Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —120→     —121→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

Hurtado de Mendoza: exploración de la región del sur hasta Chiloé. Captura y muerte de Caupolicán; fundación de nuevas ciudades (1558-1559)


1. Don García Hurtado de Mendoza emprende la exploración de los territorios del sur. 2. Los araucanos, engañados por un indio traidor, atacan Cañete y son rechazados con gran pérdida. 3. Marcha de los españoles al través de los bosques del sur; descubrimiento del archipiélago de Chiloé. 4. Practicado el reconocimiento de esa región, don García da la vuelta al norte y funda la ciudad de Osorno; injusticias cometidas contra los antiguos encomenderos de Valdivia. 5. Proclamación de Felipe II como rey de España; don Alonso de Ercilla y don Juan de Pineda condenados a muerte por el Gobernador, y luego indultados. 6. Captura y muerte de Caupolicán. 7. Batalla de Quiapo. 8. Repoblamiento de Arauco y de Angol.



ArribaAbajo1. Don García Hurtado de Mendoza emprende la exploración de los territorios del sur

Dos meses de combates casi diarios en los alrededores de Cañete habían hecho creer a don García que aquellos indios eran indomables; pero confiado en el poder de las armas españolas, pensaba también que los frecuentes desastres que había sufrido el enemigo lo habían reducido casi a la impotencia, y que bastaban pequeñas guarniciones para mantener tranquilas esas localidades. Los últimos triunfos de sus soldados robustecieron esta convicción.

El Gobernador, por otra parte, ardía en deseos de partir para la región del sur. Quería visitar los establecimientos que allí tenían fundados los españoles y consolidar la conquista en esa parte, dilatándola más allá todavía de los territorios que en años atrás habían explorado Valdivia y sus capitanes. En el campamento español se hablaba con entusiasmo de la riqueza de ese país, donde, según se decía, abundaban los lavaderos de oro, y había indios más sumisos y dispuestos al trabajo de las minas. Don García esperaba hallar allí un teatro de gloria para su nombre de conquistador y un campo abundante para premiar los servicios de sus capitanes.

Por otra parte, los indios del sur de Valdivia comunicaban que en las costas más australes de Chile se habían visto algunos buques europeos, cuyo número hacían subir a siete u ocho. Probablemente, esta noticia tenía su origen en la expedición del piloto Ladrillero, enviada por el mismo don García a reconocer el estrecho de Magallanes; pero se exageraba tanto el número de las naves, que el Gobernador llegó a persuadirse de que eran portugueses que pensaban establecerse en los dominios españoles. Dando cuenta de sus sospechas sobre el particular, el Gobernador, con aquella arrogancia castellana tan frecuente entre los capitanes   —122→   de ese siglo, escribía al Rey que estaba dispuesto a marchar al sur y a arrojar de esa región a los extranjeros, «para que sepan, agregaba, que en cualquier tiempo y parte tiene Vuestra Majestad criados y vasallos que saben bien defender su tierra, pues tengo aquí soldados y municiones no solamente para echar de ahí la armada del rey de Portugal, pero la de Francia que estuviera con ella»209.

A fines de enero de 1558, don García, persuadido de que por entonces los indios no se hallaban en estado de acometer nuevas empresas militares, se dispuso para marchar al sur con el mayor número de sus tropas. Confió el mando de Cañete y de su comarca al capitán Alonso de Reinoso, puso bajo sus órdenes una reducida guarnición que, sin embargo, se consideraba suficiente para su defensa, y le dejó víveres para dos meses. Reinoso debía no sólo conservar la tranquilidad de la comarca contra las agresiones de los indios sino atender al establecimiento definitivo de la ciudad.

El Gobernador emprendió su viaje atravesando la cordillera de la Costa por la cuesta de Purén, y recorriendo enseguida el valle central hasta las márgenes del Cautín y la ciudad de la Imperial. En toda su marcha no halló la menor resistencia de parte de los indios que parecían vivir en la más completa tranquilidad. En la Imperial comenzó a ocuparse en los trabajos administrativos para poner orden en la desorganización consiguiente al abandono en que aquella ciudad había estado durante cuatro años de incomunicación casi absoluta con el resto de la colonia210.




ArribaAbajo2. Los araucanos, engañados por un indio traidor, atacan Cañete y son rechazados con gran pérdida

Apenas instalado en la Imperial, y cuando sus tropas no habían tomado aún el descanso necesario ni se habían repuesto de las miserias de los días anteriores, supo don García que los indios de las inmediaciones de Cañete estaban otra vez sobre las armas, y que amagaban de nuevo la ciudad. En el acto dispuso que el capitán don Miguel de Velasco y Avendaño partiese por los caminos de la costa con treinta soldados a reforzar la guarnición de Cañete. Caminando sin descanso de noche y de día, y con no pocas alarmas por la actitud de los indios, este destacamento entró a la ciudad a tiempo de prestar muy útiles servicios211.

En efecto, los indios se mantenían en pie de guerra en las inmediaciones de Cañete. Impuestos por sus espías de que el Gobernador había partido para el sur y de que esa ciudad   —123→   quedaba con una escasa guarnición, habían concebido el plan de apoderarse de ella. En los momentos en que llegaba ese refuerzo, Reinoso tenía tendido un lazo a los indios de guerra, y se preparaba para darles un golpe tremendo el día siguiente. Los auxiliares que acababa de recibir iban, pues, a tener una buena oportunidad para desenvainar sus espadas.

Un indio yanacona, que los contemporáneos nombran alternativamente Andresillo y Baltasar, salía con frecuencia de la ciudad en servicio de los conquistadores. Cortaba leña en el bosque, segaba pasto para los caballos y llevaba la vida miserable de los esclavos. En esas frecuentes salidas solía verse con los indios de guerra, e instado por éstos para que abandonara el servicio de los españoles, Andresillo concibió un plan de la más negra perfidia con que esperaba, sin duda, alcanzar su libertad. Ofreció al capitán Reinoso atraer por engaño a la plaza de Cañete el mayor número posible de guerreros araucanos, haciéndoles creer que de un solo golpe podrían concluir con toda la guarnición española. Cuenta Reinoso que en el primer momento dudó de la sinceridad de Andresillo; pero conociendo su astucia y su inclinación por toda especie de fraudes, lo alentó en sus propósitos haciéndole los más lisonjeros ofrecimientos si llevaba las cosas a buen término.

Andresillo, en efecto, salió libremente de la ciudad. Fue a buscar las juntas de indios enemigos para alentarlos a caer de sorpresa sobre Cañete. Demostroles que esta empresa no presentaba ninguna dificultad si se elegía una hora oportuna para el asalto. Los españoles, según él, tenían la costumbre de pasar la noche en vela y sobre las armas para estar prevenidos contra cualquier ataque del enemigo; pero a mediodía, rendidos por el insomnio y fatigados por el calor, se entregaban al descanso dejando la ciudad completamente indefensa. Andresillo aseguraba a los suyos que odiando profundamente a los opresores de su raza, deseaba su exterminio y estaba dispuesto a contribuir a él preparando un ataque que no podía dejar de producir el más completo triunfo.

Los indios se dejaron persuadir por los discursos de Andresillo. Se ha contado que queriendo éstos comprobar la verdad de aquellas revelaciones, acordaron que uno de los suyos, fingiendo querer vender a los españoles la fruta que llevaba en un canasto, visitase la fortaleza a la hora conveniente para el asalto. El traidor Andresillo facilitó este reconocimiento para acabar de desterrar toda desconfianza del ánimo de los indios. Reinoso, por su parte, preparaba con el mayor esmero la ejecución de los menores detalles de aquel plan. El emisario volvió al campo enemigo satisfecho de todo lo que había visto. No cabía duda de que a mediodía los españoles se entregaban al descanso, completamente desprevenidos para rechazar un asalto repentino e impetuoso. Quedó convenido entre los bárbaros el momento en que debían llevarlo a cabo. Fue tan ciega su confianza en la suerte de la sorpresa que iban a ejecutar que, aunque indudablemente supieron que en la noche anterior los españoles habían recibido el refuerzo enviado de la Imperial, no desistieron de su propósito.

El capitán Reinoso, tan activo como resuelto, tomaba, entretanto, todas las disposiciones necesarias para aplicar a los indios un terrible castigo. Cargó sus cañones, distribuyó convenientemente sus arcabuceros, mandó que su caballería estuviese lista para la persecución de los fugitivos, y dispuso que las puertas de la fortaleza quedasen abiertas, y sin un solo soldado para su defensa. Bajo aquellas apariencias de abandono todo el mundo estaba sobre las armas en el campamento español.

A la hora convenida, los indios ocultos hasta ese momento en las laderas vecinas a la ciudad, cayeron sobre ella a carrera precipitada y en el mayor silencio, queriendo impedir que se diese la alarma. Nada les hacía presumir el peligro que los amenazaba; pero al embocar   —124→   por las puertas de la fortaleza, truena la artillería, rómpense los fuegos de arcabuz; y las balas, cayendo sin perderse una sola en los apiñados escuadrones de bárbaros, hacen en ellos la más espantosa carnicería, y siembran el campo de cadáveres y de miembros humanos212. No hubo un solo tiro que se perdiese ni nunca se vio morir tantos hombres con una sola descarga, dice un testigo presencial. Ercilla compara los estragos a la explosión de una mina; pero sus horribles destrozos no bastaron para hacer retroceder a los impertérritos guerreros araucanos. Apenas repuestos de la primera sorpresa, volvieron al ataque sedientos de sangre y de venganza. Las nuevas descargas de los cañones y de los arcabuces de la plaza los desorganizan otra vez a tiempo que la caballería, cargando impetuosamente, viene a aumentar la matanza y a producir la dispersión. Perseguidos en el campo, muchos perecen en las puntas de las lanzas o bajo el filo de las espadas. «Sólo escaparon, dice un antiguo cronista, los que tuvieron buenos pies ligeros». De los prisioneros tomados en la jornada, trece que parecían jefes fueron condenados a muerte y ejecutados sin compasión. Se les amarró en hilera, y una descarga de artillería acabó con ellos213.

  —125→  

Reinoso había creído que este tremendo castigo iba a aterrorizar definitivamente a los indios, haciéndoles reconocer su impotencia para resistir por más largo tiempo a la dominación de los conquistadores. No sucedió así, sin embargo. Indóciles y rebeldes a toda sujeción, quedaron vagando en los bosques en pequeñas partidas, y matando a los soldados dispersos que encontraban en sus correrías. De Cañete salieron diversos destacamentos en persecución de los indios para acabar de dispersarlos. Recorrían los campos de día y de noche; pero el enemigo burlaba diestramente a sus perseguidores, y esas campeadas no daban el resultado apetecido214.




ArribaAbajo3. Marcha de los españoles al través de los bosques del sur; descubrimiento del archipiélago de Chiloé

El Gobernador se hallaba, entretanto, en la Imperial. Creyendo, sin duda, que el desastre sufrido por los indios era más trascendental, se resolvió a seguir su viaje a la región austral que quería reconocer. En Valdivia fue recibido con gran acatamiento, y pasó algunos días ocupado en los trabajos administrativos. Allí también los indios, aunque mucho menos belicosos que los que vivían en los alrededores de Cañete, resistían cuanto les era dable la dominación de los conquistadores. Pocos días antes del arribo de don García, habían dado muerte a dos españoles que habían salido al campo a preparar su recibimiento. El nuevo Gobernador de la ciudad, el capitán Diego García de Cáceres, tuvo que emprender su persecución con una partida de jinetes215. Este accidente revelaba que la dominación española no podía mantenerse en toda esa región sino con fuertes destacamentos en cada ciudad, y que aun así esos destacamentos no eran dueños más que del terreno que pisaban. Pero el Gobernador tenía tanta confianza en el poder de sus recursos militares, que no soñaba más que en mayores conquistas y en nuevas fundaciones de ciudades.

Dirigiéndose primero hacia la cordillera, don García fue a visitar Villarrica. Los antiguos vecinos de esta ciudad habían vivido desde su despoblación, en 1554, asilados en la Imperial. Temerosos de que les cupiera igual suerte que a los de Concepción, esto es, que el   —126→   Gobernador los condenase a perder sus encomiendas por haberlas desamparado en el momento de la rebelión sin tratar de defenderlas de los indios, volvieron a establecerse allí, y en esas circunstancias comenzaban a reconstruir sus habitaciones. No se demoró mucho tiempo aquí don García. Atravesando el valle de Villarrica, llegó al lago de Banco, conocido entonces por los españoles con el nombre de Valdivia; y al comenzar la segunda mitad de febrero emprendió desde allí su marcha por caminos que ningún europeo había explorado hasta entonces216.

De las ciudades del sur habían acudido numerosos soldados españoles a engrosar la columna expedicionaria. La esperanza de descubrir regiones en que «hallar qué comer», como se decía entonces, debía influir en el ánimo de muchos de los aventureros que corrían a tomar parte en esa jornada; pero otros iban movidos, como don Alonso de Ercilla, por el deseo de ver tierras nuevas y desconocidas. Don García llegó a tener a su lado cerca de doscientos hombres.

Jamás los conquistadores de Chile habían acometido una empresa más difícil y penosa que esta expedición. Apenas apartados de aquel lago, entraron en la región de las selvas impenetrables, donde no había sendero alguno, y donde cada paso imponía las mayores fatigas a los expedicionarios. Bosques tupidos de árboles gigantescos, fuertes enredaderas enlazadas entre sus ramas y espesos matorrales en que crecen sobre todo los coligües (chusquea) que obstruyen el camino y desgarran los vestidos del viajero, obstaculizan a cada instante su marcha. El suelo accidentado y disparejo, surcado por ríos o arroyos de penoso paso, estaba, además, cubierto en sus partes bajas de grandes y numerosos pantanos en que los hombres y los caballos se atollaban a cada rato. Estas dificultades, ordinarias y constantes en aquella región, eran mucho mayores en ese momento. El invierno de 1557, como se recordará, había sido excepcionalmente lluvioso. La humedad conservada por el espeso follaje de los árboles y por la temperatura templada que limita la evaporación, y mantenida por las frecuentes lluvias que caen en el verano, convertía grandes extensiones de esos terrenos bajos en charcos y lodazales.

Nada, sin embargo, podía enfriar el ardoroso entusiasmo del Gobernador. Guiados por el curso del sol, los expedicionarios se iban abriendo paso durante algunos días por entre riscos desprendidos de las alturas vecinas. Al romper la marcha, llevaron por guías algunos indios que habían tenido interés en extraviarlos, y que luego tomaron la fuga dejando abandonados a los expedicionarios en un lugar en que era igualmente difícil retroceder que pasar adelante217. El cuarto día de marcha por entre bosques desiertos y escabrosos, los españoles   —127→   encontraron una tribu de indios miserables que se presentaban en son de amigos. Trataron de persuadir a los expedicionarios a que se volviesen atrás, demostrándoles que el país en que querían penetrar era pobre y desprovisto de alimentos, y que sólo hallarían una sierra tras otra, y bosques interminables y deshabitados. Aunque la apariencia de aquellos salvajes parecía confirmar esta relación, don García y sus compañeros pensaron que se les quería engañar con una miseria fingida, y resolvieron seguir adelante. Los indios los acompañaron dos jornadas; pero al volverse atrás, se quedó uno de ellos con los españoles para servirles de guía.

Los expedicionarios marchaban mecidos por las más lisonjeras ilusiones. «Los cerros, los montes, las asperezas y riscos del camino, dice Ercilla, parecían senderos fáciles y llanos». Viajaban por entre cumbres, hondos valles y ásperas cordilleras, formando proyectos quiméricos de conquista que les hacían sobrellevar alegres todos los sufrimientos. El indio que les servía de guía les había hecho concebir la esperanza de llegar pronto a una región menos inhospitalaria; pero al amanecer del cuarto día desapareció dejando a los españoles perdidos en las selvas y con sus provisiones próximas a concluirse. Otros hombres se habrían creído perdidos en aquel desamparo. Don García y los suyos resolvieron hacer frente a todas las penalidades futuras de la campaña, continuando imperturbables su marcha hacia el sur.

Allí, sin embargo, comenzaron las mayores dificultades del camino. «Jamás la naturaleza, dice Ercilla, amontonó tanto estorbo para impedir el paso del hombre». Los arcabucos o bosques eran cada vez más espesos, y los breñales más ásperos. Los soldados tenían que cortar con hachas y machetes las ramas de los árboles para abrirse paso, y que romper a veces con picos y azadones las peñas y los matorrales para que los caballos pudieran asentar el pie con seguridad. El cielo mismo parecía conjurado contra ellos. Ocurrieron días nublados en que faltaba la luz en la tupida selva; sobrevinieron tempestades de lluvia y de granizo que lo empapaban todo, las ropas y el suelo. La gente y las bestias se atascaban a cada paso en los pantanos. A pesar de todo, aquellos hombres de fierro, con sus manos y sus pies cubiertos de dolorosas lastimaduras, con sus vestidos desgarrados en los matorrales del camino, con el calzado roto por los riscos y los troncos de los árboles, extenuados ellos mismos por el hambre y la fatiga, bañados en sudor, en sangre y en lodo, según la propia expresión de Ercilla, anduvieron todavía siete días en las selvas sin tener un lugar seco y descubierto en que reclinar sus estropeados cuerpos. Al fin, una mañana límpida y despejada, como las que suelen seguirse en aquellos lugares a los días de sombrías tempestades, los españoles divisaron desde una altura un pintoresco archipiélago, y al pie del monte y de la   —128→   áspera ladera que pisaban, se extendía un hermoso golfo. Los castellanos cayeron de rodillas para dar gracias al cielo por haber llegado sanos y salvos a aquel paraje donde esperaban hallar el término de sus sufrimientos. Era el 24 de febrero de 1558, segundo día de cuaresma, llamado entonces comúnmente la Cananea. Por esta circunstancia, los exploradores denominaron a aquellas islas archipiélago de la Cananea, nombre que fue completamente olvidado muy poco después218.

  —129→  

imagen

EJÉRCITO CONQUISTADOR

Soldado de infantería



  —130→  

ArribaAbajo4. Practicado el reconocimiento de esa región, don García da la vuelta al norte y funda la ciudad de Osorno; injusticias cometidas contra los antiguos encomenderos de Valdivia

Sin tardanza bajaron los expedicionarios al vecino llano para acercarse a las riberas del mar. El campo estaba cubierto de unos arbustos, llamados guñi por los indígenas, cuyas bayas rojizas, la mejor de las frutas silvestres de Chile (la murta o murtilla de los españoles, myrtus uñi de los botánicos) sirvieron para aplacar el hambre de los españoles. Pero apenas llegaron a la playa, tuvieron alimentos más útiles y más variados. Se hallaban entonces en las pintorescas orillas del tranquilo golfo de Reloncaví. Los habitantes de las islas vecinas, indios pacíficos y hospitalarios, acudieron en sus ágiles piraguas a ofrecer generosa y espontáneamente a los españoles todo lo que podían obsequiar, maíz, frutas de la tierra, pescado y carne de guanaco. Ercilla, que observaba las costumbres de los bárbaros con la ardiente fantasía del poeta, que creía descubrir en los feroces y pérfidos araucanos no sólo guerreros denodados que defendían su libertad y su patria con heroísmo incontrastable sino, también, paladines dignos de los libros de caballerías, vio en los humildes isleños de aquel archipiélago, los últimos representantes de aquella quimérica edad de oro pintada en los idilios de la antigüedad clásica. «La sincera bondad de esas gentes sencillas, dice, dejaban ver que la codicia no había penetrado en aquella tierra. El robo, la injusticia y la maldad, fruto ordinario de las guerras, no habían inficionado allí la ley natural». Ercilla, como casi todos los poetas y los filósofos de su tiempo, creía que los conquistadores habían llevado todos los vicios a esas sociedades primitivas en que sólo eran conocidas hasta entonces las sencillas virtudes de una vida patriarcal y llena de poesía219. Esta fantástica manera de estudiar   —131→   la vida de los salvajes era tan opuesta al propósito de civilizar a los indios como las mismas crueldades ejercidas por los soldados de la conquista.

Aquellos isleños, movidos por la curiosidad que despertaba en ellos la vista de estos extranjeros, de sus ropas y de sus armas, hicieron más todavía para obsequiarlos. Pusieron a su disposición una piragua grande que debía servir a los españoles para explorar las islas y la costa vecinas. Diez españoles se acomodaron en esa embarcación. Iba por jefe de ellos aquel licenciado Julián Gutiérrez de Altamirano, conocido por su carácter aventurero y emprendedor, que acababa de dejar el gobierno de la ciudad de Valdivia para agregarse a la columna expedicionaria220. Don Alonso de Ercilla, deseoso, como dice, de conocer el último término de esta jornada, era uno de los diez exploradores. Prosiguiendo el reconocimiento de la costa occidental de aquel golfo, visitaron tres islas pequeñas; y doblando después al occidente, llegaron hasta la isla grande de Chiloé, donde bajaron a tierra221. La exploración había durado tres días: Altamirano y su gente habían desembarcado en varios puntos, y volvían con la noticia de que no había paso alguno para continuar por tierra el viaje proyectado hasta las regiones del estrecho. La columna expedicionaria habría podido llegar a la isla de Chiloé en las piraguas de los indios; pero era imposible transportar los caballos.

Apoderose de los expedicionarios una gran tristeza al saber esta noticia. Sus ilusiones de aventuras y de conquistas en un país que la imaginación de los exploradores se complacía en representárselo tan rico como ameno, se desvanecían completamente. Pero otro sentimiento contribuía a contristar a los compañeros de don García. Era necesario dar la vuelta y afrontar de nuevo los sufrimientos infinitos que acababan de soportar en su viaje. Llegaron a temer que en este viaje por los horribles senderos que habían recorrido con tantas dificultades, no salvaría un solo hombre con vida222. Su situación era tanto más penosa cuanto que   —132→   el invierno que tanto se adelanta en aquellas regiones, amenazaba alcanzarlos en su retirada por entre los bosques y lodazales que tenían que atravesar.

En medio del abatimiento que esta perspectiva debía producir en el ánimo de los españoles, un indio joven de aquellas islas se ofreció espontáneamente a guiarlos por otro camino mejor. Emprendieron la marcha por el valle central, atravesando bosques extensos y tupidos, cruzando ríos caudalosos y venciendo obstáculos que, sin embargo, parecían ligeros en comparación de las dificultades vencidas anteriormente223. Habiendo atravesado el río Ralhue, que los españoles llamaron de las Canoas, sin duda, por haberse servido para cruzarlo de las embarcaciones de los indios, reconocieron la misma región que Francisco de Villagrán había explorado en 1553 con el designio de fundar una ciudad.

Era este país tan abundantemente poblado que don García calculaba en ochenta mil el número de los indios que habitaban la comarca. Habría bastado esta sola circunstancia para que los españoles pensasen en establecerse en este lugar con la esperanza de obtener buenos repartimientos; pero además de la belleza de los campos, que parecían adaptables a la agricultura y a la ganadería, creyeron hallar los indicios de ricos lavaderos de oro. El 27 de marzo de 1558, el Gobernador echaba allí los cimientos de una ciudad, a la cual daba el nombre de Osorno, en recuerdo del nombre del condado de su abuelo materno don García Hernández Manrique. Señaló ochenta vecinos para la nueva población, instituyó cabildo, repartió la tierra y los indios, y dejando el gobierno de la ciudad y de su distrito en manos del licenciado Alonso Ortiz, siguió su marcha para Valdivia.

En esta última ciudad se detuvo don García hasta pasada la Pascua de Resurrección, es decir, hasta después del 10 de abril. Entre otros asuntos administrativos que allí lo ocuparon, fue uno de ellos la reformación de los repartimientos, nombre que se daba al despojo antojadizo de los que estaban en posesión de encomiendas. El Gobernador quería favorecer a sus amigos y parciales en la distribución de los indios. Pero en Valdivia no podía hacer valer las razones que había alegado para quitar sus encomiendas a los antiguos vecinos de Concepción. Los pobladores de aquella ciudad no sólo no la habían dejado abandonada a manos de los indios sino que la habían defendido durante cuatro años de guerra y de penalidades.   —133→   Don García, para paliar el despojo de esos encomenderos, declaró nulas todas las concesiones hechas por Francisco de Villagrán, por cuanto este Gobernador no había tenido nombramiento real, sino sólo la delegación de poderes que le habían conferido los cabildos. Estas injusticias con que el Gobernador lastimaba los intereses de los viejos conquistadores para favorecer a los capitanes que habían venido a Chile en su compañía, dieron lugar a muchas quejas, y fueron el origen de numerosas acusaciones que ofendían el honor y la dignidad de don García. Como lo veremos más adelante, se dijo y, aun, se intentó probar judicialmente que por medio de su servidumbre vendía por dinero las concesiones que hacía en nombre de la autoridad real que desempeñaba224.




ArribaAbajo5. Proclamación de Felipe II como rey de España; don Alonso de Ercilla y don Juan de Pineda condenados a muerte por el Gobernador, y luego indultados

Después de esta penosa campaña a la región del sur, los expedicionarios llegaban a la Imperial a mediados de abril para tomar allí sus cuarteles de invierno. Encontraron en esta ciudad una noticia a que no podían dejar de dar gran importancia, y que, sin embargo, había llegado   —134→   a Chile con más de dos años de atraso. El 16 de enero de 1556 había renunciado Carlos V en Bruselas la corona de España en favor de su hijo Felipe II, y éste había tomado las riendas del gobierno225. La transmisión del mando de un soberano a otro, suceso de gran importancia y origen de ostentosas fiestas en los países monárquicos, tenía, aun, una significación mucho mayor bajo el régimen absoluto en que el carácter personal del monarca ejercía una influencia decisiva en la marcha del gobierno. El pueblo español, hostigado por las exacciones y los impuestos con que los mantenía gravado el Emperador para hacer frente a las continuas guerras europeas en que vivía envuelto, había celebrado con entusiasmo el advenimiento del nuevo soberano, aguardando una era de paz y de bienestar. Sus esperanzas, como sabemos, fueron burladas de la manera más cruel.

En las colonias de América, la elevación de Felipe II dio origen a aparatosas ceremonias, paseos de estandartes, jura solemne del nuevo soberano, paradas militares y fiestas religiosas. Apenas llegadas a Santiago las provisiones reales, el licenciado Hernando de Santillán, que mandaba en Santiago con el título de teniente gobernador, hizo celebrar la jura de Felipe II el 7 de abril, que era Jueves Santo, con toda la solemnidad conciliable con la escasa población de la ciudad y con sus mezquinos recursos. Un mes más tarde, el domingo 8 de mayo, el licenciado Juan de Escobedo, teniente gobernador en La Serena, celebraba en esta ciudad una fiesta análoga con el aparato y el lujo que le era posible emplear. En estas ceremonias en que se hacía de rodillas el juramento de fidelidad al nuevo monarca, los altos funcionarios de la colonia se empeñaban en revestir la autoridad real de un carácter sagrado.

Don García mandó preparar grandes fiestas en la Imperial para hacer la proclamación de Felipe II. Dispuso juegos de sortijas y de cañas, especies de torneos militares a que eran muy aficionados los capitanes españoles, y en que lucían su destreza en el manejo de la lanza y del caballo. En la metrópoli, los reyes y los príncipes tomaban parte en estos juegos con no poco peligro de su vida226. Don García Hurtado de Mendoza, con todo el ardor de la juventud y con la arrogancia de caballero y de soldado, tenía gran pasión por estas fiestas y por todas aquéllas en que podía ostentar su vigor y su agilidad. Preciábase de ser un eximio jugador de pelota, y creía que en el manejo de las armas no tenía rival en su campo. Así, pues, el día de la justa en la plaza de la Imperial, salió a caballo por una puerta excusada de su casa, con el rostro cubierto por la visera de su casco, como si quisiera no ser conocido en el palenque. Iban a su lado don Alonso de Ercilla y un caballero de Córdoba llamado Pedro Olmos de Aguilera. Otro capitán sevillano, llamado don Juan de Pineda, que también llegaba armado para tomar parte en la justa, metió atropelladamente su caballo entre los que montaban los dos compañeros de don García. Aquel acto de juvenil atolondramiento podía ser también una provocación que entre aquellos impetuosos capitanes daba siempre lugar a riñas y pendencias. Ercilla, lleno de cólera, echó mano a la espada «nunca sin razón desenvainada», dice él mismo. El capitán Pineda sacó también la suya. La lucha se iba a empeñar entre ambos jóvenes, no por mero aparato como en el torneo que se preparaba, sino para lavar con sangre una ofensa que en el ardor del momento creían grave.

Nada era más fácil que impedir este duelo quijotesco, propio de jóvenes y de militares en un siglo en que la exaltación de las ideas caballerescas hacía dirimir con las armas en la   —135→   mano las pendencias más frívolas. Habría bastado que el Gobernador les impusiese moderación para que aquel lance hubiese quedado cortado. Pero don García, sea que viese en la conducta de los capitanes un delito del más punible desacato a su autoridad o que creyese que aquel acto era la señal de un motín contra su persona, perdió toda calma, se puso furioso, y cogiendo la maza que pendía del arzón de su silla, arremetió contra los contendientes, descargando rudos golpes sobre los hombros de Ercilla, que era el que estaba más cerca, y profiriendo las más terribles amenazas. Los dos capitanes corrieron a asilarse a una iglesia que estaba vecina, pensando sustraerse así a la saña del encolerizado Gobernador227.

Pero don García no quiso respetar el sagrado asilo. Ercilla y Pineda fueron arrancados de la iglesia y entregados presos bajo la custodia del capitán don Luis de Toledo. Se les notificó que se preparasen a morir como cristianos, y por orden del Gobernador se dispuso todo para que en la mañana siguiente fueran decapitados en la plaza pública. Don García mandó que nadie le hablara de perdón. Los reos pasaron la noche recibiendo los auxilios espirituales de sus respectivos confesores como reos que aguardan una muerte inevitable.

La ciudad iba a presenciar una de esas sangrientas ejecuciones que contristan a todo el mundo. Ercilla y Pineda no habían cometido ninguno de esos crímenes que hacen odioso al reo, y eran, además, queridos por todos sus camaradas. Sin embargo, la sentencia o, más propiamente, el mandato del Gobernador, era irrevocable. Pero a la mañana siguiente, don García conmutaba la pena de muerte impuesta a aquellos dos capitanes por la de prisión hasta que se presentara la oportunidad de hacerlos salir del país desterrados a perpetuidad. Aunque los panegiristas del Gobernador se han empeñado en representarlo como un personaje inaccesible a toda influencia, y en especial a la de las mujeres, parece que fueron algunas señoras de la Imperial quienes alcanzaron que se suspendiese la ejecución228. Ercilla y Pineda fueron retenidos en prisión durante algunos meses, con cargo de asistir a las funciones de guerra, hasta que se presentó la oportunidad de embarcarlos para el Perú.



  —136→  

ArribaAbajo6. Captura y muerte de Caupolicán

La ciudad de la Imperial fue el asiento del gobierno durante algunos meses. Don García pasó allí todo el invierno descansando de las fatigas de las campañas anteriores y viviendo con la ostentación que era conciliable con el estado de pobreza de la colonia. Su casa, que debía ser una habitación modesta con techo de paja, tenía, según los contemporáneos, el carácter de un palacio por las guardias, por el ceremonial y por el boato y la largueza con que se trataba el Gobernador. La paz no fue interrumpida, los indios del distrito de la ciudad se mantenían tranquilos y sumisos.

No sucedía lo mismo en los términos de la vecina ciudad de Cañete. Reinoso, que mandaba allí, estaba obligado a vivir con las armas en la mano y a hacer por sí o por medio de sus capitanes, frecuentes correrías en los campos inmediatos para perseguir las partidas de indios guerreros que los recorrían sin cesar. Habiendo tenido noticia de que en una quebrada de la cordillera de la Costa había un campamento enemigo, y que allí debía hallarse Caupolicán, a quien se daba por uno de los jefes principales de la insurrección de los indígenas, Reinoso organizó una campeada que debía dar un resultado memorable.

Confió la empresa al capitán don Pedro Velasco y Avendaño, soldado valiente, infatigable para perseguir a los indios, y cruel para tratarlos después de la batalla. Avendaño apartó cincuenta buenos soldados, «los más de ellos vizcaínos», dice un antiguo cronista, y tomó por guías algunos indios conocedores del terreno, que se prestaron a acompañarlo con la esperanza de recobrar su libertad. Los expedicionarios partieron de Cañete poco después de anochecer para ocultar sus movimientos y para caer sobre el campamento enemigo antes de venir el día. El camino era detestable, áspero, accidentado, cubierto a trechos de espeso bosque. La noche oscura y tempestuosa casi no les permitía avanzar en su marcha. Sin embargo, nada podía contener el ardor de los soldados de Avendaño. Venciendo resueltamente todas esas dificultades, llegaron antes de amanecer a vista de una quebrada en que   —137→   estaban acampados los enemigos. Los fuegos de las rancherías de los indios no dejaban lugar a duda de que la fatigosa expedición se había logrado229.

Los indios estaban desprevenidos. Las condiciones topográficas del lugar, oculto en el corazón de una montaña cubierta de árboles, y en una áspera quebrada recorrida por un torrente; las dificultades del camino para llegar hasta ese sitio, y hasta la circunstancia de ser la noche sombría y lluviosa, habían dado a Caupolicán y los suyos tal confianza de que no podían ser sorprendidos allí, que contra la costumbre casi invariable de esos bárbaros, habían descuidado todas las medidas de precaución para estar advertidos de los movimientos del enemigo. A fin de no malograr el asalto y de impedir la fuga de los indios, Avendaño mandó desmontar su tropa y dispuso que sus soldados avanzasen a pie, sin hacer el menor ruido y que no empeñasen el ataque sino cuando las rancherías estuviesen rodeadas por todas partes.

El asalto se efectuó con la mayor regularidad. Los españoles, armados de espadas y de rodelas, atacaron las chozas de los bárbaros con el ímpetu irresistible que empleaban en tales casos, dando muerte a los primeros indios que quisieron salir a la defensa. Toda resistencia parecía inútil. Caupolicán, sin embargo, armado de una maza que manejaba con gran vigor, trató de defenderse resueltamente. Herido en el brazo por una cuchillada, le fue forzoso entregarse prisionero. Igual suerte corrieron los otros indios que no habían muerto en el primer momento de la lucha. El aprehensor de Caupolicán fue un mestizo, natural del Cuzco, llamado Juan de Villacastín, que figuraba entre los más valientes soldados españoles.

La captura del caudillo araucano debía tener una gran importancia a juicio de los conquistadores. Sin embargo, al principio los castellanos no conocieron todo el valor de la presa que habían hecho. Caupolicán ocultaba obstinadamente su nombre, y sus compañeros se guardaron bien de revelarlo. Todos ellos fueron amarrados con fuertes ligaduras para ser conducidos a Cañete. Cuando los soldados saqueaban y destruían las chozas de los indios, distinguieron a una mujer con un niño en brazos que a carrera tendida quería salvarse en el bosque vecino. Alcanzada en su fuga, y traída a la presencia de los españoles, la india, al descubrir a Caupolicán entre los presos, prorrumpió en horribles imprecaciones, reprochando sobre todo al cacique prisionero su cobardía por haberse dejado tomar vivo. «No quiero, dijo, ser la madre del hijo de un padre infame»230; y agitada por la más vehemente exaltación, arrojó al suelo   —138→   al niño que llevaba en sus brazos. Era una de las mujeres de Caupolicán. Este rasgo de varonil energía, que tal vez es una simple ficción poética del insigne cantor de La Araucana, le ha dado un lugar brillante en las páginas de la historia de aquella lucha heroica.

Al caer la tarde entraba Avendaño a Cañete con los prisioneros cogidos en el combate. Fue aquél un día de regocijo y fiesta para todo el campamento español. Parece que desde el primer momento quedó decidida la suerte del caudillo araucano. Caupolicán debía morir en un aparatoso y cruel suplicio para escarmiento de los indios rebeldes. Un antiguo cronista cuenta que la ejecución se retardó algunos días; que el cacique prisionero se dio trazas para demorarla ofreciendo entregar algunas prendas que habían pertenecido a Valdivia: el casco, la espada y una cadena de oro con un crucifijo; que Reinoso aguardó en vano que un mensajero trajese estos objetos, y que convencido de que todo aquello era «entretenimiento y mentira», dio la orden de muerte231.

La historia consigna la relación del suplicio de Caupolicán con todos los dramáticos incidentes de que lo ha revestido Ercilla para dar más realce al héroe de su epopeya. El caudillo araucano despliega en estas circunstancias la más noble entereza. Descubre lleno de orgullo su verdadero nombre, se declara el enemigo implacable de los españoles y el autor de la muerte de Valdivia, y sin desdoro de su dignidad, pide que se le perdone la vida. Sabiendo que debe morir sin remedio, conserva su serenidad, recibe cristianamente el agua del bautismo, y perece tranquilo e inalterable en medio de los mayores tormentos, sin lanzar un quejido, sin dejar ver en el rostro el menor signo de dolor.

Las cosas pasaron probablemente de muy diversa manera. Sin duda, Caupolicán demostró en este último trance la obstinada entereza con que los guerreros de su raza afrontaban la muerte, y con que sufrían los más crueles y refinados martirios; pero su ejecución no debió estar rodeada de los accidentes con que el poeta ha embellecido su cuadro. Es, sin embargo, fuera de duda que el suplicio de Caupolicán fue verdaderamente horrible. Se le hizo morir empalado, es decir, se le sentó en un palo aguzado que introduciéndose en su cuerpo, le destrozó las entrañas y le arrancó la vida en medio de los más crueles sufrimientos. Un numeroso concurso de gente presenciaba en la plaza de Cañete este bárbaro suplicio. Un cuerpo de indios auxiliares lanzaba sus saetas sobre el caudillo moribundo. Los españoles creían indudablemente que esta salvaje ferocidad iba a decidir la pacificación de la tierra232.

  —139→  

La personalidad de Caupolicán, realzada sobre todo por el poema de Ercilla, aparece mucho más pálida a la luz de la crítica y de la historia. Los mismos españoles del tiempo de la Conquista, acostumbrados a ver ejércitos más o menos organizados y con un jefe a la cabeza, no acertaban a comprender que la sublevación de los indios de Chile fuese el levantamiento en masa de muchas tribus que se reunían para dar una batalla, pero que no tenían cohesión suficiente para someterse a la voz de un caudillo reconocido por todas ellas. De ahí provino, sin duda, la idea de suponer a la insurrección araucana la existencia de un jefe superior, y de atribuirle la dirección del levantamiento y de todas las operaciones militares. Seguramente Caupolicán no fue más que uno de esos caudillos de tribu. Se ilustró en una o más jornadas de la guerra; y por su valor y por su constancia, llegó a tener cierto ascendiente entre sus compatriotas. Su crédito y su importancia fueron exaltados por los españoles cuando en la embriaguez de sus triunfos, tuvieron la ilusión de creer que la captura y la muerte de ese cacique importaba el término definitivo de la conquista. Los documentos antiguos hablan raras veces de él. Su nombre no está comprobadamente ligado a más que a uno que otro hecho de la insurrección; pero su gloria, basada, sobre todo, en los magníficos cantos de La Araucana, es indestructible. Caupolicán es para la posteridad el heroico defensor de la independencia de su patria y el organizador de una resistencia indomable, que era en realidad la obra espontánea de la masa de la población indígena233. Pero cualquiera que   —140→   sea su papel en la insurrección de los indios, la historia no puede aceptar como verdaderas las noticias que se dan de grandes combinaciones estratégicas de éstos, de operaciones concertadas de dos o más cuerpos de tropas para obrar simultáneamente en diversos puntos del territorio, ni nada que suponga una previsión anticipada de largo tiempo. El poder de los indios consistía en su arrojo, superior a todo peligro; en la constancia inalterable aun después de los mayores contrastes, y en su astucia para aprovechar las circunstancias del momento en una emboscada o en un asalto. Si además de estas dotes hubieran poseído la inteligencia para combinar planes más vastos y ataques simultáneos, y sobre todo cohesión de todas las tribus para hacerlos ejecutar, en pocos meses se habrían desligado de sus opresores, a pesar de la superioridad de éstos en estrategia y en elementos de guerra.




ArribaAbajo7. Batalla de Quiapo

Por el momento pudieron creer los españoles que la captura y muerte de Caupolicán había puesto término a la guerra. Después de batallar incesantemente todo el verano, los indios se mantuvieron quietos durante el invierno de 1558. Aun muchos de ellos, acosados quizá por el hambre, fingieron dar la paz, frecuentaron las ciudades españolas y se mostraban inclinados a vivir en sujeción. Pero, apenas llegada la primavera, cuando los españoles intentaron construir otras habitaciones en Cañete, los indios comenzaron a inquietarse de nuevo y a reunirse en los campos vecinos en actitud hostil. El gobernador de la plaza, el capitán Alonso de Reinoso, debió comprender entonces que la ejecución de Caupolicán había sido un sacrificio estéril, y que la muerte de un caudillo, por grande que fuese el prestigio que le suponían sus enemigos, no ponía término a la rebelión.

Alarmado con la actitud de los indios, Reinoso mandó en el mes de octubre reforzar y ensanchar el fortín de Cañete a fin de estar prevenido para la defensa. Hizo salir algunos destacamentos para recorrer las inmediaciones, pero las noticias que éstos comunicaban eran por demás alarmantes. Uno de esos destacamentos, mandado por Rodrigo Palos, había sido desbaratado en la quebrada de Cayucupil con pérdida de algunos caballos. En vista de este peligroso estado de cosas, Reinoso envió dos mensajeros a dar cuenta a la Imperial de aquellas ocurrencias. Don García despachó en el momento un refuerzo de cincuenta hombres   —141→   bajo las órdenes de don Luis de Toledo. Este auxilio fue tan oportuno, que los indios que preparaban un ataque a la ciudad en esa misma noche, desistieron de su proyecto al ver a los castellanos convenientemente reforzados.

Tres días después llegaba el Gobernador a Cañete con doscientos hombres. La situación de los españoles cambió por completo en las inmediaciones de la ciudad. Pudieron continuar los trabajos iniciados en la construcción de casas; pero luego supieron que los infatigables araucanos se reunían otra vez en son de guerra y en número bastante considerable para recomenzar la lucha. «Dio pena a todos, dice el cronista Góngora Marmolejo, ver que de nuevo se había de volver a hacer la guerra». En efecto, era preciso abrir los ojos a la luz de la evidencia. El sometimiento de los indios había sido una simple ilusión de los conquistadores. Convencidos los indios de que no podrían asaltar la ciudad de Cañete, que se hallaba bien guarnecida, se habían retirado a la costa vecina, y establecido su campo en un lugar llamado Quiapo. Detrás de un gran barranco y de ciénagas y pantano de muy difícil paso para la caballería, construyeron una extensa trinchera de palizadas en que podían defenderse ocho mil hombres. Los indios reunieron allí junto con las armas que ellos usaban, los cañones y arcabuces que habían quitado a los españoles en los anteriores combates, y tenían, además, alguna pólvora con que habrían podido utilizarlos. Pero esos bárbaros se habían formado tal idea del mecanismo de las armas de fuego que no tenían la menor noción de su alcance ni comprendían que era menester apuntarlas cuidadosamente para que los tiros pudiesen herir al enemigo.

Don García no vaciló en ir en persona a atacar a los indios en su campamento de Quiapo. Dejó setenta hombres para la defensa de Cañete bajo las órdenes del capitán Juan Martín de Riva, y él partió para la costa con Alonso de Reinoso a la cabeza de trescientos soldados. Después de dos jornadas de marcha, los españoles llegaron a la vista de las posiciones enemigas y trataron en vano de someter a los indios por medio de mensajeros de paz. Reconocido el terreno, colocaron convenientemente sus tropas, y en la noche del 13 de diciembre de 1558 rompieron el fuego de cañón con bala rasa y con alcancías, nombre que los españoles daban a ciertas ollas de barro llenas de alquitrán y de otras materias encendidas destinadas a comunicar el fuego en el campo enemigo. Los efectos de este bombardeo no fueron apreciables. Los indios que también hacían sus disparos sin el menor acierto234, lanzaban sin cesar los más espantosos alaridos de provocación y de guerra, y se tiraban al suelo, de manera que las balas de los españoles pasaban sin herirlos. Por otra parte, don García no llevaba más que dos cañones, y ésos eran de tan poco calibre que las balas no pudieron romper las palizadas enemigas.

En la mañana siguiente (14 de diciembre) fue necesario empeñar el ataque de una manera más eficaz y decisiva. Don García dividió sus tropas en dos cuerpos, tomó personalmente el mando de uno de ellos para atacar de frente, y confió el otro, compuesto principalmente de infantes, al capitán Gonzalo Hernández Buenos Años para que ocultando sus movimientos por medio de un rodeo, cayera sobre la espalda del enemigo cuando estuviera empeñado el combate. En la noche se habían construido apresuradamente puentes portátiles de madera para pasar el barranco que se extendía en frente de las trincheras enemigas.

  —142→  

La pelea se empeñó como estaba dispuesto. Don García, dejando defendido su campo, embistió resueltamente contra las posiciones de los indios, y fue a estrellarse contra las palizadas donde se sostuvo el combate con todo tesón. Algunos cuerpos de indios que le habían salido al paso, fueron arrollados por los españoles, y en su persecución comenzaron a entrar éstos en las posiciones enemigas abriéndose camino en las palizadas. Cuenta un viejo cronista que hubo un momento en que el Gobernador se halló en el mayor peligro por haberse adelantado a los suyos, pero que luego llegaron algunos de éstos y entre ellos aquel italiano Andrés, que se había hecho tan famoso por su valor y sus fuerzas físicas, y que ellos contuvieron el ímpetu de los bárbaros. A pesar de todo, la situación de los castellanos era crítica, y su derrota habría sido quizá inevitable, si la otra división no llega en tiempo oportuno a cumplir el encargo que se le había dado.

Hernández Buenos Años, en efecto, no se había quedado atrás. Sin ser visto por el enemigo a quien tenía muy ocupado el combate de frente, atravesó una ciénaga, y llegando a las palizadas del fuerte, arrancó algunos postes dando paso franco a sus soldados. Una vez allí rompen el fuego de arcabuz sobre los indios y producen entre ellos la más espantosa confusión. Viéndose estrechados por todas partes, los bárbaros trataron de retirarse a una quebrada cubierta de cañas, donde esperaban repararse; pero perseguidos sin descanso, se dispersaron en completa desorganización dejando el campo sembrado de cadáveres y un número considerable de prisioneros. El terrible Reinoso fue inflexible en el castigo de aquellos infelices. Más de setecientos de ellos fueron ahorcados sin piedad en el mismo campo de batalla. El mismo don García, que había comenzado la guerra proclamando los principios de humanidad, y que había querido reducir a los indios con palabras de paz y con la predicación evangélica, estaba convencido de la absoluta inutilidad de esos medios. En el recinto del fuerte ocupado por los indios, hallaron los españoles una abundante provisión de víveres y de armas y los arcabuces y cañones de que se habían apoderado en los anteriores combates235.



  —143→  

ArribaAbajo8. Repoblamiento de Arauco y de Angol

Este espantoso desastre produjo entre los indios el supersticioso convencimiento de que don García era invencible. «En ventura de este mozo, sucede bien todo lo que manda», decían aquellos bárbaros236. Fingieron, por tanto, mostrarse de paz, esperando que se presentara otra ocasión de volver a tomar las armas con ventaja. De nuevo creyeron los españoles que la comarca quedaba pacificada y, en efecto, durante más de un año reinó una tranquilidad turbada sólo por alteraciones parciales y de poca consecuencia.

Terminadas las fiestas religiosas que invariablemente hacía celebrar el Gobernador después de cada victoria, para dar gracias al cielo por la protección que le dispensaba, se trasladó con sus tropas al sitio en que Valdivia había fundado en años atrás el fuerte de Arauco. Allí mandó levantar una nueva fortaleza, capaz de contener una guarnición considerable y con espaciosas caballerizas. Esta construcción, en que se hacía trabajar a los indios, avanzó rápidamente. Teniendo que atender a los asuntos administrativos de la colonia, el Gobernador partió para Concepción a mediados de enero de 1559, dejando al capitán Reinoso el mando, de las tropas que quedaban al sur del Biobío. Alonso de Reinoso había sido elevado al rango importante de maestre de campo. El capitán Juan Remón, que desempeñó este cargo en los primeros días de la campaña, había dado la vuelta al Perú, al parecer disgustado con don García, cuyo carácter altanero humillaba a sus subalternos.

La residencia del Gobernador en Concepción fue señalada por varias medidas de administración interior, de algunas de las cuales tendremos que ocuparnos más adelante; pero no se descuidaron tampoco los intereses de la guerra o, más propiamente, de la pretendida pacificación del país. Los primeros días de tranquilidad relativa, cuando los conquistadores pudieron obligar a los indios a concurrir a los trabajos de los campos y de los lavaderos de oro, renacieron las ilusiones de grandes riquezas en tales o cuales puntos del territorio, y la ambición de ocupar otros. Solicitado por los antiguos encomenderos de los llanos de Angol, donde Valdivia había fundado la ciudad de los Confines, don García mandó que el capitán don Miguel de Velasco con cuarenta soldados fuese a repoblarla. Diósele el nombre de los Infantes de Angol.

Todo hacía creer que se abría para los españoles una época de bonanza en aquella región. Don García, participando de esta confianza, pasó todo el invierno en Concepción en medio del boato de su pequeña Corte, viviendo en una espaciosa casa que había hecho construir cerca del mar, estimulando el trabajo de los campos y de las minas y repartiendo sus favores y sus dones entre los más fieles de sus servidores. En la primavera visitó de nuevo los establecimientos del otro lado del Biobío237; pero cuando creía que sus servicios iban a ser   —144→   generosamente remunerados por la Corona, recibió las desconsoladoras noticias de que hablaremos más adelante.





  —145→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

Hurtado de Mendoza; expediciones lejanas: Tucumán, Magallanes, Cuyo (1557-1561)


1. Estado de la provincia de Tucumán cuando don García tomó el mando de Chile. 2. Campañas y conquistas del capitán Juan Pérez de Zurita. 3. Envía el gobernador de Chile una escuadrilla a reconocer el estrecho de Magallanes. 4. Aventuras y naufragios del capitán Cortés Ojea. 5. Los expedicionarios construyen un bergantín para volver a Chile; impresión producida por las noticias que comunicaban. 6. El capitán Juan Ladrillero explora los canales y archipiélagos de la costa occidental de la Patagonia. 7. Penetra en el estrecho de Magallanes, lo reconoce hasta cerca de la boca oriental y da la vuelta a Chile. Noticias bibliográficas sobre la exploración de Ladrillero (nota). 8. Expedición conquistadora a la región de Cuyo; fundación de las ciudades de Mendoza y de San Juan.



ArribaAbajo1. Estado de la provincia de Tucumán cuando don García tomó el mando de Chile

Don García Hurtado de Mendoza, como casi todos los mandatarios españoles del tiempo de la Conquista, daba gran importancia a la extensión territorial de su gobernación, y aspiraba a explorarla y someterla toda a su dominio efectivo. Sus provisiones administrativas, los poderes que solía confiar a sus subalternos, empezaban de ordinario con estas palabras: «Don García Hurtado de Mendoza, gobernador y capitán general de estas provincias de Chile y sus comarcanas, de norte a sur desde el valle de Copiapó hasta la otra parte del estrecho de Magallanes, y de este a oeste ciento cincuenta leguas238, como se las dio y señaló por gobernación al adelantado don Jerónimo de Alderete». Así, pues, aunque el objeto principal de la comisión que en nombre del Rey le había confiado el marqués de Cañete era someter a los indios rebelados de Arauco, don García no había descuidado un instante estas empresas lejanas en los territorios extremos de su gobernación, comprometiendo en ellas elementos que le habrían sido de gran utilidad en la guerra difícil y penosa que tenía que sostener.

Al poco de haber llegado a Chile, y cuando hacía sus aprestos para la campaña de Arauco, apartó de sus tropas cien hombres y los dejó en La Serena para que bajo las órdenes del capitán Juan Pérez de Zurita fueran a hacer reconocer su autoridad en la apartada provincia de Tucumán. Se recordará que esta región había sido sometida en nombre de Pedro de Valdivia, y como parte de su gobierno, por el general Francisco de Aguirre, que había fundado la ciudad de Santiago del Estero.

  —146→  

Pero Aguirre había vuelto a Chile en los primeros meses de 1554, creyendo venir a tomar el mando superior de este país. Su reemplazante en el gobierno de aquella provincia fue su primo hermano, el capitán Juan Gregorio de Bazán. Aunque Aguirre hubiera querido enviarle socorros para adelantar aquella conquista, las complicaciones en que se halló enredado en Chile con motivo de las competencias sobre el mando, le impidieron hacerlo. Pero deseando conservar a todo trance el título de Gobernador de esa región, recomendaba en 1555 a su lugarteniente que, aunque llegase algún pretendiente a ese gobierno con provisiones de la audiencia de Lima, se negase a entregarle el mando para dar tiempo a entablar las gestiones y protestas que amparasen su derecho.

Sin embargo, eran tales las penalidades por que pasaban esos conquistadores en medio de su aislamiento, que el capitán Bazán, creyendo que ese país era sumamente pobre y que no compensaba los esfuerzos que se hacían para reducirlo, estuvo inclinado a abandonarlo. La entereza de algunos de sus subalternos lo indujo a desistir de esta resolución. Mientras tanto, los españoles estaban obligados a vivir con las armas en la mano para contener a los indígenas, y a sostener constantes combates. La escasez de su número y hasta la miseria en que vivían, estimulaban las frecuentes agresiones de los indios; pero Bazán y sus compañeros supieron reprimirlos con la más incontrastable energía.

Pero ese capitán no conservó por largo tiempo el mando interino de la provincia. El gobernador propietario, aun en medio de la escasez de recursos de todo género, había logrado enviar a Tucumán algunos socorros con su sobrino Rodrigo de Aguirre, y confió a éste el mando que hasta entonces había desempeñado el capitán Bazán. Este nombramiento dio origen, como vamos a verlo, a serios trastornos que vinieron a hacer más alarmante la situación de ese país.

Se recordará que en años atrás, el capitán Juan Núñez del Prado había querido fundar allí un gobierno propio, independiente de Pedro de Valdivia239. Batido primero por Francisco de Villagrán, apresado y remitido a Chile por Francisco de Aguirre, aquel capitán se trasladó al Perú, donde la real audiencia de Lima lo repuso en el título de Gobernador. Sin embargo, Núñez del Prado no volvió nunca a Tucumán. Tal vez la muerte lo sorprendió cuando se preparaba para ir a recuperar su gobierno. Pero de todas maneras su nombre sirvió para encabezar allí una revolución. Algunos de sus parciales cayeron de improviso sobre la ciudad de Santiago del Estero en la noche del 24 de septiembre de 1557, apresaron a Rodrigo de Aguirre, e invocando la resolución de la Audiencia, proclamaron un nuevo Gobernador.

El Cabildo de la ciudad, reunido el día siguiente, desplegó la más firme entereza. Como los revolucionarios no pudieran exhibir el título oficial de Núñez del Prado, aquel cuerpo se negó resueltamente a reconocerlo como Gobernador, y sobre todo a obedecer a los que en su nombre habían hecho la revolución. En esas circunstancias llegaron comunicaciones de Chile que debían datar de muchos meses atrás. El general Francisco de Villagrán hacía saber en ellas que la audiencia de Lima lo había nombrado corregidor y justicia mayor de toda la gobernación; y en esta virtud confiaba el mando de la provincia de Tucumán al capitán Miguel Ardiles, que era hombre de toda su confianza, y muy bienquisto, además, entre sus compañeros de armas. Todo el mundo lo reconoció en este cargo. Tanto Rodrigo de Aguirre como los soldados que habían hecho la revolución en nombre de Núñez del   —147→   Prado, le prestaron obediencia. Ardiles, por lo demás, supo afianzar la concordia, y habría adelantado la conquista si hubiera recibido los auxilios que le eran indispensables240.




ArribaAbajo2. Campañas y conquistas del capitán Juan Pérez de Zurita

Tal era el estado de aquella lejana provincia cuando después de un largo y penoso viaje llegó el capitán Juan Pérez de Zurita241 a Santiago del Estero en mayo de 1558. Al presentarse allí en nombre de don García Hurtado de Mendoza, que a su rango de gobernador de Chile unía la circunstancia de ser hijo del omnipotente virrey del Perú, el nuevo Gobernador fue recibido favorablemente por todos los partidos. Pérez de Zurita, por otra parte, estaba animado de un espíritu ajeno a los odios y rivalidades del mayor número de los capitanes, y llegaba resuelto a hacer justicia a todos, a corregir los abusos y a consumar la sumisión de los indígenas.

Comenzó por cambiar el nombre de la provincia. En lugar de Nuevo Maestrazgo de Santiago, como entonces se le llamaba, la denominó Nueva Inglaterra, en honor de la esposa del príncipe heredero del trono de España. Reformó los repartimientos dados por Aguirre, creyendo premiar mejor los servicios de los primeros conquistadores, y «dar de comer», como entonces se decía, a los capitanes que lo habían acompañado en su expedición. Pérez de Zurita tomó para sí una valiosa encomienda, con la intención, sin duda, de establecerse definitivamente en el país.

Después de varias expediciones para reconocer el territorio que estaba sometido a su gobierno, y para reducir a los indios que hasta entonces hostilizaban a los conquistadores, Pérez de Zurita fundó por medio de sus capitanes tres nuevas ciudades: la de Londres, en el valle de Quinmivil; la de Córdova, en el valle de Calchaqui, a cuarenta leguas de aquélla, y la de Cañete, en el sitio en que antes había existido la ciudad del Barco. Redujo algunas tribus de indios, por tratos amistosos, y combatió a otras con tanta actividad como energía. Marchando hacia el norte, atacó a los indios diaguitas, que vivían cerca del río Bermejo; y habiéndose refugiado éstos en las sierras, los persiguió rápidamente en esos lugares y los obligó a someterse. Con mayor felicidad todavía redujo a los pobladores de Catamarca, manteniendo en todas partes el prestigio de sus armas y de su poder.

Sin embargo, allí, como en casi todas las nuevas colonias, los capitanes españoles estaban expuestos a las sublevaciones y revueltas de sus subalternos. Mientras Pérez de Zurita andaba en campaña, un teniente suyo, Juan de Berzocana, a quien había dejado en Santiago del Estero; trató de levantarse contra su jefe; pero fue reprimido. Pérez de Zurita pudo continuar su empresa de conquistas y de pacificación, y someter a los indios juríes que poblaban las inmediaciones del río Salado, y que se habían levantado contra los encomenderos españoles; pero nuevas sublevaciones de sus subalternos vinieron a complicar su acción y a producir serios trastornos, como vamos a verlo.

En 1560 llegaba al Perú don Diego López de Zúñiga, conde de Nieva, a reemplazar al marqués de Cañete en el cargo de Virrey. Impuesto de los servicios de Pérez de Zurita, y   —148→   creyendo que la región que estaba conquistando se hallaba muy apartada de Chile, resolvió separarla de esta gobernación, y dar su mando a ese capitán sin más dependencia que la del Virrey. La provincia fue llamada Tucumán, nombre tomado de Tucumano con que era conocido el jefe de los indios calchaquis, o de Tucma que los indígenas daban a todo ese país. Los conquistadores, sin embargo, descontentos con las rigurosas medidas tomadas por su jefe para impedir el maltrato de los naturales, y sabiendo que en Chile había ocurrido un cambio de Gobernador, preferían estar sometidos a éste. Los habitantes de Londres se revelaron en 1561 contra Pérez de Zurita, enviaron sus emisarios a Chile para acusar a ese jefe, y se aprestaron a la resistencia. Aquella sublevación no duró largo tiempo. Pérez de Zurita, procediendo con la mayor energía, marchó sobre esa ciudad, cuya guarnición en su mayor parte se pasó a sus banderas, y allanadas todas las resistencias, mandó ahorcar a dos de los capitanes más comprometidos en la rebelión. Uno de ellos era Rodrigo de Aguirre, el sobrino del fundador de La Serena. Pero si el Gobernador tuvo la fortuna de someter a sus subalternos, no pudo conservarse largo tiempo más en el mando de la provincia. En 1561 el nuevo gobernador de Chile lo reemplazaba por otro capitán, que debía adelantar la obra de la conquista de esos países242.




ArribaAbajo3. Envía el gobernador de Chile una escuadrilla a reconocer el estrecho de Magallanes

Al mismo tiempo que don García Hurtado de Mendoza empleaba una parte de sus tropas en estas lejanas conquistas, destinaba a la exploración del estrecho de Magallanes algunos de los buques que habrían podido serle muy útiles en sus campañas contra los indios rebelados de Arauco. Don García estaba persuadido de que, como reemplazante de los títulos y encargos que el Rey había confiado a Jerónimo de Alderete, él no podía desentenderse de llevar a cabo aquella empresa. En efecto, el 29 de mayo de 1555, el mismo día que se firmaba el nombramiento de Alderete para gobernador de Chile, la Princesa regente hacía extender una real cédula en que le mandaba expresamente que, llegando a este país, hiciera reconocer las tierras de la otra parte del estrecho de Magallanes. Según las ilusiones de la Corte, y las erradas noticias que se tenían de la distribución de los climas y de la vegetación, se esperaba hallar allí una región abundante en especiería, y las valiosas producciones que los portugueses recogían en los archipiélagos de la india oriental. «Porque nos deseamos, decía esa real cédula, saber las tierras y poblaciones que hay de la otra parte del dicho estrecho, y entender los secretos que hay en aquella tierra, vos mando que de las dichas provincias de Chile enviéis algunos navíos a tomar noticia y relación de la calidad de aquella tierra, y qué cosas se crían, y qué manera de vivir y costumbres tienen los que la habitan, y si es isla, y qué puertos hay en ella, y de qué manera se navega aquella costa, y si hay monzones o corrientes, y a qué parte o qué curso hacen».

A poco de haber llegado a Chile, y cuando apenas había reunido su ejército para emprender la campaña de Arauco, en octubre de 1557, don García Hurtado de Mendoza, creyendo   —149→   que la primavera sería la estación propicia para este viaje, dispuso la partida de una escuadrilla exploradora. Hizo aprestar para esto dos naves y un pequeño bergantín243, puso a bordo de ellos sesenta hombres, y confió el mando de la expedición al capitán Juan Ladrillero, marino viejo y experimentado que el marqués de Cañete le había recomendado como hombre capaz de cualquiera empresa. El capitán Francisco Cortés Ojea, que en 1553 había hecho el mismo viaje en la expedición de Ulloa, tomó el mando de una de las naves.

Los expedicionarios pasaron primero al puerto de Valdivia a tomar las provisiones necesarias para el viaje. Terminados estos aprestos, el miércoles 17 de noviembre se hicieron a la vela con rumbo al sur y con viento favorable para la exploración, y un poco alejados de la costa. Después de ocho días de navegación, experimentó la escuadrilla una de esas violentas tempestades, frecuentes en aquellos mares, que la llevó cerca de tierra en una bahía que los exploradores denominaron de Nuestra Señora del Valle. Esta bahía, que no conserva el nombre que le dieron sus primeros exploradores, está situada en la costa oriental de la isla de la Campana, y sobre el canal de Fallos, que la separa de la isla Wellington. El capitán Ladrillero bajó a tierra y entró en relaciones con los indios que recorrían esos archipiélagos en ágiles piraguas, y cuyos usos y trajes describieron los exploradores con rara exactitud. Uno de ellos fue embarcado en la nave capitana para que sirviese de intérprete en el resto del viaje.

Detenidos en ese lugar por el mal tiempo, los viajeros recomenzaron su exploración el 6 de diciembre; pero no se habían alejado aún de aquellas islas cuando en la noche del 9 del mismo mes, las dos naves se separaron para no volverse a juntar. La capitana había pasado adelante, arrastrada por el viento norte; y la San Sebastián, después de una noche de peligros e inquietudes, descubrió su aislamiento en la mañana siguiente. Todos los esfuerzos del capitán Cortés Ojea para alcanzar a la otra nave, o para comunicarse con Ladrillero por medio de señales y de cruces puestas en tierra con cartas en que indicaba su paradero, fueron ineficaces. Muchos de los tripulantes de la San Sebastián debieron creer que la capitana había perecido en un desastroso naufragio.




ArribaAbajo4. Aventuras y naufragios del capitán Cortés Ojea

Comenzó entonces para Cortés Ojea y sus compañeros una serie de aventuras y de sufrimientos en que casi es imposible seguirlos paso a paso. La San Sebastián se halló perdida en ese laberinto de islas y de canales que rodean la costa occidental de la Patagonia, y expuesta a todos los peligros de esos mares procelosos, de los bancos y de las rocas, peligros inmensamente mayores en una época en que la hidrografía de esa región era absolutamente desconocida y en que los navegantes no poseían los elementos con que la ciencia y la industria de nuestro tiempo han facilitado estas audaces exploraciones. El diario de navegación de Cortés Ojea refiere con vivo colorido todos los accidentes de este viaje,   —150→   describe con verdad la vida de los salvajes que halló en esos archipiélagos, y con rasgos bastante precisos los lugares que visitó. Pero los reconocimientos de aquella región, incompletos hasta ahora, no permiten señalar con toda seguridad el itinerario de los exploradores. Es, sin embargo, fuera de duda que, después de perder dos anclas y casi todas las amarras del buque y de luchar con todo género de dificultades con vientos contrarios y tempestuosos, con los témpanos de hielo que en esta estación se desprenden de los ventisqueros vecinos, con los fríos penetrantes que producen los vientos sures, aun, en medio del verano, y con la escasez de víveres, por cuanto la mayor cantidad de provisiones se hallaba en la nave capitana, los expedicionarios de la San Sebastián se encontraron a mediados de enero de 1558 al sur del canal que en las cartas modernas se designa con el nombre de Nelson, y que, aun, avanzaron más allá hasta los archipiélagos que se levantan al occidente de la isla de la Reina Adelaida.

Cortés Ojea se hallaba, puede decirse así, en la boca del estrecho. Sus observaciones le daban con bastante aproximación la latitud del lugar; pero los hombres que treparon a las cumbres más empinadas de esas costas sólo divisaban grupos de islas rodeados por un mar siempre inquieto y borrascoso, y por ninguna parte distinguían el canal que buscaban. El resultado de este reconocimiento desalentó a la tripulación y produjo conversaciones contradictorias sobre lo que debía hacerse. El capitán Cortés Ojea convocó a consejo el 23 de enero, y allí expuso a los suyos la situación verdadera: «He visto, dijo, el buen ánimo que vuestras mercedes han tenido para descubrir la mar del norte, como nos fue mandado. Pero hemos llegado a los 52 grados y medio, donde debíamos hallar el estrecho, y no lo vemos. Con los temporales y vientos, hemos perdido dos anclas y las amarras que traíamos, por lo cual no estamos en situación de seguir adelante para buscarlo. Invernar en esta tierra con el bastimento que tenemos, es echarnos a morir, porque no tenemos más que bizcocho para seis meses, tasado por la ración que se da cada día, pues ni el trigo ni la harina que hay alcanza para ese tiempo. Si hemos de demorarnos aquí nueve meses para tener tiempo favorable para dar la vuelta, ¿qué hemos de comer en este tiempo y qué hemos de llevar para nuestro regreso? Y aun hallando comidas, ¿qué anclas y qué amarras tendremos para asegurarnos durante las tempestades del invierno? En el caso que bastasen las que tenemos, ¿con qué podremos contar para nuestra vuelta? Los clavos y herramientas que nos habrían servido para reparar nuestras averías estaban en la capitana, y hemos empleado fierros de herraduras para cerrar las aberturas por donde se nos entraba el agua al pañol. Invernar aquí es perdernos, e ir a la mar en el estado en que nos hallamos es irnos a ahogar. Entre estos dos males, elijamos el menor: expongámonos a la muerte por salvar la vida; y aprovechemos el primer tiempo bueno que Dios nos diere para volver a Chile y dar noticia de nuestras desgracias, que de otra manera no se sabrá nunca el resultado de nuestro viaje». El parecer del capitán, que presentaba el cuadro conciso, pero verdadero de los peligros de la situación, fue aprobado por todos sus compañeros.

Cuatro días después, el 27 de enero, la San Sebastián se hacía a la vela con rumbo al norte. Un piloto medianamente experimentado en la navegación de aquellos mares, habría hecho este viaje en aquella estación en muy pocos días. Le habría bastado alejarse de la costa para tomar altura, y dejádose arrastrar por los vientos sures entonces reinantes. Pero los pilotos de esa época conocían muy poco estas nociones rudimentarias de meteorología tan comunes en nuestro tiempo, y preferían navegar allegados a la costa, donde, sin embargo, los amenazaban peligros de toda clase. Cortés Ojea vivió en medio de ellos, tanto a la   —151→   ida como a la vuelta. Más de una vez sus marineros se creyeron perdidos, e imploraban al cielo que les perdonase sus culpas. Los expedicionarios llevaban consigo algunos indios de servicio arrancados de Chile con la violencia acostumbrada en tales casos. En uno de esos temporales, creyéndose próximos a morir en un horrible naufragio, y en medio de la turbación y del desconcierto, se apresuraron a bautizar a esos pobres indios «porque sus ánimas se salvasen», dice el diario de navegación.

Pero la vuelta fue más penosa todavía. Si los exploradores hubieran penetrado resueltamente en los pintorescos canales que separan esos archipiélagos del continente, habrían evitado al menos una parte de los peligros del viaje navegando por un mar tranquilo y bonancible; pero seguían su viaje al occidente de las islas, donde el océano siempre inquieto y agitado, ofrece a la navegación los mayores riesgos. La San Sebastián recibía agua por cuatro aberturas; sus velas, muchas veces rasgadas y remendadas, servían para poca cosa, y a cada paso era sacudida por los vientos y por la reventazón de las olas. Sin embargo, arrastrada por los vientos, destrozada y desgaritada, continuó avanzando hacia el norte en medio de constantes temporales hasta el 15 de febrero. La tempestad más que la voluntad de los hombres, llevó la nave en un estado inservible a una caleta abrigada de una isla que, sin embargo, los exploradores tomaron al principio por tierra continental244. «En la cual caleta, dice el diario de navegación, no hallamos más fondo ni más ancho de lo que habíamos menester. Así estábamos de baja mar en seco y de pleamar nadando. Y luego que llegamos, hicimos de dos pipas y del árbol mayor una balsa con que nos acabamos de amarrar con toda la jarcia que pudimos desatar, y en esto ocupamos este día y en rezar nuestras devociones, dando a Dios gracias por las milagrosas mercedes con que nos hizo alegres, como lo fuimos en este puerto».




ArribaAbajo5. Los expedicionarios construyen un bergantín para volver a Chile; impresión producida por las noticias que comunicaban

Pero si los expedicionarios habían salvado de perecer ahogados en el mar, su situación en tierra distaba mucho de ser halagüeña. En aquella isla desierta se hallaban en el mayor desamparo que es posible imaginar. No podían esperar socorros de ninguna parte, y ni siquiera tenían un batel para hacer llegar a Chile la noticia de su naufragio. Cortés Ojea y sus compañeros desplegaron en esas circunstancias la entereza y la energía que los exploradores españoles sabían poner en juego en los mayores contrastes. Sin vacilación resolvieron   —152→   construir un bergantín y, aunque no tenían entre ellos un solo hombre capaz de dirigir una obra de esta clase, cada cual se ofreció gustoso a desempeñar la parte que le tocara en la tarea común. El contramaestre Pedro Díaz y un calafate llamado Esteban se pusieron a la cabeza del trabajo.

El suelo que pisaban, empapado por las lluvias que caen casi constantemente en aquella región, era un verdadero lodazal en que era difícil avanzar algunos pasos, y en que no había un sitio seco para reclinarse. Los náufragos comenzaron por acarrear piedra de la playa para hacer senderos, y para formar terrenos más altos donde hacer barracas en que guarecerse del viento, del frío y de la lluvia y en que guardar las provisiones que sacaban de su destrozada nave. Los bosques de la isla les suministraron maderas abundantes para estas construcciones. Aligeraron la nave de toda su carga, y enseguida la desarmaron cuidadosamente para aprovechar todas sus tablas y clavos. Mientras unos cortaban los árboles en el bosque para la construcción del bergantín, otros pescaban en la playa para el alimento de los operarios.

Apenas iniciados estos trabajos, los náufragos fueron visitados por algunos indios de los que recorren esos archipiélagos. Pero en lugar de traerles algún socorro, esos miserables salvajes venían a pedirles qué comer. Los españoles, en medio de su precaria situación, les distribuyeron algunos víveres y otros objetos que despertaban su codicia, y les pidieron que trajesen algunos de los animales con cuyas pieles se vestían esos indios. Volvieron, en efecto, en mayor número, pero no con los socorros pedidos, sino con el propósito de robar las escasas provisiones de los náufragos. Para desligarse éstos de tan incómodos huéspedes, tuvieron que ahuyentarlos con sus armas como a animales inútiles y dañinos. Aun así, esos bárbaros volvían a aparecer en la isla con el mismo propósito, siempre que creían a los españoles desprevenidos para defender sus alojamientos.

Después de dos meses de incesante trabajo, estuvo concluido el bergantín. Como debe suponerse, no era más que un tosco lanchón descubierto en que apenas había espacio para los hombres que debían tripularlo y para los pocos víveres que debían servirles durante el viaje de vuelta. Pero la estación era la menos propicia para darse a la vela. Los vientos del norte no los habrían dejado avanzar en la dirección que necesitaban. Forzoso les fue permanecer allí los días más crudos y rigurosos del invierno, en medio de nublados casi constantes, de una temperatura glacial que apenas les permitía alejarse a ratos del fuego y de las mayores privaciones de todo género. El viento helado quebraba las ollas de barro en que habían preparado sus comidas, tan luego como las retiraban del fuego. Las lluvias y el frío obligaban a los españoles a vivir casi constantemente encerrados en sus chozas.

Al fin, en los últimos días de julio, el tiempo se presentaba más bonancible. El día 25 fue lanzado al mar el bergantín, y cuatro días después zarpaba de la caleta que había dado asilo a los españoles. La navegación se hacía a vela y remo, venciendo mil dificultades, sufriendo tormentas y vientos contrarios, y deteniéndose en las noches para no exponerse a zozobrar. Pero nada podía debilitar la energía incontrastable de los expedicionarios. A fines de septiembre, después de infinitas fatigas, se hallaron en la parte norte del archipiélago de Chiloé, cuando sus provisiones estaban totalmente agotadas. Pero allí hallaron indios mucho menos bárbaros que los que habían visto en la región del sur.

Por ellos supieron que sus compatriotas habían visitado ese país en el verano anterior, y oyeron hablar de algunos de los capitanes que habían acompañado a don García Hurtado de Mendoza en su exploración. Esos indios, tímidos y desconfiados al principio, suministraron   —153→   a Cortés Ojea algunas provisiones, con que pudo llegar hasta Valdivia el 1 de octubre de 1558245.

La vuelta de los expedicionarios después de un año de las más peligrosas fatigas, causó una penosa impresión entre los conquistadores de Chile. No se tenía la menor noticia de Ladrillero ni de la nave capitana; y llegó a creerse que, sin duda, habían perecido víctimas de las horribles tempestades de que hablaba Cortés Ojea. Las dificultades que éste había hallado en su viaje lo justificaban de sobra de no haber alcanzado el objetivo que el Gobernador había tenido en vista al disponer esta empresa. Más aún, la circunstancia de haber llegado los expedicionarios a las mismas latitudes en que debía estar la boca occidental del estrecho sin poder hallarla, dio lugar a las más singulares explicaciones. Se creyó que en aquella región se había producido algún cataclismo extraordinario que había modificado el contorno de los continentes. Llegó a suponerse que alguna isla removida por los vientos y las tempestades había encallado en la boca del estrecho obstruyendo su entrada246. Durante algunos meses estas conjeturas debieron tener gran circulación entre los gobernantes y los pobladores de Chile.




ArribaAbajo6. El capitán Juan Ladrillero explora los canales y archipiélagos de la costa occidental de la Patagonia

Pero si Cortés Ojea no tuvo la fortuna de llegar al término deseado de su viaje, el capitán Ladrillero había sido mucho más feliz. Su campaña de reconocimiento, al paso que prueba   —154→   que ese piloto era un explorador de primer orden, importaba un progreso inmenso en el desarrollo de los conocimientos geográficos acerca de esta parte del continente americano. Pero la política recelosa y desconfiada de la metrópoli, ocultando cautelosamente esos descubrimientos, dejó oscurecida durante tres siglos la gloria del entendido y osado descubridor.

Hemos contado que en la noche del 9 de diciembre de 1557 los vientos del norte separaron las dos naves que formaban la escuadrilla confiada a Ladrillero. La nave capitana, San Luis, que él montaba, había pasado adelante, y no volvió a tener noticias del buque que dejaba atrás. Su diario de navegación, que no contiene noticias históricas acerca de los incidentes del viaje, nos permite, sin embargo, seguir su itinerario al través de los intrincados canales y archipiélagos que recorrió con rara felicidad y que ha descrito con verdadero talento de marino.

Ladrillero, después de recorrer en toda su extensión el canal Fallos que, como hemos dicho, separa la isla de la Campana de la de Wellington, volvió a hallarse en las aguas del océano, y siguiendo su exploración al sur, reconoció las costas occidentales del archipiélago de la Madre de Dios. En la parte austral de este archipiélago, se abre el canal denominado de la Concepción, en las cartas modernas. Sea que Ladrillero creyese que era la boca del estrecho de Magallanes, lo que no parece probable, o que quisiese reconocer esos lugares buscando tal vez la nave que había dejado atrás, penetró resueltamente en ese canal, y continuó la exploración con rumbo al norte. La navegación ofrecía allí los peligros de los bajíos y de las rocas, pero el mar es bonancible sobre todo en los meses de verano en que los vientos del sur permiten seguir el rumbo que llevaban los exploradores. Ladrillero avanzó hasta el extremo del canal Eyre «donde se acaba entre unas sierras nevadas, dice el diario de navegación, donde hallamos tantas islas de nieve, que había algunas que tenían siete estados de alto, y del tamaño de un solar, y otras menores y más pequeñas que no podíamos pasar, aunque el brazo tenía legua y media de ancho». Eran los témpanos de hielo que en el verano se desprenden del majestuoso ventisquero que cierra por el norte el canal Eyre.

No hallando paso por allí, Ladrillero dio la vuelta al sur y penetró enseguida en el canal Mesier de los geógrafos modernos, que describe con inteligente precisión. Ese largo canal, que separa el continente de la isla de Wellington, llevó a los exploradores al golfo de Penas, y de allí a la extremidad boreal de la isla de la Campana, desde donde habían comenzado el reconocimiento de esas islas. Hasta entonces, Ladrillero no había hecho otra cosa que circunnavegar los archipiélagos que hay allegados a las costas de Chile entre los paralelos 47 y 51. El objetivo de su viaje era ir mucho más adelante para explorar el estrecho de Magallanes y las tierras circunvecinas.

En los últimos días de diciembre247, la nave San Luis volvió a emprender su viaje al sur, surcando las aguas del océano a poca distancia de las islas, y llevada por vientos blandos del norte. En esta segunda tentativa, Ladrillero llegó hasta el canal Nelson de los geógrafos modernos, y creyendo, sin duda, encontrar allí la boca del estrecho que buscaba, penetró en él determinadamente. Comienza aquí la parte más curiosa quizá de sus notables exploraciones.   —155→   Continuando su reconocimiento hacia el noroeste, visitó primero los canales llamados de San Esteban y de Sarmiento; y entrando enseguida en el estrecho conocido ahora con el nombre de Collingwood, fue a hallarse en medio de ese dédalo de canales sin salida que sólo volvieron a ser explorados por los geógrafos de nuestro siglo, recibiendo algunos los nombres significativos de canal de la Última Esperanza y de la Obstrucción, y bahía del Desengaño. Ladrillero reconocía esa región con todo el tino de un geógrafo experimentado. Leyendo su derrotero de navegación delante de una buena carta geográfica, se puede seguir paso a paso su itinerario, a pesar de algunos pequeños errorcillos de detalle que más que al autor deben atribuirse a las copias imperfectas que conocemos. La hidrografía, la descripción general de las tierras vecinas, la dirección de las cordilleras y de las montañas, el aspecto de las llanuras, las condiciones climatológicas, los animales que vieron los exploradores y las costumbres de los habitantes están estudiadas con una prolija exactitud que es raro encontrar en los exploradores del siglo XVI. Los reconocimientos practicados tres siglos más tarde por eminentes exploradores han venido a confirmar la exactitud de las notas geográficas de aquel viejo piloto.

Ladrillero empleó probablemente todo el mes de enero de 1558 en este laborioso reconocimiento. Cuando se convenció de que aquellos tranquilos canales no tenían salida para el océano Atlántico, o para la mar del norte, como entonces se decía, volvió sobre sus pasos y entró de nuevo al océano. A su salida del estrecho de Nelson, y habiendo cambiado allí su rumbo al sur, Ladrillero habría debido encontrar en las islas vecinas a la nave San Sebastián que, como se recordará, había permanecido cerca de una isla del archipiélago vecino hasta el 27 de enero. Parece indudable que detenido por la exploración de los canales interiores que acababa de visitar, sólo se acercó a las islas que están cerca de la boca del estrecho entrado ya el mes de febrero. Ladrillero, por otra parte, creyendo, sin duda, que el verano estaba muy avanzado, no se detuvo en el reconocimiento de aquellas islas, de tal suerte que según su derrotero, no habría podido afirmar si formaban o no parte del continente.




ArribaAbajo7. Penetra en el estrecho de Magallanes, lo reconoce hasta cerca de la boca oriental y da la vuelta a Chile. Noticias bibliográficas sobre la exploración de Ladrillero (nota)

En esta tercera tentativa, Ladrillero fue recompensado con un éxito completamente feliz. Allegándose a la costa de la isla denominada de la Desolación, penetró resueltamente en el estrecho de Magallanes, y comenzó su prolijo reconocimiento. Después de explorar la primera parte de esos canales, fue a fondear a un puerto «que está en cincuenta y tres grados y medio largos», y que denominó de Nuestra Señora de los Remedios. Por las noticias un poco vagas de esta parte del derrotero de Ladrillero, se puede creer que ese puerto es el canal mal explorado todavía de Sea Shell, o la bahía Snowy, que está más adelante. Llegados allí el 22 de marzo, los exploradores se detuvieron hasta el 22 de julio.

No es posible explicarse satisfactoriamente esta larga suspensión de las operaciones de reconocimiento. El derrotero de la navegación de Ladrillero, que señala precisamente esas fechas, no dice una palabra sobre las causas de este retardo, como no da detalle alguno acerca de la historia de la exploración ni de los sufrimientos y aventuras de los viajeros. Un antiguo cronista cuenta confusamente y por noticias tradicionales, que iba en la nave de   —156→   Ladrillero un portugués llamado Sebastián Hernández, vecino de la ciudad de Valdivia, que en 1553 había penetrado al estrecho en la expedición de Francisco de Ulloa. Ese portugués, alarmado con las dificultades del viaje, trató de persuadir al capitán a que se volviese a Chile, pronosticándole que seguir adelante era marchar a una muerte segura. Como Ladrillero se mostrase inflexiblemente resuelto a terminar su atrevida exploración, Hernández intentó producir una sublevación para obligar a su jefe a regresar a Chile. Descubierta la trama, Ladrillero hizo ahorcar al portugués en una entena, y restableció la quietud en su tripulación248. Es probable que este conato de levantamiento y esta ejecución perentoria y rápida con que se le puso término, sucesos ambos muy frecuentes en las exploraciones españolas del tiempo de la Conquista, tuvieran lugar durante la estadía de Ladrillero en aquel puerto.

En vez de consignar en esta parte de su derrotero hechos de ese orden, el capitán Ladrillero da sólo noticia del clima, de la meteorología del estrecho durante el invierno y de la vida y usos de los salvajes que nosotros conocemos con el nombre de fueguinos. Pero el 23 de julio, cuando los días más largos y más claros le permitieron adelantar la exploración, volvió a hacerse a la vela hacia el oriente reconociendo prolijamente todas las inflexiones y contornos de las costas del estrecho. El martes 9 de agosto de 1558, habiendo llegado al golfo que el canal forma después de la llamada Primera Angostura, y a corta distancia de su boca oriental, el capitán Juan Ladrillero tomó posesión con las formalidades usadas por los españoles, del estrecho y de las tierras colindantes, en nombre del rey de España, del virrey del Perú y del gobernador de Chile, don García Hurtado de Mendoza. Consumado este acto posesorio, dio la vuelta a Chile para comunicar su descubrimiento.

Las peripecias de esta segunda parte del viaje son enteramente desconocidas. El importante derrotero del capitán explorador, único documento digno de fe que existe sobre esta expedición, termina resumiendo las noticias técnicas sobre la navegación del estrecho, y no contiene ningún suceso que nos dé a conocer las aventuras del viaje ni la época del arribo de Ladrillero a los puertos de Chile. Aun falta la fecha en que fue terminado y firmado el derrotero, fecha que nos habría servido para fijar aproximadamente la época de su vuelta. Se sabe sólo que a mediados de 1559, Ladrillero había llegado ya al puerto de Concepción249.

  —157→  

La exploración llevada a término por ese intrépido e inteligente piloto había resuelto más de un importante problema. Había demostrado que la navegación del estrecho de Magallanes, en un sentido opuesto a aquél en que hasta entonces se había hecho, aunque difícil y penosa, era practicable. Las observaciones recogidas por Ladrillero, por otra parte, probaban el ningún fundamento de las ilusiones que los consejeros del Rey se habían forjado acerca de la riqueza de esa región, en que se esperaba hallar las valiosas producciones de los archipiélagos de Asia. El hábil explorador, sin contar con los conocimientos científicos que son vulgares en nuestro tiempo ni con los instrumentos de observación que hoy usan los más modestos viajeros, había demostrado que el clima riguroso de la región del estrecho, la hacía poco apta para tener una agricultura productiva y floreciente. Los indios mismos de ese país, cuyas costumbres ha descrito con raro acierto, eran los salvajes más miserables y groseros que los españoles hubiesen hallado en el continente americano, y por esto mismo los menos reducibles a los trabajos industriales que impone una civilización superior. Así, pues, la corte de España no debió ver en el resultado de esta expedición más que un triste desengaño y un serio peligro para la seguridad de sus posesiones del Pacífico, la apertura de un camino que podían recorrer las naves enemigas que quisiesen venir a disputarle las riquezas que se extraían del Perú. En vista de ese resultado no se volvió a hablar de los descubrimientos de Ladrillero; y la gloria de este hábil explorador quedó sepultada durante siglos bajo el polvo de los archivos250. Ahora mismo no tenemos más luz acerca de sus viajes que la que arroja su derrotero, documento del más alto valor para la historia de la geografía,   —158→   pero casi enteramente técnico y desprovisto de las noticias históricas que habrían hecho apreciar los sacrificios y los padecimientos de los expedicionarios en una exploración que   —159→   ha debido durar unos veinte meses, y en una región de clima excesivamente duro y privada, además, de recursos.




ArribaAbajo8. Expedición conquistadora a la región de Cuyo; fundación de las ciudades de Mendoza y de San Juan

Réstanos todavía referir una tercera expedición dispuesta por don García Hurtado de Mendoza fuera del centro de las operaciones principales de su gobierno. Como se sabe, el territorio sometido bajo su mando se extendía al otro lado de los Andes, y en esa vasta extensión de sus dominios no se había intentado más conquista que la región del norte cuyo mando estaba confiado al capitán Pérez de Zurita. Sin embargo, muchos de los conquistadores de Chile que habían acompañado al general Villagrán a su vuelta del Perú en 1551, conocían los campos del sur y creían que ése era un país abundante en población y de una rara feracidad, donde podrían «hallar qué comer» muchos capitanes castellanos. Don García, que nada deseaba tanto como extender sus conquistas, encargó la exploración y reducción de ese país a uno de sus favoritos, al capitán Pedro de Mesa, aquel comendador de la orden de San Juan a quien había confiado en 1557 el cargo de su teniente gobernador en Santiago.

Mesa, sin embargo, no pudo desempeñar esta comisión. El estado de su salud no le permitió emprender un penoso viaje al través de las cordilleras por caminos que sólo una vez habían recorrido los españoles. Don García dio entonces (22 de noviembre de 1560) el mando de la empresa al capitán Pedro del Castillo, que había estado a su lado durante toda la campaña de Arauco con el carácter de alférez o abanderado de la compañía que mandaba en persona el mismo Gobernador. Pedro del Castillo reunió sesenta hombres, eligió un escribano y algunos clérigos, y en diciembre siguiente partió para la región de Cuyo por el camino conocido con el nombre de Uspallata. Según sus instrucciones, debía fundar allí algunos pueblos, pero se le mandaba expresamente que no se entrometiera en los territorios sometidos bajo la autoridad de Pérez de Zurita.

Castillo no encontró la menor resistencia de parte de los naturales que poblaban aquella región. Eran tribus casi nómades que vivían desparramadas en extensísimas llanuras, sin cohesión alguna e incapaces de reunirse para rechazar a los invasores. Después de recorrer aquellos campos, y creyendo próxima la entrada del invierno, el capitán conquistador buscó sitio aparente para fundar una población a corta distancia de un río que baja de la cordillera, y el 2 de marzo de 1561 echó los cimientos de una ciudad. Diole el nombre de Mendoza, en honor del gobernador de Chile que había ordenado aquella conquista. Pedro del Castillo repartió solares y tierras a sus compañeros, encomendándoles, además, los indios de la comarca; organizó cabildo y dio principio a la construcción de una iglesia.

  —160→  

No hacía un año que se había comenzado esta población cuando el Gobernador de la provincia tuvo que entregar el mando a un sucesor que venía de Chile. En febrero de 1561, don García Hurtado de Mendoza volvió al Perú, como contaremos más adelante. El general Francisco de Villagrán, que vino a reemplazarlo, removió a muchos de los funcionarios que aquél había nombrado. Con fecha de 27 de septiembre de ese mismo año confió el cargo de teniente gobernador de Cuyo al capitán Juan Jufré, soldado de los primeros días de la conquista de Chile y amigo íntimo de Villagrán. Jufré se puso en viaje en la primavera siguiente, y tomó sin resistencias ni dificultades el gobierno de la provincia.

Uno de sus primeros cuidados fue cambiar el sitio y el nombre de la ciudad que había fundado su antecesor. A pretexto de que estaba «metida en una hoya y no darle los vientos que son necesarios y convenibles para la sanidad de los que en ella viven y han de vivir y perpetuarse en ella», buscó otro sitio que consideraba más aparente a «dos tiros de arcabuz, poco más o menos», de la primera ubicación. El 28 de marzo de 1562, el mismo Juan Jufré, «alzó con sus manos un árbol gordo por rollo y picota y árbol de justicia, para que en él se ejecute la real justicia», y con las solemnidades de estilo en tales casos, dio por principiada la fundación. Por ser aquel día Sábado Santo, mandó que la nueva ciudad se llamase la Resurrección, ordenando «que en todos los autos y escrituras públicas y testamentos y en todos aquéllos en que se acostumbra y suelen poner con día, mes y año, se ponga su nombre como dicho tiene y no de otra manera, so pena de la pena en que incurren los que ponen en escrituras públicas nombre de ciudad que no está poblada en nombre de Su Majestad y sujeta a su dominio real». A pesar de estas severas prescripciones, en que no debe verse más que el deseo de hacer olvidar el nombre de don García, la ciudad siguió denominándose Mendoza.

Poco tiempo más tarde, el capitán Juan Jufré, habiendo oído hablar de ricos lavaderos de oro en los lugares vecinos, salía a recorrer la parte norte de la provincia que se le había dado en gobierno. El 13 de junio del mismo año fundó la ciudad de San Juan, donde instituyó cabildo, repartió solares e indios, y señaló sitio para cinco iglesias. Allí, como en Mendoza, esta fundación no presentó dificultades de ningún género ni fue necesario sostener guerra con los naturales. Se puede decir que éstas fueron las conquistas más pacíficas del gobierno de don García Hurtado de Mendoza y de su sucesor Francisco de Villagrán. Sus soldados no hallaron allí por entonces la abundancia de riquezas minerales que ante todo buscaban en sus conquistas, pero, en cambio, se dedicaron a la crianza de ganado y a la agricultura, y mediante el riego artificial, desconocido hasta entonces en aquella región, obtuvieron considerables beneficios y formaron de esas ciudades dos centros considerables de población251.





  —161→  

ArribaAbajoCapítulo XX

Hurtado de Mendoza: su administración civil (1559-1560)


1. Don García Hurtado de Mendoza recibe cédula de su separación del gobierno de Chile. 2. Las violencias y atropellos de su administración le creaban una situación muy desagradable para el día de su caída. 3. Desagrado con que recibió la noticia de su separación del mando; confía el gobierno interino a Rodrigo de Quiroga. 4. Don García se traslada a Santiago; trabajos administrativos de su gobierno; la tasa de Santillán. 5. Construcción de hospitales y de iglesias; se da principio a la catedral de Santiago. 6. Fiestas y diversiones públicas; el paseo del estandarte. 7. Descuido completo de todo lo que se relaciona con el fomento de la ilustración de la Colonia. Aislamiento de Chile y proyecto para ponerlo en comunicación más inmediata con el Perú.



ArribaAbajo1. Don García Hurtado de Mendoza recibe cédula de su separación del gobierno de Chile

A principios de 1560 don García Hurtado de Mendoza pudo lisonjearse con la ilusión de que había puesto término a la conquista y pacificación de todo el territorio chileno. Así lo anunciaba en sus cartas al Rey, así lo pensó su padre, el virrey del Perú, y así lo creyeron también los españoles establecidos en Chile, juzgando que se abría para la colonia una época de paz y de prosperidad. Por todas partes se hablaba de nuevos descubrimientos de terrenos auríferos, y en todas partes se daba impulso a los trabajos de los lavaderos de oro.

El Gobernador había creído que cualesquiera que fuesen las acusaciones que sus émulos y enemigos llevasen a la Corte, el Rey no podría dejar de reconocer la importancia de sus servicios, ni de darles el premio correspondiente. Pero don García se engañaba lastimosamente. Sobran motivos para creer que Felipe II había desaprobado desde el primer día su nombramiento para el cargo de gobernador de Chile, sea porque lo estimase como un acto de favoritismo del marqués de Cañete que confiaba a su propio hijo, y a un hijo de veintidós años de edad, una empresa importante que exigía gran experiencia de la guerra, sea porque juzgase que la elevación de ese joven importaba una postergación ofensiva para los soldados envejecidos de la conquista. Agréguese a esto que la conducta autoritaria del mismo marqués de Cañete en el Perú había producido numerosas quejas, y que la Corte estaba predispuesta en contra suya. Don García pasó por el disgusto de que el Rey no contestase ninguna de sus cartas, como solía hacerlo con sus buenos servidores, y como el Gobernador creía merecerlo, no sólo por la importancia de sus servicios sino por sus antecedentes de familia. El orgulloso descendiente de los marqueses de Cañete y de los condes de Osorno se sintió ofendido cuando se vio tratado como la generalidad de los servidores del Rey, cuando   —162→   recibió de la Corte órdenes secas y perentorias, comunicadas en lenguaje imperativo por los secretarios de las oficinas administrativas252.

A principios de 1560, hallándose todavía en Concepción, recibió don García una carta de Felipe II; pero esa carta era un golpe mortal para su ambición y para su orgullo. Decía así textualmente: «El Rey. Don García de Mendoza, nuestro gobernador de las provincias de Chile. Porque nos enviamos a mandar al marqués de Cañete, vuestro padre, nuestro visorrey de las provincias del Perú que venga a nos servir en estos reinos de Castilla, y así en su lugar habemos proveído por nuestro Visorrey de aquella tierra a don Diego de Acevedo, y porque convendrá que vos os vengáis en compañía del dicho Marqués, vuestro padre, habemos acordado de proveer en vuestro lugar por nuestro Gobernador de esas provincias a Francisco de Villagrán253. Yo os encargo y mando que llegado que sea a esa tierra, y tomado que haya el gobierno de ella, por virtud de las provisiones que de Nos lleva, os vengáis luego a estos reinos de España. Y porque podría ser que algunas personas os quieran poner algunas demandas del tiempo que habéis gobernado esas provincias, y conforme a las leyes de nuestros reinos los debemos mandar oír y hacer justicia, dejaréis procurador con vuestro poder bastante con quien se hagan los autos necesarios, y así mismo dejaréis fiadores abonados para estar a derecho, con apercibimiento que vos hacemos que no dejando el dicho procurador, en vuestra ausencia y rebeldía serán oídos los que algo os quisieren pedir y se les hará cumplimiento de justicia. Y no dando las dichas fianzas, mandamos al nuestro Gobernador y otras justicias de las dichas provincias que os secuestren de vuestros bienes el valor de la tercia parte del salario de un año que habéis llevado con el dicho oficio, o lo que más les pareciere conforme a las demandas que contra vos hubiere o se esperare que habrá, según las informaciones que de ellos hubiere. Fecha en Bruselas, a 15 días del mes de marzo de 1559. YO EL REY». Por otra real cédula de la misma fecha, Felipe II mandaba en términos semejantes al licenciado Hernando de Santillán que se trasladase a Lima para someterse a la residencia que a él como a los otros oidores de la Audiencia de esa ciudad, iban a tomar dos funcionarios enviados de España.



  —163→  

ArribaAbajo2. Las violencias y atropellos de su administración le creaban una situación muy desagradable para el día de su caída

Esta real provisión importaba para don García Hurtado de Mendoza una humillante destitución. No sólo él y su padre eran separados violentamente de los cargos que habían ejercido, y por cuyo desempeño creían merecer la más amplia aprobación de su conducta, sino que a pesar de su rango de grandes señores, se les sometía a la ley común de pasar por un juicio de residencia en que iban a ser oídas todas las acusaciones que quisieran hacerles sus enemigos. Por grande que fuera el acatamiento que el Gobernador rindiera a la autoridad real, esta orden de Felipe II produjo en su ánimo la más dolorosa decepción y lo exasperó hasta el extremo.

Aunque don García estaba persuadido de que bajo su administración no había descuidado un solo instante los intereses bien entendidos de la Corona, sabía demasiado bien que de ordinario no se había sometido a las formas legales, más aún, que las había violado abiertamente persiguiendo a unos y premiando a otros, no por la antigüedad de sus servicios, sino por el mérito o demérito que había creído hallar en ellos, como había sucedido en la remoción de los repartimientos. Su carácter impetuoso y arrebatado lo había precipitado a actos de violencia que habían de reprochársele severamente en el proceso que se le siguiese. Se recordará la atropellada condenación en la Imperial de los capitanes don Alonso de Ercilla y don Juan de Pineda, caballeros nobles que dejaban muchas simpatías en el ejército de Chile. En los primeros días de su gobierno, hallándose acampado en el fuerte de Penco, había dado de cuchilladas a un soldado llamado Antonio de Rebolledo a quien halló dormido en su puesto; y, aunque don García se arrepintió de este acto de cólera, indigno de su posición, ese soldado se volvió al Perú para convertirse en uno de los más incansables acusadores del Gobernador254. En Concepción había dado golpes con su espada al licenciado Alonso Ortiz, su lugarteniente en la ciudad255; y al mismo licenciado Hernando de Santillán, su asesor letrado y justicia mayor de toda la gobernación, lo había tratado con palabras descomedidas e injuriosas, o con destempladas amenazas256. En muchas ocasiones, don García se había abocado al conocimiento de las causas que estaban sometidas a la justicia ordinaria imponiendo penas severas por su sola voluntad o sustrayendo de los jueces legales a algunos de sus servidores a quienes quería favorecer. En el castigo de las ofensas que se hacían en su persona o a las prerrogativas de su cargo, don García había desplegado una severidad   —165→   que iba hasta la dureza y algunas veces hasta la injusticia, como se recordará en el caso de aquel Gonzalo Guiral a quien por su sola voluntad hizo clavarle una mano en la picota257.

imagen

HURTADO DE MENDOZA Y SUS COMPAÑEROS

 
—164→
 

A este respecto, las crónicas y los documentos consignan algunos hechos que sirven para caracterizar la justicia de ese tiempo y el temple de alma del Gobernador. Don García, envanecido por la nobleza de su nombre, tenía la costumbre de tratar de vos a sus subalternos, aun a algunos que se habían ilustrado por buenos servicios, y que gozaban del respeto de sus compañeros. En una conferencia que tuvo con el capitán Juan de Alvarado, éste tuvo la entereza de protestar contra ese tratamiento, expresando a don García que él también era caballero hidalgo y que se le debía tratar de vuesa merced (equivalente al usted que nosotros usamos). El Gobernador soportó esta protesta; pero al día siguiente un soldado arrojó en el aposento de don García una carta anónima en que le reprochaba el tratamiento despreciativo que daba a sus subalternos. Sin más averiguación, hizo apresar al capitán Alvarado, y se dispuso a darle un severo castigo; pero cediendo a las representaciones de algunas personas, se limitó a desterrarlo del país258. Según este sistema de castigos rápidos y expeditos, el licenciado Santillán, en su carácter de justicia mayor del reino, procesó en Santiago a algunos soldados que derramaban cartas con noticias falsas y desfavorables al Gobernador. Descubierto uno de ellos, apellidado Ibarra, fue ahorcado perentoriamente259.

La altanería de carácter de Hurtado de Mendoza, la convicción de su superioridad sobre las personas que lo rodeaban, le habían acarreado muchos enemigos que debían incomodarlo el día en que lo viesen en desgracia. Cuando leyó la carta anónima de que hemos hablado más arriba y cuando vio que las quejas de algunos de sus subalternos eran motivadas por las injusticias de los repartimientos, por el poco caso que hacía del mayor número de los viejos conquistadores y por la protección que dispensaba a los que habían venido del Perú en su compañía, reunió en su habitación a los que creía descontentos, y los reprendió en los términos más descomedidos y ultrajantes. «Yo no podía engañar, les dijo, a los caballeros que venían en mi compañía, y por eso les he dado de comer en lo mejor que había en el país. En Chile no he hallado cuatro hombres a quienes se les conociese padres. Si Valdivia y Villagrán los engañaron, quédense bien engañados». Y poniendo término a la plática con un insulto más grosero todavía, dio vuelta las espaldas, y los dejó lastimados y confusos260. Aquellos rudos soldados no sabían olvidar estos ultrajes y habían de esperar el día de la venganza.

El Gobernador debía temer más aún el juicio de residencia por los cargos que pudieran hacérsele por la administración del tesoro real. Como veremos más adelante, don García, seguramente hombre honrado y desprendido, había manejado la hacienda pública sin sujetarse a las leyes estrictas y severas con que el Rey quería impedir los fraudes, y sin pararse en gastos para llevar adelante la conquista. Creía que las necesidades de la guerra justificaban sus procedimientos, y que la distancia a que se hallaba de la metrópoli impedía que llegasen hasta el Rey las quejas a que diera lugar su administración. Para conseguir este   —166→   resultado, el Gobernador no retrocedía ante ninguna consideración. Violaba la correspondencia de sus subalternos y de los colonos, y no dejaba salir de Chile más cartas que las que no llevaban una sola acusación en contra de su gobierno y de sus parciales261. Se comprende que el día en que se vio amenazado el poder y el prestigio de don García, debían estallar las más violentas acusaciones.




ArribaAbajo3. Desagrado con que recibió la noticia de su separación del mando; confía el gobierno interino a Rodrigo de Quiroga

Desde mediados de 1559, los soldados y negociantes que llegaban del Perú contaban que el Virrey, marqués de Cañete, había caído del favor de Felipe II. Referíase que muchos de los individuos que el Virrey había desterrado a España estaban volviendo al Perú con gracias y pensiones de la Corona. Súpose por fin, antes de terminar ese año, que el Rey, temiendo que la administración tirante y autoritaria del marqués de Cañete produjese nuevas convulsiones en aquel país, lo había separado del mando, y nombrado Virrey a don Diego de Acevedo, noble caballero de Salamanca que acompañaba a Felipe II en los Países Bajos, y debía llegar en breve al Perú. Anunciábase, además, que el mismo don García sería removido del gobierno de Chile, y que en su reemplazo volvería a este país el general Francisco de Villagrán.

Estas noticias produjeron desde el primer momento cierta agitación entre los colonos de Chile. Los enemigos del Gobernador no ocultaron su contento. Algunos vecinos de Valdivia, probablemente los despojados de sus encomiendas por mandato del Gobernador, recorrieron en la noche las calles de la ciudad con hachones de carrizo para anunciar la próxima vuelta de Villagrán. Don García no pudo reprimir su cólera. Mandó azotar a dos individuos que habían esparcido la noticia262; y condenó a los vecinos de Valdivia que se habían apresurado a celebrarla, a servir en la plaza de Cañete, donde era preciso vivir día y noche con las armas en la mano por temor a los amenazantes levantamientos de los indios263.

Pero cuando la noticia fue pública en todo el reino, cuando el mismo Gobernador recibió la cédula por la cual se le separaba del mando, no sólo disimuló su despecho sino que   —167→   mostró una notable entereza. Don García, a pesar de sus defectos, hijos del orgullo y de las preocupaciones aristocráticas que lo hacían creerse superior a los hombres que lo rodeaban, y de su elevación al rango de Gobernador en una edad en que no se pueden tener la calma y el reposo para el mando, poseía cualidades notables como militar y como administrador y se había hecho querer de muchos de sus subalternos, no sólo de los que con él habían venido del Perú sino de algunos de los viejos soldados de Chile, en quienes había creído reconocer méritos relevantes, y cuyos servicios premió generosamente264. Debiendo partir para Santiago, el Gobernador repartió entre sus amigos, los caballos de su propiedad y algunas preseas de valor, y los reunió a todos para despedirse de ellos. Con este motivo les pronunció un sentido discurso que nos ha transmitido un antiguo cronista. «Es el mandar tan envidioso de suyo, dijo don García, y todo gobierno presente tan odioso, que aunque en esta tierra tengo muchos amigos, sé que tengo más enemigos; pero en verdad, ninguno de ellos dirá que me he hecho rico en Chile; a mí ni a mis criados he enriquecido, antes algunos amigos míos, por seguirme gastaron sus haciendas, y se han quedado sin ellas; y yo no he podido darles otras, ni tengo de qué recompensarles como yo quisiera»265. Aquellos viejos soldados se mostraron enternecidos al separarse del joven General que los había mandado durante tres años de tan duras y penosas pruebas.

Pero si estas manifestaciones de simpatía y de lealtad de parte de muchos de sus capitanes, pudieron confortar a don García en su desgracia, el sentimiento de su dignidad de Gobernador y de caballero, y el temor de los ultrajes que podían inferirle sus enemigos y rivales, lo llevaron a desobedecer expresamente la real cédula de Felipe II que hemos dejado copiada. De propósito deliberado, resolvió no esperar en Chile el arribo de su sucesor. Temía con razonable fundamento que Francisco de Villagrán, al recibirse del gobierno, tratase de humillarlo para vengarse de la prisión y del destierro a que el mismo don García lo había condenado tres años antes. Para sustraerse a esas vejaciones, firmó en Concepción, el 7 de junio de 1560, el nombramiento de gobernador interino en favor de Rodrigo de Quiroga, cuyo carácter y cuyos antecedentes lo hacían respetable ante los amigos y ante los adversarios de don García266. Quiroga, que desde un año atrás se hallaba en Santiago desempeñando el cargo de teniente de gobernador de la ciudad, no debía asumir el mando superior del reino sino después de la partida del Gobernador.




ArribaAbajo4. Don García se traslada a Santiago; trabajos administrativos de su gobierno; la tasa de Santillán

Hasta entonces, Hurtado de Mendoza parecía resuelto a ponerse prontamente en viaje para el Perú sin detenerse más en Chile. Pero en esos momentos llegaron noticias que le permitían esperar que su padre quedaría algún tiempo más al frente del virreinato. El sucesor que el Rey le había designado, acababa de fallecer en Bruselas cuando hacía sus preparativos de   —168→   viaje para el Perú267. Creyendo don García que la permanencia de su padre en el gobierno del virreinato robustecía su propia autoridad y lo ponía fuera del alcance de las persecuciones de sus enemigos, se determinó a permanecer algún tiempo más en Chile y a trasladarse a Santiago, que no había visitado una sola vez durante su gobierno. En noviembre de 1560 se hallaba en la capital entendiendo en los negocios administrativos268.

Aun en medio de las premiosas atenciones de la guerra, el Gobernador no había descuidado los intereses del régimen interior de la colonia. Después de sus primeras victorias sobre los indios rebelados, y cuando a fines de 1557 creyó que podía repoblar las ciudades que habían sido destruidas, y someter de nuevo a los indígenas a los trabajos a que los reducían los conquistadores, comisionó al licenciado Hernando de Santillán, su asesor letrado y teniente de gobernador, para que estudiase el régimen a que debían ser sometidos esos trabajos. Santillán, después de permanecer algunos días en Concepción, en la época en que se repoblaba esta ciudad, se trasladó a Santiago, e hizo, como se le había encomendado, la visita de los establecimientos españoles para observar la condición de los indios y poner remedio al mal trato que se les daba269.

Todo hace creer que el licenciado Santillán era un hombre de espíritu tranquilo y de corazón recto; y que la miserable existencia a que estaban sometidos los indígenas debió despertar su compasión. Pero no le era dado suprimir por completo el servicio personal de los indígenas sin provocar un transtorno general en todo el país, semejante a las convulsiones que habían agitado el Perú cada vez que se había intentado una reforma más o menos radical en la materia. Aparte de la convicción general que se tenía de que era imposible reducir a los indios a la vida civilizada ni convertirlos al cristianismo sin obligarlos a trabajar para tenerlos en contacto con los españoles, ese trabajo de los indígenas había llegado a ser el único premio que se podía dar a los conquistadores. Las concesiones de terrenos y los   —169→   lavaderos de oro no habrían servido de nada a los españoles si éstos no hubieran tenido también indios que hacer trabajar en la agricultura y en las minas. El mismo Rey, cuyas cédulas recomendaban con mucha frecuencia el buen trato de los naturales, estaba interesado en la conservación de aquel estado de cosas. Las rentas de la Corona consistían casi exclusivamente en esa época en el quinto de los metales preciosos que se extraían de las minas, y la supresión del servicio personal de los indios habría traído por resultado la suspensión de las faenas y de la producción. El licenciado Santillán tuvo que someterse a todas estas consideraciones y que limitar su acción a la reforma prudente, pero parcial de lo que existía, tratando de remediar en lo posible la miserable condición de los indígenas.

A principios de 1559 se hallaba de vuelta en Concepción. Como resultado de sus estudios, llevaba un proyecto de ordenanza destinado a establecer las limitaciones del derecho de los encomenderos sobre los indios de servicio y a instituir algunas garantías en favor de éstos. El Gobernador le prestó su sanción el 20 de enero, y desde entonces comenzaron a regir con fuerza de ley y con el nombre de tasa de Santillán, con que es conocida en la historia. Llamose así porque era la tasación del tributo de trabajo a que estaban obligados los indios sometidos al sistema de encomienda270.

No conocemos el texto de esa ordenanza; pero las noticias que nos dan los antiguos cronistas bastan para apreciar sus disposiciones, y para estimar el tratamiento que entonces recibían los indios y que don García se propuso mejorar. Establecíase el sistema de mita, esto es, que en vez de echar al trabajo a todos los indios de un repartimiento, se fijaba un turno en el servicio, quedando obligado el jefe de la tribu a enviar a la faena un hombre de cada seis vasallos para la explotación de las minas, y uno de cada cinco para los trabajos agrícolas. Este trabajador, a quien hasta entonces no se le había pagado salario alguno, debía ser remunerado con la sexta parte del producto de su trabajo, y esta cuota se le debía pagar regularmente al fin de cada mes. Hasta entonces el indio de servicio estaba obligado a procurarse sus alimentos cultivando la tierra en los meses en que se suspendía la demora, es decir, de octubre a enero; la ordenanza dispuso que los trabajadores fueran mantenidos por sus amos, y reglamentaba su alimentación disponiendo que tres veces a la semana se les diera carne y que también se les proporcionaran las herramientas para el trabajo. Al mismo tiempo que la nueva ordenanza consignaba una vez más las prescripciones anteriores por las cuales se eximía a las   —170→   mujeres del trabajo obligatorio y del carguío de los víveres que se llevaban a las faenas, fijaba dos reglas limitativas del servicio personal de los hombres estableciendo que quedarían exentos del tributo de trabajo los menores de dieciocho años y los mayores de cincuenta, y que en ningún caso se podría emplear a los indios como bestias para el transporte de cargas, según se había usado hasta entonces. Se prohibía a los encomenderos exigir de los indios cualquiera cosa, declarando que éstos no estaban obligados a hacer pago alguno en especies, y sí sólo a someterse al trabajo reglamentado por la ordenanza; y se mandaba, además, que en los litigios de los vasallos, el amo se guardase de apoderarse de la cosa disputada, como, según se deja ver por esta disposición, era práctica corriente.

En cambio del derecho que la tasa de Santillán daba a los encomenderos sobre el trabajo de los indígenas, la misma ordenanza les imponía sus obligaciones. Debían hacer sembrados para socorrer a los indios en sus necesidades, curarlos cuando estuvieren enfermos, hacerles enseñar la religión cristiana, proporcionarles misa y otras fiestas religiosas, eximirlos de todo trabajo los domingos y días festivos, y tratarlos en todas circunstancias por medio de la persuasión, suprimiendo los horrorosos castigos que se acostumbraba aplicarles. Para vigilar por el fiel cumplimiento de estas disposiciones, la ordenanza confirmaba lo que se había dispuesto en tiempo de Valdivia para que con el título de alcaldes de minas hubiese en los asientos de lavaderos ciertos funcionarios encargados de la administración superior.

Esta ordenanza, inspirada en los sentimientos de templanza y de compasión que inspiraron también muchas leyes dictadas por la Corona, era, sin duda alguna, un beneficio para la raza indígena, dada la obligación del trabajo personal y el estado de servidumbre que había impuesto la conquista. Pero la ordenanza de don García, como las leyes de los monarcas, fueron ineficaces para establecer una organización puramente artificial que las dos partes, los amos y los vasallos, tenían interés en destruir. Los indios, habituados a la ociosidad de la vida salvaje, se resistían cuanto les era posible al trabajo, y muchos preferían vagar en los bosques o dejarse matar en las sublevaciones. Los españoles, por su parte, se habían formado tal idea del carácter de sus vasallos, de su rudeza, de su falsía y de su obstinación, que no tenían reparo en violar la ordenanza y las leyes, y en tratar a esos miserables indios, o a lo menos al mayor número de ellos, con una gran dureza. En el curso de nuestra historia veremos cómo se desobedecían esas disposiciones humanitarias, y cómo la raza indígena, agobiada por el trabajo y por los malos tratamientos, fue reducida a una notable disminución.

Don García, sin embargo, se hacía grandes ilusiones acerca de los resultados de esta ordenanza, aunque la consideraba provisoria por cuanto no se tenía noticia del número exacto de indios que formaban cada repartimiento, y se carecía de otros antecedentes para establecer un régimen definitivo. Creía que este orden regular que aliviaba la condición de los indígenas, iba a permitirles dedicarse por su cuenta al cultivo de la tierra y a la crianza de ganados, de tal suerte que mediante el trabajo saldrían de su miserable situación, y vendrían a ser ricos. Sus cartas al Rey, al darle cuenta de la reforma planteada, revelan su convencimiento de haber procurado los medios para alcanzar la civilización y el bienestar de los indios271. El Gobernador no podía imaginarse que, aun, en el caso que se cumpliese fielmente   —171→   la ordenanza, la ignorancia y la imprevisión de los indios no les permitirían utilizar el fruto de su trabajo.




ArribaAbajo5. Construcción de hospitales y de iglesias; se da principio a la catedral de Santiago

Durante su gobierno, dictó también don García otras providencias en favor de las clases necesitadas y de los indígenas. A imitación de su padre que fundaba en Lima asilos para los enfermos pobres y para los dementes, él cuidaba que en cada nueva población se fundase un hospital. En las ciudades establecidas al otro lado de las cordilleras, se cumplió también esta prescripción con toda regularidad. En La Serena, donde los primeros fundadores habían descuidado esta atención, se estableció el hospital el 14 de agosto de 1559 bajo los auspicios del licenciado Santillán en su carácter de teniente gobernador y justicia mayor del reino272.

El mismo o mayor celo desplegó don García en la fundación de iglesias, y en dar al culto todo el esplendor conciliable con el estado de pobreza del país. En sus cartas a Felipe II, recordaba estas fundaciones como uno de los más señalados servicios de su gobierno. «No gasto un peso de la hacienda real, le decía en una ocasión, ni le gastaré si sólo en pagar clérigos y sacristanes, y proveer de vino y cera a las iglesias a cuenta de los diezmos de ellas entretanto que llega la elección de Obispo de estas provincias que es cosa que no se puede dejar de proveer»273. Aunque, como veremos más adelante, no es exacto que don García no echara mano del tesoro real para otros gastos que los del culto, es lo cierto que en medio de los afanes de la guerra y de la administración, prestó una atención preferente a la creación de nuevas iglesias y al establecimiento de las órdenes monásticas.

Aunque el Rey había pedido al Papa la erección de un obispado en Santiago de Chile y, aunque cediendo a las recomendaciones que se le hacían desde el tiempo de Valdivia, había presentado para este cargo al cura González Marmolejo, la Santa Sede no había resuelto nada sobre el particular. Felipe II, sin embargo, persuadido de que no podía tardar la resolución   —172→   pontificia, mandó por una real cédula que se preparase el templo que debía servir para catedral. En esos momentos, la iglesia mayor que se había levantado en Santiago, con tanto trabajo y tantos sacrificios, estaba viniéndose al suelo por defectos de su construcción274. Don García aprovechó su permanencia en Santiago para hacer ejecutar esta obra. Reunió entre los vecinos y particulares más de veinte mil pesos de oro, puso mano al trabajo con voluntad resuelta, y antes de partir para el Perú dejó comenzada la nueva construcción275.




ArribaAbajo6. Fiestas y diversiones públicas; el paseo del estandarte

Don García dio también durante su gobierno gran importancia a las fiestas públicas que venían a interrumpir el tedio de la vida triste y monótona de los primeros colonos. En esa época no habría sido posible implantar en Chile las lidias de toros, por las cuales tenían los españoles tan decidida afición. El ganado vacuno, introducido en Chile en 1548 y con sólo veinte animales, se había propagado poco todavía en el país y tenía un precio tan elevado, que no era prudente sacrificarlo en esos sangrientos y costosos combates. En cambio, los españoles celebraban de vez en cuando juegos de cañas y de sortija, especies de torneos en que los jinetes desplegaban su destreza en el manejo del caballo y de las armas276. Estos juegos, muy gustados por la nobleza española, formaban el encanto de los campamentos y de los soldados. El mismo don García, a pesar del estiramiento que le imponía su rango de Gobernador y de General en jefe, tenía tanta afición por este género de diversiones, que para ostentar su maestría de jinete y de soldado, no desdeñaba de salir a jugar cañas y sortija con sus subalternos.

La misma pasión tenía el Gobernador por el juego de pelota, a que eran muy aficionados los españoles. Trajo del Perú una cantidad considerable de pelotas para generalizar este juego. En Santiago mandó deshacer un cancel o cercado, que servía para guardar municiones, a fin de que sirviese de plaza en que pudiera jugarse cómodamente. Esta innovación, que seguramente fue muy del agrado del mayor número de los habitantes de Santiago, le atrajo, sin embargo, más tarde, apasionadas acusaciones277.

  —173→  

Aparte de estas fiestas, los vecinos de Santiago comenzaban a tener otro género de pasatiempos en las solemnidades y procesiones religiosas. A imitación de lo que entonces se hacía en España, se dispuso que los gremios de artesanos hicieran comparsas especiales con aparatos y efigies adornadas por ellos, que contribuían a hacer más vistosa la fiesta. Es curioso lo que a este respecto leemos en el acta del Cabildo de 2 de mayo de 1556. «En este dicho día, dice, se acordó que para la fiesta de Corpus Christi, que ahora viene, se les manda a todos los oficiales de sastres, calceteros, carpinteros, herreros, herradores, zapateros, plateros, jubeteros (los que hacían o remendaban los jubones), que saquen sus oficios e invenciones, como es costumbre de se hacer en los reinos de España y en las Indias; y que dentro de cinco días primeros siguientes parezcan ante el señor alcalde Pedro de Miranda a declarar los que lo quieran hacer y sacar las dichas invenciones, so pena de cada seis pesos de buen oro, aplicados para las fiestas y regocijos de la procesión del dicho día, demás de que a su costa se sacará la fiesta e invención que a sus mercedes (los capitulares) les pareciere; y que así se apregone para que haya lugar y tiempo de hacer a costa de los dichos oficios»278.

Pero la fiesta más solemne de esos días, y que se perpetuó con mayor aparato todavía durante todo el régimen de la Colonia, era el paseo del estandarte real. El cabildo de Santiago había recibido del Rey, en 22 de junio de 1555, junto con el título de noble y leal ciudad, el privilegio de armas que ésta debía usar. «Son, dice el acta, un escudo en campo de plata, y en este escudo un león pintado de su mismo color, con una espada desenvainada en una mano, y ocho veneras del señor Santiago en la bresla a la redonda, y al principio del privilegio está pintado el señor Santiago y arriba de todo el privilegio las armas reales de Su Majestad»279. Sancionado así el nombre de la ciudad por provisión real, y colocada bajo la advocación del apóstol Santiago, el Cabildo acordó el 23 de julio de 1556, que en cada aniversario de éste «se regocijen por la fiesta de tal día, y que para ello se nombre un alférez, el cual nombraron que lo sea el capitán Juan Jufré, vecino y regidor de esta dicha ciudad, para que sea tal alférez hasta que Su Majestad o el Gobernador de este reino provean otra cosa. Y que el dicho capitán Juan Jufré haga a su costa un estandarte de seda, y que en él se borden las armas de esta ciudad y el apóstol Santiago encima de su caballo». El estandarte, que debía estar preparado de antemano, fue entregado solemnemente al capitán Jufré en la tarde del 24 de julio, bajo juramento de servir con él a Su Majestad todas las veces que se ofreciere, llevado con gran aparato, y con una comitiva numerosa de jinetes, a la iglesia mayor, y paseado enseguida en las calles de la ciudad. Desde ese día, esa cabalgata, que se repetía invariablemente   —174→   cada año, pasó a ser la fiesta más popular y más concurrida de la Colonia. Todas las clases sociales tomaban parte en la celebración de esta fiesta; y los hombres de posición se empeñaban en ostentar en sus cabalgaduras, en sus armas, en sus trajes y en sus arreos todo el lujo que les era posible procurarse. El cargo de alférez real pasó a ser uno de los más codiciados en la ciudad. A él cabía el honor de guardar en su casa el estandarte real280.




ArribaAbajo7. Descuido completo de todo lo que se relaciona con el fomento de la ilustración de la Colonia. Aislamiento de Chile y proyecto para ponerlo en comunicación más inmediata con el Perú

Un hecho digno de notarse y que caracteriza perfectamente el espíritu de la conquista y de los primeros tiempos de la Colonia en nuestro país, es que al paso que se gastaba el dinero en estas fiestas de carácter más o menos militar, y que se levantaban iglesias por todas partes hasta el punto de construirse cuatro y cinco en ciudades que, como Mendoza y San Juan, sólo tenían treinta vecinos cada una, no se le ocurría a nadie la idea de fundar una escuela para la educación de los mismos hijos de los conquistadores281. Inútil sería buscar en los documentos que nos quedan acerca de esta época la menor referencia a una medida cualquiera que tuviese por objeto propender al fomento de la ilustración.

Aunque don García Hurtado de Mendoza, hijo y nieto de marqueses y de condes, habría debido tener una cultura intelectual muy superior a la de los toscos y rudos soldados de la conquista, muchos de los cuales ni siquiera sabían leer y adquirían renombre sólo por el empuje de su brazo y la entereza de su carácter, estaba bajo aquel aspecto a la misma altura que el mayor número de los grandes señores españoles de su siglo, y no poseía más conocimientos que el vulgo de los capitanes que servían a su lado. Pero, aun, sin esta circunstancia, no sería posible formular contra él una acusación por este descuido del progreso intelectual de la colonia. Las ideas que a este respecto llevaron los colonos ingleses de la Nueva Inglaterra, que mandaban crear una escuela en cada aldea, no eran las ideas españolas del siglo XVI. En España se creía que la difusión de las luces envolvía un peligro para la conservación de la fe y para la estabilidad de la monarquía. La instrucción, según las ideas corrientes, no debía ser el patrimonio de todos; y las universidades encargadas de darla, tenían por objetivo no formar hombres ilustrados, sino teólogos y jurisconsultos, que sostuviesen el trono y el altar. Aun esta enseñanza estaba reservada para los grandes pueblos, y en América   —175→   del Sur fue durante muchos años el patrimonio de la ciudad de Lima, que era la segunda metrópoli de las colonias españolas de esta parte del Nuevo Mundo.

En cambio, don García se preocupó por el desarrollo de otro orden de intereses en la colonia que gobernaba. La reforma de los repartimientos, según la tasa de Santillán, le hacía esperar que los indios, haciéndose agricultores y ganaderos, saldrían de su condición miserable y pasarían a ser pobladores acomodados y tranquilos, ilusión que si supone un completo desconocimiento del estado social de la colonia, deja ver un propósito sano y una noble aspiración. El reconocimiento del estrecho de Magallanes por el capitán Ladrillero, había, según él, de abrir un nuevo camino al comercio de estos países, y abaratar el precio entonces excesivo de los artículos europeos282.

El aislamiento a que estaba reducida la provincia de Chile, la dificultad de sus comunicaciones con el Perú de que dependía y de donde debía recibir socorros, preocuparon también a don García y al Virrey su padre. Hemos recordado en varias ocasiones que si el viaje de Valparaíso al Callao ocupaba veinticinco o treinta días, la vuelta, retardada por los vientos reinantes y por la corriente del océano, exigía tres y más meses. El padre de don García, el marqués de Cañete, había pensado remediar este estado de cosas por medio de dos galeras que a la vez que sirviesen de presidio de criminales, serían aplicadas a la navegación del mar del Sur. Los galeotes recogidos en México, Guatemala, Nueva Granada y el Perú serían obligados a servir de remeros de esas embarcaciones. El Virrey encontraba tantas ventajas a su proyecto, que no vaciló en mandar construir una de aquellas naves, y en pedir a las colonias vecinas que le enviasen los malhechores que debían tripularla283. Creemos, sin embargo, que no llegó a ensayarse siquiera este sistema de navegación, casi absolutamente inaplicable a un viaje de cuatrocientas leguas en pleno océano. El plan del marqués de Cañete debió ser abandonado como quimérico; y los progresos alcanzados por la náutica muy pocos años más tarde, gracias al sencillo, pero importante descubrimiento de Juan Fernández, vinieron a hacer innecesario el volver a pensar en esos arbitrios.