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ArribaAbajo6. Prosecución de las operaciones militares: derrota de los españoles en Catirai o Mareguano

Pasado el invierno de 1562, el valetudinario Gobernador se puso en marcha para Valdivia dejando la dirección de las operaciones de la guerra a los capitanes que mandaban en Cañete y en Angol. Villagrán, que nunca había poseído la inteligencia superior para combinar   —238→   vastos planes militares, se hallaba ahora, a causa de sus enfermedades, reducido a un estado de debilitamiento físico y moral que lo hacía casi absolutamente inútil. Los vecinos de Valdivia, temerosos de que fuere a remover los repartimientos que había dado su antecesor, le hicieron todo género de agasajos; pero allí mismo la gota lo postró de nuevo en cama. Cuando su salud se hubo restablecido un poco, a mediados de octubre, se embarcó en un navío con unos cuarenta soldados para volver a Concepción, cuyos vecinos lo llamaban con instancias para que fuese a ponerse al frente del gobierno.

Los vientos contrarios lo llevaron a Chiloé385. Su buque estuvo a punto de perderse en aquellos canales, peligrosos siempre por sus bajíos y sus corrientes. Habiendo encallado en un banco de arena, situado en la embocadura de un río (probablemente el Pudeto), Villagrán mandó desembarcar sus tropas y sus caballos, y tuvo que permanecer algunos días en tierra. Mientras reconocían aquellas localidades, los españoles fueron asaltados una noche por un considerable número de indígenas, viéndose obligados a sostener un reñido combate que estuvo a punto de serles funesto. Pero desde que algunos de los castellanos, en medio de la oscuridad y de la sorpresa, lograron montar en sus caballos, restablecieron su superioridad militar, y pusieron a los bárbaros en completa dispersión. No teniendo qué hacer en esas islas, y siendo urgente acudir al verdadero teatro de la guerra, Villagrán volvió a embarcarse desde que su buque estuvo nuevamente a flote. Luego se dio a la vela para Concepción cuya situación había llegado a ser inquietante.

En efecto, la guerra había tomado mayores proporciones al sur del Biobío desde los principios de la primavera. Los indios, alentados, sin duda, por la flojedad con que sus enemigos los habían hostilizado en el verano anterior a causa de los quiméricos proyectos del fraile dominicano, estaban más arrogantes y atrevidos que nunca. Las serranías de la cordillera de la Costa, desde Tucapel hasta las orillas del Biobío, eran el centro de sus hostilidades, de donde salían a atacar los destacamentos españoles. En aquellos lugares era todo confusión y alarma. Los conquistadores comenzaban a desalentarse, y muchos de ellos acusaban al achacoso Gobernador de ser la causa de las desgracias de esta situación. Una pequeña victoria alcanzada sobre los indios por un cuerpo de españoles que salió de Concepción bajo el mando del capitán Francisco de Castañeda, no había bastado para atemorizarlos. Lejos de eso, los bárbaros se habían reconcentrado en otro lugar de esas mismas montañas, y se fortificaban empeñosamente.

Villagrán se hallaba en Concepción en los primeros días de diciembre de 1562. Imposibilitado por sus enfermedades para salir personalmente a campaña, reunió las fuerzas de que podía disponer, las puso bajo las órdenes de su hijo Pedro de Villagrán386, y de su yerno Arias Pardo de Maldonado, y las hizo marchar a destruir un campo fortificado en que se reunían los indios cerca del Biobío. Los bárbaros, mucho más adiestrados ahora en el arte   —239→   de la guerra, habían construido formidables palizadas, y habían abierto en los alrededores hoyos profundos y encubiertos para que cayeran los caballos. Nada, sin embargo, podía contener el ardor de los castellanos. El 8 de diciembre llegaron frente a las posiciones enemigas; y después de algunas escaramuzas militares, se desmontaron y emprendieron resueltamente a pie el asalto de aquellas trincheras387. En lo más encarnizado del combate, el capitán Pardo de Maldonado fue acometido por un violento y repentino ataque de parálisis que inmovilizó todos sus miembros, y que obligó a sus soldados a retirarlo del campo. Pero este desgraciado accidente no suspendió la pelea; lejos de eso, los castellanos siguieron luchando con el mismo empuje hasta que los indios, acosados por todas partes, abandonaron sus posiciones y se entregaron a la más desordenada fuga. La persecución de los fugitivos fue, como se acostumbraba en esta guerra, encarnizada y sangrienta.

Aquella victoria costaba caro a los vencedores. Aparte de la enfermedad del capitán Pardo de Maldonado, a quien fue necesario transportar a Concepción por el río, y que no recobró nunca completamente su salud, los españoles salieron heridos casi en su totalidad. Los combates anteriores, por otra parte, les costaban la vida de muchos soldados y la pérdida de algunos caballos arrebatados por los bárbaros que comenzaban ya a usar estos animales con singular destreza. Sin embargo, hubo un momento en que los castellanos, creyendo a los enemigos escarmentados con el último desastre, se lisonjearon con la esperanza de afianzar la paz. Todo aquello no debía pasar de ser una engañosa ilusión.

En efecto, antes de mucho se supo que los indios se reunían otra vez en esas cercanías, que habían formado otro fuerte y que de nuevo se mostraban insolentes y provocadores. El Gobernador, que se había trasladado por mar al fuerte de Arauco, se hallaba, como de ordinario, enfermo y abatido. Desde la cama en que la gota lo tenía postrado, dispuso que el licenciado Gutiérrez de Altamirano, que desempeñaba las funciones de maestre de campo, marchase a atacar a los indios en sus posiciones. Pedro de Villagrán, el hijo del Gobernador, recibió orden de reunirse al maestre de campo; y la columna expedicionaria llegó a contar noventa soldados, en su mayor parte jóvenes e impetuosos, pero poco experimentados en la guerra contra los indios. Algunos cronistas han hecho notar que muchos de esos soldados eran chilenos de nacimiento, e hijos de los primeros conquistadores.

La columna expedicionaria, seguida de un cuerpo de quinientos indios auxiliares, salió de Arauco llena de entusiasmo y de resolución. Subió sin dificultad la cordillera de la Costa, conocida entonces con el nombre de Mareguano, pero al bajar a la región oriental, en el lebu, o territorio que los indios llamaban de Catirai, llegó el segundo día de marcha a la vista del fuerte en que los enemigos estaban atrincherados. Los indios se hallaban parapetados detrás de sólidas palizadas y en alturas de difícil acceso, y habían cavado hoyos profundos y encubiertos para que cayeran los caballos. El maestre de campo Altamirano, al descubrir   —240→   esas posiciones, comprendió perfectamente el peligro que había en aventurar un ataque; pero el joven Villagrán, y con él los más impetuosos soldados de la división, creyeron que sería una vergonzosa cobardía el volver caras ante un ejército de bárbaros, y arrastrados por un ardor irreflexivo, decidieron el empeñar la batalla. Fueron inútiles las observaciones que contra ese ataque sugería la prudencia a los más experimentados de aquellos capitanes.

Mientras tanto, los guerreros araucanos estaban al corriente por sus espías del número y de los movimientos del enemigo que marchaba a atacarlos. Cuando divisaron a los castellanos, se mantuvieron quietos en sus posiciones, y los dejaron avanzar sobre sus trincheras sin disparar una piedra ni un dardo. Pero al acercarse a la palizada de los indios, los caballos comenzaron a caer en los hoyos encubiertos, y entonces llovieron sobre los jinetes las flechas y los golpes. El maestre de campo logró salir del foso en que había caído; pero el impetuoso Villagrán, que marchaba a la vanguardia, fue ultimado sin que pudieran socorrerlo sus compañeros que corrían igual suerte. Introdújose entre los asaltantes la más espantosa confusión. Los indios, por su parte, más envalentonados que nunca por el resultado de su estratagema, salieron de sus trincheras, y en medio del desorden, acometieron impetuosamente a los castellanos, lanceándolos sin piedad, y poniéndolos en la más completa desorganización. Más de cuarenta de éstos, y entre ellos algunos capitanes y soldados de gran reputación, sucumbieron miserablemente en aquella lucha desigual. Los que pudieron sustraerse a la matanza, confundidos y desalentados por el desastre, tomaron la fuga favorecidos por sus caballos, buscando unos el camino de Concepción y otros el de Angol, porque el que conducía a Arauco, al través de la cordillera de la Costa, estaba cerrado por los vencedores388. Los españoles perdieron, además, junto con un número considerable de indios auxiliares, que pelearon valientemente en la batalla, muchos caballos y una gran cantidad de armas de que había de aprovecharse el enemigo.




ArribaAbajo7. Despoblación de Cañete; los indios ponen sitio a la plaza de Arauco que defiende heroicamente el capitán Lorenzo Bernal de Mercado

Este desastre, uno de los más funestos que hubieran sufrido los españoles desde los primeros días de la conquista, iba a ser el principio de un alzamiento general y terrible de los   —241→   indios. El desventurado Gobernador permanecía entretanto en Arauco, postrado en su cama, agobiado por los dolores gotosos que no le daban un momento de descanso; y quebrantado por las desgracias de su gobierno, y por la incertidumbre acerca del resultado de la expedición. Al cabo de algunos días llegaba a Arauco el capitán Lorenzo Bernal de Mercado, uno de los oficiales más acreditados de las huestes españolas. Iba de Angol, donde había visto llegar los restos salvados del desastre de Mareguano. Al entrar a la alcoba del Gobernador, le dijo lleno de aflicción: «Vuestra señoría dé gracias a Dios por todo lo que hace: Pedro de Villagrán es muerto, y todos los que iban con él desbaratados». El atribulado padre mandó que lo dejaran solo, dio vuelta el rostro a la pared, y permaneció largo rato devorado por un dolor mudo y profundo389.

Pero las desgracias que habían comenzado a caer sobre su cabeza iban a repetirse sin interrupción y sin darle un solo momento de descanso. Los indios, envalentonados con la victoria, habían cobrado mayor arrogancia, y amenazaban a los españoles no sólo en los campos sino en el mismo recinto de las ciudades. Una noche se atrevieron a hacer una entrada en Cañete, de donde se llevaron una buena parte del ganado que tenían los defensores de la ciudad, y enseguida dieron muerte en el campo a un capitán y a algunos soldados que habían salido en su persecución. Angol estaba también amenazada. Los españoles se veían reducidos a mantenerse a la defensiva. Todas las montañas de la cordillera de la Costa, eran el centro de las correrías de los bárbaros, y no había medio de atacarlos en sus guaridas.

Ante los peligros de aquella situación, Villagrán, queriendo reconcentrar sus tropas, resolvió la despoblación de la ciudad de Cañete. Fue inútil que sus vecinos se opusieran a esta orden. Veían perderse sus casas, sus haberes y sus encomiendas, y creían que un esfuerzo de su parte podía salvarlos de una ruina segura. El Gobernador, sin embargo, fue inflexible en su resolución390. Cañete fue abandonada por sus pobladores, en medio del desorden y de la perturbación que ese desastre debía producir. Llegados a Arauco, las mujeres y los niños fueron embarcados en un buque en que Villagrán, más debilitado y más enfermo que nunca, se trasladaba a Concepción. Sólo debían quedar en aquellos lugares los hombres que pudieran empuñar las armas para combatir la formidable insurrección.

El abandono de Cañete, como era natural, vino a dar alas al levantamiento. Los indios cayeron sobre la ciudad desierta; y después de robar todo lo que hallaron, le prendieron fuego y la arrasaron hasta sus cimientos. Enseguida hicieron llamamiento general a las tribus vecinas, para consumar la expulsión definitiva de los conquistadores de todo su territorio. En la asamblea que celebraron con este objetivo, designaron por jefe de sus bandas a un indio principal, señor o cacique de un valle vecino, que había dado pruebas de hombre entendido en la dirección de la guerra. El antiguo cronista que ha referido todos estos sucesos   —242→   con mayor prolijidad, da a este caudillo el nombre de Colocolo391. La guerra volvió a arder en toda aquella región como en los días más aciagos por que habían atravesado los castellanos en los años anteriores.

Un cuerpo formidable de guerreros araucanos marchó sobre la ciudad de Angol. Defendía esta plaza con sólo un puñado de soldados españoles y un cuerpo de indios auxiliares, el valiente capitán don Miguel de Avendaño y Velasco, que tenía una gran experiencia en esta clase de guerra. Al ver que los enemigos se acercaban a la ciudad, resolvió salir a atacarlos a campo abierto para aprovechar el empuje de sus caballos; pero era tanta su inferioridad numérica que los españoles necesitaron emplear un valor más que humano para sostener la lucha. Aun así, hubo un momento en que la suerte del combate estuvo indecisa. El capitán español, derribado de su caballo, estuvo a punto de perecer a manos de los indios; pero socorrido en tiempo oportuno, siguió batiéndose brillantemente y acabó por dispersar a los bárbaros. Una india yanacona, llamada Juana Quinel, que había peleado con singular denuedo en las filas de los castellanos, fue paseada en triunfo por los vencedores. Los contemporáneos, y después de ellos los cronistas subsiguientes, no podían explicar esta sorprendente victoria sino atribuyéndola a la protección celeste y a la intervención de la Virgen María, que habría bajado del cielo para pelear al lado de los cristianos392. Después del rechazo de los indios, los españoles trasladaron sus habitaciones, que debían ser muy provisorias, a dos leguas de distancia, buscando un sitio que fuese de más fácil defensa.

Pero lo más rudo de la guerra no estaba en esos lugares. La plaza de Arauco, que Villagrán había dejado provista de artillería y defendida por ciento quince soldados españoles, fue el objeto de reiterados y empeñosos ataques de los indios. Mandaban en ella el capitán Pedro de Villagrán, el primo del Gobernador, que se había ilustrado por sus servicios desde los primeros días de la conquista, y Lorenzo Bernal de Mercado. Cuando vieron llegar sobre la plaza un ejército compacto de bárbaros, que se hace subir a la cifra seguramente exagerada de veinte mil hombres, esos dos valientes capitanes se aprestaron para la defensa. La lucha, sin embargo, comenzó mal para los españoles. Un destacamento que se aventuró a salir de las trincheras, fue batido por los indios y tuvo que replegarse con pérdida de un oficial distinguido llamado Lope Ruiz de Gamboa393. La artillería de la plaza apenas podía contener al enemigo. Un guerrero araucano, despreciando todo peligro, se acercó a los galpones de los españoles y puso fuego a los techos de paja con un flecha inflamada. El incendio se propagó rápidamente introduciendo la más espantosa confusión en el campo castellano. Los defensores de la plaza tenían que luchar con las llamas que destruían sus habitaciones y con el humo que los sofocaba, y resistir a los ataques incesantes de los indios. Los caballos mismos, aterrorizados por el incendio, se soltaron de las pesebreras y corrían de un lado a otro aumentando la confusión y el desorden. Un capitán español, don Juan Enríquez, que   —243→   por estar herido no pudo huir del cubo que habitaba, pereció ahogado por el humo. Los indios, torpes e inhábiles para aprovecharse del conflicto en que se hallaba el enemigo, lograron apoderarse de un cañón y de algunos arcabuces; pero dieron tiempo a los castellanos para cortar el fuego mediante la destrucción de una palizada que unía dos baluartes. Con un trabajo incesante de muchas horas, lograron éstos dominar el incendio en la noche; y, aunque habían perdido una gran parte de sus provisiones, no los abandonó su entereza y pudieron mantener por tres días más la defensa de la plaza.

Aquella enérgica resistencia los salvó por entonces. Los bárbaros, que habían creído concluir con los españoles en una sola jornada, no estaban prevenidos para pasar mucho tiempo en campaña. Por otra parte, era aquélla la estación de las cosechas, seguramente el mes de abril, y los indios debían volver a sus campos y recoger su maíz, sin el cual habrían tenido que pasar un invierno de hambre y de miseria. Así, pues, después de tres días de combates, se retiraron de Arauco dejando a los españoles en estado de reparar los desastres sufridos en el incendio. Resueltos a conservar la plaza, el capitán Bernal y sus esforzados compañeros se pusieron enérgicamente al trabajo, mientras Pedro de Villagrán se trasladaba por mar a Concepción para dar cuenta de estos graves sucesos y pedir auxilios de víveres y de tropas.

Pero la situación de esas provincias había llegado a ser sumamente peligrosa. El Gobernador contaba con muy escasos recursos en Concepción, y a su vez temía que los indios de la comarca, incitados al levantamiento por sus compatriotas, cayeran sobre la ciudad el día que la viesen desguarnecida. A causa de este estado de cosas, le fue forzoso dejar a los defensores de Arauco sin socorro alguno, y sin más elementos que los que habían salvado de los combates y del incendio.

Las angustias de aquella plaza fueron mayores todavía antes de mucho tiempo. Después de algunos días de suspensión de hostilidades, que emplearon en hacer sus cosechas, los guerreros que mandaba Colocolo volvieron sobre Arauco el 26 de mayo, y tomando posiciones en las lomas vecinas, para no ser ofendidos por la artillería, le pusieron estrecho sitio. Los españoles tenían muy escasos víveres y, aunque habían trabajado un pozo, el agua que éste suministraba era insuficiente para satisfacer la sed de los hombres y de los caballos. Estaban en la necesidad de hacer frecuentes salidas nocturnas a proveerse de agua en un arroyo vecino. Los indios, por su parte, habían construido espesas trincheras en las inmediaciones para hostilizar a los españoles, de tal suerte que cada salida era un combate en que resultaban no pocos heridos. Todavía inventaron otro género de hostilidades: arrojaban al arroyo cadáveres y toda clase de inmundicias para corromper sus aguas; y cuando vieron que los españoles no tenían reparo en beberlas en ese estado, emprendieron un trabajo que hace honor a su inventiva militar. Cavaron un nuevo cauce al arroyo y desviaron sus aguas de manera que los defensores de la plaza se encontraron privados de ese elemento.

Lorenzo Bernal, sin embargo, estaba resuelto a todo antes que entregarse a aquellos bárbaros que no perdonaban la vida a los prisioneros. Defendió la plaza con la más incontrastable energía; limitó cuanto pudo la ración de víveres y de agua de sus soldados; y cuando las provisiones estaban al agotarse, mandó inhumanamente salir de sus cuarteles a los indios de servicio que hasta entonces habían sido fieles auxiliares de los sitiados. Fueron inútiles las lágrimas y las súplicas de esos infelices, que temían con razón ser robados y destrozados por los indios de guerra que cercaban la plaza. La orden se cumplió sin piedad ni consideración, enseñando así a los indígenas el poco caso que de ellos hacían los conquistadores.   —244→   Pero la expulsión de esos pobres indios no podía mejorar mucho la condición de los sitiados. Por largo tiempo esperaron éstos que se les enviara algún socorro; pero ese auxilio no llegaba, y la guarnición se veía reducida a las últimas extremidades.

En vez de ese socorro, los defensores de Arauco recibieron una noticia que habría aterrorizado a hombres menos animosos. Una mañana, los indios que cercaban la plaza, paseaban en sus picas algunas cabezas ensangrentadas de españoles, e hicieron anunciar a los sitiados que Concepción acababa de ser tomada, que la insurrección estaba triunfante en todo el país, y que ya no quedaban cristianos en toda esa región. El hecho era falso, pero se presentaba con todas las apariencias de verdad. Sin desalentarse por tales noticias, el capitán Bernal de Mercado hizo contestar a los emisarios de los indios que estaba resuelto a no abandonar la plaza, y que si era cierto que habían sucumbido todos los españoles, él y sus compañeros se creían con fuerzas para mantener la conquista y para llevar a cabo en poco tiempo más la completa pacificación del territorio. Los indios, por su parte, sostuvieron con incontrastable firmeza el cerco de la plaza, a pesar de que las abundantes lluvias del invierno, siempre riguroso en aquellas latitudes, habían llegado a hacer casi insostenible su situación394.




ArribaAbajo8. Perturbaciones de la tranquilidad interior bajo el gobierno de Villagrán

Mientras los indios mantenían estrechado el sitio de Arauco, el infeliz Francisco de Villagrán, abrumado por los desastres de su gobierno y agobiado por sus dolorosas enfermedades, languidecía tristemente en Concepción. El infortunio no había cesado de perseguirlo un solo instante, y cada día llegaban a sus oídos noticias más o menos alarmantes de algún accidente desgraciado, o de alguna dificultad.

En efecto, los desastres de la guerra, el retardo que sufría la obra de la pacificación del país y el desconcierto general de la administración, habían producido los frutos más deplorables. En los pueblos australes del territorio, el desaliento de los españoles llegó a tomar proporciones amenazadoras. En la Imperial, un vecino llamado Martín de Peñaloza, soldado antiguo de la conquista, concibió el proyecto de abandonar el país y de ir a establecerse en una «tierra rica y próspera de oro y gente», situada al otro lado de las cordilleras. Secundado en este proyecto por Francisco Talaverano, se pusieron ambos de acuerdo con varios soldados de las otras ciudades que debían acompañarlos en la empresa. Procediendo en todo con la mayor cautela, saliendo cada cual aisladamente de los lugares de su residencia, llegaron a reunirse en los llanos que se extienden al sur de Valdivia. Pero notada su ausencia, se produjo en todos aquellos lugares una extraordinaria alarma, como si se tratara de un levantamiento insurreccional de los mismos españoles. Sin pérdida de tiempo, salieron diversas partidas de soldados castellanos y de indios auxiliares de la Imperial, de Villarrica, de Valdivia y de Osorno, y emprendieron la más tenaz persecución de los fugitivos. Desalentados   —245→   muchos de éstos, desesperando quizá de poder llegar a las regiones de que se les había hablado, comenzaron a desbandarse, dejando solos a los dos cabecillas de la empresa. La alarma, sin embargo, no desapareció con esto solo.

Peñaloza y Talaverano vagaron algunos días en los bosques del sur de Valdivia. Sorprendidos allí por las tropas que los perseguían, fueron llevados a esa ciudad y puestos a la disposición del capitán Juan de Matienzo, que mandaba en ella. Entre los soldados españoles de aquel siglo, la suerte de esos infelices no podía ser dudosa. Se les sometió a un juicio riguroso, se les aplicó el tormento con que entonces se iniciaba todo proceso criminal para arrancar las declaraciones al reo, y cuando se hubo descubierto el nombre de todos los implicados en aquella descabellada tentativa, se les condenó a muerte y se les ejecutó sin conmiseración395. El castigo de esos infelices, debía poner término a las alarmas; pero los contemporáneos dieron a este suceso el carácter de una proyectada revolución de vastas ramificaciones. El gobernador Francisco de Villagrán, impuesto de los nombres de todos los cómplices de los dos españoles ajusticiados, halló más prudente disimular su culpabilidad para no producir nuevas y más peligrosas inquietudes. «De esta manera, dice un antiguo cronista, se deshizo un nudo que cierto si pasara adelante fuera muy dañoso para Chile».

No fue éste el único motivo de inquietudes que atribularon al desgraciado Gobernador independientemente de los contrastes de la guerra contra los indios. A principios de 1563 se agitaba en Santiago una cuestión que debió conmover profundamente los ánimos, pero acerca de cuyo origen y de cuyo desenvolvimiento nos han quedado muy escasas noticias en los documentos de esa época.

Desempeñaba en la capital el cargo de vicario eclesiástico el presbítero Cristóbal de Molina, anciano de ochenta años, pero resuelto y animoso todavía, a juzgar por sus comunicaciones. Habiendo sabido que fray Gil González Dávila (aquel religioso dominicano que poco antes había acompañado a Villagrán como consejero de la reducción pacífica de los indios) profesaba ciertas doctrinas teológicas que el vicario juzgaba condenables o peligrosas y que aun en el púlpito había emitido algunas de esas opiniones, levantó una información sobre todos estos hechos396. En vista de esta información resolvió la prisión del fraile   —246→   dominicano, y pidió ayuda a la justicia secular para dar ejecución a su mandato. Era teniente gobernador en Santiago, el capitán Juan Jufré, que acababa de volver de su expedición al otro lado de las cordilleras. Sea por amistad hacia el religioso dominicano o porque viese en la persecución de éste una temeraria injusticia, se negó a prestar al vicario eclesiástico el apoyo de la fuerza pública. De aquí se originó una ruidosa competencia de autoridades y una alarmante perturbación en toda la ciudad. Los frailes franciscanos, encabezados por su guardián fray Cristóbal de Ravanera, se pusieron de parte del religioso dominicano, sosteniendo las prerrogativas de los regulares, sobre los cuales, se decía, no tenía jurisdicción el vicario. El teniente gobernador Jufré fue hasta imponer arresto al clérigo Molina para arrancarle los documentos y declaraciones de la información que había instruido. El vicario, a su vez, lanzó excomunión contra los que se oponían a su autoridad; pero los funcionarios civiles, calificando los edictos eclesiásticos de libelos contra la justicia del Rey, los arrancaban de los lugares en que habían sido fijados y hacían desprecio de ellos.

El gobernador Villagrán se hallaba entonces en Concepción postrado por sus enfermedades y atribulado por las desgracias de la guerra. Acababa de experimentar la pérdida de su hijo, y su ánimo, contristado además por la violenta e incurable enfermedad de su yerno, no podía tener tranquilidad para atender los negocios de gobierno, en los momentos en que las complicaciones y dificultades administrativas habrían exigido un juicio sereno y libre de otras preocupaciones. Al saber los disturbios que tenían lugar en Santiago, y la competencia de autoridades que agitaban la opinión, el Gobernador se puso de parte del poder civil. Con fecha de 19 de marzo (1563), despachó de Concepción al licenciado Alonso Ortiz «para que remediase los escándalos y libelos contra la real justicia y el guardián de san Francisco, Ravanera»397. Esta providencia acalló por entonces las competencias; y aunque el vicario Molina dio más tarde cuenta de todo al Rey para obtener una resolución favorable a su autoridad, no parece que la Corte hiciese caso de sus pretensiones.

Pero nuevos escándalos y disturbios vinieron en breve a alterar otra vez la tranquilidad de la ciudad de Santiago. El capitán Francisco de Aguirre, el mozo, hijo del antiguo conquistador que había fundado la ciudad de La Serena, promovía en la capital, por motivos que nos son enteramente desconocidos, y que quizá estaban relacionados con las competencias   —247→   de que acabamos de hablar, desacatos y resistencias contra la justicia real. El Gobernador tuvo que intervenir también en estas dificultades. Por providencia de 17 de mayo398, mandó que su teniente gobernador, el licenciado Juan de Herrera, se trasladase a Santiago, «para que siga causa a Aguirre el mozo, y a todos los demás culpados en los desacatos y resistencias a la real justicia». La falta de documentos y el silencio de los cronistas, no nos han permitido conocer el origen ni el resultado de este proceso, que debió ser causa de perturbaciones en la colonia.




ArribaAbajo9. Desastres de las armas españolas en Tucumán

El gobierno de Villagrán había sido, como se ve, sumamente desgraciado y aun podría decirse calamitoso. Algunos de los capitanes más caracterizados de la conquista, sea obedeciendo a la pasión de las banderías que con tanta facilidad se formaban en las colonias españolas, sea por error de concepto, atribuían todos los contrastes a una sola causa: la incapacidad absoluta del Gobernador. Sin querer tomar en cuenta el carácter de los indios araucanos, su tenacidad indomable para resistir la conquista, ni la falsía con que en ocasiones fingían someterse para levantarse de nuevo más enérgicos y resueltos, ni siquiera el hecho de que la guerra había recomenzado antes de que Villagrán se recibiera del gobierno, aquellos capitanes contaban que don García Hurtado de Mendoza había sometido todo el país, que los indígenas estaban completamente pacificados bajo su gobierno y que los desaciertos de su sucesor, o que su mala estrella, habían producido la nueva sublevación que tenía a Chile al borde de su ruina. Muchos de ellos escribían sendas cartas al Rey en que, después de referirle estos desastres con el más triste colorido, le pedían que volviese a confiar el gobierno a Hurtado de Mendoza.

En medio de esta excitación del descontento público, regresó a Chile el capitán Gregorio de Castañeda en los primeros meses de 1563, trayendo noticias de nuevas desventuras de las armas españolas en Tucumán399. Hemos contado más atrás que en junio de 1561, al desembarcar en La Serena, Villagrán había confiado a Castañeda el mando de aquella provincia que consideraba comprendida dentro de los límites de su gobernación. Los conquistadores estaban también allí divididos en bandos y facciones, y el Gobernador anterior Juan Pérez de Zurita, aunque había hecho respetar su autoridad, había tenido que emplear medios violentos, y estaba malquisto de un gran número de sus subalternos400.

Castañeda comenzó su gobierno apresando por sorpresa al capitán Pérez de Zurita, que habría querido desconocer su autoridad, y enseguida se puso en viaje al norte y echó los cimientos de la ciudad de Nieva, en el valle de Jujui (20 de agosto de 1561). Pero, mientras andaba ocupado en esta lejana expedición, los indios calchaquíes, ayudados por los diaguitas   —248→   de Catamarca, volvieron a tomar las armas y atacaron los nuevos establecimientos españoles. Un destacamento de éstos, sorprendido en una emboscada, fue bárbaramente asesinado por los indios. En las ciudades se defendieron los castellanos con todo heroísmo, y aun obtuvieron ventajas sobre los enemigos; pero el número inmensamente superior de éstos, y la firmeza que desplegaron en la lucha, pusieron a aquéllos en las mayores tribulaciones.

En tal situación, Castañeda, inflexible en su propósito de someter a los indios, recurrió al arbitrio que los conquistadores empleaban en sus conflictos. Creyó despertar el terror sacrificando inhumanamente a todos los prisioneros; pero esas ejecuciones no hicieron más que enfurecer a los bárbaros y alentarlos para seguir la guerra sin descanso. Los pobladores de la naciente ciudad de Córdoba, acosados por los indios, burlados en su proyecto de capitulación, resolvieron abandonarla; pero atacados de improviso cuando efectuaban su retirada, fueron muertos todos ellos con excepción de seis que alcanzaron su salvación después de las más penosas marchas. La guerra continuó con resultados varios durante algún tiempo. El gobernador Castañeda, convencido de que las fuerzas de su mando no bastaban para sujetar aquellos dilatados territorios, dio la orden de abandonar las nuevas poblaciones de Cañete y de Londres, situadas en el territorio de los calchaquíes, y de reconcentrar su gente en Santiago del Estero, donde se gozaba de mayor tranquilidad. En diciembre de 1562 sus tropas estaban reunidas en esta ciudad; pero dejando el mando en manos de un capitán nombrado Peralta, se puso en viaje para Chile a dar cuenta a Villagrán de las dificultades que había encontrado en su empresa, y de los desastres que había experimentado. En esa misma época, la reciente ciudad de Nieva era también abandonada por sus pobladores, incapaces de defenderla contra los ataques de los indios401.




ArribaAbajo10. Nuevas desgracias agravan las enfermedades del Gobernador; muerte de Villagrán

Puede comprenderse la impresión que la noticia de estos desastres, añadidos a las desgracias de la guerra de Chile, debió producir en el ánimo debilitado y abatido del gobernador Villagrán. En esos momentos toda su atención y toda su inquietud estaban fijas en la plaza de Arauco donde un centenar de españoles se hallaba cercado por un ejército innumerable de bárbaros, y donde, según todo lo hacía presumir, debían sucumbir miserablemente de hambre o en la punta de las picas enemigas. Escaso de tropas y de recursos, el Gobernador se encontraba en la imposibilidad de socorrer convenientemente aquella plaza. Pero, aun, en otras circunstancias, le habría sido muy difícil hacer llegar los auxilios que se necesitaban. La marcha por tierra desde Concepción hasta Arauco, teniendo que atravesar territorios montañosos y quebrados en que el enemigo podía organizar emboscadas, era excesivamente peligrosa. El envío de socorros por mar era también muy embarazoso, porque si bien sólo mediaba una corta distancia entre esos lugares, faltaban buques para ello.

Sin embargo, habiendo llegado a Concepción una pequeña embarcación que venía de Valdivia, Villagrán dispuso que ésta se dirigiese a Arauco a tomar noticias y probablemente   —249→   a llevar algún socorro a los sitiados. Esa embarcación se acercó primero a la isla de Leochengo, que los españoles llamaban de Santa María. Los isleños, indios pacíficos hasta entonces, dejaron desembarcar a Bernardo de Huete, maestre de la embarcación y a algunos de los suyos; pero cuando éstos estuvieron en tierra, los mataron alevosamente, y enviaron sus cabezas a los guerreros que sitiaban a Arauco402. Los otros tripulantes que habían quedado a bordo, dieron apresuradamente la vuelta a Concepción, donde comunicaron la noticia de este nuevo contraste. Aunque el capitán Pedro de Villagrán efectuó poco más tarde un desembarco en aquella isla, y ejerció sobre sus pobladores las más terribles represalias, no le fue posible prestar socorros a la plaza sitiada. Al dar la vuelta a Concepción, pudo transportar en su nave a un emisario de los defensores de Arauco, encargado de representar al Gobernador las penurias extraordinarias por que pasaban, y el peligro de sucumbir a manos de los feroces enemigos que los cercaban por todos lados, hostilizándolos sin darles un solo momento de descanso.

El emisario de los defensores de la plaza de Arauco llegó a Concepción el 10 de junio, día de Corpus Christi. El Gobernador, devoto fervoroso, como todos los conquistadores, había asistido, a pesar de sus achaques y sufrimientos, a la procesión solemne que ese día celebraban los españoles. Las noticias que pocas horas más tarde recibió de Arauco, lo postraron de nuevo en su lecho, y agravaron sus dolencias de una manera fatal. Tres días después se encontraba irremediablemente perdido. Hizo entonces sus disposiciones testamentarias. Dejaba a su esposa el goce de sus encomiendas de indios, únicos bienes que poseía, y el encargo de mandar decirle misas en todas las iglesias. A causa, sin duda, de los quebrantos de su salud, Villagrán estaba autorizado desde el año anterior por una provisión del virrey del Perú (de 17 de agosto de 1562) para designar la persona que en caso de muerte debía reemplazarlo en el gobierno mientras el soberano le nombraba un sucesor. Usando de esta facultad, legó el poder con todas las formalidades del caso, a su primo Pedro de Villagrán403. Postrado en la cama por los dolores que le ocasionaba la gota, se hizo vestir, según una costumbre corriente de los españoles de esos siglos, el hábito de religioso franciscano; y pasó entregado a las prácticas de la más ardiente devoción. Falleció el 22 de junio de 1563 después de dar a su sucesor sus últimas instrucciones404. Su cadáver fue sepultado en la iglesia de San Francisco de Concepción, con toda la solemnidad posible.

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«Era Francisco de Villagrán cuando murió, dice un antiguo cronista que lo conoció personalmente, de edad de cincuenta y seis años, natural de Astorga, hijo de un comendador de la orden de San Juan, llamado (Álvaro de) Sarria; su padre no fue casado; su madre (doña Ana de Villagrán) era una hijodalga principal del apellido de Villagrán. Gobernó con poca ventura, porque todo le salía mal. Era de mediana estatura, el rostro redondo con mucha gravedad y autoridad, las barbas entre rubias, el color del rostro sanguíneo, amigo de andar bien vestido y de comer y de beber; enemigo de pobres. Fue bien quisto antes que fuese Gobernador, y mal quisto después que lo fue. Quejábanse de él que hacía más por sus enemigos a causa de atraerlos a sí que por sus amigos, por cuyo respeto decían era mejor para enemigo que para amigo. Fue vicioso de mujeres y mohíno en las cosas de guerra. Sólo en la buena muerte que tuvo fue venturoso. Era amigo de lo poco que tenía guardarlo; más se holgaba de recibir que de dar»405.

El infortunado Francisco de Villagrán murió, como ya dijimos, en la pobreza. Apenas hubo fallecido, los tesoreros del Rey cobraban con el mayor empeño a sus herederos cincuenta mil pesos de oro que había tomado en la caja real para las necesidades de la guerra. Dando cuenta a Felipe II del resultado de esta cobranza, los tesoreros referían lo que sigue: «Francisco de Villagrán quedó tan pobre que quedó a deber más de ciento cincuenta mil pesos a particulares, y su mujer padece mucha necesidad; y unos pocos de bienes que quedaron se hizo ejecución en ellos de parte de Vuestra Alteza por dos mil pesos, y ha habido otras personas que se han opuesto a ella, y pretenden tener mejor derecho. Síguese la justicia. Hacerse han las diligencias posibles»406. La esposa de Villagrán falleció pocos años más tarde sin haber conseguido mejorar notablemente su situación407.





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ArribaAbajoCapítulo II

Gobierno interino de Pedro de Villagrán (1563-1565)


1. Se recibe del gobierno el capitán Pedro de Villagrán; los españoles evacuan la plaza de Arauco. 2. Nuevas derrotas de los españoles en Itata y en Andalién. 3. Alarma que estos desastres producen en Santiago; el Cabildo de la capital envía socorros a las ciudades del sur. 4. La insurrección de los indios toma mayores proporciones, pero son derrotados en las inmediaciones de Angol; ponen sitio a Concepción y se retiran sin lograr reducir esta ciudad. 5. Al paso que los indios adquieren una superioridad de poder militar, el desaliento y la desmoralización comienzan a cundir entre los españoles. 6. Villagrán en Santiago: sus aprestos para continuar la guerra. 7. Sale a campaña y pacifica a los indios del otro lado del Maule. 8. Llega a Chile un refuerzo de tropas enviado del Perú; deposición del gobernador Pedro de Villagrán. 9. Erección del obispado de Santiago.



ArribaAbajo1. Se recibe del gobierno el capitán Pedro de Villagrán; los españoles evacuan la plaza de Arauco

El capitán Pedro de Villagrán iba a recibirse del gobierno del reino de Chile en circunstancias bien difíciles. La sublevación de los indios, triunfante en muchos combates, amenazaba a todos los establecimientos del sur. El país, empobrecido por la guerra, no tenía recursos para continuarla con eficacia. Los españoles, comprendiendo que el suelo chileno no estaba cuajado de oro como habían creído al principio, comenzaban a ver desvanecerse sus ilusiones de enriquecerse en pocos años, y muchos no pensaban más que en volverse al Perú. Un hombre de otro temple habría vacilado tal vez en aceptar el gobierno que le legaba su pariente. El capitán Villagrán lo recogió lleno de ardor y de resolución. Su autoridad fue reconocida en todas partes sin resistencias de ningún género. El 29 de junio, el cabildo de Santiago lo proclamaba gobernador interino de Chile, y recibía el juramento que en su nombre hacía el licenciado Juan de Herrera en su carácter de teniente gobernador408.

Los colonos debieron fundar muchas esperanzas de un cambio favorable en la situación del país. El capitán Villagrán no era un hombre nuevo en la guerra y en la administración. Compañero de Valdivia desde los primeros días de la conquista, representante del cabildo de Santiago cerca del presidente del Perú en 1548, había mostrado siempre una gran entereza de carácter, y adquirido más tarde una gran nombradía por la defensa de la Imperial   —252→   durante el primer levantamiento de los araucanos. Alejado de Chile durante el gobierno de Hurtado de Mendoza, había vuelto en 1561409, y seguro de continuar una brillante carrera al lado de su primo Francisco de Villagrán.

Su gobierno comenzó por un suceso feliz que los contemporáneos celebraron, sin duda, como un triunfo. Desde mediados de mayo de 1563 la plaza de Arauco, como se recordará, estaba estrechamente sitiada por un numeroso ejército de guerreros araucanos. Un centenar de españoles mandados por el valeroso capitán Lorenzo Bernal de Mercado, resistía allí heroicamente a los ataques del enemigo y a los padecimientos del hambre; pero todo hacía temer una próxima catástrofe. Sin embargo, los indios cansados con la tenaz resistencia de los castellanos, hostigados por las frecuentes lluvias del invierno, siempre riguroso en aquellos lugares, e incapaces sobre todo de perseverar largo tiempo en una operación militar, que sólo exigía una paciente constancia, abandonaron el cerco de la plaza en la noche del 30 de junio y dejaron a los sitiados en situación de darse descanso y de procurarse provisiones.

Pero esta retirada del enemigo no era en realidad una victoria. Creyéndose sin fuerzas suficientes para defender todos los establecimientos que los españoles tenían fundados en aquella región, y queriendo reconcentrar sus tropas en los puntos que consideraban más convenientes, el nuevo Gobernador resolvió abandonar la plaza de Arauco. Hizo salir de Concepción una fragata con dos pequeñas embarcaciones para llevar víveres y otros socorros al capitán Bernal; pero al mismo tiempo le comunicó la orden de hacer embarcar la artillería y la gente que no pudiera retirarse por tierra; y de juntar enseguida sus tropas para replegarse a la ciudad de Angol. Los defensores de Arauco creyeron intempestiva esta resolución; pero era tan terminante la orden del gobernador Villagrán que fue necesario obedecerla inmediatamente.

La estación era muy desfavorable para efectuar esta retirada. Para llegar a Angol, era necesario atravesar la cordillera de la Costa, espesa y elevada en aquellas latitudes, vestida de bosques casi impenetrables, y cubierta, además, de charcos y de pantanos que hacían muy dificultoso el tráfico. Las lluvias del invierno, por otra parte, habían incrementado considerablemente el caudal de agua de todos los riachuelos que se desprenden de esas montañas, de tal suerte que el paso de algunos de ellos ofrecía serios peligros. Nada podía, sin embargo, enfriar la resolución de esos incontrastables soldados. Después de haber embarcado los cañones y todos los objetos que no podían transportar consigo, el capitán Bernal, aprovechando la oscuridad de una noche húmeda y fría (15 de julio de 1563), mandó montar a caballo a todos sus compañeros, y emprendió por medio de campos empantanados, su marcha a Angol. Por más precauciones que hubieran tomado para ocultar sus movimientos, los indios de las inmediaciones notaron la retirada de los españoles, cayeron en la misma noche sobre la plaza de Arauco y allegaron fuego a las chozas y galpones en que estos últimos habían vivido encerrados. Bernal divisó las llamas del incendio, pero se abstuvo de volver atrás a castigar la insolencia del enemigo.

La marcha de aquella columna fue sumamente penosa. Los castellanos caminaban por senderos infernales en que sus caballos se sumían en el barro, e iban seguidos por partidas   —253→   de indios que por ser poco numerosas, no se atrevían a atacarlos resueltamente, pero que amenazaban a todos los que se separaban de la columna. El paso de los ríos era en extremo peligroso. Los españoles se vieron obligados a construir balsas para atravesar uno de ellos. Venciendo resueltamente todas estas dificultades, llegaron por fin a Angol después de dos días y dos noches de marcha sin más pérdida que la de un soldado que pereció ahogado. La tropa se había salvado; pero a sus espaldas quedaban los indios más orgullos y resueltos que nunca, celebrando la retirada de los españoles como una espléndida victoria410.




ArribaAbajo2. Nuevas derrotas de los españoles en Itata y en Andalién

En efecto, el abandono de la plaza de Arauco, después de la evacuación de la ciudad de Cañete, efectuada en los primeros meses de ese mismo año, dejaba a los tenaces araucanos en pacífica posesión de todo el territorio que había sido el centro de la resistencia contra la dominación extranjera. Estos sucesos no podían dejar de ensoberbecer a los bárbaros y de estimular la resistencia de las tribus que se mostraban sometidas en los alrededores de las otras ciudades. Pedro de Villagrán lo comprendía así, y había adoptado esas medidas con un carácter provisorio, y esperando reunir nuevos recursos para recomenzar la guerra.

Cuando la primavera hubo facilitado algo los movimientos de las tropas, el Gobernador llamó a Concepción a Lorenzo Bernal con una parte de los soldados que había salvado de Arauco. Queriendo engrosar las fuerzas con que pensaba expedicionar, le encargó que se trasladase por mar a Valdivia a recoger los contingentes de tropa con que las ciudades del sur podían contribuir. Bernal desempeñó puntualmente esta comisión; pero, aunque ayudado eficazmente por los capitanes que mandaban en esas ciudades, sólo pudo reunir setenta hombres, con que regresó por tierra a Angol. La situación militar de los españoles no había mejorado considerablemente con este refuerzo.

Mientras tanto, la insurrección de los indios había cundido a regiones que estaban de paz desde algunos años antes. Los pobladores del territorio comprendido entre los ríos de Biobío e Itata estaban sobre las armas, robaban los ganados de las estancias de los españoles, destruían los sembrados y mantenían cortadas las comunicaciones con Santiago. El gobernador Villagrán, queriendo reprimir a esos indios, hizo salir de Concepción al capitán Francisco Vaca con encargo de asegurar la quietud durante las cosechas para que la ciudad estuviera provista de bastimentos. Al poco tiempo pudo persuadirse éste de que la situación era más peligrosa de lo que había parecido en el principio, y se vio forzado a pedir refuerzos a Concepción. Antes que éstos llegasen, hallándose situado cerca de las márgenes del río Itata, en la mañana del 15 de enero de 1564, se le presentó un considerable cuerpo de indios capitaneado por un caudillo que un cronista contemporáneo llama Loble. A pesar de la inmensa inferioridad de sus fuerzas, el capitán Vaca trabó resueltamente el combate; pero,   —254→   aunque él y los suyos pelearon con valor, no pudieron romper los escuadrones enemigos, y se vieron forzados a retirarse con pérdida de cuatro hombres muertos, y con muchos heridos, y dejando todos sus bagajes en poder del enemigo. Los caminos que conducían a Concepción estaban cerrados por los indios. Buscando su salvación, los fugitivos se vieron forzados a replegarse sobre Santiago, a donde debían sembrar la alarma y la consternación.

Hallábase entonces accidentalmente en Concepción el capitán Juan Pérez de Zurita, el antiguo gobernador de Tucumán, que gozaba del renombre de soldado de prudencia y de valor. Preparábase a partir para el Perú a gestionar ante la Audiencia sus derechos al gobierno de aquella provincia; pero a la vista del peligro que amenazaba a los conquistadores de Chile, aceptó la comisión militar que le ofrecía el gobernador Villagrán. Habiéndose trasladado apresuradamente a Angol, sacó cuarenta soldados de esta ciudad, y a su cabeza dio la vuelta a Concepción. Los indios estaban advertidos de todos sus movimientos; y obedeciendo a la voz de un cacique llamado Millalelmo, habían reunido un cuerpo considerable de guerreros que los documentos contemporáneos hacen subir a la cifra exagerada de cuatro a cinco mil hombres. Colocáronse en emboscada en las vegas de Andalién, cerca de donde hoy se levanta la nueva ciudad de Concepción, y en las serranías que la separan de la ciudad antigua.

Pérez de Zurita tuvo noticia de los preparativos de los indios, y aceleró su marcha para llegar a su destino antes que éstos se hubieran reunido en número suficiente para cerrarle el camino. A pesar de todo, el 22 de enero, a eso de mediodía, cuando sólo le faltaban dos leguas para reunirse a los suyos, se vio asaltado de improviso por los guerreros que mandaba Millalelmo y tuvo que aceptar una batalla desigual. Los indios hacían un horroroso estruendo con sus trompetas y con sus alaridos, y acometían con toda decisión. Los castellanos, sin embargo, aunque sorprendidos, no se intimidaron, y comenzaron a pelear con singular denuedo. Pero antes de mucho tiempo habían perdido cuatro hombres, uno de los cuales era un caballero sevillano llamado don Pedro de Godoy, y estaban heridos algunos otros y los más de los caballos. Ante la idea de una derrota inevitable, los españoles se sintieron flaquear, vacilaron y al fin emprendieron la retirada dejando en manos de los enemigos todos sus bagajes y todos los indios de servicio que los seguían. Sólo uno de éstos logró llegar a Concepción a comunicar la noticia del desastre. Aunque el combate había tenido lugar a dos leguas de esta ciudad, los derrotados no podían transmontar las serranías que la circundan, y que estaban defendidas por los indios, y menos aún replegarse a Angol. En esta situación, Pérez de Zurita y sus compañeros debían buscar su salvación en los caminos que conducen al norte. Venciendo todo género de dificultades, y atravesando una gran extensión de territorio con peligro de verse hostilizados por los indios, llegaron el 27 de enero a las orillas del Teno, donde pudieron ser socorridos por los españoles que tenían sus estancias en esos lugares. Desde allí comunicó al cabildo de Santiago el desastre que acababa de experimentar y la situación terrible en que quedaban las poblaciones del sur411.



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ArribaAbajo3. Alarma que estos desastres producen en Santiago; el Cabildo de la capital envía socorros a las ciudades del sur

Desde la derrota y muerte de Lautaro a orillas del Mataquito en abril de 1557, la capital del reino de Chile había vivido relativamente libre de las inquietudes producidas por la guerra. En dos ocasiones, bajo los gobiernos de Hurtado de Mendoza y de Francisco de Villagrán, los vecinos de Santiago habían reunido tropas y otros auxilios para socorrer los ejércitos del sur, pero habían podido vivir tranquilos, consagrados a sus ocupaciones ordinarias, sin temor de verse amenazados por la rebelión de los indios. A esa situación iba a suceder la más azarosa alarma. El 25 de enero de 1564 llegaban a la ciudad el capitán Francisco Vaca y algunos de los soldados que escaparon de la derrota de Itata, y ellos contaban que el levantamiento de los bárbaros tomaba grandes proporciones y amenazaba el territorio mismo de la ciudad de Santiago, cuyo límite austral era el río Maule.

Grande debió ser la alarma producida por esta noticia en la ciudad de Santiago. En lugar de calmarse, hubo muy pronto motivos para mayor inquietud. El 1 de febrero llegaban a la capital los capitanes Diego de Carranza y Juan de Losada, que habían escapado de la derrota de Andalién. Traían una carta de Pérez de Zurita en que refería estos desastres y comunicaba otras noticias del carácter más alarmante. Los indios del sur hasta las orillas del Maule estaban en abierta rebelión, e inquietaban con halagos y amenazas a los naturales que habitaban al norte de ese río. El gobernador Villagrán, decían ellos, debía hallarse sitiado en Concepción, y el reino todo estaba a punto de ser presa de los bárbaros si la ciudad de Santiago no hacía un esfuerzo supremo para remediar aquel desastroso estado de cosas.

Eran las nueve de la noche, hora en que las campanas de las iglesias tocaban a queda y a silencio, y en que los moradores de la ciudad debían cerrar sus puertas y apagar sus luces. El Cabildo, sin embargo, se reunió apresuradamente para oír tan graves noticias. Sin resolverse a tomar ninguna determinación, acordó sólo convocar al vecindario a una de esas asambleas populares conocidas con el nombre de Cabildo Abierto. La reunión tendría lugar el día siguiente, 2 de febrero, que entre los españoles era de fiesta solemne en recuerdo de la purificación de la Virgen María.

No podían esperarse grandes socorros de una asamblea como aquélla. La ciudad de Santiago, capital del reino de Chile y asiento de un obispado que acababa de crearse, según contaremos más adelante, era todavía una aldea miserable, cuyos modestísimos edificios estaban en su mayor parte cubiertos de paja, y cuya población de origen español no pasaba de trescientos individuos, incluyendo las mujeres y los niños, casi todos gente pobre que parecía querer aprovechar estas ocasiones para lamentarse de los sacrificios que le costaba la sustentación de la tierra y del ningún resultado que habían obtenido por premio de sus trabajos. Sin embargo, ante el peligro que los amenazaba, los vecinos se apresuraron a concurrir en la medida de sus fuerzas a preparar el socorro de las ciudades del sur. Unos se ofrecieron a enviar a su costa un soldado vestido y equipado; otros, que no podían hacer esto, quisieron salir en persona a campaña; y todos contribuyeron según sus recursos a reunir los bastimentos para la columna que se quería organizar, y para enviar socorros a la ciudad de Concepción412. El capitán Pérez de Zurita fue llamado a Santiago para que se   —256→   pusiese a la cabeza de esas fuerzas. Agrupando los nuevos contingentes con los soldados que habían llegado del sur después de las derrotas de Itata y de Andalién, Pérez de Zurita llegó a tener bajo sus órdenes ciento cincuenta hombres; pero había demorado tanto en aprestarlos, que no alcanzaron a utilizarse en la campaña de ese año413. Así, pues, este socorro de los vecinos de Santiago, que ellos consideraban un esfuerzo supremo de su parte, no prestó en aquellos momentos todo el servicio que era de esperarse.




ArribaAbajo4. La insurrección de los indios toma mayores proporciones, pero son derrotados en las inmediaciones de Angol; ponen sitio a Concepción y se retiran sin lograr reducir esta ciudad

Los indios del sur, entretanto, no se daban un momento de descanso. Sus últimos triunfos los habían alentado de tal suerte que se creían próximos a verse para siempre libres de sus opresores. Sabiendo que Angol había quedado mal guarnecido, por haber retirado de ella las tropas que mandó sacar el Gobernador, los indios que poblaban la cordillera de la Costa al sur del Biobío, se reunían en número considerable a la voz de un cacique llamado Illangulién, o Queupulién, que ambos nombres se leen en las antiguas relaciones, y se preparaban para caer sobre esta ciudad. Residía en ella el capitán Lorenzo Bernal de Mercado, pero por diferencias con el gobernador Villagrán, estaba privado de mando. Los vecinos, sin embargo, le rogaron que se pusiera a la cabeza de los soldados y que atendiese a la defensa. Bernal desplegó, en esta ocasión, la prudencia y la energía que lo hicieron tan famoso en aquella guerra. Preparó activamente las pocas tropas de que podía disponer, así como los indios auxiliares con que contaba, despachó batidores para estudiar los movimientos del enemigo, y se dispuso a la resistencia enérgica y resuelta como él sabía hacerla. En efecto, los indios enemigos se acercaron hasta dos leguas de la ciudad, y siguiendo una práctica que les había dado muy buenos resultados en los últimos años de la guerra, comenzaron a construir un campo defendido por fuertes palizadas para atraer a los españoles. Bernal, por su parte, se limitó a reconocer esas posiciones, pero evitó todo combate. Atribuyendo esta resolución a cobardía de los castellanos, los bárbaros mudaron su campo dos veces más; pero cuando Bernal creyó que las nuevas posiciones de los indios eran menos ventajosas, resolvió el ataque con toda resolución. En la mañana del 25 de marzo de 1564, después de haber reconocido prolijamente el terreno, y de haber tomado las más minuciosas disposiciones, cayó sobre el enemigo repartiendo sus tropas en pequeños destacamentos. Aquellos indios eran los mismos valerosos araucanos que habían sustentado la guerra desde tiempo atrás en las inmediaciones de Cañete, y que estaban ensoberbecidos con sus frecuentes victorias. Los soldados de Bernal, sin embargo, ayudados eficazmente por unos quinientos auxiliares y protegidos por los fuegos de un cañón convenientemente colocado,   —257→   asaltaron con gran ímpetu las palizadas de los indios; y después de un reñido combate empeñado en medio de una espantosa gritería, los pusieron en completa derrota. Los jinetes cargaron resueltamente sobre los fugitivos lanceándolos sin piedad. Los indios auxiliares mataban a todos los enemigos que hallaban a la mano. El caudillo de éstos, el cacique Illangulién, fue del número de los muertos. Según un antiguo cronista, las aguas de un río vecino, probablemente el que nosotros llamamos Vergara, corrieron enrojecidas con la sangre de los combatientes. Cuando Bernal mandó suspender la matanza, se recogieron muchos prisioneros. Algunos de ellos fueron sacrificados; a los otros les mandó cortar los pies y las manos para aterrorizarlos. Esta jornada tan gloriosa para los españoles y para el jefe que los mandaba, no sólo salvó a la ciudad de Angol de los ataques de los indios sino que aumentó los elementos y recursos militares de aquéllos. En efecto, los soldados de Bernal recogieron en el campo de batalla un número considerable de armas europeas, lanzas, espadas, cotas y escudos que sus compatriotas habían perdido en los combates anteriores y que los indios llevaban consigo414.

En esos momentos, el gobernador Villagrán se encontraba estrechamente sitiado en Concepción por un numeroso ejército de indios. Se sabe que esta ciudad estaba entonces situada a orillas del mar, en la espaciosa bahía de Talcahuano. El terreno bajo en que estaba construida se halla circundado por cerros de mediana elevación, pero muy accidentados, y entonces cubiertos de tupidos bosques donde podía acampar cómodamente el enemigo para ocultar sus movimientos y sustraerse a la persecución de los castellanos. En los primeros días de febrero, los indios del norte del Biobío, es decir, los mismos que el mes anterior habían derrotado a los capitanes Vaca y Pérez de Zurita, se acercaron a Concepción, ocuparon aquellas serranías y comenzaron a hostilizar la ciudad cortándole toda comunicación con el interior del país. Los bárbaros eran mandados por los caudillos Loble y Millalelmo, y formaban un ejército tan numeroso que un antiguo cronista, generalmente discreto en la avaluación de las tropas de los indios, lo hace subir a veinte mil hombres. Ensoberbecidos con sus recientes triunfos, esperaban destruir prontamente la ciudad y acabar con sus defensores.

El gobernador Villagrán, cuyas tropas acababan de sufrir en las inmediaciones de Concepción los dos descalabros de que hemos hablado más atrás, se preparaba para la defensa de la ciudad. Entre los soldados y vecinos pudo poner sobre las armas a doscientos hombres. Temiendo verse atacado por los indios, había hecho construir al lado norte, y cerca de un riachuelo que baja de los cerros, un fortín de sólidas estacadas en que colocó sus cañones y en que encerró sus víveres y sus municiones. Cuando los indios se presentaron cerca de la ciudad mandó replegar sus tropas y toda la gente dentro de ese fortín, y mandó que nadie saliera a escaramucear con el enemigo. Los bárbaros avanzaron sin hallar obstáculos, penetraron por las calles de la ciudad, prendieron fuego a un modesto templo que habían construido los frailes de la Merced y a algunas casas, pero la artillería del fuerte los contuvo de terminar aquella obra de destrucción. Colocados en los cerros vecinos, parapetados detrás   —258→   de palizadas, se mantuvieron en aquellos lugares esperanzados, sin duda, en rendir por hambre a los defensores de Concepción.

Cerca de dos meses consecutivos permanecieron en aquella situación. Los españoles, encerrados en tan estrecho espacio de terreno, con sus caballos y con los otros animales que tenían, experimentaban toda clase de molestias. Los perros mismos, que les servían de auxiliares en la guerra, los atronaban con sus ladridos, llegaron a ser un inconveniente y fue necesario matar muchos de ellos. Los combates se renovaban cada día y, aunque los españoles desplegaron una firmeza incontrastable, los indios se mantuvieron firmes en sus puestos y parecían resueltos a no abandonar la empresa que habían acometido. La metralla que vomitaban los cañones del fuerte les impedía intentar el asalto; pero en su campamento rechazaban los ataques que emprendían los sitiados. Éstos, sin embargo, tenían el mar libre, habían despachado sus embarcaciones y habían pedido socorros a otras ciudades. A fines de marzo llegaron al puerto dos buques cargados de provisiones. Uno había salido de Valdivia y el otro de Valparaíso, y ambos ponían a los españoles en situación de mantener la defensa mucho tiempo más. Los indios, por su parte, desprovistos de carros y de bestias de carga, no podían renovar sus víveres; e imprevisores, como son siempre los bárbaros, comenzaron a encontrarse faltos de alimentos. Era, además, la época de las cosechas, y debían volverse a sus campos a recoger el fruto de sus maizales, so pena de pasar un invierno de hambre y de miseria. En esos mismos días supieron que sus compatriotas acababan de sufrir una espantosa derrota en las inmediaciones de Angol; y debieron temer el verse atacados por la espalda. En la noche del 1 de abril levantaron su campo y se retiraron al interior dispersándose por los campos para volverse a sus moradas respectivas415.




ArribaAbajo5. Al paso que los indios adquieren una superioridad de poder militar, el desaliento y la desmoralización comienzan a cundir entre los españoles

La retirada de los indios que sitiaban Concepción, restableció por entonces la paz en aquellos lugares. Ocurría esto a entradas del invierno; y en esta estación, los campos, sembrados entonces de bosques, se cubrían de pantanos que hacían imposibles las operaciones de la guerra. Los españoles se encerraban en sus ciudades, y los indios volvían a sus montañas donde llevaban una vida ociosa y miserable esperando que el tiempo les permitiese recomenzar la lucha. Aquella tranquilidad era sólo una tregua de algunos meses, después de los cuales la guerra debía volver a encenderse.

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No era posible disimularse que la situación de los españoles había llegado a hacerse sumamente embarazosa. Se hallaban en mucho mayor número que en los primeros días de la conquista y, sin embargo, su poder parecía debilitado. Este hecho singular, que explica la prolongación de aquella guerra durante siglos, tiene dos causas diferentes que hemos de ver desarrolladas en el curso de esta historia.

De una parte, los indios se habían hecho mucho más diestros en el arte de la guerra, y poseían elementos que debían centuplicar su fuerza. Habían aprendido a atrincherarse convenientemente para defenderse de los ataques de los españoles. Si no habían llegado a utilizar más que algunas de las armas quitadas al enemigo, como las lanzas y las espadas, sin entender el manejo de los arcabuces y de los cañones, sus victorias les habían proporcionado algunos caballos que manejaban con rara maestría, y que en poco tiempo más iban a ponerlos en posesión de un elemento de movilidad que había de hacerlos casi invencibles en la guerra de asaltos y de sorpresas. Sus victorias, además, les habían infundido la conciencia de su poder, y de la debilidad relativa de sus adversarios.

Del otro lado, el desaliento y la desmoralización comenzaban a cundir en las filas de los españoles. Comenzaban a comprender que Chile no era el país de riquezas maravillosas que se habían imaginado, que la conquista costaba demasiado caro y que sus provechos no correspondían a los sacrificios. La tenacidad de los indios para defender su independencia los tenía casi desesperados. Muchos de ellos no pensaban más que en abandonar el país; y los que no podían hacerlo, no se interesaban sino por lo que les tocaba de cerca, sin afanarse mucho por lo que pasaba lejos de sus hogares. A la sombra de tal estado de cosas, que enervaba los ánimos, nacían entre los mismos españoles disensiones y rivalidades altamente peligrosas.

Así, durante el verano de 1564, mientras el Gobernador estaba estrechamente sitiado en Concepción, y mientras los indios amenazaban la ciudad de Angol, se suscitó en las ciudades situadas más al sur una competencia de carácter más alarmante. El capitán Gabriel de Villagrán, que mandaba en la Imperial, se creyó también amenazado por la insurrección de los indios, y pidió auxilios a Valdivia que se hallaba en la más perfecta paz. En vez de darlos, el Cabildo de esta última ciudad, asumió una actitud parecida a una abierta rebelión; y temiendo que Villagrán fuera a tomarlos por fuerza, puso sobre las armas su guarnición, suspendió el paso de los ríos retirando las canoas y demás embarcaciones y expresó su negativa con provocadora altanería. El Gobernador, sin duda, con el propósito de evitar mayores escándalos, tuvo que disimular por entonces su encono para reprimir más tarde aquella conducta416.

En la misma ciudad de Concepción, donde permanecía el gobernador Villagrán reparando los daños causados por las hostilidades de los indios, se hicieron sentir síntomas que revelaban este estado de desmoralización. Martín Ruiz de Gamboa, uno de los capitanes más prestigiosos, y yerno de Rodrigo de Quiroga, que por su edad, sus servicios y su fortuna   —260→   gozaba de gran consideración en todo el reino, se preparaba a pasar a España como apoderado de los cabildos de algunas ciudades. En esas circunstancias comenzó a levantar una información de sus méritos para presentarla al Rey a fin de obtener los premios a que se creía merecedor. Aunque ésta era una práctica muy usada por los capitanes españoles en igualdad de circunstancias, el gobernador Pedro de Villagrán vio, sin duda, en este acto una tentativa para presentarse en la Corte con mejores títulos que él para obtener en propiedad el gobierno de Chile. Dando por razón que Ruiz de Gamboa había hecho certificar hechos falsos, mandó recoger aquella información; y como el interesado expusiera que la había remitido a Santiago, lanzó contra él una orden de prisión. Ruiz de Gamboa se asiló en la iglesia de San Francisco, y de allí huyó a Santiago en compañía de cuatro soldados parciales suyos. Su intento era embarcarse para el Perú y seguir viaje a España contra la voluntad del Gobernador. La autoridad y el prestigio de este alto mandatario quedarían así burlados.

A pesar de la resuelta entereza de Villagrán, este desacato estuvo a punto de consumarse. Pero el Gobernador estaba dispuesto a todo antes que consentir en que su autoridad fuera ajada de esa manera. Dejando el mando de las tropas de Concepción a cargo de su maestre de campo Alonso de Reinoso, se embarcó apresuradamente en un buque que había en el puerto, con veintidós soldados de confianza, y en dos días de navegación se puso en Valparaíso. Su primer cuidado fue hacer prender a Ruiz de Gamboa, dictando, al efecto, las más activas providencias para impedir que pudiera escaparse por ese puerto o por el de Coquimbo. Sus órdenes se cumplieron con tanta exactitud que el capitán desobediente estaba reducido a prisión al cabo de pocos días417. Villagrán había conseguido su objetivo, y había logrado robustecer la autoridad de su gobierno; pero como lo veremos en breve, sus enemigos maquinaban sigilosamente contra él, y preparaban su caída por medios más eficaces que una insurrección franca y desembozada.




ArribaAbajo6. Villagrán en Santiago: sus aprestos para continuar la guerra

El Gobernador quiso aprovechar su viaje a Santiago para entender en varios asuntos de la administración pública, y sobre todo en preparar los elementos y recursos para continuar la guerra en el verano próximo, halagado siempre con la esperanza de llevar a término la pacificación definitiva del país. El Cabildo de la capital lo recibió con las muestras de consideración y de respeto debidas a su rango. Pero por todas partes encontraba problemas y dificultades que casi inutilizaban por completo su acción. En las cajas reales halló pocos fondos para atender a los gastos más premiosos y, aun, los tesoreros no los pusieron a su disposición sino después de oponerle serias objeciones418. Villagrán, por otra parte, pudo convencerse de que la ciudad de Santiago no podía poner sobre las armas un contingente   —261→   mayor de tropas que los ciento cincuenta hombres que en los meses anteriores se habían reunido bajo las órdenes del capitán Juan Pérez de Zurita.

Su primer cuidado fue enviar por mar algunos socorros de víveres a Concepción. Esta ciudad, destruida en parte por el sitio que tuvo que sostener contra los indios durante los meses de febrero y marzo de ese año, se encontraba a consecuencia de la guerra desprovista de provisiones. Los vecinos no habían podido cosechar sus sembrados, que fueron destruidos por el enemigo, y pasaban entonces por días de escasez y de miseria. Una relación anónima que tenemos a la vista, refiere que en sus angustias hacían procesiones para obtener del cielo la protección que no les dispensaban los hombres; y que cuando llegaron los socorros que les enviaba Villagrán, meditaban el despoblar la ciudad en que corrían riesgo de perecer de hambre.

Quiso también Villagrán socorrer a Concepción con algunas tropas. Mandó, al efecto, que el capitán Pedro Hernández de Córdoba partiese por tierra con treinta soldados; pero las lluvias del invierno y el estado de inseguridad de los campos del otro lado del Maule, por causa de la insurrección de los indios, lo obligaron a detenerse a orillas de este río. Allí, sin embargo, esa pequeña columna pudo prestar un señalado servicio manteniendo la tranquilidad e impidiendo las correrías que comenzaban a hacer los indios revelados del otro lado del río.

Pero el cansancio producido por la guerra, el desaliento que se introducía en las filas mismas de los españoles, era el principal obstáculo que el gobernador Villagrán encontraba en sus afanes y trabajos. Los soldados que había reunido en los términos de la ciudad de Santiago, se desertaban sin cesar, era necesario perseguirlos y castigarlos, y a pesar de todo no se conseguía introducir la moralización en aquellas tropas. Se ha referido que los adversarios del Gobernador, deseando desprestigiarlo, demostrando la ineficacia de sus trabajos administrativos, estimulaban aquella escandalosa deserción de la soldadesca419.

Estas dificultades detuvieron a Villagrán en Santiago más de siete meses. En el principio había creído volver al sur en el mes de octubre cuando la primavera hubiera permitido las operaciones militares. Le fue, sin embargo, forzoso demorarse en la capital hasta enero de 1565420. El Gobernador adquirió la convicción de que con los elementos de que entonces se disponía en Chile, no era posible hacer otra cosa que sustentar las ciudades que había fundadas en el territorio; pero que para adelantar la conquista y consumar la pacificación era indispensable pedir socorros al Perú, y esperar los refuerzos que permitiesen contar con tropas más considerables. Las noticias que por entonces llegaban de Lima venían en apoyo de este plan y justificaban estas esperanzas.

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En efecto, en los primeros días de enero de 1565 se supo en Santiago que en aquella ciudad se hacían aprestos para socorrer a Chile, y que un nuevo mandatario los activaba con todo empeño. El Virrey, conde de Nieva, había sido misteriosamente asesinado en Lima; y la Real Audiencia, que asumió el mando supremo durante algunos meses, había gobernado con la flojedad e incertidumbre propias de la poca consistencia de sus poderes. Pero en septiembre de 1564 llegaba a Lima un alto funcionario que venía a dar vigor a la acción gubernativa. Era éste el licenciado Lope García de Castro, magistrado anciano, pero enérgico, miembro del supremo Consejo de Indias. El Rey le había conferido el título de presidente del Perú con el encargo de esclarecer la muerte del Virrey y de poner orden en la administración. En virtud de este encargo, resolvió, luego, enviar a Chile tropas de refuerzo para dejar terminada la pacificación de este país.

Villagrán, resuelto a salir a campaña ese verano, pensaba sólo en reducir a la obediencia a los indios de la región comprendida entre los ríos Biobío y Maule; y esperaba recibir esos auxilios para acometer de nuevo la guerra contra los pertinaces araucanos. Para que esos auxilios fuesen lo más considerables posible, determinó imponer a las ciudades una de esas contribuciones extraordinarias conocidas con el nombre de derramas, demostrando a los cabildos y a los vecinos la necesidad de hacer un esfuerzo supremo para consumar la obra de la conquista. El dinero recogido de esta manera debía ser enviado al Perú para invertirse en el enganche de tropas, y en la compra de armas, vestuarios y municiones. Un vecino respetable y caracterizado de Santiago, el capitán Juan Godínez421, fue encargado de ir al Perú a felicitar a nombre del cabildo de Santiago al nuevo mandatario que acababa de llegar a Lima, y a acelerar el envío de este socorro. Los documentos que han llegado hasta nosotros no son bastante explícitos sobre el resultado que dio la contribución extraordinaria impuesta a las ciudades en aquellas circunstancias422.




ArribaAbajo7. Sale a campaña y pacifica a los indios del otro lado del Maule

A mediados de enero de 1565 partía de Santiago el gobernador Pedro de Villagrán a la cabeza de ciento cincuenta soldados españoles y de ochocientos indios auxiliares, reunidos en los repartimientos vecinos a la capital. Creía dejar tranquila la ciudad y apaciguados a sus enemigos, con quienes parecía reconciliado. El capitán Martín Ruiz de Gamboa había   —263→   sido puesto en libertad, y ahora marchaba al lado del Gobernador al mando de una de las compañías de jinetes que partían para la guerra.

Hasta el Maule no encontró dificultades ni resistencias de ningún género; pero desde que hubo pasado este río, pudo convencerse de que toda la tierra estaba sobre las armas. Desde allí continuó avanzando con muchas precauciones, y haciendo reconocimientos por medio de sus batidores. Habiéndose adelantado él mismo con sesenta jinetes, reconoció que los indios se habían atrincherado en las orillas del río Perquilauquén, que habían abierto fosos profundos y construido fuertes palizadas, y entonces redobló sus precauciones, y movió sus tropas con gran cautela hasta colocarlas en una situación ventajosa a la vista del enemigo, y a tan corta distancia de las posiciones de éste que casi se oía lo que se hablaba, según la expresión de un documento contemporáneo. En las primeras escaramuzas, los españoles perdieron dos caballos sobre los cuales montaron dos indios enemigos que sabían manejarlos diestramente.

Villagrán no dudaba del resultado del combate; pero habría querido evitarlo, y con este propósito hizo al enemigo proposiciones de paz sin ningún fruto. «Otro día por la mañana, dice una relación que tenemos a la vista, el Gobernador mandó llamar a su escribano y un capitán y otros cuatro soldados, y dioles un requerimiento por escrito en un pliego de papel, firmado de su nombre, y mandó fuesen a notificárselo y requerírselo, en que decía que él no quería hacerles daño sino procurar su bien y conservación, y que fuesen cristianos y salvasen sus ánimas, y que a este efecto Su Majestad los enviaba». En consecuencia, les exigía que dejasen las armas y se retirasen a sus casas. Pero los indios, que debían saber por una dolorosa experiencia lo que importaban estas promesas, rechazaron resueltamente todas las proposiciones. «Visto el Gobernador que no aprovechaba nada, continúa la misma relación, mandó un sacerdote que iba por capellán del campo que fuese allá con una cruz y algunos soldados. Hasta entonces los indios habían estado quedos; y como llegó el clérigo y les comenzó a hablar, salieron algunos del fuerte, y se fueron tirándoles de flechazos, que les convino poner las piernas a los caballos y volverse al campo»423.

Fue necesario prepararse para el ataque de las posiciones de los indios. Villagrán mandó hacer doce mantas424 o parapetos portátiles para resguardar a sus infantes de las flechas de los indios; y dividiendo sus fuerzas convenientemente, emprendió el asalto con tanta seguridad como resolución. La audacia de los castellanos, el orden imperturbable con que movían sus tropas, impusieron de tal manera a los bárbaros, que después de una corta resistencia comenzaron a perder su confianza y a abandonar sus palizadas para entregarse a una precipitada fuga.

Después de esta victoria, creyó el Gobernador que los indios de aquella región depondrían las armas. Perdonó a los prisioneros y ofreció la paz a las tribus vecinas. Muchas de   —264→   ellas dieron muestras de aceptarla, manifestándose dóciles y sumisas; pero cuando hubo pasado más adelante de Chillán, los indios en cuerpos más o menos numerosos, le salían al encuentro, simulaban un ataque y fingían retirarse para atraerlo a lugares en que podían batirse con ventaja. En esos diversos encuentros, los españoles obtenían siempre la ventaja; pero esta lucha los obligaba a retardar su marcha y a perder su tiempo en esta campaña, haciéndoles sufrir las primeras lluvias del otoño, fuera de los lugares donde debían acuartelarse para pasar el invierno. Los contemporáneos cuentan que Villagrán se condujo humanamente con los indios que se sometían; pero la relación anónima que hemos citado, refiere también que a algunos de los prisioneros de guerra les hizo cortar un dedo de la mano y otro de los pies, o los dio como gente de servicio. Al fin, el 15 de abril llegaba a Concepción y podía comunicarse con las demás ciudades del sur y dictar desde allí las medidas administrativas425. El fruto de toda esta penosa campaña fue sólo la pacificación de los indios que poblaban el territorio comprendido entre los ríos Maule y Biobío. Pero no fue posible a Villagrán intentar por entonces empresa alguna al sur de este río, de tal suerte que los bárbaros que habitaban la región que había sido el centro de la insurrección, pasaron el año entero en tranquila posesión de sus tierras y de su independencia sin que nadie intentara inquietarlos.




ArribaAbajo8. Llega a Chile un refuerzo de tropas enviado del Perú; deposición del gobernador Pedro de Villagrán

Hallábase Villagrán ocupado en estos trabajos cuando recibió cartas del cabildo de Santiago en que le comunicaba el arribo a Coquimbo del refuerzo de tropas que venía del Perú. Pero esta noticia estaba acompañada de ciertos pormenores que hacían que la llegada de estos auxiliares, en vez de ser un suceso tranquilizador, despertara desconfianzas y recelos. Villagrán, lleno de inquietud, se puso inmediatamente en marcha para Santiago en compañía de doce soldados y de algunos de sus servidores.

El refuerzo que acababa de llegar a Coquimbo era compuesto de poco más de doscientos hombres. Creía, sin duda, el presidente del Perú que esa pequeña columna sería suficiente para someter a los indómitos araucanos, explicándose probablemente los contrastes sufridos en la guerra por las armas españolas no como un triunfo natural de los indios mediante su valor y la tenacidad de sus esfuerzos, sino como el fruto de la incapacidad de los capitanes castellanos. Es indudable que al llegar al Perú, el licenciado García de Castro oyó quejas de este género contra Pedro de Villagrán; y por eso al preparar el socorro para Chile, se hizo instrumento de los enemigos de este Gobernador.

En efecto, el presidente del Perú dio el mando de estas tropas al general Jerónimo Costilla, soldado antiguo de la conquista y de las guerras civiles, encomendero rico y principal de   —265→   la ciudad del Cuzco, y hombre de carácter reservado y enérgico426. Aunque no se conoce el tenor de sus instrucciones, puede inferirse que el Presidente le dio el encargo de conducirse con la mayor cautela, de quitar el mando a Pedro de Villagrán sin provocar resistencias, y de entregárselo a Rodrigo de Quiroga a quien presentaban sus parciales como un hombre dotado de las mejores prendas para el gobierno. Habiendo embarcado su gente en dos buques que estaban listos en el Callao, Costilla se hizo a la vela a principios de febrero de 1565, y tres meses después llegaba a La Serena. Desde allí comunicó su arribo al cabildo de Santiago y a Rodrigo de Quiroga, omitiendo meditadamente el dirigirse al Gobernador que ejercía el mando.

Esta conducta era lo que había alarmado a Villagrán. Creíase éste en la posesión más perfecta y regular de ese cargo. Su título emanado del testamento de su predecesor, había sido expresamente confirmado por decisión del virrey del Perú, conde de Nieva. En esta seguridad, no vaciló en dirigirse a Costilla para impartirle sus órdenes. Mandábale que sin tocar en Santiago, transportase a Concepción las tropas que traía de refuerzo, porque era allí donde se necesitaban para abrir la campaña contra los araucanos. Esta resolución estaba apoyada en razones de economía y de disciplina que no podían ocultarse a nadie.

Sin embargo, pocos días después Costilla desembarcaba en Valparaíso y se ponía en marcha para Santiago sin querer descubrir sus intenciones. Los parciales de Rodrigo de Quiroga no disimulaban su contento. El yerno de éste, el capitán Martín Ruiz de Gamboa, salió disimuladamente de la ciudad y fue a reunirse a Costilla. Pero esta situación no podía dejar de infundir serias alarmas. Villagrán estaba lleno de inquietudes, y el Cabildo mismo veía en todo esto el principio de una verdadera conmoción en que peligraba el orden público. Deseando evitar males de tanta consideración, comisionó a uno de los alcaldes y a dos regidores para que fuesen a conferenciar con Costilla, que se hallaba en un pueblo de indios llamado Poangue, a diez leguas de la capital; pero esos emisarios sólo obtuvieron contestaciones vagas que no hicieron más que aumentar el sobresalto y la desconfianza. Costilla, entretanto, seguía avanzando sobre Santiago, hasta llegar a tres leguas al poniente de la ciudad, y situarse allí a orillas del Mapocho en la tarde del 17 de junio.

En esa misma noche, Rodrigo de Quiroga reunía en su casa a cincuenta de sus amigos, les manifestaba que él era el Gobernador efectivo y les pedía que le acompañasen hasta que Jerónimo Costilla hiciese su entrada en la ciudad. Villagrán quiso disolver esa reunión; pero el capitán Juan Álvarez de Luna, a quien envió a comunicar esta orden, fue retenido prisionero en casa de Quiroga. Creyó entonces Villagrán que debía acudir en persona a hacerse obedecer; pero la gente reunida allí, acaudillada por los capitanes Campofrío y Carvajal y Lorenzo Bernal de Mercado, desconocieron su autoridad y se mostraron en abierta rebelión, disparando algunos arcabuces y declarando que no conocían otro jefe que Quiroga. La noche entera se pasó en estos altercados; y desde antes de amanecer Villagrán debió creerse perdido, vista la defección de muchos de los suyos y la imposibilidad en que se hallaba de oponer una resistencia eficaz.

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A esas horas entraba a la ciudad Jerónimo Costilla a la cabeza de su columna y con todo el aparato militar necesario para evitar cualquier conato de desobediencia a sus órdenes. Villagrán, que creía aún poder conjurar la tormenta, salió al encuentro de aquel jefe para informarse de sus determinaciones; pero después de una corta explicación, comprendió que no tenía nada que esperar y se retiró a su casa. En la misma mañana del lunes 18 de junio, Costilla convocaba el Cabildo, y con el apoyo de sus soldados, y a pesar de las protestas de algunos de los capitulares, hacía reconocer a Rodrigo de Quiroga en el carácter de gobernador del reino de Chile. Los amigos de Villagrán, que en los acuerdos capitulares de los días anteriores habían apoyado su gobierno, consignaron el elogio de la conducta que habían observado los dos años que ejerció el mando superior427.

Pero esto mismo demostraba que Villagrán tenía simpatías en el país, y que su permanencia en él podía ser un peligro para la estabilidad del gobierno de su sucesor. Costilla dio la orden de prenderlo y de conducirlo a Valparaíso para que quedase prisionero en uno de los buques que tenía bajo sus órdenes. Cuando al cabo de cerca de dos meses, vio que el poder de Quiroga estaba sólidamente asentado, él mismo se trasladó a ese puerto, y se hizo a la vela para el Perú, llevando consigo al Gobernador depuesto. Jerónimo Costilla había desempeñado con el mayor esmero y con la más completa facilidad una comisión odiosa que importaba una injusticia cruel y una deslealtad vituperable. Pedro de Villagrán no era por ningún concepto merecedor de un tratamiento de esa naturaleza428.

Al llegar a Lima, acudió ante la Real Audiencia a querellarse de la injusta e inmerecida vejación a que se le había sometido. Villagrán podía probar que había asumido el gobierno de Chile en virtud de la disposición testamentaria de su predecesor, legalmente autorizado para hacer esta designación; podía probar también que sus poderes de gobernador interino habían sido confirmados por el virrey del Perú; podía demostrar por fin que durante los dos años de su administración había sostenido sin desventajas la guerra contra los indios, a pesar de no haber recibido auxilios ni socorros, y que había conservado la tranquilidad interior en todo el país sin emplear esas violencias y esas transgresiones de toda ley que casi constituían la vida normal de las colonias españolas. Sin embargo, Pedro de Villagrán no   —267→   halló la justicia que reclamaba. Se desconocen las tramitaciones por que pasó su querella, pero se sabe que la audiencia de Lima no dio nunca una resolución definitiva. Por lo demás, se ignora absolutamente cuál fue la suerte posterior de este capitán. Ni los documentos ni las crónicas vuelven a nombrarlo una sola vez. Probablemente Villagrán se estableció en el Cuzco, donde estaba la encomienda de su esposa, y allí debió acabar su vida alejado de los negocios militares y administrativos. Pero éstas son simples conjeturas que no pueden apoyarse en ninguna autoridad ni en ninguna prueba.

Por lo demás, las crónicas y los documentos contemporáneos, contraídos exclusivamente a los asuntos de la guerra, casi no contienen noticias de otro orden, y de ordinario no nos permiten apreciar con certidumbre la fisonomía moral de esos tiempos ni el carácter individual de los hombres que en ellos figuraron. Uno de esos cronistas, que conoció de cerca a Pedro de Villagrán, y que peleó bajo sus órdenes, nos ha legado, sin embargo, un imperfecto retrato de su persona. «Cuando gobernó el reino de Chile, dice Góngora Marmolejo, Villagrán tenía de edad cincuenta años, bien dispuesto, de buen rostro, cariaguileño, alegre de corazón, amigo de hablar, aficionado a mujeres, por cuya causa fue malquisto. Fue amigo de guardar su hacienda, y de la del Rey daba nada; aunque después de un año que fue Gobernador, viendo que lo murmuraban generalmente, comenzó a gastar de la hacienda del Rey dando algunos entretenimientos a sus soldados. Tuvo el tiempo que gobernó buenos y malos sucesos en las cosas de guerra y de gobierno»429. La historia está obligada a recoger estos escasos rasgos, a falta de más completas noticias.




ArribaAbajo9. Erección del obispado de Santiago

El corto gobierno de Pedro de Villagrán fue señalado por un hecho que merece recordarse: la erección del primer obispado en el reino de Chile. En la vida de la colonia, este suceso debió ser motivo de una gran satisfacción; y, sin embargo, los cronistas contemporáneos no han dejado acerca de él noticias de ninguna clase.

Se recordará que desde los primeros días de la conquista, Pedro de Valdivia había solicitado que se erigiese un obispado en Santiago y que había recomendado para este cargo al bachiller Rodrigo González Marmolejo, que desempeñaba las funciones de cura vicario. El Rey había aprobado esta proposición, y había hecho al Papa las peticiones de estilo. Mientras tanto, por cédula de 29 de enero de 1557 encargó a González Marmolejo el gobierno temporal de la diócesis hasta que se obtuvieran las bulas pontificias.

Valdivia y después el cabildo de Santiago habían repetido sus peticiones al Rey; pero este negocio no podía marchar con la rapidez que se exigía. Las relaciones entre el Papa y el rey de España distaban mucho por entonces de ser cordiales. Aun, hubo un tiempo en que esas relaciones estuvieron cortadas, y en que, después de una estrepitosa declaración de guerra, los ejércitos de Felipe II marcharon sobre Roma, cuyo soberano, Paulo IV, pretendía libertar a Italia de la dominación española. Vencidas estas dificultades y restablecida la paz, el papa Pío IV erigió en 18 de mayo de 1561 la diócesis de Santiago de la Nueva Extremadura,   —268→   como sufragánea del arzobispado de Lima, y nombró su primer Obispo al presbítero González Marmolejo. Al prestar su sanción definitiva, el Rey, por una cédula de 10 de febrero de 1562, mandó a los gobernantes de Chile que pusieran al nombrado en posesión de su cargo y de la iglesia catedral, y que le guardasen los honores y prerrogativas correspondientes a su dignidad.

Cuando llegaron a Chile la bula del Papa y la cédula del Rey, Francisco de Villagrán acababa de morir; y su primo hermano, que había sido reconocido por su sucesor, se hallaba en Concepción. La iglesia catedral, cuya primera piedra había colocado a fines de 1560 don García Hurtado de Mendoza, estaba todavía inconclusa o, más bien, sólo constaba de una capilla. El presbítero González Marmolejo, viejo y achacoso, se hallaba postrado en cama por los dolores de gota, y no había recibido la consagración episcopal ni había quien pudiera dársela en Chile. Todo esto, sin embargo, no impidió el que se llevase a cabo la ceremonia de la institución del obispado. El 18 de julio de 1563, el cabildo de Santiago se reunía en la capilla de la iglesia mayor. El licenciado Juan de Herrera, en su carácter de teniente gobernador, daba solemnemente posesión de la iglesia al presbítero Francisco Jiménez, en representación del obispo González Marmolejo, y se levantaba el acta oficial que reconocía la erección de la diócesis de Santiago de Chile. El año siguiente, cuando Villagrán visitó la capital, echó sobre sus vecinos una nueva derrama para concluir la construcción del templo.

El nuevo obispo de Santiago, que residía en Chile desde los primeros días de la conquista, que había acompañado a Valdivia en la fundación de la ciudad y que había sido su primer párroco, sólo gobernó la diócesis poco más de un año. Falleció en los últimos meses de 1564, a la edad de setenta y cuatro años430. Si este corto período de tiempo y los achaques de la vejez no le permitieron señalar su gobierno de la diócesis por ningún acto importante y trascendental, su nombre ocupa un lugar en nuestra historia por haber compartido los peligros, las fatigas y los sufrimientos de veinticuatro años de guerra, de angustias y de miseria.





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ArribaAbajoCapítulo III

Gobierno interino de Rodrigo de Quiroga (1565-1567)


1. Rodrigo de Quiroga toma el gobierno del reino y se prepara para concluir la guerra. 2. Su primera campaña contra los araucanos; el ejército español reforzado y bien provisto, derrota a los indios y llega a Arauco. 3. Repoblación de Cañete y de Arauco; triunfos alcanzados por Quiroga sobre los indios. 4. El general Ruiz de Gamboa explora y conquista la isla de Chiloé y funda la ciudad de Castro. 5. El Rey instituye una real audiencia para Chile, a la cual confía el gobierno político y militar. 6. Arribo de la Real Audiencia; se recibe del mando.



ArribaAbajo1. Rodrigo de Quiroga toma el gobierno del reino y se prepara para concluir la guerra

El general Rodrigo de Quiroga, que acababa de tomar en sus manos el gobierno, era indudablemente uno de los hombres más prestigiosos y considerados del reino. Después de haber servido en la conquista del Perú, se había enrolado en la columna de Pedro de Valdivia, y desde 1540 había desempeñado en Chile cargos civiles y militares en que demostró siempre dotes de seriedad de carácter y de rectitud de propósitos que lo elevaban sobre el nivel del mayor número de sus compañeros de armas, y que en otras ocasiones lo habían hecho merecer el puesto de gobernador interino431. Al prestigio de estos antecedentes, añadía el que le daba la posesión de una de las fortunas más considerables de la colonia. En 1560 hacía levantar en Santiago una información de sus méritos y servicios para que el Rey le permitiese legar a una hija natural los repartimientos de indios que poseía en Chile. El gobernador don García Hurtado de Mendoza, muy poco dispuesto siempre a elogiar a sus subalternos, no vacilaba en informar a Felipe II en los términos siguientes: «Oso certificar a Vuestra Majestad que el dicho Rodrigo de Quiroga sirvió muy bien y lealmente, y gastó mucha parte de su hacienda, y ahora está sirviendo en el cargo de la administración de justicia en mi lugar, y no parece haber deservido a Vuestra Majestad en cosa alguna. Es uno de los caballeros principales de esta tierra, y   —270→   persona en quien cabrá cualquiera merced que Vuestra Majestad fuere servido de hacerle»432. No es extraño que el hombre que había merecido este elogio de un personaje tan caracterizado como Hurtado de Mendoza, gozase de consideración ante los gobernantes del Perú y ante el rey de España.

La primera atención de Rodrigo de Quiroga, así que se hubo recibido del mando, fue fortificar su poder. La violenta e injustificada deposición de Pedro de Villagrán, había dejado inquietos los ánimos. Los amigos de éste formulaban protestas y recogían documentos para hacerlos valer ante la real audiencia de Lima. El nuevo Gobernador procedió con mano firme contra ellos. Apresó a algunos, y entre éstos a uno de los alcaldes del Cabildo, amenazó a otros, y consiguió imponer silencio y robustecer su autoridad433. Desde entonces, Quiroga pudo contraer todos sus afanes a los asuntos de la guerra.

Lisonjeábase con la esperanza de terminar en pocos meses más la pacificación definitiva del reino. Creía confiadamente que con el refuerzo de doscientos hombres que había traído del Perú Jerónimo Costilla, y con las tropas que existían en el país, podía formar un ejército de más de quinientos soldados con que dar cima a esta empresa. Quiroga, como el mayor número de sus contemporáneos, apreciaba tan equivocadamente los sucesos en que había sido testigo y actor, que estaba persuadido de que don García Hurtado de Mendoza, que había derrotado a los indios en algunas batallas, los había sometido y pacificado en todo el territorio; pero que la indolencia y la incapacidad de sus sucesores habían producido el nuevo levantamiento, o no habían sabido contenerlo. Sin comprender el carácter indomable de los araucanos ni las ventajas que tenían para oponer una resistencia tenaz a fuerzas mucho más numerosas que las que podían emplear los españoles, el Gobernador creía que bastaría un esfuerzo más o menos enérgico para llegar a un resultado decisivo y completo. Queriendo estar listo para abrir la campaña en el verano siguiente, dispuso con toda actividad la compra de caballos, mandó hacer monturas, celadas, vestuarios y todo cuanto necesitaba para el equipo de sus tropas. Quiroga gastaba en estos aprestos los dineros del real tesoro434, los donativos en oro o en especies que hacían los vecinos a cuenta de los impuestos que estaban obligados a pagar, y contribuía también, por su parte, en medida de su fortuna particular, que, como queda dicho, era una de las más cuantiosas de la colonia. En noviembre de 1565 sus aprestos estuvieron terminados.



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ArribaAbajo2. Su primera campaña contra los araucanos; el ejército español reforzado y bien provisto, derrota a los indios y llega a Arauco

El alma de estos preparativos era el capitán Lorenzo Bernal de Mercado, que en las últimas campañas había desplegado junto con una incontrastable energía, un gran talento militar. Quiroga le dio el cargo de maestre de campo, equivalente al de jefe de estado mayor de nuestros ejércitos. Martín Ruiz de Gamboa, el yerno del Gobernador, había sido nombrado teniente general, y en este carácter había partido por mar a Valdivia para reunir los contingentes de tropas con que las ciudades del sur debían concurrir a la próxima campaña. Según el plan acordado en Santiago, en los últimos días de diciembre se encontrarían reunidas al sur del Biobío todas las tropas de que se podía disponer.

La ciudad de Valdivia acababa de pasar por días de turbulencia y de agitación. Hemos contado que en tiempo atrás se había negado a prestar los socorros que se le pedían de la Imperial, y que se había puesto sobre las armas con aires de rebelión. A mediados de 1565 se hallaba allí el capitán Pedro Fernández de Córdoba, encargado por el gobernador Villagrán de castigar esos desórdenes y, en efecto, tenía presos a algunos miembros del Cabildo y a varios vecinos. En esas circunstancias, llegó a Valdivia la noticia de la deposición de Villagrán; y ella produjo un escandaloso levantamiento que deja ver cuán poco consistente era la tranquilidad pública en aquellas agrupaciones de turbulentos soldados. Fernández de Córdoba fue sometido a prisión y, aunque pudo escaparse, se vio obligado a asilarse en una iglesia, donde al fin habría perecido de hambre, tanta era la tenacidad con que la gente del pueblo puso sitio formal y aparatoso a aquel asilo, ya que las ideas y costumbres del tiempo no permitían allanarlo militarmente. Después de dos días de gran alboroto se arribó a una capitulación; Fernández de Córdoba abandonaba el mando de la ciudad para retirarse a Villarrica, donde tenía su residencia habitual435.

Estos tumultuosos desórdenes habrían debido hacer esperar un recibimiento hostil al capitán Ruiz de Gamboa en las ciudades del sur. No sucedió así, sin embargo. Llegó a Valdivia muy pocos días después de restablecida la tranquilidad; y sea porque la oposición fuese dirigida personalmente contra Villagrán o porque temieran los castigos que podía acarrearles una nueva resistencia, los vecinos de la ciudad lo recibieron favorablemente y se mostraron dispuestos a auxiliarlo en la medida de sus recursos. Pero aquellos pueblos que sólo contaban con una escasísima población, no podían contribuir con un contingente muy considerable. Así fue que después de cuatro meses de afanes y diligencias, Ruiz de Gamboa había reunido sólo ciento diez hombres provistos de armas y de caballos. A su cabeza se puso en marcha en los primeros días de diciembre para reunirse en las inmediaciones de Angol con el ejército de Quiroga. Los indios de Purén, que intentaron oponerse a su paso, fueron puestos, sin grandes dificultades, en desordenada dispersión.

El Gobernador, entretanto, había entrado también en campaña. A mediados de noviembre tenía sobre las armas trescientos soldados españoles y ochocientos indios auxiliares, y poseía bastante armamento y municiones. Despachó por mar los cañones y los bagajes de   —272→   difícil transporte para desembarcarlos en Concepción, y no descuidó ninguna medida que pudiera facilitar la marcha de la expedición. Por fin, Quiroga, resuelto y animoso a pesar de sus años, se puso al frente de sus tropas y partió para el sur.

Un mes más tarde se hallaba a las orillas del Biobío después de haber reunido las tropas y el armamento que tenía en Concepción. Los españoles construyeron balsas para pasar ese río, y el 15 de diciembre se encontraban en la ribera opuesta, en el sitio en que sus aguas se han engrosado con las del Nivequetén o Laja. Allí se reunieron a Quiroga las tropas que había traído del sur el teniente general Ruiz de Gamboa, y pasaron algunos días en fiestas y revistas militares. La hueste de Quiroga constaba de cerca de quinientos hombres, fuera de los indios auxiliares.

El Gobernador llegó a persuadirse de que la vista de esas tropas infundiría pavor a los araucanos, y los induciría a aceptar la paz; pero no tardó en convencerse de que no tenía nada que esperar. «Híceles muchos requerimientos, dice él mismo dando cuenta al Rey de estos sucesos; envielos a llamar de parte de Su Majestad que viniesen al verdadero conocimiento y a dar la obediencia y subjeción que tenían dada a vuestra real corona, y que viniendo sin armas, les perdonaría las muertes, robos, sacrilegios y delitos cometidos por ellos, que han sido muchos. Pusiéronse más soberbios que nunca»436. Fue, pues, necesario disponerse para recomenzar la guerra.

Para llegar al territorio denominado propiamente Arauco, donde se había levantado la fortaleza de este nombre, y en cuyas cercanías existieron Cañete y Tucapel, centro principal de la resistencia de los bárbaros, Quiroga tenía que atravesar la región o lebu de Catirai, formada por las faldas orientales de la cordillera de la Costa, y enseguida transmontar esas montañas. En Catirai, en el sitio mismo en que en 1563 había sido derrotado y muerto el hijo del gobernador Francisco de Villagrán, los indios mantenían un fuerte de palizadas, y habían allegado mucha gente. Algunos de los capitanes españoles querían empeñar resueltamente el asalto de esas posiciones, pero el maestre de campo Bernal de Mercado hizo oír los consejos de la prudencia, y dispuso sólo reconocimientos y escaramuzas que le permitieron utilizar el fuego de sus cañones y de sus arcabuces. El resultado de esta táctica no se hizo esperar. Los indios, batidos en las diversas salidas que acometieron, abandonaron cautelosamente una noche sus posiciones y se replegaron al corazón de la montaña. El día siguiente, cuando los españoles se acercaron a las palizadas enemigas, las encontraron desiertas, y no pudieron disimularse la rabia y la vergüenza de haber sido burlados por aquellos bárbaros. Los araucanos, en efecto, habían evitado un combate que habría debido serles funesto en su retirada, y fuera de sus atrincheramientos.

En estas primeras operaciones, los castellanos perdieron muchos días de los más favorables del verano. Queriendo atravesar la cordillera de la Costa, para llegar a Arauco en estación propicia, emprendieron la marcha por las montañas de Talcamávida437. Cuando se hubieron internado en aquellas serranías, se encontraron atacados el 28 de enero de 1566 por   —273→   un ejército formidable de indios, convenientemente colocados para disputarles el paso. Los astutos e incansables araucanos habían construido con gran actividad trincheras de maderos y piedras, habían allegado toda la gente que obedecía a los caudillos Llanganaval, señor del valle de Arauco, Loble y Millalelmo, habían colocado emboscadas en las inmediaciones, y distribuido el grueso de sus fuerzas aprovechando todos los accidentes del terreno. Al tiempo que Quiroga y el maestre de campo Bernal de Mercado empeñaban el combate contra el centro de las fuerzas enemigas, los destacamentos de indios que estaban emboscados, atacaron resueltamente la retaguardia española, que mandaba Ruiz de Gamboa, y por un momento la pusieron en el más serio peligro, hasta que fue socorrida por algunos arcabuceros. Los indios, muchos de los cuales usaban celadas, lanzas y espadas quitadas a los españoles en los anteriores combates, desplegaron en la pelea su valor habitual; pero al fin fueron arrollados por el empuje irresistible de los caballos, y por el estrago que en sus filas hacían las armas de fuego. La persecución de los fugitivos por entre las quebradas y los cerros, no pudo ser tan eficaz como la hubieran querido los vencedores. Sin embargo, el suelo quedó sembrado de cadáveres, y el camino de Arauco libre y expedito438.




ArribaAbajo3. Repoblación de Cañete y de Arauco, triunfos alcanzados por Quiroga sobre los indios

Después de esta victoria, el Gobernador pudo concebir mayores esperanzas de acercarse a la pacificación definitiva de aquel territorio. Los indios de las inmediaciones de Arauco, cuyos sembrados habían sido destruidos inexorablemente por los españoles, huían al interior, o fingiendo, según su costumbre, una sumisión que no habían de respetar, aparentaban aceptar la paz y resignarse a los trabajos que les imponían sus opresores. Resuelto a establecer de firme su dominación en esos lugares, Quiroga llevaba el propósito de repoblar la ciudad de Cañete; pero queriendo colocarla en un sitio que estuviese menos expuesto a los ataques de los indios, eligió para el caso un campo pintoresco sobre la embocadura del río Lebu, y desde los primeros días de febrero comenzó a hacer construir cuarteles y habitaciones. La nueva ciudad de Cañete, situada cerca del océano y sobre las riberas de un río navegable, podía ser socorrida fácilmente por mar en caso de ser atacada por los bárbaros. Con gran actividad construyeron los españoles un fuerte espacioso a orillas del río para recogerse allí en caso de peligro.

Si los castellanos se hubieran decidido a reconcentrar allí sus fuerzas a fin de emprender la pacificación gradual de los territorios vecinos, se habrían visto en una situación favorable para imponer respeto a los indios; pero Quiroga obedecía al mismo error en que habían incurrido sus antecesores; y sin calcular la exigüedad de sus tropas y la incontrastable porfía de los araucanos, quería aumentar los establecimientos españoles, creyendo llegar más pronto   —274→   a la pacificación definitiva de todo el territorio. Apenas instalado en Cañete, despachó un destacamento a repoblar el fuerte de Arauco, y él mismo partió para ese lugar con el propósito de activar los trabajos antes de que entrase el invierno.

Mientras tanto, si los indios que poblaban las cercanías de la costa fingían aceptar la paz que les imponían los conquistadores, los que habitaban las montañas vecinas se mantenían sobre las armas y amenazaban a los pequeños destacamentos españoles que se atrevían a acercarse a esos lugares. En las faldas orientales de esas montañas, los guerreros araucanos se reunían en número considerable. Esas juntas de enemigos comenzaron a tomar un carácter alarmante, y constituían un serio peligro. Los jefes españoles no quisieron quedar impasibles ante esta constante amenaza. A fines de marzo de 1566, el maestre de campo Bernal de Mercado salió de Cañete con ciento cincuenta soldados españoles, penetró resueltamente en la montaña y llegó hasta Purén. Los indios, amenazados por esta expedición, corrieron a refugiarse en las vegas o ciénagas de Lumaco, que se extienden un poco al sur, donde esperaban verse libres de los ataques de la caballería. Era aquél un asilo que creían inexpugnable, donde podían defenderse sin gran trabajo, y de donde salían frecuentemente a hacer sus correrías. «Era entonces, dice un antiguo cronista, como una cueva de ladrones, de donde salían a hacer asaltos a los comerciantes, y a veces dar rebato a la ciudad de la Imperial, obligándola a estar siempre en armas; y aún a la ciudad de los Infantes (Angol) no causaron poca inquietud con algunos acometimientos que hacían»439.

Sin embargo, los calores del verano habían secado bastante el suelo; y los españoles pudieron hacer la guerra en aquellas vegas con tanta actividad como fortuna. Batieron a los indios en una sangrienta batalla, y emprendieron su persecución sin darse un momento de descanso. Las chozas de los indios eran destruidas irrevocablemente; los hombres, las mujeres y los niños que salvaron de la matanza y que no consiguieron fugarse a lo lejos, fueron tomados cautivos. Bernal de Mercado, desplegando las dotes de carácter y de inteligencia militar que lo hicieron tan famoso en aquellas campañas, hizo a los indios durante toda la primera mitad de abril, una guerra inexorable, destruyendo sus sembrados y reduciéndolos a la miseria a entradas de un invierno en que debían sufrir todos los rigores del hambre. Pero el invierno mismo vino a suspender la persecución. Muchos de los soldados de la columna de Bernal de Mercado formaban parte del contingente con que Santiago había contribuido para esta campaña, y éstos querían volverse a sus casas antes que las lluvias hicieran intransitables los caminos. Los españoles pensaban entonces que podían dar por terminadas las operaciones militares de ese año. El Gobernador llegó a creer asentada la tranquilidad a lo menos por algún tiempo. Habiendo recibido en esa ocasión un cargamento de trigo enviado por mar de Valdivia para hacer los sembrados en los alrededores de Cañete, mandó embarcar la mayor parte de su artillería para utilizarla en aquella plaza.

Pero la tenacidad inquebrantable de los araucanos debía burlar estas esperanzas y estas previsiones. La derrota y las persecuciones que sufrieron en las vegas de Lumaco, los habían desconcertado sólo por un momento. Pocos días más tarde estaban de nuevo sobre las armas en las serranías vecinas a Tucapel, hostilizaban a los españoles y, aun, dieron muerte a muchos indios auxiliares que sorprendieron desprevenidos. En los alrededores de Angol,   —275→   volvían también a hacerse sentir las correrías de los indios de guerra. El Gobernador se vio en la necesidad de salir nuevamente a campaña con una buena parte de sus tropas, mientras el maestre de campo con otro destacamento se dirigía a Angol a apremiar a los indios y a hacerlos desistir de sus propósitos de guerra tenaz e incesante.

Cañete quedó por esto mismo mal defendido. Su guarnición era compuesta de poca tropa y, aun, ésta era en su mayor parte bisoña y poco experimentada en la guerra. La plaza, privada hacía poco de su artillería, no tenía más que dos cañones. Los indios, perfectamente impuestos por sus espías de este estado de desamparo, se reunieron en número considerable bajo las órdenes de sus caudillos Loble y Millalelmo, y prepararon un asalto de que esperaban un triunfo seguro.

Mandaba en Cañete el capitán Agustín de Ahumada, hombre activo y enérgico440. Al saber por los indios auxiliares que el enemigo avanzaba sobre la plaza, encerró su gente, sus ganados y sus caballos en el fuerte que tenía a orillas del río, y se dispuso a defenderse allí hasta que recibiera socorros para tomar la ofensiva. Los fuegos de artillería y de arcabuz de los escasos defensores de la plaza produjeron una gran perturbación entre los bárbaros, que creían a los españoles desprovistos de esas armas; pero cuando vieron que la toma de la fortaleza de Cañete era una empresa más ardua de lo que habían pensado, pusieron fuego a las pocas casas o galpones que habían alcanzado a construirse en el pueblo y se situaron ventajosamente para bloquear el fuerte y rendir por hambre a sus defensores.

Quiroga, entretanto, ignorante del peligro que corría Cañete, continuaba persiguiendo a los indios en las inmediaciones de la plaza de Arauco. Diez de sus soldados que volvían a reunirse a sus compañeros, encontraron el fuerte sitiado, y estuvieron a punto de dar la vuelta sin prestarle socorro. Pero deponiendo todo miedo, largaron sus caballos a galope, y corrieron a la plaza gritando a toda voz: «¡Arma, cristianos, que aquí viene el maestre de campo!». Era tal el terror que Bernal de Mercado había sabido inspirar a los indios, que al oírlo nombrar por el título militar con que lo conocían, dieron la voz de alarma, y temiendo verse atacados en poco tiempo más por fuerzas más considerables, comenzaron a dispersarse apresuradamente. Algunos de ellos, que se encontraron con las tropas del Gobernador, fueron lanceados sin compasión. El mal resultado de todas las operaciones que intentaron en ese verano, la pérdida de sus cosechas y la implacable persecución de que fueron víctimas, acabaron por hacerlos desistir por entonces de todo proyecto de recomenzar la guerra. Pero esta actitud, resultado del cansancio y de la impotencia, no era más que una tregua. Los indios regresaban a sus guaridas determinados a volver a tomar las armas en la primera ocasión favorable que se presentase441.



  —276→  

ArribaAbajo4. El general Ruiz de Gamboa explora y conquista la isla de Chiloé y funda la ciudad de Castro

Los triunfos alcanzados sobre los araucanos en aquella campaña, habían producido en el ánimo de Quiroga una ilusión análoga a la que sufrieron sus predecesores. Como ellos, no pensaba más que en dilatar sus conquistas con nuevos territorios. En 1 de marzo de 1566, cuando la guerra debía ocupar toda su atención, escribía al Rey estas palabras: «Quedando con algún asiento y segura esta provincia, iré luego a poblar las provincias de Chiloé, y a descubrir y tener relación de otras de que hay gran noticia, conforme a las instrucciones de Vuestra Majestad». Obedeciendo a este propósito, mandó que por cuenta del Rey se construyera en Valdivia una fragata, con orden terminante de que estuviera lista para la pascua de Navidad de ese año. Con el mismo objetivo, envió de Cañete, como ya hemos contado, la mayor parte de la artillería. Sus aprestos para esa lejana expedición, se hacían, sin embargo, con cierta cautela para no alarmar a los colonos, que sabían perfectamente que aquellas conquistas habían de imponerles nuevos sacrificios, al mismo tiempo que iban a debilitar el poder de los españoles obligándolos a atender la seguridad de su dominación en una mayor extensión de territorio.

El Rey había recomendado en los años anteriores a los gobernantes de Chile que adelantasen los descubrimientos y las poblaciones en la región del sur para dominar el estrecho de Magallanes. En 13 de julio de 1563 había dictado una real cédula de ciento cuarenta y nueve artículos en que reglamentaba prolijamente cómo debían hacerse en sus dominios de América las nuevas conquistas y las nuevas poblaciones; pero mandaba que sólo con permiso real pudiesen emprenderse expediciones de esa clase, quitando a los virreyes, a las audiencias y a los gobernadores la facultad de concederlo442. Quiroga que, sin duda, tenía conocimiento de estas ordenanzas, se creía, sin embargo, autorizado para llevar a cabo la proyectada conquista de Chiloé y, a fines de 1566, hacía activamente todos los preparativos que reclamaba esta empresa.

Cuando se tuvo en Santiago noticia de estos aprestos, el vecindario y el Cabildo manifestaron abiertamente su desaprobación. La nueva campaña, se decía, va a imponer gastos considerables que deben recaer sobre los colonos, y forzosamente tiene que debilitar el poder del ejército español distrayendo una parte considerable de él en una conquista lejana. El licenciado Hernando Bravo de Villalobos, que desempeñaba en la capital el cargo de teniente de gobernador, se apresuró a comunicar a Quiroga este estado de los ánimos. Hallábase éste entonces en la ciudad de Cañete. En vez de sostener su proyecto, Quiroga contestó prontamente que la anunciada expedición a Chiloé no se llevaría a efecto; que los preparativos de que se hablaba no tenían más objetivo que entretener a la gente de guerra con la esperanza de una nueva conquista, en que podían ser premiados algunos soldados, y que el general Ruiz de Gamboa, de quien se decía que iba a mandar esa expedición, había   —277→   partido para Valdivia con sólo dos o tres amigos para aparentar únicamente que se pensaba en tal empresa. Por lo demás, el Gobernador no vacilaba en calificarla de perjudicial.

El cabildo de Santiago que, sin duda, tenía informes seguros, no dio crédito a tales protestas. Convocado a sesión el 24 de enero de 1567, uno de los regidores, Antonio Tarabajano, soldado viejo de la conquista, y espíritu resuelto y turbulento443, alzó la voz contra la anunciada expedición, señaló los peligros que ella envolvía por sus gastos y por la disminución que debía producir en la fuerza militar del reino, y pidió que se enviase una diputación cerca del gobernador a representarle estos inconvenientes. No pudiendo desempeñar esta comisión el mismo Tarabajano por su avanzada edad, el Cabildo la confió a Gabriel de Cifuentes, vecino de Concepción que en esos mismos días volvía al sur. El Cabildo creía así defender los verdaderos intereses de la colonia, y debió persuadirse de que su enérgica actitud evitaría una expedición de que sólo se esperaban desastrosos resultados444.

Pero Quiroga, a pesar de las declaraciones tranquilizadoras de su carta, se había apresurado tanto en ejecutar sus planes, que cuando llegó a Concepción el representante del cabildo de Santiago, la expedición a Chiloé estaba consumada. En efecto, a fines de diciembre de 1566, había partido para Valdivia el general Ruiz de Gamboa. No llevaba consigo más que dos o tres compañeros, pero tenía el encargo de organizar una división en las ciudades del sur, y de llevar a cabo aquella conquista. En Valdivia estaba lista la fragata que había mandado construir el Gobernador. En ella embarcó las provisiones, las armas y toda aquella parte de la carga que era difícil transportar por tierra; y la hizo zarpar para el sur. En esa ciudad y en Osorno reunió ciento diez hombres de a pie y de a caballo, y a su cabeza emprendió la marcha por en medio de las grandiosas selvas que diez años antes había recorrido por primera vez don García Hurtado de Mendoza. La marcha se hacía en la estación más favorable del año, en el mes de enero, cuando los soles del verano daban calor y luz a aquellos bosques. Los expedicionarios llegaron a las orillas del canal de Chacao; pero allí se les ofrecía una dificultad al parecer insuperable para atravesar ese canal y llegar a la isla grande que tenían en frente.

Esta dificultad no podía, sin embargo, dificultar largo tiempo a hombres del temple de los que componían la columna expedicionaria. Como los indios de aquellas inmediaciones recibían amistosamente a los españoles, Ruiz de Gamboa obtuvo de ellos que pusiesen a su disposición las canoas o piraguas que empleaban en sus viajes. Esas embarcaciones que los indios llamaban dalcas, formadas sólo de tres tablones, dos para los costados y uno para el fondo, cosidas con tallos de enredaderas o con nervios de animales, y calafateadas con cortezas de arbustos, eran manejadas por hábiles remeros; pero por su tamaño no podían servir más que para el transporte de los hombres. Los españoles no retrocedieron ante esta dificultad. Atando sus caballos a esas débiles embarcaciones, los lanzaron a nado, y los   —278→   hicieron pasar por las partes más angostas del canal, sin duda por aquéllas donde sólo tiene cuatro kilómetros de ancho. Esta empresa temeraria, que en nuestro tiempo casi parece imposible, fue ejecutada con toda felicidad en cuatro días de constante trabajo445. Los españoles fueron indudablemente favorecidos por el tiempo, porque aquel canal, además de las mareas muy fuertes en ocasiones, pasa alternativamente por días de bonanza en que sus aguas se asemejan a las del lago más tranquilo, y por temporales en que las olas agitadas por el viento y por las corrientes, amenazan destruir todas las embarcaciones.

Pero una vez en la ribera opuesta, hallaron los castellanos otro obstáculo más invencible todavía. La isla grande de Chiloé es formada por una sucesión de colinas más o menos accidentadas, y cubiertas de selvas espesísimas en que no era posible abrirse paso sino derribando árboles y ramas, y empleando, por tanto, un largo tiempo para penetrar a una corta distancia. Ruiz de Gamboa se convenció luego de que era absolutamente imposible continuar su viaje al través de esos bosques impenetrables; pero con una resolución que no cedía ante ningún peligro, determinó continuar su exploración siguiendo la costa en su prolongación hacia el sur, por la orilla de los pintorescos canales que separan esa isla del continente. Ocho días caminaron los expedicionarios en esa dirección, venciendo con ánimo esforzado todas las dificultades que complicaban la marcha. Adelantándose entonces con treinta jinetes, llegó a un hermoso golfo, en cuyo contorno halló un lugar ameno, donde el mar, abundante en peces y mariscos, formaba un puerto seguro contra las tempestades y de fácil defensa contra los ataques de los hombres. Allí se detuvo, reunió a sus tropas, y echó los cimientos de un pueblo, al cual dio el nombre de Castro, en honor del presidente del Perú, de quien emanaban los títulos y poderes del gobernador Quiroga. En recuerdo de la patria de este último, llamó Nueva Galicia a toda la provincia. Por lo que toca al jefe de la expedición, el río que corre cerca de aquella ciudad, conserva hasta hoy el nombre de Gamboa.

Toda esta campaña no había impuesto a los conquistadores sacrificios de otro orden. Los naturales de aquella isla se sometieron sin resistencia alguna a la dominación de los extranjeros, los auxiliaron en sus marchas y les proporcionaron víveres. En febrero de 1567, Ruiz de Gamboa había fundado la ciudad de Castro, plantado en ella el rollo como signo de   —279→   dominio, distribuido tierras e indios entre aquéllos de sus soldados que debían quedar allí como colonos y poblado, además, la vecina isla de Quinchao. Dejando el mando de la provincia al capitán Alonso Benítez, el General se embarcó en el buque que había despachado de Valdivia, y empleó los últimos días del verano en recorrer aquellos archipiélagos, acerca de los cuales adquirieron en esta ocasión los españoles noticias bastante exactas y prolijas. Las lluvias del invierno, que en aquellas latitudes comienzan a caer desde fines de marzo, vinieron a complicar estas exploraciones. Ruiz de Gamboa se dirigió entonces por mar a Valdivia con una parte de las tropas expedicionarias. Aquella campaña era la más feliz que hasta entonces hubieran emprendido los conquistadores en el territorio chileno446.




ArribaAbajo5. El Rey instituye una real audiencia para Chile, a la cual confía el gobierno político y militar

Rodrigo de Quiroga debió celebrar la conquista de Chiloé como uno de los sucesos más prósperos de su gobierno. Sus victorias anteriores debieron hacerle creer, por otra parte, que estaba a punto de terminar la pacificación de todo el país. En efecto, pasaron los últimos meses de 1566 y los primeros de 1567 sin más operaciones militares que algunas correrías insignificantes de los indios de guerra. Cuando Quiroga estaba más complacido con esta situación y con esas esperanzas, recibió la noticia de que debía entregar el mando.

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La noticia de la muerte del gobernador Francisco de Villagrán y del formidable alzamiento de los indios de Chile, había producido en la Corte una alarmante impresión. Creyendo poner término a este estado de cosas, y regularizar la administración del país, Felipe II dispuso por cédula de 27 de agosto de 1565, la creación de una real audiencia que debía establecerse en la ciudad de Concepción. Este tribunal sería compuesto de cuatro miembros, u oidores, como se les llamaba. Tres de ellos fueron designados en España; pero el Rey nombró presidente del tribunal al doctor Melchor Bravo de Saravia, que residía desde largo tiempo en el Perú, donde desempeñaba el cargo de oidor de la audiencia de Lima. El Rey confió a ese tribunal el gobierno político y militar de Chile, con amplias facultades para entender en todos los negocios administrativos y para reformar los repartimientos.

Los oidores salieron de España en los últimos meses de 1565. Uno de ellos, apellidado Serra, falleció en Panamá; y los otros dos llegaron a Lima en mayo del año siguiente. Eran éstos los licenciados Juan Torres de Vera y Aragón, y Egas Venegas. Por más deseos que tuvieran ambos de trasladarse prontamente a Chile para entrar en el desempeño de sus funciones, se vieron detenidos allí durante siete meses por una causa imprevista. El doctor Bravo de Saravia a causa, sin duda, de un descuido en las oficinas de la secretaría del Rey, no había recibido su nombramiento. Emplearon este tiempo en procurarse los objetos que necesitaban para dar lustre y boato a su autoridad: un rico dosel para el tribunal y los ornamentos y vasos sagrados para la capilla particular de la Audiencia. Los oidores representaban más tarde que no habiendo querido ayudarlos el presidente del Perú, ellos se vieron obligados a hacer estos gastos con su propio peculio, endeudándose en una suma considerable447.

Cansados de esta demora, los dos oidores Torres de Vera y Venegas se embarcaron en el Callao en enero de 1567, y llegaron a La Serena a fines de abril siguiente. Allí fueron recibidos con gran aparato por las autoridades locales, e inmediatamente comunicaron a Santiago su arribo y las altas funciones que venían a desempeñar. El Cabildo de la capital reconoció sin vacilar su autoridad, y en sesión de 12 de mayo acordó enviar a uno de sus regidores, el capitán Juan Godínez, a dar la bienvenida al supremo tribunal.




ArribaAbajo6. Arribo de la Real Audiencia; se recibe del mando

El arribo de la Audiencia era una novedad que no podía dejar de interesar a todos los colonos. Los vecinos de Santiago habrían querido que los nuevos magistrados visitasen la ciudad y, al efecto, les prepararon un ostentoso recibimiento. Los oidores, sin embargo, se negaron a aceptar su invitación. Se detuvieron muchos días en Valparaíso; pero emplearon ese tiempo en reunir las provisiones que querían llevar para las tropas del sur. Allí fueron visitados por los vecinos más importantes de Santiago, y particularmente por los capitanes que estaban alejados del servicio, y no gozaban de valimiento cerca de Rodrigo de Quiroga. Desde su arribo, los oidores, comenzaron a oír quejas y acusaciones que debían perturbar su   —281→   criterio, y abanderizarlos más o menos decididamente en las parcialidades en que estaban divididos los españoles.

A mediados de julio, los oidores habían terminado sus aprestos. Tres buques estaban listos para zarpar de Valparaíso, cargados de provisiones y especialmente de trigo. Pero la navegación en los meses de riguroso invierno, ofrecía los mayores peligros. Los oidores, sin embargo, no quisieron oír las representaciones de los que les pedían que aplazasen su viaje, y se hicieron a la vela para Concepción. Con ellos se embarcaron algunos de los capitanes que, por ser desafectos a Quiroga, habían vivido retirados de las armas, y deseaban volver a empuñarlas bajo las órdenes de las nuevas autoridades.

Esta última parte del viaje de los oidores fue horriblemente desastrosa. Los vientos del norte, levantaban las olas y embravecían el mar dispersando esas embarcaciones y poniéndolas en el mayor peligro sin que la maestría de los marinos alcanzase a imprimirles un rumbo seguro. Una noche, el viento estrelló contra las rocas de la costa a una de las naves haciéndola mil pedazos. Sólo tres hombres de su tripulación escaparon con vida, arrojados a tierra por la fuerza de las olas. Allí perecieron, entre otros soldados de mérito, el capitán Alonso de Reinoso, tan célebre como militar bajo los gobiernos de Hurtado de Mendoza y de Villagrán, y el capitán Gregorio de Castañeda, antiguo compañero de Valdivia y más tarde gobernador de Tucumán. Las otras dos naves, después de correr los mayores peligros, llegaron felizmente a la bahía de Concepción.

Pocos días después, el 5 de agosto de 1567, se instalaba la Real Audiencia con toda pompa. Levantose en la plaza un aparatoso tablado, en el cual se colocaron los dos oidores. Un caballo de gran precio, ricamente enjaezado, y conducido hasta allí debajo de palio, llevaba el sello que debía usar el tribunal. Como símbolo de la autoridad real, ese sello fue recibido con todas las muestras de respeto debidas al soberano. Los oidores pasaron enseguida a la sala que estaba destinada para sus acuerdos. A estas ceremonias siguieron las solemnidades religiosas con que los españoles solían celebrar la inauguración de un nuevo gobierno.

Rodrigo de Quiroga había desempeñado en estas fiestas un papel muy deslucido. Cuando creía que sus servicios lo hacían merecedor a grandes consideraciones, se vio tratado con desconfianza y, aun, con desdén. En las ceremonias de esos días, tanto en la plaza como en la iglesia, se le dejó confundido con el vulgo de los espectadores, sin señalársele en ninguna parte un lugar de preferencia. Quiroga no pudo soportar una conducta que en su sentir era un ultraje. Comprendió que los oidores estaban prevenidos en contra suya, y no pensó más que en sustraerse a nuevas ofensas. En efecto, pocos días más tarde se ponía en marcha para Santiago, donde tenía su residencia y sus propiedades, resuelto a vivir alejado por entonces de los negocios militares y administrativos. Muchos de sus más decididos parciales, imitando su ejemplo, lo acompañaron en este viaje. La Audiencia pudo inaugurar su administración sin que nadie le opusiera la menor dificultad448.





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ArribaAbajoCapítulo IV

Administración de la Real Audiencia (1567-1568). Principio del gobierno del doctor Bravo de Saravia (1568-1569)


1. La Audiencia, queriendo estar prevenida para las eventualidades de la guerra, se propone reorganizar el ejército, y pide contingentes a todas las ciudades. La pobreza del país contraría sus trabajos. 2. Gobierno de la Real Audiencia: sus infructuosos esfuerzos para atraer a la paz a los indios rebelados. 3. El Rey nombra gobernador de Chile al doctor Bravo de Saravia; se recibe éste del mando con gran solemnidad. 4. Esperanzas que hace concebir en la pronta conclusión de la guerra. Bravo de Saravia sale a campaña lleno de confianza. 5. Sus ilusiones comienzan a desvanecerse en el teatro de las operaciones militares; su ejército sufre una gran derrota en Mareguano o Catirai. 6. La desmoralización de las tropas españolas a consecuencia de esta derrota, dificulta la prosecución de las operaciones militares. 7. Después de nuevos combates, los españoles evacuan las plazas de Cañete y de Arauco. 8. Desprestigio en que cae el gobernador Bravo de Saravia; ofrece al Rey dejar el mando y pide al Perú socorros de tropas.



ArribaAbajo1. La Audiencia, queriendo estar prevenida para las eventualidades de la guerra, se propone reorganizar el ejército, y pide contingentes a todas las ciudades. La pobreza del país contraría sus trabajos

La Real Audiencia llegaba a Chile con la esperanza de pacificar todo el país por otros medios que los de las armas. Como todos los mandatarios que venían de lejos, sin conocer el carácter de los indios ni su indómita rudeza, creían que la prolongación de la guerra era sólo el resultado de las crueldades de los conquistadores, del desorden con que habían sido dirigidas las operaciones militares y de otras causas fáciles de corregir y de evitar. Los oidores de ese alto tribunal, del mismo modo que los consejeros de Felipe II, no podían persuadirse de que el poder español, invencible entonces en el Viejo y en el Nuevo Mundo, fuera impotente para someter a ese puñado de bárbaros que mantenía en Chile su independencia, y que había derrotado tantas veces a los invasores de su suelo. No es extraño que recién llegados al país, creyeran llevar a término la conquista por otros medios que los que se habían empleado ordinariamente en aquella prolongada lucha.

Sin embargo, desde que los oidores comenzaron a ver las cosas un poco más de cerca, debieron comprender que cualquiera que fuese el plan de conducta que adoptasen, estaban en la necesidad de aumentar el ejército para estar prevenidos contra cualquier evento. Con este propósito, enviaron emisarios a recoger los contingentes de tropa con que debían concurrir las otras ciudades. El capitán Alonso Ortiz de Zúñiga fue despachado a Valdivia y los otros pueblos del sur; y el capitán Juan Álvarez de Luna recibió igual comisión para Santiago y La Serena. Los oidores querían que todos los vecinos de esas ciudades tomasen las   —284→   armas, y fueron duros e inflexibles en exigir este servicio, obligando a aprestarse para la guerra a algunos individuos que de tiempo atrás vivían alejados de las empresas militares. Estos primeros actos de la Audiencia despertaron un vivo descontento. Los antiguos conquistadores se veían obligados a armarse a su costa y recomenzar la guerra, mientras que muchos individuos que acababan de llegar al país eran colocados por los oidores en puestos más cómodos y gratificados además por el tesoro real.

A pesar del empeño que pusieron los agentes de la Audiencia, el resultado de sus trabajos no correspondió a sus deseos. El capitán Ortiz de Zúñiga no pudo reunir en el sur más que sesenta hombres. En Santiago, el Cabildo acordó representar a la Audiencia los sacrificios que la ciudad había hecho desde tiempo atrás para la sustentación de la guerra, la pobreza a que estaban reducidos sus vecinos, y la imposibilidad en que se hallaban de concurrir con un cuantioso contingente. «Estamos adeudados y pobres, decían los capitulares de Santiago, que no ha quedado casa ni hacienda que no la hemos empeñado y vendido. Y estando en este estado, recibimos la real provisión de Vuestra Alteza en que nos manda elegir capitán y que vamos a la guerra. Y como no nos queda cosa con que sustentar los gastos de esta guerra, sino el ánima, deseamos darla a Dios de quien la recibimos; porque es cierto que de los conquistadores que en esta ciudad somos vecinos, no hay tres que puedan tomar las armas, porque están viejos, mancos y constituidos en todo extremo de pobreza. Y sin embargo de esto, con celo que tenemos al servicio de Vuestra Alteza, como sus leales vasallos, acudimos al llamamiento de Vuestra Alteza, y enviamos a nuestros hijos a la guerra, y los que no tienen hijos ayudarán con ropa que toman fiada de mercaderes, y caballos. En lo que toca a los indios amigos, entendemos que será dificultoso el sacarlos para la guerra, porque los que fueron ahora un año no han vuelto; y los que acá están, en el tiempo que Vuestra Alteza manda que vayan, es cuando han de hacer sus sementeras, las que ya han empezado a hacer para tener qué comer sus mujeres e hijos; y si no quieren ir a la guerra, no somos parte para compelerlos, porque se van luego al monte. También entendemos que los soldados que hay en esta ciudad, a causa de estar pobres, no han de querer salir sin socorro de armas, caballos y ropa, para lo cual es menester gastarse mucha cantidad de dinero que precisamente ha de ser de vuestra real hacienda, tomándolo de mercaderes, porque de otra parte no hallamos de dónde»449. Un mes después, el 22 de septiembre, el cabildo de Santiago nombraba a uno de sus regidores, al capitán Juan Godínez, jefe del contingente que la ciudad enviaba a la guerra. Los registros capitulares no nos dicen a cuánto llegaba el número de esos auxiliares450; pero los hechos que dejamos sentados demuestran cuán grande era la pobreza del país, y cuál el cansancio que la prolongada guerra de Arauco había producido entre los escasos pobladores europeos.




ArribaAbajo2. Gobierno de la Real Audiencia: sus infructuosos esfuerzos para atraer a la paz a los indios rebelados

Los informes que los antiguos capitanes de la conquista daban a los oidores acerca de la guerra de Arauco, debieron demostrar a éstos que eran quiméricos todos los planes de someter   —285→   a los indios por medio de negociaciones pacíficas o de la predicación religiosa. Sin querer abandonar del todo sus esperanzas de llegar a este resultado, aquellos altos funcionarios habían reconcentrado su atención a los asuntos puramente militares, y se empeñaban en estar prevenidos para contener a los bárbaros en las empresas que éstos pudieran acometer en el verano siguiente. Dieron el mando de las tropas al general Ruiz de Gamboa, pero limitando considerablemente sus poderes para reservarse la dirección general de las operaciones. La Audiencia se proponía así no provocar indiscretamente a los indios, creyendo poder atraerlos de paz. Ruiz de Gamboa, sin embargo, reclamó mayor amplitud en sus atribuciones, y no aceptó el mando sino cuando se le hizo reconocer por jefe superior de las armas. Con este carácter se trasladó a Cañete, entrada la primavera de 1567.

Los indios, entretanto, estaban impuestos del cambio ocurrido en el gobierno de Chile, pero no daban a esta innovación la menor importancia. Por medio de algunos emisarios elegidos entre los indios de servicio, habían sabido que los nuevos gobernantes les proponían la paz; pero se habían renovado tantas veces estos ofrecimientos, que aquellos bárbaros, que no querían otra cosa que verse libres para siempre de los invasores, y que nunca habían aceptado los tratos sino con el propósito de violarlos, no debían dar más valor a las nuevas proposiciones. Todavía debieron imaginarse que la insistencia de los españoles en ofrecerles la paz, era una prueba de su debilidad, y esta consideración los estimuló, sin duda, a volver a juntarse en son de guerra. En efecto, en unas serranías vecinas a Cañete hicieron un fuerte de palizadas convenientemente colocado, y según su táctica, abrieron fosos y hoyos encubiertos en frente de sus trincheras para que cayeran en ellos los soldados que fueran a atacarlos.

Tan luego como Ruiz de Gamboa tuvo noticia de estos aprestos, se resolvió a tomar la ofensiva para no dar tiempo al enemigo de reconcentrar todas sus fuerzas. Sacó de Cañete ochenta soldados, engrosó esta fuerza con otros treinta y cinco que le llevó de Arauco el maestre de campo Bernal de Mercado, y a la cabeza de esa columna marchó resueltamente a atacar a los indios en sus formidables posiciones. Los dos capitanes españoles dividieron sus tropas en pequeñas partidas, y las lanzaron al ataque, recomendándoles que cualesquiera que fuesen los obstáculos que encontrasen, marchasen imperturbablemente al asalto, sin detenerse siquiera en sacar de los hoyos a los soldados que cayeren en ellos durante la marcha. Este plan surtió el efecto deseado. Los indios, cuando vieron caer en los fosos a algunos soldados castellanos, corrieron a ultimarlos con sus lanzas; pero la marcha impetuosa de los que quedaban en pie, los hizo volver sobre sus pasos para defender sus posiciones vigorosamente atacadas. Los soldados que habían caído en los fosos, salían de ellos sin grandes dificultades, y corrían también a tomar parte en el asalto. El combate sostenido allí con igual ardor por ambas partes, comenzó luego a inclinarse en favor de los españoles gracias a las ventajas de su organización y de sus armas. Llevaban éstos alcancías, especie de ollas de barro llenas de alquitrán y de otras materias inflamadas, y las lanzaban sobre los pelotones de bárbaros, introduciendo entre ellos el espanto. Estos proyectiles fueron causa de que los indios se desorganizaran; pero hicieron también que éstos aceleraran su fuga por las quebradas que tenían a sus espaldas, impidiendo así que los vencedores ejecutaran las matanzas que siempre seguían a los triunfos de los castellanos451. Después de esta victoria,   —286→   Ruiz de Gamboa recorrió con sus tropas todos los campos vecinos sin hallar por ninguna parte la menor resistencia. Los indios, desorganizados por la pérdida de sus posiciones, fingían presentarse de paz, pero, como siempre, estaban dispuestos a volver a tomar las armas en la primera oportunidad.

Se creería que esta conducta del general Ruiz de Gamboa y del maestre de campo Bernal de Mercado, mereció la aprobación de los oidores que tenían a su cargo el gobierno del país. No sucedió así, sin embargo. Probablemente acusaban al primero de haber acelerado las hostilidades, contrariando de esa manera los propósitos de atraer a los indios por los medios pacíficos. El segundo, militar inteligente e intrépido, pero rudo y severo con sus subalternos, era objeto de las quejas de éstos, que se querellaban ante la Audiencia de la terquedad y dureza con que eran mandados. Los oidores resolvieron separarlos del mando, y nombrarles reemplazantes. Ruiz de Gamboa quedó alejado del servicio; pero Bernal de Mercado recibió el cargo de corregidor de Concepción, donde podía ser útil en las eventualidades de la guerra. El capitán don Miguel de Avendaño y Velasco, primo hermano de Ruiz de Gamboa, y soldado antiguo de la conquista desde el tiempo de Valdivia, recibió el cargo de General de todas las tropas.

Pero luego comenzó a hacerse sentir el desconcierto. Aunque la Audiencia era compuesta de sólo dos individuos, no siempre existía entre ambos el acuerdo necesario en la dirección del gobierno y de la guerra. Al paso que trataban duramente a los antiguos capitanes y soldados de la conquista, exigiéndoles inflexiblemente que saliesen a campaña, los dos oidores favorecían por todos los medios a los allegados y parientes que habían traído consigo. Esto daba lugar a quejas y murmuraciones que desprestigiaban su autoridad. Nacieron de aquí rivalidades que luego tomaron el carácter de desobediencia y que pudieron tomar proporciones alarmantes. Las mismas operaciones militares, aunque de escasa importancia, se resintieron de este estado de creciente desorganización.

El general don Miguel de Velasco, obedeciendo, sin duda alguna, a las instrucciones de los oidores, se había mantenido a la defensiva sin acometer empresas de mediana consideración. Aumentó las defensas de la plaza de Arauco, recorrió una porción del territorio llamando a los indios de paz y, aun, hizo una expedición hasta Angol al través de la cordillera de la Costa, sin presentar en ninguna parte batalla y, aun, se podría decir evitando los ataques del enemigo. Los indios, por su parte, no osaron tampoco presentar combate; pero aprovechaban cualquier circunstancia para caer sobre los españoles que encontraban desprevenidos. En una ocasión que viajaban para la Imperial cuatro castellanos, fueron asaltados en una quebrada del camino por algunos indios. Dos de ellos, uno de los cuales era un clérigo que iba a desempeñar el cargo de cura en Chiloé, fueron inhumanamente asesinados por los bárbaros; y los otros dos que lograron escapar, pudieron refugiarse en la ciudad de Angol. El capitán que allí mandaba, salió de la plaza en persecución de los asesinos y   —287→   consiguió apresar algunos de ellos. En cualquier otra circunstancia, esos indios habrían sido inmolados inmediatamente; pero los oidores, con la esperanza quimérica de llegar a la paz, habían prohibido tan severamente esos castigos que no había capitán alguno que se atreviese a dar muerte a un prisionero. Remitidos a Concepción, a disposición de la Audiencia, esos indios fueron enviados al general Velasco, y puestos por fin en libertad. El antiguo cronista que ha referido este hecho, observa que los oidores, queriendo atraerse así a los araucanos, no hacían más que ensoberbecerlos. Aquellos indios, añade, «iban diciendo por donde pasaban que el General de miedo no los había osado matar, y que los oidores eran como clérigos, por respeto de verlos andar sin espadas y con ropas largas. Esto dañó más la provincia de lo que estaba con esta nueva»452.




ArribaAbajo3. El Rey nombra gobernador de Chile al doctor Bravo de Saravia; se recibe éste del mando con gran solemnidad

El gobierno de la Audiencia no duró largo tiempo. Felipe II conociendo, sin duda, los inconvenientes que podían resultar para la administración de que ésta estuviera a cargo de un tribunal compuesto de cuatro individuos, modificó la determinación que había tomado en agosto de 1565. En efecto, por otra real cédula dictada en Madrid el 23 de septiembre de 1567, acordó reconcentrar en una sola persona el gobierno de las provincias de Chile, y confió este cargo con el título de Capitán General al doctor Melchor Bravo de Saravia, nombrado poco antes, como se recordará, presidente de la Real Audiencia453. La resolución del soberano llegó a Lima en abril de 1568. El agraciado con este nombramiento se embarcó sin tardanza para Chile.

El doctor Bravo de Saravia y Sotomayor era un caballero natural de Soria, en España, que contaba largos años de servicios al Rey, y que poesía una larga experiencia en los negocios de gobierno. En esa época frisaba en la edad de setenta años y tenía veinte de residencia en América. Nombrado en 1547 oidor de la Audiencia que Carlos V había mandado crear en el nuevo reino de Granada, recibió luego la orden de pasar al Perú, y allí entró a desempeñar idénticas funciones en el supremo tribunal que reinstaló en Lima el presidente De la Gasca en 1549454. En este carácter le había tocado formar parte en dos ocasiones, y en   —288→   circunstancias bien difíciles y delicadas, del gobierno provisorio del virreinato. Durante el primero de esos interinatos, que fue de cuatro años (de julio de 1552 a julio de 1556), la Audiencia gobernadora tuvo que combatir la tremenda rebelión de Francisco Hernández Jirón, que estuvo a punto de destruir radicalmente el poder real en el Perú. En esa emergencia, el doctor Bravo de Saravia había desplegado tanta actividad como carácter, sirvió como militar y como letrado y fue parte principal en la derrota y en el castigo de los rebeldes.

En Chile, su nombre era bastante conocido por la intervención que tuvo en el gobierno del Perú, y generalmente se le atribuían las dotes necesarias para ser un buen administrador de la cosa pública. A su arribo a La Serena a fines de julio de 1568, Bravo de Saravia, que venía acompañado de su familia y de otros personajes455, fue recibido por los vecinos de la ciudad, con grandes muestras de contento. El cabildo de Santiago, creyendo ver en el nuevo mandatario el reparador de todos los males que experimentaba la colonia, se preparó también para hacerle un ostentoso recibimiento. Despachó a uno de sus alcaldes, el general Juan Jufré, a darle la bienvenida y a invitarlo a pasar a la capital456, y mandó que en los pueblos de indios por donde tenía que pasar, se preparase hospedaje, y se reuniesen provisiones para el Gobernador y su comitiva. En las ciudades del sur, la noticia del nombramiento de Bravo de Saravia fue recibida igualmente con gran satisfacción.

Si el nuevo Gobernador no podía corresponder a las exageradas esperanzas que había hecho concebir en todas partes, puso a lo menos de su parte todo el empeño para cumplir la delicada misión que le había confiado el Rey. Aquel letrado septuagenario, cuya principal ocupación había sido administrar justicia en los sillones de la Real Audiencia, desplegó desde el primer momento una actividad y una energía física que debieron maravillar a sus contemporáneos. Resuelto a tomar cuanto antes las riendas del gobierno, dejó a su familia en La Serena a cargo del general Jufré para que hiciera el viaje con más tranquilidad; y él mismo, seguido sólo por alguno de sus servidores, montó a caballo y emprendió la marcha, venciendo con ánimo juvenil las dificultades y fatigas de un camino de más de ochenta leguas, despoblado, en su mayor parte, y cortado, con frecuencia, por serranías ásperas y de difícil tránsito. El doctor Bravo de Saravia, sin darse cada día en aquella larga y penosa jornada más que algunas horas de descanso, llegaba a Santiago el 16 de agosto de 1568.

Un viejo cronista nos ha dejado la descripción pintoresca y animada del recibimiento que el Cabildo y el pueblo de la capital le habían preparado. «El capitán Juan de Barahona, natural de Burgos, corregidor de Santiago, proveído por la Audiencia, dice ese cronista, mandó hacer muchos arcos triunfales, aderezando las calles por donde el Gobernador había de pasar, con tapicería y otras cosas que le daban mucho lustre. Y a la entrada de la calle principal, mandó hacer unas puertas grandes a manera de puertas de ciudad; y en lo alto de ellas un chapitel que las hermoseaba mucho, puestas muchas medallas en un lienzo con las figuras de todos los demás gobernadores que habían gobernado a Chile, con muchas letras y epítetos que hacían al propósito. Y de fuera de las puertas, una mesa baja cubierta de terciopelo carmesí, y encima de una almohada de terciopelo puesto un libro misal para   —289→   tomarle juramento. Llegando a vista de la ciudad, le salió a recibir toda la gente de a caballo, que era mucha, los más en orden de guerra con lanzas y adargas, y muchos indios de los que estaban en el circuito de Santiago armados a su usanza con muchas maneras de invenciones, lo recibieron acompañándolo hasta las puertas de la ciudad, donde estaba el capitán con todo el Cabildo esperando. Llegado cerca, le ofrecieron en nombre de la república un hermoso caballo overo, aderezado a la brida, con una guarnición de terciopelo dorada, el cual recibió y se puso en él, y llegando a las puertas salió la justicia con todo el Cabildo bien aderezados de negro, y le dieron el bien venido. Luego le pidió el corregidor en nombre de la ciudad: 'Vuestra Señoría jure poniendo la mano encima de estos evangelios, teniendo el libro abierto, que guardará a esta ciudad todas las libertades, franquezas, exenciones que hasta aquí ha tenido, y por los demás gobernadores le han sido dadas y guardadas'. Dijo a estas palabras que lo juraba así. Abrieron luego las puertas de la ciudad, y descogieron un palio de damasco azul con muchas franjas de oro que lo hermoseaban, teniéndolo descogido delante de la puerta para meterle dentro dél. Pidiéndoselo por merced los alcaldes y regidores, no lo quiso aceptar sino que iría fuera del palio, mostrando mucha humildad. Llegó el corregidor Juan de Barahona a tomarle el caballo por la rienda queriéndole servir en caso tan honroso, como es costumbre; no lo quiso consentir, dando a entender la llaneza que traía, hasta que siendo importunado lo permitió, mas no quiso entrar debajo del palio, sino ir detrás de él como dos pasos. De esta manera lo llevaron a la iglesia mayor, y desde allí a su posada»457. Su alojamiento estaba preparado en la casa del general Juan Jufré, que era una de las más espaciosas de la ciudad.

Los días que siguieron al recibimiento del Gobernador fueron de contento y de fiesta. Llegaba también en esos momentos un prelado que venía a ocupar el puesto de obispo de la Imperial, como tendremos que contarlo más adelante; y pocos días después hacía su entrada a la ciudad doña Jerónima de Sotomayor, la esposa de Bravo de Saravia, que fue recibida con grandes regocijos. Los vecinos de Santiago tuvieron juegos de cañas; y por primera vez desde la fundación de la ciudad, hicieron una corrida de toros, que constituía la diversión más popular y aplaudida de los españoles.




ArribaAbajo4. Esperanzas que hace concebir en la pronta conclusión de la guerra. Bravo de Saravia sale a campaña lleno de confianza

Estas fiestas eran la expresión espontánea del contento público. Bravo de Saravia traía la resolución de acabar la larga y costosa guerra que tenía empobrecido el reino; y como se le atribuía una gran experiencia administrativa y militar, y una entereza incontrastable, se fundaban en su gobierno las mayores ilusiones. El Gobernador no hablaba más que de sus proyectos militares, y recogía con incansable afán todos los informes que podían ilustrarlo acerca de la manera de emprender la guerra de una manera eficaz y decisiva. Las esperanzas que su actividad había hecho concebir, le permitieron contar con recursos que en otras circunstancias le habría sido difícil obtener. Los encomenderos de Santiago le ofrecieron la   —290→   octava parte del oro que sacaran de sus minas458, a condición de que ellos y sus hijos no estuvieran obligados a salir a la guerra y, aunque Bravo de Saravia no cumplió escrupulosamente lo estipulado obligando a tomar las armas a nueve de los vecinos de la capital, miraron con indulgencia esta infracción de lo convenido. Por otra parte, varios vecinos importantes que querían dedicar a alguno de sus hijos a la carrera de las armas, se apresuraron a ponerlos a disposición del Gobernador, creyendo encontrar en él un maestro experimentado. La caja real contaba con muy escasos recursos, y éstos estaban, además, defendidos por el celo de los tesoreros. Bravo de Saravia allanó todo inconveniente, pudo disponer de esos recursos, hasta la suma de ocho mil pesos de oro, y los invirtió en equipar y en vestir una columna de ciento diez soldados que había conseguido reunir en la capital.

Estos aprestos lo ocuparon poco más de un mes. El 24 de septiembre, estando ya todo listo, y dejando a su familia en Santiago, en la casa de Juan Jufré, Bravo de Saravia se ponía en marcha para el sur con gran aparato militar. El Cabildo lo hizo acompañar hasta el río Maipo por uno de los alcaldes, y dispuso que en todos los lugares de su tránsito, así en los pueblos o rancherías de los indios como en las estancias de los encomenderos, se le recibiese con los honores y distinciones debidas a su rango. Jamás mandatario alguno en Chile había recibido tantas manifestaciones de adhesión y de respeto, ni había hecho concebir tantas esperanzas.

Desde que se hubo acercado al teatro de la guerra, comenzó a detenerse algo más para estudiar de cerca las cosas, y para tomar las providencias que creía más oportunas. Enviando a Angol la mayor parte de las tropas que había sacado de Santiago, Bravo de Saravia se dirigió a Concepción, donde hizo su entrada el 4 de noviembre de 1568. «El recibimiento que en esta ciudad se le hizo, dice un contemporáneo, fue tan solemne, que salieron los regidores con todas las personas principales del lugar, con los dos oidores que en él había, y le metieron debajo de palio hasta llegar a la iglesia mayor, donde se ejecutaron las ceremonias que con los virreyes suelen usarse, tomándosele el juramento con la solemnidad acostumbrada»459. El Gobernador fue hospedado lo más suntuosamente posible en la casa del oidor Egas Venegas, que tenía el primer puesto en la audiencia de Chile.

Bravo de Saravia estaba determinado a ponerse prontamente en campaña; pero desde que inició sus primeros trabajos, comenzó a encontrar dificultades que no había podido prever. Había en el campo español divergencias y rivalidades que dificultaban la unidad de acción. El Gobernador acalló cuanto pudo estas diferencias, dio el mando de los diversos cuerpos de tropas a los tres capitanes de más renombre que había en el país, a don Miguel de Velasco, a Ruiz de Gamboa y a Bernal de Mercado, y él mismo se reservó la dirección superior de las operaciones. Contra los consejos de muchas personas que le pedían que permaneciese en Concepción, Bravo de Saravia con una energía que casi no podía esperarse de su edad, salió a campaña sin inquietarse por las molestias y fatigas que debía soportar en las marchas y en los campamentos.

En el principio, el Gobernador, como algunos de sus predecesores, creyó que era posible atraer a los indios por los medios pacíficos. Oigamos cómo cuenta al Rey sus esfuerzos para   —291→   llegar a este resultado: «Yo, dice Bravo de Saravia, les he enviado a hablar con religiosos y otras personas, y con sus mismos naturales, y perdonar en nombre de Vuestra Majestad los delitos que hasta aquí han cometido, y ofrecerles buen tratamiento de aquí adelante, como mandará ver por los capítulos que van con ésta y no solamente no quieren dar la paz, mas dicen que nos han de comer a todos o echar de la tierra, y muchas blasfemias en ofensa de Dios nuestro señor, tanto que a mi juicio hoy no se hace la guerra para ofenderlos sino para defendernos de ellos, y de las muertes y daños que cada día hacen en españoles e indios que estén de paz porque no se juntan con ellos a hacer la guerra a los cristianos y a echarlos de la tierra»460.

Cuando el Gobernador se convenció de que los ofrecimientos de paz no producían ningún resultado, y de que los indios de guerra lejos de mostrarse más dóciles, ejecutaban cada día nuevos actos de hostilidad, dando muerte a todos los enemigos que encontraban a mano, se determinó a obrar con toda energía. Durante dos meses, él y sus capitanes recorrieron los distritos en que cada cual debía operar, talando los campos, destruyendo los sembrados que entonces llegaban a su madurez y haciendo en los bárbaros todo el daño posible. En estas correrías tuvieron que sostener repetidos combates de escasa importancia en que los españoles obtuvieron ordinariamente la victoria. Bernal de Mercado, que en uno de ellos tomó algunos prisioneros, volviendo a los antiguos usos de la guerra que se hacía a los indígenas, «los mandó castigar, cortándoles los pies de la mitad para adelante, y enviándolos de esta manera a ser espectáculo de sus compañeros»461.




ArribaAbajo5. Sus ilusiones comienzan a desvanecerse en el teatro de las operaciones militares; su ejército sufre una gran derrota en Mareguano o Catirai

Las ventajas casi insignificantes alcanzadas en esta primera campaña, hicieron comprender a Bravo de Saravia cuánto se había engañado al tomar el gobierno cuando creía poder concluir rápidamente la guerra y llegar a la pacificación definitiva del reino. Comenzaba a comprender que los indios miserables de Arauco, que los españoles del Perú y de la metrópoli miraban con tanto desprecio, eran enemigos terribles; pero todavía alimentó la esperanza de vencerlos si recibía algunos refuerzos. «Después que entré en este reino, escribía a su soberano, siempre he estado como quedo al presente en la guerra contra estos indios, que están tan soberbios y animosos, así por la aspereza de la tierra, que cierto es grande, como por las victorias que han tenido contra españoles, y por la experiencia que tienen ya de la guerra por haber andado diez y seis años casi continuos en ella contra nosotros y por ver que somos tan pocos, que temo según su pertinacia que nos han de echar de ella o acabarse todos. Hallo los españoles tan pobres y cansados de los muchos gastos y continuo trabajo, que me parece, si Vuestra Majestad no envía nueva gente a este reino, con dificultad se podrán estos indios traer de paz. Y esto se podría hacer con poco costo, mandando Vuestra Majestad al gobernador del Perú que   —292→   envíe doscientos hombres, o al menos ciento cincuenta a este reino, pues se puede hacer con gran facilidad de sola la ciudad de Lima, donde se están sin entender en más que pasear las calles de ella, y si Vuestra Majestad no ha mandado quitar las (guardias de) lanzas y arcabuces, pues en aquel reino no son necesarios ni sirven de más que de acompañar al Gobernador a misa y vísperas, por el asiento y seguridad que hoy hay en el Perú, aunque a Vuestra Majestad escriban otras cosas, tendría por acertado que se les mandase venir a servir en este reino, al menos por dos años, en los cuales tengo entendido, con esta ayuda se podrían reducir todos estos indios al servicio de Vuestra Majestad, que cierto conviene según traen desasosegada toda esta tierra los indios que están alzados, y las muertes y robos que cada día hacen así a los españoles como a los demás indios que están de paz, por estar en el medio y paso de toda ella; y porque con esto no se puede sacar oro, aunque en esta tierra hay mucho, ni labrarse las minas de plata que en dos partes se han descubierto, y ricas según las muestras que han dado»462. Se ve por esta exposición que Bravo de Saravia comenzaba a tomar el peso a la guerra contra los araucanos; pero que mantenía aún las ilusiones de afianzar para siempre la conquista. Creía confiadamente que con un auxilio de doscientos soldados españoles llegaría en sólo dos años a la pacificación completa del país. Se diría que la fortuna le tenía deparado un golpe tremendo que había de modificar radicalmente sus opiniones.

Cuando el Gobernador escribía esta carta en los últimos días de 1568, estaba acampado con su ejército en el asiento de Talcamávida, nombre que los españoles daban a un valle situado en la ribera del Biobío, donde hoy se levanta el pueblo de Santa Juana. Los indios, entretanto, convocados por un cacique joven, del valle de Arauco, nombrado Llanganaval o Longonaval, se reunían apresuradamente en las serranías que están situadas a espaldas del campamento español, y a las cuales los indígenas llamaban de Catirai. Allí, en una altura de difícil acceso, estaban construyendo un fuerte de sólidas palizadas y tenían en las inmediaciones un ejército considerable de guerreros tan valientes como acostumbrados a aquella lucha de emboscadas y de asaltos. Impuesto Bravo de Saravia por los indios auxiliares de esta disposición del enemigo, determinó atacarlo. Pensaba dispersarlo más o menos fácilmente y desorganizar así una junta que podía envolver un serio peligro si se daba tiempo a los bárbaros para reconcentrar mayores fuerzas.

En efecto, una noche, favorecido por la luz de la Luna, el general don Miguel de Velasco se adelantó con cien hombres en busca de los indios. Después de algunas horas de marcha, los divisó al amanecer, establecidos en un espeso bosque, dentro de una quebrada; pero cuando comenzó Velasco a disponer su gente para el ataque, los indios, seguramente prevenidos por sus espías de todos los movimientos de los españoles, emprendieron su retirada hacia el fuerte que tenían en las alturas vecinas sin que fuera posible perseguirlos por la aspereza de la montaña, absolutamente impracticable para los caballos. Los expedicionarios se vieron forzados a volver a su campo llevando la noticia de la inutilidad de aquella jornada.

A pesar de sus años, Bravo de Saravia conservaba el carácter resuelto e impetuoso que de ordinario es el atributo exclusivo de la juventud. Recibió mal a Velasco, le reprochó duramente que no hubiera perseguido y castigado a los indios, y después de oír a sus capitanes en junta de guerra, pidió rápidamente refuerzos a Concepción, y cuando hubo reunido   —293→   ciento cuarenta soldados listos para lanzarlos al combate, dispuso una segunda expedición. Fue inútil que los indios auxiliares tratasen de disuadir a los españoles de aquella empresa. Uno de ellos llamado Levolecán, conocido entre los castellanos con el nombre de don Pedro, les representó en vano la temeridad de atacar a los araucanos en sus posiciones, y las ventajas que resultarían al Gobernador de permanecer a la defensiva, resguardado en su campamento, donde vendrían los indios en breve a presentarle batalla. Bravo de Saravia no quiso oír ninguna razón, y se mantuvo inexorable en su plan. Los soldados y funcionarios que acababan de llegar del Perú, acusaban a los capitanes del ejército de Chile de hacer la guerra flojamente, y de tener interés en prolongarla para conservar sus cargos y hacer su negocio. Don Miguel de Velasco, conociendo los peligros de esta aventura, pero temeroso de atraerse aquellas acusaciones, aceptó el mando de la jornada. A su lado debía ir el general Ruiz de Gamboa como jefe de la columna de retaguardia.

El 7 de enero de 1569 las fuerzas expedicionarias se ponían en movimiento. La luz de la Luna en una noche serena y despejada de verano, facilitó la marcha de los españoles, de manera que a la salida del Sol estaban a la vista de las posiciones enemigas. Los indios, por su parte, se hallaban sobre aviso, y habían tomado todas las medidas para la defensa. «El fuerte que tenían era un alto cerro, dice un cronista contemporáneo; delante de él hacía un poco llano; por los demás lados al derredor tenía laderas que el fuerte las señalaba, y una quebrada grande, y por junto al llano tenía una puerta, por ella entraban y salían los indios». De todas partes acudían los indios de las inmediaciones para tomar parte en la defensa. Esa misma noche había llegado al campamento el obstinado caudillo Millalelmo, con su gente de guerra, y se había ocupado con gran actividad en tomar sus disposiciones militares para rechazar cualquier ataque. Mandó que los indios recogiesen en las laderas las piedras que pudieran lanzarse sobre los asaltantes, «gruesas como membrillos», según la pintoresca expresión del cronista citado, y que con ellas formasen montones, en frente del fuerte. Terminados estos aprestos, se mantuvieron tranquilos en sus puestos, esperando el ataque que no podía demorar.

Principió el combate cuando el Sol comenzaba a producir un calor insoportable. Los españoles, divididos en cuadrillas, iniciaron el ataque resueltamente, trepando el cerro y dirigiendo sobre el enemigo los fuegos de arcabuz. Una columna de indios amigos llevados de Santiago, y conducidos por un mancebo chileno llamado Francisco Jufré, que hablaba perfectamente su lengua463, secundaba el asalto lanzando sus flechas. Cuando llegaron cerca del fuerte, y cuando los más osados pretendieron asaltar las trincheras del enemigo, cayó sobre ellos una verdadera lluvia de piedras arrojadas que los desconcertó. Lanzadas por brazos vigorosos, y favorecidas en su caída por el declive del terreno, quebraban los brazos o las piernas de aquellos a quienes herían, o los desatinaban si recibían el golpe en la cabeza. Don Miguel de Velasco, temiendo de esta resistencia el desbarato completo de sus tropas, mandó que una partida de veinte soldados subiese a las alturas por las laderas del costado y que fuese a amenazar a los indios por la espalda. Este difícil movimiento, ejecutado   —294→   con todo, sin grandes dificultades y sin hallar resistencia en la marcha, fue absolutamente ineficaz. Cuando los soldados llegaban a las alturas que se les había mandado ocupar, ya era demasiado tarde, y la batalla estaba definitivamente perdida para los españoles. Aprovechándose del desconcierto que en éstos había producido la lluvia de piedras arrojadas del fuerte, los indios, en número diez o más veces superior al de los españoles que los atacaban, abandonaron sus trincheras, y manejando con singular maestría unas lanzas largas que llevaban, acometieron a los asaltantes con fuerza irresistible. Las condiciones del terreno, las pendientes de las laderas difíciles de vencer para los que pretendían escalarlas, y fáciles de recorrer para los que se precipitaban hacia abajo, el polvo espeso que envolvía a los combatientes, el calor abrasador del Sol, todo estaba contra los castellanos en aquella ruda jornada. La confusión se hizo en poco rato general. Los indios, en la impetuosidad de su carrera, dejaban atrás a los españoles heridos o que no podían retirarse, y llevaban el ataque hasta donde permanecían los jinetes que no habían alcanzado a entrar en combate. El descalabro de los conquistadores era completo e irremediable.

Velasco hizo tocar sus trompetas para emprender la retirada. Esta misma operación era enormemente difícil por la estrechez de los senderos, por las plantas y matorrales que cubrían el campo, y por la porfiada persecución de los indios, empeñados en matar o a lo menos en quitar sus armas a los fugitivos. Pero cuando notaron que detrás de ellos quedaban algunos españoles, heridos en su mayor parte, que querían ocultarse en los bosques, contrajeron su atención a perseguirlos, y a darles una muerte más horrorosa que la que habían sufrido los que estaban tendidos en el campo. Cuarenta y cuatro hombres, algunos de ellos soldados o capitanes de prestigio y de posición, hallaron su tumba en esta funesta jornada de Catirai, uno de los mayores desastres que hasta entonces hubieran experimentado los invasores en aquella prolongada guerra464.



  —295→  

ArribaAbajo6. La desmoralización de las tropas españolas a consecuencia de esta derrota, dificulta la prosecución de las operaciones militares

Era entrada la noche cuando comenzaron a llegar los fugitivos al campamento en que había quedado Bravo de Saravia con ochenta de sus soldados. La noticia del desastre, la vista de los heridos, la ausencia de los que habían muerto en la refriega, produjeron una gran consternación y no poco desaliento. El Gobernador, sin embargo, conservó su tranquilidad de espíritu. Hizo atender a los heridos, trató de confortar a sus capitanes, y se empeñó, sobre todo, en tranquilizar a Velasco, haciéndole entender que no le atribuía la menor culpa por la derrota. En la misma noche celebró una junta de guerra para acordar lo que debería hacerse en aquellos momentos, y allí se resolvió no renovar los ataques al enemigo, y destinar las tropas a la defensa de las plazas y fuertes que tenían los españoles. Inmediatamente se impartieron órdenes a Lorenzo Bernal de Mercado para que reconcentrase en Concepción las fuerzas que se hallaban al norte del Biobío. El Gobernador, con todas las tropas que tenía bajo sus órdenes en el asiento de Talcamávida, debía ponerse en marcha para Angol en la mañana siguiente para reforzar las guarniciones de esa ciudad, de Cañete y de la plaza de Arauco.

Aquella marcha fue sumamente azarosa. Los españoles estaban obligados a recorrer caminos accidentados y llenos de bosques donde los indios podían prepararles peligrosas emboscadas. Debían transportar sus heridos, sus bagajes y sus cañones, de tal suerte que estaban obligados a marchar con lentitud. Pero el principal inconveniente resultaba del pavor que se había apoderado de ellos después del espantoso desastre que acababan de sufrir. La disciplina se había relajado en el campo español; muchos soldados no obedecían la voz de sus capitanes, y sólo trataban de llegar cuanto antes a un lugar en que encontrarse seguros. Después de una jornada de penosa marcha, acamparon a orillas de un estero, casi extenuados de cansancio y de fatiga. En vez de tener algún descanso, pasaron allí una noche de alarmas y de inquietudes. Los indios de guerra, que habrían podido destruir quizás a los castellanos con un ataque impetuoso y resuelto, prendieron fuego a un rancho vecino, lleno de fajina, el incendio se comunicó a las yerbas del campo, secas en esa estación, y tomó proporciones amenazadoras. Dando a este estratagema mayores proporciones de las que tenía en realidad, los españoles pasaron la noche sobre las armas en medio de una confusión indescriptible.

El día siguiente fue todavía mayor la desorganización cuando Bravo de Saravia juntó de nuevo a sus capitanes para tomar las medidas que creía conducentes a reparar los peligros de la situación. Todos daban sus pareceres, pero ninguno se atrevía a asumir la responsabilidad de las medidas que se tomasen. El Gobernador tenía bajo sus órdenes doscientos hombres. Se convino en que él se dirigiría a Angol con unos sesenta, y que los ciento cuarenta restantes marcharían con Martín Ruiz de Gamboa al través de la montañosa cordillera de la Costa a socorrer a Cañete y a Arauco, que estaban casi desguarnecidas. Pero cuando   —296→   llegó el caso de designar las compañías que debían hacer esta peligrosa expedición, «no quería ir ninguno, dice un viejo cronista, y decían algunos de ellos estar heridos, y otros que no querían ir a Tucapel, que así se llama la provincia a donde habían de ir, y estaba de allí diez leguas de camino y no más; sino que Saravia y los de su consejo de guerra, que lo habían perdido contra el parecer de todo el campo, lo fuesen ellos a remediar. Estaban tan desenvueltos con sus palabras, que ninguno quería ir. Dábanse poco por amenazas y promesas que el Gobernador les hacía; tan remisos estaban en su opinión». Sin acertar a tomar otra resolución, Bravo de Saravia, a pesar de sus años, se ofreció a partir él mismo con los soldados que debían ir a reforzar Cañete; y cuando algunos de sus capitanes le reprocharon esta determinación como una imprudencia injustificable, mandó a su propio hijo, Ramiro Yáñez de Saravia, mancebo de gran valor, que marchase con aquel socorro. Aun así, y a pesar de que redujo a sólo ciento veinte el número de los soldados que debían partir, no consiguió aplacar del todo la tormenta producida por el desaliento y la desmoralización que había creado el reciente desastre de Catirai. «Aquella misma noche, continúa el mismo cronista, tocó la trompeta a partir. Fue la partida peor que el principio, porque algunos de los apercibidos, hombres bajos y de poca presunción, se escondieron, y otros se huyeron a Angol y algunos a Santiago, tanto era el temor que tenían de ir a Tucapel. Aquella hora hubo algunos soldados antiguos que dando causas para no ir aquella jomada, no les siendo admitidas, decían hacer dejación de todo lo que a Su Majestad habían servido y trabajado en Chile, para no pretender cosa alguna en el reino de allí adelante de merced que pudiesen; y así quedaron sin ir allá los que esto hicieron»465.

Sin embargo, los temores de aquellos soldados carecían de fundamento serio. Los indios araucanos, tan valientes y astutos en prepararse para la batalla, no habían sabido aprovecharse de su victoria. Todas las tribus que poblaban la cordillera de la Costa estaban sobre las armas; habrían podido reunir un ejército verdaderamente formidable, y cayendo sobre los españoles, en estos momentos en que la derrota los había desmoralizado, no les habría sido difícil aniquilarlos. Con todo, distraídos, sin duda, en celebrar el triunfo con fiestas y borracheras que solían durar muchos días, no intentaron ataque alguno serio contra los españoles. Ruiz de Gamboa pudo así atravesar la cordillera de la Costa, penetrar en la región de Tucapel por el peligroso desfiladero de Cayocupil y llegar a Cañete el 10 de enero, sin encontrar en ninguna parte una resistencia seria. Algunos indios que le salieron al camino, fueron desbaratados fácilmente, y los que cayeron prisioneros fueron ahorcados inexorablemente. Ese refuerzo llegaba en el mejor momento. La insurrección de los araucanos era general y la escasa guarnición de Cañete habría sucumbido sin remedio si no hubiese recibido este oportuno socorro.

El Gobernador, mientras tanto, entraba a Angol, con el resto de sus fuerzas. En medio del desconcierto producido por el desastre, Bravo de Saravia conservó su entereza y su actividad. Hizo curar sus heridos y tomó todas las medidas conducentes a asegurar la defensa de aquellas poblaciones, poniéndose en comunicación con las ciudades del sur a las cuales pedía socorros de víveres, y disponiendo correrías en los campos vecinos para impedir las asambleas de indios que podían hacerse peligrosas. Durante dos meses consecutivos, rodeado   —297→   de alarmas y de sinsabores, perfectamente incomunicado con los otros puntos en que se sostenía la guerra, el anciano Gobernador no se dio un momento de descanso para atender en la medida de sus recursos a la defensa del país.




ArribaAbajo7. Después de nuevos combates, los españoles evacuan las plazas de Cañete y de Arauco

En efecto, la situación de los españoles había llegado a hacerse sumamente crítica. Las fuerzas que quedaban en Cañete y en Arauco, que formaban la mayor y la mejor parte de las tropas españolas de Chile, corrían el más inminente peligro de sucumbir ante el formidable alzamiento de los indios. Toda la población indígena de la región comprendida desde la cordillera de la Costa hasta el mar, y desde el Biobío hasta el río Paicaví, estaba sobre las armas; y esos indios, considerables por su número, experimentados en la guerra con cerca de veinte años de lucha incesante, enorgullecidos por sus triunfos recientes, parecían resueltos a consumar la expulsión definitiva de los extranjeros. Por el contrario, los españoles, diezmados por las batallas y por las emboscadas en que el enemigo mataba a los que se atrevían a alejarse de sus campamentos, desmoralizados por la derrota, comenzaban a perder sus esperanzas y sus ilusiones y a comprender que aquella guerra no tenía término posible.

Como contamos, desde el 10 de enero de 1569 mandaba en la ciudad de Cañete el general Martín Ruiz de Gamboa, y había desplegado allí la resolución que lo hizo tan famoso en aquellas guerras. Tenía bajo sus órdenes cerca de ciento cincuenta soldados, y un número doble de caballos. Su primer cuidado fue ponerse en comunicación con el capitán Gaspar de la Barrera, que defendía la plaza de Arauco con una débil guarnición. Ruiz de Gamboa pretendía reforzar esta plaza; pero la tentativa que acometió para realizar este proyecto fue un nuevo fracaso de las armas españolas. Habiendo salido de Cañete con cien hombres a mediados de enero, fue atajado en su marcha por los indios de guerra en el dificultoso paso de Quiapo, y tuvo que sostener un encarnizado combate sin poder abrirse camino. Los españoles desplegaron en vano todo el ardor que solían poner en las acciones de guerra, pero tuvieron que volverse a Cañete desorganizados y corridos, sin conseguir realizar su propósito de socorrer a los defensores de Arauco466.

Desde ese día la guerra fue continua en aquella región, teatro hasta entonces de tantos combates en aquella prolongada lucha. El capitán Gaspar de la Barrera, sin recibir auxilios de ninguna parte, pero contando con su valor y con alguna artillería, defendió tenazmente la plaza de Arauco, y consiguió por cerca de tres meses mantener a raya a los enemigos que pretendían atacarla. En Cañete, el general Ruiz de Gamboa desplegó igual tesón; pero teniendo una guarnición muy superior en número, luego le faltaron los víveres y los forrajes   —298→   para los hombres y para sus caballos. Como tardara en recibir las provisiones que esperaba de Valdivia, resolvió hacer salidas en los campos vecinos para recogerlas en los sembrados mismos de los indios de la comarca. Ruiz de Gamboa fue afortunado en dos de esas salidas, pero en la tercera sufrió un doloroso desastre. El 1 de febrero se había dirigido con sesenta hombres a un valle estrecho llamado Parillataru, situado a corta distancia de la ciudad. Nada le hacía sospechar el menor peligro en aquella empresa. Sus soldados y los indios de servicio se ocupaban en recoger las mieses del campo en plena madurez, cuando se vieron asaltados por compactos escuadrones de araucanos que acudían a defender sus cosechas y a dar muerte a sus depredadores. Fueles necesario sostener un rudo combate en malas condiciones, por la estrechez del valle, que no permitía hacer maniobrar la caballería. Los indios, por otra parte, estaban en parte armados de celadas cogidas a los españoles en los anteriores combates, y revestidos de corazas de cuero que los hacían casi invulnerables por las espadas y las picas. Ruiz de Gamboa quiso sacar sus tropas a terreno llano, pero la muerte de algunos soldados en los primeros momentos, introdujo en ellas la perturbación, y no fue posible pensar en otra cosa que en replegarse desordenadamente a la ciudad con pérdida de siete hombres. Dos de ellos, los capitanes Juan de Alvarado y Sebastián de Gárnica, eran soldados viejos y de reputación, experimentados en la guerra y muy estimados entre los suyos. El mismo General había recibido una herida en una pierna.

Mientras los indios cantaban victoria y cobraban mayor orgullo para continuar la guerra, los castellanos sufrían todas las fatigas y toda la vergüenza que debía producirles este desastre, y estaban obligados a reparar sus fuerzas sin contar con más auxilios que los que podía ofrecerles aquella pequeña y pobre población. «Luego que entraron en la ciudad, dice un antiguo cronista que ha trazado el cuadro pintoresco de aquellos campamentos, dieron orden en curar los heridos sin otros cirujanos más que los mismos soldados por ser todos los de este reino tan diestros en ello como si no tuvieran otro oficio, teniendo por maestra a la necesidad, la cual les ha instruido en otras muchas semejantes facultades. Así, apenas se hallará soldado que no sepa curar un caballo, aderezar una silla, errar, sangrar a un hombre y a un caballo, y aun algunos saben sembrar y arar, hacer una pared, cubrir un aposento, echar una vaina a una espada y rellenar una cota con muchos otros oficios que nunca aprendieron»467.

A las fatigas de la guerra, a las penalidades de los sitios y de los campamentos, se agregaron en breve contrariedades de otro orden que debían hacer más embarazosa la situación de los castellanos. Era raro que entre aquellos rudos soldados no germinasen a cada paso, aun, en las circunstancias más apuradas de la guerra, discordias y pendencias que venían a perjudicar la unidad de acción indispensable para hacer frente al peligro común. En Cañete sucedía esto mismo. Los generales Ruiz de Gamboa y don Miguel de Velasco eran, como sabemos, primos hermanos y antiguos camaradas en aquella larga guerra. Sea por la arrogancia e impetuosidad del primero, sea por la influencia que sobre ellos podían ejercer algunos de sus allegados, ambos jefes se miraban mal y se mantenían en completo desacuerdo sobre la manera de mantener la defensa de la ciudad. Cuando a fines de febrero, los   —299→   defensores de Cañete hubieron recibido los socorros de víveres que traía un buque despachado de Valdivia, don Miguel de Velasco se embarcó para Concepción. Venciendo no pocas dificultades y exponiéndose a todo género de peligros, llegó a Angol a dar cuenta al Gobernador del estado de la guerra. Era tal la incomunicación a que estaban reducidos los destacamentos españoles por el alzamiento general de los indios, que Bravo de Saravia había pasado dos largos meses sin recibir noticia alguna de los otros puntos en que ardía la guerra.

El Gobernador, llamado por las múltiples atenciones del gobierno, resolvió trasladarse a Concepción. Pero ese viaje presentaba en aquellas circunstancias los mayores peligros. Bravo de Saravia, con una resolución superior a cuanto habría podido esperarse de su avanzada edad, a la cabeza de ochenta hombres, y a mediados de marzo, se puso en marcha. Sus capitanes tomaron precauciones infinitas para evitar las emboscadas de los indios y todo encuentro que pudiera exponerlos a un nuevo desastre. Con este objetivo se vieron obligados a hacer un rodeo considerable, que doblaba la distancia que tenían que recorrer. Marcharon en línea recta hasta las orillas del Itata, e inclinándose allí hacia el poniente, se dirigieron a Concepción por los caminos de la costa. Aun así, aquella expedición era cada día motivo de las más serias alarmas. La columna de Bravo de Saravia no podía avanzar un solo paso sin hacer reconocimientos, sin recoger informes sobre las posiciones que ocupaban los indios sublevados en todas partes, y sin verse obligada con frecuencia a retardar su marcha. Gracias a estas precauciones, después de un penoso viaje de nueve días, el Gobernador entraba a Concepción el 24 de marzo de 1569, sin más pérdida que la de uno de sus capitanes ahogado en el paso del Biobío.

En Concepción, Bravo de Saravia pudo imponerse más de cerca del triste estado que llevaban las cosas de la guerra, y de su absoluta imposibilidad para remediarlo. El aislamiento en que se hallaban las plazas militares, y el inminente peligro en que se veían sus guarniciones, estaban demostrados con el hecho de que los defensores de Cañete no habían podido comunicarse con los de Arauco a pesar de la corta distancia que había entre ambos lugares. Convencido de que no le era posible socorrerlos, y temeroso de que ambas plazas cayesen en poder de los bárbaros, lo que sería un desastre mayor que todos los sufridos hasta entonces, el Gobernador determinó hacerlas evacuar para salvar al menos las tropas que las guarnecían. Pero esta resolución envolvía una gran responsabilidad que él no quería asumir por completo. Para compartirla con otras personas, convocó una asamblea de los oidores de la Audiencia, de los capitanes de su ejército y de los vecinos más considerados de Concepción. Hubo en aquella junta diversidad de pareceres; los militares, sin embargo, estuvieron conformes en que la conservación de la plaza de Arauco, imponía sacrificios considerables al tesoro real sin compensación alguna desde que las tropas que la guarnecían no podían entregarse al ejercicio de ninguna industria, y envolvía, además, un serio peligro. Allí no había otros edificios de mediana importancia que los paredones que servían para la defensa, y ésos no valían la pena de hacer grandes sacrificios para su conservación. Los soldados que los custodiaban no podían sembrar, y corrían el riesgo de sucumbir a manos de los indios, o de perecer de hambre si no eran socorridos oportunamente. Apoyándose en este parecer, el Gobernador despachó en los primeros días de abril una fragata y dos embarcaciones menores con las instrucciones convenientes para la evacuación de la plaza. Bravo de Saravia, con todo, no queriendo hacerse responsable de esta determinación, dejó al jefe de Arauco en la libertad de abandonarla si lo creía necesario.

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Esta operación presentaba, sin embargo, muy serias dificultades. Los defensores de Arauco vivían en medio de las mayores penalidades, amontonados en un pequeño recinto en que estaban envueltos con sus caballos, tenían muy escasos víveres y se veían bloqueados por enemigos feroces e implacables que no dejaban salir un solo hombre del recinto de las fortificaciones. El embarco de esa gente, de sus bagajes y de su artillería, debía ser la señal de un combate en que la guarnición habría sucumbido sin remedio. No quedaba más arbitrio que efectuarlo de noche para burlar la vigilancia de los indios. Esto fue lo que se hizo: el capitán Gaspar de la Barrera mandó transportar sus cañones y embarcar su gente; pero por más precauciones que tomó, sus soldados tuvieron que romper en la noche un escuadrón de indios que intentaba cerrarles el paso; y en la mañana siguiente, los últimos que se embarcaban estuvieron a punto de caer en manos del enemigo. Ese día los bárbaros pudieron cantar victoria y cobrar nuevos ánimos para proseguir la guerra. Después de saquear los galpones que habían servido de cuarteles a los castellanos, donde quedaban algunos objetos que no había sido posible transportar, los bárbaros arrasaron las murallas y se entregaron a las fiestas con que solían celebrar sus triunfos. En esta jornada cayeron en sus manos sesenta caballos ensillados, que podían haber sido muy útiles a los indios en las operaciones subsiguientes; pero aquellos bárbaros, acosados quizá por el hambre o inducidos por la ferocidad y el salvaje espíritu de destrucción de cuanto había pertenecido a sus enemigos, dieron muerte a muchos de ellos para comérselos en sus fiestas y borracheras.

Quedaba todavía en pie la ciudad de Cañete; y sobre ella cargaron los indios en mayor número para estrechar su sitio. Bravo de Saravia, sin atreverse a decretar su despoblación, había avisado a sus defensores que no podía enviarles socorro alguno, recomendándoles que hiciesen lo que les pareciera más acertado. El jefe de la plaza, el valiente Ruiz de Gamboa, no queriendo tampoco asumir la responsabilidad por un acto que podía perjudicarlo en su carrera posterior, exigió la orden expresa para abandonar la plaza. Pero cuando supo la evacuación de Arauco, y recibió nueva carta en que el Gobernador le avisaba otra vez que no podía socorrerlo, se determinó, de acuerdo con los vecinos y con sus oficiales, a evacuar la ciudad. Un buque los esperaba en el puerto. Allí se embarcaron los soldados, las mujeres y los niños llevando consigo todos los objetos que podían transportar, pero dejando en tierra muchos otros y trescientos caballos que cayeron en poder de los indios. Después del saqueo, éstos destruyeron las fortificaciones, incendiaron las casas y se entregaron a todos los transportes de júbilo y de orgullo al ver que habían limpiado de españoles toda aquella región del territorio. Los defensores de Cañete, salvados de una tempestad que los asaltó en el mar, llegaron a Concepción el 4 de mayo de 1569, y pudieron considerarse libres de tantos peligros como habían corrido en los últimos meses. Su salvación pudo considerarse providencial; apenas acababan de desembarcar, el buque que los conducía chocó en tierra y se perdió con toda su carga dentro del mismo puerto468.