las más entusiastas y ardorosas recomendaciones del virrey del Perú. Todo hacía presumir a ambos que aquel viaje iba a dar por resultado la glorificación de sus nombres y de sus trabajos.

Pero junto con esas recomendaciones fueron también a España en aquella ocasión informes de un carácter muy diferente, y que no podían dejar de ejercer una gran influencia en el ánimo del Rey y de sus consejeros. Un antiguo magistrado, tan respetable por la rectitud y seriedad de su carácter como por sus buenos y leales servicios, se encargó de demostrar al Rey el verdadero estado de las cosas de Chile, tal como él lo comprendía, para neutralizar los informes de los promotores y sostenedores de la guerra defensiva. Era éste el doctor Luis Merlo de la Fuente, oidor de la audiencia de Lima, antiguo gobernador de Chile y muy conocedor de cuanto se relacionaba con este país. En una larga carta escrita al Rey en esas circunstancias, y fechada en Lima el 19 de abril de 1620, hacía una relación histórica de todos los sucesos ocurridos en los ocho años que llevaba de existencia la guerra defensiva, y se empeñaba en probar al Rey los desastres que ella había producido. Recomendaba empeñosamente que no diera crédito a los informes que pudiese dar don Íñigo de Ayala, militar de poca importancia, hechura e instrumento dócil del padre Valdivia y, por tanto, interesado en dar una idea falsa de las cosas. Hablando del viaje de este último, Merlo de la Fuente, con el lenguaje de la más absoluta franqueza, explica sus causas de la manera siguiente: «El padre Valdivia ha querido ser el mensajero y procurador de sus intentos; y así va a ellos en esta armada, y lo que no se tiene por menos cierto es que como deja aquello (la guerra de Chile) en el último trance, no quiere correr el común trabajo en que deja a todos sino sacar gloria de cualquier desastre y que se diga que si él estuviera presente no sucedería. Y para entablar mejor sus cosas, va encargado de las del príncipe de Esquilache; y éste ha hecho por el padre Valdivia todo lo que pudiera hacer por su padre, acreditando sus acciones en el modo que por la creencia y despachos parecerá»178.

El inflexible doctor Merlo de la Fuente no se limitó a esto sólo. Un mes después escribía nuevamente al Rey sobre los negocios de Chile. «El padre Luis de Valdivia, de la Compañía de Jesús, le decía, no contento con los grandes daños que ha causado en aquel reino, casi consumido ya con los desmanes que se han seguido por su primer arbitrio de la afrentosa introducción de la guerra defensiva, trata de otro segundo y nuevo martirio con que se pierda todo, pretendiendo que la planta de la Audiencia que con tanto acuerdo y buen acierto me mandó Vuestra Majestad que fundase en la ciudad de Santiago, cabeza principal de aquella gobernación y corazón y medianía de todo aquel reino, se mude y pase a la ciudad de la Concepción,   -108-   a donde dirá que tuvo asiento la primera audiencia que hubo en aquel reino»179. De allí pasaba a demostrar con poco método, pero con una ardiente convicción, el error que se cometería si se sacase la Audiencia de la capital. Se comprende que estos informes, emanados de un personaje que ocupaba tan alta posición, y al cual no se podía acusar fundadamente de obedecer a móviles interesados, debía ejercer una gran influencia en el ánimo de los consejeros del soberano. Más adelante habremos de ver el resultado de estas gestiones.




7. Tentativas del Gobernador para hacer descubrimientos en la región austral del continente

El gobernador don Lope de Ulloa quedó en Chile entendiendo en los negocios de la guerra. Las correrías de los indios se repetían con más o menos frecuencia y, aunque de ordinario eran éstos rechazados, la intranquilidad de la frontera mantenía la alarma en las guarniciones. El Gobernador, además, conociendo el peligro que había corrido en 1615 la ciudad de Concepción de un desembarco de los corsarios holandeses, estaba empeñado en fortificarla. Cooperando a este pensamiento, el príncipe de Esquilache le había enviado del Perú seis piezas de artillería, cuatro de ellas de bronce y dos de hierro, y un operario que se proponía fundir cañones en Chile180. Pero estas obras, emprendidas en medio de otros afanes, tenían que marchar con mucha lentitud.

Desde tiempo atrás se había hablado de la conveniencia de fundar una nueva ciudad al otro lado de la cordillera de los Andes, y a espaldas de donde estuvo poblada Villarrica, como un medio de aislar a los indios de guerra cerrándoles el paso para las regiones orientales. Pedro Cortés, durante su permanencia en Madrid, había pedido al Rey que autorizase esta empresa. El gobernador de Buenos Aires, Hernando Arias de Saavedra, que en años atrás había hecho una atrevida expedición al sur de esa provincia, recomendaba también este proyecto, al cual estaba, además, vinculada la esperanza de hacer un curioso descubrimiento. Se hablaba entonces mucho de la existencia de una ciudad o colonia establecida en la región del continente vecina al estrecho de Magallanes. En los primeros tiempos de la conquista, se había contado que era una población indígena, medianamente civilizada, y establecida en un país fértil en que, además, abundaban los metales preciosos, y al cual por el nombre de un soldado español a quien se atribuía el haber dado las primeras noticias, se la llamaba Lo de César181. Aunque las diversas expediciones emprendidas no habían dado resultado alguno, se continuaba hablando de la existencia de una ciudad misteriosa que denominaban de los Césares, habitada, se decía ahora, por los descendientes de los españoles que naufragaban en el estrecho en 1540 cuando la desgraciada expedición de Camargo,   -109-   y de los que poblaron las ciudades fundadas en el mismo estrecho por Sarmiento de Gamboa en 1584182. El gobernador don Lope de Ulloa, dando crédito a estas fabulosas leyendas, y deseando, además, reconocer el sitio en que pudiera fundarse la nueva ciudad, preparó a la vez dos expediciones, una por mar y otra por tierra.

En marzo de 1620 don Lope de Ulloa confió el cargo de corregidor de la provincia de Cuyo al capitán don Pedro de Escobar Ibacache. Diole la comisión de penetrar la tierra adentro por la región del sur, y de llegar si era posible a los lugares que se suponían poblados por españoles183. Fácil es imaginarse el desenlace de esa expedición. El diligente capitán Escobar no podía descubrir una ciudad que sólo existía en la imaginación de sus contemporáneos. Sin embargo, ese mismo resultado, y probablemente los informes vagos e inconexos que daban los indios, estimularon dos expediciones subsiguientes, una de ellas emprendida por mar, de orden del gobernador de Chile, y otra por tierra, auxiliada por las autoridades españolas de Tucumán.

A consecuencia, sin duda, del ningún resultado de esa tentativa, preparó el Gobernador a fines del mismo año una nueva expedición por las costas del Pacífico; pero eran tan escasos los recursos de que disponía, que casi no era posible esperar que ella produjese el más pequeño descubrimiento. En la ciudad de Castro, en Chiloé, se prepararon tres piraguas de indios, formadas «de tres tablas cosidas con hilo y cargadas de bastimentos», y embarcáronse en ellas cinco soldados españoles, llevando por cabo o jefe a Juan García Tao, piloto práctico, experimentado en la navegación de los canales del archipiélago, pero desprovisto de los conocimientos necesarios para fijar la posición geográfica de los lugares que visitara. Los expedicionarios salieron de Castro el 6 de octubre de 1620, y venciendo grandes dificultades, llegaron a las islas de Chonos. Allí se les juntaron algunos indios con otras dos piraguas, y siguieron su viaje hacia el sur. Durante dos meses, García Tao visitó las islas y costas vecinas, se internó en las tierras y llegó probablemente hasta el golfo que forma por su costado noreste la península de Taitao. Hostilizado por las familias de salvajes que halló en aquellos lugares, traicionado por algunos de los indios que lo acompañaban, escaso de víveres, y víctima de otras contrariedades, se resolvió a dar la vuelta el 10 de diciembre. Traía consigo algunos indios de las islas más apartadas que visitó, para que sirviesen de guías en una nueva expedición, y volvía profundamente convencido de la existencia de las   -110-   pretendidas ciudades españolas, a las cuales, decía, no había podido llegar por la escasez de sus recursos184. Pero cuando llegó a Chiloé, el gobernador Ulloa y Lemos acababa de morir, y sus inmediatos sucesores no miraron con igual interés este proyecto.




8. Desgracias ocurridas en los últimos meses del gobierno de Ulloa y Lemos; su muerte

Los últimos meses del gobierno de don Lope de Ulloa fueron señalados por calamidades de diversos géneros. «Este año (1620) ha sido muy trabajoso en este reino, decía el oidor decano de la Real Audiencia, por haber habido en él una peste general de sarampión y viruela así en españoles como en indios de que ha muerto gran suma de los dichos españoles, y entre ellos gente de cuenta, y gran cantidad de indios y mucha suma de ganados, porque hasta los animales morían de peste185. Y después de esto fueron las aguas de este invierno pasado tan grandes que por cinco veces salió de madre el río de esta ciudad (Santiago) y la bañó toda, y estuvo a pique de no quedar casa en pie, porque fue tanta el agua que había por las calles que no se podía pasar si no era nadando por algunas, y las piedras mayores que un hombre las llevaba la corriente que iba por las calles. Y fue en tanto extremo que obligó a salir a las monjas de Santa Clara y San Agustín de sus conventos y llevarlas las Claras a la iglesia de San Francisco y las Agustinas a la catedral, por ser iglesia de piedra de cantería, a donde el provisor y algunos religiosos y yo con gente principal del pueblo las pasamos con harto trabajo y riesgo de las vidas. Aunque se cayeron muchas casas, se tiene por cierto que no quedara ninguna si no fuera por las grandes y extraordinarias diligencias que hice en hacer tajamar en el dicho río en ocho días, de madera y piedra, acudiendo por mi persona   -111-   y las de mis criados, y otras del pueblo, que ayudaron a traer los bueyes, carretas y piedras con harto trabajo, porque ordinariamente estaba lloviendo, y todos los días me obligaba el mal tiempo a mudar vestidos tres o cuatro veces; y fue Dios servido que mi trabajo luciese, porque, aunque hablo en causa propia, es cosa cierta que el tajamar que hice hacer, fue parte para que la ciudad quedase en pie con esta defensa. Y seguro de que el río no saldría más, se volvieron las monjas a sus conventos. Por haber en este tiempo llevado un río muy caudaloso llamado Maipo la puente que tenía, por la cual se pasaba para las fronteras de la guerra, por no haber otro paso seguro para ir a ellas, y se acarreaba a esta ciudad para sustento muchos ganados y comidas, mediante así mismo mi buena diligencia y cuidado, hice que esta puente se volviese a hacer; la cual se hizo la mejor y más fuerte que en muchos años se ha hecho, y por no haberla se ahogaban muchas personas y ganados. Así, en lo referido como en el gobierno de esta república (ciudad) que por razón de mi oficio me ha tocado, y en el hacer que se reedifiquen y hagan las casas del Audiencia y cárcel de corte y vivienda en que viva el presidente, y por su ausencia el oidor más antiguo, como lo manda Vuestra Majestad y a muy poca costa he hecho y hago lo que un fiel ministro debe y es obligado en el servicio de Vuestra Majestad»186. Este documento traza en lenguaje desaliñado el cuadro completo de las penalidades y fatigas de aquellos días.

Mientras tanto, el gobernador Ulloa y Lemos se hallaba en Concepción seriamente enfermo. Aunque sólo contaba cuarenta y ocho años, su mala salud le había impedido tomar personalmente parte en los trabajos de la guerra. A fines de 1620, sus males se agravaron sobremanera. Lo asistía un médico que según la ciencia española de la época, pronosticaba el desenlace de las enfermedades por las fases de la luna; y este mismo médico pudo conocer que la muerte del Gobernador era inevitable. El 24 de noviembre, conociendo que se acercaba el término de sus días, Ulloa y Lemos mandó extender el nombramiento de gobernador interino en favor del doctor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, oidor decano de la Audiencia, con quien había sostenido largas y enojosas competencias. En medio de los dolores producidos por su enfermedad, don Lope de Ulloa pasó los últimos días de su vida en los actos y manifestaciones de la más acendrada devoción, y falleció en la mañana del 8 de diciembre de 1620. Su cadáver, sepultado ostentosamente en la iglesia de San Francisco de la ciudad de Concepción, como lo habían sido otros de sus predecesores, fue llevado más tarde al Perú por encargo de su viuda187. Los cronistas han hecho de su carácter los mismos   -112-   pomposos elogios que prodigan a la mayor parte de los gobernadores; pero, cualesquiera que fuesen sus defectos, parece que estuvo adornado de una virtud que a juzgar por las frecuentes acusaciones que hallamos en los documentos, no debía ser común entre los mandatarios, capitanes y demás funcionarios de esa época, esto es, de la más escrupulosa y esmerada probidad. «Una cosa entre otras, dice el padre Alonso de Ovalle, he oído alabar en este gran caballero, muy digna de memoria, para ejemplo y enseñanza de los que manejan y traen entre las manos la real hacienda, y es la gran limpieza de las suyas, y la gran cristiandad con que hacía distribuir el real situado y socorro que se reparte todos los años a los soldados, sin consentir que ninguno de ellos fuese agraviado en defraudarle nada de su sueldo»188. Su empeño en impedir las especulaciones fraudulentas en la provisión y vestuario de las tropas fue causa de que los soldados gozasen bajo su gobierno de una condición mejor, y de que el situado alcanzase para satisfacer todas las necesidades públicas.




9. Expedición holandesa de Shouten y Le Maire: descubrimiento del cabo de Hornos y de un nuevo derrotero para el Pacífico

El período histórico de que hemos dado cuenta en el presente capítulo fue señalado por dos expediciones partidas de Europa que si no tuvieron influencia directa en las costas de Chile, adelantaron el conocimiento de la geografía de esta parte de nuestro continente.

A poco de haber partido de Holanda la expedición de Spilberg, que hemos referido en el capítulo anterior, se preparó allí mismo otra que debía alcanzar más alto renombre. Los privilegios concedidos a la Compañía de las Indias Orientales, para asegurar a ésta el monopolio del comercio, prohibían a todos los holandeses que no estuvieran al servicio de ella, el doblar el cabo de Buena Esperanza o el llegar a las Indias pasando por el estrecho de Magallanes. Algunos comerciantes a cuya cabeza estaba Isaac le Maire, capitalista emprendedor y amigo de las expediciones lejanas, organizaron otra asociación a que dieron el nombre de Compañía Austral, y obtuvieron en marzo de 1614 la patente que la autorizaba para emprender viajes bajo la protección de la bandera holandesa.

La nueva compañía equipó dos naves que tripuló con gente animosa y resuelta, y que proveyó convenientemente. La más grande de ellas era de 360 toneladas, y la otra de sólo 110. El mando de la expedición fue confiado a Jacob le Maire (hijo de Isaac), pero se puso a su lado un piloto de gran experiencia llamado Wilhelm Cornelisz (Guillermo Cornelio) Shouten. Terminados sus aprestos, zarparon del puerto de Texel el 14 de junio de 1615. El plan del viaje era conocido sólo de los dos jefes de la expedición; pero cuando el 25 de octubre, después de atravesar la línea equinoccial, anunciaron a sus compañeros que iban a buscar un nuevo paso para los mares del sur a fin de llegar a la India, las tripulaciones se llenaron de contento soñando en los beneficios que podían reportar de aquella empresa.

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En nuestro tiempo nos parece tan sencilla la ejecución del proyecto de los marinos holandeses que casi no acertamos a creer que hubiera ofrecido dificultades de ningún género. Algunos de los exploradores anteriores habían recogido los datos suficientes para pensar que al sur de la Tierra del Fuego se extendía un mar abierto. Magallanes había creído que las tierras que se levantaban al sur del estrecho eran una isla. Otros navegantes posteriores, y entre ellos Francisco Drake, habían tenido motivos más fundados todavía para confirmarse en esta opinión. Uno de los pilotos de la expedición de Cordes, Dirick Gherritz, como contamos en otra parte189, había navegado ese mar en 1599 y llegado hasta la latitud austral de 64º. Pero esas exploraciones eran imperfectamente conocidas o desconocidas del todo. Los geógrafos continuaban representando la Tierra del Fuego como parte de un vasto continente austral que se extendía hasta el polo, y que no ofrecía paso alguno entre los dos grandes océanos. Le Maire y Shouten intentaron buscar ese camino, y la fortuna recompensó su perseverancia y sus esfuerzos.

No tenemos para qué referir aquí todas las peripecias de este viaje. Los holandeses perdieron el menor de sus buques por un incendio que se produjo en él cuando lo carenaban el 19 de diciembre en el puerto Deseado; pero esta desgracia no los desanimó en sus propósitos. El 13 de enero de 1616, cuando hubieron renovado su provisión de agua y recogido todo lo que fue posible salvar del buque incendiado, se hicieron nuevamente a la vela. Siguiendo la prolongación de la costa oriental de la Tierra del Fuego, se encontraron el 24 de enero a la entrada de un canal que parecía medir ocho leguas de ancho. La corriente les hizo comprender que había allí un paso para el otro mar. A la izquierda la tierra estaba cubierta de yerbas verdes, y recibió de los holandeses el nombre de los Estados, en honor de la república o estados de las provincias unidas de Holanda, y formaba la isla que hasta ahora conserva esa denominación. A la derecha no se veían más que rocas cubiertas de nieve, país triste al cual llamaron Mauricio de Nassau, en memoria del jefe de la república, denominación que no ha conservado aquella parte de la Tierra del Fuego. Favorecidos por el viento norte, los exploradores penetraron al día siguiente por ese canal, y continuando su navegación hacia el suroeste, se hallaron el 29 de enero delante de un cabo formado por dos montañas puntiagudas. En honor de la ciudad holandesa de Horn, donde se había organizado la expedición, los exploradores dieron a ese promontorio, que parecía ser el término austral de América, el nombre de cabo de Horn. Habiéndolo doblado con toda felicidad, se encontraron por fin en el océano Pacífico. En consejo de los capitanes y pilotos de la expedición, celebrado el 12 de febrero de 1616, se acordó que el estrecho que les había dado paso, se llamara de Le Maire, para honrar así al jefe que los había guiado por ese camino.

Shouten y Le Maire no tocaron en ningún punto de la costa continental de Chile. El 1 de marzo estuvieron delante de las islas de Juan Fernández, pero no les fue posible desembarcar. Enseguida dirigieron su rumbo a los mares de Asia donde les esperaban nuevas aventuras, y la confiscación de su nave por orden de las autoridades holandesas. Al fin, en diciembre de 1616 se embarcaron en la escuadrilla de Spilbergen para regresar a Holanda. Le Maire falleció a los pocos días (31 de diciembre); pero Shouten y sus compañeros, con la sola pérdida de cuatro hombres, muertos en el curso de la navegación, llegaron a la patria el 1 de julio de 1617 después de un viaje de dos años en que habían dado una vuelta al mundo,   -114-   explorando muchas islas desconocidas en los mares orientales, y hallado un camino nuevo para pasar al océano Pacífico, que no ofrecía los peligros y dilaciones del estrecho de Magallanes. Ese descubrimiento fue saludado en todas partes como un suceso que honraba a la marina naciente de Holanda, que importaba un gran progreso de las ciencias geográficas y que abría un paso más fácil y expedito al comercio del mundo190.




10. Exploración de la misma región por los hermanos Nodal

La noticia de este descubrimiento produjo en España más impresión que las depredaciones que en los años anteriores habían ejecutado los holandeses en las costas del Pacífico. El nuevo camino que acababa de hallarse, si bien podía facilitar el comercio de la metrópoli con sus más apartadas colonias, abría a la navegación de todas las banderas la entrada de los mares en que España quería dominar sola y sin competidores.

Deseando certificarse de la verdad del descubrimiento, y recoger informes seguros sobre ese nuevo camino, el Consejo de Indias resolvió el mismo año de 1617 que sin tardanza se despachara una expedición española para aquellos lugares. Aprobada esta determinación por el Rey, se mandó que a toda prisa se construyeran en Lisboa dos carabelas, embarcaciones pequeñas de ochenta toneladas cada una, pero dispuestas para un viaje rápido. Confiose el mando de ellas a dos diestros pilotos de Pontevedra en Galicia, los hermanos Bartolomé García de Nodal y Gonzalo de Nodal, que servían en la armada del Rey, y que se habían distinguido en la navegación y en la guerra marítima.

Antes de ocho meses estuvo todo listo para el viaje. Las dos carabelas, bien provistas de víveres, fueron armadas con cuatro piezas de artillería, cuatro pedreros y algunos arcabuces y mosquetes. Diose a cada una la tripulación de cuarenta hombres, en su mayor parte portugueses enganchados por fuerza en los arsenales de Lisboa, y a los cuales, sin embargo, se les pagó el sueldo adelantado de diez meses; y se buscaron, entre los marinos que afluían a ese puerto, a algunos pilotos flamencos, tanta era la reputación que éstos habían adquirido   -115-   como navegantes. El cargo de jefe de ellos, o de piloto mayor, fue confiado a don Diego Ramírez Arellano, cosmógrafo español de cierta reputación. Los marinos españoles, además, alcanzaron a proveerse de los diarios del viaje de Shouten y Le Maire que acababan de publicarse en Holanda, con la indicación de su derrotero y con mapas que, dado el estado de la cartografía en esa época, pueden considerarse excelentes. El Rey, por otra parte, había encargado a sus gobernadores del Brasil, de Buenos Aires, del Perú y de Chile que prestasen a los exploradores españoles todos los socorros y las indicaciones que pudieran necesitar, de manera que éstos emprendían el viaje bajo los auspicios más favorables.

Las dos carabelas partieron de Lisboa el 27 de septiembre de 1618. El 15 de noviembre entraban en la bahía de Río de Janeiro para reparar algunas averías y renovar sus provisiones. Los capitanes españoles hicieron encerrar a sus marineros en la cárcel de la ciudad para evitar la deserción; y eficazmente ayudados por el Gobernador, terminaron en breve sus trabajos y pudieron continuar su viaje el 1 de diciembre. A pesar de que navegaban por un mar bastante conocido, los exploradores españoles no descuidaron ninguna precaución, practicaban frecuentes sondajes y hacían todas las observaciones convenientes. Así, pues, pasando sin ninguna novedad a mediados de enero de 1619 por enfrente de la embocadura oriental del estrecho de Magallanes, se hallaron el 22 de ese mismo mes a la entrada del canal que iban a buscar. En honor de san Vicente mártir, cuya fiesta celebra la Iglesia ese día, los hermanos Nodal dieron al estrecho de Le Maire el nombre de ese santo, cuya denominación, aunque consignada en algunas cartas geográficas de la época, ha quedado sólo a un cabo de la costa vecina de la Tierra del Fuego. Siguiendo el rumbo trazado por los holandeses, el 6 de febrero se hallaron en frente del cabo de Hornos, al cual dieron el nombre de San Ildefonso, que tampoco ha prevalecido191; pero bajando un poco más al sur, hasta una latitud que estimaron en 56º 40', los exploradores españoles descubrieron un grupo de islas, a las cuales llamaron islas de Diego Ramírez en honor del cosmógrafo de la expedición. Hasta siglo y medio más tarde, esas islas eran representadas en las cartas geográficas como las tierras más australes entonces conocidas.

Los Nodal cambiaron allí su rumbo hacia el noroeste. Todo parecía favorecer la suerte de esta expedición. El 25 de febrero se hallaban las dos carabelas en la boca occidental del estrecho de Magallanes, sin haber experimentado otros inconvenientes que las lluvias y granizo que en aquellas latitudes caen en todos los meses del año. Penetrando en él con rara fortuna, continuaron sin mayores contrariedades la navegación de esos canales en que otros exploradores habían tenido tanto que sufrir. En ellos renovaron una parte de sus víveres, haciendo provisiones de mariscos y de pingüinos o pájaros niños; y el 13 de marzo llegaron con toda felicidad a la boca oriental del estrecho. En la continuación de su viaje, tocaron en algunos puntos de la costa del Brasil y entraban el 9 de julio de 1619 en el puerto de San Lúcar de Barrameda. «Fue Dios servido, dice la relación oficial de este viaje, que con pasar tanta diversidad de temples, variedades de cielos, mudanzas e inclemencias de sus movimientos por tan varias regiones, ya frías, ya cálidas, ya con excesivas destemplanzas, no   -116-   solo no murió ninguno, pero los que iban enfermos volvieron sanos»192. Las gentes que oían referir las ocurrencias de este viaje no podían persuadirse de que en menos de diez meses las dos carabelas que mandaban los hermanos Nodal hubieran hecho una exploración tan lejana.

Felipe III se hallaba entonces en Lisboa viviendo en medio de las aparatosas fiestas que constituían la ocupación habitual de su reinado. Allí recibió a los Nodal y al cosmógrafo Diego Ramírez, y oyó de sus labios la relación de todos los incidentes del viaje. Presentaron éstos al soberano muchas pieles de lobos marinos cogidos en la extremidad austral de América, algunas aves vivas y las armas y adornos que habían obtenido de los salvajes de la Tierra del Fuego en retomo de las mercaderías europeas que les dieron. El piadoso monarca debió experimentar una grata satisfacción al oír contar que los capellanes de la expedición enseñaron a algunos de esos salvajes «los esclarecidos nombres de Jesús y María, y otras oraciones que repetían con facilidad y con expedita lengua»193. En el primer momento se pensó en aprovechar el camino recién explorado para el envío de flotas a las Filipinas y para   -117-   el comercio de la metrópoli con sus colonias del Pacífico, y se habló de equipar una escuadra para que hiciera ese viaje; pero luego se olvidaron esos proyectos; y como veremos más adelante, pasó todavía cerca de siglo y medio para que el comercio español utilizara esa ruta.





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