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Capítulo V

Interinato del doctor don Cristóbal de la Cerda; gobierno de don Pedro Osores de Ulloa (1620-1624)


1. Toma el gobierno interino del reino el oidor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor. 2. Los contrastes militares lo inducen a representar al Rey contra la guerra defensiva. 3. Publícase la ordenanza que suprime el servicio personal de los indígenas. 4. Fin del gobierno interino del oidor Cerda: el virrey del Perú envía a don Pedro Osores de Ulloa con el cargo de gobernador de Chile. 5. El Gobernador se pronuncia resueltamente contra la guerra defensiva. 6. Sus primeros actos militares y administrativos: manda hacer una campaña en el territorio enemigo. 7. El padre Valdivia abandona en España la dirección de la guerra de Chile. 8. El maestre de campo don Íñigo de Ayala consigue organizar en la metrópoli un refuerzo de tropas. 9. Fin desastroso de esta expedición. 10. Campaña de la escuadra holandesa de Jacobo L' Hermite en el Pacífico. 11. Últimos actos administrativos del gobernador Osores de Ulloa; su muerte.



1. Toma el gobierno interino del reino el oidor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor

En la noche del 12 de diciembre de 1620 llegaba a Santiago la noticia de haber fallecido cuatro días antes en la ciudad de Concepción el gobernador don Lope de Ulloa y Lemos. El mensajero que la comunicaba traía consigo dos documentos de gran importancia, la designación que el finado había hecho en la persona del doctor don Cristóbal de la Cerda para que lo reemplazase en el mando, y la certificación oficial de que don Lope de Ulloa había dejado de existir, firmada por el escribano y secretario de gobierno Pedro de Ugarte de la Hermosa.

Ese nombramiento, como el que Ribera había hecho tres años antes, estaba fundado en una real cédula de 1607 por la cual Felipe III había autorizado a Alonso García Ramón para nombrar su sucesor. Pero, como esa autorización era personal y circunscrita a un caso determinado, necesitaba ser revisada y confirmada por la Real Audiencia. En esos momentos, este alto tribunal no constaba más que de un solo miembro. Los otros oidores habían muerto hacía poco, y el fiscal se hallaba en Lima en desempeño de una comisión que le había confiado el Rey194. El único sobreviviente era el doctor don Cristóbal de la Cerda, el mismo   -120-   en cuyo favor había hecho su nombramiento el Gobernador finado. Esto no impidió la tramitación ni el pronto despacho de este negocio. El día siguiente, domingo 13 de diciembre, el oidor Cerda, usando del sello real de la Audiencia y del nombre y representación del Rey, como acostumbraba hacerlo el supremo tribunal, confirmó su propio nombramiento. En la tarde del mismo día, el cabildo de Santiago, reunido expresamente para ello, le recibió el juramento de estilo y, sin poner problema alguno, lo reconoció en el carácter de gobernador interino de Chile195.

El doctor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, aunque sólo contaba treinta y cinco años de edad, tenía más de diez de servicios en la magistratura y gozaba por sus antecedentes de cierto prestigio. Era mexicano de nacimiento, y se enorgullecía recordando que sus antepasados habían sido del número de los primeros conquistadores de la Nueva España. Después de terminar sus estudios de jurisprudencia civil y canónica en la célebre universidad de Salamanca, y de obtener el título de doctor en ambos derechos, había servido en diversos cargos judiciales. Fue alcalde de sala y fiscal suplente de la audiencia de Sevilla; y en 1610 desempeñó las funciones de comisario de la expulsión de los moriscos de Andalucía. Poco más tarde fue trasladado a América con el título de oidor de la real audiencia de Santo Domingo, y en 1617 recibió la orden de trasladarse a Chile a desempeñar el mismo cargo en la audiencia de Santiago. Este último viaje había sido para él origen de las más penosas aventuras. El buque en que salió de Santo Domingo fue apresado por unos piratas ingleses que ejercían sus depredaciones en el mar de las Antillas. El doctor Cerda y su familia fueron despojados de cuanto llevaban, y por fin abandonados en la playa de Puertobello, donde tuvieron que sufrir grandes penalidades y miserias antes de llegar al Perú. Aunque socorrido allí generosamente por el arzobispo de Lima, sufrió una enfermedad de un año de que salvó al fin, pero que le costó la pérdida de la nariz196.

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Al llegar a Chile en marzo de 1619, don Cristóbal de la Cerda, encontró que la Real Audiencia había cesado de funcionar por muerte de todos los oidores. Acompañándose del fiscal y de algunos de los abogados que halló en Santiago, reinstaló el tribunal, según lo dispuesto en las ordenanzas reales para casos semejantes. Por lo demás, eran tan pocos los litigios que entonces se ventilaban ante ese tribunal, que en su primera comunicación al Rey le pidió que lo suprimiera o que dilatara su jurisdicción comprendiendo en su distrito las gobernaciones de Tucumán y de Paraguay. En su correspondencia con el Rey, el oidor Cerda ha contado un incidente característico de las costumbres y de la administración de esa época. «Luego que llegué a esta ciudad (Santiago), dice, por bando público mandé apregonar, y se apregonó, debajo de graves penas que puse, que ningunas personas que tuviesen pretensiones, se valiesen para ellas de ningún criado mío, esclavos ni allegados de mi casa por vía de promesas, ni de otra manera directa ni indirectamente, con apercibimiento que además de las penas pecuniarias que impuse, quedarían inhábiles las tales personas para no recibir merced en nombre de Vuestra Majestad, y serían castigadas, y los dichos mis criados con rigor y pública demostración»197. Por hallarse el gobernador don Lope de Ulloa ocupado en los afanes de la guerra, el oidor Cerda asumió el gobierno civil. En este doble carácter tuvo que sostener complicadas competencias, que hemos recordado antes, con las autoridades eclesiásticas y con el mismo Gobernador. En ellas desplegó un carácter resuelto, y si se quiere inclinado a las rencillas, pero también manifestó gran actividad en el servicio público durante las avenidas de que fue víctima la ciudad en 1620, y en la construcción de algunas obras públicas, género de trabajos a que era muy inclinado. Desempeñando interinamente el gobierno del reino, iba a señalarse por las mismas propensiones, así como por su ambición de conservar el mando en propiedad o por adquirir otro puesto lucrativo.




2. Los contrastes militares lo inducen a representar al Rey contra la guerra defensiva

A los pocos días de haberse recibido del gobierno, llegaron a Santiago las noticias más alarmantes de la frontera de guerra. Un indio llamado Lientur, que había dado la paz a los españoles, y que vivió entre ellos como auxiliar, se había fugado hacía poco al enemigo y preparado audacísimas expediciones contra los fuertes. Los capitanes que en ellos mandaban, pedían que el Gobernador marchase pronto al sur a tomar el mando de las tropas, y que llevase todos los socorros que le fuese posible reunir. Aunque ajeno al ejercicio de las armas,   -122-   el doctor Cerda no vaciló en salir a campaña y, al efecto, reunió una columna de ciento treinta hombres para auxiliar a las guarniciones del sur. Poniendo en juego toda su actividad, despachó aceleradamente los asuntos más premiosos que se tramitaban ante la Audiencia, y cerró este tribunal por el tiempo que debía hallarse en campaña, dejando al licenciado Francisco Pastene el título de juez de provincia, y el encargo de tramitar en primera instancia las causas que se presentaran198. Terminados estos arreglos, el 15 de enero de 1621 se ponía en marcha para el sur acompañado de las tropas que había reunido y de algunos militares de importancia que debían servirle de consejeros en los negocios de guerra.

En su marcha recibió otras noticias que le confirmaban la gravedad de los sucesos del sur. Reducciones enteras de indios que se decían de paz, se habían sublevado. Los indios, en número de 1600, habían pasado el Biobío y acercádose a los cuarteles de Yumbel, donde se robaron algunos caballos, sin que los españoles, escasos de tropas, se atrevieran a perseguirlos. Estas correrías del enemigo siguieron repitiéndose todo ese verano, y en algunas ocasiones alcanzó éste señaladas ventajas sobre los destacamentos españoles, entre otras la toma de un fortín situado al norte del Biobío en que perecieron diez soldados y muchos indios auxiliares, sin que fuera posible castigar a los agresores (25 de marzo de 1621). En vista de esta situación, el Gobernador había consultado el parecer de los capitanes del ejército. Reunidos algunos de éstos en Concepción el 15 de marzo, contestaron uno a uno los diversos puntos sobre los cuales se les pedía su opinión, y en esas respuestas no sólo se oponían a la despoblación de otros fuertes sino que se pronunciaban resueltamente contra la guerra defensiva, a que atribuían la crítica situación del reino199. El gobernador interino creyó de su deber el dar al Rey una opinión franca y resuelta sobre los resultados que producía la llamada guerra defensiva. «No deja de causarme admiración, le decía, que estando este reino en la mayor contingencia que ha tenido de perderse después que se descubrió, hayan ido al Consejo informaciones de que está todo de paz, y que si no es unos ladroncillos, no hay otros que nos den pesadumbres. Lo contrario consta por lo que aviso en esta carta, y por las informaciones que van con ella, y estoy informado de que muy de ordinario estos indios se nos han desvergonzado, no guardando cosa que hayan quedado de cumplir por no conocer el bien y merced grande que Vuestra Majestad les ha hecho... Es cosa cierta que (los que han dado aquellos informes) engañan a Vuestra Majestad; y bien sé que será dificultoso de persuadirlo estando lo   -123-   contrario tan válido y autorizado; pero yo cumplo con las leyes de vasallo, criado y ministro de Vuestra Majestad de avisarlo como lo aviso».

Antes de mucho, nuevos acontecimientos vinieron a confirmar al gobernador interino en su convicción acerca de la situación creada por la guerra defensiva. «Estando de vuelta en el fuerte de Yumbel (de visitar los fuertes de la frontera), escribe el mismo Gobernador, el viernes santo (9 de abril) como a las ocho de la noche, un indio amigo de la reducción de Niculhueme llamado Catillanga, pegó fuego al dicho fuerte de Yumbel, y en menos de media hora se quemaron más de sesenta casas de paja que en él había, y mil fanegas de comida y mucha ropa de los soldados, y a mí la tienda y los toldos y cuanto en ella tenía, y me escapé, a Dios misericordia, y todas las demás personas, armas, municiones y caballos, que fue muy gran ventura, por haber sido el fuego un rayo, por correr un viento sur muy deshecho, y haberse puesto el fuego en el primer rancho de la parte de donde venía el viento. Este indio se nos fue al enemigo con otros veintitrés de su reducción, y estaban convocados para hacer lo propio todos los de las reducciones de Santa Fe y la Magdalena, que a no haber prevenido el enviar a prender algunos de ellos con el sargento mayor de este reino tan en tiempo, se hubieran ido todos». El Gobernador, de acuerdo con sus capitanes, hizo trasladar esas reducciones al norte del río de la Laja; pero estas precauciones no podían dejar de ser ineficaces. En esos mismos días llegaban a los fuertes algunos españoles que venían huyendo del cautiverio de los indios, y contaban que éstos, instigados por Lientur, estaban sobre las armas, preparándose para hacer nuevas y más formidables correrías, «que en ninguna manera han admitido jamás la paz sino con cautela, y que el haberla ofrecido (los españoles) lo atribuyen a que Su Majestad tiene pocas fuerzas para hacerles la guerra». Al referir estos sucesos al virrey del Perú, don Cristóbal de la Cerda no vacilaba en hablarle con la más ruda franqueza sobre el estado de Chile. «Está este reino, le decía, en grandísima contingencia de que nos suceda una muy gran ruina por nuestras pocas fuerzas y grande osadía que cada día va cobrando el enemigo, y mayores fuerzas con la guerra defensiva, de manera que se juzga comúnmente por todas las personas ancianas y de experiencia en las cosas de la guerra estar este reino en la era presente en peor estado que ha tenido de muchos años a esta parte»200.

Pero el virrey príncipe de Esquilache estaba resuelto a no dejarse convencer por éstas ni por ninguna otra razón. Se le había persuadido de que la guerra defensiva estaba produciendo en Chile los más admirables resultados, y así llegó a creer que estando muy avanzada la pacificación, podían disminuirse considerablemente los gastos que hacía la Corona. Con este objetivo, suprimió algunos sueldos y decretó economías que le permitieron rebajar a ciento cincuenta y dos mil ducados el situado de doscientos doce mil que el tesoro del Perú entregaba cada año por cuenta del Rey para los gastos de la guerra de Chile. Fue inútil que el gobernador interino representase las razones que se oponían a esa reducción, demostrando que el real situado, aunque se pagase íntegro, bastaba apenas para satisfacer las más premiosas necesidades del ejército201. El Virrey persistió en su determinación; y el año siguiente, al dejar el gobierno del Perú, recomendaba a su sucesor el mantenimiento de esta medida. «Estoy cierto, decía, que han de representar a Vuestra Excelencia grandes miedos y peligros nacidos   -124-   de esta reformación, y tengo por cierto que proceden más del sentimiento de que vaya este dinero menos que de tener subsistencia ni fundamento cuanto dijeren»202. A pesar de todo, el situado fue restablecido en breve en la forma que había acordado el Rey.




3. Publícase la ordenanza que suprime el servicio personal de los indígenas

En medio de los afanes de la guerra, y viéndose envuelto en altercados y en un ruidoso proceso que inició para esclarecer la muerte de su antecesor, y de que tendremos que hablar más adelante, el doctor don Cristóbal de la Cerda desplegó una gran actividad administrativa, creyendo así adquirir títulos para que se le diera la propiedad del gobierno. Continuó las reformas que había iniciado desde la Audiencia para reglamentar los aranceles judiciales y eclesiásticos, y poner atajo a los abusos introducidos por la cobranza de derechos antojadizos y exorbitantes. A pesar de que contaba con muy escasos recursos, adelantó la construcción que había emprendido en Santiago de casas para el Cabildo y para la Audiencia, y de una cárcel de la ciudad, y comenzó también la construcción de un tajamar permanente de piedra sobre el río Mapocho, para reemplazar el provisorio que había hecho durante las inundaciones del año anterior. En Concepción construyó un puente sobre el río Andalién, cuyo paso se hacía muy peligroso en el invierno. Mejoró las defensas de algunos fuertes y fortificó más esmeradamente a Chillán, que comenzaba a tener alguna población, rodeándola de parapetos y construyendo un fuerte que dotó con cuatro cañones llevados de Concepción203.

Pero el acto más trascendental de su gobierno fue la promulgación de la ordenanza que abolía el servicio personal de los indígenas. Al llegar a Concepción en febrero de 1621, y al imponerse allí de los papeles y correspondencia de gobierno que había dejado al morir su predecesor don Lope de Ulloa, encontró el gobernador interino los pliegos remitidos poco antes por el virrey del Perú. Entre ellos estaba la ordenanza que, según dijimos en el capítulo   -125-   anterior, habían preparado ese alto funcionario y el padre Valdivia para convertir en una contribución en dinero el impuesto de trabajo que hasta entonces había pesado sobre los indios de Chile. El príncipe de Esquilache la había enviado a España para que obtuviera la sanción del Rey; pero como estaba autorizado para legislar sobre la materia, mandaba terminantemente al gobernador de Chile que la hiciera publicar. El doctor don Cristóbal de la Cerda conocía los inconvenientes y peligros de la nueva ordenanza, las resistencias que iba a hallar su cumplimiento y la perturbación que debía producir en los trabajos industriales; pero eran tan perentorias las órdenes del Virrey que no era posible dejar de obedecerlas. En efecto, el 14 de febrero las hizo pregonar solemnemente en Concepción, y mandó que los corregidores las publicaran en las otras ciudades204.

Aquella ordenanza era, como dijimos, un verdadero código de setenta y tres largos artículos en que con la más escrupulosa minuciosidad se había pretendido reglamentar todas las relaciones entre encomenderos y encomendados. En nombre de la humanidad, se echaba sobre éstos una contribución pecuniaria que no habían de poder pagar, que había de dar origen a toda clase de abusos y que en definitiva había de hacer ilusoria la supresión del servicio personal. Por ella, los indios de la gobernación de Chile se dividían en tres jerarquías, según la abundancia y los recursos de los lugares en que vivían. Los que habitaban la porción más poblada y próspera de Chile, esto es, desde los confines del Perú hasta la frontera del territorio de guerra, establecida, como sabemos, en el Biobío, debían pagar cada año ocho pesos y medio, de a ocho reales en peso, de los cuales seis serían para el encomendero, uno y medio para el cura, medio para el corregidor del distrito y el otro medio para el protector de indígenas. Los indios de la provincia de Cuyo, ya sea que se hallasen en sus tierras o que hubieran pasado a servir a este lado de las cordilleras, pagarían ocho pesos, de los cuales cinco y medio correspondían al encomendero y los restantes se distribuirían en la misma forma que los anteriores. Por último, los indios de Chiloé, que eran los más miserables, pagarían siete pesos dos reales; cinco y medio para el encomendero, uno para el cura, medio para el corregidor y dos reales para el protector de indígenas. La ordenanza reglamentaba el trabajo pagado a que era permitido someter a los indios, en caso de que éstos no pudieren cubrir el impuesto, y establecía muchas otras reglas con que se pensaba mejorar su condición, pero que en la práctica debían ser ilusorias.

La promulgación de estas ordenanzas produjo en todas partes un notable descontento. Los encomenderos, que formaban la parte más importante y caracterizada de la población del reino, se creían despojados de sus bienes de fortuna por cuanto sin el trabajo de los indios sus propiedades iban a ser improductivas. Ese trabajo representaba para ellos una renta mucho más considerable que lo que podía producirles el impuesto con que se gravaba a los indios, por pesado que éste fuera. Los encomenderos sabían que la conquista de este suelo y la reducción de sus habitantes, eran la obra exclusiva de sus padres, sin que éstos hubiesen recibido el menor socorro de la Corona; y por incalculable que fuese su acatamiento a las órdenes emanadas del Rey y de sus representantes, debían dudar del derecho que éstos tenían para poner trabas al goce de lo que ellos creían una propiedad adquirida por el esfuerzo de sus mayores.

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Su descontento se manifestó pocos días más tarde dentro del terreno legal. El 10 de marzo, el cabildo de Santiago recibió cartas del Gobernador en que pedía premiosamente que los vecinos acudieran a la frontera amenazada por las hostilidades incesantes de los indios. Los capitulares sostuvieron que la falta de guarnición de los fuertes y la disminución del ejército eran debidas al abuso de los gobernadores de dar licencia a los soldados para alejarse temporalmente del servicio; y acordaron dirigirse nuevamente al Rey para pedirle que ratificase e hiciese cumplir las cédulas anteriores que eximían a los vecinos de Santiago y a sus criados de asistir a la guerra. El Cabildo creía, además, que esta ciudad, que según sus cálculos contaba sólo doscientos cincuenta vecinos o propietarios arraigados en ella, poco más o menos, no podía hacer mayores sacrificios que los que había hecho hasta entonces205. Un mes más tarde llegaba a la ciudad el capitán Hércules de la Villa con cartas más premiosas del Gobernador. Daba cuenta en ellas de los últimos sucesos de la frontera, la pérdida de un fortín tomado por los indios y el peligro de mayores males, y recomendaba que se le dejara levantar bandera de enganche206. Pero esta nueva diligencia no produjo mejores resultados. Los vecinos de Santiago parecían convencidos de que la abolición del servicio personal los eximía de prestar su cooperación en los trabajos de la guerra. Esta resistencia debía ser causa de que los gobernadores tuvieran que contemporizar con los encomenderos, y que tolerar con más o menos franqueza el no cumplimiento de aquellas ordenanzas.

Por otra parte, el impuesto pecuniario echado sobre los indios, o la tasa del tributo, como entonces se decía, por módico que parezca en nuestros días, era demasiado gravoso para que pudieran pagarlo esos infelices que vivían en la mayor miseria, y que pasaban en la ociosidad y disipación cuando no se les obligaba a trabajar. Resultaba de aquí que no pudiendo pagarlo en plata, se les obligaba a pagarlo en trabajo mediante una pequeña remuneración. Por más que la ordenanza del Virrey pretendiera haberlo reglamentado todo, ella misma daba lugar a estos abusos. En la práctica, aquella reforma no fue de provecho alguno para los infelices indios, como no tardó en reconocerse.




4. Fin del gobierno interino del oidor Cerda: el virrey del Perú envía a don Pedro Osores de Ulloa con el cargo de gobernador de Chile

El gobernador Cerda pasó los últimos meses del otoño de 1621 contraído a los trabajos de la guerra. Los indios, cada vez más arrogantes después del incendio de Yumbel, parecían dispuestos a no dar a los españoles un solo día de descanso. El maestre de campo Núñez de Pineda, que mandaba las fuerzas de Arauco, acosado por las constantes hostilidades, se vio a fines de mayo en la necesidad de perseguir al enemigo más allá de la raya fijada como límite de las operaciones militares. Llegando hasta el valle de Purén, quitó a los indios las provisiones que ya tenían recogidas, destruyó las rancherías que encontró en su camino y, barriendo con los ganados y con cuantas personas pudo hallar a mano, escarmentó rudamente a aquéllos para que no volvieran a intentar ataques por ese lado. Mientras tanto, el   -127-   Gobernador recogía los indios que todavía quedaban sometidos en las orillas del Biobío, y cerca del paso de Torpellanca, sobre el río de la Laja, y fundaba el fuerte de San Cristóbal de la Paz. Los cuarteles y defensas del campamento de Yumbel fueron reconstruidos tres leguas al norte del lugar que ocupaban antes del incendio, creyendo hallar allí un sitio desde el cual era más fácil resistir a los ataques del enemigo. Cuando hubo adelantado estos trabajos, el Gobernador se trasladó a Santiago donde lo llamaban las atenciones de la administración civil. Desde aquí envió dos cargamentos de víveres para la manutención del ejército, que se hallaba bien necesitado de ese socorro.

Había esperado que se le confiara en propiedad el gobierno de Chile. Aquel interinato había excitado sobremanera la ambición de don Cristóbal de la Cerda, y lo había llevado a hacer gestiones que casi parecen inconciliables con la dignidad de un hombre que aspira a tan altos puestos. Así, al paso que pedía al virrey del Perú que le confirmara el cargo de gobernador, escribía al rey de España recordándole sus servicios para que se le diera ese puesto, y le representaba los inconvenientes de que el Virrey pudiera nombrar gobernador interino. «Ordinariamente, decía con este motivo, con las muertes de gobernadores hay en este reino novedades y alteraciones entre los indios y grandes desconsuelos entre muchas personas más de las que militan en la guerra, porque al tiempo que han de recibir algún premio por sus servicios, mueren los gobernadores que se lo han de dar, y después que ha gobemado ocho meses el Gobernador nombrado por el difunto, envía el virrey del Perú otro nuevo Gobernador, el cual no solamente no tiene tiempo de premiar a los beneméritos, pero lo poco que tiene de que hacer merced en nombre de Vuestra Merced, lo da a los criados y allegados que trae consigo del Perú, y dentro de otro año adelante envía Vuestra Majestad otro Gobernador, de manera que en dos años, poco más o menos, se conocen cuatro gobernadores, de que nacen los inconvenientes arriba dichos, y otros muy grandes en perjuicio de la Real Audiencia». A instigación, sin duda, del mismo don Cristóbal de la Cerda, los cabildos eclesiásticos y civiles de Santiago, de Concepción y de Chillán, muchos de los jefes del ejército y los prelados de las órdenes religiosas, pidieron al virrey del Perú y al rey de España, si no propiamente la confirmación de aquél en el puesto de Gobernador, que se evitaran estos repetidos interinatos y mudanzas de gobernadores207.

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Todas éstas fueron diligencias inútiles. El virrey del Perú supo en enero de 1621 la muerte del gobernador de Chile don Lope de Ulloa, y la designación que éste había hecho en el oidor Cerda para que le sucediera en el mando. En el primer momento no pensó, según parece, en hacer innovación alguna; pero cuando el Virrey percibió por las primeras comunicaciones del gobernador interino, y más claramente por los informes de los jesuitas de Chile, que éste no era favorable a la guerra defensiva, determinó enviarle un reemplazante. En efecto, con fecha de 25 y 28 de abril, el príncipe de Esquilache firmaba el nombramiento de Gobernador en favor de don Pedro Osores de Ulloa208.

Era éste un anciano octogenario, pero fuerte y animoso todavía, que habitaba el Perú desde más de cincuenta años atrás, y que había desempeñado, ordinariamente fuera de Lima, diversos cargos administrativos de alguna importancia. En 1587 era corregidor de Arica, y después de desempeñar el mismo destino en otros distritos y de ejercer las funciones de maestre de campo del ejército del Perú, servía en 1620 el gobierno de Huancavelica que había llegado a ser muy importante por la explotación de las minas de mercurio. Osores de Ulloa poseía una fortuna considerable, y llevaba en su pecho la cruz de la orden de Calatrava. Pero sea por la independencia de su carácter adusto y poco cortesano, o por cualquiera otra causa, nunca gozó el favor especial de los virreyes. Pasando en revista las personas a quienes podía confiarse el gobierno de Chile, el marqués de Montes Claros escribía acerca de él en 1610 las palabras siguientes: «Los virreyes mis antecesores, han tenido por conveniente desviar de sí este sujeto (don Pedro Osores de Ulloa); y algunas veces que han sido contra este dictamen, les ha costado cuidado. Y ahora que yo me aseguro y fío más de él, todavía le tengo por demasiadamente alentado para entregarle un ejército de dos mil hombres tan desviado de mano superior. La edad y la salud lo desayudan, que es la excusa pública que se da a los que lo proponen; y la primera (el carácter) es bien sea sólo para Vuestra Majestad y consejo»209.

Por más empeño que el Virrey tuviera en que Osores de Ulloa se hiciera cuanto antes cargo del gobierno de Chile, no pudo éste partir de Lima sino cinco meses más tarde. Empleó este tiempo en procurarse los auxilios de armas y de ropa que creía indispensables para   -129-   el ejército. Ayudado por algunos capitanes que habían servido en Chile y que a su lado querían volver a este país, levantó bandera de enganche, y venciendo no pocas dificultades, consiguió reclutar 311 hombres regularmente equipados. Con ellos zarpaba del Callao entres buques el 1 de octubre de 1621. Como aquélla era la estación de los grandes vientos del sur y, por tanto, la menos propicia para tal viaje, el Gobernador experimentó tiempos desfavorables, y su escuadrilla se dispersó; pero al fin llegó a Concepción el 4 de noviembre, casi al mismo tiempo que los otros buques que lo acompañaban.




5. El Gobernador se pronuncia resueltamente contra la guerra defensiva

El siguiente día (5 de noviembre) se recibió del gobierno ante el cabildo de la ciudad. La primera impresión que Osores de Ulloa recibió del estado de Chile no podía ser más desfavorable. «Estaba esta tierra, escribía al virrey del Perú, por la falta de bastimentos, llena de aflicción, trabajos y desnudez de los soldados, por lo que fue necesario quitar por fuerza las haciendas, comidas y bastimentos de los mercaderes de esta ciudad y de otras partes para sustentarlos, aunque la gente que había aquí y en los campos era poca, y muchos impedidos, descontentos, llenos de agravios, y lo peor de todo acorralados y olvidados de la milicia, con la suspensión de las armas de nueve años que habían estado en la guerra defensiva y sin obediencia ninguna. Los enemigos muchos y victoriosos, cargados de despojos nuestros, intentando con notable atrevimiento cada día mayores daños y robos. Estaba perdida la reputación de nuestra gente, y era presunción cierta de los que aquí habitan y saben de estas materias que si el río de Biobío no lo hubiera estorbado con mayor avenida que otros años, hubieran intentado el asolar esta ciudad y sus términos, con que lo demás fuera fácil».

El examen de las cosas de la guerra lo hizo pronunciarse inmediatamente en contra del sistema implantado por el padre Valdivia. «Aunque el autor que dio este medio y le ha sustentado, dice con este motivo, sería espiritual y bueno, y aunque por la bondad de Dios no me falta fe para creer que con un mosquito o sin él puede su divina majestad conquistar esta gente (los indios) y atraerla a su gremio ablandando tan duros y rebeldes corazones, llenos de temerarias herejías y supersticiones... no se puede esperar ningún bien de ellos, ni parece justo pedir milagros a Nuestro Señor, particularmente en favor de enemigos que tan ofendido le tienen». Según él, la guerra defensiva no sólo había impedido la repoblación de las ciudades destruidas sino que había sido la causa de la lamentable retrogradación de la frontera, mediante la despoblación de la mayor parte de los fuertes que existían al sur del Biobío, «con cuyo desamparo, decía, se ha retirado mucho la guerra, con lo que el enemigo ha quedado y está notablemente victorioso, creciendo en atrevimiento, robos y daños. En este tiempo es patente que grandes y pequeñas, con mayor o menor número, han hecho (los indios) ciento ochenta y siete entradas desde el año de 1613 hasta esta parte, y llevado más de 1500 indios amigos, y más de 2500 caballos con que se han enriquecido y encabalgado, sin otros 200 indios que con su chusma de mujeres e hijos se han ido a vivir entre ellos por huir de los robos y muertes que a sus vecinos han hecho, y han muerto 400 españoles. Y lo peor es que en este tiempo pasan de 46 soldados los que se han ido al enemigo para vivir entre ellos; y se puede temer serán cada día más, porque no los matan como solían, y que juntos con los mestizos que han nacido de las mujeres que tomaron en las ciudades destruidas,   -130-   y se van acrecentando, vienen cada día a las fronteras y se muestran con muy buenos bríos en los asaltos y malocas».

Los sostenedores de la guerra defensiva contaban que mediante este sistema había sido posible bautizar y convertir al cristianismo millares de indios, reduciéndolos a vivir bajo un régimen regular. El gobernador Osores de Ulloa no vaciló en desmentir perentoriamente esos informes. «He deseado saber la verdad, decía, acerca del número de indios que se certificaba habían bautizado y de los pueblos que habían dado la paz y se habían reducido. En lo primero no hallo sino mayor daño, pues muchos de los bautizados ha sido teniendo cinco y seis mujeres, casándose con la una casi paliadamente y, aun, algunos de éstos vienen a hacerlo por dádivas y regalos; yen lo segundo que de ninguna manera hay pueblo, parcialidad, ni una sola choza de los indios de guerra que haya dado nuevamente la paz». El Gobernador recordaba que los indios que vivían desde treinta y más años atrás entre los españoles, y que les servían en sus propias casas, «tienen sólo el nombre de cristianos, porque su felicidad y riqueza está en beber y tener muchas mujeres sin conocer sujeción». El espectáculo que tenía a la vista parecía haber convencido a Osores de Ulloa de que era una simple ilusión el creer posible transformar por el bautismo o por otros medios análogos, en hombres civilizados a aquellos rudos y groseros salvajes.

No podía ocultarse al Gobernador que un informe de esta clase habría de desagradar al monarca español y al virrey del Perú, partidarios decididos, como sabemos, del sistema patrocinado por el padre Luis de Valdivia; pero creyó que un deber de honradez y de lealtad lo obligaba indeclinablemente a hablar con la mayor franqueza. «La reputación que he ganado en vuestro real servicio, escribía al Rey, me obliga a hablar con esta claridad, y a asegurar que si no pareciere justa mi proposición, se envíe otro que sustente la contraria, pues de menos daño será arruinarme que conocidamente perderse en mis manos un reino tan rico e importante a vuestra real corona. Y si el marqués de Montes Claros pudiera haber visto con desengaño el estado presente de esta guerra, fío de su gran celo en acrecentar vuestro real patrimonio no hubiera dado principio a semejantes determinaciones. Del haberlas continuado el príncipe de Esquilache no me espanto mucho, porque le ocultaron las relaciones que le enviaron de aquí, porque por las unas y las otras he pasado los ojos»210.




6. Sus primeros actos militares y administrativos: manda hacer una campaña en el territorio enemigo

En la situación en que se hallaba el ejército de Chile, el refuerzo de tropas que traía del Perú don Pedro Osores de Ulloa, aunque compuesto de sólo 311 soldados, fue recibido con gran contento. Pocos días antes, los indios de guerra, usando sus arterías acostumbradas, habían hecho dos entradas a los campos vecinos a Arauco y a Lebu, y habían robado un número considerable de caballos. El nuevo Gobernador comenzó a ejercer sus funciones con una   -131-   entereza que no parecía armonizarse con su avanzada edad. Condenó a muerte e hizo ejecutar a unos cuantos desertores españoles y mestizos que cayeron en su poder, removió del mando a los oficiales que no le merecían plena confianza, y enseguida reunió en junta de guerra a los jefes y capitanes para acordar con ellos las medidas más urgentes que conviniese tomar. «Resolvieron unánimes y conformes, dice él mismo, se hiciese luego una expedición como cosa importantísima, aunque no fuese más que a hollar las tierras de estos bárbaros, buscándolos en ellas por restaurar en algo la reputación perdida el año pasado en diferentes ocasiones que vinieron a nuestras plazas de armas». Se acordó allí que el Gobernador, a causa de su edad, quedase en Concepción, y que el maestre de campo Núñez de Pineda, como hombre de tanta experiencia en aquella guerra, tomase la dirección de la campaña.

Según el plan convenido, las tropas españolas partieron cautelosamente en dos cuerpos de los acantonamientos de Yumbel y de Arauco, distribuyendo de antemano sus marchas para caer un día dado, y por distintos caminos sobre la ciénaga de Purén, que era el centro de la resistencia del enemigo. Esta operación fue ejecutada con todo tino; y, en efecto, el domingo 26 de diciembre aparecieron las dos divisiones, una por el norte y otra por occidente, cercando la temible guarida de los indios. Pero éstos habían sido advertidos por sus espías de la marcha de los españoles, y abandonaron precipitadamente la ciénaga, retirándose más al interior de sus tierras, donde siguieron juntándose en número mucho más considerable. El maestre de campo Núñez de Pineda, no hallando enemigos a quienes combatir, se limitó a destruir las casas y sembrados, y a hacer todos los daños que en estas campañas se inferían a los indios. Temiendo que éstos se aprovecharan de la ocasión para dar un rodeo y caer sobre los fuertes españoles que habían quedado mal guarnecidos, Núñez de Pineda no pudo permanecer mucho tiempo en Purén, y dispuso la vuelta de las dos divisiones a sus acantonamientos respectivos. La que volvía a Yumbel bajo las órdenes del sargento mayor Juan Fernández de Rebolledo, fue atacada por los indios; pero ese jefe logró desbaratarlos y llegar a sus cuarteles sin más pérdida que la de dos indígenas auxiliares211.

Si aquella campaña no produjo resultados más decisivos, hizo al menos comprender a los indios que no eran el miedo o la escasez de recursos lo que había paralizado por tanto tiempo la acción de los españoles. Así, después de ésta y de otras excursiones de menor importancia, el Gobernador consiguió alentar a sus tropas e imponer algún respeto al enemigo, y pudo, además, contraerse a otro orden de trabajos. Al estudiar la situación del reino, no le fue difícil convencerse de que la ordenanza del virrey del Perú que mandaba abolir el servicio personal de los indígenas, había creado una gran perturbación sin conseguir los beneficios que se esperaban de ella. Al paso que los encomenderos, considerándose heridos en sus intereses, resistían esa reforma y pedían su derogación, los indios, que no podían pagar el impuesto en dinero con que se les gravaba, la habían recibido como un mal mayor que la contribución de trabajo a que estaban obligados bajo el régimen anterior. Los indios reducidos de las inmediaciones de la frontera, que servían en la guerra como auxiliares de los españoles, eran los que más se quejaban del nuevo estado de cosas. Don Pedro Osores de Ulloa, sin desconocer la responsabilidad de este acto de desobediencia, se atrevió a suspender en parte los efectos de aquella ordenanza. «El ser tan miserable esta tierra, dice el mismo,   -132-   y ver los caciques y principales de todas las fronteras con notable demostración de sentimiento sobre el entablarles la tasa (el impuesto en dinero) y aun libertándose (avanzándose) a dar a entender se habían de pasar al enemigo, con la disimulación posible ordené que en estos distritos de la frontera se suspendiese hasta que en mejor ocasión se ejecutase». Aunque esta medida no debía regir más que en aquellos lugares, ella no podía menos de relajar el cumplimiento de la ordenanza en las otras partes del territorio. En efecto, las disposiciones dictadas por el virrey del Perú comenzaron a ser obedecidas con mucha flojedad.

El anciano Gobernador, a pesar de sus ochenta años, había visitado a caballo algunos de los fuertes de la frontera sin arredrarse por las fatigas que tales trabajos debían producirle. El 1 de abril de 1622, cuando creyó regularmente asegurada la tranquilidad, se puso en viaje para Santiago, también a caballo, acompañado por algunos capitanes mucho más jóvenes y vigorosos. Recibido a las orillas del Maipo por una diputación enviada por el cabildo de la ciudad, el Gobernador hizo su entrada solemne en ella el 22 de abril, y prestó el juramento de estilo en tales circunstancias. Cinco días después era reconocido por la Real Audiencia su carácter de presidente titular212.

Ni la edad del Gobernador, ni la resuelta entereza de su carácter, pudieron sustraerlo de las dificultades administrativas, altercados y competencias, que tantas molestias habían causado a algunos de sus predecesores. Osores de Ulloa se vio hostilizado por algunos funcionarios de Lima que pedían la disminución del situado de Chile, y que ponían dificultades a su entrega total, todo lo que lo obligaba a hacer largas y fatigosas gestiones. Dentro del mismo país, la Audiencia trabó más de una vez su acción, instigada probablemente por su oidor decano, el doctor don Cristóbal de la Cerda, con quien el Gobernador tuvo un estrepitoso rompimiento a poco de haber llegado a Chile213. Ese alto tribunal, reintegrado con los   -133-   nuevos oidores enviados de España, acusó al Gobernador de haber suspendido la abolición absoluta del servicio personal, y más de una vez puso problemas al cumplimiento de sus órdenes gubernativas. Don Pedro Osores de Ulloa desplegó en esa lucha una firmeza de carácter de que no se le habría creído capaz, y cuando temió que el Rey no apoyase su autoridad, expresó sus deseos de que se le nombrase un sucesor.



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7. El padre Valdivia abandona en España la dirección de la guerra de Chile

Mientras tanto en España seguían debatiéndose los negocios de Chile, y el sistema de la guerra defensiva se acercaba a un desenlace definitivo. El padre Valdivia había llegado a Madrid a fines de 1620, y obtuvo una favorable acogida en la Corte. Los informes enviados por los jesuitas de Chile y por el virrey del Perú neutralizaban todas las quejas que se formulaban contra la guerra defensiva. Para desvanecer los numerosos cargos que se le habían hecho, el padre Valdivia escribió un extenso memorial que fue presentado al Rey. Comenzaba por referir sus trabajos en la conversión de los indios de Chile desde veintinueve años atrás, los viajes que había hecho y las comisiones que había desempeñado. Enseguida entraba en sostener la permanencia de la guerra defensiva, apoyándose en los informes del gobernador de Chile don Lope de Ulloa y del virrey del Perú, en todas las razones que podía discurrir su dialéctica, y en un cúmulo de hechos presentados con cierto artificio para hacerlos servir a su causa. Terminaba pidiendo empeñosamente al Rey que enviase a Chile ochocientos hombres para acabar de plantear ese sistema, y terminar definitivamente la pacificación del país214.

Comenzaba apenas a ocuparse en estas gestiones cuando un acontecimiento inesperado vino a preocupar a toda la Corte y a suspender por algún tiempo la marcha ordinaria de la administración. El 31 de marzo de 1621 falleció Felipe III a la edad de cuarenta y tres años. Su hijo y sucesor, al asumir el gobierno, llevó a su lado nuevos favoritos y consejeros que interrumpían las tradiciones administrativas del reinado anterior, por más que las tendencias políticas fuesen siempre las mismas. El padre Valdivia debió encontrarse sin apoyo en los consejos del nuevo soberano. Sin duda, entre los hombres que éste acababa de elevar al poder había algunos que, en vista de los informes que llegaban de Chile y del Perú, comenzaban a comprender que la guerra defensiva, después de un ensayo de nueve años, no había producido los resultados que se prometían. Aunque al partir de Chile el padre Valdivia había prometido volver a este país tan pronto como obtuviese los socorros que iba a pedir a España y, aunque a pesar de sus sesenta años conservaba una salud fuerte y vigorosa, conoció indudablemente que no hallaría por largo tiempo el apoyo de la Corona. Quiso entonces buscar el descanso entre sus hermanos de religión de la provincia de Castilla. Le dieron éstos el cargo de prefecto de estudios del Colegio de Valladolid, y allí pasó los últimos veinte años de su vida consagrado a las tareas de ese cargo y ocupado en escribir diversos fragmentos de la historia de la Compañía, y apuntes biográficos acerca de algunos religiosos de su orden. En esa ciudad falleció el 5 de noviembre de 1642, a la avanzada edad de ochenta y un años215.

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El padre Luis de Valdivia alcanzó a ver desde su retiro el desmoronamiento de la obra a que había consagrado toda su actividad y toda su inteligencia durante cerca de veinte años. Por incontrastable que en los principios fuera su fe en los beneficios que esperaba de aquel sistema, parece indudable que el desenvolvimiento de los sucesos apagó su entusiasmo haciéndole comprender cuánto había de quimérico en aquella empresa. La guerra defensiva, proclamada en nombre de un sentimiento generoso y humanitario, se había desprestigiado por completo; y su principal promotor, cansado de luchas y contradicciones, y en vista de los deplorables resultados obtenidos, se veía forzado a abandonar su dirección, sin conseguir, sin embargo, salvar su nombre de la responsabilidad moral que se le atribuía. Así veremos que al paso que sus hermanos de religión continuaban exaltando sus servicios, los militares y los letrados proseguían achacándole el ser la causa de los desastres que hemos contado en los capítulos anteriores.




8. El maestre de campo don Íñigo de Ayala consigue organizar en la metrópoli un refuerzo de tropas

En Madrid quedó agitando los negocios del reino de Chile el maestre de campo don Íñigo de Ayala. Conociendo el estado de pobreza a que estaba reducido el tesoro real, el gobernador don Lope de Ulloa le había entregado treinta mil pesos del dinero del situado para que con ellos ayudara a los gastos que debía ocasionar el enganche de los ochocientos hombres que se pedían a España y su traslación a Chile. Esa suma, absolutamente insuficiente para tal objetivo, había sufrido, además, una disminución de tres mil pesos por los costos del viaje y por el transporte del dinero. Don Íñigo de Ayala había esperado que el soberano le prestaría los auxilios pecuniarios indispensables para desempeñar su comisión; pero antes de mucho vio que si el Rey estaba dispuesto a decretar el envío del socorro, las escaseces de su erario le impedían dar el dinero que se le pedía. En estas infructuosas diligencias, se perdió casi todo el año de 1621.

A fines de ese año llegaban a la Corte noticias más alarmantes de Chile. Se supo entonces la muerte del gobernador don Lope de Ulloa, y se recibieron informes poco tranquilizadores acerca del estado de la guerra. Don Íñigo de Ayala, sin embargo, creyó que aquella situación favorecía sus ambiciones personales, y presentó al Rey un extenso memorial en que hacía la relación documentada de sus servicios, y pedía que se le diera la plaza vacante. Esta solicitud fue desechada. El Rey, estimando en mucho más las recomendaciones del   -136-   virrey del Perú y la presentación del Consejo de Indias, firmaba el 17 de febrero de 1622 las cédulas por las cuales confirmaba a don Pedro Osores de Ulloa en el cargo de gobernador de Chile. Pocos meses más tarde, el 17 de julio del mismo año, Felipe IV sancionaba la ordenanza preparada por el virrey del Perú para suprimir definitivamente el servicio personal de los indígenas. Hasta entonces el soberano no había tomado determinación alguna contra la subsistencia de la guerra defensiva.

Aquellas noticias estimularon los aprestos que se hacían en la metrópoli para socorrer a Chile. No habiendo fondos de que disponer, el Consejo de Indias discurrió un arbitrio que merece recordarse. Se acordó que los veintisiete mil pesos que había llevado don Íñigo de Ayala se invirtiesen en cobre, y que ese cobre fuese acuñado en moneda de vellón en la casa de moneda de la ciudad de Granada; y se obtuvo así, después de muchos afanes, una utilidad tal que el capital quedó doblado. Aun con este beneficio, la suma era insuficiente porque por más que el enganche de gente no podía ocasionar gastos considerables, desde que según una orden real debía hacerse por requisición forzosa, era necesario adquirir armas y contratar buques para el transporte de la expedición. Pero en estas circunstancias se trataba de completar el reconocimiento del estrecho de Le Maire, o de San Vicente, como seguían llamándolo los españoles, y se había confiado esta exploración al capitán Gonzalo Nodal, que como segundo de su hermano, había hecho el viaje de 1618. La Corona tuvo que contribuir con unos pocos fondos para el equipo de tres naves que mediante infinitas diligencias fue posible alistar.

Si nos sobraran las pruebas para conocer hasta qué punto había llegado la miseria del tesoro de España en esa época, y cuánto había decaído ya su poder militar, bastaría recorrer los voluminosos expedientes de las comunicaciones que para preparar esta pequeña expedición se cambiaron entre el Consejo de Indias, las secretarías de gobierno, la casa de contratación de Sevilla, la casa de moneda de Granada y los guardianes de las maestranzas y depósitos de Cádiz. En todas ellas no se habla más que de la escasez de recursos y de las dificultades de proporcionárselos a crédito, vista la tardanza que el gobierno ponía para cubrir sus compromisos216. Por fin, se halló un contratista llamado Francisco de Mandujano,   -137-   que se ofreció a equipar tres naves y a adelantar algunos fondos para el transporte de las tropas, a condición de que se le pagaran en el Perú las sumas que no pudieran cubrírsele en España. El reclutamiento de tropa no costó menores dificultades. Los capitanes encargados de recoger gente en las provincias de Andalucía consiguieron reunir cerca de quinientos hombres; pero se vieron obligados a mantener la más estricta vigilancia hasta dejarlos embarcados, y aun así lograron desertarse muchos de éstos. Después de los más fatigosos afanes, la escuadrilla estuvo lista en San Lúcar, con algunos oficiales, 412 soldados y una regular provisión de armas y municiones, y pudo hacerse a la vela a principios de octubre de 1622. Para premiar los servicios que había prestado don Íñigo de Ayala, preparando esta expedición, el Rey le dio dos cédulas firmadas de su mano, por las cuales ordenaba que en Chile se le concediera un repartimiento de indios y en el Perú el cargo de corregidor de una provincia217.




9. Fin desastroso de esta expedición

El gobernador Osores de Ulloa se hallaba en Santiago en junio de 1622 cuando llegó a Chile la noticia de la muerte de Felipe III. Celebráronse en su honor pomposas exequias; y el 13 de junio fue proclamado y jurado el nuevo soberano218, de quien se esperaban grandes beneficios para toda la monarquía. Tales fueron, sin duda, las ilusiones de los vecinos de Santiago; pero luego debieron convencerse de que no había mucho que esperar del estado de pobreza a que se hallaba reducido el gobierno español. Junto con las cédulas en que anunciaba su exaltación al trono, Felipe IV pedía, por otra, a los habitantes de Chile, como a los demás vasallos de sus dilatados dominios, un donativo voluntario en dinero, recordando, al efecto, la situación angustiosa de la real hacienda, apremiada por compromisos y obligaciones que no podía satisfacer. Aunque aquella situación, fruto de los errores económicos y del derroche inconsiderado de la Corte, afectaba también a los súbditos, en todas partes se hicieron sacrificios incalculables para socorrer al Rey. En Chile, donde la industria no podía tomar vuelo por la despoblación del país y por el régimen comercial implantado por la administración española, y donde el estado de guerra aumentaba la pobreza general, se recogieron, sin embargo, algunas erogaciones para contribuir al lujo insensato y desordenado de la Corte, a la repartición de gracias y pensiones a los favoritos del Rey y al sostenimiento de las guerras europeas en que imprudentemente se hallaba envuelta España219.

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La guerra de Arauco había dejado de ser tan inquietante después de la actitud resuelta que el Gobernador había asumido disponiendo entradas en el territorio del enemigo para escarmentarlo. Sin embargo, a mediados de octubre de 1622, Osores de Ulloa se trasladó a Concepción, y desde allí comenzó a atender a la seguridad de sus tropas y de la frontera, persuadido de que no podrían acometerse empresas de mayor consideración sino cuando se hiciera cesar el régimen de la guerra defensiva y cuando el ejército de Chile hubiera recibido los refuerzos necesarios. Por entonces sólo se esperaba el socorro que había sacado de España el maestre de campo don Íñigo de Ayala. En efecto, en marzo de 1623, se anunciaba en Chile que este capitán había llegado dos meses antes a Buenos Aires con toda felicidad, que había continuado su navegación y que de un día a otro debía llegar a Concepción220. El Gobernador y los habitantes de Chile iban a sufrir el más doloroso desengaño.

La escuadrilla de tres naves que había organizado en España Francisco de Mandujano para transportar el socorro de Chile, salió, como dijimos, a fines de octubre de 1622 del puerto de San Lúcar de Barrameda. La navegación fue en sus principios enteramente feliz, y tan rápida como era posible en esa época. Dos meses más tarde llegaba a Río de Janeiro donde pudo renovar una parte de sus provisiones y enrolar en la expedición a algunos soldados portugueses; y el 16 de enero de 1623 se hallaba en la embocadura del Río de la Plata preparándose para seguir su viaje. Por un momento se trató allí de marchar a Chile por los caminos de tierra; pero el maestre de campo Ayala y el capitán Nodal tenían tanta confianza en las ventajas del itinerario que se habían trazado que, contra las indicaciones y consejos de las autoridades de tierra, se lanzaron nuevamente al mar. Su propósito era penetrar al Pacífico por el estrecho de Le Maire y el cabo de Hornos, como lo habían hecho los holandeses y los españoles en las últimas expediciones.

A la altura del estrecho de Magallanes una violenta tempestad dispersó la escuadrilla. Nunca se supo la suerte que habían corrido dos de las naves. Indudablemente fueron víctimas de un desastroso naufragio de que no logró escapar un solo hombre. En ellas perecieron don Íñigo de Ayala, Gonzalo de Nodal y más de 250 soldados. Un año más tarde, no pudiendo explicarse la desaparición de esos dos buques, se creía como probable que hubieran sido apresados por los holandeses, de cuya presencia en aquellos mares se tenían en aquella época vagas noticias en Chile y el Perú.

Sólo el buque almirante, que mandaba en persona Francisco de Mandujano, salvó de aquella catástrofe, pero no podía dar noticia de sus compañeros, de quienes lo había apartado la tempestad. Combatida por vientos contrarios del sur, esa nave tuvo que retroceder hasta Buenos Aires a fines de marzo. Llevaba a su bordo algunos oficiales, 144 soldados y una parte de los bagajes de la expedición. El capitán don Miguel de Sessé, que mandaba esa   -139-   gente, la desembarcó allí, y venciendo no pocas dificultades, y gracias a los recursos que pudo suministrarle el gobierno de Buenos Aires, se puso en marcha para Chile por los caminos de tierra en los últimos días de septiembre de 1623. Durante la travesía de la pampa se desertaron de sus filas cerca de sesenta soldados con la esperanza de ir a buscar fortuna en los minerales de Potosí, cuya portentosa riqueza les había dado una gran celebridad en América y en Europa. En los primeros días de 1624 entraba por fin a Chile don Miguel de Sessé con ochenta y cinco hombres, apenas vestidos y casi desarmados, únicos restos que se salvaron de aquella columna reunida en España con tanta dificultad y con tantos sacrificios221. El resultado desastroso de esta expedición contribuyó en gran manera a que el gobierno metropolitano no pensara por entonces en utilizar el camino del cabo de Hornos, que, sin embargo, quedaba franco y expedito para los enemigos de España.




10. Campaña de la escuadra holandesa de Jacobo L'Hermite en el Pacífico

En efecto, ese mismo año de 1624 penetraba en el Pacífico una poderosa escuadra holandesa que debía causar una gran perturbación en las colonias españolas. El advenimiento de Felipe IV al trono en 1621 coincidió con la expiración de la tregua de doce años que su padre había celebrado con Holanda. Sin querer reconocer como un hecho consumado la independencia de esta república, el mal aconsejado monarca precipitó a España en una nueva guerra en que, después de algunos triunfos, había de declararse vencido.

En esa época, Holanda había desarrollado, bajo el régimen de la libertad política, un gran poder naval, y contaba, a la vez, con importantes recursos, con marinos tan intrépidos como inteligentes. El príncipe Mauricio de Nassau que la gobernaba, creyendo que la ruina de España sería inevitable si ésta perdía alguna de sus más ricas colonias de América, o al menos si se conseguía privarla de los tesoros que ellas producían a la metrópoli, concibió el atrevido proyecto de despachar expediciones militares que vinieran a traer la guerra a estas apartadas regiones. Casi al mismo tiempo que se preparaba una contra el Brasil, se disponía otra contra el virreinato del Perú. Al paso que la pequeña república de Holanda se hallaba en situación de hacer desahogadamente los gastos y los esfuerzos que demandaban esas empresas, España, dominadora de medio mundo, pero encorbada bajo el peso de la monarquía absoluta, y sometida a un sistema político y económico que la llevaba a su ruina, no podía prestar a sus colonias más que socorros casi insignificantes.

A principios de 1623, Holanda tuvo lista la escuadra que destinaba al Pacífico. Componíase de once naves, algunas de ellas de gran porte, armadas de 294 cañones, con 1039 hombres de tripulación y 600 soldados. Diose el mando de ella con el título de Almirante a Jacobo L'Hermite, marino inteligente y experimentado que en 1605 había hecho como subalterno   -140-   un viaje a las Indias orientales, había residido algunos años en esos países desempeñando puestos importantes y había escrito una memoria notable sobre su comercio. El cargo de Vicealmirante fue dado a Hugo Shapenham, que debía llevar a término la expedición. Entre los hombres especiales que se habían buscado para tomar parte en sus trabajos, figuraba Valentín Tansz, piloto distinguido que en 1618 hizo el viaje al cabo de Hornos en la escuadrilla española de los hermanos Nodales.

La escuadra holandesa partió de Gorea (Goeree) el 29 de abril de 1623. Demorada por varios accidentes en el océano Atlántico, sólo el 2 de febrero del año siguiente penetraba en el estrecho de Le Maire para pasar al Pacífico. Durante un mes entero, en que los vientos contrarios no les permitían avanzar, esos inteligentes marinos exploraron con mucho cuidado las costas australes de la Tierra del Fuego y los archipiélagos vecinos, levantaron cartas hidrográficas verdaderamente notables de toda esa región y recogieron muchas noticias acerca de las costumbres de los salvajes que la pueblan. Cuando a principios de marzo tuvieron vientos favorables, dirigieron su rumbo al norte y, avistando apenas las costas de Chile, fueron a recalar a las islas de Juan Fernández el 4 de abril para dirigirse enseguida al Callao que se proponían atacar resueltamente.

En Chile nadie había percibido la presencia de la escuadra enemiga en la proximidad de nuestras costas, tan escasa era en ellas el movimiento de naves. Pero desde el año anterior se había recibido aviso de los aprestos de los holandeses y, aun, en marzo de 1623 circuló la noticia de haberse visto en las costas vecinas a Santiago quince buques que navegaban en conserva, con velas negras y con muchas precauciones para ocultar su rumbo222. En el Perú se habían recibido estos avisos, y se tomaban todas las medidas necesarias para le defensa. Desde julio de 1622 gobernaba este país don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar, antiguo virrey de Nueva España, y había contraído su atención a la defensa de las costas contra los enemigos exteriores. El puerto del Callao, fortificado por su antecesor el príncipe de Esquilache, se hallaba en estado de resistir cualquier ataque; pero el nuevo Virrey había reunido, además, tropas suficientes para el servicio de los fuertes y para rechazar todo intento de desembarco.

Los holandeses estuvieron enfrente del Callao el 8 de mayo de 1624, y desde el día siguiente iniciaron sus vigorosos ataques contra la plaza. Rechazados por fuerzas mucho más considerables en las tentativas que hicieron de bajar a tierra, se limitaron a mantener el puerto en un estrecho bloqueo; y a disponer expediciones a los puertos vecinos para apresar todas las naves que hallaran y para efectuar diversos desembarcos en varios lugares. El almirante L'Hermite, enfermo desde tiempo atrás, falleció el 2 de junio, y fue sepultado con grandes honores militares en la isla de San Lorenzo, que estaba en poder de los holandeses. Hugo Shapenham tomó entonces el mando de la escuadra. Durante tres meses mantuvo el bloqueo del Callao, mientras algunas de sus naves recorrían las costas inmediatas esparciendo por todas partes la confusión, y desplegando un desapiadado rigor con los prisioneros. El 9 de septiembre, cuando el jefe holandés se convenció de que le era imposible el llevar a cabo un ataque serio sobre esa parte del virreinato, levó sus anclas y se dirigió con toda su escuadra a las costas occidentales de Nueva España donde esperaba hacer presas valiosas. Creía Shapenham que de vuelta de esta campaña, podría caer sobre las costas de   -141-   Chile, efectuar un desembarco formal en un punto apropiado, y después de batir a los españoles, fundar un establecimiento en nombre de Holanda. Esta empresa, que a la distancia parecía muy asequible, ofrecía en la práctica, como debe comprenderse, las mayores dificultades, e indudablemente los holandeses habrían sufrido un espantoso desastre. Pero ni siquiera persistió Shapenham en este propósito. La campaña le costaba la pérdida de cerca de cuatrocientos hombres, muertos unos por los salvajes de la Tierra del Fuego o por los españoles que defendían las costas del Perú, víctimas otros de las enfermedades desarrolladas a bordo por tan larga navegación. Sus municiones estaban casi agotadas, y en todos estos mares no había dónde procurárselas. Así, pues, en lugar de dirigirse a Chile, como lo tenían proyectado, a mediados de diciembre los holandeses partieron de Acapulco con rumbo a los archipiélagos de Asia, donde poseían establecimientos en que procurarse los socorros que necesitaban. Si en esta penosa expedición no habían conseguido ninguno de esos grandes triunfos en que soñaban al partir de Holanda, debían retirarse de las costas de América satisfechos con los daños causados al comercio español y con haber producido una gran perturbación en estas colonias223.




11. Últimos actos administrativos del gobernador Osores de Ulloa; su muerte

Las costas de Chile se salvaron esta vez, como acabamos de verlo, de los estragos y destrucciones que habían sufrido en otras campañas de los holandeses. En cambio, la situación interior distaba mucho de ser tranquilizadora. El gobernador Osores de Ulloa, violando las instrucciones referentes a la guerra defensiva, no se había limitado a rechazar a los indios cada vez que pasaban la raya de frontera, sino que dispuso repetidas entradas en el territorio enemigo para hacerles comprender que no era la debilidad lo que había detenido la acción de los españoles. «Por la bondad de Dios, escribía al Rey, he tenido buenos sucesos en los castigos que he intentado para reprimir la arrogancia, y victorias con que hallé a estos rebeldes, que el medio más conveniente es buscarlos y hollarles sus tierras, sin que me hayan muerto ni llevado por la divina misericordia, en catorce facciones que con ellos he tenido, más que un tambor que se desmandó y dos indios amigos»224. Al dar cuenta de estos sucesos, el Gobernador insistía de nuevo en la necesidad de abandonar el sistema de la guerra defensiva, demostrando que la esperanza de llegar a una paz estable con esos bárbaros era una   -142-   simple ilusión, desde que no reconociendo un centro de poder ni organización de nacionalidad, no había con quién tratar, y cada tribu quedaba libre para volver a las armas cuando lo creyese oportuno. «Lo que conviene, decía en una ocasión, es restaurar lo perdido, que estuviera hecho si por nuestros pecados no se hubiera cortado el paso al gobernador Alonso de Ribera, que mostró como tan gran soldado el camino que se ha de seguir para la restauración y quietud de este reino, haciendo fuertes y poblaciones, que es lo más importante»225. En esta época comenzaba a hacerse entera justicia al plan de Ribera para reducir el territorio enemigo mediante el avance gradual de la línea de frontera.

El Gobernador, sin embargo, si bien había conseguido imponer respeto a los indios de guerra y contenerlos en sus excursiones, no podía acometer empresas más trascendentales ni repoblar los puestos abandonados por sus predecesores. No sólo le estaba terminantemente prohibido el hacer esto, sino que los recursos de que podía disponer no bastaban para ello. Osores de Ulloa tenía bajo sus órdenes cerca de mil novecientos hombres, entre oficiales, soldados y marineros de dos pequeñas embarcaciones que le servían principalmente para el transporte de víveres. El mantenimiento de este ejército exigía que el situado fuese servido puntual e íntegramente; y, sin embargo, los oficiales reales de Lima hacían en él considerables rebajas, descontando los costos de la artillería y de otros socorros que se habían enviado del Perú. Por estas reducciones del situado, el Gobernador se vio forzado a suprimir algunos cargos, a reducir los sueldos de otros y, con frecuencia, a demorar los pagos de la tropa. Para subvenir al mantenimiento de ésta, ya que no le era posible comprar todos los víveres que necesitaba, tuvo que consumir y, a veces, hasta vender el ganado que desde el gobierno de Ribera se había tratado de reunir y de incrementar en las estancias del rey226.

Pero esa situación producía otros males mayores todavía. Los soldados, que llevaban una vida miserable, que recibían con retardo e incompletas sus pagas, servían de mala voluntad y aprovechaban cualquier coyuntura para desertar. La fama que entonces habían adquirido los ricos minerales de Potosí, estimulaba esos proyectos de fuga haciendo creer a los desertores que las penalidades del viaje para llegar hasta allá serían compensadas con los tesoros que iban a recoger. Osores de Ulloa era inflexible con los que intentaban desertar. «Suplico a Vuestra Majestad, escribía al Rey representándole la situación aflictiva a que estaba reducido por la escasez de recursos, que provea del remedio conveniente, porque no viniendo en breve, no sé lo que va a ser de mí según los repiquetes que tengo cada día de malas voluntades de estas gentes, intentadas con fugas a los enemigos y a otras partes por mar y tierra, que para atajarlas y muchos malos pensamientos, estoy hecho un verdugo, haciendo ahorcar de cuatro en cuatro y mayor cantidad. Y muchos hombres de experiencia temen más por esta   -143-   razón a nuestra propia gente que a los indios de guerra y a los holandeses que se esperan, y sólo tengo ayuda de los maestres de campo y capitanes vivos y reformados»227.

A pesar de esta escasez de recursos, se pensó entonces en repoblar el puerto de Valdivia. La audiencia de Lima, que gobernó interinamente el virreinato del Perú durante los siete primeros meses de 1622, y enseguida el marqués de Guadalcázar, que se hizo cargo del gobierno a fines de julio de ese año, habían querido ocupar y fortificar ese puerto para impedir que los holandeses pretendieran establecerse en él. Desde algunos años atrás, el padre Valdivia y sus parciales se empeñaban en demostrar que esa empresa no ofrecía la menor dificultad, y que los indios de las cercanías de Valdivia estaban dispuestos a dar la paz y hasta que pedían la repoblación de la ciudad. Pero una dolorosa experiencia había venido a demostrar que todo aquello no pasaba de ser una ilusión. A fines de 1623, cuando se esperaba ver reaparecer de un día a otro a los holandeses en el Pacífico, el virrey del Perú despachó dos pequeñas embarcaciones a cargo del alférez don Pedro de Bustamante a recoger noticias del enemigo en los mares del sur. Al acercarse al puerto de Valdivia, los indios salieron a recibirlo en son de amigos, llevando levantada una cruz como símbolo de paz. Bustamante cometió la imprudencia de desembarcar; pero tan luego como hubo bajado a tierra, los indios cayeron sobre él y lo mataron como también a diez españoles que lo acompañaban, apoderándose, además, de la barca en que habían bajado de su buque. «Ésta es la guerra defensiva», decía el gobernador Osores de Ulloa, refiriendo este desgraciado incidente para demostrar que no podía tenerse confianza en las paces que ofrecieran los indios.

Este mismo contraste confirmaba la urgencia que había en repoblar esa ciudad. Pero Osores de Ulloa comprendía perfectamente que con los medios que estaban a su disposición no podría llevar a cabo esta empresa. En los informes que dio al virrey del Perú y al rey de España, recomendaba la utilidad de repoblar Valdivia; pero pedía que esto se hiciera con fuerzas enviadas directamente de la metrópoli. El Gobernador conocía los inconvenientes del sistema comercial planteado en estos países por la política española, sistema de exclusivismo y de restricciones, y proponía también que se adoptase otro más liberal. «Uno de los medios más eficaces y convenientes (para repoblar Valdivia y la región vecina), decía, es a mi pobre parecer dar permisión para que entren navíos de arribada que sirvieran para meter gente, como ha sucedido en el río y puerto de Buenos Aires en tan gran cantidad que se han poblado todas aquellas provincias, y para meter esclavos para cultivar la tierra, con que cesará la carestía y falta de bastimentos, y serán muchos los pláticos de esta entrada por el estrecho que tanto lo están los enemigos (los holandeses), pues todos los años siguen este viaje sin pérdidas considerables». Pero estos consejos, que dejan ver en el anciano Gobernador una inteligencia superior a la del mayor número de los administradores españoles de su tiempo, fueron enteramente desatendidos por la Corte.

Hasta los últimos días de su gobierno tuvo que sostener Osores de Ulloa complicadas y enojosas cuestiones con la Real Audiencia, sea por las licencias que ésta daba a algunos oficiales, sea por los estorbos que bajo fórmulas legales oponía a la libre acción administrativa. Así, declaró que los militares en servicio activo no pudiesen ser alcaldes ni regidores de los cabildos. En el seno mismo del tribunal se suscitaban entre los oidores ardientes choques que producían el escándalo en la ciudad. El Gobernador, con acuerdo, según parece   -144-   del virrey del Perú, había suspendido provisoriamente de las funciones de su cargo al oidor don Cristóbal de la Cerda, que era considerado el promotor de estas discordias. Aunque esta medida debía regir sólo hasta que el Gobernador volviese a Santiago a imponerse de los antecedentes de este negocio, lo que no pudo realizar, había producido la paz dentro del tribunal; pero las dificultades y resistencias opuestas a la administración militar siguieron repitiéndose con frecuencia. Osores de Ulloa, que, sin duda, no comprendía la administración pública sino bajo un sistema militar y autoritario, libre de estorbos y de resistencias, se quejaba de ellas al Rey pidiéndole el remedio que creía más eficaz. «He suplicado a Vuestra Majestad con la fidelidad y reverencia que debo, escribía con este motivo, que se sirva entender el gran estorbo que hace vuestra Real Audiencia a las cosas de la guerra, metiéndose en dar licencias a los soldados y otras cosas, como echar bandos contra ellos de que resulta notable sentimiento y desautoriza mucho el oficio de capitán general. No ha bastado el advertirlo y suplicarlo que, aunque (los oidores) conocen la razón que hay para no hacerlo, luego se olvidan llevados del deseo que tienen de que todo el mundo entienda que son dueños principales de la paz y de la guerra... Lo más importante, a mi pobre parecer, es quitarla (la Audiencia) como lo hizo su santo abuelo de Vuestra Majestad habiendo siete ciudades más que se han perdido, y ahorrar el gasto de veintiocho mil pesos, pues cualquier teniente general o un alcalde basta para todo lo que hay de justicia en el reino, y en los casos de apelaciones que puede haber bien pocos, concurrirían, como solían, a la audiencia de Lima, que no está lejos ni es dificultoso el viaje»228. Por motivos análogos, su predecesor, don Lope de Ulloa, había propuesto, como se recordará, otro remedio, esto es, que la Audiencia fuese trasladada a Concepción, para que estuviese sometida a la vigilancia más inmediata del Gobernador, que por causa de las atenciones de la guerra, estaba obligado a residir en esa ciudad. El Rey, oyendo otros informes, se negó resueltamente a tomar ninguna de estas dos medidas.

A la edad de ochenta y cuatro años, don Pedro Osores de Ulloa conservaba la entereza de su carácter y, además, la suficiente claridad de inteligencia para imponerse de todos los asuntos administrativos; pero su vigor físico decaía visiblemente. Después del viaje que hizo a Santiago en 1622 no había vuelto a salir de Concepción. El año siguiente, cuando recibió la cédula por la cual el Rey lo confirmaba en el cargo de gobernador de Chile, Osores de Ulloa se limitó a trasmitirla al cabildo de Santiago para que se le reconociese en ese rango; pero no pudo hacer el viaje a renovar el juramento que había prestado como gobernador interino. En el invierno de 1624 sus achaques se agravaron notablemente. El 17 de septiembre, conociendo él y los que lo rodeaban que su enfermedad no tenía remedio y que su fin estaba próximo, designó al maestre de campo don Francisco de Alaba y Nurueña para que le sucediese interinamente en el gobierno de Chile, y firmó el nombramiento de éste con las solemnidades de estilo. En la tarde del siguiente día, miércoles 18 de septiembre de 1624, don Pedro Osores de Ulloa falleció en Concepción después de tres años escasos de gobierno en que, rodeado de complicaciones y dificultades, había desplegado una energía que no parecía avenirse con la edad avanzada en que le había tocado gobernar. Su cadáver fue sepultado con gran pompa en la iglesia de San Francisco de la ciudad de Concepción, donde yacían los restos mortales de algunos de sus predecesores.

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Pocos meses antes se había hecho sentir una violenta erupción del volcán Antuco. «Vomitaba envueltas en fuego, dice un cronista de ese siglo, espesas nubes de ceniza y avenidas de piedra, azufre y piedra pómez sin algunos peñascos que vomitó su cruda indigestión, durando más de ocho días este prodigio, avisando a todos que temiesen la divina indignación que por estas bocas del infierno amenaza tragarse a los malos. Suelen ser estas reventazones anuncios de algún mal suceso, y sin duda lo fue de la muerte del Gobernador»229. ¡Tal era la superstición de los españoles de esa época!





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