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Capítulo VI

Gobiernos interinos de Alaba y Nurueña y de Fernández de Córdoba (1624-1629): fin de la guerra defensiva


1. Gobierno interino de don Francisco de Alaba y Nurueña. 2. Llega a Chile el gobernador don Luis Fernández de Córdoba y se recibe del mando en Concepción. 3. Pasa a Santiago y proclama la cesación de la guerra defensiva. 4. El derecho de reducir a la esclavitud a los indios tomados en la guerra excita la actividad militar de los españoles. 5. Los indios, bajo el mando de Lientur, organizan ejércitos más considerables y emprenden operaciones más atrevidas. 6. Desastres de las armas españolas: derrota de las Cangrejeras. Los historiadores de la guerra defensiva (nota).



1. Gobierno interino de don Francisco de Alaba y Nurueña

Don Francisco de Alaba y Nurueña debía su elevación al gobierno interino de Chile no a su propio mérito, o al renombre conquistado con grandes servicios, sino al nepotismo franco y desembozado que contra las leyes más imperiosas y precisas habían introducido los gobernantes españoles en las colonias de América. Aunque contaba cerca de sesenta años de edad, no se había ilustrado por servicios particulares que lo hicieran merecedor de este ascenso. En su juventud había servido en la escuadrilla que organizaron los virreyes del Perú, y a fines de 1603 vino a Chile, bajo el primer gobierno de Alonso de Ribera, en el rango de capitán de una compañía de tropas auxiliares. Su nombre, sin embargo, pasa casi desapercibido entre los de aquellos soldados que adquirieron fama en la guerra de Arauco.

Había regresado hacía tiempo al Perú, donde gozaba, según parece, de algunas comodidades; y probablemente no pensaba en volver más a Chile. Pero Alaba y Nurueña era cuñado de don Pedro Osores de Ulloa; y en 1621, cuando éste fue nombrado Gobernador, se decidió a acompañarlo con la esperanza, sin duda, de adelantar rápidamente en su carrera. En efecto, a poco de haber desembarcado en Concepción, fue ascendido al rango de maestre de campo.

Por fin, tres años más tarde, Osores de Ulloa próximo a expirar, le legaba el gobierno interino del reino. Los capitanes de más experiencia, y que se habían conquistado en la guerra un renombre prestigioso, debieron sentirse lastimados con esta designación que realmente era una ofensa a la justicia. A pesar de esto, y de que era muy cuestionable la facultad de Osores de Ulloa para designar su sucesor, nadie se atrevió a objetar ese nombramiento. Alaba y Nurueña fue recibido el 19 de septiembre de 1624 por el cabildo de Concepción en el carácter de gobernador interino; y no pudiendo, a causa de las atenciones de la guerra, pasar a Santiago a prestar el juramento de estilo, lo hizo en su representación el licenciado   -148-   Andrés de Toro Mazote el 2 de noviembre siguiente230. Al dar cuenta al Rey en esos mismos días de que había asumido el gobierno interino de Chile, Alaba de Nurueña recordaba sumariamente sus dilatados servicios, y pedía que se le confirmara en ese cargo. «Hasta hoy, decía, no he sido en todo ni en parte premiado ni remunerado; por lo cual, y para que en el resto de vida que me queda pueda sustentarme conforme a mi calidad y obligaciones, descargando Vuestra Majestad su real conciencia, le suplico con entera reverencia se me haga y remita la confirmación de estos oficios como y en la forma que los tenía mi antecesor, en que procuraré acertar y dar la cuenta que debo»231. Esta súplica debía ser desatendida por el soberano y por el virrey del Perú.

El gobierno interino de don Francisco de Alaba y Nurueña, que duró sólo ocho meses, no fue señalado por ningún hecho importante. Dispuso algunas entradas en el territorio enemigo, porque, como su antecesor, creía que el mantener a las tropas estrictamente a la defensiva, no hacía más que alentar a los indios y estimularlos a repetir sus ataques y depredaciones. Pero el asunto que entonces preocupaba a todos era la presencia de los holandeses en las costas de América. Cuando Alaba y Nurueña se recibió del mando, se sabía en Chile que la escuadra holandesa había llegado al puerto del Callao el 8 de mayo, que después de algunos ataques, lo mantenía bloqueado, y que algunas de sus naves recorrían impunemente las costas vecinas, ejecutando desembarcos y apresando o destruyendo las naves españolas que encontraban a su paso. A principios de noviembre llegó a Santiago la noticia de que otra escuadra holandesa destinada a operar en las costas del Brasil, había atacado la ciudad de Bahía el 8 de mayo de 1624, el mismo día precisamente en que la flota del Pacífico se presentaba delante del Callao. El poder naval que en esas circunstancias desplegaba Holanda, y hasta la coincidencia de esos ataques simultáneos en las costas opuestas del continente, debía producir una gran consternación en las colonias españoles. El gobernador de Chile, temiendo fundadamente que este país fuese amenazado por las naves enemigas, contrajo toda su atención a la defensa de los puertos, y en especial del de Concepción, que era el más importante de todos. «En orden a esto, escribía Alaba y Nurueña, he fortificado esta ciudad (Concepción) y playas lo más que he podido, que para donde no hay recursos no ha sido poco, con tres plataformas de a cinco piezas de artillería en diferentes puestos, y del primero al último seguidos de muy segura trinchera por la lengua del agua, de suerte que no pueda saltar una mosca en tierra sin que sea sentida. Y si como este enemigo (los holandeses) corre los puertos de abajo, tocara en éste lo estimara para que mis servicios lucieran en esta ocasión en el real de Vuestra Majestad».232 A pesar de esta arrogante confianza, las fortificaciones provisorias de Concepción no habrían podido oponer una sólida resistencia si hubieran sido vigorosamente atacadas por la poderosa escuadra del enemigo.

En medio de la escasez de sus recursos, el Gobernador tuvo que despachar algunas embarcaciones a los puertos del sur para saber si los holandeses habían llegado a Valdivia o a Chiloé. En ninguna parte hallaron vestigios de esos enemigos; pero desembarcados los exploradores un poco al sur de Valdivia para recoger noticias, se vieron atacados por un   -149-   número considerable de indios, y tuvieron que sostener un reñido combate en febrero de 1625. Los españoles se consideraron vencedores porque consiguieron dispersar a los bárbaros matando a muchos de ellos, pero dejaron en el campo cinco soldados muertos y seis indios auxiliares, «todo lo cual, decía el Gobernador, se ha tenido por una de las buenas suertes que se han ofrecido en este reino». Sólo algunos meses más tarde desaparecieron en parte los temores que había infundido en toda la costa la presencia de los holandeses.

Aunque Alaba y Nurueña, como contamos, había pedido al Rey que lo confirmara en el puesto de Gobernador, nunca tuvo confianza, según parece, en alcanzar esta gracia. Él quiso, sin embargo, aprovechar su interinato para favorecer a sus antiguos compañeros de armas. En efecto, dio numerosas licencias a oficiales y soldados, creó muchos capitanes y reformó a otros, concediéndoles su separación con el goce de sueldo233. Estas medidas que gravaban al tesoro real, debían ser un problema para su sucesor.




2. Llega a Chile el gobernador don Luis Fernández de Córdoba y se recibe del mando en Concepción

La noticia del fallecimiento de don Pedro Osores de Ulloa, gobernador de Chile, llegó a Lima en diciembre de 1624. El marqués de Guadalcázar, que gobernaba el virreinato, resolvió inmediatamente nombrarle un sucesor. Su elección recayó en el general don Luis Fernández de Córdoba y Arce, caballero de ilustre nacimiento y sobrino carnal del Virrey, pero cuyos servicios anteriores dejaban ver que su elevación no era la obra exclusiva del favor.

Miembro de una de las familias más aristocráticas de Andalucía, don Luis había servido a su Rey «desde que tuvo uso de razón», según sus propias palabras, y poseía en España por herencia de su padre, el título de veinticuatro, esto es, de regidor perpetuo de Córdoba, su ciudad natal. En 1611, su tío, el marqués de Guadalcázar, pasaba a América con el cargo de virrey de Nueva España. Fernández de Córdoba partió en su compañía, y durante nueve años desempeñó en ese virreinato numerosas comisiones y destinos de importancia. Fue comandante de los fuertes de San Juan de Ulúa, gobernador de la provincia de Tlascala y General de la flota del Virrey que mantenía el comercio con las islas Filipinas. En este servicio tuvo que tomar parte en la guerra contra los holandeses, que hostilizaban a los españoles en aquellos mares. Habiendo pasado al Perú en 1622 al lado siempre del marqués de Guadalcázar, recibió el título de teniente capitán general del Callao. En el desempeño de ese cargo se ilustró en la defensa del puerto en 1624 contra la escuadra holandesa, y rechazó las diversas tentativas de desembarco que hizo el enemigo. Reconociendo sus servicios, el Rey lo había recomendado para que se le hicieran merced.

Pero el nombramiento de Femández de Córdoba para el puesto de gobernador de Chile encontraba una dificultad. El Rey tenía mandado, y acababa de confirmarlo por cédula de   -151-   12 de diciembre de 1619, que los virreyes y gobernadores no pudieran dar cargos a sus familiares y parientes dentro de cuarto grado, a menos que los servicios propios de éstos fueran probados y notorios. Para salvar este inconveniente, fue necesario levantar una información ante la Real Audiencia. Uno de los oidores, encargado de esta investigación, informó que «por ser tales los servicios hechos por el dicho General (Fernández de Córdoba), le parece está hábil para que Su Excelencia le haga merced conforme a ellos». Al dar este parecer se tuvo también en cuenta que Fernández de Córdoba estaba casado con doña Juana de Arce y Tordoya, dama principal, señora por los títulos de sus mayores de la villa del Carpio en España, y bisnieta del licenciado Cepeda, presidente de Chuquisaca y uno de los personajes distinguidos de la conquista y de las primeras guerras civiles del Perú234.

II. PERSONAJES NOTABLES (1600 A 1655)

II. PERSONAJES NOTABLES (1600 A 1655)

1. Marcos Chávarri Almonacid. 2. Marqués de Montes Claros. 3. Marcos de Vega. 4. Pedro Cortés. 5. Don Luis Jufré. 6. Álvaro Núñez de Pineda. 7. Jerónimo de Molina.

 
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Allanado de esta manera el inconveniente legal que se oponía al nombramiento de Femández de Córdoba, el Virrey pudo firmar el 4 de enero de 1625 en favor de éste los títulos de gobernador interino de Chile y presidente de su Real Audiencia. Pero teniendo que proveerse de vestuario y de otros artículos para el ejército, el nuevo Gobernador no pudo partir del Callao hasta el 24 de abril. Por fin, el 28 de mayo desembarcaba felizmente en Concepción. El día siguiente, en que se celebraba ese año la fiesta de Corpus Christi, se recibió del mando ante el Cabildo de la ciudad.

En esos momentos la guerra virtualmente había dejado de ser defensiva, pero estaban todavía vigentes las ordenanzas reales que la habían establecido. El Gobernador, impuesto de los fatales resultados que había producido el sistema planteado por el padre Valdivia, venía predispuesto en contra de él, y determinado a no dejarse engañar por las ilusiones de arribar a tratados de paz con los indios. Así, pues, aunque la estación de invierno era la menos favorable para esta clase de excursiones, visitó los fuertes de la frontera, y a pesar de que recibió mensajes pacíficos de algunas tribus enemigas, desdeñó tales ofrecimientos y en todas partes recomendó que se mantuviera la vigilancia y la disciplina con el mayor cuidado. Aprovechó, además, esta visita para introducir algunas economías en la administración militar. Como casi todas las compañías de tropa tenían incompleta la dotación de sus soldados, las reformó refundiendo varias de ellas para que cada una tuviera el número correspondiente, lo que le permitió suprimir algunas plazas de oficiales. Asistió personalmente a la distribución del situado, para imponerse de los abusos que se cometían en el pago de la tropa, operación a que por su avanzada edad no había podido asistir el gobernador don Pedro Osores de Ulloa. «Por la mala cuenta que un mozo llamado Pedro de Unzueta dio en el oficio que ejercía de oficial mayor del veedor general, dice el mismo Fernández de Córdoba,   -152-   habiéndole probado suposiciones de plazas, cohechos, falsedades y otros malos modos de vivir, le hice cortar dos dedos de la mano derecha, y que fuera a servir a Chiloé por algunos años, privándole de la honra que había conseguido por favores y malos medios. Estaba mal querido de los soldados, y ha sido de importancia para muchos efectos su castigo»235. La severidad desplegada con ese infeliz, no podía, sin embargo, remediar por completo un mal que parecía haberse hecho endémico en el ejército de la frontera.




3. Pasa a Santiago y proclama la cesación de la guerra defensiva

Cuando hubo terminado estos arreglos, el Gobernador se dispuso a pasar a Santiago. Quería recibirse oficialmente del gobierno civil del reino y poner atajo a las dificultades que suscitaba la Real Audiencia y, sobre todo, a las contradicciones y pendencias entre los mismos oidores que habían llegado a producir escándalo en la ciudad. Con este objetivo partió de Concepción en los primeros días de diciembre. El cabildo de Santiago estaba preparado para recibirlo con la mayor solemnidad. Despachó una comisión de su seno a saludarlo en Rancagua, construyó una suntuosa portada en la calle del Rey (hoy Estado) por donde debía entrar el Gobernador, y mandó que los vecinos que tenían sus casasen ella, pusiesen colgaduras y otros adornos. Femández de Córdoba entró a la ciudad al 21 de diciembre de 1625, y, previo al juramento de estilo ante el Cabildo, fue reconocido en su carácter de Gobernador236. El siguiente día fue recibido por la Audiencia como su presidente titular.

El doctor don Cristóbal de la Cerda, oidor decano de la Audiencia, era el causante de las dificultades dentro del mismo tribunal. El gobernador Osores de Ulloa, como contamos más atrás, había suspendido provisoriamente en enero de 1624 al doctor Cerda de su puesto de oidor. Aunque esa suspensión debía regir sólo hasta que el Gobernador volviese a Santiago a imponerse de las causas de aquellas perturbaciones, se sabe que ese alto funcionario no pudo emprender este viaje y que siete meses después moría en Concepción. El oidor Cerda volvió entonces al tribunal, e inmediatamente se renovaron las dificultades y rencillas que luego tomaron un carácter alarmante. «Llegado que fui a esta ciudad (Santiago), escribe Fernández de Córdoba, y enterádome de todo, hallo gravísimos inconvenientes en que dicho don Cristóbal concurra en la Audiencia, porque a mi me ha dicho diversas veces que tiene por imposible que él sea buen oidor con sus compañeros, ni ellos con él; en cuya consideración, y habiéndolo consultado de palabra antes de mi partida a este reino con el marqués de Guadalcázar, virrey del Perú, fui de parecer, después de haber entendido muy largamente los disgustos referidos, que dicho don Cristóbal se abstuviese de concurrir en la Audiencia con los demás oidores y que gozase del salario hasta que Vuestra Majestad se sirviese de mandar otra cosa, por las necesidades que hay en tierras tan extrañas para él y su familia».

Pero la Audiencia, además, había suscitado numerosas dificultades. Aprovechándose de la ausencia casi constante de los gobernadores que estaban obligados a residir en Concepción,   -153-   se arrogaba facultades y prerrogativas que no le correspondían»237. Aunque estaba nombrado corregidor de Santiago el maestre de campo don Diego González Montero, no se le permitía desempeñar sus funciones porque, invocando ciertas antiguas disposiciones, se sostenía que no podía haber corregidores en las ciudades en que residía una Real Audiencia. El Gobernador, citando en su apoyo otras disposiciones, y la práctica establecida en las ciudades de México, de Quito y de Chuquisaca, tomó resueltamente una determinación contraria. «Es muy forzoso al servicio de Vuestra Majestad, policía y buen gobierno de esta ciudad, escribía al Rey, tener corregidor, el cual es también teniente de capitán general, que por estar a ochenta leguas de la Concepción, importa mucho lo haya para la ejecución de cosas de la guerra, pues teniendo estos dos cargos, los hará con más autoridad. He hecho recibir a dicho maestre de campo don Diego González Montero, en consideración de que no tiene gasto por esta razón la hacienda de Vuestra Majestad, que es por lo que se había prohibido no lo hubiese en las audiencias». Fernández de Córdoba parecía resuelto a hacer respetar su voluntad en materias administrativas para consolidar el prestigio un tanto decaído del poder de los gobernadores.

Hemos dicho que la ciudad de Santiago recibió con particular distinción al nuevo Gobernador. La razón de estas manifestaciones era principalmente el saberse que Fernández de Córdoba era contrario a la guerra defensiva, y que quería restablecer las cosas militares al estado que tenían antes de la venida del padre Valdivia. Sabíase, además, que el Gobernador había recibido cartas del virrey del Perú en que éste le anunciaba que Felipe IV mandaba suspender la guerra defensiva y restablecer la esclavitud de los indios tomados con las armas en las manos. En efecto, el 24 de enero de 1626 recibió Fernández de Córdoba una real cédula firmada en Madrid el 13 de abril del año anterior. Tomando en cuenta la obstinada persistencia de los indios para mantenerse en el estado de guerra, las atrocidades que habían cometido y la inutilidad de los esfuerzos pacíficos con que se había pensado reducirlos, el Rey mandaba que en adelante se les hiciera guerra activa y eficaz, y que se les sometiera a esclavitud con arreglo a lo mandado en la real cédula de 26 de mayo de 1608238. El virrey del Perú, marqués de Guadalcázar, cuyas opiniones respecto de la guerra de Chile eran opuestas a las de sus predecesores, mandaba también que inmediatamente se pusiera   -154-   en práctica la real resolución. En efecto, el domingo 25 de enero se pregonó en Santiago con toda la solemnidad posible, el restablecimiento de la guerra ofensiva. Para los vecinos encomenderos de la capital fue aquél un día de grandes regocijos, porque veían desaparecer un sistema a que atribuían todas las desgracias del reino y contra el cual habían protestado constantemente durante catorce años. Creían ellos que sólo la guerra enérgica podía producir la pacificación del país, y esperaban, además, que la nueva declaración de la esclavitud de los indios había de permitirles aumentar a poca costa el número de sus vasallos y servidores.

Para que la resolución del Rey produjera efectos eficaces, habría sido necesario que el gobernador de Chile hubiese tenido a su disposición recursos y tropas mucho más considerables para someter a los indios y ocupar su territorio. Pero Felipe IV y sus consejeros abrigaban tal confianza en el prestigio de su poder, y tanto desconocimiento del carácter y de las condiciones de los indios que sostenían la guerra en Chile, que llegaron a creer que esta sola declaración podría determinarlos a deponer las armas. En esta persuasión, mandaban que se hiciera a los indios un formal requerimiento para invitarlos a la paz; pero que si pasados dos meses persistieran aún en su rebelión, se les hiciese una guerra implacable. Fernández de Córdoba debía saber que esta conminación no había de producir resultado alguno; pero quiso someterse fielmente a las disposiciones del monarca.

Aunque el Gobernador era llamado a Concepción por las atenciones de la guerra, tuvo que demorarse en Santiago para entender en otros asuntos. La ordenanza redactada por el padre Valdivia y el príncipe de Esquilache, virrey del Perú, y sancionada por el Rey en 1622, para reformar el servicio personal de los indígenas reemplazándolo por una contribución en dinero, había resultado impracticable. Al paso que los indios no podían pagar ese impuesto, los encomenderos se quejaban de la reforma por el perjuicio que sufrían en sus intereses. «Conocí, dice el Gobernador que (la ordenanza) era mal recibida así por parte de los unos como de los otros, y que es imposible que con tantas condiciones como tiene, puedan cumplir los dichos indios, y que habiéndose dispuesto para su mayor alivio y conservación no se sigue la utilidad que en esto se pretendió... Tomé diferentes pareceres, agrega, hice juntas con el Obispo de la ciudad, algunos prebendados de su iglesia y todo los prelados de las religiones y otras personas doctas y antiguas en este reino, que con noticia de la materia estando enterados de su entidad, pudieren tratar de ella, y respondieron que debía suspender la ejecución de dicha tasa hasta dar cuenta a Vuestra Majestad para que mejor enterado de lo que más importa a la conservación de este reino, se sirva mandar lo que en esto se haga en vista de los papeles que en razón de ello se han hecho»239. Así, pues, aquella ordenanza con que se había creído mejorar la condición de los indios, no sirvió de nada, y ni siquiera se ensayó el darle un cabal cumplimiento.



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4. El derecho de reducir a la esclavitud a los indios tomados en la guerra excita la actividad militar de los españoles

El 27 de febrero (1626), desocupado de estas atenciones, Fernández de Córdoba se puso en marcha para el sur. Llevaba la resolución de dar impulso a las operaciones militares. Conociendo que las tropas del ejército de la frontera no bastaban para hacer una guerra eficaz a los indios, había pedido empeñosamente al Rey que le enviase un socorro de mil hombres, y otro de cuatrocientos al virrey del Perú. Se hacía la ilusión de que con esos esfuerzos podría reconquistar en poco tiempo más los territorios que los españoles habían perdido después de la destrucción de las ciudades.

Mientras tanto, sus tropas habían alcanzado algunas ventajas sobre el enemigo; pero, al mismo tiempo, ocurrieron otros hechos que dejaban ver la inutilidad de todos los esfuerzos, hechos para alcanzar la paz. Muchos indios que parecían sometidos, que habían aceptado el bautismo y que se daban por aliados de los españoles, se habían fugado al territorio enemigo. El Gobernador, que no esperaba nada de las negociaciones pacíficas, hizo, sin embargo, anunciar a los indios de guerra las últimas disposiciones del Rey; y cuando vio que ellas no producían cambio ninguno en la actitud de esos bárbaros, o producían sólo ofrecimientos de paz a que no era posible dar crédito, dispuso algunas entradas más allá del Biobío, contando con un refuerzo de 184 hombres enviados por el virrey del Perú. Estas operaciones, como debía esperarse, no produjeron resultados de mediana importancia. En el corazón mismo del invierno de 1626, repitió Fernández de Córdoba estas expediciones y consiguió apresar muchos indios que, con arreglo a la resolución del Rey, fueron sometidos a la esclavitud.

Este resultado, y sobre todo el beneficio que producía la venta de esclavos, estimulaba a los españoles a acometer nuevas empresas de ese género. A principios de 1627 el Gobernador dio mayor impulso a las operaciones. Dispuso diversas expediciones, que confiaba a algunos de sus oficiales, y él mismo salió a campaña penetrando en el territorio enemigo por el valle central. Hallándose en la plaza de Nacimiento, consiguió rescatar a algunos cautivos españoles que vivían desde muchos años atrás entre los indios. Uno de ellos fue el capitán Marcos Chavarri, uno de los más heroicos defensores de la ciudad de Villarrica, en 1602, y que contaba, por tanto, veinticinco años de cautiverio.

«La guerra de este reino, escribía Fernández de Córdoba, he seguido y sigo de invierno y verano por apurar al enemigo rebelde, que ha sentido se haya abierto y se le hagan los castigos que ha recibido en diferentes provincias y ocasiones. El año pasado (1627) entré a la de la Imperial y otras sus circunvecinas, donde españoles no habían puesto los pies desde el alzamiento ahora veintiocho años, con tan buenos efectos que le quemé muchas casas y más de 14 o 15 mil fanegas de comida de todas semillas, y cuatro o cinco mil cabezas de ganado que se le mataron y desbarrancaron y algunos caballos. Y demás de que se degollaron muchos enemigos, se cautivaron más de doscientas y cincuenta personas; y sin perder un hombre me retiré por haber apuntado ya el invierno. Después de haber descansado algo la gente, se han hecho algunas entradas por este tercio de San Felipe (Yumbel) y así mismo por el del estado de Arauco otras con muy buenos sucesos; y aunque se ha peleado en estas últimas por la grande obstinación que este enemigo tiene, no me han muerto sino treinta españoles y algunos cien amigos naturales, y le cuesta al enemigo cautivos y muertos más de dos mil y quinientas personas, sin los ganados y casas quemadas en estas ocasiones, que todo ha sido mucho; y prometo   -156-   a Vuestra Majestad que he puesto y pongo en seguir esta guerra y conservarla con reputación mucho trabajo, cuidado, gasto de mi hacienda y riesgo de la vida»240.

Los indios apresados en la guerra pasaban a ser propiedad de los soldados que los tomaban y, por tanto, tenían éstos derecho para venderlos como esclavos. Pero este negocio dio en breve origen a los más escandalosos abusos. Según las ideas del tiempo, los dueños de esclavos estaban autorizados para marcarlos con hierros candentes. Todos los indios tomados en la guerra eran sometidos a esta cruel operación; pero como la marca constituía el distintivo de los esclavos, y la constancia de que un indio podía ser vendido como tal, algunos soldados dieron en marcar a los indios que querían vender, por más que no hubiesen sido apresados en acción de guerra, y, aun, ejecutaban estos tratamientos en niños de corta edad, que la cédula del Rey eximía de la pena de esclavitud. Muchos de esos infelices eran enviados al Perú, para ser vendidos a un precio más alto que el que se pagaba en Chile241. Fernández de Córdoba, queriendo poner atajo a estos abusos, hizo publicar en todo el reino, al son de cajas y trompetas, un solemne bando en que fijaba las reglas para herrar a los indios. Todo indio mayor que hubiese caído prisionero en acción de guerra, podía ser herrado como esclavo; pero para ello era necesario que dentro de los tres primeros meses fuese presentado por su aprehensor e inscrito en el registro de esclavos que se llevaba en la secretaría de gobierno. Fernández de Córdoba puso severas penas, además de la pérdida de los esclavos, a los que no se sometiesen a estas reglas, a los que enviasen a estos últimos al Perú, y a los barberos que se prestasen a herrar indios que no fuesen realmente esclavos, porque eran los barberos los encargados de ejecutar esta inhumana operación.

Conocidas las costumbres de la época y el régimen brutal a que estaban sometidos los esclavos, la ordenanza dictada por el gobernador de Chile debía ser considerada como un rasgo de benignidad. En efecto, nadie ponía en duda el derecho que tenían los amos de herrar a sus esclavos; pero entonces comenzó a discutirse entre los hombres más ilustrados de estas colonias si debía marcárseles en la cara o en otra parte del cuerpo. Algunos eclesiásticos de gran prestigio, citando en su apoyo la opinión de teólogos eminentes, sostenían «que habiendo hecho Dios al hombre a su imagen y semejanza, y siendo la cara la principal semejanza y donde consiste la hermosura, por lo cual somos semejantes a la hermosura de Dios, era contra derecho natural y divino afear la hermosura y semejanza de Dios»242. En virtud de esta declaración teológica, que permitía marcar a los indios en cualquier parte del cuerpo que no fuera la cara, siguiose herrándoles en los brazos o en las piernas, hasta que el   -157-   temor a las represalias terribles que los indios comenzaron a tomar con sus cautivos, dio principio a corregir esa bárbara costumbre.

A pesar de estas restricciones, la guerra contra los indios comenzaba a ser una especulación provechosa para los militares que la hacían. Uno de los capitanes españoles más considerados por el Gobernador, don Pedro de Páez de Castillejo, había recibido encargo de organizar en Chiloé una expedición para atacar por mar a los indios de Valdivia, y halló en aquel archipiélago gente que quisiera acompañarlo en tan peligrosa empresa. Aquellos bárbaros estaban sobre aviso y bien dispuestos para defenderse. Páez de Castillejo no pudo desembarcar en Valdivia; y teniendo que dar la vuelta al sur, su buque se hizo pedazos en los arrecifes de la costa, ocasionando la muerte de veinticinco españoles y de cerca de trescientos indios amigos. Muy pocos de sus compañeros lograron llegar a Chiloé, «donde, según cuenta un antiguo cronista, fue grandísimo el llanto por la muerte de tanta gente y por la ruina de aquella provincia».

Con el mismo propósito de hacer esclavos, se pensó también en expedicionar a la isla de la Mocha. Contábase que vivían allí unos cinco mil indios; y se quería arrancarlos de sus hogares para venderlos a los estancieros de Santiago y de Coquimbo. Aunque el Gobernador aprovechaba este proyecto, no se atrevió a ponerlo en ejecución por su sola autoridad y quiso oír el parecer de teólogos y letrados, sin duda para que decidiesen si era lícito hacer la guerra a esos isleños; pero como no se armonizasen las opiniones, Fernández de Córdoba aplazó la empresa hasta tener autorización del Rey»243.




5. Los indios, bajo el mando de Lientur, organizan ejércitos más considerables y emprenden operaciones más atrevidas

La renovación de la guerra ofensiva exigía que el ejército que mandaba el gobernador de Chile hubiese sido considerablemente reforzado; pero los socorros de tropas que enviaba el virrey del Perú eran del todo insuficientes, y de España no llegaba ni un solo soldado. Por otra parte, la dirección impresa a las operaciones militares no podía conducir a ningún resultado positivo. En vez de adoptar el plan propuesto por Alonso de Ribera que, como hemos dicho, consistía en evitar las expediciones lejanas y en ir ganando terreno sobre el país enemigo por medio del avance gradual de la línea de frontera, Fernández de Córdoba había vuelto al antiguo sistema de guerra, haciendo y renovando excursiones al interior que, si bien permitían sacar algunas decenas de indios para convertirlos en esclavos, no bastaban para afianzar la dominación española en la región que recorrían sus soldados.

Por otra parte, este género de hostilidades enfureció a los indios, que se veían despojados de sus mujeres, de sus hijos y de cuantos individuos encontraban los españoles en su camino, sin que el prestigio militar de éstos se consolidase mucho, desde que se les veía retirarse apresuradamente después de cada una de sus excursiones. Un indio llamado Lientur, que había estado sometido a los españoles y que se fugó de su campo para juntarse a las tribus rebeldes del interior, había ido a excitar la resistencia de éstas. A su voz, los indios de la Imperial y de la comarca vecina se pusieron sobre las armas con la arrogancia que les inspiraba el recuerdo de sus pasadas victorias.

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A fines de 1627 había penetrado hasta la Imperial una división de trescientos españoles y de cuatrocientos indios auxiliares bajo el mando del sargento mayor Juan Fernández de Rebolledo. Apresó un número considerable de enemigos, recogió algunos españoles cautivos que encontró en su camino y destruyó muchas habitaciones y sembrados de los indios. Todo anunciaba un feliz desenlace de la expedición; pero una noche en que los españoles habían descuidado confiadamente la vigilancia de su campo, cayó sobre ellos un numeroso ejército de indios capitaneados por Lientur, sostuvo una reñida pelea y los obligó a retroceder con pérdida de veintiocho soldados. Los indios que Fernández de Rebolledo había apresado en los primeros días de la campaña, recobraron su libertad en medio de la confusión del combate y fueron a engrosar las filas enemigas. La retirada de los españoles después de esta jornada, teniendo que batirse frecuentemente con sus perseguidores, hacía ver que el levantamiento de los bárbaros se había hecho mucho más enérgico y vigoroso.

En efecto, aquella victoria había alentado sobremanera a los bárbaros. Las cabezas de los españoles muertos en el combate fueron llevadas a diversos puntos por los vencedores para alentar la sublevación. Algunas partidas de indios, penetrando por los caminos de la cordillera, cayeron sobre los campos vecinos a Chillán, y ejecutaron en ellos las depredaciones y robos de animales que debían mantener a los españoles en continua alarma. Mientras tanto, Lientur, pensando, sin duda, que podría expulsar al enemigo para siempre de toda aquella región arrebatándole los fuertes en que se defendía, preparaba un atrevido golpe de mano. El 6 de febrero de 1628, tres horas antes de amanecer, un ejército numeroso de indios caía de improviso sobre la plaza de Nacimiento, la atacaba con un ímpetu al parecer irresistible, y ponía fuego en los galpones y palizadas de los españoles. El capitán Pablo de Junco, que la guarnecía con cuarenta soldados, desplegó un valor heroico en la defensa. Las llamas del incendio, desarrolladas fácilmente por el material combustible de los techos, lo obligaron a abandonar el fuerte, pero replegándose con la mayor parte de sus municiones y con su gente a un cubo aislado, organizó allí la resistencia, determinado a pelear hasta el último trance. A pesar de que muchos de sus soldados estaban heridos por las flechas de los indios, el capitán Junco sostuvo el combate hasta las diez de la mañana, y logró rechazar los repetidos ataques. Pero el desastre hubiera sido inevitable sin un auxilio casi inesperado. El Gobernador, que se hallaba con un cuerpo de tropas a pocas leguas de distancia, fue advertido por un indio amigo del peligro que corría la plaza de Nacimiento, y marchando en su auxilio, llegó a tiempo de salvarla de una ruina completa. Las hordas de Lientur, impotentes para sostener un nuevo combate contra los socorros que acababan de llegar, se dispersaron llevándose consigo dos pequeños cañones de bronce y todas las armas, ropas y demás objetos que pudieron recoger entre los escombros del incendio. En cambio, la jornada costaba a los naturales la pérdida de cerca de doscientos indios muertos por los arcabuces y mosquetes de los defensores del cubo. Entre esos muertos se encontró el cadáver de «un español llamado Francisco Martín, que ahora diez y ocho años, dice el Gobernador, se huyó siendo soldado al enemigo, y fue el mayor que hemos tenido, el cual mataron de un arcabuzazo, y yo le vi entre los demás muertos»244. El Gobernador, después de felicitar a los defensores de   -159-   Nacimiento por su heroica conducta, y de distribuirles algunos premios, dio principio a la reconstrucción del fuerte, dándole el nombre de Resurrección, que no se conservó largo tiempo.

Aunque en ese combate los españoles habían conseguido rechazar al enemigo, la destrucción del fuerte que alentaba la arrogancia de los indios, era un verdadero desastre. En efecto, pocos días después los indios de Catirai y Talcamávida, que se daban por amigos y aliados de los españoles, tenían preparado un levantamiento que debía estallar el viernes 18 de febrero. Impuesto de todo por el denuncio de un cacique llamado Tarpellanca, el Gobernador se trasladó a esos lugares dos días antes de que se hiciese sentir la insurrección. «Prendí los más culpados, dice él mismo, con mucha brevedad; y, aunque cuantos había en dichas provincias eran cómplices en este delito, dentro de siete días que acabé de prender y sosegar toda la tierra y convocarla a Talcamávida, donde me hallaba, hice dar garrote a siete caciques, uno de quien había salido el intento, de más de cien años, y otros que habían de ser los capitanes y caudillos. Y para el día de esta justicia, a que se hallaron presentes todos los naturales, traje la caballería del cuartel de San Felipe (Yumbel) para que se hiciese con más fuerza por lo que se pudiese ofrecer. Estando juntos al palo (la horca) todos se volvieron cristianos bautizándose; y a los demás hablé después y sosegué, y hoy están muy buenos amigos»245.

Pero mientras el Gobernador estaba ocupado en estos afanes, Lientur ejecutaba una campaña tan atrevida como inesperada sobre los campos que rodean a Chillán. «Buscando caminos nuevos y nunca conocidos, por detrás de la cordillera nevada, dice el Gobernador, entraron cuatrocientos caballos enemigos y corrieron la provincia de Chillán, y se llevaron dos mozos españoles y algunos indios e indias de los amigos; y por la prisa con que hicieron esto, sólo quemaron la casa de una estancia, y pudieran quemar muchas si no fuera por retirarse con tanta brevedad». Fernández de Córdoba, al tener noticia de esta imprevista invasión del enemigo, acudió inmediatamente con un cuerpo de tropas al boquete de la cordillera en que nace el río de la Laja, esperando cerrarle el paso cuando regresara de su expedición. Los indios supieron evitar este peligro volviendo a su territorio por uno de los boquetes de más al sur. El sargento mayor Fernández de Rebolledo, que salió de Chillán con trescientos jinetes, se internó resueltamente en las espaciosas selvas de la cordillera vecina y pasó hasta la región oriental; pero no pudiendo dar alcance a los guerreros de Lientur, se limitó a castigar severamente a los indios de esa región que habían dado paso y auxiliado a ese caudillo en aquella atrevida empresa.

Todo el verano se pasó en medio de estas constantes alarmas. El Gobernador comprendía las dificultades de su situación, y el peligro en que lo ponía la arrogancia de los indios y la debilidad de sus tropas, para las cuales no llegaban los refuerzos que había pedido con tanta instancia a España y al Perú. En realidad, lo que estaba pasando era el resultado natural del plan seguido por el Gobernador en la dirección de las operaciones militares, de comprometer sus fuerzas en correrías distantes y desparramadas, atacando al enemigo por diversas partes y, al parecer, sin otro propósito que el de hacer esclavos. Así, en vez de pensar en   -160-   adelantar gradualmente la frontera, sometiendo poco a poco a los indios y sin dejar enemigos a su espalda, como había comenzado a hacerlo Alonso de Ribera veinte años antes, Fernández de Córdoba había ido a hostilizar las tribus del interior, que le habría convenido dejar en paz por el momento, y no había obtenido otro fruto que el de excitarlas a la guerra y el de aumentar el número de sus enemigos.

El Gobernador, a pesar de la escasez de sus tropas, habría querido repetir sus esfuerzos esperando intimidar a los indios; pero no le faltaron consejeros que reprimiesen su ardor. El obispo de Concepción, don fray Luis Jerónimo de Oré, y algunos religiosos fueron de ese número. Por indicación de éstos, el Gobernador se abstuvo de salir contra una considerable junta de indios de guerra que, a las órdenes del infatigable Lientur, avanzaba del interior sobre la frontera del Biobío. En cambio, ordenó que se hiciesen «rogativas para que Dios le alumbrase en sus acciones y que reprimiese la furia de la junta de Lientur que por horas se esperaba. Clamó el Obispo a Dios, y los predicadores al pueblo, continúa el cronista de quien tomamos estas palabras, predicando que no era Lientur quien nos castigaba, sino la mano de Dios que le regía, que él (Lientur) era el instrumento que Dios tomaba, que cesasen los pecados y cesaría Dios el castigo... Y así sucedió que, mediante el hacer penitencia y rogativas a Dios, su divina majestad dio trazas de cómo, habiendo llegado la junta en su vigor hasta los llanos de Angol, se dividiesen las cabezas que las rejían, y sobre competencias y varios pareceres se disgustasen, con que se volvieron a sus tierras y se deshizo la junta, y sólo doscientos caballos pasaron el río de la Laja con Lientur; y avisando nuestros espías cómo pasaba a Biobío, salió el Gobernador con deseos de pelear y cogerlos dentro de nuestras tierras, y se emboscó en un paraje donde no podían escapar los indios. Mas el enemigo tomó lengua y revolvió con ligereza a sus tierras temiendo el peligro»246. Pero si las discordias de los indios, que los supersticiosos españoles atribuían a obra de milagro, habían desorganizado el ejército de Lientur, ellas no impidieron las expediciones aisladas que siguieron manteniendo la intranquilidad y la alarma en todas las cercanías de la frontera.




6. Desastres de las armas españolas: derrota de las Cangrejeras. Los historiadores de la guerra defensiva

Por mucha que fuera la confianza de Fernández de Córdoba en las rogativas y en los milagros, no quería omitir diligencia alguna para engrosar su ejército. Cuando las lluvias del invierno de 1628 hubieron dado tregua a las operaciones militares, se puso apresuradamente en viaje para Santiago esperando sacar de aquí algunos socorros y refuerzos de tropas, ya que no le llegaban los que con tantas instancias tenía pedidos a España y al Perú. «Pareciome, dice él mismo, que convenía al servicio de Vuestra Majestad y bien de este ejército, ir a Santiago, que es ochenta leguas de ésta (Concepción) a buscar a mi crédito vacas para el sustento del dicho ejército y municiones, y así mismo conducir algunos soldados, que por no haber venido el situado ni ningunos (soldados) del Perú el año pasado por las nuevas de enemigos de Europa (los holandeses), se pasaba gran necesidad. Y sin reparar en las muchas aguas y ríos fui a dicho Santiago, donde en un mes que estuve en él conseguí todos los intentos referidos».

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En efecto, no sólo allanó algunas dificultades que tenía pendientes con la Real Audiencia sino que encontró una favorable acogida a sus pretensiones en el vecindario y en las autoridades locales. Fernández de Córdoba organizó una compañía de ochenta soldados voluntarios, obtuvo que algunas personas principales lo acompañaran a la guerra, y consiguió comprar a crédito víveres y municiones y cuatrocientos caballos. Con este pequeño refuerzo partió apresuradamente para Concepción a fines de agosto.

Los anuncios repetidos que llegaban a Chile de una nueva expedición holandesa a las costas del Pacífico, mantenían la alarma en estos países y hacían más angustiosa la situación del reino, distrayendo una parte de las tropas en la guarnición de la costa. Esos avisos habían sido causa de que el virrey del Perú, temiendo que los dineros del situado real pudiesen caer en manos del enemigo, no los hubiera enviado a principios de ese año como era costumbre hacerlo. Mientras tanto, las tropas de Chile, que no recibían su paga, soportaban las mayores privaciones. En octubre estuvo a punto de estallar un motín en la plaza de Arauco. El Gobernador se vio forzado a disimular ese delito y a tranquilizar a sus soldados por los medios de la persuasión. En diciembre siguiente, cuando llegó el situado, desaparecieron por completo estos gérmenes de insurrección; pero la situación militar de los españoles no mejoró considerablemente. Fernández de Córdoba, en sus cartas y por medio de dos emisarios especiales, había exigido del virrey del Perú nuevos refuerzos de tropas. En lugar de los cuatrocientos hombres que pedía, sólo llegaba una compañía de noventa soldados, socorro insignificante que no mejoraba el estado de su ejército.

Sin embargo, aunque en esa misma ocasión supo el Gobernador que luego sería reemplazado en el mando del reino por un militar que venía de España, se hallaba en la necesidad de organizar la resistencia contra los redoblados ataques del infatigable Lientur. Los tres primeros meses de 1629 se pasaron en constantes correrías que no daban a los españoles un momento de descanso. Los indios atacaban por diversos puntos; y, aunque frecuentemente rechazados, conseguían matar algunos soldados, llevarse numerosos caballos y, sobre todo, fatigar al enemigo manteniéndolo en continuo movimiento y en incesante alarma. En Hualqui y en Talcamávida, los indios llamados de paz, que el Gobernador creía escarmentados con los castigos del año anterior, trataron nuevamente de levantarse, muchos de ellos alcanzaron a tomar la fuga, y otros fueron castigados con el mayor rigor.

En los primeros días de abril, acometió Lientur una empresa más audaz y de mayor importancia. Poniéndose a la cabeza de algunos centenares de indios, pasó resueltamente los ríos Biobío y de la Laja, y corriéndose por las faldas occidentales de la cordillera para no llamar la atención de las tropas españolas acuarteladas en Yumbel, fue a caer el 10 de abril sobre los campos vecinos a Chillán. El capitán Gregorio Sánchez Osorio, que desempeñaba el cargo de corregidor de esta ciudad, salió de ella al frente de un destacamento de buenas tropas en busca de los indios. Obligado a buscarlos en la fragosa montaña que se levantaba al oriente de ese pueblo, Sánchez Osorio tuvo gran dificultad para darles alcance, y cuando llegó a avistarlos el 14 de abril, sus soldados estaban desparramados y sus caballos rendidos de cansancio. En esas circunstancias tuvo que aceptar el combate para sufrir un lastimoso desastre. El corregidor de Chillán, un hijo suyo, un yerno y cinco o seis soldados perecieron en la jornada; y mientras sus compañeros regresaban a la ciudad a comunicar el desastre, Lientur se volvía al sur por los senderos de la cordillera llevando consigo los despojos de la victoria y las cabezas de los españoles muertos para excitar con ellas la rebelión de sus compatriotas.

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La noticia de la reaparición de Lientur en las cercanías de Chillán circuló con gran rapidez en los fuertes y establecimientos de la frontera y produjo, como debe suponerse, una gran alarma en todas partes. Mientras el obispo de Concepción hacía nuevas rogativas para alejar el peligro que amenazaba a los españoles, el sargento mayor Juan Fernández de Rebolledo, que mandaba las tropas acuarteladas en Yumbel, salía con ciento cincuenta soldados e iba a colocarse a las orillas del río de la Laja donde esperaba cortar el paso a los indios de Lientur cuando volviesen a sus tierras. Pero este caudillo, demasiado astuto para dejarse sorprender, evitó hábilmente todo combate, y durante un mes entero mantuvo en constante alarma a la división de Fernández de Rebolledo. Cuando hubo engrosado sus tropas con diversas partidas de indios hasta contar unos ochocientos guerreros, Lientur, burlando la vigilancia del enemigo por medio de un rodeo, fue a colocarse en las orillas del estero de Yumbel, a una legua al norte de la plaza de este nombre. En la mañana siguiente, Fernández de Rebolledo, al saber la posición que habían tomado los indios, determinó atacarlos sin pérdida de tiempo.

Lientur ocupaba con sus tropas el sitio denominado las Cangrejeras, donde los españoles de Yumbel solían surtirse de paja para cubrir los galpones de sus cuarteles. La mañana era lluviosa, el viento norte soplaba con fuerzas y el suelo empantanado hacía embarazosa la marcha de las tropas, impidiendo llevar en ella un orden regular. Los soldados de Fernández de Rebolledo comenzaban apenas a organizar su línea cuando se vieron atacados por todo el ejército de Lientur formado en medialuna, con la infantería al centro y los nutridos pelotones de jinetes en sus extremos. El viento, que echaba el humo sobre la cara de los españoles, y la lluvia, que apagaba las cuerdas de los arcabuces, hacían casi inútiles las armas de fuego. La batalla se sostuvo, sin embargo, durante hora y media, pero el desastre de los españoles era inevitable. Su caballería se dispersó y pudo salvarse en la fuga; mientras los infantes, envueltos por todos lados, eran implacablemente rotos y destrozados. Setenta de ellos quedaron muertos en el campo, y treinta y seis cayeron prisioneros (15 de mayo de 1629). De este número fue el capitán don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán que ha contado estos sucesos en la historia que escribió de su cautiverio247. Después de su victoria, Lientur saqueó algunas estancias de los alrededores, y sin dar tiempo a que se reunieran tropas suficientes para cerrarle el camino, volvió a sus tierras llevando consigo un copioso botín de armas, ropas y víveres.

Aquel desastre produjo una gran consternación en toda la colonia; y habría sido mayor todavía si el invierno hubiera permitido a los indios repetir sus expediciones. Pocos días más tarde, una nueva desgracia venía a aumentar la aflicción. Un buque que salió de Concepción para tomar su carga en Valparaíso y seguir viaje al Perú a pedir socorros, naufragó el 3 de junio a pocas leguas del primero de esos puertos, y de los sesenta y siete hombres que iban en él, sólo se salvaron dos. El Gobernador, agobiado por el peso de estos desastres, pasó los meses de invierno en Concepción esperando que llegase su sucesor para entregarle   -163-   el mando. Aquella serie de contratiempos había minado su prestigio; además de que no era posible esperar que con los escasos recursos que tenía a su disposición acometiese empresa alguna en los pocos días que le quedaban de gobierno. Fernández de Córdoba, sin embargo, conservó el mando hasta diciembre de ese año, yen los meses de primavera se vio obligado a dirigir todavía las operaciones de la guerra. Pero los ataques de los indios fueron en esta ocasión mucho menos vigorosos, y pudieron ser rechazados sin grandes dificultades. Los partidarios de la guerra ofensiva debieron creer que aquellos desastres con que se habían iniciado las hostilidades, eran males pasajeros, y que bajo el mando de un militar más experimentado se había de conseguir la pacificación del reino248.





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