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ArribaAbajoCapítulo decimotercio

Los presidentes don Alonso Pérez de Salazar y don Juan de Lizarazu


Discordia entre los agustinos y los mercenarios.- El ilustrísimo señor don fray Francisco de Sotomayor, octavo obispo de Quito.- La imagen de Nuestra Señora de Copacavana. - El ilustrísimo señor don fray Pedro de Oviedo, noveno obispo de Quito.- Toma posesión del obispado.- El licenciado don Alonso Pérez de Salazar, noveno presidente de Quito.- Competencias pueriles y rivalidades entre los oidores.- El doctor don Juan de Lizarazu, décimo presidente de la Audiencia de Quito.- Su muerte.- Vacante de la presidencia.- Los conventos.- Estado de la observancia religiosa en ellos.- Curatos de los regulares.- Virtudes y celo del obispo Oviedo.- Terremoto de 1645.- Peste.- El señor Oviedo es promovido al arzobispado de Charcas.- Una mirada retrospectiva.- El primer siglo de la colonia.- El venerable padre fray Pedro Urraca y otros religiosos ilustres por sus virtudes.- La bienaventurada virgen Mariana de Jesús.- Su santidad.



I

Ocupados en la narración de los hechos ruidosos a que dio motivo la visita del tristemente célebre inquisidor Mañozca, hemos guardado silencio acerca de los acaecimientos de otro género, que por aquel mismo tiempo se verificaron; sin embargo, antes de continuar refiriendo lo que sucedió en la colonia después de la muerte del presidente Morga, es indispensable que demos cuenta de algunos otros hechos relacionados con la misma visita de don Juan Mañozca, para que se conozca cuánto había decaído la observancia religiosa en los conventos de Quito.

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Una de las más graves faltas, cometidas por el inquisidor Mañozca durante su visita de la Audiencia, fue la prisión y destierro de los tres frailes agustinos, por lo cual ansiaba el Visitador desvanecer completamente ese cargo; y, cuando estaba angustiado, revolviendo en su interior la manera de sincerar su conducta, recibió la carta del padre Chávez, en la que le pedía perdón de lo pasado, y le ofrecía estar en adelante humildemente a sus órdenes en todo cuanto a bien tuviera disponer de su persona y de su comunidad. Tan inesperada carta despejó el oscuro horizonte que rodeaba al Visitador; la cárcel de la Inquisición de Lima se abrió y fray Francisco de Chávez fue puesto en libertad, y regresó a Quito, donde continuó desempeñando el cargo de provincial de los agustinos. El venerable Inquisidor exigía del Provincial que desmintiera los informes, que ante el Real Consejo de Indias había presentado el padre fray Leonardo Araujo; y el Provincial, cumpliendo sus promesas, dirigió a la misma regia Corporación informes favorables a Mañozca; pero el padre Araujo había regresado ya a Quito, y el Visitador estaba de vuelta en Lima; en el convento había dos bandos: unos sostenían al padre Araujo, a los otros acaudillaba el padre Chávez; también en la ciudad había divisiones y partidos; el presidente Morga y los oidores, a quienes había humillado y hostilizado tanto el Visitador, trabajaban calurosamente a fin de que no se desmintieron en la Corte los informes llevados por el padre Araujo; todos los que se habían querellado contra el doctor Morga; todos los que se habían   -171-   prestado a dar declaraciones contra él, y los que habían servido a Mañozca andaban inquietos y se afanaban por hacer llegar pronto al Consejo denuncias y noticias y nuevos informes, para justificar la conducta del Visitador; ardía Quito en discordias y rencores, y la paz de las familias estaba desterrada del hogar.

Entre tanto, fray Leonardo Araujo, fingiendo un viaje de mero descanso a la provincia de Imbabura, toma disimuladamente el camino de Pasto para bajar por el Magdalena a Cartagena, y embarcarse de nuevo para España; fray Leonardo era astuto y previsivo; armose de patentes y recomendaciones para el buen éxito de su viaje, y salió a ocultas de Quito, encargando a fray Andrés Sola, provincial de los mercenarios, que, con toda seguridad, le remitiera a Pasto un par de petacas, en las cuales llevaba sus papeles y documentos43.

Para cumplir mejor la recomendación de su   -172-   amigo y confidente, determinó el padre Sola llevar él mismo en persona las petacas hasta Pecillo, desde donde le sería fácil remitirlas a Pasto. En efecto, una mañana, como a eso de las nueve, los indios de Pecillo salían del convento de la Merced, conduciendo una mula con dos petacas, y tomaban el camino del Norte; el padre Sola debía seguirles poco después. El buen Padre creía que nadie era sabedor de su secreto, pero se equivocaba grandemente. Los indios llegan al ejido, y allí tres frailes agustinos, armados de garrotes, les salen al encuentro, los detienen y les intiman que entreguen al punto las petacas los indios resisten; los frailes asen del cabestro a la mula; los indios defienden las petacas agarrándose de ellas por entrambos lados; los frailes descargan sobre los cuitados sus garrotes y, apaleándolos, les quitan violentamente la mula, y se vienen a Quito tirándola del diestro. Asustados los indios, represan a carrera a la Merced; en la calle encuentran al padre Sola y le dan cuenta de lo que había pasado. Oye el Padre la noticia de los indios, voltea riendas a su caballo, lo espolea y corre tras los agustinos; alcanza a divisarlos de lejos y comienza a dar gritos, clamando que le vuelvan las petacas; los agustinos hacen como si no le oyeran, y acelerando el paso, se meten por la puerta falsa de su convento; quiere el padre Sola darles alcance; pero, en el afán de correr, resbala su cabalgadura y da con el fraile en tierra. Los agustinos habían conseguido su objeto; se habían apoderado de todos los papeles del padre Araujo.

La ciudad se conmovió; nadie sabía darse   -173-   cuenta de lo que estaba pasando: unos levantaban del suelo al padre Sola; otros seguían a los agustinos; frailes de la Merced bajaban corriendo; los tres indios hablaban a gritos en su idioma y el concurso de curiosos se aumentaba por instantes. «¿Qué es esto?... ¿Qué ha sucedido?...», preguntaban todos con curiosidad. «Los padres agustinos se han robado las petacas del provincial de la Merced», respondían algunos.

El padre Sola se presentó en la Audiencia, demandó judicialmente a los agustinos y exigió que le fueran devueltas las petacas; admitida la demanda, se dio orden al prior de los agustinos de entregar las petacas. El padre Chávez cumplió, sin dificultad, el auto de la Audiencia, presentó las petacas e hizo constar que eran de su provincial, del padre Leonardo Araujo, que había emprendido viaje a España, sin patente del Definitorio. Llegado a este punto semejante negocio, todos guardaron silencio, contentándose los oidores con informar vagamente al Consejo de lo que había sucedido. Éste fue uno de los más escandalosos incidentes a que dio motivo la estrepitosa visita del inquisidor Mañozca.




II

Este último suceso, de que acabamos de hablar, acaeció estando ya en Quito el obispo don fray Pedro de Oviedo, inmediato sucesor del ilustrísimo señor don fray Francisco de Sotomayor, que gobernó pocos años este obispado.

Después del fallecimiento del ilustrísimo señor obispo don fray Alonso de Santillán, se juntaron   -174-   en Cabildo los canónigos, declararon la sede vacante y fijaron el día en que habían de hacer la elección de vicario capitular. Entonces no había en el coro de la Catedral de Quito más que nueve canónigos, y con ser tan pocos, se dividieron en dos partidos, cada uno con su respectivo candidato: jefe del un partido era el doctor Juan de la Villa, deán; acaudillaba el otro el arcediano, don Gaspar Centurión Spínola; llegó el día de la elección, y el deán y los de su partido dieron sus votos por el licenciado Juan Muñoz Galán; como estos canónigos eran cuatro, y los del partido opuesto querían que fuera elegido don Matías Rodríguez de la Vega, maestrescuela de la Catedral, parecía que la elección sería difícil; pero el Maestrescuela zanjó la dificultad, dando, llanamente, el voto por sí mismo. Sorprendidos los del bando opuesto, levantaron la voz y protestaron contra semejante abuso, declararon que la elección era nula y que, por 1o mismo, el derecho de nombrar vicario capitular había pasado del Cabildo de Quito al metropolitano de Lima. El Arcediano con el Maestrescuela apelaron a la Audiencia para que dirimiera la cuestión. El presidente Morga y los oidores pronunciaron un auto, por el cual declararon que el maestrescuela, don Matías Rodríguez de la Vega, había sido legítimamente elegido vicario capitular y que, en consecuencia, debía el Cabildo eclesiástico expedirle título en forma, para que principiara a ejercer la jurisdicción y gobernar el obispado. Don Matías Rodríguez de la Vega era doctor en Cánones, graduado en la famosa Universidad de Salamanca; tomó a su   -175-   cargo el gobierno eclesiástico de la diócesis; el viernes, 24 de noviembre de 1622, más de un mes después de la muerte del obispo Santillán, y lo ejerció hasta el 4 de mayo de 1624, fecha en la cual el Cabildo declaró vacante el cargo de vicario capitular, por haber regresado a España el doctor Matías Rodríguez de la Vega, y eligió en su lugar al canónigo Pedro Guerrero de Luna, el cual rehusó admitir el nombramiento alegando su falta de salud.

El Cabildo eligió, con este motivo, al licenciado Rodrigo de Araujo, cura de Riobamba, quien continuó gobernando la diócesis hasta la llegada del nuevo obispo, don fray Francisco de Sotomayor44.

El señor Sotomayor vino por Panamá y Guayaquil, y tardó algunos días en su viaje, porque donde llegaba se detenía, administrando el sacramento de la Confirmación; al fin, entró en esta ciudad el día 30 de enero de 1625. Desde Riobamba envió poder al Deán para que tomara la posesión canónica del obispado, presentando las bulas y cédulas reales, mediante las cuales hacia constar su presentación por parte del Rey, y su preconización por parte de la Santa Sede.

El obispo Sotomayor era varón muy prudente y amigo de la paz; apenas llegó a Quito, cuando determinó salir de la ciudad y alejarse de ella para evitar toda ocasión de rompimiento con el visitador Mañozca, cuyo carácter recio y dominante conoció al momento. Llegó a Quito   -176-   el nuevo Obispo, precisamente en los momentos en que el Visitador había hecho encerrar en una prisión al Presidente y a los oidores. Anunció, pues, la visita de la diócesis y se ausentó de Quito, para practicarla despacio en las parroquias de su inmenso obispado.

Don fray Francisco de Sotomayor era oriundo de una respetable casa solariega de Galicia; nació en la villa de Santo Tomé, perteneciente al obispado de Tuy; sus padres fueron: don Baltasar de Sequeiros y Sotomayor, y doña Isabel Osores de Zúñiga. Hallábase ocupado en continuar sus estudios en Salamanca, cuando, sintiéndose con vocación a la vida religiosa, vistió el hábito de San Francisco en el convento de la misma ciudad, del cual, con el tiempo, mereció ser nombrado guardián; como definidor de la provincia de Castilla asistió al Capítulo general, que su orden celebró en Roma. Nuestro Obispo era hermano de fray Alonso de Sotomayor, que tan grande intervención tuvo en los asuntos de gobierno, durante el reinado de Felipe cuarto, como confesor de este monarca.

El ilustrísimo señor Sotomayor fue presentado primero para el obispado de Cartagena; pero, antes de ser preconizado, lo presentó el Rey para la diócesis de Quito; prestó el juramento de obediencia al Papa en manos del Nuncio Apostólico en Madrid, y recibió en Panamá la consagración episcopal de manos del señor don Gonzalo de Ocampo, cuarto arzobispo de Lima. La ceremonia tuvo lugar el 18 de agosto de 1624.

El episcopado del señor Sotomayor tuvo corta duración y no pasó de cuatro años, porque   -177-   en 14 de enero de 1628 recibió noticia de estar promovido al arzobispado de Charcas, para donde le fue indispensable ponerse en camino, cumpliendo las disposiciones del Consejo, que le ordenaba pasar a su nueva diócesis y hacerse cargo del gobierno de ella. En febrero de 1629 salió de Quito, y tomó la derrota por Cuenca y Loja para bajar a Lima, desde donde continuó su viaje a Charcas; pero las fatigas inherentes a un tan dilatado camino y los achaques de la vejez pusieron término a su vida, y falleció en Potosí, antes de llegar a la capital de su arzobispado.

Notables fueron en el obispo Sotomayor el celo por el culto divino y la caridad para con los pobres; cuidaba mucho de que las funciones sagradas se hicieran con solemnidad, y gran parte de sus rentas empleaba en socorrer a los necesitados. Su piedad se hizo muy ostensible el año de 1626, cuando hubo en estas provincias frecuentes temblores, que se repitieron durante dos meses enteros, sumiendo a Quito en grande consternación; entonces, el Obispo, acompañado del clero de la ciudad, acudió al auxilio misericordioso del Cielo, implorando la divina clemencia por medio de procesiones y rogativas. A las cinco de la tarde, después de puesto el sol, salió de la Catedral la procesión y subió a la iglesia de la Merced; allí se detuvieron algún tiempo, orando en profundo silencio y recogimiento delante del Santísimo Sacramento, expuesto solemnemente a la adoración pública; de la Merced pasó la rogativa a San Francisco, y de San Francisco, tocando en la Compañía, regresó a la Catedral pasadas ya las diez de la noche, porque en las estaciones   -178-   de San Francisco y de la Compañía se expuso también el Sacramento y se detuvo el concurso en oración por un espacio de tiempo. Lleváronse en la procesión dos imágenes: la de San Jerónimo, abogado de Quito contra los temblores, y la de Nuestra Señora de Copacavana, a la cual en aquel tiempo se le profesaba gran devoción en esta ciudad. El origen de la devoción a esta sagrada imagen fue el siguiente.

Siendo obispo de Quito el venerable señor Solís, tocó en esta ciudad un hombre que venía del Perú y regresaba a Popayán, de donde era nativo y donde tenía su casa y familia; este individuo había emprendido desde el Cauca una peregrinación al célebre santuario de Copacavana en los extremos meridionales del Perú; satisfecha su devoción, antes de volver a su casa, mandó trabajar en madera una estatua de la Santísima Virgen enteramente igual a la que había ido desde tan lejos a venerar en Copacavana. Supo el Señor Solís la traída de la imagen a Quito, y dio orden que se la llevaran para verla; obedeciose al punto la voluntad del Prelado; vio el Obispo la imagen y, reconociendo en ella un trasunto fiel de la milagrosa de Copacavana, se encendió en devoción y protestó que no había de permitir que su ciudad episcopal se quedara sin una prenda sagrada de tanto valor a los ojos de la piedad cristiana. Constriñó, pues, el Obispo al peregrino de Popayán a que cediera a Quito la imagen; condescendió el hombre y el Obispo le regaló dos mil pesos de plata, parte sacados de sus rentas, y parte colectados de entre los fieles con aquel objeto; y, al erogar tan excesivo precio   -179-   por una imagen, quiso el piadoso Obispo dar a entender a su pueblo la alta estimación en que tenía las cosas sagradas; materialmente entre el objeto y su precio había una desproporción monstruosa45.

Contentísimo el santo Obispo con una tan preciosa adquisición, puso la imagen en la Catedral, le erigió altar y designó un capellán encargado de darle culto. Y hasta en la elección del capellán mostró el señor Solís su devoción, porque nombró a don Miguel Sánchez Solmirón, uno de los sacerdotes más ejemplares que tenía esta ciudad en aquella época.

El señor Sotomayor, por su piedad, no desmereció el ser digno sucesor del ejemplar obispo Solís en la sede de Quito. Era en sus actos espejo de virtud, en que se miraba su pueblo. El día de partir de esta ciudad para su arzobispado de Charcas, congregó al Cabildo eclesiástico en la Catedral, oró devotamente hincado de rodillas, besó lleno de efusión el ara del altar mayor, abrazó uno por uno a todos los canónigos y se despidió del pueblo dándole su bendición. Los oidores, el Presidente, los miembros del Ayuntamiento y todos los principales vecinos de Quito le salieron acompañando hasta fuera de la ciudad. El ilustrísimo don fray Francisco de Sotomayor salía de su ciudad episcopal dejando buena memoria de sí46.



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II

Veamos lo que sucedió en Quito después de la partida del Obispo.

Así que se supo en Quito que el Obispo había salido de Cuenca, declararon los canónigos la sede vacante y procedieron a elegir vicario capitular; el Cabildo tenía noticia de la elección del sucesor del señor Sotomayor y sabía que el Papa lo había preconizado ya y expedido las bulas; por tanto, los canónigos hicieron elección de vicario capitular y nombraron a don Miguel Sánchez Solmirón, que entonces era maestrescuela   -181-   de la Catedral de Quito; esto pasaba el 15 de junio de 162947.

El sucesor del obispo Sotomayor llegó a Quito en octubre de aquel mismo año; pero, aunque desde Pasto, donde se detuvo unos treinta días, se había hecho cargo del gobierno de la diócesis, con todo, la toma de posesión de ella no se verificó sino hasta tres meses después, el lunes 17 de enero de 1631, cuando se recibieron en Quito las bulas originales de Su Santidad. El señor Sotomayor y el señor Oviedo fueron a un mismo tiempo presentados al papa Urbano octavo por el rey Felipe cuarto, el primero para la sede arzobispal de Charcas, y el segundo para el obispado de Quito; aceptados ambos y preconizados en Roma, se les expidieron las bulas, por las cuales el Papa los instituía obispos de seis diócesis   -182-   respectivas; recibiéronse las bulas en el Real Consejo de Indias y se despacharon las cédulas que en aquellos casos se acostumbraban. En una de éstas comunicaba el Rey al Cabildo eclesiástico de Quito la elección del señor Oviedo, asegurando que las bulas pontificias serían remitidas a Quito inmediatamente, en los primeros galeones que vinieran a Indias; dando, pues, crédito a la palabra de su Rey, y prestando a ella el debido acatamiento, trasmitieron los canónigos al señor Oviedo la jurisdicción espiritual del obispado, cosa que en aquellos tiempos se solía hacer ordinariamente en la América española.

El día 17 de enero de 1630 se verificó, con gran solemnidad, en la Catedral la ceremonia de la toma de posesión del obispado. Fue un día lunes; a las nueve de la mañana acudieron a la iglesia las comunidades religiosas, los párrocos y todos los demás eclesiásticos de la ciudad; el Cabildo secular, los oidores con el presidente   -183-   Morga y el visitador Galdós de Valencia, muchas personas notables y un numerosísimo concurso de pueblo; el Obispo, acompañado del Cabildo eclesiástico, asistió en el coro a la celebración de la misa, que se cantó solemnemente; terminada la misa, pasó del coro al altar mayor, se revistió de capa pluvial e hincado de rodillas en su trono, vuelta la cara hacia el pueblo, hizo, en voz alta, la protestación de la fe; luego, un eclesiástico, desde el púlpito, leyó las bulas; así que terminó la lectura, fue el Prelado conducido en procesión al coro bajo de palio, cuyas varillas llevaban los miembros del Ayuntamiento; llegados al coro, sentose el Obispo en su silla, mientras los canónigos ocupaban las suyas; practicada esta ceremonia, la procesión regresó al altar mayor, y allí el Obispo, sentado bajo el solio, recibió la obediencia que le prestaron los canónigos, acercándose de uno en uno para besarle la mano; el Obispo iba dando un abrazo a todos los que se le acercaban; a los canónigos siguió el clero secular y después los prelados de las órdenes religiosas, incluso el provincial de los jesuitas.

Cuando hubo terminado el clero, se desnudó el Obispo las vestiduras sagradas y tomó la capa magna de seda de color carmesí para bajar al estrado de la Real Audiencia, donde el Visitador, el Presidente y los oidores, cada uno por su orden, le besaron la mano, y el Prelado retornó el ósculo del anillo con un abrazo. Terminada la ceremonia con la bendición episcopal, principió a salir de la iglesia el concurso, mientras llenaban los aires de regocijo los repiques de las campanas de todas las iglesias de la ciudad.

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El ilustrísimo señor don fray Pedro de Oviedo, noveno obispo de Quito, gobernó como diez y siete años, desde 1629 hasta 1646; y en tan largo tiempo de episcopado no desmintió, ni una sola vez, la fama de prudente y manso que le precedió en Quito, antes que llegara a esta ciudad. Era nativo de Madrid e hijo de don José de Oviedo y de doña María Falconí, ambos personas de no oscura nobleza; siendo muy joven vistió la cogulla de monje cisterciense y no tardó en llegar a ser abad del monasterio de San Clodio. Honrado con la muceta de doctor en la Universidad de Alcalá, desempeñó en ella, con grande aplauso, el profesorado de Teología escolástica, hasta que fue premiado con la mitra de arzobispo de Santo Domingo en la Isla Española. Tales muestras de sagacidad y tino dio en el gobierno de su obispado, principalmente presidiendo un Sínodo provincial, convocado para la reforma y mejor organización de la provincia eclesiástica, que el rey don Felipe cuarto juzgó que galardonaría los méritos del Prelado trasladándolo a la diócesis de Quito, cuyos emolumentos en aquella época eran más pingües que los de Santo Domingo.

En efecto, el papa Urbano octavo autorizó la traslación y el señor Oviedo vino a Quito, donde conservó su título de Arzobispo, llamándose el Arzobispo Obispo de Quito. Esta traslación se verificó el año de 1628 y el nuevo Prelado, desembarcando en Cartagena, hizo su viaje por tierra hasta esta ciudad48.

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Grandes virtudes poseía el señor Oviedo, pero entre todas ellas, dos eran las que más resplandecían, a saber: su devoción fervorosa y su mansedumbre inalterable. A este Obispo se le debe el templo, que hasta ahora existe en el Quinche, y las mejores alhajas que enriquecen ese santuario, porque el señor Oviedo se esmeró en tributar culto a la imagen sagrada que se venera en aquel pueblo, dando para con la bendita Madre de Dios ejemplo de tierna piedad filial. Su mansedumbre era sostenida por una prudencia calmada y reflexiva, que huía de la violencia y de la precipitación, como de escollos en que fracasa el acierto; su celo no era vehemente e impetuoso como el del señor Ribera; ni su paciencia, apocada y pusilánime, como la del señor Santillán; así es que, consiguió hacerse amar y respetar de todos generalmente; no exigió nunca de sus súbditos más de lo que podía dar de sí la humana flaqueza, atendidas las condiciones de las personas y las circunstancias de los tiempos. En dar limosna   -186-   y aliviar los sufrimientos de los pobres fue muy recomendable: «Señor -le dijo un día su tesorero-, es necesario hacer economías». «¿Y cómo las haremos?», preguntó el Obispo. «Disminuyendo la servidumbre de la casa», contestó el tesorero. «Te faculto para que hagas en la familia las reformas que juzgues necesarias», repuso el Prelado. Valiéndose de semejante autorización, el tesorero despidió de la casa a la mitad de los criados; pero los expulsados acudieron a su patrón y le pidieron que no los desamparara; entonces el señor Oviedo congregó a todos sus domésticos y, hablando con su ecónomo, le dijo graciosamente: «Yo he menester de éstos, que tú has dejado; éstos, a quienes tú los has despedido, han menester de mí». Con semejante respuesta dejó contentos a todos y muy honrada la caridad.

El obispo Sotomayor gobernó durante los años más agitados y turbulentos que hubo para Quito en el siglo decimoséptimo; aquellos cuatro años fueron los de la visita del inquisidor Mañozca, cuando todo se hallaba aquí inquieto y trastornado; llegó el señor Sotomayor cuando el viejo presidente Morga estaba suspenso de su alto cargo y preso en su propia casa; evitó el discreto Obispo toda discordia con el temerario Visitador, y salió de la ciudad para ocuparse en la visita de los pueblos, mientras Quito ardía en escandalosas alteraciones públicas; dos años y medio después de su llegada a Quito, vio la destitución del Visitador y la vuelta de Morga a la presidencia, y guardó con él toda armonía hasta que salió de esta ciudad, despidiéndose de ella   -187-   para siempre al ir a tomar posesión del nuevo obispado a que había sido ascendido.

Hacía pocos días a que el visitador Galdós de Valencia había llegado a San Miguel de Latacunga, cuando entró en Quito el obispo Oviedo; el Visitador venía de Lima y se detuvo a pocas leguas de la ciudad en el camino del Sur; el Obispo, como venía de las Antillas, hizo su entrada en Quito por el ejido del norte. Casi siete años después de la venida del señor Oviedo, falleció en Quito el presidente Morga; y en los diez años siguientes hasta el de 1646, en que dejó este obispado para trasladarse a la sede metropolitana de Charcas, guardó el Obispo la más tranquila concordia con los presidentes, que en el gobierno de estas provincias le sucedieron al doctor Morga. Semejante fenómeno moral de una armonía inalterable, durante tres lustros de tiempo entre los presidentes de nuestra antigua Real Audiencia y el obispo de Quito, no puede explicarse sino por la prudencia del señor Oviedo y el respeto que a todos generalmente inspiraban su ciencia y sus virtudes.

Los años, los padecimientos, las humillaciones le hicieron más cauto al doctor Morga, y así los últimos tiempos de su gobierno fueron mejores que los primeros. Por su muerte, como era de ley, presidió en la Audiencia el oidor más antiguo, que lo era entonces el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro, y gobernó este distrito hasta que vino a esta ciudad el licenciado don Alonso Pérez de Salazar, sucesor del doctor Antonio de Morga y octavo presidente de Quito.



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III

Pérez de Salazar era débil de salud y ya muy avanzado en edad, cuando se hizo cargo de la presidencia de Quito. Sus padres fueron don Alonso Pérez de Salazar y doña María Rosales, ambos españoles. El padre fue oidor en la Audiencia de Bogotá, y por su honradez y rectitud mereció que Felipe segundo le nombrara fiscal y después ministro del Consejo de Indias; su hijo obtuvo primero una plaza de oidor en la Audiencia de Lima, y luego el cargo de presidente de la de Quito, que desempeñó desde el 19 de septiembre de 1637 hasta fines de septiembre de 1642, en que fue trasladado a la presidencia de Charcas, de la cual no tomó posesión porque murió cerca del puerto de Arica, yendo de viaje a su nuevo destino49.

Los cinco años del gobierno de Pérez de   -189-   Salazar transcurrieron pacíficamente; don Alonso era morigerado y guardaba armonía con el Obispo; pero no así con los oidores sus colegas, entre quienes hubo enemistades escandalosas, las cuales, por fortuna, no se hicieron trascendentales al pueblo, cosa rara y casi inexplicable en una ciudad como Quito. Componíase entonces el tribunal de la Real Audiencia de los siguientes ministros: el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro y Manrique, consultor de la Inquisición de Llerena en Extremadura y después visitador de la Audiencia de Bogotá; don Alonso del Castillo y Herrera, don Alonso de Mesa y Ayala, don Francisco de Prada y don Juan de Valdez y Llano. Fiscal era don Melchor Suárez de Poago, el mismo que había ocupado ese destino durante la mayor parte de la presidencia del doctor Morga.

Las costumbres de estos magistrados eran el asunto ordinario de las conversaciones y tertulias de los quiteños, que, a falta de objeto más importante, no apartaban los ojos de sobre los oidores y el Presidente, notando todas sus acciones y llevándoles la cuenta hasta del más sencillo de sus pasos. El Presidente visitaba muy a menudo a los jesuitas, y los padres se esmeraban en regalarlo y obsequiarlo; todas las noches le enviaban precisamente seis huevos frescos para la cena de su señoría, y todas las semanas un jamón. Rodríguez de San Isidro insinuó a los padres cuán agradecido les quedaría si gastaran también con él los mismos obsequios que usaban con el Presidente, y los jesuitas juzgaron muy conveniente dar gusto al Oidor.

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El Presidente y el doctor Rodríguez de San Isidro eran amigos, y los dos formaron un bando contra el licenciado Prada y sus colegas. Castillo de Herrera falleció muy pronto; Rodríguez de San Isidro se ausentó a desempeñar una comisión de gobierno que le fue encomendada.

El licenciado don Francisco de Prada era el más moderno de los oidores y, como tal, debía ir en las asistencias solemnes acompañado del Fiscal y del Alguacil de Corte, porque no habiendo más que tres oidores, los dos más antiguos marchaban juntos y el más moderno, según las ordenanzas de la Audiencia, debía salir entre el Fiscal y el Alguacil; Prada se consideró humillado yendo entre el Fiscal y el Alguacil, y el día 6 de enero de 1642, en la puerta del palacio, y cuando ya la asistencia desfilaba en orden con dirección a la Catedral para asistir a la fiesta de los Reyes, el Oidor rehusó ocupar su puesto y pretendió ir en compañía de los otros dos oidores; éstos se negaron a su pretensión y le intimaron que guardara la ordenanza; hubo altercados y requerimientos y, al fin, el puntilloso Licenciado abandonó la concurrencia y se dirigió a su casa. El 2 de febrero, con motivo de la concurrencia del tribunal a la fiesta de la Candelaria, se repitió la misma escena y hubo nuevos escándalos; los oidores antiguos no cedieron su puesto de honor, y el licenciado Prada discurrió el arbitrio de acostarse en cama y fingirse enfermo todos los días de asistencia de tabla para evitar el sonrojo, que a su quebradiza vanidad le causaba el ir acompañado de empleados inferiores a él; así andaban las cosas hasta que vino un nuevo   -191-   oidor menos antiguo que Prada, con lo cual éste, sanando de sus enfermedades, principió a ser puntual en las asistencias; pero sucedió que también al recién venido le disgustara ocupar el medio entre el Fiscal y el Alguacil, y se fingió enfermo y se quedó en su casa... Como Prada no sospechara siquiera la falta de Ortiz Zapata, acudió a la hora señalada un día de asistencia oficial; llega el momento de salir, ocupa cada cual su puesto respectivo, el Oidor más moderno no está presente y Prada debe ir en medio del Fiscal y del Alguacil; ahí fueron los apuros del vanidoso Licenciado, ahí las cóleras, ahí las protestas; la procesión se trastornó y todo fue desorden y alboroto; el Oidor, irritado, se marchó a su casa, pero el presidente Pérez de Salazar lo castigó imponiéndole una multa de doscientos pesos50.

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El licenciado don Francisco de Prada era, en verdad, un sujeto de partes muy raras; quien lo oyera discurrir acerca de la moral, no sospecharía nada contra sus costumbres privadas. Dio en salir todas las noches a rondar la ciudad, haciendo visitas repentinas a ciertas y determinadas casas, calificadas por él de sospechosas, en altas horas de la noche escalaba el bueno del Licenciado las tapias de las huertas, se descolgaba suavemente y, andando en puntillas, se colaba de rondón en los dormitorios y registraba de sorpresa las camas, descorriendo las cortinas y tanteando a oscuras... En estas visitas a domicilio, pesquisaba armas y recogía cuantas encontraba para precaver oportunamente, según él decía, los alzamientos, a que esta ciudad era tan propensa. Pero, es lo cierto que los mismos oidores, los colegas de Prada, aseguraban que con las armas pesquisadas hacía aquél un muy lucrativo negocio, mandándolas a vender de su cuenta en las provincias remotas, donde se pagaban a muy buen precio; y de las visitas nocturnas a domicilio murmuraban que eran excursiones pecaminosas, en que el taimado del Oidor corría aventuras no muy honestas.

Ardía, pues, la división entre los ministros de la Real Audiencia: Prada reñía con todos, y todos reñían con Prada. Rodríguez de San Isidro   -193-   hizo punto de conciencia humillar a su émulo y colega; acusole de que vivía en relaciones ilícitas con la misma india que servía en su casa; Rodríguez de San Isidro escaló la casa de Prada, sorprendió a la india y la sacó arrastrando de loa cabellos hasta la calle, donde la entregó en manos de sus pajes para que la pusieran en la cárcel; pero, aunque la tuvieron presa muchos días, y aunque a fuerza de amenazas intentaron hacerle declarar contra su patrón, no pudieron arrancarle una sola palabra que mancillara la vida privada del Oidor. En medio de semejantes escándalos, dados por los mismos magistrados y ministros de justicia, ¿qué era de la moral pública?...

No era posible que el Rey dejara de poner remedio a estos males, y lo puso, en efecto. Prada fue separado de Quito y trasladado a la Audiencia de Bogotá, después de seguirle un sumario para averiguar los delitos de que se le acusaba ante la Corte; había casado ocultamente a una hija suya con un vecino de Cuenca, y dado de bofetadas a un fraile. Lo cierto es que, para aquellos tiempos, el licenciado Prada era uno como librepensador; pues, con grande franqueza, censuraba en público la codicia de algunas comunidades religiosas y la vida relajada de nuestros conventos, anticipándose con mucho a su siglo.

Al oidor Rodríguez de San Isidro se le promovió a una plaza en la Audiencia de Charcas; pero renunció discretamente el ascenso, porque, como había sido antes juez de residencia de algunos de los oidores, no quiso tener por colegas   -194-   a los mismos a quienes había juzgado, y prefirió continuar en Quito como oidor más antiguo de esta Audiencia.

Al fiscal don Melchor Suárez de Poago, caballero asturiano natural de Jijón, mandó el Rey darle en público una reprensión por su carácter duro, colérico y amigo de riñas y disensiones; el Fiscal era ya bastante viejo, y estaba sordo, cuando de orden del Monarca fue sometido a una tan tremenda humillación; en pie, delante del presidente Lizarazu y los demás oidores, vio el abatido viejo los ademanes del escribano que le leía la reprensión, de la cual, en aquel momento, ni una palabra pudieron percibir sus muertos oídos. Cuando sucedió esto, se hallaba ya en Quito, como acabamos de insinuarlo, el nuevo Presidente, sucesor del licenciado Alonso Pérez de Salazar.

El décimo presidente de Quito fue el doctor don Juan de Lizarazu, español de nacimiento, jurisconsulto antiguo y caballero del hábito de Calatrava; había terminado el tiempo para el cual se le nombró presidente de la Audiencia de Charcas, y se hallaba en Panamá de regreso para España, cuando recibió la cédula real, en que Felipe cuarto le hacía merced del gobierno de las provincias de Quito, con el cargo de presidente de su Audiencia Real, aunque en la jerarquía gubernativa de las colonias hispanoamericanas, la presidencia de Quito era inferior a la de Charcas, con todo, Lizarazu aceptó el nombramiento y volvió a embarcarse para Guayaquil. Su presidencia fue de muy corta duración, pues falleció el 17 de diciembre de 1644, antes de completar   -195-   ni dos años de gobierno. Comisionado por el virrey de Lima, se trasladó, en octubre, al pueblo de San Andrés para hacer la visita de los obrajes de todo ese distrito; y cuando murió en el mismo pueblo, estuvo en tanta pobreza que fue necesario pedir limosna para su entierro y funerales.

Lizarazu era desinteresado y en su fallecimiento dejó sumida en la indigencia a su familia, compuesta de seis huérfanos y de su viuda, doña Martina de Beaumont y Navarra, en cuyo auxilio tuvo que acudir la caridad pública de los quiteños. Por la muerte de Lizarazu volvió a presidir, por tercera vez, en la Audiencia el mismo doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro. Así, no habían transcurrido todavía ni diez años desde el fallecimiento del doctor Morga, cuando en la Audiencia de Quito se habían sucedido ya dos presidentes. También pocos meses después, en 1647, salió de Quito el ilustrísimo señor obispo don fray Pedro de Oviedo, ascendido a la sede metropolitana de Charcas; había gobernado la diócesis de Quito, durante más de quince años, con mucho acierto y cordura.

Era el señor Oviedo varón de esclarecido ingenio, docto en ciencias eclesiásticas, comentador de Aristóteles y de Santo Tomás en la Universidad de Alcalá, gran limosnero y muy consagrado al desempeño de sus funciones sagradas; en el mandar procedía siempre con discreción, aunando la fortaleza con la mansedumbre; así es que en las difíciles cuestiones que se le presentaron a su llegada a este obispado, y después con motivo de la administración de las parroquias,   -196-   supo conducirse con prudencia, procurando alcanzar el bien que era posible, atendidas las difíciles y casi excepcionales circunstancias que le rodeaban.

Expongamos cuáles eran estas circunstancias, y demos a conocer el estado en que se encontraba nuestra sociedad a mediados del siglo decimoséptimo.




IV

Tanto en España como en sus colonias americanas, distinguiose la época del reinado de Felipe tercero y de Felipe cuarto por la fundación de numerosos conventos de regulares; en el territorio de la antigua Audiencia de Quito se fundaron tantos que, a mediados del siglo decimoséptimo, no había población de alguna importancia que no tuviera dos, tres y hasta cuatro. Además del convento de Pasto, los dominicanos habían fundado monasterios de su orden hasta en Baeza de los Quijos y en Jaén de Bracamoros. El convento de Cuenca se fundó el año de 1562, pero, por la pobreza de la tierra, abandonaron los frailes la fundación; al cabo de siete años, volvieron a verificarla, poniendo al convento la advocación de «Nuestra Señora del Rosario».

Los franciscanos poseían conventos en todas las ciudades y villas sujetas a la jurisdicción civil de la Audiencia de Quito, y el único lugar de importancia donde todavía no habían hecho fundación ninguna era Ambato.

Los mercenarios tenían menos conventos, pero ya de todos ellos habían formado una provincia aparte, independiente de la de Lima.   -197-   Los agustinos se habían establecido en Ibarra, Latacunga, Riobamba, Guayaquil, Cuenca y Loja. En 1618, gobernando el presidente Morga, intentaron fundar un convento de recoletos descalzos, pero no se les permitió, aunque habían elegido el sitio en el llano del ejido, donde se levanta ahora la capilla llamada de Belén. Seis años antes, algunos comerciantes piadosos obtuvieron del Ayuntamiento de Quito la gracia de construir un humilladero en aquel punto, para colocar allí un calvario, porque deseaban dar culto especial a la Santa Cruz; el Cabildo les concedió la licencia que solicitaban, cediendo para ese objeto un solar de terreno; edificose una capilla en el sitio determinado por el Cabildo, colocose un devoto crucifijo y comenzó a ser muy frecuentada la romería al humilladero de la Vera Cruz, como se solía decir entonces. El concurso de los fieles a la recién fundada capilla, la nueva hermandad que en ella se había erigido y lo retirado y hermoso del sitio, con los recuerdos históricos que lo hacían célebre, provocaron a los agustinos a establecer allí un monasterio de estrecha observancia; pero era ya tan crecido el número de conventos fundados en estas provincias, que entrambas autoridades, la eclesiástica y la civil, elevaron al Real Consejo de Indias informes, pidiendo que no se permitiera fundar más conventos ni casas religiosas; pues atendida la estrechez y pobreza de la tierra, era excesivo el número de las que ya estaban fundadas. De este modo, se estorbó entonces la proyectada fundación de la recoleta de agustinos descalzos en el llano del ejido.

  -198-  

Los conventos se habían multiplicado y el número de religiosos era muy crecido, pero la observancia estaba decaída, y puntos sustanciales de la vida monástica eran quebrantados escandalosamente. El canto del Oficio divino en el coro era observado con puntualidad; las funciones sagradas eran solemnes, y esmerado el culto público que se tributaba al Señor en las iglesias de los regulares; pero la caridad fraterna, la armonía de las voluntades y el espíritu sobrenatural, que informa la obediencia religiosa, habían sido expulsados de los claustros. Los religiosos americanos y los españoles se miraban mal; y en Santo Domingo eran émulos y rivales los unos de los otros; quejábanse los españoles contra los americanos, acusándolos de flojos para la observancia y de inconstantes en la práctica de la vida regular; los americanos les echaban en cara a los españoles los sacrilegios cometidos en el convento de Santa Catalina, y les recordaban que la Recoleta había sido fundada por un fraile criollo; mientras los frailes españoles gozaban de comodidades, los americanos necesitaban que sus familias les acudieran con dinero para el vestido y aun hasta para la comida diaria. Varios frailes españoles venían a estas provincias cargados de parientes pobres, cuyo bienestar temporal era el único motivo que les había impulsado a trasladarse de los conventos de España a estas partes de las Indias Occidentales; y aun hubo en aquella época prelados españoles que vendieron las fincas de los conventos, para auxiliar con ese dinero a las familias menesterosas que habían dejado en España.

  -199-  

Cuando estas provincias fueron descubiertas y conquistadas, permitió la Santa Sede que los regulares desempeñaran el ministerio de párrocos, para que redujeran a los indios al cristianismo, los convirtieran y formaran de las tribus o parcialidades de ellos otros tantos pueblos católicos; tal fue el único fin con que en América se modificó la disciplina canónica en un punto tan trascendental. Los indios eran innumerables y los clérigos muy escasos; nada más justo que confiar a los religiosos el cargo de enseñar a los indios la religión cristiana, administrarles los sacramentos y vigilar sobre ellos, para irles haciendo desarraigar poco a poco sus vicios de gentiles y practicar costumbres de cristianos. Una institución tan santa en sus fines se convirtió, por la miseria humana, en la más funesta ocasión de escándalos y de ruina espiritual, no sólo para los religiosos, sino hasta para los mismos desventurados indios. Los frailes codiciaron las parroquias de indios, no por el celo de la salvación de las almas, sino por el insaciable anhelo de enriquecerse; el santo ministerio se convirtió en sórdida granjería temporal, y la conversión y enseñanza de los indios quedaron abandonadas; muchos frailes ignoraban completamente el idioma de los indios, y se contentaban con que un ciego asalariado o un sacristán rústico les hiciera repetir todos los domingos el texto de la doctrina cristiana en la lengua del Inca, sin darles nunca ni la más ligera explicación de los dogmas y de la moral de la Iglesia católica. ¡Y aún había mayores escándalos!... Los provinciales elegían por sí mismos a los frailes que habían de ir a los   -200-   curatos, y los instituían párrocos sin la presentación del patrono real y sin licencia ni siquiera permiso del Obispo, antes contra la voluntad del Ordinario diocesano, y a pesar de sus reiteradas protestas; estos curas, así intrusos contra los cánones, administraban sacramentos en las parroquias, y los administraban sin que sus adormecidas conciencias sintieran ni el más ligero remordimiento. El señor Oviedo vivía angustiado, presenciando unos tan graves males en su obispado sin poder remediarlos; escribía al Rey, daba cuenta al Consejo de Indias, enviaba a la Corte extensos memoriales; pero el remedio tardaba y los escándalos continuaban. «En Quito hay dos obispos -solía decir el ilustrísimo señor Oviedo-: el provincial de los franciscanos y yo». En efecto, los más pingües beneficios parroquiales estaban en poder de los franciscanos, quienes, con ese motivo, no sólo manejaban dinero, sino que eran propietarios y aun capitalistas. Las personas virtuosas, lastimadas de tanto desorden, consideraban el servicio parroquial como un estado habitual de pecado. «Pido incesantemente a Dios -decía la bienaventurada virgen Mariana de Jesús a fray Jerónimo de Paredes, su hermano-, pido incesantemente a Dios que no permita que te venga a ti la muerte estando de cura». Tanto era el temor que de la salvación de su hermano había concebido la sierva de Dios, viéndolo de coadjutor en uno de los pueblos del obispado, y eso que el religioso no desmerecía ser hermano de la insigne virgen.

Al fin, tras largo anhelar, llegó a Quito la cédula real, en que se mandaba que los frailes   -201-   fueran examinados antes de obtener curatos, y que recibieran licencia y habilitación del Obispo para poder ejercer lícita y válidamente el ministerio sacerdotal en las parroquias, para que fueran presentados ante el patrono. Con esta medida se remediaron algunos males, pero otros no tuvieron curación51.

La reforma de los curatos de los frailes fue el punto de disciplina eclesiástica que excitó el celo de los obispos de Quito, durante el espacio de más de medio siglo. La energía del señor Ribera, la ciencia y cordura del señor Ugarte, la solicitud   -202-   del señor Santillán, la discreción del señor Sotomayor y el tino y la constancia del señor Oviedo lograron, al cabo, hacer acatar las disposiciones canónicas, y poner remedio al mayor de los males que padecía la desgraciada colonia.

Y, en verdad, todo aquel medio siglo que transcurrió entre la muerte del venerable obispo Solís y la traslación del señor Oviedo al arzobispado de Charcas, fue muy sombrío y funesto, considerándolo desde el punto de vista de la buena moral; pues las perturbaciones del orden público fueron causadas no sólo por los frailes en sus tumultuosos capítulos provinciales, sino hasta por las mismas inofensivas monjas, cuyos claustros invadió también el espíritu de agitación y de trastorno.

El convento de la Concepción era el más antiguo de Quito y el que mejor había observado la disciplina regular; no obstante, creció tan indiscretamente el número de monjas que entre religiosas y criadas llegaron a contarse, dentro del recinto de la clausura, más de doscientas, lo cual perjudicó no sólo a la observancia sino hasta a la salud, pues fue difícil conservar higiene en el convento, siendo tantas las personas que habitaban en él. Tratose de ensanchar el monasterio, y las religiosas compraron la casa de don Diego de Sandoval, que estaba calle en medio; mas tropezaron con dos graves inconvenientes, pues la casa comprada era vínculo de familia y no podía legalmente ser enajenada por los descendientes de don Diego de Sandoval; además el Cabildo secular de Quito, defendiendo los derechos de la ciudad, se opuso enérgicamente a   -203-   que se cerrara la calle que había de unir con el convento las casas compradas. Era entonces abadesa la madre María de la Concepción, hermana del oidor Zorrilla, y, con el apoyo eficaz de su hermano, logró que la Audiencia le autorizara ocupar la calle, con tal que en el término de dos años alcanzara aprobación de Su Majestad52. Tanto el Cabildo secular como las monjas se dirigieron al Rey; las monjas, pidiendo la confirmación de lo que en favor de ellas había resuelto la Audiencia; y el Ayuntamiento, representando a la ciudad, cuya regularidad y hermosura sufrían notablemente con la obstrucción de una calle tan central y necesaria. El Real Consejo de Indias, examinados los informes presentados por ambas partes, falló en favor de la ciudad, mandando que la calle se abriera de nuevo.

Las monjas volvieron a hacer nuevas instancias al Rey, pidiendo que les diera las Casas Reales viejas, donde había estado hasta 1612 el tribunal de la Real Audiencia; el Rey cedió en propiedad al convento las casas y la placeta que había delante de ellas; pero la Audiencia retardaba el darles la posesión, por lo cual las religiosas, malaconsejadas por algunos clérigos inquietos, resolvieron tomársela por sí mismas, pasando   -204-   algunas de ellas a vivir en las casas viejas. Estaba a la sazón hospedado en las tales casas el oidor don Jerónimo Ortiz de Zapata, a cuyos manejos atribuían los devotos de las monjas el que la Audiencia se desentendiera de obedecer las cédulas reales, que mandaban entregar al monasterio las casas con sus solares; determinose, pues, echarlo de ahí, por la fuerza, al Oidor; fijose el día, señalose la hora y se tomaron todas las medidas que se creyeron mejores para salir bien con la empresa. Era un viernes, segundo de Cuaresma; sonó en el reloj las nueve de la mañana y varios clérigos, acompañados de algunos seculares, se estacionaron en la esquina del convento que estaba frente a las Casas Reales antiguas; hicieron un horamen en el muro, y por ahí comenzaron a salirse las monjas a la calle, no sin grandes molestias y muchos esfuerzos; pues como el agujero era estrecho, así que una monja asomaba la cabeza, los clérigos la tiraban para afuera; la prisa era grande, y hubo una monja que rodó y otras que salieron magulladas; en la calle la turba de curiosos, apiñados viendo semejante escena, se reía a carcajadas; los criados del Oidor, provistos de garrotes y de cuchillos, estaban en acecho tras las puertas de la casa, resueltos a estorbar la entrada de las monjas a todo trance; y habría acontecido indudablemente algún caso feo, si, acudiendo a tiempo algunos eclesiásticos respetables, no hubieran hecho volver a las monjas a su clausura.

Cuando en una sociedad hay varias autoridades discordes, todo anda revuelto y perturbado;   -205-   los comisarios de la Santa Cruzada gozaban de gracias y exenciones, de las cuales abusaron varias veces para cometer escándalos en la ciudad. El deán de Quito supo que el cura vicario de Guayaquil había murmurado contra él; y un día, a las tres de la tarde, lo acometió en la calle y le dio de bofetadas públicamente; el Deán iba acompañado de un negro esclavo. Este crimen quedó impune, porque, a pesar del celo del obispo Oviedo, no pudo castigarlo; el culpable, sostenido por la mayoría de los canónigos, recusó la jurisdicción del Ordinario, alegando que, como miembro del Cabildo eclesiástico, no podía ser juzgado por el Obispo ni mucho menos por su Vicario, sino por un tribunal compuesto de dos canónigos, presididos por el Prelado. Como el obispo Oviedo se hallaba ausente cuando sucedió este hecho, el Provisor inició el sumario contra el Deán; mas éste, añadiendo escándalo a escándalo, excomulgó al Provisor por haberse atrevido a procesar al comisario de la Santa Cruzada, pues el Deán, como tal, no estaba sometido a la jurisdicción de los vicarios diocesanos. El obispo Oviedo, viendo tantos abusos, se lamentaba en silencio, lastimado el ánimo, por no poder remediarlos.

Exenciones semejantes gozaban los oficiales del Santo Oficio y los comisarios de la Inquisición, contra quienes la autoridad del Obispo era nula, cuando quería contenerlos dentro de la órbita de sus legítimas atribuciones. Lleno de cordura y suavidad, procurando hacer cuantos bienes le fueran posibles a su obispado, deplorando los escándalos y atento a ponerles remedio   -206-   eficaz, gobernó esta diócesis hasta el año de 1646 el ilustrísimo señor Oviedo. Distinguiose este Prelado por un espíritu de justicia admirable; tan sereno en el juzgar que jamás ni amor ni odio enturbiaron la tranquila mirada de su alma; reconoció lo malo y lo señaló aun en las mismas corporaciones o personas, a quienes sus méritos le habían debido justas alabanzas; asimismo jamás dejó de reconocer y de recomendar lo bueno (si lo encontraba), hasta en los perversos.

El último año de la permanencia del obispo Oviedo en esta ciudad fue época de calamidades para estos pueblos, y de angustias para el anciano Prelado. En el mes de febrero de 1645 se arruinó la antigua villa de Riobamba a consecuencia de un terremoto, tan violento que echó por tierra las iglesias, los conventos y las casas de los particulares; murieron muchos aplastados por los edificios y la población quedó reducida a escombros, en tanto extremo que los vecinos trataron de trasladarla a otro punto. En Quito se sintieron también algunos temblores; y el jueves, 31 de marzo, el Obispo con los canónigos, las comunidades religiosas y el Ayuntamiento salieron en procesión de rogativa de la Catedral a la iglesia de San Francisco, llevando la imagen de Nuestra Señora de Copacavana; en San Francisco se cantó una misa solemne, y regresó la procesión a la Catedral. El viernes, primer día de abril, por la noche, hubo procesión de disciplina pública por las calles de la ciudad.

La población estaba consternada, porque al susto causado por los temblores de tierra se siguió el terror difundido por el flagelo de la peste;   -207-   las casas se llenaron de enfermos, acometidos de alfombrilla y de garrotillo; de noventa colegiales internos que había en el seminario de San Luis, solamente escaparon tres; todos los demás cayeron enfermos y algunos murieron; en las gentes del pueblo y principalmente en los indios, desaseados e indolentes, el contagio hizo estragos. A principios de abril, calmaron los temblores y desapareció también completamente la epidemia; y Quito reconoció que debía su conservación y su bienestar a un especial beneficio de la Providencia, que había aceptado el sacrificio generoso que de su propia vida había hecho para salvar la de sus compatriotas, una doncella joven, estimulada por la más pura caridad fraterna. Hacía algunos años a que esa joven, hija de una de las más nobles familias de Quito, estaba, a pesar de su profunda humildad y escrupulosa modestia, llamando la atención de toda la ciudad por la fama de sus consumadas virtudes y de los dones sobrenaturales, con que el Cielo la había enriquecido. Esa joven era la señorita doña Mariana Paredes y Flores, a quien la Iglesia católica ha exaltado a la dignidad de los bienaventurados, proponiéndola a la veneración de los creyentes con el nombre de Mariana de Jesús, y bajo el símbolo glorioso de la Azucena de Quito.

El 5 de febrero del año siguiente de 1646, se despidió del Cabildo eclesiástico el ilustrísimo señor Oviedo, anunciando que había sido promovido a la dignidad de arzobispo de Charcas; hizo el Prelado algunas advertencias relativas al buen gobierno de la diócesis, y declaró que emprendería su viaje por Cuenca y Loja para visitar de   -208-   camino las parroquias del tránsito. Como provisor y vicario general del Obispo quedó encargado de la jurisdicción el doctor don Cristóbal Mateus Zambrano, canónigo de esta Catedral53.

El ilustrísimo señor don fray Pedro de Oviedo llegó a su arzobispado y falleció en breve, contribuyendo a acortarle la vida lo dilatado y penoso de un viaje de casi mil leguas, acometido en una edad tan avanzada. La traslación del señor Oviedo a la sede metropolitana de Charcas y su fallecimiento cierra el primer siglo, trascurrido desde la erección del obispado de Quito; por lo mismo, nos detendremos aquí un momento para dar una ojeada al tiempo pasado, y recoger las memorias de todas aquellas personas que se distinguieron por la práctica constante de las virtudes cristianas.




V

Acabamos de indicar que, con nuestra narración, hemos llegado al tiempo en que se completa el primer siglo de la organización de la colonia.

Fundada la ciudad de Quito en 1534, no quedó establecida definitivamente la colonia; pues, durante diez largos años, los fundadores de la ciudad no soltaron las armas de la mano, ocupados   -209-   en redondear la conquista de todas estas provincias, en sujetar a las belicosas tribus indígenas, que se rebelaban con frecuencia, y, principalmente, en combatir como soldados en los cuerpos de tropa organizados en las tres guerras civiles que ensangrentaron la recién conquistada tierra de los incas. La colonia no fue constituida de un modo pacífico, sino después que hubo terminado la campaña de La Gasca contra Gonzalo Pizarro. Hagamos, pues, alto en este punto y volvamos nuestra vista a los años pasados; en la descripción de lo que fue nuestra sociedad en todo ese tiempo, nos falta un rasgo muy notable, sin el cual quedaría indudablemente incompleto, defectuoso y hasta infiel el retrato que de ella vamos trazando. La colonia estaba animada del más fervoroso espíritu de fe católica; la unidad de las creencias religiosas era la vida, la existencia misma, de la sociedad en aquella época; la negación, la simple duda en materias religiosas eran crímenes que se perseguían y castigaban entonces con el último rigor.

Pero en las sociedades cristianas, y principalmente en las católicas romanas, hay una graduación muy notable en la manera de guardar y cumplir las leyes de la moral, desde el quebrantamiento escandaloso de los preceptos hasta la práctica heroica de los consejos evangélicos; si las infracciones públicas de las leyes sagradas de la moral cristiana no pueden menos de ejercer una influencia funesta sobre las costumbres, también la observancia escrupulosa de los preceptos evangélicos y el ejercicio de virtudes heroicas influyen poderosamente sobre la moral social, en los   -210-   pueblos y ciudades católicas. Por esto, no podemos prescindir en nuestra narración ni de la existencia de ciertas personas, ni de la influencia que ellas ejercieron sobre la sociedad de la colonia, y aún después, mediante el ejemplo de sus virtudes. En las colonias hispanoamericanas no hubo solamente vicios; hubo virtudes, y virtudes practicadas heroicamente.

En compañía de los mismos conquistadores, capitaneados por don Sebastián de Benalcázar, vino a estas provincias un religioso mercenario apellidado fray Hernando de Granada, y a poco de fundada la ciudad de Quito, se fundó también un convento de la Orden de Nuestra Señora de la Merced; los religiosos fueron al principio muy pocos y, hasta bien entrado el siglo decimoséptimo, los recursos con que contaban para mantenerse muy escasos. El convento de Quito y todos los demás del Ecuador, como lo hemos dicho ya en otra parte, pertenecían a la provincia de Lima, la más antigua entre todas las de los regulares establecidos en el Perú. Para visitar los conventos de esta provincia fue enviado de España el padre fray Alonso Enríquez de Almendáriz, el cual vino trayendo en su compañía varios religiosos de diversos monasterios de la Península, y los distribuyó en las casas que estaban fundadas en el virreinato del Perú. A este convento de Quito fue mandado el padre fray Juan González, natural de Huete, varón de veras humilde, mortificado y lleno del espíritu de Dios. Era este religioso sumamente desprendido de los bienes de la tierra, y andaba revolviendo en su ánimo la manera de poner por obra la   -211-   reforma de su orden; esperaba que le sería más fácil realizar su propósito en América que en España y, por esto, se trasladó al Perú. En el convento de Quito permaneció pocos meses, pues en 1590 regresó el Visitador para Lima y se lo fue llevando en su compañía, para ocuparlo en una doctrina de indios, como cura del pueblo de Guamantanga. El corto tiempo que moró aquí bastó para transformar la comunidad con el ejemplo de su vida penitente y su conversación toda espiritual. De Lima volvió a España, tomando el camino por Méjico, donde deseaba consultar con el célebre ermitaño Gregorio López el proyecto de reforma, al cual hacía años que había enderezado todos sus pasos, como a único blanco de su vida. Confirmado en sus buenos propósitos con las respuestas que le dio el solitario, hízose inmediatamente a la vela para España; en Sevilla causó sorpresa y admiración, al registrar el equipaje del Padre, no encontrar dinero, sino cilicios, disciplinas y otros instrumentos de penitencia en las arcas de un fraile que regresaba de las Indias y que había sido doctrinero en el Perú. Todo el equipaje del padre fray Juan González se reducía a una pequeña arquilla de madera vieja, casi enteramente vacía.

Años después, tuvo este ejemplar religioso el consuelo de dar cima a la empresa de la reforma de su orden, fundando los conventos de rigurosa observancia bajo la regla y constituciones de los descalzos de Nuestra Señora de la Merced, y entonces fue cuando el venerable Padre, dejando su apellido de familia, se apellidó a sí mismo fray Juan del Santísimo Sacramento, nombre con el   -212-   cual es conocido en la historia de las órdenes monásticas en España. El devoto Padre de nada se podía preciar tan justamente como de su ferviente amor al adorable misterio de la Eucaristía54.

El Visitador, que envió por conventual de Quito al venerable padre fray Juan Bautista del Santísimo Sacramento, era americano, quiteño, nativo de esta ciudad, donde vistió el hábito y profesó. Ya sacerdote, sirvió como doctrinero en el puerto de Manta y persiguió la idolatría, quitando a los indígenas uno de los principales ídolos en que adoraban todavía. Obtuvo el cargo de comendador del convento de Quito y, terminado el período de mando, hizo viaje a Europa, de donde tornó al Perú con el cargo de vicario general y visitador de los conventos de su orden; regresó nuevamente a España y no tardó en ser presentado primero para el obispado de Santiago de Cuba, y después para el de Mechoacán, donde falleció de más de ochenta años de edad.

Diez años más tarde, no sólo ennobleció sino que santificó el mismo convento de la Merced otro religioso, cuyas virtudes han sido calificadas de heroicas por la Sede Apostólica; fue éste el venerable padre fray Pedro Urraca, natural de la villa de Jadraque en el reino de Aragón e hijo de una familia, en la cual parecía que estuviera vinculada la santidad. El padre Urraca vino muy joven   -213-   a esta ciudad, llamado por un hermano mayor, que era fraile franciscano y vivía en el convento máximo de Quito; así que llegó aquí, fue puesto en el colegio seminario de San Luis, fundado recientemente por el obispo López de Solís y confiado a la dirección de los padres jesuitas. No podemos determinar cuántos años permaneció como colegial interno en el seminario; pero conjeturamos que serían muy pocos, pues el 2 de febrero de 1605, hizo su profesión solemne en el convento de la Merced, terminando el año de noviciado. El mismo señor Solís le confirió la primera tonsura, las cuatro órdenes menores y el sagrado orden del subdiaconado, en el último año de la permanencia de aquel insigne Obispo en esta ciudad. La ceremonia de la ordenación de subdiácono tuvo lugar en la iglesia de Guápulo, adonde, como sabemos, solía acudir todos los sábados aquel devoto Prelado. Parece que el padre Urraca no residió en Quito sino hasta el año de 1608, en que pasó a Lima, donde falleció el 7 de agosto de 1657, a la avanzada edad de setenta y cuatro años.

Desde el noviciado principió aquí en Quito este siervo de Dios el ejercicio de esa asombrosa penitencia, que continuó practicando sin desfallecer hasta lo último de su vida. Siendo corista recorrió las provincias de Imbabura y del Carchi hasta Tulcán, enviado por sus superiores a colectar limosnas para su convento, y para la redención de cautivos. Hizo este viaje andando a pie, y muchos días descalzo; su posada era de ordinario la iglesia del pueblo adonde llegaba; y cuando ya el cansancio y la fatiga lo rendía, entonces   -214-   se reclinaba en las gradas del altar para dormir unas pocas horas. Refiérese que, llegando a una hacienda en el valle del Chota, advirtió al mayordomo, que cuidaba de ella, del castigo de muerte repentina que la Providencia iba a descargar sobre él por los pecados, con que no cesaba de escandalizar a los que trabajaban bajo sus órdenes. La amenaza tuvo cumplido efecto, porque el mayordomo murió antes de veinticuatro horas, pero dando edificantes manifestaciones de penitencia.

Era todavía novicio en Quito cuando, con uno de esos temblores de tierra tan frecuentes en estas partes, se derrumbó la celda en que habitaba y hubieron de sacarlo de entre los escombros. Escribió el venerable padre Urraca un librito pequeño de oraciones para antes y después de la celebración de la misa, en el cual campean a la par la unción de los más tiernos afectos hacia la Eucaristía y la galanura y gallardía de la frase castellana55.

El año de 1600, cuando venía para Quito el padre Urraca, pasaba de ésta a mejor vida el padre   -215-   fray Cristóbal Pardave, uno de los más observantes religiosos, que tuvo en sus principios el convento de Santo Domingo. El padre Pardave era español, natural de León; vino a América el año de 1544; residió primero en Chiapa, de donde pasó al Perú; señaláronle sus prelados el convento de Quito, y aquí residió largos años, huyendo siempre de toda preeminencia y de todo cargo honroso en su comunidad, y dando ejemplo de estricta observancia hasta sus últimos momentos. Su muerte fue plácida y tranquila, aunque llegó a la más avanzada vejez, nunca quiso aflojar en el rigor de la vida mortificada, que había abrazado56.

En los conventos de Quito nunca se estableció en toda su perfección, con todo rigor, la observancia de la vida monástica, y la disciplina religiosa fue relajándose rápidamente hasta llegar al estado más lastimoso de ruina y de escándalo; sin embargo, no faltaron en todos los claustros varones ejemplares, de veras mortificados y penitentes, cuyas virtudes causaban edificación en la ciudad. En el convento de San Francisco fueron notables algunos frailes legos, y entre ellos principalmente el hermano fray Pedro de la Concepción, que murió el 19 de agosto de 1624, con fama justamente merecida de santidad57.

  -216-  

Los jesuitas tuvieron un misionero insigne, lleno de celo verdaderamente apostólico, en el padre Onofre Esteban, natural de Chachapoyas en el Perú, predicador popular de palabra vehemente y persuasiva, consagrado a la instrucción de los indios de una manera especial. Cuando una epidemia, prendiendo en los pueblos de indios, causó terribles estragos, entonces el Padre multiplicó las obras de su caridad llevando a los infelices atacados del contagio alimentos y medicinas, sirviéndoles con sus propias manos, curándolos y regalándolos58.

Uno de los tres primeros jesuitas, que vinieron a Quito con el padre Baltasar de Piñas, fue el padre Diego González Holguín, ilustre misionero del Perú y del Paraguay, y muy conocido en la república de las letras por su Gramática y Diccionario de la lengua quichua59. En tiempo del obispo Solís, la comunidad de los jesuitas tuvo por su rector en Quito al insigne escritor ascético,   -217-   el venerable padre Diego Álvarez de Paz; ni le faltaron después varones ilustres, como los hermanos coadjutores temporales Santiago y Marco Antonio; aquél español y éste italiano. El hermano Santiago llegó a vivir con buena salud ciento treinta años. Era uno de los primeros pobladores de Quito, casose y tuvo hijos; poco después de fundado el colegio de Quito, vistió la sotana de la Compañía, porque, de mutuo acuerdo con su mujer, resolvieron abrazar ambos la vida religiosa, como lo cumplieron, él haciéndose jesuita, y ella entrándose de monja. El hermano Marco Antonio fue soldado en Italia; y, dejada la milicia, tomó el hábito de religioso en la Compañía.

Pero entre los hermanos coadjutores temporales de la Compañía de Jesús, en la antigua provincia quitense, ninguno fue tan célebre como don Fernando de Ribera, conocido universalmente con el nombre del hermano Hernando de la Cruz; fue americano y nació de padres muy nobles en la ciudad de Panamá; dedicose a la esgrima, a la pintura y al cultivo de la poesía; componía versos, muy aplaudidos por lo conceptuosos, y manejaba la espada con pulso, agilidad y destreza.

Vino a Quito en compañía de una hermana suya, la cual abandonó su patria con el propósito de tomar el velo de monja en el monasterio de Santa Clara de esta ciudad, donde, en efecto, fue admitida y profesó. Don Fernando, su hermano, se quedó todavía en Quito por algún tiempo; y andaba muy ocupado en pensamientos mundanos, hasta que un suceso desgraciado lo convirtió   -218-   a Dios y le impulsó a abrazar la vida religiosa. El caso fue el siguiente: un lance de honor; en que creyó manchada su reputación, lo precipitó a batirse en duelo con un caballero de esta ciudad; la destreza en el manejo del arma lo sacó al instante victorioso, dejando al contrario gravemente herido. El crimen despertó en el pecho de don Fernando de Ribera el pesar y los remordimientos, y formó la resolución de reparar el escándalo consagrándose a la virtud en una orden religiosa; eligió la Compañía de Jesús, y en ella acabó sus días en el humilde estado de hermano lego o coadjutor temporal.

Su ocupación ordinaria era la de la pintura, de la cual estableció no sólo un taller sino una verdadera escuela en esta ciudad, recibiendo discípulos, a quienes daba lecciones y adestraba en esa arte. Aunque su condición de hermano lego en el colegio de Quito, lo mantenía alejado del trato con personas seculares, con todo era tal la fama de su virtud, y tanto el crédito de su discreción espiritual, que los superiores no pudieron menos de permitirle que recibiera bajo su dirección a una doncella quiteña, que pedía tener al hermano Hernando de la Cruz por su guía y maestro en el camino de la perfección evangélica. En el colegio de Quito había a la sazón jesuitas tan graves y doctos, que, según afirmaba el obispo Oviedo en un memorial dirigido al Real Consejo de Indias, no los tenía mejores la Compañía entre los profesores de las famosas Universidades de Alcalá y Salamanca. Un doctor como el ilustrísimo don fray Pedro de Oviedo es juez, cuyo dictamen imparcial   -219-   debe aceptar el historiador sin duda ni vacilación.

Pues varones tan doctos y tan prudentes condescendieron con la solicitud de la joven quiteña, y le dieron por maestro espiritual al hermano Hernando de la Cruz; esa joven quiteña era Mariana de Jesús. Mariana era la última hija de un caballero español, natural de Toledo, y de una matrona de Quito, ambos ya entrados en edad; así es que la niña quedó huérfana muy pronto, porque don Jerónimo de Flores y Paredes, y doña Mariana Granobles y Jaramillo sobrevivieron pocos años al nacimiento de su última hija. Llevaba ésta el nombre de su madre y vivía bajo el amparo y cuidado de una hermana mayor, doña Sebastiana de Paredes, casada con el capitán Cosme de Caso. La huérfana encontró en su hermana y en su tío amor y solicitud verdaderamente paternales. La Providencia divina velaba sobre ella, porque la había predestinado para un extraordinario destino sobrenatural.

En efecto, Mariana había de ser una prueba de que la Iglesia católica, extendida y propagada en el Nuevo Mundo, mediante el poder, la constancia y las armas de España, era la Iglesia de Jesucristo, engendradora de santos, y santa siempre y dondequiera. Llena de gracias y dones sobrenaturales, la joven quiteña fue un ejemplar consumado de virtudes cristianas; no se encerró en el claustro ni abrazó la vida monástica; se conservó en el hogar paterno, y su manera de proceder en lo exterior fue común sin nada de singular ni de extraordinario. Todos los días se la veía salir una vez de su casa, a hora señalada;   -220-   encaminarse a la iglesia y permanecer allí un cierto tiempo determinado; lo restante del día lo pasaba en su aposento, ocupada asiduamente en ejercicios devotos y en labores de manos y faenas domésticas; su vestir, modesto; su mansedumbre, encantadora; su compostura en todos sus movimientos dentro y fuera de casa, admirable; culta y comedida con todos, afable con gravedad, no había quien, acercándose a ella, no quedara prendado de sus virtudes. Aunque se mantenía retraída del trato y conversación mundana, abandonaba su retiro cuando la caridad fraterna reclamaba sus oficios; y entonces acudía de preferencia a los pobres y a los desvalidos, principalmente a los indígenas, de quienes se manifestó siempre condolida y amiga.

Casos maravillosos, verdaderos prodigios atestiguaron que la modesta doncella era de veras santa, como la proclamaban universalmente cuantos la conocían. Sucedió que un día, por la mañana, llamara a su aposento a un cierto Roldán, mozo honrado, vecino de la casa en que vivía la sierva de Dios y, dándole pormenores y señales muy circunstanciadas, le pidiera que fuera a las orillas solitarias del Machángara y trajera de allí el cadáver de una pobre india, a quien su marido, por celos, había asesinado pocas horas antes. El marido había satisfecho su venganza muy a ocultas, y estaba tranquilo con la seguridad de que su crimen era ignorado. Ignorado estaba en verdad de todos, menos de Dios, que se lo dio a conocer a Mariana de Jesús, inspirándole al mismo tiempo lo que ella había de hacer.

Obedeció Roldán dócilmente, fue al lugar determinado;   -221-   las señales estaban manifiestas, no faltaba ni una sola; cavó la tierra recién amontonada, encontró el cadáver y lo trajo, con toda precaución, a la casa de Mariana. Sacó la venerable virgen unas rosas secas y las fue aplicando al cadáver en los puntos donde se veían las señales de la soga, con que la infeliz india había sido estrangulada; y al contacto de tan singular medicina, la muerta volvió a la vida. Este caso se divulgó en la ciudad, creciendo en consecuencia la veneración que todos profesaban a Mariana. Las rosas habían sido recogidas de sobre el cuerpo difunto de Santa Rosa, y traídas de Lima a Quito por don Cosme de Caso, quien se las obsequió a su sobrina Mariana.

No fue este el único hecho prodigioso que ejecutó la sierva de Dios; otros muchos, haciendo traición a su profunda humildad, acreditaban que penetraba los más recónditos arcanos de la conciencia humana, que sabía leer en lo futuro los acontecimientos que a la más previsora sagacidad le era de todo punto imposible prever, y que era árbitro de la salud y de la vida para consuelo y remedio de sus semejantes.

Con motivo de la peste y de los terremotos del año de 1645, se hicieron procesiones y públicas rogativas, como lo hemos referido ya; los predicadores desde los púlpitos exhortaban al pueblo a la penitencia y a la enmienda de la vida para aplacar la justicia divina. El cuarto domingo de Cuaresma, predicaba por la tarde, en la iglesia de la Compañía, el padre Alonso de Rojas; lleno de fervor el piadoso jesuita, se dirigió a Dios y le pidió con santo ahínco que perdonara a la   -222-   ciudad; y que si para alzar de sobre ella el azote de su justa indignación era necesaria una víctima, se dignara su adorable Majestad aceptar la inmolación que en cuanto estaba de su parte el Padre hacía voluntariamente de su vida. Nuestra compatriota estaba aquella tarde en la iglesia; oyó la deprecación del predicador y, movida de impulso sobrenatural, se ofreció en sacrificio por sus conciudadanos. El contagio se apagó, los temblores cesaron, pero Mariana, aquel mismo día, fue herida de la enfermedad, que, consumiendo lentamente sus fuerzas, entre agudísimos dolores le quitó la vida un viernes 26 de mayo del mismo año de 1645. La muerte puso de manifiesto al público entero los secretos de aquella mortificación corporal espantosa, increíble y sobrehumana, que la bienaventurada difunta había tan cuidadosamente ocultado en vida; algo se barruntaba de lo mucho, de lo asombroso que la muerte sola reveló. Mariana de Jesús fue un portento: una joven de veintiséis años de edad, débil, delicada, enfermiza; para la mortificación había tenido fortaleza sobrehumana. Entre los prodigios de su penitencia no era el menor su abstinencia, pues constaba que había pasado gran parte de su vida sin más alimento que la divina Eucaristía, mediante la cual se habían mantenido maravillosamente sus fuerzas corporales.

La ciudad entera se conmovió con la noticia de la muerte de Mariana; su casa fue invadida por un concurso inmenso de gentes de toda clase social, y hasta de los pueblos vecinos acudieron numerosos grupos para tomar parte en los funerales.   -223-   El domingo por la tarde, fue trasladado el virginal cadáver al templo de la Compañía; el lunes se le hicieron las exequias y se lo depositó en la sepultura. La muerte de una doncella, modesta y retraída fue un acontecimiento que causo conmoción universal; el secreto de semejante conmoción lo hemos de encontrar en la influencia benéfica que las virtudes cristianas extraordinarias ejercen necesariamente sobre la sociedad, y de este hecho no podrá prescindir nunca la historia60.

La muerte de Mariana de Jesús aconteció en el último año del episcopado del señor Oviedo, reinando en España Felipe cuarto. La presidencia de Quito estaba vacante y presidía en la Audiencia, por muerte de don Juan de Lizarazu, el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro.

Era tal el aspecto de santidad de esta insigne   -224-   virgen, que un varón tan prudente como el obispo Oviedo no pudo contenerse delante de ella, y le hizo una manifestación de extraordinaria reverencia. Estaba Mariana de Jesús agonizante; fue a visitarla en persona el Obispo para darle su bendición; sorprendiose la humilde enferma, viendo al Prelado entrar en su aposento y le agradeció la visita con frases llenas de encarecimiento; mas el Señor Oviedo, en contestación, quiso besarle la mano; notó Mariana el ademán del Obispo y escondió inmediatamente la mano, y no acababa de ponderar que una persona de tanta autoridad hubiese querido hacer con una mujercilla, tan indigna como ella, semejante manifestación. Tierra donde floreció una santa como la bienaventurada virgen Mariana de Jesús, había recibido indudablemente las bendiciones de lo alto.





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