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ArribaAbajoCapítulo cuarto

Valdivia; su entrada a Chile. Fundación de Santiago (1539-1541)


1. Descrédito en que había caído el proyecto de conquistar Chile. 2. Pedro de Valdivia: Pizarro lo faculta para llevar a cabo esa conquista. 3. Trabajos y sacrificios de Valdivia para reunir y organizar las tropas expedicionarias. 4. Llega al Perú Pedro Sancho de Hoz con provisiones reales, y Valdivia se ve obligado a celebrar con él una compañía para la conquista de Chile. 5. Sale Valdivia del Cuzco en marcha para Chile. 6. Pedro Sancho de Hoz es compelido a renunciar a la compañía celebrada con Valdivia. 7. Marcha de Valdivia hasta el valle del Mapocho. 8. Fundación de la ciudad de Santiago. 9. Desastroso fin de la empresa confiada por el Rey a Francisco de Camargo para poblar una gobernación en la región de Magallanes.


ArribaAbajo1. Descrédito en que había caído el proyecto de conquistar Chile

Desde que se hicieron sentir las primeras desavenencias entre Pizarro y Almagro, habían comenzado a llegar a España los informes más contradictorios sobre los sucesos que se desarrollaban en el Perú. Por una y otra parte se dirigieron al Rey cartas y memoriales escritos por diversos funcionarios civiles y eclesiásticos del Perú y de las otras colonias, en que cada cual presentaba los hechos según sus simpatías228.

Las ardientes pasiones que agitaron a los conquistadores interesados en esa sangrienta lucha, y que conmovieron a casi todos los pobladores españoles del Nuevo Mundo, están reflejadas en esos escritos con que cada cual pretendía inclinar a su causa la voluntad del soberano.

Junto con esos memoriales, se elaboraron por ambas partes voluminosas informaciones jurídicas, en que ante el juez y el escribano, cada cual hacía declarar a numerosos testigos   —164→   los hechos y circunstancias que más importaban a sus pretensiones. Pizarro se hallaba en mejor situación que su competidor para hacer llegar hasta el trono la defensa de sus derechos. Su residencia de Lima lo ponía en comunicación más fácil con España. Así, mientras Almagro se hallaba empeñado en su campaña en Chile o mientras se encontraba en el Cuzco, su antiguo compañero no había dejado pasar una oportunidad para hacer llegar a noticia del Rey los sucesos del Perú con el colorido que convenía a sus intereses229.

Pero el astuto Pizarro no se limitó a esto sólo. En 1536, cuando la sublevación general de los indígenas del Perú le hizo temer por la suerte de la conquista, envió emisarios a todas partes para pedir refuerzos de tropas. Despachó entonces a España a uno de sus capitanes de más confianza llamado Pedro Anzúrez Enríquez de Camporredondo, más conocido en la historia con el nombre abreviado de Peranzúrez, que le daban sus contemporáneos. Debía éste referir a Carlos V las ocurrencias del Perú y solicitar de él los auxilios necesarios para sofocar el formidable levantamiento de los indios. Llevaba, además, el encargo secreto de informar al soberano acerca de las rivalidades que habían surgido entre Almagro y Pizarro, de interesarlo en favor de este último y de obtener una ampliación de sus facultades.

Tantas diligencias dieron el resultado que solicitaba Pizarro. La Corte se puso decididamente de su parte. El Rey, al paso que le confería armas y blasones, que recordasen los servicios prestados en la Conquista, dictó varias cédulas que importaban una condenación explícita de la conducta de Almagro230. A su vuelta al Perú a fines de 1537, Peranzúrez traía, entre muchas otras, dos provisiones que ensanchaban considerablemente las atribuciones de Pizarro. Por una de ellas, el Rey lo autorizaba para dejar después de sus días, o cuando quisiese, la gobernación de la Nueva Castilla, no a Almagro como se la había concedido antes sino a cualquiera de sus hermanos. Por la otra, lo facultaba para mandar hacer la conquista de la Nueva Toledo y de la provincia de Chile, que Almagro había abandonado231.   —165→   Aunque el texto original de estas provisiones, que no hemos podido descubrir, limitase tal vez esta última facultad a ciertas condiciones, la muerte de Almagro dejaba el camino expedito a Pizarro para disponer por sí solo de la conquista de Chile.

Pero en esos momentos en que había tantos pretendientes a conquistas y gobernaciones en América, en que cada uno de los capitanes que habían ayudado a Pizarro en sus contiendas contra Almagro solicitaba por pago de sus servicios que se les permitiese expedicionar en cualesquiera de las regiones vecinas, no había quién aspirase a volver a Chile. Después del regreso de Almagro, este país era el más desacreditado de las Indias, en el concepto de los conquistadores. Se le creía la región más pobre y miserable del Nuevo Mundo, tierra maldita, sin oro, de clima frío y desapacible, poblada por salvajes de la peor especie, e incapaz no ya de enriquecer a los que lo dominaran, pero ni siquiera de pagar los costos que ocasionara su conquista232. Un año entero había pasado después del triunfo de los Pizarro en la memorable jornada de Las Salinas sin que nadie hablase de una nueva expedición a Chile, cuando apareció un hombre verdaderamente superior por su inteligencia y por su carácter a ponerse al frente de aquella empresa tan desacreditada.




ArribaAbajo2. Pedro de Valdivia: Pizarro lo faculta para llevar a cabo esa conquista

Era éste Pedro de Valdivia. Originario de la villa de Castuera, en La Serena de Extremadura, Valdivia pertenecía a una familia de hidalgos pobres, cuyos mayores, según dice él mismo, se habían ocupado en el ejercicio de las armas. En 1521, y cuando probablemente apenas pasaba de veinte años de edad, Valdivia servía en Flandes en los ejércitos de Carlos V y en los cuatro años siguientes en las famosas guerras de Italia bajo las órdenes de Próspero Colona y del marqués de Pescara. En estas campañas tuvo la gloria de asistir a la memorable batalla de Pavía y de adquirir la instrucción militar que le sirvió después para abrirse una gloriosa carrera en el Nuevo Mundo.

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Pedro de Valdivia

Diez años más tarde, en 1535, Valdivia, casado en Salamanca con una señora llamada doña Marina Ortiz de Gaete, partía de España solo y sin familia para tomar parte en la conquista de la provincia de Paria, en Venezuela, que las ilusiones de algunos capitanes españoles pintaban como un país abundante en riquezas y de numerosas poblaciones. En   —167→   vez del teatro de brillantes y productivas hazañas que esperaba hallar en aquella región, Valdivia fue testigo de una lucha sin gloria y sin expectativas de fortuna, enturbiada, además, por las disensiones y pendencias de los mismos conquistadores. Anunciábase entonces en todas las colonias que el Perú, el país de las maravillosas riquezas, corría riesgo de escaparse de la dominación española, a causa del levantamiento general de los indígenas. Valdivia, como un gran número de los soldados que servían en diversas partes de las Indias, corrió a ofrecer sus servicios a Pizarro.

Llegó a Lima a fines de 1536, en circunstancias bien angustiosas para los conquistadores del Perú. Todo el país estaba en armas. El Cuzco se hallaba sitiado por un poderoso ejército peruano, y Pizarro, incomunicado con las provincias del interior, sin saber la suerte que corrían los destacamentos que había despachado a combatir la insurrección, organizaba apresuradamente en Lima un nuevo ejército con los auxiliares que recibía de las otras colonias. Valdivia llegaba allí con el prestigio de soldado de las guerras de Italia. La prudencia que manifestó desde los primeros instantes, la entereza de su carácter, su actividad incansable para el servicio, le ganaron en breve la confianza de Pizarro. Elevado al rango de Maestre de Campo del nuevo ejército que se organizaba, Valdivia desplegó las dotes de un verdadero militar, y moralizó las tropas de su mando reprimiendo con mano de fierro toda tentativa de deserción. El cronista Cieza de León, al referir estos sucesos, lo califica de hombre entendido en la milicia de la guerra233.

Aquel ejército no alcanzó a entrar en campaña contra los indios sublevados. La vuelta de Almagro de su expedición a Chile había producido el sometimiento de los indígenas, pero fue el origen de la guerra civil entre los conquistadores. Valdivia prestó sus servicios a los Pizarro en esta lucha, como militar y como hombre de consejo. Desalojó un destacamento enemigo de las posiciones que ocupaba en las alturas de Guaitara, tomó una parte principal en la batalla de Las Salinas y ayudó eficazmente a Hernando Pizarro a pacificar las provincias que habían dominado sus contrarios. Al lado de éste penetró en las regiones del Alto Perú, y después de algunos combates con los indígenas, recibió en premio de sus servicios un valioso repartimiento de tierras y de indios en Charcas, y una rica mina de plata en el mineral de Porco. Valdivia pasó a ser uno de los colonos más acomodados en el Perú234.

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Pero su carácter ambicioso y emprendedor no se satisfizo con esa ventajosa situación. Valdivia soñaba en conquistas y gobernaciones con las cuales alcanzar una alta nombradía y una gran fortuna. Por otra parte, su sagacidad natural le hacía, sin duda, comprender que la pacificación del Perú no era definitiva, que antes de mucho estallarían nuevos disturbios entre los mismos españoles, y que su crédito, fundado en servicios durante la guerra civil, lo ponía en el concepto de los otros capitanes, en una condición inferior a la de aquéllos que habían ganado sus títulos y sus repartimientos en la conquista del país. En abril de 1539, Francisco Pizarro visitaba la provincia del Collao, es decir, la región que rodea al lago Titicaca, y había fijado accidentalmente su residencia en el pueblo de Chuquiabo, donde diez años más tarde se fundó la ciudad de la Paz. Valdivia, que vivía en Charcas, fue a visitarlo a ese lugar. Allí solicitó del gobernador del Perú que, en uso de las facultades que le había conferido el Rey, lo autorizase para conquistar y poblar las provincias que tres años antes había abandonado don Diego de Almagro. Cuenta Valdivia que Pizarro oyó con espanto esta solicitud y que no acertaba a comprender que un hombre que tenía tan buena posición en el Perú, quisiese abandonarla por correr aventuras en la conquista de un país tan lejano como pobre y desacreditado; mas, «como vio mi ánimo y determinación, agrega enseguida, me mandó viniese a poner mi buen propósito en cumplimiento»235. Valdivia recibió el título de teniente gobernador de Chile, esto es: de jefe del país que se proponía conquistar, pero quedando sometido a la autoridad del gobernador don Francisco Pizarro.




ArribaAbajo3. Trabajos y sacrificios de Valdivia para reunir y organizar las tropas expedicionarias

Entre los conquistadores españoles del Nuevo Mundo, este género de concesiones no importaba más gasto que la hoja de papel en que se extendía el título. Los costos de la empresa quedaban a cargo del concesionario, que no debía contar más que con sus propios recursos y con su propio crédito. Valdivia, por otra parte, en su carácter de encomendero, no podía vender las tierras ni los indios que le habían tocado en repartimiento; de manera que los fondos que poseía eran muy poco considerables. Nada le detuvo, sin embargo, se trasladó rápidamente al Cuzco y, enseguida, a Lima para anunciar la campaña que pensaba emprender, y para allegar a sus banderas los soldados que debían formar su ejército.

Los recursos de que podía disponer Valdivia, contando con lo que obtuvo en préstamo bajo pesadas condiciones, no pasaban de nueve mil pesos de oro, y esa suma se agotó muy pronto. Aunque los caballos, las armas y la ropa comenzaban a tener un precio más bajo que el de los primeros días de la Conquista, eran todavía tan costosos que la empresa estuvo apunto de fracasar por falta de dinero. Pero acababa de llegar al Cuzco un comerciante español llamado Francisco Martínez, que traía un surtido de armas, caballos, esclavos negros y   —169→   otros artículos que tenían un fácil expendio en las colonias del Nuevo Mundo. Valdivia, sometiéndose a las más onerosas condiciones, llegó a celebrar con él, el 10 de octubre de 1539, un contrato que se denominó de «amigable compañía». Martínez se comprometía a poner la mitad de los capitales que se necesitaban para la expedición. Aunque todos los trabajos de la campaña iban a recaer sobre Valdivia, que debía dirigirla, se estipuló que se repartirían por mitad los beneficios que ella produjera. En virtud de este compromiso, Martínez entregó la suma de nueve mil pesos de oro, en armas, caballos, vestuarios y en otros objetos avaluados a los precios que él mismo quiso fijarles. Valdivia tuvo que someterse a todo para no ver desbaratada la empresa en que había concebido tantas esperanzas de gloria, de poder y de riquezas236.

Pero, aunque Valdivia hubiese podido disponer de recursos mucho más abundantes, siempre le habría costado un gran trabajo el reunir gente que quisiera acompañarlo a Chile. «No había hombre, cuenta él mismo, que quisiese venir a esta tierra, y los que más huían de ella eran los que trajo el adelantado don Diego de Almagro, que como la desamparó, quedó tan mal infamada, que como de la pestilencia huían de ella. Aun muchos que me querían bien y eran tenidos por cuerdos, no me tuvieron por tal cuando me vieron gastar la hacienda que tenía en empresa tan apartada del Perú, y donde el adelantado no había perseverado habiendo gastado él y los que en su compañía vinieron más de quinientos mil pesos de oro»237.

Residían entonces en el Perú muchos aventureros españoles que por haber tomado parte en las últimas guerras civiles o por haber llegado al país después de su pacificación, se hallaban desocupados y reducidos a la mayor pobreza. En su deseo de completar sus filas, Valdivia habría enrolado a todos los que hubiesen querido hacer la campaña de Chile sin cuidarse mucho de averiguar sus antecedentes, pero, a pesar de su decidida voluntad, a fines de 1539 sólo había podido reunir ciento cincuenta hombres. Cuatro años antes, Almagro había contado bajo sus banderas algunos afamados capitanes y más de quinientos guerreros, no sólo porque poseía recursos mucho más abundantes y, al parecer, inagotables sino porque el país que iba a conquistar estaba revestido del prestigio de riqueza de que habían sabido rodearlo los indígenas. Los contemporáneos que comparaban uno y otro ejército, el de Almagro y el de Valdivia, los que recordaban que el primero de éstos había renunciado, sin embargo, a la conquista de Chile por ser un país donde no había cómo «dar de comer a cincuenta vecinos», según la expresión vulgar de aquella época, debieron creer que la empresa de Valdivia era una insensata temeridad, y que antes de muchos meses los soldados de éste habrían perecido de hambre o vuéltose al Perú arruinados por las miserias y los padecimientos de una expedición tan descabellada»238.



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ArribaAbajo4. Llega al Perú Pedro Sancho de Hoz con provisiones reales, y Valdivia se ve obligado a celebrar con él una compañía para la conquista de Chile

Valdivia, sin embargo, no perdió un solo instante su entereza ni su confianza. Continuaba pacientemente todos sus aprestos para traer a Chile todo aquello que debía servirle para fundar una colonia estable. Junto con los caballos y las armas para sus soldados, reunía herramientas de toda clase, semillas europeas con que plantar nuevos cultivos, y hasta animales caseros, puercos y gallinas que quería propagar. Pero en diciembre de 1539, Valdivia se hallaba en el Cuzco disponiéndose para emprender la marcha con el puñado de españoles que formaban su ejército, cuando se suscitó una nueva contrariedad que estuvo a punto de contrastar todos sus proyectos.

En los primeros días de ese mismo año, Carlos V había expedido nuevos títulos para las gobernaciones que pretendía establecer en la extremidad austral del continente. Malograda en 1535 la expedición de Alcazaba a la región vecina al estrecho de Magallanes, el obispo de Plasencia, don Gutierre de Carvajal y Vargas, que por sus títulos personales y por el rango de su familia, gozaba de grandes consideraciones en la Corte, obtuvo para un pariente suyo, llamado Francisco Camargo, la gobernación de la Nueva León. Comprendía ésta, como se recordará, los territorios que, de uno a otro mar, se extendían al sur de la gobernación concedida a don Pedro de Mendoza. Pero, en lugar de las doscientas leguas que señalaba de norte a sur la concesión de Alcazaba, la de Camargo había sido ampliada hasta el mismo estrecho. Así, pues, la noticia de esta real provisión era una contrariedad para Pedro de Valdivia que aspiraba a someter bajo su dominio todo el territorio de Chile hasta el último confín de la América.

Aquella concesión, sin embargo, no ponía en serios peligros los proyectos de Valdivia, desde que había fundados motivos para creer que la empresa de Camargo fracasaría, como había fracasado la de su antecesor. Pero, con la misma fecha (21 de enero de 1539), el Rey había concedido a otro solicitante una autorización para navegar por la costa del mar del Sur, y descubrir nuevas tierras, con tal que no fueran las que correspondían a los otros concesionarios, tanto en la otra parte del estrecho como en aquella costa. El soberano le prometía que hecho este descubrimiento, se le harían las mercedes a que fuera merecedor por sus servicios. El favorecido por esta real cédula se llamaba Pedro Sancho de Hoz239. En esos momentos se hallaba en el Perú agitando las diligencias para emprender los viajes que   —171→   proyectaba, y podía contar con la protección eficaz del gobernador Pizarro, más valiosa en su situación que la misma cédula que le había acordado el Rey.

Sancho de Hoz era uno de los más antiguos servidores en la conquista del Perú240. Había acompañado a Pizarro en la captura de Atahualpa y en la primera ocupación del Cuzco. Nombrado teniente de escribano, había actuado en el reparto del rescate del Inca, y había sucedido al historiador Francisco de Jerez en el rango de secretario del Gobernador. Enriquecido con la parte que le tocó en el botín, Pedro Sancho se volvió a España a fines de 1535, se casó en Toledo con una señora principal, llevó durante dos años la vida regalada de gran señor y acabó por perder cuanto tenía. Convirtiose entonces en uno de tantos pretendientes de conquistas y gobernaciones en las Indias, y obtuvo del Rey la cédula que hemos recordado más arriba para descubrir nuevas tierras de la otra parte del estrecho de Magallanes. Pero Pedro Sancho conservaba aún una encomienda de indios en el Perú, y lo que valía más que eso, la amistad de Pizarro, cuya correspondencia había redactado, y en cuyos proyectos había sido confidente. En 1539 volvía a este país a reunir los elementos necesarios para aquella empresa.

Los títulos que traía consigo Pedro Sancho de Hoz, a lo menos los que conocemos, no lo autorizaban para pretender la conquista de Chile. Pero sea porque poseyese también valiosas recomendaciones de la Corte, que Pizarro no se atrevería a desatender, o porque este último se dejase arrastrar por su amistad hacia su antiguo secretario, Pedro Sancho se halló en situación de disputar la futura gobernación de Chile al bizarro maestre de campo que había organizado el ejército vencedor en Las Salinas. Pizarro no vio otro arbitrio para conciliar los intereses opuestos de los pretendientes, que el asociarlos en la empresa que querían   —172→   acometer. El 28 de diciembre, hallándose en el Cuzco, Pizarro reunió a ambos en el comedor de su casa, y los indujo a celebrar un contrato de compañía. Valdivia ponía en la sociedad la columna de ciento cincuenta hombres que había reunido y equipado por su sola cuenta. Pedro Sancho, considerando sin duda imposible el juntar más gente para engrosar, esa columna, se comprometió a surtirla de algunos artículos que le faltaban. Con este fin debía trasladarse a Lima, adquirir allí cincuenta caballos y doscientas corazas, y equipar dos buques que transportasen a Chile otros objetos y que ayudasen a la conquista de este país. Valdivia iba a ponerse en marcha inmediatamente con sus soldados; pero su socio debía reunírsele en el camino en el término de cuatro meses. El contrato de compañía, reducido a unas cuantas líneas, dejaba por resolver varios puntos importantes. Allí no se estipulaba a quién correspondía el mando de las fuerzas, ni cómo se repartirían los beneficios de la campaña, ni siquiera qué países se proponían conquistar. Todo hace creer que las tres personas que intervinieron en ese contrato, querían sólo resolver una dificultad del momento, sin preocuparse mucho de las complicaciones y embarazos que él debía producir y que no era difícil prever241.

Aunque Valdivia necesitara los artículos que su socio debía aportar a la compañía, este contrato que venía a restringir sus poderes y a menoscabar las probables utilidades de la empresa, era una gran contrariedad. Otro hombre de menos resolución que la suya, sobre todo tratándose de una conquista tan desacreditada como la de Chile, habría renunciado a llevarla a cabo. Valdivia, sin embargo, no se desalentó un solo instante. Era sobradamente sagaz para no conocer en qué venían a parar en las Indias estos contratos de sociedad para hacer conquistas. Valdivia había podido comprender que el socio que le imponía Pizarro no sería un obstáculo a sus proyectos, y que, de un modo u otro, lograría apartarlo en breve de la compañía, para constituirse en jefe único de la empresa. La confianza en su propia superioridad fue, sin duda, la columna que lo sostuvo firme e inquebrantable en esta prueba, en que un hombre de menos prudencia se habría dejado abatir renunciando a toda participación en la campaña que no podía dirigir como exclusivo jefe.




ArribaAbajo5. Sale Valdivia del Cuzco en marcha para Chile

En los primeros días de enero de 1540, Valdivia estuvo listo para emprender la marcha. Algunos antiguos cronistas cuentan con detalles probablemente de pura invención, la ceremonia religiosa en que ese caudillo hizo bendecir sus banderas en la catedral del Cuzco, y prestó el juramento de tomar a tales o cuales santos por patrones de su empresa242. Enseguida rompió la marcha a la cabeza de los suyo.

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La hueste de Valdivia, a que los contemporáneos daban el pomposo nombre de ejército243, era compuesta, como hemos dicho, de sólo ciento cincuenta soldados españoles de a pie y de a caballo, pero contaba con cerca de mil indios de carga o tamemes, reunidos en el Perú. El segundo jefe de esa columna, el maestre de campo, era Pedro Gómez, natural del pueblo de Don Benito, en Extremadura, soldado de la conquista de México, que a su larga experiencia de las guerras contra los indios unía el conocimiento particular de Chile, por haber hecho con Almagro la campaña anterior244. Figuraban, además, en esa hueste algunos oficiales de dotes más o menos relevantes, tres clérigos245, y una mujer unida a Valdivia por los vínculos del amor. Era ésta Inés Suárez, destinada a conquistarse un nombre célebre en las primeras páginas de nuestra historia.

Al partir del Cuzco, Valdivia había elegido el mismo camino que llevó Almagro a su vuelta de Chile. Descendió con sus tropas las altas cordilleras para caer al valle de Arequipa, y de allí siguió su marcha por la región vecina a la costa, pasando por Moquegua, Tacna y Tarapacá. La marcha se hacía lentamente, no sólo por causa de las asperezas del camino, de las montañas escarpadas y de las peligrosas laderas sino, porque era preciso andar al paso de los infantes, que formaban casi la mitad de la columna expedicionaria, y de los indios de carga que conducían los bagajes. Algunos soldados españoles traían consigo los niños que les habían nacido de sus uniones clandestinas con las indias del Perú. Conducían, además, puercos y gallinas, y con tal séquito no podían apurar mucho la marcha. Valdivia, por otra parte, cuidaba de dar descanso a sus tropas durante algunos días en los valles en que encontraba pasto para sus caballos y víveres para sus soldados. Por lo demás, el viaje se hacía con toda regularidad, sin encontrar resistencia de los naturales de esa región y sin perder un solo hombre por enfermedad o por deserción.

Durante esta marcha, por el contrario, la hueste de Valdivia se engrosó con algunos nuevos auxiliares. En esa época, otros jefes castellanos expedicionaban en la parte sur de la altiplanicie que rodea al lago Titicaca. Dispersadas sus fuerzas en aquella lucha contra los indios chunchos, varios oficiales y soldados buscaron su salvación bajando las montañas para llegar a la región de la costa. Allí hallaron la columna de Valdivia y fueron reuniéndosele   —174→   unos en pos de otros246. Entre estos auxiliares, se incorporaron Francisco de Villagrán, Francisco de Aguirre y Rodrigo de Quiroga, que estaban destinados a representar un gran papel en la conquista de Chile. Las tropas expedicionarias llegaron a contar cerca de ciento setenta soldados españoles.




ArribaAbajo6. Pedro Sancho de Hoz es compelido a renunciar a la compañía celebrada con Valdivia

Mientras tanto, había expirado el plazo convenido con Pedro Sancho de Hoz, y éste no llegaba con el contingente de armas y de caballos que había ido a buscar a Lima. Valdivia creyó que esta falta de cumplimiento de lo pactado, había disuelto la sociedad, y que por tanto era ya el jefe único de la expedición. Con este motivo, escribió a Pizarro para pedirle que si su socio no había de llevar los elementos con que debía contribuir a la conquista, no le permitiese pasar a Chile, porque su presencia en este país podía ser causa de desórdenes y perturbaciones247.

Pero Sancho de Hoz, sin embargo, no había desistido de sus proyectos de conquistas y gobernaciones. Era tan grande su descrédito para empresas de esta clase, y se hallaba tan escaso de recursos, que en Lima no pudo adquirir ninguno de los elementos que había ido a buscar. En vez de prestamistas que le adelantaran fondos, encontró sólo acreedores empecinados que le cobraban otras deudas anteriores, y que aun le redujeron a prisión para obtener su pago. Cuando se convenció de que no tenía nada que esperar por este camino, se concertó con un caballero noble de Cáceres, en Extremadura, llamado Antonio de Ulloa, y con otros tres oscuros aventureros, para arrebatar por fuerza a Valdivia el mando de la expedición. Con este plan, partieron apresuradamente de Lima, persuadidos de que les bastaría arrestar o asesinar a Valdivia, y exhibir las provisiones de Sancho de Hoz, para que los soldados que marchaban a Chile reconociesen a éste por jefe superior.

Una noche de principios de junio, la columna expedicionaria se hallaba acampada a entradas del desierto de Atacama. Sancho de Hoz y sus compañeros llegaron de improviso al campamento, e informados del lugar que ocupaba la tienda del General, cayeron sobre ella para ejecutar el proyecto que meditaban. Hallaron allí a Inés Suárez y a algunos oficiales, pero el jefe de la expedición se encontraba ausente. Valdivia, siempre activo y previsor, se había adelantado hasta el pequeño valle de Atacama, donde existía un pueblo de indios, y donde había forrajes para sus caballos, con el fin de preparar el alojamiento de sus soldados. Impuesto de lo que ocurría en su campo, dio la vuelta en la mañana siguiente y apresó sin dificultad y sin efusión de sangre a los cinco conspiradores. Sancho de Hoz fue retenido dos meses en estrecha prisión. Ulloa supo ganarse la voluntad de Valdivia, y fue   —175→   incorporado en las filas expedicionarias. Los otros tres recibieron la orden de volverse al Perú, donde se mezclaron en las guerras civiles de los conquistadores, en que uno de ellos pereció en el último suplicio.

El motín quedó así vencido y dominado. Pero las semillas de la rebelión dejaban rara vez de germinar en los campamentos de los aventureros españoles de la Conquista. Un soldado llamado Juan Ruiz, que había hecho la campaña anterior con Almagro, comenzó a provocar la deserción, manifestando que se les llevaba a un país sumamente pobre, donde sólo unos treinta hombres hallarían qué comer. Para escarmentar a los cobardes, Valdivia lo hizo ahorcar una noche, pocas horas después de haber descubierto su delito248. Otro soldado, apellidado Escobar, que con propósito sedicioso se atrevió a insultar al oficial de quien dependía, fue condenado por Valdivia a la misma pena. Habiéndose cortado la soga de la horca en el momento de la ejecución, el General, según una costumbre usada en su tiempo en casos semejantes, perdonó a ese infeliz para que volviese a España a encerrarse en un convento de frailes249. Estos actos de severo rigor, mantuvieron la disciplina en la hueste de Valdivia durante toda la marcha.

Los expedicionarios se detuvieron cerca de dos meses en el pueblo de Atacama, descansando de las fatigas anteriores y preparándose para la penosa marcha del desierto de ese nombre. Pedro Sancho permanecía, entre tanto, con grillos e incomunicado; pero había llegado a ser un grave estorbo para la expedición. Viéndose definitivamente perdido, el ambicioso aventurero se avenía a renunciar a toda participación en la Conquista. Sin embargo, lo aterrorizaba la idea de volver al Perú a ser víctima de sus acreedores y objeto de las burlas a que se prestaba su situación. Por este motivo, hizo pedir a Valdivia que lo llevase en su expedición, y que le diese en Chile un repartimiento igual al de cualquiera de sus capitanes. No fue difícil el entenderse sobre esta base. Valdivia imponía las condiciones más claras y terminantes para liberarse de un competidor; y Sancho de Hoz tenía que aceptarlo todo para alcanzar su libertad. Viose éste forzado a firmar el 12 de agosto de 1540, ante escribano y testigos, una escritura pública en la cual declaraba que, no habiendo podido cumplir aquello a que se había comprometido, renunciaba «en su libre poder, y de su espontánea voluntad», a todos los títulos y derechos que le había dado Pizarro para la conquista y gobierno de las provincias de Chile, así como a todas las mercedes que pudiera hacerle el Rey en premio de sus servicios. Bajo la ley del juramento, se comprometió, además, a no destruir jamás esta cesión y a no pedir jamás ni al Papa, ni a nadie la relajación de su palabra empeñada en nombre de Dios, de la Virgen María, de la cruz y de los evangelios. Las cláusulas de aquella escritura, a pesar de las protestas de espontaneidad del que renunciaba a sus derechos, dejan de sobra ver la coacción que sobre él ejercía Valdivia para fortificar la independencia de su poder, y demuestran, además, la poca confianza que inspiraban entre ellos mismos los compromisos y juramentos de los conquistadores españoles del siglo XVI250.

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Disuelta de esta manera la sociedad pactada en el Cuzco, Pedro de Valdivia, jefe único y absoluto de la Conquista, firmó a Sancho de Hoz una obligación por el valor de las pocas armas y caballos que habían traído él y sus compañeros. Enseguida lo puso en libertad, pero lo condenó a que siguiese la marcha sin armas, y vigilado por un centinela. Dos días después, la columna expedicionaria emprendía su marcha por el desierto. En el estrecho valle de Atacama había renovado sus escasas provisiones y hecho los aprestos para la penosa travesía.




ArribaAbajo7. Marcha de Valdivia hasta el valle del Mapocho

Las relaciones de Valdivia y los otros documentos contemporáneos de la Conquista nos han dejado pocas noticias acerca de los padecimientos y fatigas de esa marcha, en que la absoluta falta de víveres y forrajes, y la escasez de agua por una parte, el sol abrasador durante el día y los fríos penetrantes de la noche por otra, debieron molestar sobremanera a los expedicionarios. Acostumbrados a vencer por todas partes a la naturaleza misma, y en sus manifestaciones más duras y aterrantes, los vigorosos soldados de la Conquista soportaban serenos y tranquilos esos trabajos y privaciones, y ni siquiera se acordaban de hablar de ellos, a menos de ocurrir accidentes extraordinarios. De esas relaciones se desprende que Valdivia llegó al valle de Copiapó sin haber perdido un solo hombre de su hueste.

Los habitantes de este valle la recibieron en actitud hostil. Aleccionados por la experiencia de la campaña anterior, y por los consejos de los indios peruanos, los pobladores de Copiapó creían que con ocultar sus provisiones y mostrar su obstinada desobediencia a los conquistadores, éstos se verían obligados a abandonar el país. Valdivia, sin embargo, no se dejó engañar por aquellas apariencias de miseria que descubría en todas partes. Supo descubrir los lugares en que los indios ocultaban sus víveres y dominar enérgicamente todas las tentativas de resistencia. En los asaltos o sorpresas que dieron los indígenas a los destacamentos españoles, éstos no perdieron más que dos o tres indios auxiliares y otros tantos caballos, y como cuarenta indios de servicio o de carga. Valdivia, en cambio, rompió los fuertes o palizadas en que los enemigos se habían parapetado para defenderse contra los invasores251.

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Según la costumbre de los conquistadores españoles, Valdivia tomó allí posesión del territorio en que se prometía organizar su gobernación. Ejecutó este acto con todas las solemnidades de estilo, pero en el acta extendida con este motivo, se guardó de mencionar el nombre de Pizarro de quien emanaban sus poderes y sus títulos. El ambicioso capitán declaraba sólo que ocupaba este territorio en calidad de soldado y de servidor del rey de España. Algunos de los oficiales de Valdivia creyeron ver en este acto un principio de rebelión contra toda dependencia del gobernador del Perú252. En recuerdo de este acto, el valle de Copiapó fue denominado de la Posesión, con que se le designa en los primeros documentos de la Conquista253.

Prosiguiendo su marcha al sur, Valdivia se halló contrariado por las mismas dificultades. Los indios, prevenidos de antemano por mensajeros que habían venido del Perú, ocultaban las muestras de oro que poseían, quemaban sus comidas, mataban sus ganados y se presentaban a los castellanos en el más triste estado de miseria y de desnudez, para desalentarlos de continuar la conquista. En Coquimbo huyeron del campamento español cuatrocientos indios auxiliares, es decir, casi la mitad de los que Valdivia traía a su servicio, temerosos de morir de hambre más adelante. Nada de eso arredró a este valeroso caudillo. Había descubierto el plan de los indios chilenos; y sin alarmarse por estas resistencias, continuó imperturbable su viaje hacia la región central de Chile.

Sin duda, Valdivia habría podido fundar en esos valles la primera población de cristianos. De esta manera, habría quedado el asiento de su gobernación más cerca del Perú, de donde debía necesariamente recibir los auxilios y recursos. Pero era esto último lo que quería evitar el jefe conquistador. Por una parte, temía que la proximidad del Perú fuese una tentación para que sus soldados maquinasen volverse a ese país254. Por otra, meditaba el crearse una posición independiente, libre de la sumisión a otros gobernadores y sujeta sólo al rey de España, y sabía que la distancia debía favorecer la ejecución de sus planes. Así, pues, sólo cuando en diciembre de ese año hubo llegado al valle del Mapocho, algunas leguas más adelante de la región en que don Diego de Almagro había tenido su campamento, determinó fijar el asiento de sus dominios. En esa estación del año en que la naturaleza ostenta en nuestro suelo sus más ricas galas y, sobre todo, después de un largo y penoso viaje al través de los más áridos y tristes desiertos, los campos del centro de Chile, cubiertos entonces de tupidísimos bosques, debieron parecer a Valdivia un sitio admirable para   —178→   fundar una ciudad. La amenidad de este valle relativamente cultivado, y sus condiciones estratégicas para defenderse de cualquier ataque de los indígenas, determinaron su elección. El valle del Mapocho, por otra parte, contaba con un mayor número de pobladores que las regiones que Valdivia acababa de recorrer. Esta circunstancia, al paso que revelaba la fertilidad de los campos que suministraban los alimentos para esa población, era una seguridad de que los españoles encontrarían allí servidores para sus trabajos agrícolas y para las minas que pensaban explotar.




ArribaAbajo8. Fundación de la ciudad de Santiago

Los indios de este valle se mostraban retraídos de los españoles. Ocultaban sus comidas, abandonaban sus casas y se refugiaban en los bosques vecinos, persuadidos de que así obligarían a los invasores a alejarse de su suelo. Valdivia comenzó por asentar su campamento, dejando allí a sus infantes y veinte jinetes para que defendiesen sus bagajes, y dividió el resto en cuatro cuadrillas que principiaron a recorrer todo el valle. Esta operación practicada con habilidad, dio el resultado que había previsto el jefe conquistador. Los indios, creyendo librarse de caer en manos de una de esas cuadrillas, eran detenidos por otra, y acabaron por creer que los españoles eran más numerosos de lo que les habían parecido al primer aspecto. Muchos de esos indios cayeron prisioneros y fueron tratados con humanidad, para hacerles entender que los invasores venían en paz. Por medio de ellos, Valdivia convocó a los jefes de tribus o de familias a una junta en que quería explicarles el objeto de su venida a Chile. La lengua peruana, generalmente hablada en esta región, servía a los españoles para entenderse con los indios por medio de los intérpretes que acompañaban al ejército invasor.

En esa asamblea, Valdivia, proclamándose el enviado del poderoso rey de España, manifestó a los indígenas que había venido a establecerse para siempre en su territorio, como lo habían hecho otros capitanes en el Perú. Esta determinación, les agregó, era tan firme e invariable de parte de su soberano, que Almagro había sido condenado a muerte y decapitado porque había abandonado la conquista. Por lo demás, él les ofrecía tratarlos humanamente y como amigos si, imitando a los indios del Cuzco, se sometían a los conquistadores y los ayudaban en sus trabajos y en la construcción de la ciudad que pensaba levantar en ese mismo sitio. Los indios oyeron tranquilos estas proposiciones y se sometieron a ellas aparentemente255. Esperaban hacer en pocos meses más la cosecha de sus maizales; y creí provistos de víveres, podrían levantarse contra los conquistadores sin temer el hambre que en esos momentos, cuando estaban casi agotadas las provisiones del año, los habría acosado sin remedio256.

Hecho esto, Valdivia procedió a trazar la ciudad. Un soldado español llamado Pedro de Gamboa, que en el Perú había desempeñado el oficio de alarife o director de obras, y que más tarde ensordeció y perdió un ojo peleando contra los indios de Chile, fue el colaborador   —179→   de Valdivia en estos trabajos. Con arreglo a lo que por una real cédula de 1523257 se practicaba en todas las colonias españolas, el terreno fue dividido en cuadrados de ciento cincuenta varas por cada lado y separados entre sí por calles de doce varas de ancho. Los conquistadores, acostumbrados a ver las callejuelas estrechas y tortuosas de las antiguas ciudades españolas, y sin sospechar que las aldeas que fundaban pudiesen llegar a ser un día grandes y animadas poblaciones, debieron creer que esas calles eran espaciosas avenidas. Cada uno de esos cuadrados fue dividido en cuatro solares de igual tamaño, que fueron distribuidos entre los conquistadores. El cuadrado del centro se reservó para plaza de la naciente ciudad; y dos de sus costados, el del norte y el del occidente para las casas del gobernador y para la iglesia. El acta de la fundación de la nueva ciudad se extendió solemnemente el 12 de febrero de 1541258. Valdivia le dio el nombre de Santiago de la Nueva Extremadura, en honor del santo patrón de España, y de la provincia en que él había nacido. Valdivia creía que estando tan infamada esta tierra bajo la denominación de Chile, después de la expedición de Almagro, era conveniente cambiarle nombre259. Este último no subsistió, sin embargo, más que algunos años y sólo en los documentos oficiales.

Con gran actividad se comenzó la construcción de la ciudad. Cerráronse los solares con trozos de madera y se construyeron habitaciones provisorias de madera y barro, cubiertas de paja. La iglesia misma fue edificada de este modo. Los conquistadores trabajaban con sus propias manos y tuvieron por auxiliares en esta tarea a los indios de la comarca, que desde ese día pudieron apreciar las fatigas que les imponía la conquista. En vez de la libertad y de la vida más o menos ociosa a que estaban acostumbrados, se vieron reducidos a una condición semejante a la de los esclavos. Más tarde, cuando la naciente ciudad fue amenazada por los indios, se construyeron fuertes palizadas en sus avenidas, para que pudiese defenderse en ella la gente de a pie.

Valdivia, por otra parte, había elegido para sitio de la ciudad un terreno que consideraba de fácil defensa. Al oriente, un pequeño cerro que los naturales llamaban Huelén, y que los castellanos denominaron Santa Lucía, les servía para dominar toda la llanura inmediata. Al norte y al sur, el río Mapocho, dividido entonces en dos ramas antes de llegar al cerro, dejaba en el centro una especie de isla de poco más de un kilómetro de ancho, donde se comenzaba a construir la ciudad. Según los antiguos cronistas, el primer trazado de ésta,   —180→   comprendía diez calles de oriente a poniente y ocho de norte a sur. Previendo el levantamiento posible de los indígenas, que, sin embargo, parecían muy sumisos en los primeros días, Valdivia cuidó de almacenar todos los víveres que pudo recoger en las sementeras que existían en el valle.

En el acta de la fundación de Santiago, tal como este documento ha llegado hasta nosotros, Valdivia se había llamado teniente de gobernador por el muy ilustre señor don Francisco Pizarro. Pero el ambicioso y astuto conquistador, aspiraba a algo más que eso. Como muchos otros capitanes de las Indias, pensaba crear un gobierno que no dependiese más que del Rey. Para fundamento de sus pretensiones y de su poder, quiso tener un cabildo o ayuntamiento, que a imitación de las asambleas análogas de España, poseyese la representación de los vecinos no sólo en las materias de orden y policía sino en cuestiones más altas de administración.

Las leyes y las tradiciones de las libertades municipales de la Edad Media, aseguraban a los cabildos españoles una gran independencia en la representación de los vecinos. El Cabildo nombraba libremente cada año a los individuos que debían componer la corporación el año siguiente; elegía a los alcaldes encargados de administrar justicia y, aun, en caso de muerte de un gobernador, cuando no estaba designada la persona que debía reemplazarlo, el Cabildo podía nombrarlo por elección. En uso de sus atribuciones propias, además, arreglaba sus gastos y levantaba gente armada. En la guerra, era costumbre que cada cuerpo de ejército enviado por las ciudades, llevase en su pendón las armas de su cabildo respectivo. En los casos más graves que se le ofrecían, esta corporación convocaba a los vecinos tenidos por buenos hombres en la localidad, y resolvía con ellos en cabildo abierto, tal era el nombre que se daba a estas asambleas, muchos negocios no previstos por las leyes y, aun, los resolvía en oposición a ellas cuando las circunstancias exigían que no se les diera cumplimiento. Sólo más tarde, y sobre todo con la creación de las audiencias, despojó el Rey de muchas de estas tradicionales atribuciones a los cabildos americanos; pero a mediados del siglo XVI, se creían esas corporaciones en el pleno goce de tales facultades.

El conquistador de Chile quería tener una asamblea de esta naturaleza que fortificase la independencia de su poder. El 7 de marzo, cuando todavía no tenía un mes de fundada la ciudad, Valdivia instituyó el primer cabildo compuesto de dos alcaldes autorizados para administrar justicia, de seis regidores, de un mayordomo y de un procurador, encargados de dictar las ordenanzas de buen gobierno y de velar por los intereses de la ciudad. En nombre del Rey, designó él mismo a todos estos funcionarios eligiéndolos entre los más caracterizados y los más leales de sus compañeros. El Cabildo quedó solemnemente instalado cuatro días después260. Esa asamblea iba a ser el apoyo que Valdivia buscaba para la realización de sus planes de engrandecimiento.



  —181→  

ArribaAbajo9. Desastroso fin de la empresa confiada por el Rey a Francisco de Camargo para poblar una gobernación en la región de Magallanes

Pero la ambición de Valdivia no se limitaba a gobernar los territorios que hasta entonces llevaba explorados. En los primeros documentos emanados de su poder, fijaba sólo los límites septentrionales en el valle de la Posesión o de Copiapó, pero cuidaba de advertir que se extendía al sur en todas las provincias comarcanas. Poco más tarde, expresaba sin embozo que lo dilataría hasta el estrecho de Magallanes y mar del Norte, esto es, el océano Atlántico, para lo cual le era necesario absorber en sus dominios la gobernación concedida por el Rey a Francisco Camargo en 1538. Valdivia debía estar profundamente convencido de que estos extensos territorios no podían ser conquistados sino desde Chile.

En efecto, los últimos sucesos parecían darle la razón. Cuando Valdivia en su marcha por el territorio chileno, se hallaba a pocas jornadas del valle de Mapocho, supo por los indios que una nave española recorría la costa vecina. Inmediatamente despachó a uno de sus capitanes, a Francisco de Aguirre, a comunicarse con los navegantes en el puerto de Valparaíso, donde se les suponía fondeados. Pero aquella nave no se había detenido allí más que algunos días, de manera que cuando Aguirre llegó al puerto, ya había partido aquélla con rumbo al norte261. Ese buque, mandado por un oficial llamado Alonso de Camargo, formaba parte de una flotilla de tres embarcaciones que un año antes partiera de España para conquistar y poblar en la región del estrecho; y era el único que después de fatigas infinitas, había logrado penetrar en el Pacífico.

Se recordará que, como contamos, el Rey, cediendo a los empeños del obispo de Plasencia, había autorizado a un pariente de éste llamado Francisco de Camargo para ir a fundar una gobernación. No pudiendo éste llevar a cabo su empresa, la tomó a su cargo el caballero don fray Francisco de la Rivera, que consiguió equipar tres embarcaciones. Con ellas partió de Sevilla en agosto de 1539; y en enero del año siguiente se halló a entradas del estrecho de Magallanes. Las fatigas que allí pasaron los expedicionarios nos son confusamente conocidas262. La nave capitana se perdió en el estrecho, pero su tripulación fue recogida y salvada. Otra de ellas, después de pasar grandes sufrimientos y miserias durante más de diez meses en aquellos mares, dio la vuelta a España. La tercera, que, como dijimos, consiguió entrar al Pacífico, mandada por Alonso de Camargo, recorrió las costas de Chile, tocó tierra un poco al norte del río de Lebu y después en Valparaíso y, por último, llegó al puerto de   —182→   Quilca en el Perú. El torbellino de la guerra civil arrastró allí al capitán y a muchos de sus compañeros, y hasta hizo perderse la relación cabal de este viaje263.

Las tempestades de los mares del sur, desarmando estos proyectos de colonización en los territorios vecinos al estrecho, venían así a dar aliento a las ambiciones del conquistador de Chile.





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ArribaAbajoCapítulo quinto

Valdivia; los primeros días de la Conquista; destrucción y reedificación de Santiago (1541-1543)


1. Valdivia se hace nombrar por el Cabildo y por los vecinos de Santiago gobernador y capitán general de la Nueva Extremadura. 2. Pone trabajo en los lavaderos de oro y manda construir un buque para comunicarse con el Perú. 3. Conspiración de algunos españoles contra Valdivia; castigo de los principales de ellos. 4. Levantamiento general de los indígenas contra la dominación extranjera. 5. Asalto e incendio de la ciudad de Santiago; los indios son derrotados después de un combate de un día entero. 6. Trabajos y penalidades de Valdivia para reconstruir la ciudad y para sustentar la Conquista. 7. Viaje de Alonso de Monroy al Perú, y sus esfuerzos para socorrer a Valdivia. 8. Llegan a Chile los primeros auxilios enviados del Perú y se afianza la conquista comenzada por Valdivia.


ArribaAbajo1. Valdivia se hace nombrar por el Cabildo y por los vecinos de Santiago gobernador y capitán general de la Nueva Extremadura

Los primeros días de la naciente colonia fueron pacíficos y tranquilos. Los vecinos de Santiago, ayudados por los indios comarcanos, a quienes aquéllos obligaban a trabajar, construían sus casas, sin sospechar tal vez los peligros que los amenazaban. Valdivia mismo, según se cuenta en algunas antiguas crónicas, obedeciendo a un errado sistema de conquista, aconsejado por la ambición de extender sus dominios, hacía reconocimientos del territorio quizá más allá de lo que podía dominar efectivamente con el puñado de españoles que formaban su ejército264.

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Parece, en efecto, que apenas instalado el cabildo de Santiago, el caudillo conquistador se alejó temporalmente de la ciudad para someter otras tribus de indígenas. El 18 de marzo, el Ayuntamiento resolvía que «atento que se tiene continua guerra con los indios naturales, e que a está causa se hallan ausentes de esta ciudad algunos señores de este cabildo», serían válidos los acuerdos que se tomasen con asistencia de un alcalde y de dos o tres regidores. Pero hasta entonces los indios comarcanos de Santiago, se mantenían sumisos en los trabajos a que los habían sometido los conquistadores265.

Sin embargo, aquella situación no podía durar largo tiempo. Refiere Valdivia que estos indios esperaban sólo hacer sus cosechas de maíz para sublevarse. Probablemente también los malos tratamientos que recibían de los invasores, el verse privados de su libertad y de parte de sus víveres, y el comprender que en adelante estarían siempre obligados a trabajar para amos tan duros y soberbios, los exasperaron precipitándolos a la rebelión. Cuatro meses después del arribo de los españoles, el retraimiento de los indios comenzaba a tomar un carácter de abierta hostilidad. El reducido número de los invasores debía estimular los propósitos de resistencia de los indígenas.

A este peligro se agregaba, sin duda, otro no menos grave. Los compañeros de Valdivia, como la generalidad de los soldados de la conquista del Nuevo Mundo, eran tan valerosos en la guerra como turbulentos e impacientes después de los combates. Al ver que en Chile no hallaban las riquezas que apetecían por premio de sus fatigas, debieron mostrarse inclinados a abandonar la conquista de un país que no correspondía a sus esperanzas. Esta inquietud, que era la enfermedad característica de los campamentos de aquellos aventureros, no alcanzó a manifestarse en esos primeros momentos porque la energía y la astucia de Valdivia dieron otra dirección a las preocupaciones de sus compañeros.

En los primeros días de mayo circuló en la ciudad la más alarmante noticia. Contábase que se sabía por los indios, que en el Perú había estallado de nuevo la guerra civil; que Pizarro había muerto y que los indígenas, aprovechándose del desorden consiguiente a este acontecimiento, se habían sublevado. Según estas noticias, ya no quedaban cristianos en aquel país. Agregábase que los naturales de Chile no querían dejar pasar esta ocasión para deshacerse de sus nuevos dominadores. Tan graves sucesos colocaban a los conquistadores   —185→   de Chile en la imposibilidad de recibir auxilios del Perú y en la precisión de proveer a su defensa sin contar con socorro extraño, y sin depender de otra autoridad que la del rey de España. El cabildo de Santiago se reunió el 10 de mayo bajo el peso de estas tristes preocupaciones; y allí acordó que para conservar esta tierra, era necesario elevar a Valdivia al rango de Gobernador y Capitán General en nombre del Rey, en lugar del de teniente gobernador por Pizarro, que hasta entonces ejercía. En efecto, se comisionó al procurador de ciudad para que en representación del pueblo hiciese el pedimento escrito sobre el cual debía recaer la resolución del Cabildo.

Hasta entonces, sin embargo, no se daba crédito absoluto a aquellas noticias; pero dos semanas después se anunció su terminante confirmación. Se decía que dos indios prisioneros tomados en el valle de Aconcagua y sometidos a tormento, habían hecho las siguientes revelaciones: los partidarios de Almagro habían asesinado en Lima al gobernador Pizarro, y quedaban mandando en el Perú. El cacique de Atacama había comunicado esta noticia a los habitantes del valle de Copiapó, y éstos a los de Aconcagua, invitándose todos a aprovechar esta oportunidad para sublevarse contra los conquistadores de Chile y darles muerte, en la seguridad de que ya no podrían venir más españoles. Se contaba, además, que dieciocho castellanos, que dos meses atrás habían pasado el desierto de Atacama para reunirse a Valdivia, habían sido sorprendidos y asesinados en Copiapó. Desde ese momento, nadie dudó de la efectividad de estos hechos, que venían a producir la alarma y la perturbación en la naciente colonia. Conviene advertir que esas noticias, aunque enteramente falsas, no tenían nada de improbables. Desde 1539, todos los españoles que había en el Perú, sabían que los almagristas, desesperados por la miseria y las persecuciones, conspiraban contra la vida de Francisco Pizarro. Su propio hermano Hernando, antes de partir para España, había manifestado estos temores al Gobernador, aconsejándole que se pusiera en guardia contra las asechanzas de sus enemigos266.

El Cabildo volvió a reunirse el 31 de mayo. El procurador de ciudad, llamado Antonio de Pastrana, originario de Medina de Rioseco en Castilla la Vieja, era un soldado de experiencia en los asuntos de guerra contra los indios por haber servido en México, en Nicaragua, en Guatemala y en el Perú y, además, hombre diestro para manejar la pluma en documentos administrativos. El escrito que ese día presentó al Cabildo es una obra relativamente notable. Después de recordar las noticias que daban tanta gravedad a la situación, Pastrana sostenía que el Cabildo «que tiene la voz y el poder de S. M.», podía «hacer nueva provisión y elección de persona que sea tal cual convenga a su real servicio», y que siendo Valdivia tan gran servidor del Rey, tan experimentado en la guerra que por sí solo valía más que cien soldados armados, y después de Dios, el verdadero sustentador de la conquista de Chile, la elección no podía recaer en otra persona. Como fundamento de este dictamen, Pastrana alegaba la necesidad de evitar las disensiones y de poner la nueva conquista a cubierto de tiranos, es decir, de los hombres que en el Perú habían usurpado el poder real, y que podían venir a Chile o mandar a sus tenientes a ejercer sus venganzas. El Cabildo, agregaba, no   —186→   debía vacilar en tomar esta determinación, si quería impedir que se repitiesen los desórdenes que, por inadvertencia de estas corporaciones para nombrar un gobernador en circunstancias análogas, habían tenido lugar en otras provincias de las Indias. Los capitulares de Santiago, poniéndose de pie uno en pos de otro, comenzando por los alcaldes y siguiendo luego los regidores, por orden de edades, aprobaron unánimemente aquel parecer.

Pero Valdivia que, a no caber duda, había preparado artificiosamente aquella elección, era demasiado sagaz para aceptar al primer requerimiento el puesto que se le ofrecía. Contestó al Cabildo un largo escrito en que, exponiendo el temor de que pudiera sospechar que él había forzado la voluntad de los capitulares de Santiago para que le diesen ese nombramiento, se negaba a asumir el cargo de Gobernador. Al leer en nuestros días aquella terminante negativa, el historiador creería en el desprendimiento y en la rectitud de Valdivia si no tuviera otros documentos para descubrir la verdad.

Reunido nuevamente el Cabildo el 4 de junio, aprobó en el acto un nuevo y más extenso requerimiento escrito por el procurador de ciudad. Después de reforzar su argumentación anterior, no sólo insistía en que se ofreciese a Valdivia el puesto de Gobernador sino que hacía responsable a éste de las consecuencias que podía traer su negativa. Los capitulares pasaron en cuerpo a la casa del teniente gobernador a exponerle esta resolución; pero por segunda vez obtuvieron la misma respuesta. Valdivia parecía firmemente determinado a declinar el honor que se le ofrecía, temeroso siempre, decía, que interpretando mal sus intenciones, pudiese creerse que él había encaminado las cosas para obtener su nombramiento por medios vedados.

Eran sin duda muy pocos los soldados de Valdivia que estaban en el secreto de esta maquinación. La muerte de Pizarro, la sublevación de los indios peruanos, el asesinato de los dieciocho españoles que venían a Chile, eran simples invenciones lanzadas hábilmente a la circulación; pero cuyo verdadero origen se guardaba con la mayor reserva. La gran mayoría de los conquistadores daba, sin embargo, a esas noticias el crédito más absoluto, y pasaba en esos días por la más viva inquietud. Así fue que cuando el Cabildo, al saber la segunda negativa de Valdivia, acordó consultar al pueblo sobre el particular, los vecinos de Santiago estaban decididos a apoyar las resoluciones tomadas por aquella corporación.

En efecto, el 10 de junio un negro esclavo que desempeñaba el oficio de pregonero recorría las calles al son de una campanilla, por no haber campana en la ciudad, convocando al pueblo para un cabildo abierto que debía celebrarse el mismo día. La citación se hacía nombre del procurador Antonio de Pastrana. El lugar de reunión era un tambo grande267, situado junto a la plaza. Allí concurrieron todos los individuos de alguna representación, entre ellos los tres clérigos que había en la ciudad. Leídas las comunicaciones que habían mediado entre Valdivia y el Cabildo, los capitulares y ochenta y un vecinos que se habían reunido, aprobaron todo lo actuado, y dieron poder al procurador de ciudad para seguir gestionando en el mismo sentido. El acta de la sesión fue firmada por todos los que podían   —187→   hacerlo. Algunos de los regidores firmaron por los que no sabían escribir. Al disolverse la reunión, el pueblo quedó convocado para oír de boca del mismo Valdivia su contestación definitiva.

Pero el caudillo conquistador quería todavía hacer ostentación de su acatamiento a la autoridad de Pizarro, y dejar constancia de que si aceptaba el cargo de Gobernador, era contra su voluntad y obligado por la necesidad de evitar mayores dificultades. El día siguiente, después de oír, según la costumbre de esos soldados tan turbulentos como fanáticos, una misa solemne para alcanzar en sus acuerdos la protección del cielo, el pueblo se reunía en el mismo tambo. Valdivia se hallaba allí presente para dar su última respuesta. El procurador de ciudad comenzó por leer un nuevo y más enérgico requerimiento. Pastrana, en tono solemne, y en nombre de Dios y del Rey, pedía a Valdivia que aceptase el cargo de Gobernador; pero en el mismo documento lo hacía responsable a él exclusivamente de «todos los escándalos, daños, menoscabos y muertes de hombres, alzamientos de tierras, desasosiego de naturales, pérdidas de haciendas así de las reales como de las particulares», que debían resultar de su obstinada negativa. Valdivia, sin embargo, pareció no inmutarse por estas conminaciones; y ofreciendo dar en breve su respuesta, se disponía a retirarse a su casa. El pueblo se precipitó entonces sobre él; y levantándolo en los brazos, lo aclamó a voces gobernador electo en nombre de S. M. Pero el Gobernador consiguió desasirse de las manos de sus compañeros; y declarando de nuevo que no quería aceptar el cargo que se le ofrecía, se retiró a su casa con aire de enfado y de disgusto.

Oyéronse entonces en la plaza las conversaciones más alarmantes y sediciosas. «Si Valdivia, se decía, no quiere aceptar lo que tanto conviene al servicio de Dios y de S.M. y al bien de todos, no faltará quien lo acepte». Parece que éste era el momento esperado por el astuto caudillo para acceder a las súplicas de los suyos. Volvió a la plaza, como si quisiera desarmar una terrible conjuración; y en breve y enérgico discurso, declaró que aceptaba el puesto de gobernador contra su propio parecer, pero para mejor servir al Rey para no desatender por más tiempo la petición del Cabildo y del pueblo de Santiago. Allí mismo hizo certificar por escritura pública y ante escribano y testigos, que se sometía a la decisión del pueblo contra su voluntad, sin menoscabo de su honra y de su fidelidad, y cediendo sólo a la voz de los que le representaban que así servía mejor a Dios y al Rey. El Cabildo Abierto del 11 de junio de 1541, se terminó en medio del mayor contento de todos los asistentes. En la tarde del mismo día, Valdivia era reconocido por el Cabildo en el rango de gobernador electo en nombre de S.M.268.



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ArribaAbajo2. Pone trabajo en los lavaderos de oro y manda construir un buque para comunicarse con el Perú

Todo este artificio había servido a Valdivia para alcanzar la satisfacción de sus más ardientes deseos. El nombramiento de gobernador, efectuado en esta forma, al paso que robustecía su autoridad, independizándolo del gobierno del Perú, debía, según él, demostrar ante el Rey su acrisolada e incontrastable fidelidad para que no se le confundiese con otros ambiciosos capitanes de las Indias, que estaban dispuestos a olvidarlo todo a trueque de alcanzar una gobernación. Desde ese día, el altivo capitán encabezó todas sus órdenes con estas arrogantes palabras: «Pedro de Valdivia, electo Gobernador y Capitán General, en nombre de S.M., por el Cabildo, justicia y regimiento, y por todo el pueblo de la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo en estos reinos de la Nueva Extremadura, que comienzan del valle de la Posesión, que en lengua de indios se llama Copiapó, con el valle de Coquimbo, Chile, y Mapocho, y provincias de Poromaocaes, Rauco y Quiriquino, con la isla de Quiriquino que señorea el cacique Leochengo, con todas las demás provincias sus comarcanas, hasta en tanto que S. M. provea lo que más fuere su servicio, etc.». Sin contar con otro apoyo que la obediencia de una banda de ciento setenta aventureros, Valdivia se creía ya gobernador de una dilatada región que poblaban centenares de miles de indios valientes y esforzados.

Dueño ya del gobierno superior de la naciente colonia, Valdivia no pensó más que en consolidar y en extender su dominación. Designó para su segundo en el mando, con el título de Teniente General de Gobernador, al capitán Alonso de Monroy, soldado extremeño, de una familia poco antes poderosa y ahora decaída de su antigua grandeza. Le dio el mando de la ciudad durante las ausencias del Gobernador y el poder para juzgar y sentenciar los pleitos que se suscitaren, y para presidir el Cabildo en sus deliberaciones. Después de haber distribuido los cargos de hacienda entre aquéllos de sus compañeros que le merecían mayor confianza, el Gobernador salió de Santiago a activar los trabajos en que estaba empeñado.

Valdivia comprendía perfectamente que para realizar sus planes de conquista le era necesario engrosar el número de sus soldados. Pero sabía, además, que no podría conseguir este resultado sino haciendo desaparecer la fama de pobreza que habían dado a Chile los compañeros de Almagro. Con este propósito, uno de sus primeros cuidados había sido el de hacer explotar los lavaderos de oro de donde los indios chilenos extraían el tributo que pagaban a los incas. Michimalonco, el señor del valle de Chile, astuto y disimulado como la generalidad de los indios, enemigo de los españoles en el fondo, pero su servidor oficioso cuando no podía sublevarse, había señalado el pequeño estero de Malgamalga, que corre un poco al norte de Valparaíso encajonado en una estrecha quebrada de tierras famosas entonces por el oro que encerraban. Allí planteó Valdivia una gran faena bajo la dirección de dos mineros experimentados que había entre los soldados españoles. Un número considerable de indios, que un antiguo cronista hace subir a mil doscientos hombres y a quinientas mujeres, trabajaba en esta explotación bajo el régimen riguroso del látigo a que los conquistadores sometían en todas partes a los indígenas.

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Cerca de ese lugar, en la embocadura del río Aconcagua, planteó Valdivia otro trabajo de distinta naturaleza. Deseando comunicarse con el Perú para hacer llegar noticias suyas hasta España, para enviar el oro que recogiera y para hacer venir los hombres y los elementos con que adelantar sus conquistas, emprendió la construcción de un bergantín. Los campos vecinos ofrecían entonces maderas en abundancia, y los indios de la comarca servían para su transporte. En ambas faenas, en los lavaderos de oro y en la construcción del buque, Valdivia ocupó ocho trabajadores españoles. Una escolta de doce jinetes, mandados por Gonzalo de los Ríos, uno de los más fieles servidores del caudillo conquistador, estaba destinada a mantener a los indios bajo la obediencia269.




ArribaAbajo3. Conspiración de algunos españoles contra Valdivia; castigo de los principales de ellos

Hallábase Valdivia en esos lugares a principios de agosto, empeñado en activar aquellos trabajos. Una noche recibió una carta del carácter más alarmante. Su teniente Monroy le avisaba de Santiago que se hacían sentir entre los conquistadores los gérmenes del más vivo descontento, y que se tramaba una conspiración. En el instante mismo, Valdivia montó a caballo y se puso en viaje para la ciudad. Desplegando la energía que las circunstancias reclamaban, apresó inmediatamente a seis individuos, los encerró en cuartos distintos bajo la custodia del alguacil mayor de la ciudad, y comenzó a instruir el proceso.

El jefe de la conspiración era don Martín de Solier, caballero noble de Córdoba, y uno de los regidores de Santiago que dos meses antes habían desplegado tanto empeño en elevar a Valdivia al rango de gobernador270. Sus principales cómplices eran Antonio de Pastrana, el mismo procurador de ciudad, que había escrito los premiosos requerimientos para que Valdivia aceptase el cargo de Gobernador, un yerno de Pastrana llamado Alonso de Chinchilla y otros tres individuos de menor importancia. De los documentos que nos quedan, todos ellos emanados de Valdivia y de sus amigos, aparece que el plan de los conspiradores era dar muerte al Gobernador, apoderarse del buque que hacía construir y dirigirse al Perú. Parece que entre los conquistadores, obligados a no moverse de Santiago, en la inacción consiguiente a los meses de invierno, rodeados de privaciones de toda clase y obligados a vivir con las armas en la mano, había cundido el desaliento junto con la convicción de que perderían el tiempo y quizá la vida en la conquista de un país cuya pobreza correspondía a las noticias que les habían dado en el Perú. Es posible también que los últimos nombramientos hechos por Valdivia en Monroy y en algunos de sus capitanes para los puestos de más confianza de la colonia, hubiesen suscitado bandos y rivalidades; y que los que creyeron que el Gobernador pagaba mal los servicios que le prestaron para preparar su elevación, no   —190→   hallaron otro medio de satisfacer su encono que precipitarse en una peligrosa revuelta. La historia carece de datos seguros para apreciar los móviles y el alcance de aquella conspiración.

El castigo de los conspiradores no se hizo esperar. Aunque en el proceso resultaron comprometidos algunos otros individuos, Valdivia se limitó a castigar a los promotores. El 10 de agosto de 1541, la naciente ciudad de Santiago presenció la primera ejecución capital. Levantáronse en la plaza seis horcas: Solier, Pastrana, Chinchilla y dos de sus cómplices rindieron la vida en aquel afrentoso suplicio. Otro de los presos, que estaba confesado para subir al patíbulo, fue indultado por el Gobernador. Nadie se atrevió a protestar contra aquella ejecución ni intentó alterar en lo menor el orden público. Al día siguiente se reunía el Cabildo bajo la presidencia de Monroy, para tomar diversas determinaciones. «Por cuanto Antonio de Pastrana, difunto, fue nombrado por procurador síndico de esta ciudad, dice el acta de aquella sesión, y por su muerte hay necesidad de que se nombre una persona que use del dicho oficio»; y sin agregar una sola palabra sobre aquel trágico suceso, procedieron los cabildantes a elegir un nuevo procurador. Los libros capitulares de la ciudad no han guardado otro recuerdo de la conspiración que costó la vida a dos de los miembros de aquella asamblea271.

Estas rigurosas y precipitadas ejecuciones en que tal vez se violaban todos los principios de justicia y de equidad para producir el terror, despiertan en nuestro tiempo un amargo sentimiento de indignación. Pero en el siglo XVI, y entre los rudos y turbulentos conquistadores de América, el suplicio de cinco hombres por el delito de haber hablado de una conspiración que no alcanzaron a poner en ejecución, era considerado sólo un escarmiento saludable. Teniendo Valdivia que contestar siete años después a las acusaciones que le hacían sus enemigos, se refirió a esos sucesos en los términos siguientes: «Con estas muertes se remediaron muchos daños; y aunque había otros culpados y bulliciosos, tomaron ejemplo en ellos, y hasta hoy no se ha hecho otro castigo». «Convino que se hiciera esta justicia, dice un contemporáneo, porque de no hacerse pudiera ser que se perdiera la tierra»272. Y el primer historiador que refirió aquella conspiración, aprobó el castigo con las palabras que siguen: «Quedó Valdivia con este castigo que hizo, tan temido y reputado por hombre de guerra, que todos en general y en particular tenían cuenta en dalle contento y en servirle en todo lo que quería, y así por esta orden tuvieron de allí adelante»273.



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ArribaAbajo4. Levantamiento general de los indígenas contra la dominación extranjera

Pero si la ejecución de Solier y de sus compañeros produjo el efecto de aquietar a aquéllos que entre los españoles no podían vivir sin tramar conspiraciones y revueltas, debía estimular el levantamiento de los indígenas. Vieron éstos que los conquistadores sobre ser muy pocos, estaban profundamente divididos entre sí, y que no podían sostenerse sino matándose los unos a los otros.

En efecto, pocos días después llegaba a Santiago Gonzalo de los Ríos comunicando una desgracia terrible. Los indios que trabajaban en los lavaderos de Malgamalga, y los que ayudaban a los españoles en la construcción del bergantín en la embocadura del río Aconcagua, se habían sublevado. Provocando la codicia de los castellanos con la presentación de una olla llena de oro en polvo, los astutos indios los atrajeron a una emboscada, y cayendo de improviso sobre ellos, los mataron despiadadamente, así como a los caballos de los soldados. Sólo Gonzalo de los Ríos y un negro esclavo llamado Juan Valiente, habían logrado escapar a uña de caballo para referir la catástrofe. Los indios dieron también muerte a los carpinteros que construían el buque, y a los indios peruanos que estaban al servicio de los españoles, e incendiaron el casco de la nave, destruyendo así las esperanzas que por tanto tiempo había acariciado Valdivia.

Fácil es imaginarse la consternación que esta noticia debió producir en la ciudad. El levantamiento de los indios parecía general y formidable, y se extendía no sólo al valle de Quillota y de Aconcagua, que obedecía a Michimalonco, sino a los territorios del oeste y del sur de Santiago. Para combatirlo, Valdivia contaba con veinticinco guerreros menos de los que había traído a Chile; y esta falta insignificante en cualquier ejército, era de la mayor importancia en la reducidísima hueste de los conquistadores. La pérdida de diez caballos, por otra parte, debilitaba considerablemente su poder militar en una lucha en que un jinete bien montado valía por muchos infantes. Ante los peligros de esa situación, que un alma menos fuerte habría creído desesperada, Valdivia conservó toda su entereza y toda su energía.

Para ponerse en situación de resistir al levantamiento de los indígenas, Valdivia redobló su diligencia con el propósito de encerrar en la ciudad las provisiones que se pudieron quitar a los indígenas de las inmediaciones, y mandó traer a todos los jefes o caciques de estas localidades, pensando asegurar así la neutralidad o el desarme de sus tribus respectivas. Reunió de este modo a siete de esos señores y, aunque éstos se manifestaban extraños a la sublevación, el Gobernador los retuvo prisioneros en la ciudad. Esta medida, sin embargo, no cambió en nada el estado de las cosas. Valdivia pudo convencerse de que el peligro era todavía mayor de lo que se había imaginado en el principio. Los indios del sur de Santiago estaban sobre las armas, y evidentemente confederados con los de Aconcagua.




ArribaAbajo5. Asalto e incendio de la ciudad de Santiago; los indios son derrotados después de un combate de un día entero

La prudencia aconsejaba, entonces, a los españoles no dividir sus fuerzas, reconcentrarse en la ciudad y en las inmediaciones y esperar el ataque de los indígenas sublevados. El reducido número de sus tropas no les permitía intentar expediciones en los campos vecinos, tanto más cuanto que estando estos campos en esa época cubiertos de bosques, los indios podían   —192→   hacer en ellos la guerra de sorpresas en que los salvajes desplegaban siempre una rara habilidad. Valdivia, sin embargo, guiado por su natural arrogancia y por la confianza que le inspiraban sus guerreros, dispuso las cosas de otro modo. Entregó a su segundo, Monroy, el mando de la ciudad, dejándole veinte infantes y treinta jinetes. Enseguida, poniéndose él mismo a la cabeza de noventa soldados, se dirigió a la región del sur a deshacer las juntas de indios armados274.

Monroy no descuidó nada para resistir el ataque que todo le hacía temer de un instante a otro. Aumentó las trincheras de la ciudad y mantuvo la más constante vigilancia. El domingo 11 de septiembre de 1541, tres horas antes de amanecer275, un ejército de indios, que los contemporáneos y los cronistas posteriores han hecho subir a la cifra indudablemente exagerada de ocho o diez mil hombres276, cayó de improviso sobre la ciudad. Creían, sin duda, encontrar desapercibidos a los castellanos y consumar en poco rato su completa destrucción. Pero los centinelas estaban sobre aviso, y en breves instantes todos los defensores de Santiago estaban sobre las armas. Los indígenas empeñaron el ataque con gran resolución, lanzando espantosos alaridos que aumentaban el pavor de la pelea en medio de la oscuridad de la noche. Los españoles combatían bajo las peores condiciones, sin conocer el número de sus enemigos y sin poder distinguir los movimientos que éstos hacían de un punto a otro. Los indios se parapetaban detrás de las palizadas que cerraban los solares de la ciudad, y desde allí dirigían lluvias de flechas y de piedras sin ser ofendidos por las balas de los castellanos. Sin embargo, el valor de éstos no flaqueó un instante, y la primera luz del alba los encontró firmes en sus puestos, y bien determinados a pelear hasta morir.

Pero la luz del día no puso término al combate, como habría podido esperarse. Lejos de eso, los bárbaros, enfurecidos por la resistencia que hallaban, cargaron con mayor rabia poniendo fuego a las palizadas y a las habitaciones de los españoles. El incendio se propagó   —193→   fácilmente: las pobres chozas de la ciudad, construidas de madera y cubiertas de paja, ardían con gran rapidez obligando a sus defensores a abandonarlas unas en pos de otras y a asilarse en la plaza, donde se continuó el combate con el mismo encarnizamiento. En esas horas de suprema angustia, Inés Suárez, la compañera de Valdivia, la única mujer española que allí había, se ocupaba sin descanso en curar a los heridos para que volviesen a la pelea y en animar a todos para que continuasen en la defensa de la ciudad. Creyendo que el asalto dado por los indios tenía por objeto libertar a los caciques prisioneros, instaba a los suyos para que les dieran muerte. Sus compañeros se resistían a ejecutar esta matanza que tal vez creían una innecesaria inhumanidad, pero cuando los asaltantes penetraban como vencedores en la plaza misma del pueblo, y cuando la batalla parecía irremediablemente perdida, la muerte de los caciques se ejecutó sin vacilación. Inés Suárez ayudó a degollarlos con sus propias manos. Se cuenta que las cabezas ensangrentadas de esos infelices lanzadas a los enemigos, produjeron entre ellos el espanto y el terror. Los contemporáneos referían que este acto de desesperación decidió la retirada de los indígenas277.

Pero lo que más directamente determinó el triunfo de los castellanos, fue una formidable carga de caballería. El ataque obstinado de los bárbaros había durado el día entero. Las numerosas bandas de indios que se parapetaban en los cercos de los solares contra los ataques de los defensores de la ciudad, habían ido ganando terreno, protegidas por el incendio de las casas. En la tarde no quedaba a los españoles más que el recinto del fuerte; y este mismo estaba cercado y próximo a sucumbir. Fue entonces, sin duda, cuando tuvo lugar la matanza de caciques prisioneros y, probablemente, hubo un momento de pavor entre los asaltantes. Los castellanos comprendieron que sólo un rasgo de audacia podía salvarlos en tal conflicto. Formaron un compacto escuadrón con todas sus fuerzas y con los indios auxiliares. En su centro estaba la valerosa Inés Suárez, vestida de cota de mallas, y armada como los demás guerreros. Abandonando entonces el fuerte que no podían defender, y donde los caballos no les eran de gran utilidad, salieron a campo raso, y en el pedregal del río Mapocho, que ocupaban los indios para proveerse de proyectiles, dieron a los pelotones de bárbaros tan terrible carga que los dispersaron en todas direcciones haciendo entre ellos una espantosa carnicería. La noche vino a poner término a la jornada y a la persecución de los fugitivos278.

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Aquella carga audaz y decisiva salvó a los castellanos; pero la victoria les costaba las más dolorosas pérdidas de que hablaremos enseguida. Entre los héroes de la defensa de Santiago, los contemporáneos mencionaban en primer lugar a Inés Suárez, a Francisco de Aguirre, el primer alcalde del Cabildo, y al clérigo Juan Lobo, «que así andaba entre los indios como lobo entre las pobres ovejas», dice un antiguo cronista279. Sin embargo, aquellos ignorantes y supersticiosos soldados, persuadidos de que en esta guerra atroz de conquista y de bandalaje estaban auxiliados por el cielo, no podían explicarse su victoria sino por la intervención directa de los santos. Los indios que cayeron prisioneros en la batalla, referían haber visto en su derrota un jinete que hacía prodigios con su lanza y una señora que peleaba como los mejores guerreros. Los conquistadores interpretaron estos informes con el criterio de su grosero fanatismo y supusieron que la Virgen María y el apóstol Santiago habían peleado ese día en medio de ellos, determinando la derrota de los indios280. Los cronistas contemporáneos y posteriores han consignado este pretendido milagro con los más pintorescos y singulares pormenores.




ArribaAbajo6. Trabajos y penalidades de Valdivia para reconstruir la ciudad y para sustentar la Conquista

Los vencedores, extenuados de fatiga y de cansancio, cubiertos de golpes y de heridas pasaron la noche en medio de las ruinas humeantes de la ciudad, con las armas en la mano y esperando por momentos un nuevo ataque. Una segunda batalla los habría destruido irremediablemente; pero los indios habían sufrido en la jornada pérdidas tales que se hallaban imposibilitados para renovar el combate. El primer cuidado de Monroy fue dar aviso a Valdivia, probablemente por medio de uno de los indios auxiliares, de lo que pasaba en la ciudad, pidiéndole que acudiese a socorrerla.

El Gobernador había sido prevenido a tiempo de que los indios se preparaban para asaltar la ciudad. Creyendo, sin duda, que estos avisos eran estratagemas del enemigo para hacerlo desistir de su expedición al Cachapoal, se había obstinado en llevarla adelante281. Aquella empresa, cuyos frutos no son apreciables, sirvió quizá para contener a los indios del otro lado del Maipo, impidiéndoles concurrir al asalto de la ciudad; pero la presencia de Valdivia y de sus soldados el día del combate habría sido, sin duda, mucho más útil a la causa de la conquista. Al saber lo que había ocurrido durante su ausencia, dio inmediatamente la vuelta a Santiago. El día siguiente del combate, el Gobernador se reunía a sus destrozados compañeros.

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El sitio en que se había levantado la naciente ciudad, presentaba entonces un cuadro de horror y de desolación. No se veían más que montones de escombros calcinados: en ninguna parte había un solo «palo enhiesto», dice el mismo conquistador en el pintoresco lenguaje que solía usar en sus relaciones282. La victoria no costaba a los suyos más que la pérdida de cuatro españoles muertos283; pero casi todos los soldados estaban heridos, y estos infelices yacían tirados en el suelo, sin techo que los abrigase, y rodeados de las mayores privaciones. En el combate, además, habían perdido veintitrés caballos, lo que acrecentaba una enorme disminución de su poder militar.

Pero todo esto no era más que la menor parte de los daños causados por el combate. El incendio había destruido todas las casas, y en ellas, los víveres, las ropas y hasta los libros del Cabildo. Los conquistadores no conservaban más que las armas y los vestuarios desgarrados y rotosos que llevaban el día de la batalla. Su situación difícil y precaria poco antes, hallándose en tan reducido número, y tan lejos de todo centro de auxilios y de recursos, parecía desde entonces insostenible. Otros hombres menos animosos y resueltos no habrían pensado más que en volverse al Perú, abandonando para siempre una conquista que parecía imposible y que, además, ofrecía pocas expectativas de provecho.

Valdivia, sin embargo, no se desanimó. Lejos de eso, en tan apretada situación desplegó mayores dotes de soldado y de colonizador. Hizo recorrer los campos vecinos para amedrentar a los indios de guerra que persistían en hostilizar a los castellanos y para recoger los víveres que pudieran conseguirse. Dio principio a la reconstrucción de la ciudad prefiriendo los paredones de adobes a los postes de madera, para evitar en cuanto fuera dable un segundo incendio. Habiendo quitado con no poco riesgo a los indios enemigos algunas pequeñas cantidades de maíz, Valdivia las destinó exclusivamente para semilla, y al efecto, mandó sembrarlas en los alrededores de la ciudad. Entre los escombros del incendio se descubrieron algunos puñados de trigo284, que Valdivia hizo cultivar con el mayor esmero. Los soldados españoles fueron distribuidos en cuadrillas o porciones, que se alternaban en el trabajo del campo, en la reconstrucción de los edificios y en la guarda de los campos, siempre expuestos a las hostilidades de los indios, que habrían querido destruir los sembrados para matar de hambre a los invasores. Era preciso, por esto mismo, mantener de día y de noche la más estricta vigilancia. Valdivia, además, a la cabeza de un cuerpo de jinetes, recorría frecuentemente los campos vecinos, deshaciendo las juntas de los indígenas hasta ocho y diez leguas a la redonda.

Los castellanos desplegaron también en esas circunstancias un tesón admirable. Sea por amor a Valdivia, sea por temor a los enérgicos castigos con que el jefe conquistador solía reprimir todo conato de revuelta, la más completa sumisión se mantuvo entre los soldados. Todos ellos, sin distinción de clase, trabajaron en el campo y en las construcciones. «Todos cavábamos, arábamos y sembrábamos, dice Valdivia, estando siempre armados y los   —196→   caballos ensillados». Pero en estas tareas tuvieron los españoles buenos cooperadores en los indios de servicio que habían traído del Perú285. Los yanaconas, dice el mismo Valdivia, «eran nuestra vida», palabras que explican la importancia de los auxilios que le prestaron en esos días de prueba.

El asalto del 11 de septiembre costaba a los españoles otras pérdidas no menos sensibles. En su propósito de establecerse definitivamente en Chile, Valdivia había traído con gran trabajo del Perú algunos animales domésticos que se proponía propagar. Del combate de ese día y del incendio de la ciudad, sólo salvaron dos porquezuelas y un cochinillo, un pollo y una polla. A pesar de la escasez de víveres, Valdivia dispuso que esos animales fuesen perfectamente cuidados a fin de que reproduciéndose, asegurasen para más tarde la subsistencia de los colonos. En efecto, bajo la inspección de Inés Suárez, las gallinas y los cerdos se habían propagado abundantemente dos años después.

Todos estos trabajos, que suponían un espíritu paciente y previsor, debían ser fructuosos para más tarde, pero no remediaban los apuros del momento. Valdivia y sus compañeros comprendían que sin recibir auxilios de afuera no podrían mantenerse largo tiempo en el país. El terreno que pisaban, y en el cual podrían durante algunos meses hacerse fuertes contra los ataques de los indígenas, debía suministrarles más adelante el alimento necesario para no morirse de hambre. En cambio, les faltaban armas, herrajes, vestuarios y los otros elementos de que no puede dispensarse el hombre civilizado, sobre todo teniendo que mantener una guerra incesante e implacable de cada día y de cada hora. Esos auxilios no podían venir sino del Perú; pero era menester pedirlos, y esta diligencia, sumamente difícil por la gran distancia y por la condición de los caminos, ofrecía entonces, a causa de la sublevación de los indígenas, los mayores peligros.

Alonso de Monroy, el valiente defensor de Santiago, se prestó gustoso a desempeñar este delicadísimo encargo. Cinco soldados tan resueltos como él, debían acompañarlo en esta empresa. Valdivia puso a su disposición los mejores caballos que tenía, y los proveyó de herraduras de repuesto para que pudiesen soportar las asperezas del camino. Conociendo que en el Perú no se haría gran caso de su conquista, y que «ninguna gente se movería a venir a esta tierra por la ruin fama de ella, si de acá no iba quien llevase oro para comprar los hombres», dice Valdivia, resolvió enviar en esta ocasión todo el que habían recogido los conquistadores en los lavaderos que habían explotado. Montaba éste a siete mil pesos de oro, cuya mayor parte había sido extraída en Malgamalga por cuenta de Valdivia. Tanto para aligerar a los caballos de todo peso inútil como para hacer creer en el Perú que el oro era tan abundante en Chile como en otras partes el cobre o el fierro, Valdivia dispuso que el precioso metal fuese convertido en estriberas, en empuñaduras de las espadas y en vasos que debían servir a sus emisarios durante el viaje. Terminados estos aprestos en enero de   —197→   1542, Monroy y sus compañeros emprendieron la marcha. Valdivia les echó la bendición, encomendándolos a Dios y repitiéndoles nuevamente que no olvidasen la aflictiva situación en que lo dejaban286.

Las penalidades de los castellanos no podían encontrar un pronto remedio con esto sólo. El hambre los acosaba de una manera horrible. Los indios comarcanos se habían retirado a las montañas vecinas, llevándose los pocos bastimentos que habían podido salvar de la rapacidad de los españoles, y sólo se dejaban ver en las cercanías de la ciudad para molestar a éstos y para amenazar sus sembrados. Con la finalidad de hostilizar a los españoles, ellos mismos se obstinaron en no hacer nuevas siembras, sometiéndose a las mayores privaciones. Valdivia y los suyos se veían forzados a alimentarse con las yerbas de los campos y con algunas cebolletas que sacaban de la tierra, muchas veces después de un reñido combate. Recordando estos sufrimientos, el caudillo conquistador escribía a Carlos V las palabras siguientes: «Los trabajos de la guerra puédenlos pasar los hombres, porque loor es al soldado morir peleando; pero los del hambre concurriendo con ellos, para los sufrir, más que hombres han de ser». Cuenta un antiguo cronista que en esas circunstancias, al español «que hallaba legumbres silvestres, langosta, ratón y semejante sabandija, le parecía que tenía banquete»287.

A principios de 1542, los conquistadores hicieron la primera cosecha de sus sembrados. La tierra había correspondido generosamente a sus esperanzas y a sus cuidados; pero había sido tan escasa la semilla arrojada al suelo, que a pesar de la fertilidad de éste, el producto de los trabajos agrícolas no bastaba para satisfacer las necesidades de la población. El trigo había producido doce fanegas. La cosecha de maíz, sin duda, mucho más abundante, era también insuficiente para el mantenimiento de los españoles. Valdivia, siempre prudente y previsor, temiendo no ser socorrido tan oportunamente como convenía, y resuelto a establecerse en Chile a todo trance, reservó la mayor parte de esos productos para las nuevas siembras. El segundo año de la Conquista fue por esto mismo acompañado de las más penosas privaciones para aquellos valientes y obstinados colonizadores.

El mismo Gobernador ha contado estos padecimientos con el lenguaje sencillo y pintoresco que caracteriza sus relaciones. «El cristiano que alcanzaba cincuenta granos de maíz cada día, dice en una de sus cartas a Carlos V, no se tenía en poco; y el que tenía un puño de trigo no lo molía para sacar el salvado. Y de esta suerte hemos vivido; y tuviéranse por muy   —198→   contentos los soldados con esta pasadía288, los dejara estar en sus casas; pero conveníame tener a la continua treinta o cuarenta de a caballo por el campo el invierno; y acabadas las mochilas (de víveres) que llevaban, venían aquéllos e iban otros. Y así andábamos como trasgos289, y los indios nos llamaban cupais, que así nombran a sus diablos290, porque a todas horas que nos venían a buscar, porque saben venir de noche a pelear, nos hallaban despiertos, armados, y si era menester a caballo. Y fue tan grande el cuidado que en esto tuve todo este tiempo, que con ser pocos nosotros y ellos muchos, los traía alcanzados de cuenta. Basta esta breve relación para que V. M. sepa que no hemos tomado truchas a bragas enjutas». Refiriendo estos hechos en la misma fecha a Hernando Pizarro, le añadía estas palabras que explican las dificultades que el caudillo conquistador tuvo que vencer en esas circunstancias: «No sé lo que merezco por haberme sustentado en esta tierra con ciento cincuenta españoles que son del pelo de los que vuesa merced conoce». Valdivia creía, con razón, que había realizado una gran obra con sólo mantener sumisos y tranquilos a aquellos hombres pendencieros y turbulentos, siempre inclinados a conspirar y a abandonar una empresa cuando ésta no producía mucho oro.

Aun en medio de estas penurias, el activo capitán atendía a los trabajos de reconstrucción y desarrollo de la ciudad. Era a la vez, como él mismo dice, «geométrico en trazar y poblar; alarife en hacer acequias y repartir aguas; labrador y gañán en las sementeras; mayoral y rabadán en hacer criar ganados; y, en fin, poblador, criador, sustentador, conquistador y descubridor». Valdivia, comprendiendo, sin duda, que la ociosidad engendrada por aquella precaria situación, podía incitar a sus compañeros a la revuelta, los estimulaba a un trabajo constante, dando él mismo el ejemplo de incansable laboriosidad. Mandó hacer un cercado de mil seiscientos pies en cuadro, y de estado y medio de alto291, en que entraron doscientos mil adobes. Esta fortaleza, en que trabajaron sin descanso los castellanos y los indios auxiliares, servía para guardar las provisiones, y para que se guareciesen los infantes y la gente menuda al primer amago de ataque de los indios, mientras los jinetes salían al campo a defender las sementeras. Por premio de tanta constancia y de tanto trabajo, Valdivia obtuvo a principios de 1543 una abundante cosecha de trigo y de maíz que ponía a sus soldados al abrigo del hambre.

La falta de vestuarios, de herrajes y de los demás artículos necesarios para la colonia, había llegado, en cambio, a las últimas extremidades. Aunque había tres clérigos en la ciudad, éstos no podían decir misa porque se había acabado el vino, lo que era una dolorosa contrariedad para aquellos fanáticos guerreros, en quienes los más duros instintos estaban   —199→   aunados con la devoción más ardorosa. El escribano secretario del Cabildo escribió los acuerdos capitulares en tiras de cartas y, luego, se vio obligado a anotarlos en pedazos de cuero, que se comieron en su mayor parte los perros hambrientos de los conquistadores. Aun en medio de los afanes que les imponía aquella situación, habían logrado sacar algún oro en los lavaderos; pero ese precioso metal no les servía para remediar su desnudez, porque no había medio de procurarse alguna ropa. «Los españoles, dice uno de ellos, no tenían con qué vestirse, porque ya andaban muchos en cueros, que no traían encima camisas ni otros vestidos, sino unos muslos de cuero y unos jubones con que se cubrían sus vergüenzas. Había muchos que no tenían más de una camiseta de lana, que era de indio; y como todos cavaban y araban, por no gastarla, desnudaban cuando habían de arar y cavar»292. Les faltaba, además, el fierro para renovar las herraduras de los caballos y para reparar sus armas, gastadas o descompuestas con tanto combatir. La pólvora misma comenzaba a escasear. Los españoles que en último caso se habrían resignado a pasar sin misa y sin registros capitulares, no podían vivir sin armas y sin vestuario.




ArribaAbajo7. Viaje de Alonso de Monroy al Perú y sus esfuerzos para socorrer a Valdivia

Las esperanzas de todos estuvieron largo tiempo cifradas en el capitán Monroy y en los socorros que había ido a buscar al Perú. Pero pasaron veintidós meses y no se tenía noticia alguna de él. Pueden imaginarse las inquietudes que esta tardanza produciría en el ánimo de los pobladores de Santiago. Algunos debían creer que Monroy y sus compañeros habían sido muertos por los indios sublevados o que habían perecido de hambre en los áridos desiertos del camino. Otros, juzgando al emisario de Valdivia con la moral de muchos de los conquistadores del Nuevo Mundo, creyeron quizá que aquél los había olvidado engolfándose en el Perú en empresas que juzgaba más productivas. Esta clase de traiciones no eran raras en aquel tiempo, y entre aquellos hombres, y nadie habría podido garantizar la lealtad de Monroy. Sin embargo, este bizarro capitán había hecho cuanto era humanamente posible hacer para desempeñar su difícil y peligrosa comisión.

La primera parte del viaje de Monroy y de sus compañeros fue completamente feliz. Atravesaron el territorio chileno hasta llegar a Copiapó sin encontrar resistencia en ninguna parte. Se preparaban para emprender la travesía del desierto, cuando fueron sorprendidos en este último valle por un número considerable de indios. Cuatro de los castellanos sucumbieron en la refriega; pero Monroy y otro de sus compañeros, llamado Pedro de Miranda, alcanzaron a tomar sus caballos y, aunque heridos, pudieron huir hasta un cerro vecino. Allí fueron alcanzados por los indios y tomados prisioneros. Llevados a la presencia del cacique, los dos españoles habrían sido muertos indudablemente sin la intervención de una india principal. Los antiguos cronistas han referido estas ocurrencias con adornos romanescos, pero no improbables. Cuentan que Miranda encontró en casa del cacique una flauta dejada   —200→   allí por otros españoles, y que siendo un diestro flautista, encantó a los indios con su música, y se hizo perdonar la vida, obteniendo al mismo tiempo la de su compañero293.

Monroy y Miranda, sin embargo, fueron despojados de sus caballos, del oro que llevaban, de sus armas y de casi todos sus papeles. Reducidos a la condición de prisioneros, pasaron tres meses entre los indios buscando siempre una ocasión favorable para tomar la fuga. Un día, el cacique principal del valle se ejercitaba en el manejo del caballo en compañía de los dos castellanos, de otro español llamado Francisco Casco, desertor de la expedición de Almagro, y de dos indios armados que le hacían escolta, y en su paseo se había alejado de las rancherías de su tribu. Monroy, creyendo propicio el momento para efectuar su evasión, quitó de improviso una daga que llevaba Casco, dio de puñaladas al cacique dejándolo muy mal herido, y ayudado eficazmente por su compañero Miranda, desarmó a los otros dos indios, y apoderándose de los caballos, obligó al desertor a tomar con ellos el camino del despoblado294. Aquellos atrevidos viajeros habrían ido a perecer miserablemente de hambre en el desierto, sin un oportuno encuentro que tuvieron a pocas leguas de camino. Hallaron una india que conducía una llama cargada de maíz. Arrebatáronle la carga y la bestia, mataron a ésta para aprovechar su carne, y echando sobre sus caballos los sacos de maíz, continuaron su marcha para el norte. Monroy y Miranda habían resuelto desafiar todos los peligros y, aunque solos y desarmados, llegaron felizmente al pueblo de Atacama en la frontera del Perú.

Allí los amenazaba un nuevo peligro. El Perú estaba envuelto en la guerra civil. El gobernador Pizarro había sido asesinado en junio de 1541; y el hijo de Almagro, que tomó el mando del país, se hallaba amenazado por el ejército que había reunido el licenciado don Cristóbal Vaca de Castro con el carácter de gobernador en nombre del Rey. En el momento en que Monroy llegaba a la frontera del Perú, todo el sur del Perú estaba dominado por Almagro, es decir, por los rebeldes, enemigos declarados de Valdivia. En vez de encontrar allí los auxilios que esperaba, Monroy habría hallado una prisión y quizá la muerte. En tal coyuntura habría sido una imprudencia continuar su viaje al Cuzco. Torciendo su camino por la cordillera nevada, y venciendo nuevas fatigas y nuevos peligros, llegó al asiento minero de Porco, al oriente de los Andes. Allí residían muchos españoles, ocupados en faenas industriales, más o menos extraños a los sucesos que se desarrollaban en la guerra civil. Entre esos mineros, por otra parte, había algunos amigos de Valdivia, que también había residido en esa región antes de su partida para Chile. Allí encontraron Monroy y Miranda el descanso de algunos días después de las penalidades de su viaje295.

Monroy había perdido en su prisión de Copiapó las cartas que al partir le dio Valdivia para varias personas del Perú, pero había salvado un poder en forma para contraer deudas   —201→   en nombre del gobernador de Chile. En Porco halló el primer prestamista. Fue éste un clérigo portugués llamado Gonzalo Yáñez, que halagado por las descripciones de este país y de sus riquezas, prestó a Monroy cerca de cinco mil pesos de oro, y se decidió a acompañarlo a su regreso296. Tan pronto como la batalla de las Chupas hubo echado por tierra el gobierno de Almagro, Monroy voló a presentarse a Vaca de Castro. Lo encontró en Limatambo, en el camino del Cuzco, y allí le dio cuenta de los sucesos de Chile, de la apurada situación en que quedaba Valdivia y de las peripecias del viaje que él mismo acababa de hacer. Ocurría esto a fines de septiembre de 1542, siete meses después de su partida de Santiago.

Pero el nuevo gobernador del Perú estaba en la más completa imposibilidad de socorrer a Valdivia. Hallábase rodeado de afanes para atender a la pacificación del país, para castigar a los rebeldes y para premiar a los capitanes que lo habían ayudado en la reciente campaña. Las últimas conmociones habían dejado vacías las cajas reales. Así pues, aunque Vaca de Castro se interesó vivamente por la empresa del conquistador de Chile, tuvo que limitar su protección a permitir a Monroy que levantase en el Perú la bandera de enganche y a recomendar a algunos de sus allegados que auxiliasen esta empresa. Por lo demás, él escribió afectuosamente a Valdivia comunicándole la noticia de sus triunfos en el Perú y de los últimos sucesos de España y ratificándole el título que en 1539 le había dado Pizarro para acometer la conquista de Chile. Valdivia, según estos despachos, sería teniente gobernador de Chile, bajo la dependencia del gobernador del Perú.

A pesar de la actividad que desplegó Monroy para enganchar gente y para proporcionarse los recursos que necesitaba, se pasaron cerca de seis meses sin que pudiera conseguir su objetivo. Pregonaba la expedición al son de clarines y tambores; pero eran pocos los que acudían a enrolarse en sus filas a causa de la escasez de recursos del emisario de Valdivia. Un vecino principal del Cuzco, llamado Cristóbal de Escobar, antiguo conocido del conquistador de Chile, se avino a prestar otros cinco mil pesos de oro y a acompañar a Monroy en el rango de maestre de campo de la columna que organizaba. Con este dinero, y mediante las recomendaciones de Vaca de Castro, esa columna llegó a contar setenta hombres bien armados.

Al pasar por Arequipa, Monroy pudo contar con el auxilio de otro antiguo amigo de Valdivia. Era éste Lucas Martínez Vegaso, soldado afortunado de la Conquista, vecino acaudalado y regidor del Cabildo de esa ciudad, y propietario de minas en Tarapacá. Armó éste un buque suyo, cargolo de ropa, armas, fierro, vino y otros artículos que, según pensaba, debían faltar en Chile, y lo despachó para Valparaíso bajo el mando de uno de sus amigos llamado Diego García de Villalón, hombre leal y honrado, que fue más tarde uno de los mejores servidores de Valdivia. Ese cargamento importaba diez o doce mil pesos de oro; y, sin embargo, Lucas Martínez lo enviaba a Valdivia para que lo emplease en sus soldados, y «se lo pagase cuando quisiese y tuviese»297. Rara vez los prestamistas de aquella época adelantaban sus capitales en las colonias españolas con tanta generosidad.



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ArribaAbajo8. Llegan a Chile los primeros auxilios enviados del Perú y se afianza la conquista comenzada por Valdivia

La colonia fundada por Valdivia tocaba entonces las últimas extremidades de la miseria. No le faltaban víveres, pero carecía de todos los demás artículos indispensables para la vida. Los españoles, como ya dijimos, andaban casi desnudos o vestidos con las toscas jergas que arrebataban a los indios, y con cueros que ni siquiera habían sido curtidos. El mismo jefe conquistador, tan constante y sufrido para los mayores trabajos, comenzaba a comprender que aquella situación era insostenible.

En estas circunstancias llegó a Valparaíso, en septiembre de 1543, el buque despachado del Perú por Martínez Vegaso. Indescriptible fue el contento que este suceso produjo entre los conquistadores que después de más de dos años de trabajos, de privaciones y de aislamiento, recibían junto con las primeras noticias de sus compatriotas, los socorros indispensables para reparar sus necesidades. Valdivia, tomando bajo su responsabilidad el pago de aquellas mercaderías, autorizó a sus soldados para comprar los vestuarios que necesitaban, debiendo éstos obligarse por escrito a cubrir su importe. Queriendo, además, premiar el oportuno servicio prestado por García de Villalón, el Gobernador le concedió un repartimiento de tierras y de indios, y lo estimuló a establecerse en Chile298.

La situación de los conquistadores mejoró en parte con aquel socorro; pero tres meses después cambió por completo con el arribo de Monroy. El fiel y valiente emisario de Valdivia, después de vencer todo orden de dificultades en el desempeño de su encargo, entraba a Santiago a fines de diciembre a la cabeza de los setenta jinetes que había reunido y equipado en el Perú299. Monroy había sufrido las privaciones y fatigas consiguientes al viaje por los   —203→   desiertos; y había atravesado los valles del norte de Chile soportando todo género de miserias. Los indígenas de esa región eran impotentes para oponer resistencia formal a setenta castellanos bien armados y dirigidos por un capitán tan valeroso como prudente; pero retiraban y escondían sus comidas y sus forrajes, de tal suerte que aquellos soldados tuvieron que vencer mil dificultades a fin de procurarse víveres para ellos y pasto para sus caballos. Llegaron a Santiago extenuados de hambre y de cansancio; pero aquí los esperaba el más amistoso recibimiento de sus compatriotas a quienes habían salvado de una destrucción que parecía inevitable. Este pequeño refuerzo bastó para demostrar a los indígenas de las inmediaciones de Santiago el poder y los recursos de los conquistadores. «Nunca vimos más indios de guerra, dice Valdivia en una de sus relaciones. Todos se acogieron a la provincia de los poromabcaes, que comienza seis leguas de aquí, de la parte de un río caudalosísimo que se llama Maipo»300.

Los vecinos de Santiago pudieron entregarse a las pacíficas ocupaciones de la industria, seguros de que no serían perturbados por los asaltos de las hordas de bárbaros que en 1541 habían incendiado la ciudad, y que durante dos años los habían obligado a vivir con las armas en la mano. Valdivia adquirió nuevo prestigio con aquella situación, cuando se vio logrado el éxito de sus afanes y de su previsión. Su arrogancia se hizo también mucho mayor. Así, cuando Monroy le entregó los títulos por los cuales Vaca de Castro lo nombraba su teniente de gobernador en la provincia de Chile, el altivo capitán ocultó esos despachos, y continuó llamándose como antes «gobernador electo y capitán general por el Cabildo, justicia y regimiento y por todo el pueblo de esta ciudad de Santiago»301. El caudillo conquistador no quería reconocer más jefe que el Rey.