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Capítulo VIII

Gobierno de don Francisco Lazo de la Vega; sus primeras campañas (1629-1632)


1. Don Francisco Lazo de la Vega nombrado gobernador de Chile. 2. Llega a Chile con un refuerzo de tropas organizado en el Perú. 3. Primeros sucesos militares de su gobierno. 4. En Santiago se teme un levantamiento general de los indios. 5. El Gobernador saca de Santiago, con grandes resistencias, un pequeño contingente de tropas. 6. Victoria de los españoles en la Albarrada: sus escasos resultados. 7. Largo litigio entre la Audiencia y el Gobernador por querer éste obligar a los vecinos de Santiago a salir a la guerra. 8. Nueva campaña de Lazo de la Vega contra los indios.



1. Don Francisco Lazo de la Vega nombrado gobernador de Chile

La noticia de la muerte del gobernador de Chile, don Pedro Osores de Ulloa, llegó a Madrid a fines de 1625. Comunicábala el virrey del Perú, anunciando, al mismo tiempo, que el gobierno interino quedaba en manos del general don Luis Fernández de Córdoba, cuyas cualidades para el mando recomendaba empeñosamente. Desentendiéndose de esas recomendaciones, Felipe IV determinó enviar a Chile un militar prestigioso que diese impulso a las operaciones de la guerra efectiva decretada pocos meses antes339. Su elección recayó en don Pedro Dávila, caballero principal, hijo segundo del marqués de las Navas, pero acerca de cuyos antecedentes militares no hallamos mención especial en los documentos de esa época. Por motivos que nos son también desconocidos, esa designación quedó sin efecto después de haber pasado este caballero largo tiempo haciendo sus preparativos. En esas circunstancias, el Rey expidió en Madrid, el 16 de marzo de 1628, una real cédula por la cual nombraba a don Francisco Lazo de la Vega gobernador y capitán general de las provincias de Chile por un período de ocho años.

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Era don Francisco Lazo de la Vega un noble caballero de Santander, que frisaba entonces en los cuarenta años de edad y que contaba más de veinte de buenos servicios militares. Desde la renovación de la guerra en Holanda, en 1621, se hallaba sirviendo en este país bajo las órdenes del famoso marqués de Spínola, y se ilustró por algunas atrevidas empresas que le granjearon la más alta fama de valiente. En 1622, en el sitio de la plaza de Bergen, y siendo capitán de infantería, se le encargó una noche el asalto de unas trincheras enemigas. «Era don Francisco de los que llamaban desbocados, dice un soldado que servía a sus órdenes, y así quiso conseguir lo que otros no pudieron». El combate fue reñidísimo y duró toda la noche; pero por más prodigios de valor que hicieron los españoles, les fue imposible vencer la resistencia heroica de los holandeses, y al amanecer tuvieron que replegarse a su campamento con pérdidas considerables. «Salió don Francisco Lazo y todos tan otros de lo que entraron, continúa el mismo soldado, que parecían demonios, de la noche que habían pasado, negros y deslustrados del humo de granadas, pez y alquitrán que echaban (los holandeses) y de la arcabucería, todos mustios y tristes que apenas se atrevían a levantar ninguno la cabeza a mirar a otro. Venía mi capitán (Lazo de la Vega) pasados los calzones y las ligas de arcabuzazos y del fuego y cascos de granada. Díjele: 'Parece que a vuestra merced le han picado grajos'; respondiome: 'Es verdad, mas eran de plomo'»340.

Pocos días después de este combate, los holandeses de Bergen hicieron una salida de la plaza, se apoderaron de algunos bastiones de los sitiadores y pretendieron, todavía, tomar otro que estaba al lado de aquéllos. «Este guarnecía mi capitán don Francisco Lazo con su compañía, dice el mismo soldado cronista; y con notable valor caló la pica y dijo a los demás que le siguiesen, y dando voces 'Santiago', cerramos con ellos arrojándolos del ramal que ocupábamos. El enemigo que oyó españoles, entendió que era mucha cantidad de ellos al socorro; retirose; y perdió lo que había ganado, y mi capitán las volvió a entregar (las trincheras) a quien las había perdido, de que le resultó los aumentos que hoy tiene». En efecto, Lazo de la Vega fue hecho capitán de caballería, obtuvo el hábito de la orden de Santiago, y antes de mucho, nuevos ascensos militares por su valiente comportamiento en aquella campaña. En marzo de 1628 acababa de ser nombrado gobernador del distrito de Jerez de la Frontera, en Andalucía. El Rey, cambiando entonces de determinación, le confió el gobierno de Chile por la cédula que hemos mencionado más arriba.

Lazo de la Vega no tenía hasta entonces la menor idea de las cosas de Chile. Su primer cuidado fue recoger todas las noticias que acerca de este país podían suministrarle las personas que habían militado en él, y la correspondencia de sus últimos gobernadores. Comprendió, luego, que para adelantar la guerra necesitaba armas y tropas. Con no poca diligencia consiguió apenas que se le dieran en los almacenes del rey trescientos mosquetes, doscientos arcabuces vizcaínos, doscientas picas y doscientos coseletes o armaduras más o menos completas,   -215-   bajo la obligación de pagar su importe en Chile o el Perú con los dineros del situado real341; pero le fue imposible obtener un solo soldado. España estaba empeñada en grandes guerras en Europa, y no podía disponer de gente ni de dinero. Felipe IV se limitó por esto a recomendar empeñosamente al virrey del Perú que prestase todos los auxilios posibles al gobernador de Chile. Entonces, cabalmente, el Rey acababa de confiar el primero de esos cargos a don Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón; y éste recibió junto con las cédulas en que se le mandaba socorrer a Chile, las recomendaciones por las cuales pudo conocer los deseos del gobierno metropolitano de llevar a término la pacificación de este país.




2. Llega a Chile con un refuerzo de tropas organizado en el Perú

Las guerras en que estaba envuelta España hacían en esos momentos muy peligrosa la navegación del Atlántico, porque las escuadras enemigas acechaban las flotas de América con la esperanza de hacer una buena presa. Los galeones que partían anualmente para Puertobello, salieron ese año (1628) con algún retardo342. En ellos hicieron su viaje los dos nuevos mandatarios que venían a estos países, el conde de Chinchón, virrey del Perú, y don Francisco Lazo de la Vega, gobernador de Chile, y llegaron a las costas de América sin el menor contratiempo. En esos buques venían también muchos individuos que, burlando la vigilancia de las autoridades españolas, pasaban a establecerse o a negociar en las Indias sin el permiso real que exigía la ley. «Acordado de la diligencia que por mandado de Vuestra Majestad se puso en España para que no se embarcase gente sin licencia para que no se despoblase, escribía Lazo de la Vega, teniendo noticia que venía cantidad sin ella, que pues, la derrota que traían era para pasar a este reino (el Perú), pedí al Virrey que en Panamá se hiciese lista de ellos y se les sentase plaza para Chile, pues de esto se seguían muchos efectos del servicio de Vuestra Majestad, como llevar gente donde tanta necesidad hay y donde de tan mala gana van, y que ésta estaba costeada por su cuenta hasta allí, y que de esta manera se estorbaba que los años siguientes se embarcasen contra el orden de Vuestra Majestad, pues las nuevas de llevarlos a aquel reino (Chile) los haría retroceder del intento a los que lo tuviesen, y que la que pasaba de esta manera no servía en este reino (Perú) sino de alborotarlo, como se experimenta cada día por ser sin obligaciones y esta tierra libre. Volvile a hacer este recuerdo en Panamá. Pareciole tiempo entonces; y pues, no lo llevó a cabo, convino otra cosa. Yo sentí perder tan buena ocasión, y ahora más, pues, ha salido cierta mi presunción de que aquí se hace mal gente para Chile, porque como éste es paraje donde descansan los que escapan de su guerra,   -216-   y describen tan mal sus comodidades, se guardan otros de ir a padecerlas, y si se hace alguna (gente) es a poder de agasajo de quien la conduce»343.

La armada del Mar del Sur esperaba al nuevo Virrey en el puerto de Panamá. En ella se hicieron a la vela para el Callao el conde de Chinchón y el gobernador de Chile. Este último, sin embargo, desembarcó en Paita el 28 de octubre y siguió su viaje por tierra para acelerar en Lima sus aprestos militares344. El marqués de Guadalcázar, que mandaba todavía en el Perú, ofendido, sin duda, del desaire que se le hacía, privando a su sobrino del gobierno de Chile, recibió con frialdad a Lazo de la Vega: pero cuando se recibió del mando el nuevo Virrey (14 de enero de 1629), se impartieron órdenes premiosas para reclutar gente en Lima y en las provincias. Por más actividad que se desplegara en estos preparativos, pasaron algunos meses sin poder reunir el contingente de tropas que se creía indispensable, tantas eran las resistencias que las gentes oponían a tomar servicio en el ejército de Chile.

Mientras tanto, las noticias que llegaban de este país eran cada vez más alarmantes. Hallábase entonces en Lima el general don Diego González Montero, enviado allí a cobrar el situado y a pedir socorros. En un memorial que presentó al Virrey con este motivo, consignaba al terminar las palabras siguientes: «Si el señor gobernador don Francisco Lazo de la Vega fuere sin la gente que forzosamente pide el reino y yo en su nombre, siento que no sólo va a aventurar y perder su reputación sino a perder aquella tierra, alzándose las reducciones de los indios amigos»345. Antes de mucho llegaron a Lima las noticias de los nuevos desastres que los españoles de Chile habían sufrido en Chillán y en las Cangrejeras, y de la situación peligrosa en que quedaba el reino. Contábanse, además, otras más inquietantes todavía, y que por increíbles que fuesen, debían producir una gran alarma en el Perú y en España. «Parece, por las relaciones que remito, escribía Lazo de la Vega al Rey, que el enemigo (los indios) tiene hecha confederación con el holandés de ayudarle cuando venga a poblar el puerto de Valdivia, que hoy es suyo, y sin que se lo estorben, puede hacerlo y evitar el socorro que pudiera ir de la Concepción y de Santiago; y si se cortase, como de esta manera se corta, la navegación, se perderá la provincia de Chiloé; y apoderado el enemigo de este puerto, hará gran mal a la contratación (comercio) del Perú, y para recobrarlo será necesario que la fuerza venga de España y ha de ser de gran costa de Vuestra Majestad». Así, pues, el aspecto que presentaban todas las cosas de Chile no podía ser más sombrío.

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Esto mismo obligó al Virrey a redoblar su empeño para completar el socorro que debía traer don Francisco Lazo de la Vega. Pero después de cerca de diez meses de los más activos afanes, apenas se habían reunido cerca de quinientos soldados. El gobernador de Chile, dispuesto a entrar en campaña con ese pequeño refuerzo, representaba al Rey que si no se le enviaban socorros más abundantes de España, sería imposible terminar la guerra. Otro motivo de inquietudes más serias todavía era el temor de hallarse en poco tiempo completamente desprovisto de recursos pecuniarios. El situado real había sido concedido hasta el año de 1626, y prorrogado enseguida por tres años más. Lazo de la Vega, conocedor de las angustias por que pasaba el tesoro español, temía con fundamento que Felipe IV retirase esa subvención al reino de Chile, y que éste se hallara en 1630 en la más absoluta imposibilidad de pagar sus tropas y de hacer frente a las mil necesidades de la guerra. Lazo de la Vega, en sus cartas a Felipe IV, solicitaba la subsistencia del situado346; y sus representaciones, apoyadas también por el virrey del Perú, fueron debidamente atendidas en los consejos del soberano. Aquella subvención se mantuvo como un gasto indispensable de que no podía desentenderse la Corona.

Terminados sus aprestos, el gobernador de Chile se embarcaba en el Callao el 12 de noviembre (1629), en tres embarcaciones que estaban listas para transportarlo con toda su gente. Después de una navegación de cuarenta días, sin otro accidente que un temporal ocurrido al llegar a su destino, Lazo de la Vega bajaba a tierra en la ciudad de Concepción el 23 de diciembre, y pocas horas más tarde se recibía solemnemente del gobierno de la colonia. Obedeciendo a las sugestiones de los que pensaban todavía que era posible aplacar a los bárbaros por los medios de suavidad, el Gobernador había traído del Perú algunos indios enviados de Chile como esclavos, e inició su administración poniéndolos en libertad para que volviesen al seno de sus familias347. Ya veremos el fruto que produjo este acto de clemencia.




3. Primeros sucesos militares de su gobierno

Lazo de la Vega, que venía precedido de la reputación de militar muy experimentado, y que traía un refuerzo de tropas y de armas, fue recibido con gran contento por todo el reino. El mismo Fernández de Córdoba, aunque privado del gobierno que, sin duda, creía merecer, se manifestó satisfecho de entregarlo a un sucesor que en esas circunstancias se condujo como un cumplido caballero. En efecto, el nuevo Gobernador, en vez de acoger las acusaciones forjadas contra el jefe que lo había precedido en el mando, como solían hacerlo otros en idénticas circunstancias, guardó a éste todo orden de consideraciones, y en el juicio de residencia   -218-   que estaba obligado a tomarle, lo declaró exento de toda culpa. Fernández de Córdoba regresaba poco más tarde al Perú (28 de abril de 1630) garantido por un fallo judicial por el cual constaba que había desempeñado el gobierno de Chile del mejor modo que le era posible, dadas las dificultades de la situación y la escasez de sus recursos.

Desde que Lazo de la Vega comenzó a imponerse del estado de la guerra, comprendió la magnitud de la empresa en que se hallaba comprometido. El enemigo, más poderoso y arrogante que nunca con la inacción de los españoles durante los catorce años de guerra defensiva y con los desastres que éstos habían sufrido al renovar las hostilidades, se mantenía en una actitud inquietante y amenazadora. Mientras tanto, el ejército español, muy reducido en su número, escaso de armas y más o menos desmoralizado, experimentaba, además, la falta de víveres y de municiones. Las estancias del rey, fundadas por Alonso de Ribera, estaban despobladas de ganado, y no se habían hechos las grandes siembras de cereales que se acostumbraba hacer en los años anteriores. Impuesto desde Lima de este estado de cosas, el Gobernador había encargado al cabildo de Santiago que le enviasen a Concepción una cantidad considerable de ganado y de otros artículos para el ejército; pero, aunque todo debía ser entregado en cambio de algunos objetos que necesitaba el Cabildo, esta corporación se halló en las mayores dificultades para hacer esa provisión348. Por otra parte, los dineros del situado estaban comprometidos con deudas considerables; pero Lazo de la Vega se dio trazas para comprar los artículos que le eran más necesarios para la subsistencia del ejército. A fin de estar prevenido contra las asechanzas del enemigo, reforzó las guarniciones de algunas plazas; y cuando creyó que era llegado el momento de recomenzar las operaciones militares, «despachó correos a las ciudades del reino con cartas a los prelados eclesiásticos y religiosos, encargándoles mucho tuviesen particular cuidado de encomendar a Nuestro Señor afectuosa o instantemente los buenos sucesos de paz y guerra», y recomendando a los corregidores que no se descuidasen en el castigo de los pecados públicos, como medio seguro de obtener la protección del cielo349; «prevención digna de alabanza», dice el historiador que ha consignado estos rasgos de la credulidad religiosa de aquella época.

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A pesar de estas prevenciones, el gobierno de Lazo de la Vega se estrenó con un espantoso desastre. Los bárbaros del otro lado del Biobío, siempre dispuestos a renovar la lucha contra los españoles, fueron esta vez excitados por los mismos indios que el Gobernador trajo del Perú y a quienes acababa de poner en libertad. Desde mediados de enero de 1630 se presentaron en número de más de tres mil guerreros por el lado de Lebu, en la región de la costa. Bajo las órdenes de un caudillo llamado Butapichón, que tenía conquistado gran renombre entre los suyos, comenzaron a inquietar la plaza de Arauco, poniendo en dispersión a los indios amigos que habitaban los campos vecinos. El maestre de campo don Alonso de Figueroa, que mandaba en esa plaza, impuesto de la proximidad del enemigo, salió en su busca el 24 de enero a la cabeza de tres compañías de caballería y seis de infantería. Después de las primeras escaramuzas en que las ventajas parecían quedar por parte de los españoles, los indios, ocultando artificiosamente el grueso de sus tropas, fueron retirándose hacia el sur hasta situarse en un lugar que les ofrecía todas las condiciones posibles para la defensa. El maestre de campo Figueroa, cediendo a las instancias de sus capitanes, y despreciando los informes dados por un mestizo que acababa de desertar del campo enemigo, emprendió la persecución de los indios sin tomar las precauciones convenientes. Sus tropas atravesaron los campos de Millarapue, e internándose en las serranías vecinas por un camino estrecho conocido con el nombre de Paso de don García, comenzaron a bajar con poco orden al angosto valle de Picoloé o Picolhué, en que estaba acampado el enemigo. Allí se trabó un reñidísimo combate. Los españoles, sin poder hacer entrar en batalla todas sus fuerzas, fueron envueltos por los indios, y a pesar de la valentía con que se defendieron, quedaron derrotados con pérdidas de más de cuarenta oficiales y soldados entre muertos y prisioneros, y de muchos indios auxiliares. En esta desastrosa jornada perdieron seis capitanes, algunos de ellos de gran renombre, siete alféreces y otros individuos útiles e importantes del ejército; pero los indios, satisfechos con su victoria, no emprendieron la persecución de los fugitivos, de tal suerte que el maestre de campo pudo regresar a Arauco ese mismo día con el grueso de sus tropas sin ser inquietado en la retirada, en que habría podido completarse su desastre350.

Rodeado de inquietudes y de alarmas de toda clase, y teniendo que oír los consejos contradictorios de sus capitanes, Lazo de la Vega, que por otra parte se sentía enfermo desde que llegó a Chile, vacilaba en tomar una determinación acerca de la manera de hacer la guerra a los indios. Al fin, a mediados de marzo, entraba resueltamente en campaña con un cuerpo considerable de tropas, y llegando hasta Purén sin hallar resistencia, penetró en la famosa ciénaga que siempre había sido el más formidable asilo del enemigo351. Los indios, según su vieja táctica, evitaron cuidadosamente el presentar una batalla que podía serles funesta, y dispersándose en todas direcciones, dejaron a los españoles sin tener contra quién combatir. El Gobernador consiguió, sin embargo, apresar algunos dispersos, y no pudiendo   -220-   hacer otra cosa, mandó ejecutar las destrucciones acostumbradas de ganados y de rancherías, antes de dar la vuelta hacia el norte. Aquella campaña, como debe suponerse, no tuvo consecuencia alguna en la suerte posterior de la guerra.

Lejos de eso, tan luego como los españoles se retiraron de Purén, los indios volvieron a reconcentrarse para renovar sus habituales correrías. El activo Butapichón formó un cuerpo de guerreros a cuya cabeza cruzó el Biobío en los primeros días de mayo, y burlando la vigilancia de los destacamentos españoles que guarnecían la línea de la frontera, penetró hasta el distrito de Coyanco, a corta distancia del río Itata. Allí comenzaron a ejercer los bárbaros sus acostumbradas depredaciones en las estancias de los españoles y en los campos poblados por los indios de paz.

El Gobernador se encontraba en esos momentos acampado en el fuerte de Yumbel; pero sus enfermedades lo tenían postrado en cama. Sin embargo, el 13 de mayo, al tener la primera noticia de la entrada de los indios de guerra, mandó poner sobre las armas un cuerpo de cuatrocientos soldados españoles y de cien indios auxiliares, se colocó él mismo a su cabeza, y emprendió aceleradamente la marcha, haciendo que la caballería llevase a los infantes a la grupa. Cerca de dos días caminó de esa manera sin darse más que algunas horas de descanso. En la tarde del 14 de mayo, casi desesperado de alcanzar al enemigo, mandó hacer alto en el sitio denominado los Robles, donde pensaba pasar la noche. Lazo de la Vega, extenuado de cansancio y de fatiga, se tendió sobre la yerba para darse algún reposo, mientras los soldados de la vanguardia desensillaban sus caballos y arrimaban sus armas creyéndose lejos de todo peligro.

Los indios de Butapichón, ocultos en los bosques vecinos, habían visto pasar a los españoles y espiaban cautelosamente todos sus movimientos. Creyendo que la ocasión era propicia para empeñar el combate, salieron del monte a carrera tendida por tres puntos diversos, y cargaron sobre sus enemigos con tanto ímpetu que no fueron sentidos sino cuando habían dado muerte a algunos de éstos, y atropellado las caballadas, que a su vez desorganizaron a la retaguardia española cuando iba llegando al campo. En medio de la confusión indescriptible producida por una sorpresa tan brusca e inesperada, la victoria de los bárbaros parecía segura e inevitable. Pero, aunque toda resistencia parecía inútil, el Gobernador montó a caballo, desenvainó su espada, y dando voces a los suyos, comenzó a alentarlos con su ejemplo a la resistencia a todo trance. Los españoles trabaron la pelea con arma blanca, porque los infantes no podían usar sus arcabuces. «Esto duró más de una hora sin que conociese soldado a su capitán, ni capitán a soldado, dice un cronista contemporáneo. Todo era voces, y todo una confusión horrible. Peleábase desordenadamente, pero con maravilloso valor». Al acercarse la noche, los indios, persuadidos de que no podían completar el destrozo de la división española, comenzaron a retirarse llevándose consigo los numerosos cautivos que habían tomado en los primeros momentos del asalto. El campo quedaba sembrado de cadáveres de indios y de españoles, y en medio de ellos pasó la noche el Gobernador, esperando por momentos la renovación del combate. En la mañana siguiente pudo contar las pérdidas sufridas en esa jornada, veinte muertos, más de cuarenta heridos y un número harto mayor de cautivos, si bien muchos de ellos lograron fugarse de las manos de sus aprehensores cuando éstos volvían aceleradamente a sus tierras a celebrar la victoria y a repartirse el botín cogido en aquella campaña sin que nadie los persiguiera.

Los españoles también cantaron victoria. Por más dolorosas que fueran las pérdidas del combate y, aunque la dispersión y retirada del enemigo no podía considerarse un triunfo   -221-   verdadero, la jornada de los Robles fue celebrada entonces como un gran acontecimiento, y recordada más tarde como un prodigio operado por el favor divino, y conseguido por la previsión militar, la experiencia y el valor de Lazo de la Vega352. Contábase que en la pelea, éste, ayudado por una compañía de oficiales reformados que mandaba personalmente, había decidido la victoria y dado muerte a 280 indios belicosos y escogidos. Creíase, además, que esa batalla no sólo había libertado de la invasión enemiga los territorios del sur sino que había conjurado los más serios peligros que amenazaban a la capital del reino.




4. En Santiago se teme un levantamiento general de los indios

En efecto, los habitantes de Santiago vivían desde dos meses atrás en medio de la mayor alarma. A fines de febrero, el gobernador Lazo de la Vega, que se hallaba en Concepción, había comunicado a la Real Audiencia y al corregidor de Santiago que un cuerpo de tres mil guerreros araucanos se dirigía por la cordillera de los Andes para caer de improviso sobre esta última ciudad. Contaba en sus cartas que había recibido esta noticia por medio de sus espías, y que el plan del enemigo era ocultar sus movimientos en las montañas y bajar al valle por el paso de Rancagua353. El Gobernador recomendaba que se tomasen en la capital las más activas providencias militares para su defensa y que se juntasen tropas para cerrar ese camino a los indios invasores.

Podría creerse que aquélla era una falsa alarma preparada por el Gobernador y sus consejeros. Los vecinos de Santiago, apartados del teatro de la guerra, preocupados por intereses y por cuestiones de otro orden, parecían en cierto modo extraños a los sucesos que se desenvolvían en el sur. Desde tiempo atrás se excusaban de salir a campaña, y hasta habían obtenido del Rey que se les eximiese del servicio militar, cuando se creó en Chile un ejército permanente. De la misma manera, el establecimiento del situado dio motivo a los pobladores de la capital para interesarse menos aún por aquellos acontecimientos, porque desde que el Rey atendía largamente a los gastos de la guerra, se creyeron aquéllos desligados de toda obligación de contribuir con sus donativos, o lo hacían en mucho menor escala. Acusábaseles por esto de estar dominados por un egoísmo culpable que los incitaba a vivir en medio de las comodidades y de la abundancia, mientras sus hermanos de Concepción y de los distritos del sur llevaban una vida llena de fatigas y de miserias. Lazo de la Vega quiso tal vez hacerles entender con aquel aviso que el peligro era común para todos los habitantes   -222-   del reino, que todo él estaba expuesto a las hostilidades de los bárbaros y que, por lo tanto, todas las ciudades debían concurrir a la guerra con sus hombres y sus recursos.

Sea de ello lo que se quiera, la noticia comunicada por el Gobernador produjo en Santiago una alarma indescriptible. El capitán don Gaspar de Soto, que desempeñaba las funciones de corregidor y de teniente de gobernador, reunió toda la gente que se hallaba en estado de llevar las armas, y fue a situarse a las orillas del río Cachapoal para cerrar el camino a la anunciada invasión de los araucanos cuando éstos bajasen de la cordillera. Pero la inquietud no se calmó con esto: muy al contrario, la salida de la ciudad de los hombres que podían defenderla en caso de un ataque de los indios, dio origen a mayor perturbación. Cada día se anunciaba que los indígenas de tales o cuales lugares, de La Ligua, de Quillota, de Colina, preparaban una sublevación general y que los negros esclavos de los españoles estaban inclinados a secundar el movimiento. El miedo daba alas a estos rumores vagos y desautorizados, y aumentaba la consternación de las familias que habían quedado en la capital.

En esas circunstancias se reunió la Audiencia el 13 de marzo para buscar el remedio a aquella situación. Uno de los oidores, el licenciado don Hernando de Machado, sostuvo que esos temores eran infundados y que no había tales peligros de sublevación de los indios; pero sus otros tres colegas, y con ellos el fiscal, expusieron una opinión diametralmente opuesta, y acordaron que a falta de soldados con que defender la ciudad, se utilizasen los servicios de los frailes de los conventos, comenzando por averiguar cuántos de éstos se hallaban en estado de llevar las armas. Fue inútil que al día siguiente protestase de nuevo el oidor Machado contra tales medidas, expresando que no había razón ni fundamento para tomarlas y que, por el contrario, ellas iban a aumentar la alarma general, a desautorizar al gobierno y seguramente a dar ánimo a los indios y a los negros para sublevarse. La Audiencia, sin hacer caso de tales protestas, acordó que se repartieran arcabuces y municiones a los frailes de los conventos para la defensa de la ciudad, y que se hiciera volver las fuerzas que habían salido a las orillas del Cachapoal, dejando sólo una corta partida con el encargo de vigilar al enemigo. Poco más tarde, el 30 de abril, la Audiencia, siempre contra el parecer del oidor Machado, acordaba que se prohibiese a los indios de encomienda andar a caballo sin el permiso expreso de sus amos354.

La alarma duró todo ese verano. El Gobernador había mandado que los vecinos de la capital se armasen a su propia costa; pero se pasaron algunos meses y no se sintió el menor intento de sublevación de los indios de Santiago ni se tuvo noticia alguna de la anunciada expedición de los araucanos. Dando cuenta al Rey de los sucesos de la guerra, Lazo de la Vega le decía que la expedición de los indios dirigida sobre Rancagua y Santiago «se había vuelto despeada por la aspereza y lo largo del camino que llevaba, y ser tiempo en que los campos estaban agotados»355. Sin embargo, si estas noticias pudieron ser creídas en el principio y dar origen a las alarmas de que hemos hablado, parece que poco más tarde la opinión   -223-   del oidor Machado había ganado muchos partidarios. Así, cuando algunos meses después el Gobernador quiso explotar la impresión que habían producido aquellos anuncios, encontró, como vamos a verlo, la más tenaz resistencia a la ejecución de sus planes.




5. El Gobernador saca de Santiago, con grandes resistencias, un pequeño contingente de tropas

La jornada de los Robles, que hemos contado, y más que todo, la entrada del invierno, pusieron término por entonces a las operaciones militares. El Gobernador se trasladó a Concepción, y reuniendo al Cabildo y a los vecinos, instó a éstos a que diesen impulso a los trabajos agrícolas para abastecer a la ciudad y al ejército. Empeñado en imitar el ejemplo de «aquel memorable Gobernador, grande capitán y soldado, Alonso de Ribera», dice el historiador de Lazo de la Vega356, dio éste nueva vida a la estancia del rey denominada de Catentoa, y al efecto aumentó sus ganados para la provisión de las tropas, hasta la cifra considerable de treinta mil vacas. Terminados estos trabajos, el 1 de julio se puso en viaje para la capital.

El Cabildo lo esperaba para hacerle el aparatoso recibimiento acostumbrado en esas circunstancias. Era aquélla una práctica que aquí como en las otras colonias, imponía al Cabildo de la ciudad y a sus habitantes gastos considerables en el adorno de las calles, en la construcción de arcos, en la compra de un dosel y del caballo ensillado que se acostumbraba regalar al Gobernador. Pero la entrada de éste a la capital daba origen a una gran fiesta, y nadie podía excusarse de contribuir por su parte a realzar el brillo de esa ceremonia. Lazo de la Vega, previo el juramento de estilo, se recibió solemnemente del mando el 23 de julio, e inmediatamente comenzó a ocuparse en los asuntos administrativos.

Su atención estaba casi absolutamente contraída a los negocios militares. En los primeros meses de su gobierno, Lazo de la Vega había comprendido que con los elementos y recursos que tenía a su disposición, no sólo le era imposible dar término a la guerra araucana sino que le sería muy difícil afianzar la paz en la parte del país ocupada por los españoles. Desde Yumbel había escrito al Rey que de los 1600 hombres que componían el ejército de Chile, 600 eran viejos e inútiles para el servicio de las armas, y que se proponía reemplazarlos tan pronto como tuviese gente con que sustituirlos. «Será necesario, agregaba, que si Vuestra Majestad, hallando conveniencia en lo que le propongo (el envío de un socorro de tropas), me lo enviaré y que sean 2000 hombres, y que vengan con armas, y cantidad de otras mil de repuesto, de mosquetes, arcabuces y hierros para picas, que acá hay madera para astas, por el embarazo de traerlas, que las que hacen en el Perú son malas y caras». Por más fundamentos que el gobernador de Chile tuviera para justificar este pedido, no debía hallar en la Corte la acogida conveniente porque España no estaba entonces en situación de prestar auxilio a sus colonias.

Sin aguardar el arribo de estos refuerzos, que en ningún caso habrían podido llegar a Chile antes de dos años, Lazo de la Vega estaba resuelto a engrosar su ejército por cualquier   -224-   medio para la campaña del verano siguiente. Apenas se hubo recibido del mando, hizo anunciar que los vecinos de Santiago que no tuvieran inconveniente formal para ello, debían apercibirse para salir a la guerra en pocos meses más. Esta determinación provocó, desde luego, las más ardientes resistencias. Muchas personas se preparaban para apelar ante la Real Audiencia; pero el Gobernador, previendo este peligro, reunió ese tribunal el 7 de agosto, y después de exponerle la situación militar del reino y las medidas que había decretado, pidió que no se admitieran tales apelaciones. «Y los dichos señores (oidores) unánimes y conformes, dice el acuerdo, dijeron y fueron de parecer que el señor presidente, como tal, es cabeza y mirará por la autoridad de Su Majestad, y como gobernador de las cosas de la paz y de la corporación, y como Capitán General, es cabeza de la guerra, y que como quien todo preside en lo referido, ordene y disponga su señoría con su gran prudencia y gobierno lo que más conviniere al servicio de Su Majestad y bien general de este reino, a que sus mercedes (los oidores) en particular y en general acudirán con todo cuidado a servir y a ayudar a su señoría en cuanto se ofreciere»357.

A pesar del apoyo que esa decisión prestaba a la autoridad del Gobernador, tuvo éste que celebrar conferencias y que entrar en arreglos con el cabildo de Santiago cuando llegó el caso de designar a los vecinos que sin inconveniente podían salir a campaña. Lazo de la Vega mostraba las cartas que acababa de recibir de sus lugartenientes, por las cuales se le hacía saber que los indios quedaban preparándose para acometer grandes empresas ese verano; pero el Cabildo insistió en rebajar el número de los vecinos encomenderos que debían acompañar al Gobernador a la guerra, hasta reducirlo a poco más de treinta358. Aun hubo algunos de éstos que desobedecieron la orden que se les dio, y que prepararon así las complicaciones y conflictos de que hablaremos más adelante. En cambio, levantando en Santiago la bandera de enganche, y enrolando por la fuerza a muchos individuos de condición inferior que no tenían ocupación conocida, consiguió completar un refuerzo de ciento cincuenta soldados que partieron para el sur a principios de noviembre.

Lazo de la Vega quedó todavía en Santiago haciendo sus últimos aprestos, y tratando siempre de llevar a la campaña el mayor número de gente que le fuera posible reunir. Proponíase hacer ese verano una entrada en el territorio enemigo y llegar hasta la Imperial para infligir a los indios un castigo tremendo. Esta resolución produjo en la capital una gran alarma. Creíase que el Gobernador iba a acometer una empresa muy superior a las fuerzas y recursos con que contaba, y que se exponía inconsideradamente a sufrir un desastre que podía producir la ruina completa de la colonia. La Real Audiencia juzgó que debía hacer oír su voz en esas circunstancias. El 20 de noviembre, estando Lazo de la Vega de partida para Concepción, el supremo tribunal pasó en cuerpo a la residencia de aquel alto mandatario y allí le representó los peligros de la proyectada campaña al interior del territorio enemigo.

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Después de una acalorada discusión, en que el Gobernador sostuvo su dictamen con la más resuelta energía, la Audiencia, creyendo hacer uso de sus atribuciones, extendió por escrito una protesta que, aunque moderada en la forma, hacía a aquél responsable ante el Rey de las calamidades que aquella campaña podía producir359. Las relaciones de esos dos poderes, del Gobernador y de la Audiencia, siempre difíciles y expuestas a rompimientos, tomaron desde ese día el carácter de la más marcada hostilidad.




6. Victoria de los españoles en la Albarrada: sus escasos resultados

Aquella expedición, sin embargo, tuvo que retardarse algunos meses. El Gobernador se hallaba en Concepción a principios de diciembre, y comenzó por ocuparse en el despacho de los asuntos administrativos y en hacer reparar algunos de los fuertes de la frontera. Dio el cargo de maestre de campo general del reino a don Fernando de Cea, soldado de gran experiencia en aquellas guerras, que vivía entonces separado del servicio militar, y le ordenó que fuera a situarse a la plaza de Arauco, cuya defensa inspiraba los mayores recelos. En efecto, no sólo se sabía que los indios de guerra se preparaban para renovar las hostilidades con mayor empuje sino que muchas de las tribus vecinas que se decían sometidas a los españoles, estaban dispuestas a tomar las armas. El maestre de campo dispuso diversas correrías en los campos inmediatos, tomó algunos prisioneros y adquirió la convicción de que el peligro de que se tenía noticia era real y efectivo. Los caudillos Lientur y Butapichón, ayudados por otro indio principal de Elicura, llamado Quempuante, reunían un ejército de siete mil guerreros, y sus partidas exploradoras se adelantaban hasta las inmediaciones de la plaza de Arauco para recoger noticias y para inquietar a los españoles. Todo hacía presumir que aquellos lugares iban a ser teatro de graves y trascendentales sucesos.

Advertido de todo esto, el Gobernador se trasladó también a la plaza de Arauco. Redoblando la vigilancia, adquirió más completas noticias acerca de los proyectos del enemigo. Convencido así de que en breve tendría que resistir un ataque formidable, se preparó activamente para resistirlo, reconcentrando, al efecto, en aquella plaza todas las fuerzas de que le era permitido disponer. Llamó a su lado las tropas de caballería de la división que estaba acantonada en Yumbel, y reunió de diversos puntos todos los indios auxiliares que podían inspirarle absoluta confianza. El 11 de enero de 1631, teniendo al enemigo casi a la vista, pasó revista a sus tropas y contó ochocientos soldados españoles y setecientos indios amigos360. «El resto de aquel día, dice el historiador Tesillo, se gastó en otro ejercicio más loable, pues se confesaron todos con pía y santa devoción, ocupándose en esto ocho religiosos y clérigos que allí se hallaron, y la mañana siguiente hubo comunión general, acción tan católica como tuvo el logro el que puso sus esperanzas en Dios y en la intercesión de la Virgen María, su soberana madre. Verdaderamente, exclama más adelante, que la causa de los españoles es la causa de Dios». El Gobernador, contra el parecer de algunos de sus   -226-   capitanes, estaba resuelto a no dejarse sitiar en Arauco, y a presentar batalla en campo abierto en las inmediaciones de la plaza.

Los indios, entretanto, se acercaban a ella. Cuéntase que por desavenencias entre sus caudillos, Lientur, que por algunos augurios creía que la campaña iba a serle desastrosa, se separó de los suyos con dos mil guerreros. Butapichón y Quempuante no desistieron por esto de sus propósitos: continuaron su marcha hacia Arauco, y en la noche del 12 de enero llegaron hasta la muralla de los cuarteles españoles. Pero en vez de empeñar un combate nocturno que probablemente les habría dado la victoria, prefirieron esperar hasta el día siguiente, tanta era la confianza que abrigaban en el número y en la calidad de sus tropas. Lazo de la Vega, que imprudentemente se atrevió a salir con una pequeña escolta a reconocer al enemigo, volvió luego a la plaza seguro de que la batalla sería inevitable al día siguiente. Los indios, por su parte, se limitaron aquella noche a poner fuego a las rancherías de todos los campos inmediatos, como si por estas destrucciones quisieran anunciar a los defensores de Arauco su presencia en esos lugares.

Antes de amanecer el siguiente día, 13 de enero, Lazo de la Vega sacaba sus tropas de los cuarteles, y con las primeras luces del alba, las tendía ordenadamente sobre una loma llana denominada de Petaco, desde donde se divisaban los espesos escuadrones del enemigo. Los indios auxiliares echaron pie a tierra para apoyar con sus picas a la infantería española. Al mismo tiempo que ésta rompía sus fuegos de arcabuz, la caballería, mandada personalmente por el maestre de campo, daba una vigorosa carga. «Ejecutose con resolución, dice un testigo ocular; pero fue tan grande la resistencia del enemigo, que sin poderlo romper, ni aun obligarlo a ningún movimiento, se halló forzada nuestra caballería a volver con desairados remolinos casi hasta nuestra retaguardia, y casi a espaldas vueltas, con que quedó todo a disposición de la fortuna». El Gobernador, que había quedado atrás para defender su ejército de un ataque por la retaguardia, temió que aquel primer fracaso pudiera convertirse en un desastre general, y poniéndose a la cabeza de los ciento cincuenta hombres que formaban su reserva, compuesta en su mayor parte de oficiales reformados, embiste denodadamente sobre el enemigo. Su ejemplo y su palabra alentó a los suyos. La caballería española, un momento desordenada, vuelve a reunirse, y carga a los indios con nuevo ímpetu haciéndolos vacilar y luego retroceder. A espaldas de éstos se extendían unos pantanos a que los españoles daban el nombre de Albarrada. En ellos se atollaron los caballos de los primeros grupos de indios que iniciaban su retirada. Los otros pelotones que los seguían, obligados a dividirse para salvar ese obstáculo, comenzaron a dispersarse en todas direcciones. Mientras la infantería española mantenía sus fuegos, la caballería, repuesta de su primera perturbación y bien ordenada, emprende la implacable persecución de los bárbaros, acuchillándolos sin piedad, y apresando a los que no oponían resistencia. Se hace subir a 580 el número de los cautivos cogidos ese día y a 812 el de los indios muertos en la batalla y en la fuga361. Los españoles, además, tomaron un número muy considerable de caballos   -227-   quitados al enemigo o abandonados por éste, al paso que la victoria les costaba sólo pérdidas muy insignificantes, algunos soldados heridos y un indio auxiliar muerto en la pelea.

Esa victoria que, sin duda, era la más importante que jamás hubieran conseguido los españoles en Chile, debía naturalmente alentar su orgullo y sus esperanzas de llevar a término la guerra. En la misma mañana, Lazo de la Vega regresaba en triunfo a sus «cuarteles de Arauco a dar gracias a Dios de aquel suceso, y llegó a tiempo, dice el historiador Tesillo, que se pudo decir misa, hubo procesión general y cantose el Te Deum laudamus en hacimiento de gracias». No fueron menores las fiestas y regocijos en las otras ciudades del reino. El aviso del Gobernador, traído por el capitán don Fernando de Bustamante en sólo cuatro días de viaje, llegó a Santiago al amanecer del 17 de enero, y dio lugar a las demostraciones del mayor contento. Terminadas las funciones religiosas con que se celebraba aquella victoria, se reunió el Cabildo el 24 de enero para tomar algunos acuerdos. En albricias de tan prósperas noticias, los capitulares obsequiaron de su propio peculio 250 pesos al capitán Bustamante, y otros 300 los oidores de la Real Audiencia. «Y siendo muy justo, dicen los cabildantes, se muestre esta ciudad agradecida a su señoría (el Gobernador) y se le haga un pequeño servicio, acordaron se le compre un buen caballo y se le presente a nombre de esta ciudad y en agradecimiento de lo mucho que se le debe por su mucho cuidado, y que el caballo sea el de Jusepe León, que es el mejor que hay, y se concertó en 350 pesos, y que se lo envíe el procurador»362.

En el Perú se celebró también con gran aparato la victoria de la Albarrada. Lazo de la Vega había despachado un buque para llevar la noticia al Virrey, enviándole, a la vez, sesenta indios prisioneros para que sirviesen en las galeras del Callao. «Llegó a Lima el aviso, dice el historiador Tesillo, y recibiole el Virrey con el regocijo que merecía. Divulgose por aquella ciudad la novedad, y creció en ella la alegría general. Júntase en palacio la Real Audiencia para dar la enhorabuena al Virrey; mas él, con santo y religioso celo, se fue con la misma Audiencia a la catedral a dar las gracias a quien tan piadosamente lo dispuso, y mandó escribir cartas a todas las ciudades del reino para que hiciesen en ellas los mismos rendimientos de gracias; y pareciendo conveniente que aquellos cautivos que había remitido el Gobernador para las galeras del Callao viesen el concurso de la ciudad de Lima, se trajeron a ella y se metieron en la plaza mayor, donde el número de gente que acudió a la novedad era notable, y había también un escuadrón de gente de guerra que los recibió con salvas de arcabuces y mosquetes, no por hacerles esta honra sino porque se admirasen de ver en todas partes escuadrones de españoles». La fama alcanzada por Lazo de la Vega después de aquella victoria se extendió por todas las colonias españolas, dando origen a que se celebrara ese suceso casi como el término de una guerra que costaba al Rey tan grandes sacrificios.

Sin embargo, la batalla de la Albarrada, por más que hubiese sido una derrota desastrosa de los indios, no merecía por las consecuencias que tuvo, que se le tributasen tales honores. La guerra que sostenían aquellos bárbaros no podía terminarse con una ni con varias derrotas.   -228-   Volvieron a sus tierras confundidos y descalabrados; pero una vez lejos del alcance de sus perseguidores, los abandonó el pánico y comenzaron a prepararse de nuevo para otras correrías. Lazo de la Vega parecía comprender la verdad acerca de su situación y, por eso después de su victoria, se abstuvo cuidadosamente de mandar perseguir a los fugitivos al interior de sus tierras, temeroso de las emboscadas en que podían caer sus tropas.

Pero el Gobernador no quiso dejar pasar el verano sin acometer alguna otra empresa. El 20 de enero había reconcentrado una gran parte de su ejército en la ribera sur del Biobío, al pie del cerro de Negrete, donde los españoles habían tenido un fuerte, situado pocas leguas al oriente de la plaza de Nacimiento. Desde allí se adelantó con sus tropas por el valle central al interior del territorio enemigo, pasando más allá de Purén y de Lumaco, sin hallar por ninguna parte gentes armadas contra quienes combatir. Los indios de esta región, advertidos de los movimientos del Gobernador, se habían dispersado en todas direcciones para evitar una batalla que podía serles funesta; pero todo dejaba comprender que ahora, como en las otras ocasiones en que habían empleado la misma táctica, su propósito era el de mantenerse en constante estado de guerra. Lazo de la Vega estableció su campo a orillas del río Coipu (o Colpi), uno de los afluentes del Cautín, y desde allí dispuso que el sargento mayor Fernández de Rebolledo, a la cabeza de toda la caballería y de los indios amigos, fuera a hacer una maloca en los campos vecinos a la destruida ciudad de la Imperial. En estas correrías tampoco hallaron resistencia los españoles; pero consiguieron apoderarse de unos ciento cincuenta indios que apresaron como cautivos y, sin duda, habrían podido hacer una presa más considerable si no se hubieran hecho sentir en sus filas la discordia y la desorganización. Después de una campaña de cerca de dos meses completos, en que no se consiguió más que este mezquino resultado, el ejército daba la vuelta a sus acuartelamientos de la frontera del Biobío a mediados de marzo.




7. Largo litigio entre la Audiencia y el Gobernador por querer éste obligar a los vecinos de Santiago a salir a la guerra

Esta campaña que, con pequeña diferencia de accidentes, era la repetición de las que habían hecho otros gobernadores, vino a fijar las ideas de Lazo de la Vega sobre los medios de llevar a cabo la conquista. Se convenció de que los indios de Chile no podían ser sometidos sino por un sistema de poblaciones sólidamente asentadas dentro de su territorio. Para ello necesitaba de más gente y de mayores recursos que aquéllos de que podía disponer. Creyendo que las cartas en que pedía al Rey el envío de nuevos socorros, serían ineficaces en la Corte para obtenerlos, Lazo de la Vega tenía resuelto despachar un emisario encargado de estas gestiones. Su elección recayó en don Francisco de Avendaño, caballero principal de Concepción, al cual hizo proveer de los poderes convenientes de todas las ciudades del reino363. Su misión tenía por finalidad dar cuenta al Rey del estado de la guerra y reclamar auxilios de armas y de tropas, para darle término en dos años más, y la regularización en el pago del situado, que sufría atrasos considerables, y de ordinario descuentos y reducciones. Don Francisco de Avendaño partió para España en los primeros días de abril de 1631.

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Razonablemente no debía esperarse que aquella misión produjese los resultados que buscaba el gobernador de Chile. La situación de España en esos momentos era tal que el Rey no podía prestar a sus colonias socorros de ninguna naturaleza. Las costosas guerras europeas y las dilapidaciones de la Corte, habían empobrecido el tesoro real de manera que el gobierno de la metrópoli vivía rodeado de angustias y de penurias. Haciendo valer sus servicios y los de sus mayores, don Francisco de Avendaño obtuvo para sí el gobierno de Tucumán; pero en sus diligencias en favor del reino de Chile, fue mucho menos afortunado, como lo veremos más adelante364.

Después de la partida de este emisario, el Gobernador se contrajo durante dos meses a dictar diversas providencias militares para moralizar sus tropas, repartirles sus pagas y reparar los fuertes de la frontera. Aprovechando enseguida la benignidad del invierno, que fue ese año excepcionalmente templado, se puso en viaje para Santiago el 14 de junio, y entraba a esta ciudad quince días más tarde en medio del ostentoso recibimiento que le tenían preparado el Cabildo secular y el eclesiástico, aclamándolo «restaurador de la patria», en recuerdo de la gran victoria que había alcanzado sobre los indios. Pero Lazo de la Vega volvía a la capital no para gozar de este triunfo sino para preparar nuevos aprestos con que continuar la guerra en la primavera próxima. Resuelto a hacer cumplir las órdenes gubernativas, en lo concerniente al servicio militar que consideraba obligatorio, decretó la prisión de los vecinos de Santiago que contra su mandato se habían resistido a salir a campaña el año anterior. Sur órdenes, cumplidas con todo rigor y sin miramientos por la posición encumbrada de algunos individuos, produjeron en la ciudad una excitación fácil de comprenderse.

Esta cuestión, que había comenzado a arreglarse por la vía administrativa, se complicó extraordinariamente por la intervención del Poder Judicial. Uno de los presos, llamado don Antonio de Escobar, vecino de Santiago muy emparentado en la ciudad, recurrió a la Audiencia y obtuvo de ella que se le pusiera en libertad. Pero esta resolución, lejos de dar término al conflicto, no hizo más que enardecer las pasiones y suscitar mayores dificultades y competencias. El Rey, al eximir a los vecinos encomenderos de la obligación de salir a la guerra, había declarado expresamente que no se les debiera compeler «sino en casos forzosos y que no se pudiesen excusar». La Audiencia sostenía que era ella quien debía calificar esta necesidad; el Gobernador por su parte, defendiendo sus prerrogativas de director de la guerra, creía que estaba en sus atribuciones el señalar las circunstancias en que el servicio militar debía hacerse obligatorio, y que aquéllas por que atravesaba el reino en esos momentos, justificaban esta medida. El negocio se trató con gran calor por ambas partes. Se levantaron por uno y otro lado largas y prolijas informaciones, y tanto el Gobernador como   -231-   la Audiencia pidieron al virrey del Perú y al rey de España que decidiesen la contienda que tenía agitados todos los ánimos365.

III. PERSONAJES NOTABLES (1600 A 1655)

III. PERSONAJES NOTABLES (1600 A 1655)

1. Juan Jaraquemada. 2. Don Cristóbal de la Cerda Sotomayor. 3. Don Pedro Osores de Ulloa. 4. Don Lope de Ulloa. 5. Don Francisco de Borja, príncipe de Esquilache. 6. Licenciado Hernando talaverano. 7. Don Francisco de Alava y Nurueña.

 
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Pero esa resolución debía tardar algunos meses, y mientras tanto la competencia suscitada por el supremo tribunal dio origen a serias dificultades cuando el Gobernador quiso salir nuevamente a campaña. En septiembre de ese mismo año de 1631 se recibieron en Santiago noticias favorables de la frontera. El maestre de campo, don Fernando de Cea, había sabido por sus espías el paradero del caudillo Quempuante en el valle de Elicura, y preparando en la plaza de Arauco una columna de cuatrocientos hombres entre españoles e indios, salió apresuradamente en su busca en los primeros días de septiembre. Por más diligencia que se   -232-   puso para sorprenderlo en las rancherías que ocupaba, Quempuante logró escaparse al bosque vecino; pero habiendo reunido unos cincuenta indios de su tribu, volvió sobre los enemigos y sostuvo durante media hora, y con un arrojo extraordinario, un desigual combate en que al fin fue vencido y muerto por los indios auxiliares que acompañaban al maestre de campo. Después de este desastre, los bárbaros designaron un nuevo jefe, y reunidos en una borrachera, se proponían continuar la guerra, cuando fueron sorprendidos por los españoles y dispersados con pérdida de muchos muertos y de algunos cautivos366. Pocas semanas más tarde se anunciaba igualmente en Santiago que había llegado a Concepción un refuerzo de 240 hombres enviados por el virrey del Perú con buena provisión de armas y municiones. Pero si estas noticias dejaban ver que los negocios de la guerra no tenían por entonces mal aspecto, se supo también que el incansable Butapichón, haciendo un llamamiento general a las tribus del interior, había reunido un gran ejército y se preparaba para dar nuevo impulso a las hostilidades. Los jefes civiles y militares que mandaban en la frontera, hacían subir a ocho mil hombres las fuerzas del enemigo, y se mostraban alarmados e inquietos ante este peligro.

Lazo de la Vega creyó que aquella situación lo autorizaba para exigir nuevamente el apoyo de los vecinos de Santiago. En efecto, representó al Cabildo que el ejército de la frontera estaba muy aminorado en su número, que el refuerzo enviado por el virrey del Perú era compuesto de hombres poco aptos para la guerra, y que era indispensable que los habitantes de la capital acudiesen en esos momentos a la defensa del reino. En acuerdo de 18 de noviembre, el cabildo de Santiago, después de discutir este negocio con notable moderación, resolvió negar al Gobernador los auxilios que pedía. Expúsole que en la ciudad no había entre vecinos y moradores más que escasamente unos trescientos hombres que por su edad de quince a sesenta años pudiesen salir a campaña; y que después de lo resuelto por la Audiencia, no le era posible designar cuáles de ellos debían acompañar al Gobernador a la guerra. La Audiencia, por otra parte, agregaba el Cabildo, tenía mandado que todos los vecinos estuviesen apercibidos para defender el reino contra los ataques de los corsarios holandeses, que podían aparecer un día u otro367, y la ciudad contra los mil y quinientos indios   -233-   de servicio y los dos mil negros que había en ella. Los capitulares, fundando su negativa en estas razones creían, además, que el peligro de que hablaba el Gobernador, había sido muy exagerado; y que el refuerzo de tropas que había llegado del Perú bastaba para remontar el ejército de la frontera y ponerlo en situación de resistir con ventaja a los indios, sobre todo después de los repetidos desastres que éstos habían sufrido en los últimos meses»368. El Gobernador tuvo que resignarse por entonces a no poder contar con el contingente de tropas que esperaba sacar de Santiago.

Pero aquel estado de cosas no podía durar más largo tiempo. La resistencia que el supremo tribunal oponía a la acción del Gobernador era una causa de perturbaciones y de discordias que minaban su autoridad y que debían inquietar al gobierno de la metrópoli. El virrey del Perú, después de consultar con la real audiencia de Lima el litigio que sostenían las autoridades de Chile, resolvió por auto de 8 de marzo de 1632 que era el Gobernador a quien correspondía calificar las circunstancias en que era lícito compeler a los vecinos al servicio militar. El Rey, por cédula de 30 de marzo de 1634, confirmó esta declaración. Así, después de algunos meses de altercados y competencias que habían agitado extraordinariamente la opinión, se halló Lazo de la Vega provisto de la suma de poderes necesarios para utilizar en la guerra todos los recursos del país. En honor suyo debe decirse que no usó de esta ampliación de sus atribuciones para vengarse de sus adversarios ni cometió aquellas violencias y atropellos que no fueron raros bajo la administración de otros gobernadores.




8. Nueva campaña de Lazo de la Vega contra los indios

Cuando llegó a Chile la resolución del Virrey, estaba el Gobernador de vuelta de una nueva expedición al territorio enemigo. Saliendo de Santiago el 20 de noviembre de 1631, Lazo de la Vega llegaba el 7 de diciembre al campamento de Yumbel donde sus capitanes tenían sobre las armas y listo para entrar en campaña un ejército de mil ochocientos hombres entre españoles e indios. A la cabeza de esas tropas se puso en marcha para el sur; y sin contrariedades de ningún género, ni hallar enemigos a quienes combatir, avanzó hasta Curalaba, lugar situado entre Lumaco y la Imperial, y teatro de la catástrofe en que había perecido el gobernador Óñez de Loyola treinta y cuatro años antes. Como militar prudente y experimentado, Lazo de la Vega había introducido en las marchas y en los campamentos de sus tropas todo el orden y toda la regularidad para ponerlas a cubierto de las sorpresas y ardides del enemigo. Evitaba las correrías de pequeños destacamentos desprendidos de su ejército, prohibía severamente que los soldados se apartasen de las filas durante la marcha y tomaba las precauciones necesarias al llegar al campamento en que debía dar a sus soldados algunas horas de descanso o en que pensaba pasar la noche. En Curalaba se acuarteló convenientemente con su infantería y despachó al sargento mayor Fernández de Rebolledo con la caballería a perseguir al enemigo en los campos vecinos.

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Esta comisión fue desempeñada con todo felicidad. Después de destruir muchos sembrados de los indios, de quemarles más de ciento cincuenta ranchos y de causarles otros daños, Fernández de Rebolledo volvió a reunirse con el Gobernador, trayéndole seis mil cabezas de ganado y doscientos cincuenta cautivos de todas edades. Contra el parecer de algunos capitanes que querían dar la vuelta al norte después de estas primeras correrías, Lazo de la Vega pasó adelante con sus tropas, y el 24 de diciembre acampó a media legua del sitio en que se había levantado la ciudad de la Imperial. Desde allí se fueron quemando los sembrados y chozas de los indios, arrebatándoles sus ganados y esparciendo por todas partes el terror y la desolación. Como el enemigo no se presentara por ninguna parte, el Gobernador le tendió celadas para atraerlo a combate y, aun, dispuso que su maestre de campo don Femando de Cea pasase con mil hombres el río Cautín a atacar una junta de indios que, según los avisos que se le daban, se reunían allí para organizar la resistencia. Tampoco se consiguió con esta expedición un resultado más decisivo. El maestre de campo no halló enemigos contra quienes combatir, y se limitó a ejecutar en esos lugares las destrucciones de chozas y sembrados con que se pretendía aterrorizar a los indios.

Habiendo rescatado a algunos de los españoles que vivían en aquellos lugares, el Gobernador dio la vuelta al norte, y se hallaba en sus cuarteles en los primeros días de enero de 1632. Pero, aunque aquella campaña había sido dirigida con toda prudencia y ejecutada con acierto y sin que costara la vida de un solo hombre, ella no importaba otra ventaja que las destrucciones ejercidas en el territorio enemigo. Los indios, lejos de dejarse abatir por ellas, se mostraban rabiosos y siempre resueltos a mantenerse en el estado de guerra. Lazo de la Vega pudo confirmarse en su convicción de que esas expediciones no lo harían dueño más que del territorio que ocupase con sus tropas, siempre que éstas fuesen bastante considerables para que los indios no se atreviesen a atacarlas. En efecto, apenas hubo llegado a sus cuarteles, supo que los indios volvían de nuevo a los mismos territorios que acababa de recorrer con su ejército, y que se mantenían en pie de guerra dispuestos a aprovechar cualquier ocasión favorable para repetir sus hostilidades. El Gobernador se vio obligado a ocupar sus tropas todo ese verano en diversas expediciones a Elicura y a Purén, sin otros resultados positivos que la captura de algunos prisioneros y la repetición de otras devastaciones en el territorio enemigo.

Su atención fue, además, distraída por cuidados de otro orden. Se había anunciado con particular insistencia la próxima reaparición de los holandeses en nuestras costas; pero, aunque éstos, empeñados esos años en establecerse en el Brasil, no intentaron por entonces empresa alguna en el Pacífico, fue necesario dictar muchas medidas de vigilancia en todo el litoral. Hízose, además, sentir una epidemia desconocida que atacó a casi todo el ejército, sin causar muchas muertes, pero complicando las operaciones militares369. Mayores inquietudes procuraron al Gobernador y a los habitantes de Chile las noticias que en esos meses de   -235-   verano llegaron del otro lado de las cordilleras. Los indios calchaquíes, pobladores de la región de Tucumán, se habían sublevado y tenían en grandes aprietos a don Felipe de Albornoz, Gobernador de esa provincia. El virrey del Perú, al paso que le hacía enviar auxilios desde Charcas, encargaba a Lazo de la Vega que le socorriese desde Chile. Informado éste, además, de que la insurrección de los indígenas comenzaba a cundir a la provincia de Cuyo, sometida a su jurisdicción, se vio en el caso de desprenderse de algunos de sus recursos para conjurar ese peligro. «He hecho, escribía al Rey, las prevenciones a que este reino da lugar, enviando a los encomenderos de ella (la provincia de Cuyo) a servir sus vecindades y a los justamente impedidos obligándoles a tener escudero con pena a los que faltaren, de perdimento de sus feudos. He proveído de armas y municiones, y he enviado alguna gente suelta y dado orden que una compañía de infantería que se conducía para esta guerra, que tenía doce soldados hechos, los elevasen a cuarenta y fuesen a cargo de un capitán reformado, de experiencia que saqué para este efecto del ejército, de manera que desde aquí he proveído todo cuanto he podido. Y, aunque conozco que el aprieto es para mayor diligencia, aguardando el situado del año pasado, no me he puesto en camino a disponer el reparo de aquella provincia, porque dista del paraje en que me hallo más de ciento treinta leguas»370. La insurrección de los indios calchaquíes, terrible y amenazadora en sus principios, fue reprimida antes de mucho tiempo, pero mantuvo inquietos y preocupados durante algunos meses a los gobernantes de Chile.

Aquellos acontecimientos, así como la necesidad de desarmar las maquinaciones y trabajos de la Real Audiencia para presentarlos ante el Rey bajo una luz desfavorable, obligaron a Lazo de la Vega a anticipar su vuelta a la capital. «Después de haber escrito a Vuestra Majestad decía en carta de 25 de mayo de 1632, y dado cuenta de todo lo que se ofreció, la doy ahora de esta ciudad (Santiago) donde mi breve bajada fue importantísima al servicio de Vuestra Majestad así para la formación de socorros que he enviado para el remedio del intento de alzamiento de la provincia de Cuyo, jurisdicción de este gobierno, como por muchas otras cosas que forzosas requerían mi asistencia, a que también he dado forma, habiendo pedido mi venida por sus cartas con mucho aprieto los cabildos, religiones y personas de calidad»371. Pero en Santiago halló la resolución del virrey del Perú de que hemos hablado más atrás, que ponía término a las competencias con el supremo tribunal y que robustecía los poderes del Gobernador para atender a las necesidades de la guerra.





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