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ArribaAbajoCapítulo sexto

Valdivia; exploración del territorio; los primeros repartimientos de indios (1544-1546)


1. Expediciones enviadas por Valdivia al sur y al norte del territorio; fundación de la ciudad de La Serena. 2. Hace reconocer las costas del sur de Chile por dos buques bajo las órdenes del capitán Juan Bautista Pastene. 3. Despacha Valdivia nuevos emisarios a España y al Perú para dar noticias de sus conquistas y traer otros socorros. 4. El jefe conquistador emprende una campaña al sur de Chile: llega hasta las orillas del Biobío y retrocede a Santiago convencido de que no puede fundar una ciudad. 5. Ideas dominantes entre los conquistadores de que los territorios de América y sus habitantes eran de derecho propiedad absoluta del Rey. 6. El sistema de encomiendas. 7. Valdivia reparte entre sus compañeros el territorio conquistado y los indios que lo poblaban. 8. Preferencia que los españoles dan al trabajo de los lavaderos de oro. 9. Implantación del sistema de encomiendas de una manera estable.


ArribaAbajo1. Expediciones enviadas por Valdivia al sur y al norte del territorio; fundación de la ciudad de La Serena

La hueste de Valdivia llegó a contar, con los últimos refuerzos, poco más de doscientos hombres. Este número era, sin duda, demasiado reducido para pensar en someter toda la extensión territorial que el ambicioso conquistador pretendía dar a su gobernación. Sin embargo, desde principios de 1544, cuando Valdivia vio a Santiago y su comarca libres de las hostilidades de los indígenas, se preparó para nuevas campañas, esperando siempre recibir otros socorros de tropas que le permitiesen consolidar su dominación.

Tan pronto como los jinetes y los caballos que trajo Monroy del Perú, se hubieron repuesto de las fatigas de la marcha, Valdivia formó una buena columna, y a su cabeza partió para el sur. Era tal el prestigio de invencibles que los españoles habían conquistado entre los indígenas en la defensa de Santiago, que en ninguna parte se atrevieron éstos a oponerles la menor resistencia. Lejos de eso, abandonaban sus campos, quemaban sus habitaciones y huían despavoridos al otro lado del Maule, «dejando desamparado, dice Valdivia, el mejor pedazo de tierra que hay en el mundo, que no parece sino que en la vida hubo indio en ella».

Los lavaderos de oro que comenzaban a explotar los conquistadores en las vecindades de Santiago, daban un pobre beneficio por falta de brazos. Los indios comarcanos habían emigrado al otro lado del Maule para no someterse a la dura condición a que los reducían los españoles; y allí, lejos de sus tierras, llevaban una vida miserable, pero conservaban al menos su libertad. Valdivia quiso hacerlos volver, para reducirlos al trabajo, y encargó esta comisión a Francisco de Villagrán, elevado al rango de maestre de campo, y al capitán Francisco de Aguirre. Llegaron éstos hasta las orillas del Rata, y desde allí emprendieron la   —206→   persecución de los indígenas, para obligarlos a regresar a las provincias que habían abandonado. Aguirre quedó establecido en aquella región para impedir que esos infelices bárbaros volviesen a emigrar.

Parece que esta persecución fue bastante eficaz. Los españoles trataron, sin duda, a los indios con el rigor que solían emplear en estas expediciones. «Viéndose tan seguidos, y que perseverábamos en la tierra, dice Valdivia, tienen quebradas las alas, y ya de cansados de andar por las nieves y montes como animales, determinan de servir». En efecto, poco más tarde volvían a sus tierras, reconstruían sus chozas y comenzaban a dedicarse de nuevo al cultivo de sus campos, para lo cual Valdivia repartió a los jefes de tribus semillas no sólo de maíz sino, también, de trigo. Aquí los esperaba, en cambio de estos obsequios, el penoso y obligatorio trabajo de lavaderos que importaba para ellos la pérdida de su antigua independencia, y para muchos la pérdida de la vida.

Se hallaba Valdivia empeñado en estos trabajos en abril de 1544, cuando recibió una noticia que contrariaba en cierto modo sus planes de dar vida y animación a la colonia y de acreditarla en el exterior. Cuatro o cinco comerciantes del Perú habían equipado un buque y cargádolo de toda suerte de mercaderías para traerlas a Chile, y venderlas a sus pobladores. Habiéndose acercado a la costa de Copiapó, trataron de desembarcar el piloto y algunos marineros. Atacados de sorpresa por los indios pescadores de la vecindad, todos ellos fueron asesinados inhumanamente por aquellos bárbaros, que conservaron como trofeo de victoria el bote que montaban los marinos castellanos. A bordo del buque no quedaban más que tres hombres y un negro; y, aunque inexpertos para dirigir una nave, levantaron anclas y continuaron su viaje al sur. Su inexperiencia los llevó cerca de la embocadura del río Maule, donde el mar embravecido atrojó la nave sobre la costa. Acudieron los indios en tropel, asesinaron a los tripulantes y quemaron el casco del buque. Francisco de Villagrán, enviado por Valdivia a castigar este inhumano asesinato, ahorcó a todos los indios sobre los cuales recaían sospechas de haber tomado parte en él302.

Este desgraciado accidente decidió quizá a Valdivia a atender a la defensa de la región del norte para impedir que se repitieran los asesinatos de los españoles que intentaban penetrar en Chile. Con este objeto, no vaciló en desprender de su pequeño ejército, aun con peligro de la seguridad de sus conquistas, una columna de poco más de treinta hombres que puso bajo las órdenes del capitán Juan Bohón, regidor ese año del cabildo de Santiago. Para alentar a los soldados que partían a esta expedición, Valdivia comenzó por repartirles los indígenas de aquellas provincias. Asignó a cada uno de aquéllos un número tal de indios, que según lo sabía perfectamente el caudillo conquistador, la escasa población de esa parte del país no podía bastar para completar los repartimientos. Juan Bohón, sin embargo, no halló serias dificultades en el cumplimiento de su encargo. Según las instrucciones que   —207→   llevaba, fundó en el valle de Coquimbo, y a poca distancia del mar, una ciudad que llamó La Serena, en recuerdo de la vasta dehesa en que está situado el pueblo natal de Valdivia303. La nueva ciudad no tuvo más que trece vecinos. Los otros soldados que formaban la expedición del norte quedaron en frontería, es decir, recorriendo los campos vecinos para aquietar a sus pobladores. Una pequeña embarcación construida en Valparaíso, servía para mantener las comunicaciones y para proveerla de víveres304. Por entonces se creyó que la tranquilidad quedaba afianzada en aquellos lugares.




ArribaAbajo2. Hace reconocer las costas del sur de Chile por dos buques bajo las órdenes del capitán Juan Bautista Pastene

El invierno de 1544 fue para Valdivia y para los colonos de Santiago un período de forzada inacción. Desde abril se desataron las lluvias, y continuaron con tanta fuerza que los indios contaban que no tenían recuerdo de un tiempo más crudo y tempestuoso. Los ríos arrastraban un caudal de agua tan abundante que hacía imposible su paso. El Mapocho mismo, que habla parecido tan inofensivo y pequeño a los españoles que acababan de asentarse en sus riberas, salió de madre y estuvo a punto de anegar la naciente ciudad. Los campos cubiertos de agua y de pantanos intransitables, interrumpían toda comunicación.

Durante los días más rigurosos de aquel invierno excepcional, en el mes de junio, llegó a Valparaíso el navío San Pedro, enviado del Perú por el gobernador Vaca de Castro305. Mandábalo un perito marino genovés llamado Juan Bautista Pastene, que había prestado importantes servicios a los Pizarro en la conquista de aquel país y en las guerras civiles posteriores. Vaca de Castro, temeroso de que los franceses, empeñados entonces en las largas guerras que han hecho famosas las rivalidades de Carlos V y Francisco I, intentasen   —208→   penetrar en el Pacífico para atacar las posesiones españolas, había encargado a Pastene que viniera a las costas de Chile, y que poniéndose en comunicación con Valdivia, a quien podía llevar armas y socorros, tratase de rechazar cualquier amago de invasión306

. La escasez de recursos por que pasaba el Perú, fue causa de que se retardara la salida de esa nave; pero, a principios de 1544, un comerciante llamado Juan Calderón de la Barca, que gozaba de la confianza y de la protección de Vaca de Castro, ayudó a los gastos del viaje para traer a Chile un cargamento de mercaderías307.

Valdivia era sobradamente arrogante para que temiese las invasiones de los enemigos del rey de España, que causaban tantos temores a Vaca de Castro. «Podemos vivir bien seguros de franceses en estas partes, decía el gobernador de Chile, porque mientras más vinieren más se perderán»308. Pero la presencia en estos mares de una nave de que podía disponer, y la circunstancia de estar mandada por un marino tan inteligente como Pastene, con quien había contraído amistad en el Perú, le sugirieron el pensamiento de hacer reconocer las costas del territorio que quería hacer entrar en su gobernación. Con este objetivo se   —209→   trasladó en persona a Valparaíso en el mes de agosto, tan luego como los primeros días de primavera permitieron atravesar los campos que habían estado intransitables durante el invierno. Allí dispuso todos los aprestos para la expedición. El navío San Pedro, y el Santiaguillo, en que el año antes había llegado a Chile Diego García de Villalón, fueron provistos de una buena dotación de víveres y convenientemente alistados para el viaje.

La expedición debía ser mandada por Pastene, a quien Valdivia confió el cargo de su teniente general en el mar, como Monroy lo era en tierra. El 3 de septiembre, después de darle los despachos, en que acordaba este nombramiento, el Gobernador le hizo la entrega solemne del estandarte en que estaban pintadas las armas reales y las del mismo Valdivia. «Capitán, le dijo, yo os entrego este estandarte para que bajo la sombra y amparo de él, sirváis a Dios y a S. M. y defendáis y sustentéis su honra y la mía en su nombre, y me deis cuenta de él cada y cuando os lo pidiese: y así haced juramento y pleito homenaje de lo cumplir». Pastene prestó en el acto, y delante de muchos testigos, el juramento que se le pedía.

Según las instrucciones de Valdivia, Pastene se dirigía al sur; y reconociendo prolijamente la costa, facilitaría el desembarco de dos oficiales de tierra, Jerónimo de Alderete y Rodrigo de Quiroga, encargados de tomar la posesión oficial de aquellos lugares. El escribano de gobierno, Juan de Cardeña, debía dar el testimonio de esta posesión. Valdivia le encargó, además, que fondeara en el río Maule para comunicarse con las tropas de tierra que tenía en esos lugares, a fin de pasarlas a la orilla sur y facilitar las operaciones en que estaban empeñadas.

La escuadrilla zarpó de Valparaíso antes de amanecer del 5 de septiembre, impulsada por los últimos nortes del invierno. Durante trece días consecutivos, navegaron sin alejarse mucho de la costa, pero haciéndose al mar cada noche para evitar el peligro de ser arrastrados a la playa por el noroeste reinante. El tiempo, constantemente nublado, no permitía a los pilotos tomar la altura ni distinguir bien la tierra. Por esta razón, sin duda, no pretendieron penetrar en el río Maule, como lo había recomendado Valdivia. Por fin, después de trece días de viaje, el 17 de septiembre, el sol se mostró en todo su esplendor. Los pilotos tomaron la altura y reconocieron que se hallaban a la latitud de 41° y un cuarto. Los navegantes, que habían podido apreciar las tempestades de aquellos mares, determinaron acercarse a tierra, y dar enseguida la vuelta al norte aprovechándose del viento sur que había aparecido con el buen tiempo. En la misma tarde echaron el ancla en una dilatada bahía, que juzgaron bastante segura.

En la mañana siguiente (18 de septiembre) bajaron a tierra Pastene, Alderete, el escribano Juan de Cardeña y varios hombres armados. Algunos indios de las inmediaciones que se habían acercado a la playa atraídos por la curiosidad que despertaba un espectáculo tan nuevo para ellos, lanzaban gritos y amenazas; pero cuando los españoles les hubieron obsequiado algunas bagatelas que llevaban preparadas, los salvajes se mostraron mucho más dóciles y tratables y dieron los nombres con que designaban los ríos y cerros de las inmediaciones. El capitán Jerónimo de Alderete, llevando su escudo en el brazo izquierdo y su espada desenvainada en la mano derecha, avanzó gravemente y repitió por tres veces las palabras siguientes: «Escribano que presente estáis, dadme por testimonio en manera que haga fe ante S. M. y los señores de su muy alto consejo y cancillería de las Indias, como por S. M. y en su nombre por el gobernador Pedro de Valdivia, tomo y aprehendo la tenencia y posesión y propiedad de estos indios y en toda esta tierra y provincia y en las demás sus comarcanas; y si hay alguna persona o personas que lo contrario digan, parezcan delante, que yo se la defenderé en nombre de S. M. y del dicho Gobernador, y sobre ello perderé la   —210→   vida; y de como lo hago, pido y requiero a vos el presente escribano, me lo deis por fe y testimonio, signado en manera que haga fe, y a los presentes ruego me sean dello testigos».

De todos los presentes a esta curiosa y característica ceremonia, sólo podían contradecir a Alderete los pobres indios a quienes se pretendía despojar de su libertad y de sus tierras. Pero ellos no entendían una palabra de cuanto se decía, y mucho menos el alcance de aquellas declaraciones. Así, pues, el acto solemne de la toma de posesión se terminó sin contratiempos. La bahía aquella y el río vecino recibieron, en honor de Valdivia y del buque explorador, el nombre de San Pedro, que han conservado hasta ahora. Para demostrar que aquel territorio pertenecía desde entonces al rey de España, Alderete cortó algunas ramas de los árboles, arrancó algunas yerbas y cavó la tierra. Sus compañeros construyeron una cruz que dejaron amarrada a un árbol y, en la misma tarde, se daban a la vela con rumbo al norte, llevando consigo algunos de los indios cogidos en la playa.

Los navegantes continuaron su exploración sin encontrar dificultades. Desembarcaban en algunos puntos sin temer a los indios que en grupos más o menos numerosos acudían a la playa en actitud amenazadora, pero que luego se retiraban contentos con los obsequios que se les hacían y, aun, daban generosamente sus propias provisiones. En todas partes, Alderete tomaba posesión de la tierra y de los indios con las mismas ceremonias, y mandaba que el escribano extendiera siempre el acta que debía remitirse al rey de España. Aun, llegaron a simplificar notablemente esta operación. El 22 de septiembre se hallaron enfrente de un río y puerto, cuya latitud fijaron bastante aproximadamente en 39° y dos tercios. Como la hora era bastante avanzada, no bajaron a tierra, y desde el buque dieron a aquel lugar el nombre del gobernador Valdivia, que hasta hoy conserva. Jerónimo de Alderete, por otra parte, tomó posesión de la tierra y de sus habitantes desde la cubierta del navío San Pedro. Esta práctica se observó en la exploración de la costa del norte y de las islas adyacentes. Los castellanos, temiendo, sin duda, el verse obligados a sostener combates con los indios bravos y numerosos de esa región, y no creyéndose fuertes y preparados para esa lucha, tomaban desde sus buques posesión nominal del país y de sus habitantes, y extendían el acta solemne que dejaban firmada el escribano y los testigos de la expedición. El 30 de septiembre entraban al puerto de Valparaíso satisfechos del resultado de su viaje309.



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ArribaAbajo3. Despacha Valdivia nuevos emisarios a España y al Perú para dar noticias de sus conquistas y traer otros socorros

De poco servía a Valdivia la posesión nominal que su capitán y su escribano habían tomado de aquellas tierras y de sus indios, porque carecía de las fuerzas suficientes para hacer efectiva la ocupación. Los conquistadores, sin embargo, ensoberbecidos con sus primeros triunfos, y deseosos, sobre todo, de que se les repartiesen los indios de la poblada región del sur para echarlos a los trabajos de las minas o lavaderos en que soñaban enriquecerse, pedían con instancia que se emprendiese su conquista. Valdivia, por su parte, pensando con mucha más prudencia, tenía resuelto el enviar nuevos emisarios al Perú a enganchar más soldados con que adelantar esa conquista. Pero, como sabía perfectamente que «no llevando oro era imposible traer un hombre», según dice él mismo, contrajo toda su actividad a procurarse este metal. Queriendo tener propicios a los indios chilenos para que hiciesen sus siembras, y no volviesen a emigrar al sur, determinó Valdivia no llevarlos por entonces a los trabajos de los lavaderos. Ocupó en estas faenas a los indios yanaconas que había traído del Perú, que según las relaciones del jefe conquistador, componían un total de quinientos individuos, y que, a ser cierto lo que allí mismo se cuenta, ayudaban a los españoles «de buena gana». Parece que el punto principal de explotación fue el valle de Quillota. Valdivia enviaba de Santiago los víveres para sus trabajadores, a quienes atestigua en sus cartas un cariño particular. «Los tenemos, dice, por hermanos por haberlos hallado tales en nuestras necesidades».

El resultado de esta explotación fue relativamente satisfactorio. Haciendo relavar las tierras sueltas de donde los indios habían sacado oro en otro tiempo, los castellanos juntaron en una temporada de nueve meses de trabajo, veintitrés mil castellanos o pesos de oro, cuyo valor equivale muy aproximadamente a setenta mil pesos de nuestra moneda. Este beneficio era tanto más considerable cuanto que la explotación originaba muy pocos gastos. Los yanaconas o indios de servicio, trabajaban sin remuneración alguna; y su alimentación no imponía tampoco grandes sacrificios. Esos pobres indios, tan pacientes como sobrios, casi no consumían más que un poco de maíz, que después de las primeras cosechas había llegado a ser muy abundante en la región poblada por los españoles.

Aquella suma de oro no era toda de Valdivia; pero éste supo darse trazas para tomar la parte que correspondía a algunos de sus gobernados. El jefe conquistador, que según parece, estaba dotado de cierto talento oratorio, aprovechaba las reuniones de sus compatriotas, como la salida de misa, para representarles la conveniencia y la utilidad de suministrarle algunos recursos para enviar al Perú por nuevos refuerzos de tropa y por nuevos socorros. Algunos de ellos, sin embargo, temiendo que Valdivia fuese removido por el Rey del gobierno de la colonia, y que no pudiese satisfacer sus compromisos, no se dejaban persuadir fácilmente por aquellos discursos; pero si no por su libre voluntad, por el temor al menos de verse despojados por la fuerza, acudían con los pocos dineros que habían atesorado. Valdivia llegó al fin a completar aquella cantidad con no poco trabajo, a mediados de 1545310.

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Su propósito era enviar ese dinero al Perú con los oficiales de su mayor confianza, con Alonso de Monroy y con Juan Bautista Pastene, para que el uno por tierra y el otro por mar le trajesen socorros de gente, de caballos y de armas. Esta elección probaba una vez más la sagacidad del caudillo conquistador, y su conocimiento de los hombres que lo rodeaban. Monroy y Pastene eran un modelo de lealtad; pero a pesar de su penetración, Valdivia se dejó engañar por otro aventurero en que no debió depositar su confianza. Era éste aquel Antonio de Ulloa que había venido confabulado con Pedro Sancho de Hoz para quitarle en Atacama el mando de las tropas con que Valdivia emprendió la conquista de Chile. Después de aquel suceso, había mostrado la más absoluta sumisión al jefe conquistador, ocultando tan bien sus resentimientos que, aunque parece que estimulaba la discordia en la colonia, como lo creían algunos de sus contemporáneos, nunca dejó huellas de su doblez. Lejos de eso, supo ganarse la confianza de Valdivia hasta obtener en 1542 el cargo de regidor del cabildo de Santiago, y un repartimiento de tierras y de indios. Cuando el Gobernador se preparaba para despachar sus emisarios, Ulloa solicitó permiso para volver a España. Contaba que en Extremadura acababa de morir sin herederos un hermano suyo, y que él quería ir a recoger su mayorazgo para que no se perdiese su apellido. Valdivia quiso aprovechar esta ocasión para hacer llegar hasta la Corte la relación de sus conquistas y la petición de las gracias y mercedes a que se creía merecedor. El cabildo de Santiago y los tesoreros reales de la colonia aprovecharon esta ocasión para escribir al Rey pidiéndole que confirmase a Valdivia en el cargo de gobernador que se le había conferido por aclamación popular.

Entonces fue cuando Valdivia dirigió al Rey la primera carta que hemos tenido necesidad de citar tantas veces en estas páginas, y junto con ella otras muchas para el presidente del Consejo de Indias, y para varios otros altos personajes a quienes quería interesar en su favor. Una de ellas, la única que ha llegado hasta nosotros, además de la del Rey, iba dirigida a Hernando Pizarro, a quien Valdivia suponía en el apogeo de la grandeza, y que por el contrario se encontraba entonces encarcelado en un fuerte, en castigo de los desmanes cometidos en el Perú. Refería en esas cartas, clara, pero compendiosamente, las peripecias de la conquista, describía el país y exaltaba las excelencias de su clima y de su suelo, y la riqueza de sus minas, para atraer a él nuevos pobladores. Es discutible si el mismo Valdivia es el autor de estas cartas o si ellas eran escritas por Juan de Cardeña, «mi secretario de cartas», como dice el jefe conquistador; pero aun aceptando que no sea suya la redacción fácil y corriente, el donaire en el decir, los rasgos enérgicos y vigorosos que allí abundan, y que conocido el estado que entonces alcanzaba el arte de escribir, suponen un verdadero talento de escritor, siempre sería de Valdivia el espíritu superior que ha inspirado esa correspondencia, la penetración que deja ver en los planes y propósitos del conquistador, y la sagacidad con que sólo refiere lo que interesa a su causa y con que presenta los hechos con la luz más favorable a sus intereses. Bajo todos estos aspectos, las cartas de Valdivia, bien superiores a las relaciones de la mayor parte de los capitanes y aun de los letrados de la conquista del Nuevo Mundo, casi pueden soportar sin desdoro la comparación con la admirable   —213→   correspondencia de Hernán Cortés. Si encerraran aquéllas en sus páginas la acción completa de una epopeya más animada y pintoresca que las que han inventado los poetas, como se halla en las cartas del conquistador de México, las de Valdivia correrían reimpresas y traducidas. Pero tocó en suerte al conquistador de Chile consumar empresas menos brillantes, pero no menos difíciles y heroicas; y esta circunstancia, extraña a sus bríos y a su genio, lo ha privado de una parte de la gloria que le correspondía como guerrero y como escritor311.

Copiada su correspondencia, y terminados todos sus arreglos, Valdivia se trasladó a Valparaíso con sus emisarios. A mediados de agosto se embarcó en el navío San Pedro, y se hizo a la mar con rumbo a La Serena. Necesitaba esta nave algunas reparaciones, y por falta de otros materiales, se la quería calafatear con cierta goma o cera vegetal que allí abundaba. Este trabajo los demoró en La Serena algunos días, del 25 de agosto al 4 de septiembre. En ese puerto, entregó Valdivia sus cartas a Antonio de Ulloa, recomendándole encarecidamente que tomase su representación en la Corte. Para los gastos de viaje le dio de su propio tesoro mil pesos de oro, casi lo único de que podía disponer. «Quisiera, escribía Valdivia a Herrando Pizarro, tener con qué enviar a Ulloa tan honrado y prósperamente como merece; pero viendo él que no lo tengo, y mi voluntad que es de darle mucho, va contento con lo poco que lleva. A vuestra merced suplico le tenga en el lugar que merece, porque le tengo por amigo por el valor de su persona y por ser quien es»312. El navío San Pedro zarpó del puerto el 4 de septiembre de 1545 llevando junto con los tres emisarios de Valdivia todas las esperanzas de éste y todo el dinero que había podido obtener con infinitos trabajos y con no pocas extorsiones.




ArribaAbajo4. El jefe conquistador emprende una campaña al sur de Chile: llega hasta las orillas del Biobío y retrocede a Santiago convencido de que no puede fundar una ciudad

El caudillo conquistador no se demoró en aquella ciudad más que el tiempo necesario para dotarla de un Cabildo, y para dictar algunas providencias militares a fin de ponerla a cubierto de las hostilidades de los indios. Los soldados que quedaban en Santiago ardían en deseos de expedicionar al sur, y hacían los preparativos para abrir una campaña en que esperaban someter millares de indios a quienes hacer trabajar en los lavaderos de oro. Valdivia, de vuelta a Santiago, aceleró estos aprestos; pero teniendo a la vez que atender a los trabajos administrativos, sobre todo para dar desarrollo a la explotación de las minas, sólo pudo emprender la marcha cuatro meses después.

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Eran tales las ilusiones que los castellanos se habían forjado en el provecho que iban a reportar en esta expedición, que todos querían partir al sur. Valdivia, sin embargo, invocando el servicio que en ello prestaban a Dios y al Rey, mandó que el mayor número se quedara sustentando la ciudad313. Apartó sólo sesenta jinetes bien armados, y a su cabeza partió de Santiago el 11 de febrero de 1546. Durante los primeros días de marcha, los castellanos no experimentaron ninguna dificultad; pero desde que se acercaron a los territorios de los formidables aucas o araucanos, hallaron una población mucho más densa y dispuesta a disputar palmo a palmo la posesión del suelo. El primer choque con un cuerpo de trescientos indios, fue, como debía esperarse, una victoria para los soldados de Valdivia, pero éstos pudieron comprender desde ese momento que tenían que habérselas con enemigos tan esforzados como valientes.

En efecto, aquella misma noche cayó de improviso sobre el campamento de los españoles un cuerpo de guerreros indios que Valdivia, exagerando, sin duda, considerablemente su número, computa en siete u ocho mil hombres. Los bárbaros atacaban en escuadrones compactos, «como tudescos», dice Valdivia, y con un vigor que los conquistadores no habían visto nunca en las guerras de América. La lucha duró más de dos horas, al cabo de las cuales los indios tuvieron que abandonar el campo dejando muertos un gran número de hombres y, entre ellos, a uno de sus jefes. Los españoles pudieron cantar victoria con pérdida de dos caballos y de algunos heridos.

Estos primeros combates, aunque felices, debieron hacer pensar a los conquistadores en las dificultades de la empresa en que se habían metido. Sin embargo, la arrogante confianza que tenían en su superioridad, los indujo a adelantarse cuatro leguas más, hasta el sitio en que el caudaloso Biobío desemboca en el mar. Valdivia creía que aquel sitio era favorable para fundar una ciudad, a lo que le estimulaba principalmente el gran número de indios a quienes pensaba reducir a repartimiento; pero por todas partes descubría los síntomas de una resistencia encarnizada y terrible que podía costarle muy caro, tal vez la derrota completa de su pequeña hueste, y quizá también la pérdida del territorio que ya tenía conquistado. Ante tales peligros, todos sus capitanes estuvieron de acuerdo en que era indispensable dar la vuelta a Santiago314. Los antiguos cronistas que han contado esta campaña con algunas equivocaciones en cuanto al tiempo en que tuvo lugar, así como algunos documentos contemporáneos, consignan un hecho que revela los peligros de aquella campaña, pero que Valdivia ha omitido en sus relaciones. Refieren que viéndose amenazados los castellanos de una sublevación general de los indígenas, y temiendo que éstos les cortasen la retirada, dejaron una noche encendidos sus fuegos en el campamento y tomaron cautelosamente el camino de Santiago315.

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Los expedicionarios estaban de vuelta a fines de marzo. Por más que los ofuscara su jactanciosa arrogancia, y por más contento que produjera entre sus compatriotas la noticia de aquellas tierras tan pobladas de que esperaban sacar, en breve, tantos indios de trabajo, Valdivia y sus compañeros no podían disimular que esa campaña, que dejaba ensoberbecidos a los indios del sur, era un fracaso de las armas españolas. Los indígenas de Santiago y hasta los del norte, se contaban en secreto los triunfos de sus compatriotas y concebían la esperanza de verse libres de sus opresores. Teniendo Valdivia que anunciar a los habitantes de esta región, así indios como españoles, ciertas providencias relativas a los repartimientos, hizo publicar un bando; y con el propósito de sostener el prestigio de sus armas, refería los sucesos de la última expedición en los términos siguientes: «Hizo su señoría (esta campaña) creyendo poblaría en aquella tierra una ciudad que podría sustentar con la gente que llevaba hasta que le fuese socorro. Y llegando su señoría a aquella tierra y descubriéndola como la descubrió, viendo la mucha pujanza de indios y los pocos cristianos que llevaba para poder poblar y sustentar, siendo suplicado, importunado y requerido de toda la gente, diese la vuelta a esta ciudad hasta que con más pujanza, sabiendo la que era menester para poblar y sustentar, tornase su señoría a ir. Y él viendo que convenía al servicio de S. M. y pro de sus vasallos y de la conquista de toda la tierra, dio la vuelta con todos ellos a esta ciudad»316. El astuto caudillo se guardaba bien de mencionar siquiera los ejércitos de indios reunidos en el sur, que lo habían obligado a retroceder a Santiago.




ArribaAbajo5. Ideas dominantes entre los conquistadores de que los territorios de América y sus habitantes eran de derecho propiedad absoluta del Rey

Este bando, como hemos dicho, tenía por objetivo el promulgar ciertas disposiciones relativas a los repartimientos. Estamos en el caso de suspender la narración de los sucesos militares de la Conquista para dar a conocer esas disposiciones y los hechos de otro orden que se relacionan con ellas.

Los conquistadores llegaban a América con la convicción más profunda de que el suelo y los habitantes de este continente eran propiedad incuestionable de los reyes de España. El descubrimiento del nuevo mundo habría bastado, según ellos, para conferirles este derecho; pero desde el año siguiente del descubrimiento, las concesiones pontificias vinieron a robustecer los títulos de dominio de los soberanos. Las famosas bulas de Alejandro VI ratificaron su derecho de propiedad en nombre de Dios; y dieron a la Conquista ese carácter religioso y casi divino que veía en ella el fanatismo interesado del pueblo español. Nació de aquí la persuasión arraigada en todos los ánimos de que las expediciones de los castellanos   —216→   en las Indias estaban colocadas bajo la protección de Dios, el cual no debía economizar los más singulares prodigios para llevarlas a término feliz. Los conquistadores, así los jefes como los soldados, tanto los ignorantes como los más cultos de entre ellos, que pudieron consignar en sus escritos la historia de aquellas guerras, contaban formalmente y, sin duda, lo creían, que en los más reñidos combates, cuando los españoles estaban más estrechados por los innumerables ejércitos de indios, bajaban a la tierra los santos del cielo y combatían con armas sobrenaturales hasta poner en espantosa derrota a los enemigos del rey de España. La lucha entre los indígenas que defendían su suelo y su libertad, y los conquistadores que contra toda razón y toda justicia venían a arrebatarles sus bienes y a reducirlos a la esclavitud, pasó a ser, en el concepto de los castellanos, una guerra sagrada en que el demonio pretendía en vano oponerse al poder irresistible de los reyes de España, representantes armados de Dios y bendecidos por la autoridad divina de los papas. Los capitanes menos escrupulosos de entre los conquistadores, aquéllos que no retrocedían ante ninguna perfidia, ni ante las más injustificables atrocidades, invocaban con la mayor confianza la protección de Dios, y estaban persuadidos, después del triunfo, de que el cielo había venido en su ayuda.

La creencia de que en virtud de la concesión pontificia estos territorios eran propiedad incuestionable del rey de España, adquirió, como hemos dicho, el carácter de una convicción profunda, de uno de esos hechos revestidos con el prestigio de un verdadero dogma, que nadie podía poner en duda sin incurrir en esas tremendas censuras que comprometen el bienestar en el presente y la salvación de las almas para después de la muerte. Los mismos reyes, beneficiados directamente con aquellas concesiones, estaban persuadidos de la solidez de tales títulos, que invocaban a cada paso en apoyo de su ambición. Ni siquiera daban el nombre de conquista a la ocupación armada de los territorios de los indígenas americanos. No se debe llamar conquista, pensaban ellos, al acto de entrar en posesión de lo que nos pertenece. Mandaron por esto que aquellas guerras terribles y desoladoras que sus capitanes hacían a los indígenas, se denominasen pacificación y población317.

Es cierto que los monarcas españoles hubieran querido evitar los horrores de esas guerras, y que así lo recomendaban a los capitanes a quienes se autorizaba para emprender cada nuevo descubrimiento; pero estas mismas recomendaciones eran el fruto de la convicción en que estaban de que los indios no tenían derecho para resistir a las armas de los cristianos, y de que estaban en el deber de someterse a una dominación autorizada por el Papa, representante directo de Dios en la Tierra. Esta caridad de los soberanos, dio lugar a un curioso procedimiento que basta por sí solo para caracterizar las ideas y las creencias de una época. Después de oír el consejo de los hombres más doctos en teología y cánones, uno de éstos, Juan López de Palacios Rubios, el más grande de los letrados españoles de su siglo318, redactó un célebre requerimiento que debía leerse a los indígenas antes de comenzar a pacificarlos. «La historia del género humano, dice un grave historiador, no ofrece cosa más singular   —217→   ni más extravagante que la fórmula que imaginaron para llenar este objeto»319. Según este escrito, Dios creó el cielo y la tierra hacía cinco mil años, y creó también un hombre y una mujer, que son los padres del género humano, esparcido después de muchas generaciones en todos los ámbitos de la tierra. El mismo Dios sometió a todos los hombres, cualquiera que fuese su religión, a la autoridad de uno llamado San Pedro, con facultad de juzgarlos y gobernarlos, y con el título de Papa, que quiere decir admirable, mayor, padre y guardador. A él y a sus sucesores deben obediencia todas las gentes hasta que el mundo se acabe. Uno de esos papas, como señor del mundo, hizo donación de las Indias a los reyes de Castilla y sus sucesores con todo lo que en ellas hay, de manera que esos soberanos son reyes y señores de estas tierras por virtud de la dicha donación, y sus habitantes deben rendirles acatamiento y obediencia, reconociéndolos como tales reyes y señores. En este caso, el rey de España los trataría con amor y cariño; pero si los indios, desconociendo sus deberes, no se sometiesen, los capitanes del Rey, ayudados por Dios, entrarían en las tierras de los rebeldes, les harían una guerra implacable y los reducirían a ellos, a sus hijos y sus mujeres a esclavitud como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor legítimo320. Los autores de este singular requerimiento parecían creer que los indios americanos que oyesen su lectura, como movidos por una fuerza sobrenatural, se someterían gustosos a la dominación del rey de España o incurrirían con justicia en las penas con que se les conminaba.

El famoso requerimiento, si no en su forma textual, en su esencia y en su fondo, era constantemente explicado a los indios; pero, como debe suponerse, en ninguna parte produjo el efecto que se esperaba. Los indios no entendían lo que se les decía y, aun, en el caso de comprenderlo, se resistían a someterse voluntariamente a la dominación de los invasores, marcada siempre desde sus primeros pasos por los actos de la más dura violencia y de la más insaciable rapacidad. Conocieron, luego, que sometiéndose o no, siempre se les obligaba a un trabajo penoso a que no estaban acostumbrados, y a entregar sus víveres y sus bienes. Preferían por esto resistir cuanto les era dable y, aunque en la resistencia empleaban todos los arbitrios que les inspiraba la desesperación, así como la falsía y la crueldad característica de los bárbaros y de las civilizaciones inferiores, eran al fin sometidos a un régimen de cruel esclavitud disfrazada con un nombre menos duro.




ArribaAbajo6. El sistema de encomiendas

La base de este sistema era, como ya hemos dicho, la creencia profundamente arraigada de que el rey de España era el dueño y protector de los indios americanos. Como tal, y en virtud de sus derechos de soberano, podía someterlos al pago de un tributo. Estando obligado a remunerar los servicios que le prestaban sus capitanes en la conquista del Nuevo Mundo, podía también «descargar su conciencia», como entonces se decía, esto es, pagar esos servicios, traspasándoles por un tiempo dado cierto número de indios, cuyos tributos debían ser para el concesionario. Este sistema, nacido de las ideas que engendró la organización   —218→   feudal de la Edad Media, fue creado gradualmente por una serie de ordenanzas que se corregían o se completaban, y convertido en una explotación mucho más práctica y mucho más beneficiosa.

El tributo de los indios fue transformado, al fin, en un impuesto de trabajo personal. Se les obligó a trabajar a beneficio de los concesionarios, en los campos, en las minas, en los lavaderos de oro y en las pesquerías de perlas. Ese trabajo producía mucho más que lo que habría podido producir un simple impuesto. Tener indios era, según el lenguaje corriente y usual de los españoles, «tener qué comer», esto es, tener los medios de enriquecerse. Según la práctica introducida en las colonias, aquellas concesiones duraban ordinariamente dos vidas, es decir, la del concesionario y la de sus herederos inmediatos. Después de éstas, los indios quedaban vacos y volvían a caer bajo el dominio de la Corona. Pero entonces se presentaban ordinariamente nuevos solicitantes, que alegando sus servicios o los de sus mayores, obtenían, a su vez, el repartimiento por otras dos vidas. Podían hacer estas concesiones los gobernadores y los virreyes en nombre del soberano, pero en todo caso, para tener valor efectivo, estaban sometidas a la aprobación de este último.

Debiendo darse a este sistema un nombre que no fuese el de esclavitud de los indios, se le dio el de encomiendas. El Rey, se decía, encomienda sus indios a los buenos servidores de la Corona, para ponerlos bajo el amparo y protección de éstos, a fin de que sean tratados con suavidad y justicia. Los encomenderos debían cuidar de convertirlos al cristianismo y atender a la salvación de sus almas. En la práctica, el sistema de encomiendas fue la base del más duro y cruel despotismo. Los pobres indios fueron convertidos en bestias de carga para transportar los bagajes de los conquistadores en sus expediciones militares, se les reducía a los más penosos trabajos en que morían por centenares, se les encadenaba para que no se fugasen y hasta se les marcaba en el rostro con hierros candentes para reconocerlos en cualquier parten321.

Cuando estos horrores fueron conocidos en España, los reyes trataron de suavizar ese sistema con numerosas y repetidas leyes siempre ineficaces y desobedecidas y, aun, quisieron suprimirlo por completo. Les fue imposible destruir un estado de cosas que había creado tantos intereses en las colonias, y se limitaron a dictar nuevas ordenanzas para regularizar aquel régimen, sin conseguir otra cosa, como habremos de verlo en el curso de esta historia, que revestirlo con apariencias legales menos ofensivas a todo sentimiento de humanidad.



  —219→  

ArribaAbajo7. Valdivia reparte entre sus compañeros el territorio conquistado y los indios que lo poblaban

La conducta observada con los indígenas por los conquistadores de Chile no se apartó de esos antecedentes. Los antiguos cronistas refieren prolijamente las arengas con que Almagro y los sacerdotes que lo acompañaban, explicaron a los indígenas el objeto y el alcance de su expedición, y el deber en que estaban éstos de someterse a los representantes del rey de España, señor y dueño absoluto de las Indias. Aunque no intentó establecerse en el país y, aunque por esto mismo no pensó en repartir las tierras y los indios entre los soldados de su ejército, dispuso de los infelices indígenas y de sus escasos bienes como de una propiedad indiscutible. Los despojó de sus víveres y los obligó a servirle de bestias de carga, dándoles un tratamiento tal que no se puede recordar sin indignación.

Resuelto a cimentar definitivamente una gobernación, Valdivia comenzó también por exigir de los indios la sumisión y la obediencia que según las ideas fijas de los conquistadores, debían aquéllos de derecho al rey de España. Cuando hubo trazado la planta de la ciudad, obligó a los indios a trabajar en la construcción de las habitaciones, y los habría obligado también a servir en otras faenas sin la sublevación general de los indígenas que los tuvo sobre las armas y prófugos de sus hogares por más de dos años. Apenas se hubo restablecido la tranquilidad, Valdivia comenzó a repartir la tierra y los indios entre los más caracterizados de sus compañeros. Un bando pregonado en Santiago en 12 de enero de 1544, creaba sesenta encomenderos con los derechos y obligaciones que fijaban las ordenanzas generales sobre la materia. La distribución del territorio se hacía en ocasiones por medidas determinadas, pero lo más general era asignar un valle o una porción de extensión desconocida, limitada por accidentes naturales del terreno. El reparto de los indios era mucho más difícil. No se sabía ni aproximadamente siquiera el número de habitantes de la parte reconocida del país. Pero, siendo necesario «aplacar el ánimo de los conquistadores», según la expresión del mismo Valdivia, hizo éste una distribución imaginaria, señalando a cada uno de ellos un número que no podía completarse con la escasa población de esta región. El mismo engaño se repitió cuando el Gobernador envió a poblar la ciudad de La Serena. «Para que las personas que allá envié fuesen de buena gana, dice Valdivia, les deposité indios que nunca nacieron, por no decirles habían de ir sin ellos a trabajos de nuevo»322. En efecto, las cifras que dan los antiguos cronistas, que casi constituyen la única fuente de noticias sobre este punto, por no haber llegado hasta nosotros más que unas pocas escrituras de este orden, dejan ver que se asignaba a cada conquistador tal número de indios, que habría sido imposible completar los repartimientos.

Cuando se consolidó la paz en esta parte del territorio, y cuando los indios, cansados de persecuciones, se sometieron a trabajar, se conoció el error de los cálculos que habían servido de base a aquel primer repartimiento. La guerra, por otra parte, había disminuido considerablemente el número de los indios en estado de trabajar. Mientras tanto, cada encomendero reclamaba para sí el número de indios que expresaban sus títulos, y era imposible completarlo. Hubo cacique con su tribu respectiva, que fue reclamado como propiedad exclusiva por   —220→   cuatro distintos encomenderos. Por el momento se creyó que los progresos subsiguientes de la conquista, y la ocupación de provincias más pobladas, permitirían dejar a todos satisfechos. Los conquistadores sabían que la región del sur era mucho más poblada; y de allí nació, como ya lo hemos dicho, la aspiración de todos ellos de ir a conquistar esa parte del país, sin tomar en cuenta las dificultades de la empresa y el escaso número de españoles que había en Chile para llevarla a término feliz. La campaña de 1546 fue sólo una dolorosa decepción. Los españoles reconocieron una región muy poblada en donde hubieran querido establecerse; pero se convencieron de que carecían de fuerzas para dominarla.

Había entonces en el distrito de Santiago, como ya dijimos, unos sesenta encomenderos. Parecería natural que en esa situación se hubieran resignado a explotar el trabajo de los pocos indios que a cada cual le habían tocado en repartimiento, al menos hasta que les hubiera sido dable tener un número mayor. Pero no sucedió así. En los primeros días de julio de 1546, Bartolomé Flores323, procurador del cabildo de Santiago, con la aprobación expresa de este cuerpo, presentó a Valdivia un memorial o requerimiento, en que pedía la reforma radical y completa de aquel estado de cosas. «Los repartimientos que ahora hay, decía con este motivo, son de tan pocos indios que los más de ellos son de a ciento, y a cincuenta, y algunos de a treinta; y siendo tan pocos, no pueden los vecinos sustentar armas y caballos y sus casas honradamente como es uso y costumbre en todas estas partes de Indias». El procurador terminaba pidiendo al Gobernador que ensanchase los límites de Santiago, y aumentase los repartimientos para «satisfacer y dar de comer a los que en estos reinos han servido a Dios y a su majestad, pues que, consta que en todas las partes donde se han repartido indios, se dan los términos muy mas largos que en esta ciudad». Los oficiales reales, es decir, los administradores de la hacienda del Rey, reforzaron este requerimiento con otra petición en idéntico sentido. En ambos memoriales se invocaba, aparte de los nombres y del servicio de Dios y del Rey, la conveniencia de mejorar la condición de los indios que artificiosamente se presentaban como muy perjudicados con aquel estado de cosas. En ninguno de ellos se pedía, sin embargo, claramente la reforma de los repartimientos en la forma que la decretó el Gobernador.

La resolución de este negocio no tardó mucho, porque de antemano Valdivia tenía determinado lo que debía hacer. El 25 de julio de 1546 se pregonaba con gran aparato un nuevo bando sobre la materia. Los repartimientos del distrito de Santiago se reducían a treinta y dos en vez de los sesenta de la primera distribución324. Se declaraban nulas las primeras   —221→   concesiones, y se establecía que sólo tendrían valor las que se hacían desde entonces. En la nueva distribución, Valdivia, obedeciendo a sus afecciones personales, prefería a aquéllos de sus compañeros que le eran más adictos; pero es preciso reconocer también que entre los agraciados se hallaban casi todos los hombres de algún mérito que figuraban a su lado, muchos de los cuales se ilustraron más tarde con grandes servicios prestados a la causa de la conquista.

Por el contrario, los hombres a quienes la reforma de los repartimientos despojó de sus indios, eran casi en su totalidad soldados oscuros que no han dejado huella apreciable en la historia. Valdivia, sin embargo, creyó tranquilizarlos con la promesa de remunerar más tarde sus servicios. «A las cuales dichas personas, decía aquel bando, su señoría del señor Gobernador les señalará adelante caciques e indios de repartimiento para que sean vecinos en la primera ciudad que hubiere de poblar de lo que ya su señoría tiene descubierto y visto». Pero esta promesa no podía satisfacer a los perjudicados. Muchos de ellos concibieron un odio profundo por Valdivia, que les fue forzoso disimular por entonces. Mas, cuando creyeron que podían vengarse, forjaron contra él las violentas acusaciones que dos años más tarde pusieron en peligro el prestigio e hicieron bambolear el poder del conquistador de Chile. Este odio por Valdivia se explica fácilmente desde que todas las esperanzas de fortuna y de riqueza de aquellos hombres estaban basadas en la posesión de algunos centenares de indios a quienes hacer trabajar en provecho propio. Para el mayor número de esos soldados, aquella reforma fue el principio de una existencia oscura, pobre, miserable, que arrojó a algunos de ellos en una vida de aventuras y de desastres325.

En efecto, como ya lo hemos dicho, tener indios que hacer trabajar en los campos o en las minas era, según las ideas y según el lenguaje de los conquistadores, «tener qué comer». Valdivia mismo, en los documentos salidos de su mano, emplea indiferentemente cualesquiera de esas dos expresiones. Más aún, la esclavitud de los indios en el concepto de los conquistadores era no sólo un medio justo y razonable de satisfacer las necesidades de la vida, sino que servía, como dijimos, para «descargar la conciencia del Rey» de la   —222→   obligación en que estaba de pagar los servicios de los esforzados guerreros que dilataban sus dominios326. Estas reparticiones de indios eran provisorias. No sólo no debían tener validez definitiva sino cuando fuesen confirmadas por el Rey, sino que estaban a merced del Gobernador que las revocaba cuando quería. Parece que Valdivia quería tener a sus capitanes bajo su voluntad. Pero, aun, en aquel carácter provisorio, los indios fueron obligados a trabajar en las faenas en que los colocaban sus amos. Valdivia refería al Rey en sus cartas que en el trato bondadoso dado a los indios y en el celo por su conversión, Chile aventajaba «a todas cuantas tierras han sido descubiertas y pobladas en las Indias». A pesar de esta aseveración, que demostraría sólo que en otras partes los indios eran peor tratados todavía, un antiguo cronista de Chile, el capitán Mariño de Lobera, recordando poco después la dureza empleada con los indígenas, extraña que en castigo de esos horrores «no llueva fuego del cielo sobre nosotros».




ArribaAbajo8. Preferencia que los españoles dan al trabajo de los lavaderos de oro

La repartición de las tierras ofreció a Valdivia muchas menos dificultades. El territorio ocupado por los españoles habría bastado para satisfacer las aspiraciones de un número inmensamente mayor de pretendientes, y dejaba ver desde los primeros ensayos de cultivo una rara fertilidad. Pero la posesión de esta tierra servía de poco a los que no tenían indios con que explotarla. Sin embargo, Valdivia hizo las primeras concesiones para fincas de cultivo y, aunque no han llegado hasta nosotros todos los títulos acordados por el conquistador, los registros del Cabildo han conservado algunos que dejan ver la manera cómo se hacían estas distribuciones327. Todos ellos contienen esta cláusula final impuesta como obligación al agraciado: «Con aditamento que no las pueda vender ahora ni de aquí adelante, él ni sus herederos, a clérigo, ni a fraile, ni a iglesia, ni a monasterio, ni a otra persona eclesiástica; y si las vendiere o enajenare a tales personas, que las haya perdido y pierda, y queden aplicadas para los bienes propios de esta dicha ciudad»328. Esta disposición era inspirada por diversas   —223→   resoluciones de las antiguas cortes españolas que prohibían a las iglesias y a los eclesiásticos el adquirir más bienes raíces, para que la mayor parte de la tierra no pasase a ser propiedad de mano muerta con detrimento de la industria y de las rentas del Estado. En Chile, sin embargo, como en el resto de la América colonizada por los españoles, esa condición de los títulos de donación fue sólo una mera fórmula que nadie respetó. Algunos años más tarde, los conventos, los monasterios y hasta los eclesiásticos personalmente, poseían magníficas propiedades territoriales, obtenidas por donaciones y por legados, y amenazaban adueñarse de las más ricas porciones de suelo del país.

Valdivia habría querido dar desarrollo a los trabajos agrícolas. A este pensamiento obedecía, como dijimos, la repartición de buenas tierras de cultivo en lotes poco extensos, pero a propósito para sembrados. La mayoría de los colonos, sin embargo, no mostraba gran afición a esta industria. Los españoles habitantes de Santiago, así como una gran parte de los aventureros que habían militado en la conquista de las otras provincias de América, no pensaban en establecerse definitivamente en el Nuevo Mundo. Chile, sobre todo, país situado en el último rincón del continente, más apartado que ningún otro de la metrópoli, no ofrecía a aquellos soldados las ventajas convenientes para determinarlos a domiciliarse en su suelo. Así, pues, contra los propósitos colonizadores de Valdivia, el mayor número de sus compañeros no pensaba más que en enriquecerse lo más pronto posible para volverse a España, a gozar de la fortuna adquirida con tantas fatigas y con tantos peligros. Según ellos, el incremento de la agricultura servía para satisfacer las necesidades del momento; pero sólo las minas y los lavaderos de oro podían enriquecerlos.

Estas ideas adquirieron mayor consistencia después que se vio el resultado de los primeros trabajos planteados por Valdivia para la explotación de los metales preciosos. Hemos contado que, habiendo destinado a las faenas de los lavaderos a los indios auxiliares que trajo del Perú, el jefe conquistador obtuvo en los últimos meses de 1544 y en los primeros de 1545 una cantidad no despreciable de oro que le sirvió para enviar a sus emisarios en busca de nuevos socorros. En la primavera siguiente todos los vecinos de Santiago que tenían indios en repartimiento, emprendían por su cuenta la explotación de los lavaderos.

Los primeros trabajos habían dado lugar a un semillero de cuestiones sobre prioridad de descubrimiento de los terrenos auríferos y sobre muchos puntos relacionados con esta explotación.   —224→   En vista de estas dificultades que comenzaban a surgir, y a falta de ordenanzas escritas, por haberse quemado en el incendio de la ciudad las que los conquistadores habían traído del Perú, Valdivia mismo dictó un código de treinta y seis artículos que fue aprobado y promulgado por el cabildo de Santiago con fecha de 19 de enero de 1546. Elaborada por hombres poco versados en la jurisprudencia, esa ley sólo resolvía un pequeño número de cuestiones, dejaba una gran amplitud a la acción de los jueces, y hasta por la redacción poco clara y precisa, daba lugar a dificultades. El Cabildo remedió en parte estos inconvenientes por acuerdos posteriores.

Hacíase el trabajo de los lavaderos durante ocho meses del año, que era lo que se llamaba una demora. Parece que en el principio no hubo regla fija sobre la duración de la demora o temporada de trabajo, y que ésta se prolongaba todo el tiempo que había agua abundante en los arroyos en cuyas arenas se buscaba el oro. Resultó de aquí que se descuidó el beneficio de los campos, y que las familias de los indígenas comenzaron a experimentar escasez de víveres. El Cabildo dispuso que la demora se abriese el 15 de enero de cada año329, dando tiempo así para que los indios pudiesen ocupar los cuatro meses anteriores en el cultivo de sus maizales. Esta providencia humanitaria, al parecer, servía principalmente a los amos que estaban obligados a mantener a los trabajadores, y cuya obligación desaparecía en parte desde que éstos podían hacer sus propias cosechas. Los indios no percibían ningún salario por este trabajo que los obligaba a pasar días enteros con el agua hasta las rodillas, y bajo el apremio de los severos castigos a que los sometían sus amos. Estas penosas tareas agobiaban tanto más a esos pobres indios cuanto que por su vida anterior no estaban habituados a soportar tales fatigas. Según los antiguos cronistas, los trabajos de los lavaderos diezmaban a los indígenas, y comenzaron a reducir rápidamente la población de esta parte del país. Los hombres que imponían y patrocinaban aquel duro régimen de cruel esclavitud disfrazada con el nombre de repartimientos eran, sin embargo, exaltados creyentes que habían hermanado la explotación inhumana de la raza indígena con las ideas religiosas que traían de España. Es curioso por esto observar que en una de las reformas o ampliaciones que en 1548 se hicieron a las ordenanzas dictadas por Valdivia, el Cabildo cuidó de poner el artículo siguiente: «Ningún minero ni otra persona alguna mande trabajar, ni trabajen los indios y yanaconas que sacan oro, los domingos y fiestas que se guardan, en cosa alguna que sea de trabajo, so pena de veinte pesos de oro»330.

La explotación de los lavaderos de oro en algunas quebradas, en las arenas de ciertos arroyos o ríos y, en general, en los mismos lugares donde habían trabajado los indios para pagar a los incas el tributo que les había impuesto la antigua dominación peruana, produjo buenos resultados a algunos conquistadores que alcanzaron a enriquecerse; pero faltan datos precisos para apreciar exactamente la producción del oro. Puede, con todo, asegurarse   —225→   que los beneficios de esa industria resultaban principalmente del reducido costo de producción, esto es, de la circunstancia de no tener que pagar a los trabajadores que pasaban ocho meses consecutivos del año, y los meses más rigurosos, en las faenas de los lavaderos.

Hubo algunos de esos industriales que fueron mucho menos afortunados, al mismo tiempo que otros individuos que no tenían repartimientos de indios, pero que explotaban los lavaderos con las «piezas de su servicio», es decir, con los indígenas que les servían como criados domésticos, obtenían cierto beneficio en sus faenas. Creíase, además, que los productos de esa industria eran en realidad mucho mayores; pero que los indios trabajadores ocultaban una parte del oro que recogían. El Cabildo tomó más tarde sobre estos puntos diversas medidas que favorecieron a los concesionarios. Prohibió que los vecinos que no tenían indios en encomienda, pudiesen trabajar en los lavaderos con sus yanaconas o indios de servicio, bajo pena de multa y de pérdida del oro que hubieren extraído331. Las ordenanzas dictadas para impedir las transacciones comerciales con oro en polvo, de que hablaremos más adelante, aunque en ellas se decía que iban dirigidas a evitar los engaños de que se hacía víctima a los indígenas, tenían en realidad un doble objeto: el hacer pagar a todos el tributo que pesaba sobre los metales preciosos y el de probar a los indios que el oro que se apropiaran en los lavaderos no les serviría de nada porque no tenía circulación.




ArribaAbajo9. Implantación del sistema de encomiendas de una manera estable

Las encomiendas implantadas por Valdivia tenían un título muy poco consistente. No sólo necesitaban la confirmación real sino que el Gobernador se había arrogado el derecho de revocar y de anular sus propias concesiones. Esto era un motivo de desconfianza y de alarma para los encomenderos. Así, cuando en 1548 el cabildo de Santiago envió un procurador cerca de un poderoso emisario del Rey que por esos años se hallaba en el Perú, le encargó que solicitase de ese alto funcionario que hiciese «merced a los vecinos de esta ciudad de los indios que tienen o tuvieren depositados en nombre del Rey, por su vida y de un hijo, así como S. M. lo ha hecho con los vecinos del Perú»332.

El procurador del cabildo de Santiago cumplió su encargo con excesivo celo. En su representación solicitó más de lo que se le ordenaba, esto es, la perpetuidad de las encomiendas; pero apoyaba su petición en razones que merecen ser tomadas en cuenta. El trabajo personal de los indígenas, obligándolos a faenas durísimas a que no estaban acostumbrados, seguía despoblando América. El sistema de encomiendas era la continuación y la consagración de aquel deplorable estado de cosas. Sin embargo, en esa representación se pide que se sancione y legitime la esclavitud perpetua de los indios en favor de la conservación de los mismos indios. «Se ve por experiencia, dice ese documento, que los indios, aunque sea en estas partes (el Perú) donde son muchos, cada día vienen a menos y se disminuyen, lo cual es causa de no ser perpetuamente encomendados en las personas en quien se encomiendan; y pues esto acá es ansí cuanto con más razón lo será en aquel Nuevo Extremo   —226→   (Chile) donde los dichos indios son tan pocos que a no tenerse gran vigilancia en su conservación se menoscabarán del todo en muy breve tiempo. Por tanto, conviene mucho al servicio de Dios y de S. M. y sustentación de los dichos indios y conquistadores de aquellas partes, vuestra señoría les haga merced en nombre de S. M. de la perpetuidad de ellos, y así lo suplico a vuestra señoría»333.

Esta argumentación singular, sugerida por la codicia de los conquistadores, no podía engañar al presbítero La Gasca, presidente del Perú, y hombre de una rara sagacidad. Sin embargo, sometido a las ideas generales de su tiempo sobre la libertad de los indios, y a la necesidad de satisfacer las aspiraciones de los españoles, sancionó la implantación en Chile del sistema de encomiendas. Mandó a Valdivia que en la provisión de ellas cuidara de premiar con preferencia a los descubridores y conquistadores, «mirando que los repartimientos que da sean tales que de los tributos de ellos los españoles a quien los encomendase se puedan mantener y aprovechar sin detrimento de la conservación de los naturales y sin vejación ni molestia. Y que así hechos y encomendados los dichos repartimientos, no quite a ninguno el repartimiento que le hubiere encomendado sin ser vencido (el término y porque se dio) y sentenciado sobre ello, según y como S. M. por sus cédulas y ordenanzas lo manda334. La Gasca resolvió, además, que los oficiales reales de Chile, es decir, los tesoreros del Rey, pudiesen tener repartimientos de indios como los demás conquistadores335.

Aquella resolución, al paso que despojaba a Valdivia de la facultad que se había arrogado de revocar las concesiones de encomiendas, teniendo a los agraciados pendientes de su beneplácito para la conservación de los indios que se les había dado, cimentaba en Chile de una manera estable aquel régimen. Más adelante tendremos que explicar las modificaciones por las que pasó durante el gobierno colonial.

Preciso es advertir que si Valdivia, con el pensamiento de tener gratos a sus más leales servidores, cometió injusticias en la distribución de los repartimientos, y si para robustecer su poder, no quiso darles desde el principio una existencia estable, no desconocía los méritos de sus buenos servidores ni fue despiadado con sus subalternos. Lejos de eso, él supo rodearse de los hombres más útiles de la colonia, de tal suerte que puede decirse que sus enemigos fueron en lo general hombres de poco valor y de escaso prestigio, y fue, además, afectuoso y servicial con los más infelices soldados. Poco amigo de oír consejos, dispuesto a proceder siempre por su sola inspiración, inflexible para castigar con implacable severidad cualquier conato de sublevación, exigente para obligar a sus compañeros a que contribuyesen con lo suyo a la obra de la conquista, violento y arrebatado hasta poner manos sobre cualquiera persona que objetaba sus mandatos o que no le guardaba el debido acatamiento336, el Gobernador era al mismo tiempo afanoso para socorrer y para servir a los que   —227→   necesitaban su auxilio. «Se hallará por verdad, decía él mismo, no haber enfermado hombre en toda aquella tierra (Chile) que yo no haya visitado y procurado su remedio y dado de mi casa de lo que tenía y para ello convenía»337. A este sentimiento obedecía la fundación de un vasto hospital que subsiste en el mismo sitio hasta nuestros días, donde eran asistidos los soldados pobres y los indios de servicio. Los cronistas, que quizá conocieron documentos que no han llegado hasta nosotros o que nos son desconocidos, cuentan, además, que Valdivia dotó a ese hospital de un buen repartimiento de tierras y de indios para proveer a su sostenimiento338.





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ArribaAbajoCapítulo séptimo

Valdivia; su viaje al Perú; gobierno interino de Francisco de Villagrán (1546-1548)


1. Aventuras de los emisarios de Valdivia en el Perú: la traición de Antonio de Ulloa. 2. Vuelta de Pastene a Chile: Valdivia se embarca en Valparaíso apoderándose de los caudales de los colonos que querían salir del país. 3. Villagrán es reconocido gobernador interino de Chile; conspiración frustrada de Pedro Sancho de Hoz. 4. Viaje de Valdivia al Perú. 5. Servicios prestados por él a la causa del Rey en ese país.


ArribaAbajo1. Aventuras de los emisarios de Valdivia en el Perú: la traición de Antonio de Ulloa

A pesar de todos los esfuerzos que se hacían por su adelanto, la naciente colonia no podía prosperar mientras no llegasen del exterior nuevos pobladores. Valdivia esperaba confiadamente que Monroy y Pastene le traerían del Perú un considerable refuerzo de tropas con que asentar y dilatar su conquista. Queriendo estar bien provisto de víveres para cuando llegasen esos auxiliares, el Gobernador hizo en el invierno de 1546 siembras más considerables que las que había hecho en los años anteriores.

Al partir de La Serena en septiembre anterior, el capitán Monroy había llevado consigo algunos indios chilenos conocedores de los caminos del norte. Esos indios debían servirle de correo para tener a Valdivia al corriente de las diligencias que se practicasen en el Perú. A pesar de esta precaución, pasaban los meses y no se recibía en Chile noticia alguna de Monroy. Los conquistadores se deshacían en conjeturas sin poderse explicar la tardanza de sus emisarios y la falta absoluta de comunicaciones. Valdivia mismo, no queriendo poner en duda la probada lealtad de aquellos dos capitanes, llegó a temer que les hubiera ocurrido una gran desgracia, y se resolvió a enviar un nuevo emisario.

Su elección recayó en el capitán Juan Dávalos Jufré, hombre valiente y leal, regidor del cabildo de Santiago, y alcalde de esta ciudad el primer año de su fundación. En 1543 Valdivia le entregó un duplicado de la correspondencia que en septiembre anterior había enviado con Antonio de Ulloa, y todo el oro que pudo reunir recurriendo al efecto a los préstamos voluntarios y a las requisiciones entre los conquistadores339. Dávalos Jufré y ocho compañeros   —230→   se embarcaron en una lancha que Valdivia había hecho construir para pescar en Valparaíso, y se lanzaron resueltamente al océano en agosto de 1546. Esa débil embarcación, la única que entonces había en estos mares, llevaba todas las esperanzas de Valdivia y de sus soldados.

Sin embargo, pasaron muchos meses todavía y no se recibía aviso alguno de éste ni de los otros emisarios. Las comunicaciones con el Perú se habían suspendido por completo desde dos años atrás, de tal suerte que todo hacía presumir que en aquel país habían ocurrido acontecimientos de la mayor gravedad. Pero lo que realmente pasaba y las aventuras y trabajos de los emisarios de Valdivia, no podían entrar, como vamos a verlo, en las conjeturas de los conquistadores de Chile340.

Partidos de La Serena el 4 de septiembre de 1545, los primeros emisarios de Valdivia, después de una de las navegaciones más rápidas y felices que podían hacerse en esa época, llegaron al Callao el 28 del mismo mes. El Perú ofrecía entonces el espectáculo de un país profundamente agitado por una revolución que comenzaba a tomar proporciones colosales.

No es éste el lugar de referir en sus pormenores la causa y el origen de aquella conmoción. El monarca español había elevado el Perú al rango de virreinato, dotándolo, al mismo tiempo, de una audiencia o tribunal superior de justicia; y había dado el cargo de Virrey no a Vaca de Castro, pacificador poco antes del país, sino a un caballero inexperto en negocios gubernativos, llamado Blasco Núñez Vela. El nuevo Virrey traía el encargo de plantear en la colonia unas ordenanzas sobre el régimen de los repartimientos, destinadas a mejorar la condición de los indígenas y a poner atajo a los abusos de los conquistadores, pero que por esto mismo despertaron una resistencia formidable en todo el Perú. Gonzalo Pizarro, aclamado por caudillo de los descontentos, se había puesto a la cabeza de la insurrección y había sido reconocido en Lima por gobernador del país. Mientras tanto, el Virrey, después de infortunios y de aventuras que no tenemos para qué contar aquí, se hallaba en el norte, en Popayán, preparando tropas para reconquistar el poder.

En el momento en que desembarcaron en el Perú los emisarios de Valdivia, Gonzalo Pizarro había partido para Quito en persecución del Virrey, dejando en Lima como teniente suyo al capitán Lorenzo de Aldana341. Era éste primo hermano de Antonio de Ulloa, el agente que llevaba la correspondencia y el dinero de Valdivia. Recibido favorablemente allí, Ulloa   —231→   sintió pocos deseos de continuar su viaje a España. Hombre inquieto y turbulento, espíritu inconstante y veleidoso, debió creer tal vez que las revueltas del Perú le ofrecían un campo en que conquistarse una posición y quizá una fortuna342.

Llegó en esas circunstancias a Lima el capitán Francisco de Carvajal. Este soldado de ochenta años era, por la rara penetración de su inteligencia y por la terrible energía de su carácter, el alma del movimiento revolucionario del Perú. Impuesto del arribo de los emisarios de Valdivia, Carvajal decidió en el acto lo que sobre estos individuos convenía a los intereses de su causa. Aunque gran amigo de Valdivia desde Italia, donde habían militado juntos, Carvajal creyó que el gobernador de Chile debía estar sometido a Gonzalo Pizarro, y que por tanto no era prudente dejarlo comunicarse con el Rey, ni permitirle sacar por su propia cuenta tropas del Perú. En esta resolución, mandó que Pastene se quedara en Lima, y que Ulloa y Monroy marchasen a Quito a verse con Pizarro, el primero para obtener el permiso de seguir su viaje a España y el segundo para alcanzar licencia de enganchar gente. El leal Monroy no alcanzó a emprender este viaje. Atacado por una fiebre maligna, sucumbió en Lima al tercer día de enfermedad343.

  —232→  

Entre las cartas que llevaba Ulloa de Chile, había una para Gonzalo Pizarro. Pedro de Valdivia, sin sospechar siquiera las últimas ocurrencias del Perú, le escribía para darle cuenta de su conquista y para repetirle la expresión de sus simpatías personales por la familia de Pizarro, a la cual debía su elevación. Gonzalo recibió, pues, amistosamente a Ulloa; y éste que veía cuán popular era la causa de la revolución, no vaciló en tomar servicio por ella. Enrolado en las filas del ejército rebelde, el emisario de Valdivia peleó en la célebre batalla de Añaquito (18 de enero de 1546) en que fue derrotado y muerto el Virrey. Esta conducta acabó por ganarle enteramente la voluntad de Gonzalo Pizarro.

Por otra parte, el jefe revolucionario, ofuscado por su reciente triunfo, y persuadido de que la lealtad de Valdivia por su familia era inquebrantable, y de que no vacilaría en plegarse a la causa de la rebelión, autorizó a Ulloa para levantar la bandera de enganche. Hizo más todavía: puso bajo las órdenes de éste algunos oficiales de toda su confianza y mandó que ocho o nueve caballeros que habían caído prisioneros en la batalla, y que se mostraban arrepentidos de haber servido en el ejército del Virrey, fuesen enrolados en la columna que partía para Chile344.

El turbulento Antonio de Ulloa estaba de vuelta en Lima en agosto de 1546. Gonzalo Pizarro le había dado sus más explícitas recomendaciones para las autoridades revolucionarias que mandaban en esa ciudad. Allí hizo Ulloa los últimos aprestos para marchar a Chile, gastando en ello todo el dinero de Valdivia. Aprovechándose de la ausencia del capitán Pastene, Ulloa tomó posesión del buque de éste, adquirió otro en el Callao y los despachó al sur con algunas personas y con las provisiones de guerra. En la costa de Tarapacá debían reunirse todas las fuerzas de su mando para combinar su entrada a Chile.

En estos afanes se ocupó Ulloa hasta septiembre de 1546. Gonzalo Pizarro, que acababa de hacer su entrada triunfal en Lima, le entregó una carta para Valdivia. Después de contarle todos los sucesos de la guerra civil, le expresaba los más amistosos sentimientos y el deseo de que ambos se mantuviesen siempre unidos345. El caudillo de aquella formidable revolución,   —233→   que veía por todas partes las más negras deslealtades, y una constante versatilidad en las opiniones de muchos hombres importantes, parecía abrigar la más absoluta confianza en la antigua amistad del gobernador de Chile, y en que éste lo ayudaría en la empresa en que se hallaba empeñado.

Por fin, Ulloa se encontró con su gente en Tarapacá, a entradas del desierto de Atacama. Su columna se había engrosado durante su marcha con unos pocos hombres que Carvajal hacía salir desterrados de las provincias del sur del Perú346. Todos creían hasta entonces que marchaban a Chile en auxilio de Valdivia. Sólo en Tarapacá, descubrió Ulloa a los suyos un plan que cambiaba todas sus determinaciones anteriores. Les expuso que Valdivia tenía el gobierno de Chile por un acto de violencia, que el verdadero jefe de este país debía ser Pedro Sancho de Hoz, a quien Valdivia había arrebatado el mando. En vista de estos antecedentes, los invitó a marchar a Chile a deponer a Valdivia y a restablecer en el gobierno al mandatario legítimo, Pedro Sancho de Hoz. Sus proposiciones hallaron eco entre aquellos turbulentos aventureros; pero juzgaban que su número, probablemente menos de cien hombres, era insuficiente para llevar a cabo esta empresa. Antonio de Ulloa tuvo que someterse a estas razones; pero en el acto despachó al norte a uno de sus oficiales apellidado Figueroa con cartas para Gonzalo Pizarro. Decíale en ellas que no tuviese confianza alguna en Valdivia porque éste no se plegaría jamás a la causa de los rebeldes del Perú. Ulloa acababa por pedir a Pizarro que le enviase más gente, asegurándole que con ella él daría buena cuenta de Valdivia y sometería a sus banderas a todos los españoles que había en Chile. Figueroa partió para Lima con esta misión; pero, como vamos a verlo enseguida, no alcanzó a llegar a su destino.

Entre tanto, Pastene había vuelto a Lima y se preparaba para marchar a Chile en auxilio de Valdivia. Carecía absolutamente de fondos, porque Ulloa había gastado todos los dineros que se llevaron de Chile. Le fue necesario contraer en nombre de Valdivia un préstamo muy oneroso para comprar un buque llamado Santiago en que zarpó del Callao con los escasos recursos que pudo procurarse. Gonzalo Pizarro aprovechó esta ocasión para enviar a Valdivia algunos obsequios de vino y de ropa, esperando tenerlo grato y hacerlo interesarse por su causa347. Los enemigos del gobernador de Chile hicieron valer más tarde este accidente para demostrar que éste se hallaba entonces ligado con los caudillos revolucionarios del Perú.

El viaje del honrado capitán fue un tejido de aventuras singulares. A pesar de su maestría náutica, Pastene, retardado por vientos contrarios y por las corrientes del océano, avanzaba con una desesperante lentitud, desembarcando en los puertos en frecuentes ocasiones. En una de ellas encontró a Figueroa, que acompañado por algunos soldados, marchaba a Lima a desempeñar la comisión de Ulloa. Queriendo detenerlo, Pastene despachó cinco o seis arcabuceros; Figueroa se propuso defenderse, trabó combate, cayó herido con dos balazos, y murió luego en el buque de Pastene, a donde había sido transportado. El fiel emisario de   —234→   Valdivia pudo descubrir entonces el plan que contra éste había fraguado el desleal Ulloa y pudo, asimismo, precaverse contra el peligro de tales maquinaciones348.

Pocos días después, en efecto, Pastene llegó al punto en que estaban fondeadas las dos naves que obedecían a Ulloa. Pidiole éste en términos amistosos que desembarcara para tratar de los negocios de la expedición; pero el capitán, prevenido además por otro aviso que se le envió de tierra, se negó a ello y se dispuso a seguir su viaje. Fue inútil que Ulloa quisiera atajarlo con uno de sus buques: Pastene, como hábil marino, evitó el combate y, luego, dejó atrás a los que lo perseguían. Quería poner a Valdivia en guardia contra el nuevo e inesperado peligro que lo amenazaba. Le era tanto más urgente marchar deprisa cuanto que había perdido ya seis largos meses en la navegación del Callao a Tarapacá.

Por fortuna para el gobernador de Chile, la proyectada expedición de Ulloa se desorganizó sin disparar un tiro. Esperaba éste los socorros que había ido a buscar Figueroa, cuando recibió cartas de Alonso de Mendoza, gobernador de la provincia de Charcas por Gonzalo Pizarro349. Comunicábale que Diego Centeno acababa de levantar por segunda vez el estandarte del Rey en el Cuzco (junio de 1547), y le pedía que marchase con sus tropas a ayudarlo a combatir esta contrarrevolución. Ulloa, que se había hecho uno de los más ardientes partidarios de la revolución, no vaciló en acudir a este llamamiento; pero su marcha al interior fue la señal de la desorganización de todos sus planes. Uno de sus buques, en que estaban detenidos los parciales del Virrey que Gonzalo Pizarro mandaba desterrados a Chile, se sublevó y se hizo a la vela para Soconusco, en la Nueva España350. Muchos de los soldados de Ulloa se mostraban más inclinados a ir a juntarse con Centeno. El capitán Diego de Maldonado, resistiéndose a marchar a Charcas a servir entre los rebeldes, obtuvo licencia de Ulloa para dirigirse por tierra a Chile con veinte jinetes que no temían afrontar los peligros de un viaje penosísimo a través de los desiertos.

Ulloa, sin embargo, estaba decidido a servir a la causa de los rebeldes. El mismo día que se alistaba para ponerse en camino para Charcas, llegó a su campo Sancho Perero con cuatro soldados. Traíale cartas de Diego Centeno en que le comunicaba que Alonso de Mendoza acababa de abandonar la causa de Pizarro, que se había plegado a sus banderas, y que ambos le rogaban que marchase a reunírseles. En medio de aquella atmósfera de deslealtades y traiciones en que tantos capitanes tan comprometidos como Aldana, Hinojosa y   —235→   Mendoza, cambiaban de bando, el inconstante y veleidoso Ulloa no podía quedar largo tiempo fiel a la causa que había abrazado. Sea porque considerase perdida la causa de la rebelión en aquellos lugares o porque fuese influenciado por la misma gente que lo acompañaba, abandonó el servicio de Pizarro, se incorporó en el ejército de los leales, y fue reconocido en él con el rango de capitán de caballería. En esas filas peleó Ulloa en la batalla de Guarina (20 de octubre de 1547) en que los rebeldes obtuvieron la victoria. Más feliz que un gran número de sus compañeros, Ulloa alcanzó a escapar a la sangrienta persecución de los vencidos y llegó a juntarse en Lima con el licenciado La Gasca, que entonces abría una campaña mucho más eficaz contra la insurrección351.




ArribaAbajo2. Vuelta de Pastene a Chile: Valdivia se embarca en Valparaíso apoderándose de los caudales de los colonos que querían salir del país

Valdivia permanecía entonces en Chile ignorante de todas las aventuras de sus emisarios, y en medio de la más viva inquietud352. Dos años cabales habían transcurrido desde la partida   —236→   de Pastene y de Monroy sin recibir noticia alguna ni de ellos ni de los trastornos del Perú. En medio de la turbación y de la alarma que esta expectativa debía producir, llegó a Santiago en septiembre de 1547 el capitán Juan Bautista Pastene acompañado por ocho o diez hombres, extenuados de hambre y de fatiga. El leal emisario de Valdivia había sido víctima de todo género de contrariedades. Después de emplear seis meses en la navegación del Callao a Tarapacá, había necesitado más de dos meses para llegar al puerto de Coquimbo. Los vientos del sur no le habían permitido avanzar con mayor rapidez. Sus víveres se habían agotado casi completamente en tan penoso viaje. Ardiendo en deseos de comunicar a Valdivia la trama que había urdido Ulloa, y temiendo que éste hubiera podido dirigirse por tierra para ejecutar su plan de apoderarse del gobierno de Chile, Pastene dejó en Coquimbo el buque que no podía hacer andar más aprisa y se dirigió a Santiago por los caminos de tierra, despreciando todos los peligros consiguientes a un viaje a través de una región habitada por indios guerreros y cavilosos.

Las noticias comunicadas por Pastene, no sólo no venían a tranquilizar a los españoles de Chile sino que agravaban considerablemente los peligros de su situación. La guerra civil en el Perú hacía ver que no era posible esperar socorros de ninguna especie de aquel país. La traición de Ulloa, por otra parte, amenazaba a Chile con una revuelta que Valdivia creía sin duda dominar, pero que le podía costar grandes sacrificios y quizá la pérdida de algunos de sus soldados. El conquistador de Chile debió pasar algunos días de la mayor alarma.

Por fortuna, esta situación no duró largo tiempo. Poco después del arribo de Pastene, llegaban a Santiago nueve jinetes que, según la expresión de Valdivia, «parecían salir del otro mundo», tan estropeados y desfigurados venían. Eran Diego de Maldonado y ocho de los veinte compañeros que en julio anterior habían partido de Tarapacá. Contaban ellos que al separarse de Ulloa, éste les había quitado sus corazas y sus mejores armas, así como sus caballos, para utilizarlos en la guerra civil del Perú, y que sólo les había dejado unas sesenta yeguas cerriles o indómitas, que ellos habían resuelto traer a Chile. Los indios de Copiapó, viéndolos tan mal armados y montados en aquellas cabalgaduras, cargaron sobre ellos, les mataron once hombres y les quitaron algunos de sus animales y casi todas las provisiones que traían. Los nueve españoles restantes habían podido llegar con gran trabajo a La Serena, donde repararon sus tuerzas para seguir el viaje a Santiago353. Maldonado y sus compañeros referían que el complot de Ulloa quedaba definitivamente desbaratado, y que al partir de Tarapacá habían sabido que acababa de llegar a Panamá un caballero enviado por el Rey para pacificar las provincias del Perú.

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En el momento concibió Valdivia el proyecto de ir él mismo a procurarse los socorros que necesitaba para consumar su conquista; pero lo ocultó con la mayor reserva o sólo lo comunicó a aquéllos de sus capitanes que le inspiraban la mayor confianza. El astuto gobernador   —238→   sabía de sobra que si no llevaba una buena cantidad de oro, no podría proporcionarse, en ninguna parte, ni armas ni soldados, y sabía, además, que los habitantes de Santiago, escarmentados con los dos empréstitos anteriores (los de 1545 y 1546 para despachar a Monroy y a Dávalos Jufré), no tendrían voluntad para hacer un tercer préstamo. Concibió entonces una artificiosa maquinación que de muestra cuán poco escrupulosos eran los grandes caudillos de la Conquista.

Mandó trasladar a Valparaíso el buque Santiago, que Pastene había dejado en Coquimbo. Hizo anunciar por todas partes que pensaba enviar en busca de socorros a los capitanes Jerónimo de Alderete y Francisco de Villagrán. Hasta entonces, Valdivia se había resistido obstinadamente a dar permisos para salir del país, o los había concedido con suma dificultad. Ahora pareció cambiar de sistema; y mediante un moderado derecho, consintió en que muchos individuos que habían reunido algún oro en los lavaderos, se fuesen de Chile llevándose sus tesoros. Todos éstos se trasladaron a Valparaíso en los primeros días de diciembre de 1547. Valdivia mismo, seguido de su secretario Juan de Cardeña, y de algunos otros capitanes de toda su confianza, se puso en camino el 5 de diciembre para ese puerto, pretextando tener que escribir su correspondencia para el Perú y para España, y que dar sus últimas instrucciones a los emisarios que hacía partir.

Estando todo listo para el viaje, y embarcados con sus caudales los individuos que habían obtenido licencia para salir del país, Valdivia les pidió que bajasen a tierra para despedirse de él en una comida que les tenía preparada. Rogoles allí que en cualquier parte donde estuviesen, lo recordasen con amistad, y que procurasen favorecerlo en la empresa en que se hallaba empeñado. Contentísimos con las condescendencias que el Gobernador había usado con ellos, todos prometieron hacerlo así. Valdivia les exigió enseguida que estampasen en un acta escrita y firmada por todos ellos, la promesa que acababan de hacerle. Ninguno puso obstáculo a esta exigencia. Pero cuando estaban firmando aquel papel, Valdivia se escurrió de la sala, se fue a la playa donde lo esperaban sus verdaderos compañeros de viaje, tomó con ellos un bote que le tenían preparado y se dirigió a bordo de la nave Santiago. Un castellano apellidado Martín o Marín, que sospechó la burla que se les hacía, corrió detrás de Valdivia profiriendo los mayores insultos, y se obstinó en meterse en el bote; pero fue arrojado al agua en los momentos en que la embarcación se desprendía de la ribera (6 de diciembre de 1547).

Indescriptible fue la rabia y la desesperación de aquellos hombres cuando conocieron que se les engañaba y que se les despojaba de los tesoros que habían reunido con tantos sacrificios y con tantas privaciones. Los antiguos cronistas han consignado a este respecto algunos curiosos incidentes. Un trompeta llamado Alonso Torres se puso a cantar un antiguo romance que decía: «Cata el lobo do va, Juanica», y luego rompió su instrumento por no guardar el último resto de su caudal. Todos los otros prorrumpían en quejas e imprecaciones acompañando el nombre de Valdivia y de sus secuaces con los apodos más ultrajantes que puede proferir un soldado. Algunos de ellos querían asaltar el buque que permanecía fondeado en la bahía y barrenarlo para echarlo a pique; pero esta empresa era de la más difícil ejecución. Poco más tarde, un soldado llamado Espinel, que había querido trasladarse a Granada para llevar a sus hijas el corto caudal que poseía, se volvió loco de pesadumbre.

El Gobernador, entre tanto, se hallaba a bordo, y se ocupaba en regularizar aquel acto de despojo. En el buque encontró a Pedro de Gamboa, el antiguo alarife de Santiago, el que trazó sus primeras calles y el curso de sus acequias. Enfermo, sordo y privado de un ojo en   —239→   las guerras contra los indios, pedía de rodillas y con el rostro bañado en lágrimas, que se le permitiese partir en ese buque. Valdivia fue inflexible: mandó que quedase en tierra como los otros españoles que habían obtenido permiso para salir del país. Enseguida, formó ante escribano un prolijo inventario de todo el oro que había en el buque, y de los nombres de sus dueños respectivos. Todavía permaneció algunos días más en el puerto tomando otras disposiciones y esperando saber cómo se cumplían en tierra las órdenes que daba354.

Cualquiera que sea la condenación que haya de pronunciarse contra Valdivia por este pérfido despojo, conviene referir un hecho que atenúa en gran manera su falta. El Gobernador había resuelto que el capitán Francisco de Villagrán lo reemplazase en el mando. Al entregarle su nombramiento a bordo del Santiago, Valdivia le dio también un pliego de instrucciones. Por ellas disponía que todo el oro que se sacase de los lavaderos de su propiedad particular, fuese destinado al pago de los dineros de que se había apoderado tan violentamente355. Asumiendo así la responsabilidad personal de sus actos, el Gobernador demostraba la más completa confianza de que su conducta iba encaminada al mejor servicio del Rey y de la Conquista que había acometido.



  —240→  

ArribaAbajo3. Villagrán es reconocido gobernador interino de Chile; conspiración frustrada de Pedro Sancho de Hoz

El mismo día bajaba a tierra Francisco de Villagrán y se ponía en viaje para Santiago. Acompañábalo Juan de Cardeña, el secretario de Valdivia, que era portador de importantes comunicaciones. En ellas anunciaba el Gobernador que había resuelto trasladarse al Perú a servir la causa del Rey, y a buscar allí o en España los elementos necesarios para dar fin a la conquista de Chile. Recomendaba a todos que prestasen obediencia a Villagrán, a quien dejaba investido de las facultades anexas al cargo de Gobernador.

Cardeña y Villagrán llegaron a Santiago en la tarde del 7 de diciembre de 1547. Inmediatamente se reunió el Cabildo para imponerse de la provisión decretada por Valdivia. «Y así presentada y leída a los dichos señores, justicia y regidores, dice el acta de aquella sesión, la tomaron en sus manos y dijeron que obedecían y obedecieron como en ella se contiene; y que han por recibido e recibieron al dicho señor Francisco de Villagrán por tal teniente capitán general, en nombre de S. M. y del dicho gobernador Pedro de Valdivia, hasta tanto que él venga o S. M. fuere servido de mandar otra cosa»356.

Pero si la recepción oficial del capitán Villagrán no suscitó ninguna resistencia, no era difícil percibir en el pueblo una alarmante inquietud. A esas horas circulaba ya en los corrillos la noticia del embarco de Valdivia y de su próxima partida llevándose los caudales de los mismos individuos a quienes había dado un falso permiso para salir del país. Por más acostumbrados que estuviesen los conquistadores a ver por todas partes los actos más injustificables de perfidia y de violencia, y por más que aquel despojo no tocase más que a unas cuantas personas, la conducta del Gobernador despertó una gran reprobación. Todos los que estaban quejosos de Valdivia por la reforma de los repartimientos de 1546, o por cualquier otra causa, murmuraban sin disimulo y, aun, algunos de ellos trataron de ir a Valparaíso a echar a pique el buque en que aquél estaba embarcado. Los más pacíficos y tranquilos de los colonos temieron que ocurriese una sublevación. Rodrigo de Araya, amigo de Valdivia y uno de los alcaldes que acababan de reconocer al gobernador interino, no pudo menos de exclamar: «¡Este hombre se ha ido y deja perdida la tierra!».

Sin embargo, nadie se atrevía a pasar más allá de estas estériles lamentaciones. Un mancebo llamado Juan Romero, allegado de Pedro Sancho de Hoz, concibió el pensamiento de aprovechar en favor de éste la excitación que reinaba en la ciudad. Sancho de Hoz había obtenido, como otros colonos, una casa o solar en Santiago y un lote de tierras en sus alrededores, y había vivido oscuramente, sin tomar parte alguna en los negocios de la administración, pero siempre quejoso de Valdivia y mecido por la ilusión de que un día u otro llegaría una cédula del Rey que lo elevaría a otro rango, tal vez al de Gobernador. Pocos meses antes, cuando Valdivia tuvo noticia del complot de Ulloa para arrebatarle el mando,   —241→   ordenó que Sancho de Hoz se alejase de Santiago. En los momentos en que tenían lugar los acontecimientos que vamos contando, se hallaba confinado a algunas leguas de la ciudad. Al saber las últimas ocurrencias, Pedro Sancho, llamado por el atolondrado Romero, volvió apresuradamente a la ciudad en la mañana del 8 de diciembre.

A pesar del estado ardiente de los ánimos, Sancho de Hoz vacilaba en emprender una revolución. Creyéndose con el más perfecto derecho al mando de la colonia en virtud de los poderes que Pizarro le había conferido en otro tiempo, y del título que le había dado el Rey para ir a descubrir tierras, confiaba, sin embargo, en que pronto se le haría justicia sin necesidad de apelar a las armas. Sin embargo, Romero, después de ver a diversas personas que estaban quejosas de Valdivia, y que tenían en la ciudad una posición más o menos espectable, lo alentó mucho más, y al fin lo determinó a escribir una carta a un caballero llamado Hernán Rodríguez de Monroy, que gozaba de la reputación de valiente y que era enemigo ardoroso de Valdivia. En ella decía Pedro Sancho que no buscaba escándalos ni alteraciones, pero que creía que sus títulos lo habilitaban para tomar el gobierno superior en nombre del Rey, sin resistencia y sin sangre, a condición de que le prestasen apoyo todos los hombres que procuraban el servicio del Rey. El golpe debía darse ese mismo día, porque si se dejaba pasar una sola noche, ya no tendría buen efecto.

La conspiración había sido conducida con muy poca cordura. Romero no había hallado un solo partidario decidido y resuelto; todos le habían dado contestaciones evasivas o muy poco compromitentes y, sin embargo, se hacía la ilusión de que contaba con entusiastas adhesiones. Más aún, Romero había cometido la imprudencia de descubrirse a personas que no debieron inspirarle confianza. Una de ellas, Juan Lobo, aquel clérigo batallador que adquirió una gran reputación en los combates contra los indios, refirió a Villagrán que se tramaba un complot en la ciudad, sin revelar quiénes eran sus autores. Rodríguez de Monroy fue más lejos todavía en su delación, y presentó al Gobernador la carta que había recibido del candoroso pretendiente. No se necesitó de más para la perdición de ese infeliz.

Sin la menor tardanza, Villagrán mandó que Pedro Sancho y Juan Romero fuesen reducidos a prisión por el alguacil mayor Juan Gómez, y encerrados en la casa del regidor Francisco de Aguirre, situada en la misma plaza. En las calles de la ciudad se notaba cierto movimiento desusado, producido más por la curiosidad que por un conato de levantamiento; pero el Gobernador hizo cerrar con buenos soldados todas las avenidas de la plaza, y se dispuso al castigo inmediato de los reos. Sancho de Hoz reconoció la carta que había escrito, pero se negó a comprometer a nadie haciendo revelaciones. Cuando comprendió que se le quería sacrificar, pidió sólo que se le perdonase la vida y que se le permitiese vivir en una isla desierta para llorar sus pecados. Villagrán fue inflexible a sus ruegos, y sin la menor vacilación mandó que Sancho de Hoz fuese decapitado. Un negro esclavo llamado a desempeñar las funciones de verdugo, tomó en sus manos la espada del alguacil mayor, y allí mismo, en la casa que servía de prisión y en presencia del mismo Villagrán, cortó la cabeza del infortunado socio de Valdivia. El pregonero la paseó por todos los ámbitos de la plaza, proclamando en alta voz que Pedro Sancho de Hoz había sido ejecutado por orden del gobernador sustituto, y en castigo del delito de traición al servicio de S. M.

Esta violenta ejecución, hecha sin forma de proceso, sin tomar declaraciones de testigos, sin defensa del reo y sin sentencia escrita, aterrorizó a toda la población. Sancho de Hoz había sido decapitado una hora después de su captura, y ni siquiera se le había dado tiempo para confesarse, lo que entre los españoles del siglo XVI era el colmo de la severidad. Villagrán   —242→   había demostrado que estaba resuelto a todo para asentar su gobierno; y había probado al mismo tiempo que tenía amigos fieles, dispuestos a secundarlo con toda energía y decisión. Nadie se atrevió, no diremos a provocar un levantamiento, pero ni siquiera a proferir una queja ni una protesta. Villagrán, sin embargo, no se dio por satisfecho con esto sólo. En la misma tarde tomó personalmente declaración a todos los individuos que habían hablado con Juan Romero sobre aquel descabellado proyecto, y recogió la confesión de éste, que la dio amplia, contando todo lo que había hecho y todo lo que sabía. En la mañana siguiente, 9 de diciembre, Villagrán dio su sentencia definitiva. El infeliz Romero fue sacado pocas horas después de la prisión, paseado por las calles de la ciudad con una soga al cuello y, por último, ahorcado en la plaza, mientras el pregonero proclamaba su traición357. El orden público amenazado un momento, quedó definitivamente asegurado. Villagrán pudo creer que la tranquilidad de su gobierno sería inalterable.




ArribaAbajo4. Viaje de Valdivia al Perú

Valdivia se hallaba todavía en Valparaíso. Allí recibió el 9 de diciembre, por un emisario de Villagrán, la noticia de la catástrofe del día anterior. Aquel suceso lo contrariaba sobremanera, no por un sentimiento de compasión en favor de su desventurado rival, sino por las acusaciones que se le habían de hacer y por las complicaciones y dificultades que ellas podían crearle cerca del Rey y de sus delegados y representantes. Valdivia debía creer que Pedro Sancho tenía valiosas relaciones en la Corte, que le habían servido para obtener las cédulas reales y las recomendaciones que trajo al Perú en años anteriores y, aunque esa ejecución había sido hecha sin su consentimiento, y no comprometía más que a Villagrán, temió, sin duda, que ella pudiese poner en peligro su carrera posterior. Por esto mismo lo veremos guardar la más absoluta reserva sobre estas ocurrencias.

Pero este trágico accidente no podía hacerlo cambiar de determinación. Cardeña, el secretario del Gobernador, había vuelto a Valparaíso, y refería que todo quedaba en paz en Santiago. Unos enemigos de Valdivia le habían dirigido en tierra algunos insultos; pero Villagrán se hallaba en posesión del gobierno, la tropa apoyaba su poder, y nada hacía presumir que la tranquilidad pública pudiese ser alterada. El Cabildo de la capital, los oficiales o tesoreros reales, y muchos de los más caracterizados capitanes de la conquista, escribían al Rey extensas cartas en que después de encomiar los servicios de Valdivia, recomendaban   —243→   las pretensiones que pudieran llevarlo a la Corte358. Además de esto, el mismo cabildo de Santiago había dado a Juan de Cardeña el cargo y los poderes de representante suyo cerca del rey de España. El Gobernador debió comprender que su autoridad estaba cimentada sobre bases tan sólidas, que podía ausentarse de Chile sin peligro de verse derrocado por nuevas revoluciones.

Dispuesto ya a darse a la vela, Valdivia hizo extender un acta característica de esos tiempos en que las traiciones de tanta gente no debían inspirar confianza en la lealtad de nadie. El 10 de diciembre mandó que Juan de Cardeña, en su calidad de escribano de gobierno, le diese un testimonio autorizado «que haga entera fe ante S. M. y los señores de su cancillería de Indias o ante cualquier caballero que por su mandado esté en las provincias del Perú, Castilla del Oro (Panamá) o en cualquier parte de estas Indias, y ante cualesquier gobernadores, justicias y cabildos de las ciudades, villas, y lugares de ellas, de cómo partía de las provincias de la Nueva Extremadura para se ir a presentar ante su cesárea majestad y ante los señores de su real Consejo de Indias, para le dar cuenta y razón de la tierra que ha descubierto, conquistado y poblado»359. Aunque Valdivia no expresaba allí su propósito de ir al Perú a combatir la insurrección de Gonzalo Pizarro, había querido dejar constancia en ese documento de que era completamente extraño a la causa de los rebeldes.

El Santiago zarpó de Valparaíso el 13 de diciembre. Dos días después llegaba a Coquimbo, y se detenía unas cuantas horas. Valdivia bajó a tierra, reunió el cabildo de La Serena, y después de darle cuenta de los motivos de su viaje, hizo reconocer a Villagrán por su reemplazante en el mando. En esa ciudad, recibió una noticia que contrariaba sobremanera sus planes. Un indio recién llegado de Copiapó, comunicaba que Gonzalo Pizarro acababa de obtener una victoria sobre las tropas del Rey, y que todo el Perú obedecía al jefe de la rebelión360. Valdivia, sin embargo, no modificó su determinación, pero sí redobló sus precauciones para no dejarse sorprender por los rebeldes del Perú, de quienes era de temerse que apresaran su buque en cualquier punto de la costa.

Pero Gonzalo Pizarro había perdido ya el dominio del mar. Su escuadra se había entregado al representante del Rey. En las costas del sur del Perú no se veía un solo buque. El 24 de diciembre, Valdivia, favorecido por los vientos del sur reinantes en esta estación, fondeaba sin inconveniente alguno en el puerto de Arica. Dos de sus compañeros bajaron a tierra, para inquirir noticias y para comprar algunas provisiones. Recibieron allí la confirmación   —244→   de la victoria de los rebeldes, pero supieron también que el norte del Perú estaba pronunciado por el Rey, y que el triunfo de éste parecía probable. Al saber que algunos soldados de Pizarro andaban por aquellas inmediaciones, los emisarios de Valdivia regresaron apresuradamente a bordo, dejando abandonadas las provisiones que acababan de comprar361

. El Santiago volvió a hacerse a la vela con rumbo al norte.

Parece que hasta entonces había vacilado Valdivia sobre el puerto en que debía desembarcar. No teniendo más que noticias vagas y confusas acerca de lo que ocurría en el Perú, temiendo que todos los puertos del Pacífico hasta Panamá estuviesen por Pizarro, como habían estado poco antes, había pensado más de una vez en dirigirse a las costas de Nueva España, donde esperaba hallar representantes del Rey. Las noticias recogidas en Arica lo hicieron fijar su determinación. Después de oír el parecer de sus capitanes, resolvió continuar su viaje sin alejarse de la costa, tomando nuevas informaciones, y bajar a tierra en el primer puerto que hallase por el Rey.

El resto de su viaje, hasta llegar al Callao, estuvo sembrado de peripecias y aventuras más de una vez peligrosas para sus comisionados y exploradores. En Ilo desembarcó Juan de Cardeña con cartas para las autoridades reales, cayó en manos de los agentes rebeldes, y estuvo apunto de ser muerto por ellos362. En Islai o en Chilca, dos de sus emisarios tuvieron que volverse apresuradamente a la nave para no caer prisioneros de las autoridades revolucionarias de Arequipa. En Chincha desembarcó Jerónimo de Alderete y pudo llegar por tierra a Lima, que estaba bajo la autoridad de los representantes del Rey. Desde allí, el viaje de Valdivia no ofrecía peligro alguno.




ArribaAbajo5. Servicios prestados por él a la causa del Rey en ese país

En efecto, a mediados de enero de 1548, se hallaba ya Valdivia en Lima disponiéndose para entrar en campaña. Allí se proveyó de armas y de caballos para sí y para sus compañeros; y luego emprendió su viaje a la sierra para reunirse con el jefe pacificador. Por fin, el 24 de febrero llegaba al campo realista, situado en Andaguailas.

Mandaba en él con la suma del poder real, el licenciado Pedro de La Gasca, eclesiástico anciano tan distinguido por la claridad de su inteligencia como por la entereza de su carácter. Enviado de España sin tropas ni recursos para sofocar una revolución gigantesca, había conseguido atraer a su lado a muchos capitanes, y formaba un ejército para marchar contra los rebeldes. Valdivia fue recibido con gran satisfacción en el campamento de La Gasca. Un escritor contemporáneo cuenta que en los días anteriores, los soldados del Rey, inquietos por un triunfo reciente de los soldados rebeldes en el sur, lamentaban no tener un jefe capaz   —245→   de oponer al famoso Francisco de Carvajal, que en estas revueltas había desplegado las dotes de un verdadero general. En sus conversaciones expresaban el deseo de «tener allí al capitán Pedro de Valdivia, que estaba en Chile, aquél que fue maestre de campo en la batalla de Las Salinas, porque sabía tanto en el militar arte como Francisco de Carvajal». El arribo de Valdivia fue para esos supersticiosos soldados el cumplimiento de una orden de Dios, y el motivo de grandes fiestas, y de juegos de cañas y de sortija363. El conquistador de Chile, en efecto, tenía entre sus contemporáneos el prestigio de capitán de las guerras de Italia, y se le reconocía un gran talento militar.

El licenciado La Gasca, aunque clérigo de misa, era como muchos eclesiásticos de esa época, entendido y práctico en los negocios de guerra. Durante los años de 1542 y 1543 había servido en la fortificación y defensa del reino de Valencia y de las islas vecinas contra los ataques de los turcos. En esta campaña contra los rebeldes del Perú, La Gasca se reservó siempre la dirección superior de las operaciones, pero había organizado un consejo de guerra compuesto por el mariscal Alonso de Alvarado y el general Pedro de Hinojosa. Valdivia, con el simple título de capitán, fue agregado a ese consejo. En las deliberaciones de este cuerpo reinó siempre la mejor armonía no sólo por la discreción de esos tres jefes sino por la prudencia superior con que La Gasca sabía aunar todas las voluntades.

Por lo demás, el triunfo de la causa real presentaba menos dificultades de lo que al principio se había creído. La población española estaba cansada de revueltas y quería la paz para procurarse las riquezas que ofrecían las minas. La revolución se había desacreditado con crueldades inauditas e innecesarias. Bastó que un hombre prudente y sagaz se presentase en nombre del Rey y que ofreciese el perdón de los extravíos anteriores para que los menos comprometidos en la rebelión acudiesen a engrosar sus filas. Las últimas operaciones de aquella campaña, difíciles por las asperezas y escabrosidades del terreno, no podían dejar de conducir al triunfo seguro del ejército real.

Valdivia desplegó en estas operaciones tanta actividad como inteligencia. En la construcción de un puente de cimbra sobre el Apurimac, en el paso de este río y en la ocupación y defensa de las escarpadas alturas que lo rodean, confirmó su reputación de gran soldado. En la batalla de Jaquijahuana, que puso término a la guerra civil de 1548, cupo a Valdivia el honor de tender la línea realista y de merecer por ello el elogio más alto que puede recibirse. Cuando vio Francisco de Carvajal el campo real, dice el historiador Fernández, pareciéndole que los escuadrones venían bien ordenados, dijo: «Valdivia está en la tierra y rige el campo o el diablo»364. Carvajal ignoraba que el conquistador de Chile estuviese en el Perú, y, sin embargo, creía que sólo él había podido organizar aquella línea de batalla.

Momentos después de la victoria, se presentaba Valdivia delante de La Gasca, llevando prisionero al terrible Carvajal. El pacificador del Perú, provisto por Carlos V de los más amplios poderes que solía dar un Rey, saludó a Valdivia con el título de Gobernador, en vez del de capitán que hasta entonces le había dado. En el momento mismo recibió Valdivia las   —246→   felicitaciones de sus compañeros. Al fin veía realizadas sus más queridas esperanzas. ¡Era gobernador de Chile en nombre del Rey!365.





  —247→  

ArribaAbajoCapítulo octavo

Valdivia: su regreso a Chile con el título de Gobernador (1548-1549)


1. El cabildo de Santiago envía al Perú a Pedro de Villagrán a pedir la vuelta de Valdivia o el nombramiento de otro Gobernador. 2. Valdivia, nombrado gobernador de Chile, reúne un cuerpo de tropas y emprende su vuelta a este país. 3. La Gasca lo hace volver a Lima para investigar su conducta. 4. Proceso de Pedro de Valdivia. 5. Se embarca en Arica para volver a Chile. 6. Sublevación de los indios del norte de Chile; incendio y destrucción de La Serena y matanza de sus habitantes. 7. Llega Valdivia a Chile y es recibido en el rango de Gobernador.


ArribaAbajo1. El cabildo de Santiago envía al Perú a Pedro de Villagrán a pedir la vuelta de Valdivia o el nombramiento de otro Gobernador

Mientras se desarrollaban en el Perú los sucesos que hemos recordado al terminar el capítulo anterior, los españoles que poblaban Chile, seguían viviendo en la más perfecta tranquilidad bajo la enérgica administración de Francisco de Villagrán. Impedidos por su corto número para acometer nuevas conquistas, se ocupaban principalmente en los trabajos de los lavaderos de oro. Parece que los productos de la demora de 1548 fueron satisfactorios. Las faenas particulares de Valdivia alcanzaron a pagar una buena parte del oro tomado por éste al marcharse para el Perú, sin que esto aplacara del todo el encono producido por aquel despojo. Nadie, sin embargo, intentó la menor agitación.

En cambio, reinaba una gran ansiedad por conocer el desenlace de los trastornos del Perú. Todos sabían que esos sucesos debían tener una gran influencia en los progresos de la conquista de Chile. Pero pasaron muchos meses sin que llegase noticia alguna. Al fin, en mayo de 1548 entró a Valparaíso una fragata con procedencia del Callao. Venía en ella Juan Dávalos Jufré, el emisario que había enviado Valdivia en agosto de 1546. Se recordará que este personaje había partido de Valparaíso en una lancha tripulada por ocho hombres. Venciendo grandes dificultades, llegó a un puerto de la provincia de Arequipa, se internó en el país, y a consecuencia de la revolución, se encontró en la imposibilidad de obtener los recursos que había ido a buscar. Algunos de sus compañeros se juntaron a la columna que Ulloa había preparado para traer a Chile, y uno de ellos, Diego García de Cáceres, había alcanzado a volver a este país a fines de 1547 entre los once hombres que llegaron con el capitán Maldonado.

Dávalos Jufré, después de diligencias que nos son desconocidas, consiguió llegar a Cajatambo y presentarse a La Gasca, que avanzaba por la sierra reuniendo bajo sus banderas numerosos capitanes y soldados. En el interés de comunicar a las provincias vecinas la noticia de su arribo y de su misión de paz y de concordia en nombre del Rey, La Gasca   —248→   despachaba a todas partes emisarios por medio de los cuales creía reducir a la obediencia a los rebeldes y mantener la tranquilidad en las provincias donde ésta no había sido alterada. Con este objetivo, mandó que Dávalos Jufré volviese a Chile con cartas para Valdivia y para el cabildo de Santiago. Aunque esas cartas fueron escritas el 25 de octubre de 1547, el emisario que las traía no llegó a Chile hasta mayo del año siguiente366.

Las noticias que Dávalos Jufré traía del Perú eran relativamente tranquilizadoras. La rebelión no había sido vencida, pero parecía seguro el triunfo de las armas del Rey, vistas las defecciones que experimentaba Gonzalo Pizarro. Aquella formidable revolución que había convulsionado todo el país, no había encontrado simpatías en Chile. Esta provincia, según la expresión de un contemporáneo, se conservó «tan pacífica como si en ella se encontrase el Emperador nuestro señor». Las comunicaciones de La Gasca fueron recibidas con satisfacción. «Se leyeron y pregonaron en la plaza pública, y se obedecieron con mucho contentamiento; y tanto que caballeros que allí estaban dijeron que ellos habían de ser los pregoneros, por ser cosas de nuestro Rey, y no el pregonero común, y anduvieron de noche y de día apellidando ¡viva el Rey!»367. Sin embargo, la ruina misma de la revolución era un peligro para Chile. Se temía que los rebeldes derrotados buscasen un asilo en este país y que viniesen a continuar aquí la guerra civil con sus horrores y depredaciones. Villagrán tuvo que pasar todo el invierno sobre las armas para hacer frente a esta emergencia.

Pasaron todavía cerca de cuatro meses de desazonada expectativa, sin que se tuviera la menor noticia de los sucesos que habían puesto término a la guerra civil en el Perú. No se sabía nada de Valdivia ni del resultado de su viaje; y esta situación daba lugar a todo género de conjeturas. Creían algunos que el Gobernador había muerto: pensaban otros que La Gasca había debido dejarlo en el Perú para utilizar sus servicios. El 22 de agosto, estando para volver al Perú la fragata que había traído a Juan Dávalos Jufré, el procurador de ciudad, Bartolomé de Mella, se presentó al Cabildo para pedirle que tomase alguna determinación. Según él, era llegado el caso de enviar al Perú un emisario que representase a La Gasca la conveniencia de designar una persona que tomase el gobierno de la colonia en el caso que Valdivia hubiese muerto, o que por cualquier otro motivo no pudiese volver a Chile. El procurador pedía que se llamase a consejo a los vecinos y moradores de la ciudad para que acordasen los poderes que debía llevar el emisario, y lo que éste había de pedir al representante del Rey. Sin tomar en cuenta esta última indicación, el Cabildo designó en esa misma   —249→   sesión, al regidor Pedro de Villagrán, «por ser persona hábil y suficiente para ello, para ir a las dichas provincias y negociar lo que conviene». Pedro de Villagrán era primo hermano del gobernador interino, desempeñaba el cargo de su maestre de campo y gozaba de su más ilimitada confianza.

La historia de la conquista de América enseña a cada paso que aquellos rudos guerreros no podían vivir mucho tiempo en paz y armonía, y que, aun, en las más pequeñas agrupaciones de gente surgían las ambiciones más inesperadas. La ausencia de Valdivia había creado en Chile un partido en favor de Villagrán, soldado valiente, es verdad, pero que no poseía las dotes de inteligencia del jefe conquistador. La humilde ciudad de Santiago debió ser en aquellos días teatro de conciliábulos y de agitadas conversaciones sobre las cuestiones de gobierno. Los partidarios de Valdivia se inquietaron seriamente. Los tres oficiales reales, es decir, los funcionarios que en representación del Rey tenían la administración del tesoro público, pidieron al Cabildo (29 de agosto) que se solicitara la confirmación de Valdivia en el cargo de gobernador, y que, además, se les diese voz y voto en los acuerdos de la corporación. Aunque esta última petición no fue aceptada, la actitud de esos funcionarios debió influir, sin duda, en la opinión y en las decisiones posteriores del Cabildo.

En efecto, el 10 de septiembre quedaron acordadas las cartas que debían dirigirse al gobernador del Perú. En una de ellas el Cabildo pedía que a la mayor brevedad se hiciese volver a Valdivia a tomar el mando de Chile «porque si se detuviere sería en mucho daño y perjuicio nuestro y todos los que estamos en servicio de S. M., por estar esperando cada día a ser gratificados por él de nuestros trabajos y gastos que en la conquista de esta tierra hemos hecho». Recordando allí ligeramente los servicios prestados por Valdivia, el Cabildo señala como uno de los mayores el haber dejado en el gobierno a Francisco de Villagrán, «persona de mucha calidad y merecimiento, y muy servidor de su Rey y amigo de hacer justicia y tan bueno que Nuestro Señor (Dios) por nos hacer merced, nos lo quiso dar». La otra carta era todavía más explícita. Pedía en ella el Cabildo que en caso de que Valdivia hubiera muerto, se diera el gobierno de Chile a Francisco de Villagrán, «caballero tan servidor de Dios y del Rey, y amigo de honrar a todos guardando justicia, que no parece en las obras que hace haber sido nombrado por el Gobernador y aceptado por nosotros, sino elegido de mano de Dios». En ambas cartas, el Cabildo justificaba plenamente la conducta administrativa de Villagrán y la ejecución del infortunado Pedro Sancho de Hoz.

A mediados de septiembre, estaba la fragata lista para darse a la vela. Villagrán dio permiso a varias personas para que pasasen al Perú, y entre ellas a algunos de los más encarnizados enemigos de Valdivia. Estos últimos eran aventureros turbulentos y descontentadizos, o colonos a quienes el Gobernador no había gratificado a medida de sus ambiciones o a quienes había despojado de sus indios en la reforma de los repartimientos de 1546. Con ellos partió Pedro de Villagrán llevando las dos cartas de que hemos hablado más arriba, para entregar la una o la otra según las circunstancias368. Con ellos se embarcó también   —250→   el procurador de ciudad Bartolomé de Mella, movido tal vez por asuntos personales o por sugestión de los parciales de Valdivia, puesto que de los documentos no aparece que llevara comisión alguna del servicio público. La fragata zarpó de Valparaíso el 24 de septiembre, favorecida por los vientos del sur reinantes en esa estación.




ArribaAbajo2. Valdivia, nombrado gobernador de Chile, reúne un cuerpo de tropas y emprende su vuelta a este país

Valdivia, entre tanto, hacía en el Perú los más activos esfuerzos para volver a Chile; pero experimentaba en sus trabajos grandes contrariedades. La escasez de sus recursos pecuniarios y el descrédito de Chile por una parte, y las intrigas de sus enemigos por otra, le impedían regresar al país cuya conquista había emprendido con tanta resolución.

Después de la batalla de Jaquijahuana, Valdivia pasó al Cuzco en la comitiva de La Gasca. El 23 de abril recibió allí el título oficial de gobernador y capitán general de la Nueva Extremadura. En las gestiones que a este respecto hizo, Valdivia había pedido empeñosamente que se extendiese esta gobernación hasta el estrecho de Magallanes. La Gasca, sin embargo, se negó terminantemente a acceder a esta exigencia. Por el título que dejamos citado, mandó que la Nueva Extremadura estuviese limitada «desde Copiapó, que está en 26 grados de parte de la equinoccial hacia el sur, hasta 41 norte sur, derecho meridiano, y en ancho desde la mar la tierra adentro, cien leguas hueste leste». «Diósele esta gobernación, agrega La Gasca, por virtud del poder que de S. M. tengo, porque convenía mucho descargar estos reinos de gente y emplear los que en el allanamiento de Gonzalo Pizarro sirvieron, que no se podían todos en esta tierra remediar; y cupo dársela a él antes que a otro por lo que a S. M. sirvió esta jornada y por la noticia que de Chile tiene, y por lo que en el descubrimiento de aquella tierra ha trabajado»369. La Gasca le asignó también un sueldo de dos mil pesos al año, pagaderos por cuenta del Rey.

Valdivia, además, fue autorizado para levantarla bandera de enganche en el Perú a rinde reunir los auxiliares que quería traer a Chile. Prohibiósele, sin embargo, sacar para su servicio indios de aquella tierra y enrolar en sus filas a soldados que hubiesen servido en el ejército de la rebelión, a menos que éstos fuesen expresamente confinados a este país por los tribunales militares que con saña implacable estaban castigando a los partidarios de Gonzalo Pizarro. Inmediatamente despachó Valdivia a uno de sus capitanes, Juan Jufré, a reunir gente en la provincia de Charcas, y dejó en el Cuzco con el mismo objetivo a otro   —251→   oficial de confianza llamado Esteban de Sosa. El Gobernador se trasladó a Lima en busca de tropas y a tomar posesión de dos buques y de algunas vituallas que debían suministrarle los tesoreros del Rey, bajo cargo de pagar más adelante veintisiete mil pesos de oro370. Valdivia, como todos los capitanes de su época que andaban buscando reinos para aumentar los estados de Carlos V, estaba obligado, según lo hemos dicho en otras ocasiones, a hacer todos los gastos de sus expediciones con su fortuna personal o firmando onerosas obligaciones que el oro de Chile no había de alcanzar a pagar.

En Lima, Valdivia tuvo que luchar con otras dificultades. Mandaba allí en nombre de La Gasca, aquel Lorenzo de Aldana, primo hermano, como hemos dicho, de Antonio de Ulloa, convertido, según sabemos, en enemigo implacable del gobernador de Chile. No era, pues, extraño que éste se viese con frecuencia contrariado en sus aprestos. Dominando la altanería de su carácter, Valdivia lo soportaba todo sin proferir una sola queja, pero seguía imperturbable en sus trabajos sin cuidarse mucho de obedecer los mandatos superiores. Así, a pesar de las órdenes terminantes de La Gasca, embarcó algunos indios peruanos en los dos buques que tenía listos en el Callao para enviar a Chile. Aldana quiso visitar las naves para sacar esos indios; pero Valdivia no lo consintió, y dispuso que salieran del puerto y que fuesen a esperarlo en la costa de Arequipa, a donde él se dirigía por el camino de tierra. Sus enemigos escribieron todo esto a La Gasca, señalando con particular insistencia la desobediencia del gobernador de Chile y exagerando el número de indios que llevaba371.

En Arequipa halló Valdivia la gente que sus capitanes habían reunido para traer a Chile. Montaba apenas a ciento veinte hombres. Muchos de ellos eran de tan malas condiciones que desde el Cuzco el presidente La Gasca había despachado tropa para custodiarlos a fin de impedir que cometiesen los desmanes y atropellos a que la soldadesca se había habituado durante las guerras civiles. Valdivia, sin embargo, se puso a la cabeza de esa banda de aventureros, incorporó en ella a algunos soldados del antiguo ejército de Gonzalo Pizarro, que habían sido condenados a galeras o que andaban perseguidos por la justicia, y el 31 de agosto emprendió resueltamente su marcha a Chile por los ásperos caminos de tierra. El Gobernador no quería otra cosa que juntar el mayor número de hombres que le fuera posible para llevar a cabo su conquista; y pensaba, sin duda, que los rebeldes del Perú, a quienes salvaba de la cárcel y de las persecuciones, serían seguramente en Chile sus más fieles soldados. Al partir de Arequipa dejó encargado que la gente que se fuese allegando, se embarcase en los buques que venían del Callao en viaje para Chile372.




ArribaAbajo3. La Gasca lo hace volver a Lima para investigar su conducta

La Gasca, entre tanto, estaba asediado de quejas y de denuncios contra Valdivia. Los enemigos de éste exageraban empeñosamente estas pequeñas faltas del gobernador de Chile, y pedían que se le hiciera volver al Perú. Hallándose en el camino del Cuzco a Lima, La   —252→   Gasca recibió el pérfido denuncio de que al partir de Chile, Valdivia había hecho dar muerte a Pedro Sancho de Hoz. Agregábase que esa tierra debía estar alterada, y que los contrarios de Valdivia habían de procurar impedir que éste volviese a gobernarlos. Aunque La Gasca ha reservado el nombre del denunciante, éste no podía ser otro que Antonio de Ulloa, el antiguo consejero de Sancho de Hoz y el enemigo declarado de Valdivia.

Delante de tales hechos, La Gasca creyó que no podía quedar impasible. En el momento, despachó órdenes al general Pedro de Hinojosa, que había quedado en el Cuzco, para que sin tardanza se trasladase a Arequipa, que visitase con toda prudencia las naves de Valdivia, soltase a los indios que éste llevaba, y que prendiese y enviase a Lima a los soldados que habiendo tomado parte en la rebelión de Pizarro, marchaban a Chile para sustraerse al castigo a que eran merecedores. Pero la comisión confiada a Hinojosa tenía otra parte mucho más delicada todavía. Debía informarse con todo secreto y disimulo de las cosas de Chile, y en caso de hallar que eran verdaderos los hechos de que se acusaba a Valdivia, lo haría volver a Lima para que diese cuenta de su conducta. Por el contrario, si descubría que los denuncios eran infundados, Hinojosa debía disimular su comisión y ayudar a Valdivia para que pudiese continuar su viaje. La Gasca tenía tanta confianza en la prudencia de Hinojosa que le envió provisiones con su firma en blanco para que el General las llenase como viese convenir a las circunstancias373.

Valdivia y su gente se hallaban ya en el valle de Sama, a muchas jornadas de Arequipa, cuando fueron alcanzados por Hinojosa y nueve hombres que le servían de escolta. Disimulando artificiosamente la comisión que llevaba, el agente de La Gasca refirió a Valdivia que iba a la provincia de Charcas, y que podían seguir juntos el mismo camino durante algunos días. Hinojosa, entre tanto, conversaba sobre los sucesos de Chile con los oficiales que habían estado en este país; y cuando descubrió que eran más o menos efectivos algunos de los cargos que se hacían a Valdivia, trató de persuadirlo de que debía volver a Lima a dar cuenta de sus actos y a sincerar su conducta. El gobernador de Chile, sin embargo, no queriendo demorarse en estas tramitaciones que trastornaban sus planes, y que a lo menos podían retardar la conquista en que estaba empeñado, respondió a Hinojosa que no le era posible volver atrás. En ese estado llegaron al pueblo de Atacama, a entradas del último desierto que era preciso atravesar para llegar a Chile.

El general Hinojosa no quiso retardar más tiempo el cumplimiento del encargo que llevaba. Una mañana, cuando nada hacía esperar un cambio en sus determinaciones, penetró resueltamente en la cámara de Valdivia y le presentó la orden de volver a Lima. Los nueve soldados de su séquito, estaban a su lado con los arcabuces listos y las mechas encendidas, para hacer cumplir este mandato. Valdivia, sin embargo, no opuso la menor resistencia a obedecer aquella orden. Lejos de eso, él mismo contribuyó a aplacar a su tropa que se mostraba inquieta e inclinada a empuñar las armas en defensa de su jefe. Enseguida, dejando la orden de que esa gente continuase su viaje a Chile, Hinojosa y Valdivia dieron la vuelta al norte (septiembre de 1548)374. El General, en virtud de los amplios poderes que le   —253→   había conferido La Gasca, puso a la cabeza de esos soldados a uno de los oficiales que formaban su séquito, al capitán Francisco de Ulloa que nunca había estado en Chile, ni tenía relaciones con los conquistadores de este país. Ya veremos cómo esta designación fue causa de dificultades y de desórdenes.

Después de un penoso viaje de muchos días por los desiertos y valles del sur del Perú, Hinojosa y Valdivia se embarcaron en Arica en uno de los buques de este último, y se hicieron a la vela para el Callao. Su arribo a este puerto el 20 de octubre, colmó de satisfacción a La Gasca. Creía éste que el cumplimiento fiel de sus órdenes por un capitán de conocida intrepidez y que disponía de elementos para desobedecerlas, contribuiría a robustecer el prestigio de la autoridad real en el Perú. Por otra parte, ese mismo acto de sumisión probaba que Valdivia tenía plena confianza en la bondad de su causa. Así, pues, La Gasca lo recibió con consideración y lo dejó gozando en Lima de completa libertad. Los enemigos de Valdivia, sin embargo, debieron creer que la ruina de este caudillo era inevitable.

La Gasca era demasiado sagaz para dejarse influenciar por los denuncios más o menos pérfidos que le comunicaban los enemigos del gobernador de Chile. El pacificador del Perú, anciano de carácter frío y reservado, conocía bastante bien a los hombres que lo rodeaban, había estudiado el cúmulo de intrigas en que vivían envueltos, sabía que un gran número de ellos había cometido delitos de infidelidad a su Rey, y si estaba dispuesto a disimular, no quería dejarse engañar por nadie. La Gasca se había impuesto privadamente de las relaciones entre Ulloa y Valdivia. Estaba obligado por las circunstancias a perdonar las faltas del primero, pero conocía perfectamente la parte que había tomado en las revueltas del Perú hasta el día en que abandonó el servicio de Gonzalo Pizarro. Así, pues, teniendo que apreciar la conducta de Valdivia, comenzó desde el 22 de octubre a tomar cautelosamente una información secreta sobre el estado en que éste había dejado a Chile al partir para el Perú, sobre sus relaciones con Gonzalo Pizarro, sobre la muerte de Sancho de Hoz y particularmente, sobre si su confirmación en el gobierno de este país sería, como se le había dicho, el origen de revueltas y perturbaciones. La Gasca recogía con toda diligencia las declaraciones de numerosas personas que habían vivido en Chile, y que hablaban más o menos desapasionadamente de las cosas de este país. Esa información reveló desde el principio que muchas de las acusaciones que se hacían a Valdivia eran infundadas, y que cualesquiera que fuesen las verdaderas faltas de este capitán, sus méritos y sus servicios eran indisputables y dignos del premio que se le había dado al confiársele el cargo de gobernador de Chile.




ArribaAbajo4. Proceso de Pedro de Valdivia

Seguramente, la detención de Valdivia habría terminado en pocos días. La justificación de su conducta parecía inevitable, y La Gasca, que no tenía ningún interés en retenerlo en   —254→   Lima, lo habría dejado partir prontamente a hacerse cargo de su gobierno. Pero el 24 de octubre llegaba al Callao la fragata que había partido de Valparaíso el mes anterior. Iban en ella, como ya dijimos, Pedro de Villagrán, con el cargo de representante del cabildo de Santiago, y otros vecinos de esta ciudad, algunos de los cuales eran parciales y otros enemigos declarados de Valdivia. La Gasca pudo recoger de los más caracterizados, o más propiamente de los menos apasionados de ellos, diversas noticias que debían serle útiles para apreciar la conducta del gobernador de Chile375.

Pero, el 28 de octubre, uno de los pasajeros de esa misma fragata entregó a La Gasca un acta de cincuenta y siete capítulos de acusación contra Valdivia. Los cargos estaban amontonados allí sin orden ni plan; pero se señalaban hechos de la mayor gravedad, sobre los cuales no era posible dejar de hacer una seria investigación. Valdivia, se decía allí, había muerto a varios españoles sin causa justificada; había apresado y quitado sus provisiones reales a Pedro Sancho de Hoz obligándolo por la fuerza a firmar la renuncia de sus derechos; había despojado de sus bienes a muchos de sus gobernados; había sido partidario de Gonzalo Pizarro, cuya causa había querido ayudar cuando fue al Perú; había dado y quitado los indios a los españoles de Chile según su capricho y sus pasiones; había gobernado este país sin ley ni freno, haciendo siempre su voluntad, y vejando a todo el mundo con palabras y con obras; había por fin llevado una vida licenciosa, de jugador de mala ley y de hombre de malas costumbres, en compañía de una mujer española a la cual había dado los premios que correspondían a los mejores servidores del Rey. Todas esas acusaciones tenían un fondo de verdad; pero la pasión había exagerado los hechos, convirtiéndolos todos en una cadena de atentados y de crímenes. Los acusadores habían recargado tanto el colorido que no reconocían en Valdivia ninguna cualidad estimable.

El primer cuidado de La Gasca fue descubrir quiénes eran los autores de esta tremenda acusación. Sospechaba con fundamento que al presentarla anónima y disimuladamente, pretendían algunos de ellos ser oídos como testigos y fortificar así los cargos que se hacían a Valdivia. No le fue difícil descubrir la verdad. La acusación había sido hecha en casa de un mercader de Lima, llamado Gaspar Ramos, por Antonio de Ulloa y seis de los españoles que acababan de llegar de Chile, y todos los cuales tenían algún motivo de queja contra Valdivia, sobre todo el de no haberlos gratificado largamente al hacer los repartimientos de indios en el país conquistado. Cuando La Gasca hubo establecido este hecho, dio a Valdivia copia de la acusación para que pudiese hacer su defensa.

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Tres días después presentaba Valdivia su vindicación en un largo escrito del más alto interés histórico. Examinaba uno a uno los cargos que se le hacían, negaba unos, rectificaba otros y hacía la defensa completa, aunque no siempre satisfactoria, de su conducta. No necesitamos detenernos para dar a conocer su justificación: al referir en los capítulos anteriores la historia de Valdivia, hemos expuesto sencillamente los hechos verdaderos que quedan probados en su acusación y en su defensa; y si de ellos resultan graves faltas, también aparecen las grandes dotes que lo elevan sobre el mayor número de los más famosos capitanes de la conquista de estos países. La justificación de Valdivia, en efecto, no se desprende del examen aislado de sus actos, hecho bajo la luz de las ideas morales de nuestro tiempo, sino de la comparación con los hechos de sus contemporáneos, y del conocimiento de la sociedad en que vivió. La Gasca, que había tenido que tratar con muchos otros hombres inferiores a Valdivia por la inteligencia y por el carácter, y que por no hallar mejores servidores y consejeros había tenido que guardarles grandes consideraciones, debió sentirse inclinado a absolverlo; pero quiso adelantar la investigación para pronunciar un fallo.

En efecto, además de las informaciones que había recogido anteriormente, tomó la declaración de cuatro capitanes que habían servido en Chile bajo las órdenes de Valdivia, que conocían perfectamente casi todos los sucesos ocurridos en este país, y que eran extraños a la acusación376. Sin pretender justificar todos sus actos y, aun, reconociendo muchos de sus defectos y de sus faltas, estos testigos explicaron lealmente la conducta del gobernador de Chile y demostraron la importancia de sus servicios y la consideración que merecía a sus subalternos. La Gasca se convenció de esto mismo cuando recibió las comunicaciones que llevaba Pedro de Villagrán, y en las cuales el cabildo de Santiago le pedía la vuelta de Valdivia con la confirmación del título provisorio que esta ciudad le había dado en 1541. Este solo hecho demostraba que era absolutamente falso el temor que manifestaban sus enemigos de que su vuelta a Chile debía ser la causa de revueltas y de trastornos. La Gasca descubrió, además, que Pedro Sancho de Hoz no había tenido nunca provisión real para hacer la conquista de Chile, que asociado a esta empresa por la sola voluntad de Francisco Pizarro, no había cumplido sus compromisos, y se había hecho conspirador contra su socio y, por último, que en su muerte no había tenido parte alguna el gobernador Valdivia. Por otra parte, nada en la conducta de éste probaba de una manera efectiva y convincente que hubiera simpatizado con la rebelión de Gonzalo Pizarro, y lejos de eso, era evidente que había servido eficazmente y en primera fila en la pacificación del Perú, lo que desvirtuaba más aún aquella acusación. Por último, si era cierto que había despojado de sus caudales a los españoles que querían salir de Chile, Valdivia había empleado ese dinero en el servicio del Rey, y había mandado, además, que se pagase con el producto de los lavaderos de oro de su propiedad particular.

Todas estas consideraciones tuvo La Gasca para firmar el 19 de noviembre de 1548 la sentencia absolutoria de Valdivia. Esa sentencia dictada con el acuerdo del arzobispo de Lima y de los más altos consejeros del gobierno del Perú, y entre ellos del mismo Lorenzo de Aldana, que había hostilizado a Valdivia, no es en manera alguna la justificación completa del gobernador de Chile. La Gasca reconocía algunas de las faltas de éste, y le recomendaba   —256→   que se separase de Inés Suárez para no dar escándalo a sus gobernados, que acabase de pagar los dineros de que había despojado a algunos españoles, que olvidase las quejas que tuviese de aquéllos de sus subalternos que lo habían ofendido, tratándolos en adelante con dulzura, sin tomar venganza de ellos y sin arrastrarlos a juicio, que en los repartimientos de indios premiase sin pasión a los mejores servidores del Rey, y que permitiera salir de Chile a los españoles que lo solicitaran377. Terminado de esta manera aquel molestísimo proceso, Valdivia quedaba expedito para emprender su viaje a Chile.




ArribaAbajo5. Se embarca en Arica para volver a Chile

En efecto, el 20 de noviembre partía de Lima por el camino de tierra en compañía de diez o doce caballeros que lo habían acompañado desde Chile o que querían venir a este país a tomar parte en la prosecución de la conquista. Este viaje, terriblemente penoso en cualquier estación, lo era mucho más en aquellos meses en que un sol implacable abrasaba la serie de desiertos que forman la región de la costa del Perú, y que sólo están interrumpidos por estrechos valles ordinariamente malsanos en esta época del año. Aquellos hombres de fierro soportaban, sin embargo, resueltamente esos sufrimientos y todo género de privaciones y, con frecuencia, vencían a la naturaleza misma. Pero al llegar a Arequipa el 24 de diciembre, Valdivia fue asaltado por «una enfermedad del cansancio y trabajos pasados, que lo puso, dice él mismo, en el extremo de la vida».

Apenas repuesto de esta enfermedad, después de ocho días de descanso, Valdivia continuaba su viaje al sur para tomar uno de sus buques que debía hallarse en Arica. Aquella región del Perú estaba todavía más o menos agitada a consecuencia de las últimas revueltas de ese país. Cuenta Valdivia que por todas partes encontraba gentes descontentas con el gobierno. Creyéndolo agraviado, invitaban al gobernador de Chile a ponerse a la cabeza de una nueva revolución que habría tenido su centro en la apartada provincia de Charcas, donde se comenzaban a explotar minas de una riqueza maravillosa. Valdivia desoyó esas sugestiones; pero La Gasca le había recomendado que descargase de gente esa región, porque mientras anduviesen vagando aquellos aventureros no habría seguridad ni podría conducirse a Lima la plata que se extraía de las minas de Charcas. Así, pues, el gobernador de Chile pudo reunir allí unos doscientos hombres que debían servirle para adelantar su conquista. El 18 de enero de 1549 estaba en Arica listo para embarcarse con ese cuerpo de auxiliares.

Algún tiempo antes había pasado para Chile por el camino de tierra otro socorro de hombres. Hemos contado que cuando en septiembre del año anterior fue detenido Valdivia por el general Hinojosa, mandó éste que los cien soldados que aquél había reunido, siguiesen su viaje a Chile bajo las órdenes del capitán Francisco de Ulloa. Otros capitanes de Valdivia   —257→   habían reunido también pequeños destacamentos y tomaron el mismo camino. La armonía no podía durar largo tiempo entre aquellos oficiales. Peleándose el derecho de mandar a todos los auxiliares, el capitán Juan Jufré apresó a Ulloa, y se hizo jefe de toda la columna378. Como Jufré era un servidor leal y decidido de Valdivia, la entrada de esos auxiliares en el territorio chileno no ofreció inconveniente alguno y, aun, fue de gran utilidad para la pacificación de las provincias del norte, como lo veremos más adelante.

Ignorante de estos sucesos, Valdivia ardía en deseos de llegar cuanto antes a Chile, no sólo con el objeto de adelantar la conquista sino para prevenir las perturbaciones que podía producir la entrada de aquella gente. En Arica lo esperaba el capitán Jerónimo de Alderete con uno de los buques que había comprado en el Callao, el galeón San Cristóbal, barco viejo, que en 1534 había traído de Guatemala Pedro de Alvarado, y que ahora hacía agua por tres o cuatro partes. Allí se embarcó Valdivia con sus doscientos hombres; y sin más víveres que una cantidad de maíz y cincuenta llamas en sal. El 27 de enero (1549) se daba a la vela para Chile.

Aquella navegación debía ser extremadamente larga y penosa. Los marinos españoles que navegaban en el Pacífico no se alejaban de la costa. Si bien esta circunstancia les permitía llegar en un mes de Valparaíso al Callao, aprovechando los vientos del sur y las corrientes del océano, la vuelta, teniendo en contra estos elementos, los retardaba muchos meses, como había ocurrido a Pastene en 1547. Valdivia explica bastante bien los inconvenientes de estos viajes. «Como no alcanzan allí los nortes, dice con este motivo, y hay sures muy recios, se ha de navegar a fuerza de brazos y a la bolina, ganando cada día tres o cuatro leguas, y otros perdiendo doblados, y a veces más»379. Faltaba todavía un cuarto de siglo para que un piloto tan inteligente como osado (Juan Fernández) descubriese un camino más largo en su trayecto, pero que era posible recorrer con mucha mayor rapidez.




ArribaAbajo6. Sublevación de los indios del norte de Chile; incendio y destrucción de La Serena y matanza de sus habitantes

En esos momentos, los españoles que se hallaban establecidos en Chile, pasaban por una situación sembrada de peligros. En los últimos días de 1548, los indios de Copiapó habían tomado nuevamente las armas, y atacando, probablemente de sorpresa, a los primeros soldados que habían salido del Cuzco con el capitán Esteban de Sosa, mataron a cuarenta de ellos. El levantamiento se hizo general en toda aquella región. Los indios de Coquimbo, cansados de las vejaciones que sufrían de los conquistadores, y comprendiendo que les esperaba una suerte igual a la de los indígenas de los valles del sur, es decir, la servidumbre y el trabajo forzado en los lavaderos de oro, imitaron el ejemplo de sus hermanos de Copiapó. Los pocos españoles que poblaban La Serena, vivían desprevenidos e ignorantes del levantamiento de los indígenas, cuando una noche vieron asaltadas sus habitaciones en medio de una espantosa gritería. La defensa fue imposible. La saña de los asaltantes era implacable:   —258→   mataban a los hombres, a las mujeres y a los niños, así españoles como indios de servicio, y junto con ellos a los caballos y demás animales domésticos que habían llevado los conquistadores. Enseguida, prendieron fuego a las habitaciones y las arrasaron hasta sus cimientos para no dejar ni vestigios de la naciente ciudad380.

De esta matanza, sólo escaparon dos españoles, uno de los cuales era Juan de Cisternas, antiguo regidor del cabildo de La Serena. Caminando a pie de noche y ocultándose durante el día en los bosques y quebradas, llegaron éstos a Santiago en los últimos días de enero de 1549, y comunicaron el incendio y destrucción de aquella ciudad. Inmediatamente resolvió el gobernador interino Francisco de Villagrán marchar al frente de unos cuarenta soldados a castigar a los indios rebeldes. El mando de Santiago quedó encomendado al capitán Francisco de Aguirre381.

Antes de muchos días se recibieron noticias más alarmantes todavía. Se supo la rebelión de los indios de Copiapó y la matanza de españoles que habían hecho, y se recogieron informes de que los indígenas de las inmediaciones de Santiago preparaban también un levantamiento. Los castellanos que dirigían la explotación de los lavaderos de Malgamalga, temiendo ser víctimas de la sublevación, pedían que se les auxiliase con tropa para la defensa de sus personas y de sus labores. Por todas partes se hacían sentir idénticos temores que obligaron al cabildo de Santiago a tomar diversas medidas militares, y a todos los colonos a vivir con las armas en la mano como en los peores días de los años pasados.

En medio de la escasez de gente, sólo se pudieron enviar cuatro soldados para defender a los mineros de Malgamalga; pero se mandó que estos últimos estuvieran siempre armados, y que tomasen las precauciones necesarias para evitar cualquier sorpresa. Los jefes de las tribus de indios vecinos de Santiago, fueron reducidos a estrecha prisión. El gobernador sustituto Francisco de Aguirre salió a recorrer los campos situados al norte de la ciudad; y el alguacil mayor Juan Gómez fue autorizado para ir en persona o para enviar gente en otras direcciones, y provisto de las más amplias facultades para castigar a los españoles que no le prestasen la más decidida ayuda. Se juzgará del objeto de estas campeadas por las palabras siguientes de las instrucciones que el Cabildo dio a Juan Gómez: «Y así mismo, dice ese documento, le damos el dicho nuestro poder cumplido al dicho alguacil mayor para que pueda salir de esta ciudad siéndole mandado por nos, a tomar lengua de lo que hay en la tierra; y para ello pueda tomar cualquier indio de cualquier repartimiento, ahora sea de paz o de guerra, y lo atormentar y quemar para saber lo que conviene se sepa en lo tocante a la guerra, sin que de ello ahora ni en tiempo alguno se le pueda pedir ni tomar cuenta, por cuanto así conviene se haga al servicio de Dios nuestro señor, y al bien y sustentación de esta tierra»382. Ni los documentos ni los cronistas nos han dejado constancia de los castigos preventivos y de   —259→   los horrores que se perpetraron sobre los pobres indios en virtud de esta autorización; pero cuando se conoce el desprecio que la raza indígena merecía a los conquistadores, y cuando se ve que éstos estaban profundamente convencidos de que aquellas iniquidades eran en servicio de Dios, se comprende que no faltarían en aquellas coyunturas indios quemados y descuartizados por simples sospechas o porque no revelaban lo que no sabían.

Tampoco conocemos los castigos que Francisco de Villagrán aplicó a los indios rebeldes de Coquimbo y de Copiapó. Se ocupó en estas diligencias cerca de tres meses. Los vecinos de Santiago estuvieron algún tiempo alarmados por la falta de noticias del gobernador interino y, aun, parece que temieron que pudiese haber sido derrotado por los indios. En efecto, era de temerse que esto sucediera, visto el escaso número de sus tropas; pero en esos momentos llegaban los nuevos destacamentos de auxiliares que venían del Perú, y ellos contribuyeron a imponer respeto a los indígenas. Villagrán se hallaba todavía ocupado en estos trabajos, cuando supo que Valdivia estaba de vuelta en Valparaíso.




ArribaAbajo7. Llega Valdivia a Chile y es recibido en el rango de Gobernador

En efecto, después de emplear más de dos meses y medio en su viaje desde Arica, el Gobernador llegaba a Valparaíso a mediados de abril. Al pasar en frente de Coquimbo, desembarcó alguna gente para adquirir noticias de la ciudad, y tuvo el dolor de saber por los escombros que se hallaron, la suerte que había corrido pocos meses atrás.

Cuando parecía que Valdivia estaba ansioso por reasumir el gobierno de la colonia, se le vio detenerse, por cuestiones de etiqueta, dos meses enteros en Valparaíso. Allí fueron a saludarlo sus más ardorosos amigos, y allí llegó también Villagrán a darle cuenta de los sucesos de su interinato y, sobre todo, de las últimas ocurrencias de la región del norte. Valdivia estaba persuadido de que el nombramiento de gobernador que traía, como dado por el representante directo del Rey, lo eximía del deber de prestar juramento al tomar posesión de ese cargo. En esta virtud, entregó sus títulos a Jerónimo de Alderete para que a su nombre se recibiera del gobierno. Pedro de Miranda, procurador de ciudad en ese año, se presentó al Cabildo reclamando que antes que se le recibiera en el mando, se le tomase el juramento de «guardar los mandamientos reales, mantener a sus gobernados en paz y en justicia, guardar las libertades, franquicias, privilegios y gracias que el Rey acuerda a los caballeros hijosdalgo, y a todas las personas que descubren y conquistan y pueblan tierras nuevas, y consentir que goce esta ciudad, vecinos y moradores de ella de los términos y jurisdicción que le fueron señalados, dándole y acrecentándole los propios, egidos, dehesas y baldíos»383. El Cabildo, respetando las tradiciones de los antiguos privilegios municipales de los pueblos de España, aprobó la proposición de su procurador. En esta virtud, Alderete prestó en nombre de Valdivia el juramento de estilo el 19 de junio, y este último fue proclamado gobernador de Chile.

El día siguiente, 20 de junio, día de Corpus Christi, hizo Valdivia su entrada solemne en la ciudad. El Cabildo y los vecinos más notables de Santiago, se reunieron en la casa del   —260→   Gobernador para reconocerlo en el ejercicio de su cargo. Cuando el Cabildo le pidió que ratificara el juramento que a su nombre había prestado Jerónimo de Alderete, Valdivia «juró como caballero, hijodalgo y Gobernador, plegó las manos una contra otra, y juró en debida forma de derecho como tal persona, que tendrá y guardará y cumplirá todo aquello que el dicho capitán Jerónimo de Alderete juró y prometió». El Cabildo, sin embargo, no se satisfizo con esta demostración. Según él, la palabra dada por Valdivia era sólo pleito homenaje, es decir, una promesa formal de cumplir las órdenes reales y, por tanto, era necesario que «prestase el juramento en forma de derecho como es uso y costumbre». Fuele forzoso al arrogante capitán someterse a esta formalidad, de que había querido desentenderse; y poniendo la mano derecha sobre una cruz, juró en nombre de Dios y de la Virgen María cumplir todo lo que había prometido384. El mismo día fue pregonado en la ciudad su reconocimiento en el carácter de Gobernador en nombre del Rey. Desde entonces el arrogante capitán se dio en todas sus providencias el tratamiento de don Pedro de Valdivia, que usaron igualmente las autoridades que se dirigían al Gobernador.

El primer acto de Valdivia fue expedir en honor de Francisco de Villagrán el título de teniente de capitán general, es decir, de su segundo en el mando de Chile. El agraciado, sin embargo, no quedó largo tiempo en este país. El Gobernador creía que en ese momento era posible sacar del Perú muchos otros auxiliares para adelantar las conquistas que meditaba. Con este propósito, reunió todo el oro que pudo proporcionarse, y que según Valdivia ascendió a treinta y seis mil castellanos, y lo entregó a Villagrán. Debía éste trasladarse al Perú para dar cuenta a La Gasca del estado de Chile y de la complacencia con que había sido recibido su Gobernador, y para enganchar enseguida toda la gente que quisiera venir a este país. Villagrán partió de Valparaíso el 9 de julio en uno de los buques que había traído Valdivia. Es posible que al confiarle esta comisión, el caviloso Gobernador quiso también desorganizar el partido que en la colonia había comenzado a formarse en favor de Villagrán. Más adelante tendremos que referir cómo desempeñó éste aquel encargo.

Para tener expedito el camino de tierra, Valdivia acordó repoblar la ciudad de La Serena. Confió este encargo el capitán Francisco de Aguirre que había demostrado mano firme en la guerra contra los indios, y en el castigo de éstos. En esos momentos, Valdivia podía contar con fuerzas más considerables. Además de los doscientos hombres que trajo del Perú en sus buques, habían llegado por tierra otros cien hombres que venían bajo las órdenes de Juan Jufré. Pudo, pues, poner bajo las órdenes de Aguirre una regular columna para la expedición a Coquimbo385.

La partida de Aguirre dio lugar a una cuestión entre el Cabildo y el Gobernador. A petición del procurador de ciudad, quería aquella corporación que, siendo Santiago cabeza de la gobernación, no se redujera la extensión jurisdiccional que se le había dado en 1541, declarándose,   —261→   por tanto, que La Serena quedaría comprendida dentro de sus términos. Valdivia, desoyendo esta exigencia dictada por una vana ambición de prerrogativas y preeminencias, resolvió que Santiago quedaría siendo la cabeza de la gobernación, pero que La Serena tendría el título de ciudad con los términos y jurisdicción que le había señalado386. El Gobernador que meditaba la fundación de otras ciudades, quería que, aunque sujetas a un poder central, tuvieran cabildo propio y facultades independientes dentro de los límites de su jurisdicción respectiva.

En esta ocasión se aseguró de una manera definitiva la tranquilidad de aquellos territorios. Aguirre comenzó por echar los cimientos de la nueva ciudad de La Serena el 26 de agosto de 1549387, y construyó allí un fuerte en que pudieran resguardarse sus pobladores en caso de ataques de los indígenas. Enseguida, poniéndose a la cabeza de sus soldados, recorrió los campos para hacer, según sus instrucciones, el castigo de los indios. Ese castigo, severo y memorable, según un antiguo cronista que no ha cuidado de darlo a conocer388, fue una serie no interrumpida de horrores de que se conservaba el recuerdo mucho tiempo después. Los españoles encerraban vivos a los indios, así hombres como mujeres, en ranchos de paja y, luego, les prendían fuego, haciéndolos morir por partidas de a ciento. Esta campaña y estas crueldades diezmaron la población indígena de esas provincias; pero al paso que aterrorizaron a los indios sobrevivientes, alejándolos de todo pensamiento de nuevas sublevaciones, asentaron entre los conquistadores la gloria y la reputación militar de Francisco de Aguirre. A él se debió, en efecto, que el camino de tierra entre Chile y el Perú quedase mucho más despoblado, pero libre de los peligros que hasta entonces lo habían hecho tan dificultoso.