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Hemos consagrado algunas páginas a la descripción de las costumbres de los indios chilenos no por satisfacer un vano interés de curiosidad sino por la importancia que este estudio tiene ante la ciencia social. Obedeciendo a un pensamiento profundamente filosófico, se trabaja en nuestros días por construir sobre hechos bien estudiados, la historia del camino que han seguido las agrupaciones humanas para alcanzar al desarrollo intelectual y moral en que se encuentran las sociedades más adelantadas. Este estudio, al cual sirve de ejemplo comprobativo la observación de las costumbres, de las ideas y de las preocupaciones del los pueblos bárbaros, ha producido los resultados más sorprendentes para reconstruir la historia de la civilización, de la industria y de las ideas morales.

Creemos, por esto, que nuestro cuadro, aunque sumario y quizá incompleto, pero que contiene las noticias auténticas que nos han dejado los mejores observadores, puede ser de alguna utilidad para los que estudian seriamente la historia del desenvolvimiento de la humanidad; y que era tanto más necesario bosquejarlo cuanto que en la mayor parte de las obras de conjunto que conocemos sobre esta materia, sólo hemos encontrado datos deficientes o equivocados acerca de los indios chilenos.

Estos indios, a pesar de la reputación que les ha dado el poema de Ercilla, no han sido el objeto de ninguna monografía completa, como la del padre Gumilla sobre los indios del Orinoco, que por incidencia hemos citado anteriormente, como la del padre Dobrizhoffer sobre los indios del Paraguay, Historia de abiponibus, Viena, 1784, como la de James Adair sobre los indios de América del Norte, The history of the American indians, Londres, 1774, o como otros libros que no tenemos para qué citar. Pero si nos falta un estudio de ese género, tenemos esparcidos en muchos escritos y documentos noticias suficientes para conocer de una manera más o menos cabal la vida y costumbres de los antiguos habitantes de nuestro suelo. Al pie de las páginas que hemos consagrado a este asunto, hemos citado muchas de esas autoridades. En esta nota vamos a analizar ligeramente las principales de ellas.

En orden cronológico, ocupa el primer lugar el maestre de campo Alonso González de Nájera, inteligente soldado español que sirvió en la guerra de Chile durante siete años, de 1601 a 1608. Vuelto a Europa, escribió un libro titulado Desengaño i reparo de la guerra de Chile, que se conservó inédito por más de dos siglos, y que sólo ha visto la luz pública en 1866. Forma el tomo 48 de la importante Colección de documentos inéditos para la historia de España, publicada bajo la dirección del marqués de Miraflores y de don Miguel Salvá. En ese libro, Nájera proponía un plan de campaña para reducir a los indios de Arauco; pero viendo que en España se tenían noticias muy equivocadas sobre Chile, sus habitantes y los sucesos de su guerra, creyó que debía comenzar su obra por describir el país y por dar a conocer a los indios que defendían su independencia. Para la posteridad, ésta es la parte más importante de su libro, porque su cuadro contiene noticias que no hallamos en otro lugar, y que aquí,   —93→   como en muchas otras páginas de nuestra historia, nos han sido de gran utilidad. Nájera es un observador inteligente y juicioso y, aunque algo difuso, es un escritor sumamente claro y bastante noticioso. No creemos necesario extendernos más aquí en dar noticias del autor y de su libro, que el lector hallará en un artículo que sobre la materia publicamos en la Revista de Santiago de 1873, p. 425 y ss.; pero sí debemos agregar una indicación de carácter puramente bibliográfico.

Hemos dicho que la obra de Nájera permaneció inédita hasta 1866. Sin embargo, en el siglo XVII se publicó, sin fecha ni lugar de impresión, un opúsculo de 16 hojas que lleva este título: El quinto y sexto punto de la relación del Desengaño de la guerra de Chile por el maestre de campo Alonso González de Nájera. Tenemos a la vista este opúsculo, impreso, sin duda, a muy pocos ejemplares, y su examen nos deja ver que era una especie de prospecto de la obra manuscrita que sólo vio la luz pública en 1866. Contiene únicamente dos fragmentos de ésta: el primero que ocupa las pp. 213-223 y el segundo, las pp. 161-172 de la edición de Madrid, con muy ligeras modificaciones y con un índice o sumario final de las materias que debía tratar la obra. Estas circunstancias nos han hecho creer que este rarísimo opúsculo fue dado a luz en vida del autor y como anuncio de una obra que no alcanzó a publicarse entonces por causas que desconocemos.

La segunda autoridad, también en orden cronológico, es El cautiverio feliz, de don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, que dimos a luz en 1863 en el tomo III de la Colección de historiadores de Chile con una biografía del autor y con un juicio de su obra. Prisionero de los indios en 1629 durante algunos meses, envejecido después en el servicio de la guerra de la frontera, pudo describir las costumbres de aquéllos con gran conocimiento de causa. No es éste el lugar de repetir lo que ya hemos dicho en otra parte sobre el mérito de la obra de Bascuñán ni de adelantar lo que tendremos que decir al hablar de aquella guerra, pero sí debemos prevenir al lector una observación que puede serle útil. Bascuñán había leído a algunos poetas de la Antigüedad, y creía como cosa verdadera los cuentos de la edad de oro de las sociedades primitivas, donde sólo habrían reinado las sencillas virtudes, la lealtad, la pureza y la honradez. Habiendo conocido personalmente a los indios, observándolos groseros, feroces, falsos, embusteros y ladrones, se persuade y, aun, trata de probarlo, de que estos vicios eran nuevos en ellos, y de que los habían adquirido después de la Conquista. Bascuñán, que es un escritor de cierto talento, es uno de los muchos autores que ofrece tantos ejemplos a la historia de las letras, que por poseer una ilustración defectuosa e incompleta, se han dejado extraviar por sus propios conocimientos literarios. Con menos lecturas, Bascuñán habría descrito sencillamente lo que vio, y nos habría legado un libro más verdadero y menos pesado por sus pedantescas digresiones, recargadas de citas de antiguos escritores o de padres de la Iglesia, que no tienen nada que ver con la cuestión de que se trata.

Más concreto y ordenado, a la vez que más verdadero, es el cuadro de la vida de los indios que nos ha dejado el padre jesuita Diego de Rosales en el libro primero de su extensa Historia jeneral del reino de Chile, escrita en la segunda mitad del siglo XVII, y publicada por primera vez en 1877-1878 por el celo de don Benjamín Vicuña Mackenna. En el curso de nuestra historia, tendremos que apelar muchas veces a la autoridad del padre Rosales, y dar noticias acerca de su obra. Por ahora nos limitaremos a decir que, a nuestro juicio, los capítulos que destina al estudio de las costumbres de los indios, aunque podrían ser más completos en ciertos detalles y menos difusos en el estilo, son de los mejores de este libro. Misionero largo tiempo entre los indios, conociendo su vida y su lengua, el padre Rosales, sin poder desprenderse de los principios y de las preocupaciones de un español del siglo XVII, ha trazado un cuadro que no puede estudiarse sin provecho.

El padre jesuita Miguel de Olivares, que escribía a mediados del siglo XVIII su Historia militar, civil i sagrada de Chile, destinó a la vida de los indios siete capítulos de su primer libro. Aunque menos completo que el del padre Rosales, el bosquejo que nos ha dejado Olivares revela en muchas partes observación directa y personal, y es de una indisputable utilidad, como hemos creído demostrarlo citando frecuentemente su autoridad al pie de nuestras páginas. Tanto esta obra como otra historia de los jesuitas en Chile, que habrá de servirnos más adelante, han sido publicadas por nosotros en los tomos IV y VII en la Coleccion de historiadores de Chile.

Pero el estudio más filosófico que se ha hecho de las costumbres de los indios chilenos se halla en la Historia civil del reino de Chile, del abate don Juan Ignacio Molina, donde ocupa muchos capítulos escritos con indisputable talento. Molina, sin embargo, no es un observador personal: utilizaba los pocos materiales que pudo reunir en Europa, sobre todo la obra manuscrita de Olivares y las noticias que podían suministrarle algunos misioneros confinados como él en Italia después de la expulsión de los jesuitas. El deseo de hacer la apología de su patria en el extranjero, lo llevó insensiblemente a suavizar el colorido de sus descripciones, presentando a los indios bajo una faz más lisonjera que la realidad. Su pintura, salvo algunos accidentes, es exacta en el fondo; pero en los detalles esos indios aparecen más cultos y casi podría decirse poetizados. Nosotros hemos creído un deber el ajustarnos más a la severa austeridad de la verdad histórica, y el examinar en esos indios ciertas manifestaciones de la vida salvaje que son de gran interés, y en que Molina no había fijado su atención.

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Posteriormente los indios chilenos han sido el objeto de otros estudios de más o menos mérito. Debemos mencionar en primer lugar La Araucania y sus habitantes, recuerdos de un viaje hecho a esa región por don Ignacio Domeyko, Santiago, 1845. Ese pequeño libro, de sólo 120 páginas, contiene además de una pintoresca descripción orográfica de todo el territorio chileno, una noticia animada del estado actual de los indios araucanos y de su manera de vida en el presente, y sirve en cierto modo para estimar las modificaciones que esas tribus han experimentado bajo el contacto secular con pueblos de una civilización más avanzada. Si el señor Domeyko no pudo conocer a los antiguos araucanos más que por lo que acerca de ellos dicen Ercilla y Molina, únicas fuentes de investigación en esa época, cuando aún no se habían descubierto y publicado las otras obras que citamos en esta nota, ha descrito por observación propia el estado presente de esos indios, de los cuales se formó una idea probablemente más ventajosa que la realidad. Su libro tuvo el honor de ser plagiado en cinco artículos de una revista francesa, La Politique Nouvelle, de 1851.

Después del libro del señor Domeyko, y en un rango inferior, debemos recordar un volumen de 335 páginas en 8º escrito por Mr. Edmond Reuel Smith, miembro de una comisión astronómica estadounidense que vino a Chile en 1849. Ese volumen publicado en Nueva York en 1855, lleva este título: The Aracunians; or notes of a tour among the indian tribus of southern Chili; y está formado por los apuntes de un viajero, de los cuales la mayor parte se refiere al estado presente de los indios no sometidos, y cuyas costumbres, sin embargo, se han modificado mucho con el trato de gentes civilizadas. El Rev. J. G. Wood, en el II tomo de su obra anteriormente citada (The uncivilized races of men) ha utilizado ampliamente aquel libro en los capítulos que consagra a los araucanos. Pero estos trabajos no pueden tomarse en cuenta para estudiar más que el presente estado social de esos indios.

Merece igualmente recordarse un pequeño opúsculo de 66 páginas en 8º, publicado en los Ángeles en 1868, con el título de Los araucanos y sus costumbres, y escrito con cierto talento descriptivo por don Pedro Ruiz Aldea, joven escritor chileno, muerto en edad temprana, que por haber nacido y vivido en los pueblos cercanos a la frontera araucana, pudo observar las costumbres de los indios. Ruiz Aldea, sin embargo, no ha distinguido en los hábitos y en las ideas de los bárbaros la parte que pertenece a su antigua civilización y la que es la obra del contacto con hombres más adelantados, y ha querido sólo anotar el estado actual de los indios araucanos. Por otra parte, dejándose apasionar por su terna, ha exaltado las buenas cualidades del indio, y sin alterar gravemente los hechos, lo presenta bajo una faz en cierto modo lisonjera, defecto común a muchos de los observadores modernos.

Después de escritas las páginas que preceden, se ha publicado entre nosotros un estudio mucho más completo y noticioso acerca de estos indios, con el título de Los aborígenes de Chile, de don José Toribio Medina, Santiago 1882, un vol. de 413 pp. en 4º. Entre los trabajos a que ha dado origen ese pueblo, éste es el primero en que se hallan agrupadas las noticias con el propósito que en nuestro tiempo sirvan de guía a las investigaciones de este orden, y en que se haya examinado los vestigios que nos quedan de su antigua industria, acompañando al texto con numerosas láminas litografiadas que reproducen muchos de esos objetos. El libro del señor Medina, sin poder llegar a conclusiones que hayan de tomarse como definitivas y a que no es posible arribar con los escasos elementos reunidos hasta ahora, es un ensayo que revela un estudio serio del asunto y que abre el camino a los trabajos de esta clase que apenas se inician en una gran porción de América.

 

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Vivien de Saint-Martin, Histoire de la géographie, París, 1875, Periode III, chap. I, p. 313.

 

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Óscar Peschel, Geschichte des Zeibalters der Entdeckungen (Historia del siglo de los descubrimientos), Stuttgart, 1858, 1 v. 8. Este libro, menos conocido de lo que debiera serlo, es un estudio sabio y magistral sobre las causas y el desenvolvimiento de los progresos geográficos de los siglos XV y XVI. Por la exactitud de sus noticias y por la seriedad de la investigación, puede colocarse al lado del Examen critique de l'histoire de la géographie du nouveau continent, del barón de Humboldt, sobre el cual tiene, sin embargo, la ventaja de ser más concreto y de estar expuestas las materias con más método y de una manera que facilita la consulta.

 

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Humboldt cita esta idea del famoso geógrafo francés D'Anville al comenzar la primera sección de Examen critique. Enseguida discute con gran erudición la historia de la geografía entre los antiguos y la influencia de éstos en los grandes descubrimientos del siglo XV. Puede consultarse también sobre este particular una erudita memoria de M. Ch. Jourdain titulada De l'influence d'Aristote et de ses interpretes sur la découverte du nouveau monde, París, 1861.

 

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La siguiente indicación bibliográfica dará a conocer mejor cuánto pudiéramos decir, cuál era la ignorancia en que, muchos años después de la invención de la imprenta, se vivía en los pueblos de Europa respecto de lo que pasaba en otros Estados. En 1532 se publicó en Basilea el Novus orbis regionum ac insularum veteribus incognitarum, conocido ordinariamente con el nombre de Simón Gryneus, que escribió el prefacio. Es una importante y valiosa colección de relaciones de viajes en que colaboraron grandes eruditos, Juan Huttich y Sebastián Munster, y en que los compiladores creían reunir todo lo que se sabía hasta entonces sobre los nuevos descubrimientos. Sin embargo, allí no se da cuenta del cuarto viaje de Colón ni de la famosa expedición de Magallanes, que diez años antes de la publicación del libro, había regresado a España después de dar la primera vuelta al mundo, y se llama a Vespucio primer descubridor del nuevo orbe. Aludiendo a Colón, que había muerto veintiséis años antes, se le da como «viviendo en España rodeado de grandes honores». La principal causa de esta incomunicación histórica y literaria de los pueblos europeos no era precisamente la escasez de publicaciones, puesto que las había en número suficiente para satisfacer la curiosidad de los hombres estudiosos de la época, sino la dificultad y, aun podría decirse, la imposibilidad que hasta entonces había para la transmisión de noticias y de libros.

Conviene advertir que en 1536, al hacerse en Basilea una nueva edición de la colección de Gryneus, que lleva en su portada la fecha de 1537, se reparó la más grave de las omisiones que señalamos, publicando al fin del libro, en las pp. 585-600, la relación del viaje de Magallanes escrita por Maximilianus Transylvanus.

 

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Las bulas de Alejandro VI, en que los españoles pretendieron fundar su derecho a la conquista de América, fueron expedidas el 3 y el 4 de mayo de 1493 y se completan en su significado la una a la otra. Han sido muchas veces publicadas. El lector puede hallarlas en su original (y traducida al castellano la segunda, que es la más importante) en el II tomo de la Colección de Navarrete, pp. 23-55, que tendremos que citar otras veces en el curso de este capítulo. Conviene, además, conocer una tercera, llamada «de extensión», que publica también Navarrete, traducida al castellano en las pp. 404-406 del tomo citado. Tiene la fecha de 25 de septiembre del mismo año de 1493. Parece que el objetivo de esta última bula fue el evitar las cuestiones que pudieran suscitarse entre españoles y portugueses si navegando en sentido opuesto llegaran a encontrarse en sus descubrimientos. Pero los términos de las letras de Alejandro VI son de tal manera vagos que no es posible hallarles a este respecto un sentido explícito. Lo que sí es claro en esta bula última es que el Papa fulminaba excomunión lata sententia contra todos los hombres que pasasen a las Indias a descubrir nuevas tierras o sólo a pescar sin el permiso de los reyes de España. Esas bulas son un documento importante para la historia del espíritu humano. «La política papal, en este género de cuestiones, reposaba esencialmente en este principio, que los paganos y los infieles no poseen legítimamente ni sus tierras ni sus bienes, y que los hijos de Dios tienen el derecho de quitárselos». J. W. Draper, Histoire du développement intellectuel de l'Europe, trad. Aubert, París, 1869, tomo III, p. 90.

Como documento geográfico, esas bulas tienen también una gran importancia para conocer el estado de la ciencia en ese siglo. Vamos a señalar sumariamente algunos de los errores que contienen. 1º. El Papa creía que las islas Azores y las del Cabo Verde están situadas en el mismo meridiano. 2º. Concede a los reyes de Castilla la propiedad de las tierras situadas al occidente y al mediodía de una línea extendida de uno a otro polo, determinación cosmográfica verdaderamente incomprensible desde que la línea tirada de un polo a otro no puede separar las regiones septentrionales de las meridionales. 3º. El Papa no parecía creer, a lo menos en el principio, en la esfericidad de la Tierra y, por lo tanto, no sospechaba que navegando los portugueses al oriente y los españoles al occidente, debían por fuerza encontrarse antes de mucho en el hemisferio opuesto. De aquí resultó que más tarde se diera a esas bulas un alcance que indudablemente no tenían en su principio, y que la línea divisoria se prolongara en forma de un meridiano completo que dividía la Tierra en dos hemisferios.

Por lo demás, las bulas del Papa, aunque siempre invocadas como título perfecto de posesión, no fueron nunca respetadas. Los españoles y portugueses, deseando regularizar sus derechos sobre títulos más sólidos, fijaron el año siguiente, por un tratado, una nueva línea de demarcación y, aun, a pesar de esta línea, los españoles ocuparon como primeros descubridores las Filipinas y las Marianas, que debían haber pertenecido a los portugueses, y no renunciaron a las Molucas sino mediante una indemnización pecuniaria que les pagó el rey de Portugal. Las otras naciones de Europa no hicieron más caso de las bulas pontificias. Los ingleses primero y luego los franceses, fueron a descubrir y conquistar una porción de los territorios que el Papa había concedido en dominio absoluto y exclusivo a los soberanos de Castilla.

 

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Maximilianus Transylvanus, De Molucis insulis, etc., Roma, 1523, relación capital para la historia del viaje de Magallanes varias veces reimpresa y traducida, e insertada, además, en la famosa colección de Ramusio y en la reimpresión de la de Gryneus. Navarrete ha publicado una antigua traducción castellana en el IV tomo de su Coleccion de los viajes i descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV, Madrid, 1837, p. 249 y ss. De esta traducción copio las palabras del texto.

 

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Los primeros años de la vida de Magallanes son bastante oscuros. No se sabe a punto fijo el lugar ni el año de su nacimiento. Los historiadores portugueses que han contado las guerras de la India y del África, lo nombran pocas veces, y siempre con cierto encono por haber pasado a prestar sus servicios al rey de España. De este sentimiento no pudieron sustraerse ni el gran historiador Juan de Barros en sus Décadas de Asia, ni el insigne poeta Camoens en sus Lusíadas (canto X). El lector encontrará todas las noticias que es posible recoger en los documentos y en los historiadores portugueses acerca de la primera parte de la carrera de este descubridor en el capítulo I de la Vida y viajes de Hernando de Magallanes, que publicamos en Santiago en 1864. Nuestro libro ha sido traducido al portugués por Fernando de Magallanes y Villas Boas y publicado por la Real Academia de Ciencias de Lisboa, 1881, 1 v. de 192 pp. en 8º; y el traductor le ha agregado un apéndice original en que es posible que haya adelantado la investigación sobre los primeros años de la vida de Magallanes; pero hasta el momento en que escribo estas páginas no he podido procurarme un ejemplar de esta traducción.

 

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El antiguo cronista Francisco López de Gómara en su Historia de las Indias, Medina del Campo, 1553, cap. 91, dice que Magallanes comenzó a tratar sobre sus proyectos con el cardenal Jiménez de Cisneros. Este error ha sido repetido por muchos escritores y entre ellos por don José Vargas Ponce, en la p. 180 de la relación de las expediciones al estrecho que acompaña al Viaje de la fragata Santa María de la Cabeza, Madrid, 1788; por el abate Amoretti, en la p. 29 de la introducción que puso el viaje de Pigafetta, y por Humboldt, en la p. 304, tomo I de su Examen critique. Magallanes llegó a Sevilla el 20 de octubre de 1517, y sólo inició sus negociaciones en la Corte en febrero de 1518, en la ciudad de Valladolid, si bien Juan de Aranda había escrito en su favor desde diciembre anterior. Mientras tanto, el cardenal Jiménez de Cisneros había muerto el 8 de noviembre de 1517.

Magallanes y Faleiro llegaron a Valladolid a mediados de febrero de 1518. El obispo de Burgos, don Juan Rodríguez de Fonseca, que hasta entonces había tenido gran influencia en la dirección de las expediciones marítimas, pero que en esos momentos se hallaba con menos valía, «como galera desarmada», según la pintoresca expresión de Bartolomé de Las Casas, presentó a Magallanes al gran canciller de Castilla, Juan Sauvage, caballero flamenco que gozaba de toda la confianza del nuevo soberano. «Yo me hallé aquel día y hora en la cámara del gran canciller, dice Las Casas; y hablando yo con el Magallanes, diciéndole qué camino pensaba llevar, respondiome que había de ir a tomar el cabo de Santa María, que nombramos el Río de la Plata, y de allí seguir por la costa arriba y así pensaba topar el estrecho. Díjele más '¿y si no halláis estrecho por dónde habéis de pasar a la otra mar?'. Respondiome que cuando no lo hallase irse ya por el camino que los portugueses llevaban... Este Hernando de Magallanes debía de ser hombre de ánimo y valeroso en sus pensamientos, y para emprender cosas grandes, aunque la persona no la tenía de mucha autoridad, porque era pequeño de cuerpo, y en sí no mostraba ser para mucho». Bartolomé de Las Casas. Historia de las Indias, Madrid, 1875, cap. 101, tomo IV, p. 377.

La presentación de Magallanes al Rey ha debido tener lugar un mes más tarde, al comenzar la segunda mitad de marzo, pero los dos autores del proyecto tuvieron poco después otras conferencias con el soberano en la ciudad de Zaragoza.

 

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La línea divisoria estipulada en Tordesillas correspondía muy aproximadamente al grado 48 de longitud oeste del meridiano de París. Tomando esta indicación como punto de partida y prolongando esa línea en torno del globo, iría a coincidir con el grado 132 de longitud este. Así, el Brasil, toda el África, la India, y las regiones y archipiélagos orientales, comprendiendo las Filipinas, las Molucas, una parte de Nueva Guinea y más de la mitad de Australia, formaban el lote que correspondía a Portugal.

Los cálculos cosmográficos de Faleiro y de Magallanes estaban pues, equivocados en más de cien leguas. Este error tiene una explicación muy sencilla. Hasta entonces se tenían noticias muy imperfectas sobre la situación de las Molucas. Se sabía sólo que estaban mucho más al oriente que Malaca. Agréguese a esto que si la astronomía náutica había hallado ya en esa época medios bastante seguros para designar la latitud de un lugar, la determinación de la longitud era poco menos que un problema irresoluble. «La determinación de las longitudes en el mar, dice un inteligente y erudito marino de nuestros días, debía ser durante tres siglos la desesperación de los astrónomos, y faltó poco para que fuese colocada, con el movimiento perpetuo y la cuadratura del círculo, entre las cuestiones irresolubles». Jurien de la Gravière, Les marins du XV et du XVI siècle, París. 1879, cap. I. tom. I, p. 21.