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ArribaAbajoCapítulo decimoséptimo

Los presidentes Francisco Dicastillo, Juan de Sosaya y Santiago Larraín


Muerte de Carlos segundo.- Advenimiento de los Borbones al trono de España.- Reconocimiento y proclamación de Felipe quinto.- El doctor don Francisco López Dicastillo, decimoséptimo presidente de Quito.- Su manera de gobierno.- El ilustrísimo señor don Diego Ladrón de Guevara, decimotercio obispo de Quito.- Desacuerdo entre el Obispo y el Presidente.- El capitán don Juan de Sosaya, decimoctavo presidente de Quito.- Guayaquil es invadido por Woodes Rogers y otros piratas ingleses.- El obispo Guevara se hace cargo del virreinato del Perú.- Renuncia el obispado de Quito.- Visita del Presidente y de los oidores.- Don Santiago Larraín, decimonono presidente de Quito.- El vicario Zumárraga.- Supresión de la Audiencia de Quito.- Fin del primer período de la tercera época de la Historia general del Ecuador.



I

Carlos segundo murió el primero de noviembre de 1700, y con él terminó la dinastía de Austria, a los ciento ochenta años de dominación en España; como Carlos segundo no tuvo hijos, declaró en su testamento por heredero de todos sus estados al duque de Anjou, hijo segundo del delfín de Francia y nieto de Luis decimocuarto. El nuevo Rey tomó el nombre de Felipe quinto, y entró en Madrid el 18 de febrero de 1701; así es que el advenimiento de la casa de Borbón al trono de España coincidió con el principio del siglo decimoctavo, que tan memorable había de   -380-   ser en la historia de las naciones europeas y americanas.

El último de los soberanos españoles de la dinastía de Austria gobernó por más de un cuarto de siglo, y en ese intervalo de tiempo se sucedieron solamente dos presidentes en la Audiencia de Quito, y cuatro virreyes en el virreinato del Perú: don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos; don Baltasar de la Cueva, conde de Castellar; don Melchor de Navarra y Rocaful, duque de la Palata y don Melchor de Portocarrero, conde de la Monclova. El advenimiento de los Borbones al trono de España fue recibido en el Perú con algún desagrado, principalmente por parte del clero, muy adicto a la casa de Austria, bajo cuya dominación estas regiones habían sido descubiertas, conquistadas y constituidas en audiencias y virreinatos; no obstante, la cordura y discreción del conde de la Monclova fueron parte para reducir las voluntades de los sujetos más influyentes, y la proclamación de Felipe quinto se celebró con gusto y contentamiento general.

La noticia de la muerte de Carlos segundo y del advenimiento de los Borbones al trono de España, llegó a Quito a mediados de 1701; el 12 de mayo se celebraron las exequias por el Rey difunto, y el 9 de octubre se hizo la ceremonia de alzar pendones por Felipe quinto, reconociéndolo y proclamándolo por soberano de España y de las Indias Occidentales. Precavidos anduvieron los quiteños, pues no quisieron hacer el reconocimiento del nuevo monarca, sino cuando supieron que lo habían jurado las ciudades de   -381-   Cartagena, Bogotá y Lima. Los festejos de la proclamación se difirieron para los primeros meses del año siguiente; el día del reconocimiento se colocó un retrato de Felipe quinto en la plaza mayor, bajo un rico dosel de damasco de seda carmesí, y todo el día estuvo alumbrado por seis hachas de cera; por la noche hubo luminarias, repiques de campanas y juegos de pólvora. En los festejos hubo corridas de toros, y se representó una comedia, compuesta de propósito con el fin de solemnizar la inauguración de la nueva dinastía en el trono de España. En los primeros meses, los ánimos estuvieron suspensos con la expectativa de la nueva organización del gobierno; mas luego vino la calma.

Don Mateo Mata Ponce de León continuó desempeñando el cargo de presidente hasta el año de 1701, en que regresó a Lima. Propúsosele, primero para la Real Cancillería de Valladolid, y rehusó aceptar ese destino, considerándolo inferior a sus merecimientos; promovido después a una plaza en el Consejo de Indias, tampoco quiso admitir, y prefirió acabar sus días en Lima con el destino de oidor decano en la Audiencia de aquella ciudad. Para reemplazarle en la presidencia de Quito, fue elegido otro ministro de la misma Audiencia de Lima, el licenciado don Francisco López Dicastillo, vizcaíno de nacimiento y antiguo alumno de la célebre Universidad de Alcalá. Antes había alcanzado la presidencia de Quito, el licenciado don Domingo de Ezeyza, sirviendo al Rey con ocho mil pesos; pero falleció sin tomar posesión de su destino, a los ocho días después de haber recibido   -382-   la cédula de su nombramiento. Ezeyza fue nombrado el 8 de diciembre de 1695; y había pactado servir la presidencia por ocho años, los cuales debían principiar tan pronto como don Mateo Mata fuera ascendido a un nuevo cargo.

Don Francisco López Dicastillo fue oidor primero en la isla de Santo Domingo, después en Bogotá, y por último en Lima; el 9 de agosto de 1701, se le expidió la cédula de su ascenso a la presidencia de Quito, de la cual tomó posesión en el mismo mes de agosto del año de 1703, es decir, a los dos años cabales de su nombramiento. Don Francisco López Dicastillo fue, pues, el decimoséptimo presidente de Quito en la época de la colonia; cuando vino a esta ciudad, estaba vacante el obispado por la muerte del señor Andrade y Figueroa, acaecida quince meses antes, y no gobernó más que tres años, pues, en 1705, fue agraciado con una plaza en el Consejo de Indias y, estando de viaje para España, murió en la Puebla de los Ángeles.

Dicastillo tuvo algunas desavenencias con el obispo don Diego Ladrón de Guevara, inmediato sucesor del ilustrísimo señor Figueroa; la ocasión de ellas no fue la defensa de la autoridad eclesiástica, sino la entereza con que el Obispo exigió las distinciones que creía le eran debidas, en consideración a los altísimos cargos civiles que, en el gobierno de las colonias, había desempeñado97.

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Diremos quién era el obispo Ladrón de Guevara. El ilustrísimo señor don Diego Ladrón de Guevara, decimotercero obispo de Quito, era castellano, natural de Cifuentes, y pertenecía a una familia distinguida por su antigüedad y nobleza; hizo sus estudios en la Universidad de Alcalá; en la misma graduose de doctor en Derecho y regentó una cátedra de jurisprudencia civil; fue canónigo en Sigüenza, y después obtuvo por oposición la silla doctoral en Málaga. Vino a América como obispo de Panamá, de cuya diócesis fue trasladado primero a Guamanga, en 1695, y posteriormente a Quito, en 1704. Siendo obispo de Panamá, ejerció por algún tiempo el cargo de presidente interino de aquella Audiencia y gobernador y capitán general de las provincias de Tierra Firme98.

En 1705 estuvo ya en esta ciudad, y el 31 de octubre del año siguiente, de 1706, recibidas las bulas pontificias de su traslación, tomó, con grande aparato y solemnidad, posesión del obispado;   -384-   antes gobernó con la jurisdicción que le trasmitió el Cabildo y continuó firmando como obispo de Guamanga; tomada la posesión del obispado, se tituló obispo de Quito. Para la ceremonia de recibir la posesión canónica de la diócesis salió de la ciudad, y el día señalado regresó a ella; el Cabildo eclesiástico le esperaba en la iglesia de la Recoleta, desde donde el Obispo subió montado a caballo, con sombrero y capa magna; en la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, se vistió de pontifical, hizo la profesión de fe y prestó el juramento de guardar el patronato real; luego, bajo de palio, fue llevado en procesión a la Catedral, acompañado de todo el clero, de las comunidades religiosas y del Cabildo secular de la ciudad; en la Catedral se leyeron las bulas, se cantó el Te Deum, recibió el Prelado el homenaje de obediencia que le prestaron todos los eclesiásticos allí presentes, y concluyó la ceremonia dando la bendición al pueblo. De la Catedral pasó la procesión al palacio episcopal, donde el Cabildo hizo la ceremonia de entregarlo al nuevo Prelado, abriendo y cerrando las puertas de los aposentos principales99.

El ilustrísimo señor Ladrón de Guevara fue recibido en Quito con aclamaciones del más sincero regocijo; la fama de su mucho saber, generosidad y otras prendas hacía concebir fundadas esperanzas   -385-   de que la diócesis prosperaría bajo el gobierno de un obispo, que tan notables muestras había dado de acierto en los dos obispados que había tenido antes. En efecto, una de las primeras atenciones del señor Guevara fue salir a recorrer su diócesis, practicando la visita pastoral; al venir a la capital había visitado las ciudades y pueblos del tránsito desde Guayaquil hasta Quito; en esta primera salida eligió el camino del Norte y llegó hasta Pasto. Era el señor Guevara varón noble, dadivoso y amigo del bien público; en Panamá edificó la Catedral desde sus cimientos, levantó los muros de la ciudad y fortificó el castillo de Chagre, gastando en semejantes obras gruesas cantidades de su peculio; en Guamanga fundó un convento de carmelitas descalzas, costeó la construcción de un puente y organizó la Universidad de San Cristóbal; en Quito construyó los dos grandes arcos de cal y ladrillo, que, hasta hace poco, unían la manzana del convento de la Concepción con la opuesta, que pertenecía también al mismo monasterio; obra costosa y digna de ser conservada como uno de los más célebres monumentos arquitectónicos de la ciudad, respetado por la violencia destructora de sucesivos terremotos.

Había en el obispo Guevara munificencia como de rey y cierto noble orgullo por la grandeza de las familias a que pertenecía; el presidente Dicastillo era vascongado; el obispo Guevara, castellano; Dicastillo, cabezudo, no cedía a nadie en punto a honores y preeminencias; el Obispo estaba muy lleno de sí mismo y ante los ojos de su propia estimación la alteza de la dignidad episcopal   -386-   se hallaba realzada por los empleos civiles y militares, que el Soberano le había confiado; entre dos sujetos de tales prendas y defectos la discordia surgió el mismo día en que el Prelado llegó a esta ciudad.

Como el presidente Dicastillo se hallaba en Quito antes de que llegara el señor Guevara, cumplió con lo prescrito por la etiqueta, y fue el primero a hacer al Prelado la visita de ceremonia; en ella hubo recíprocas atenciones de comedimiento. Aquel mismo día pasó el Obispo a devolver la visita; el Presidente lo recibió en la puerta de su salón; ocupó, bajo dosel, un asiento más alto que el que dio al Prelado, y no consintió que éste entrara con la falda recogida; éstas eran prácticas rituales de la ceremoniosa etiqueta de aquel tiempo; pero el ilustrísimo señor Guevara juzgó humillada su dignidad personal, y exigió que en adelante se le tratara con las distinciones debidas a quien había desempeñado cargos tan elevados, como los de presidente y capitán general. Dicastillo no quiso aflojar ni un punto en honores y preeminencias; y de esta cuestión sobre ceremonias de etiqueta nació la rivalidad y desacuerdo entre el Obispo y el Presidente; por fortuna, el Rey hizo merced a este último de una plaza en el Consejo de Indias y, con su ausencia, terminaron los disgustos antes de causar mayores escándalos.

En dos cosas puso grande empeño el presidente Dicastillo: en proteger a los indígenas y en favorecer a sus paisanos, los vizcaínos, de los cuales había entonces muchos en Quito; prohibió ocupar a los indios en trabajos forzados bajo   -387-   ningún pretexto; no consintió que se dieran peones para obra alguna privada, ni mucho menos para obrajes; todo debía contratarse libremente con los indios, quienes podían trabajar donde eligieran y por el tiempo que les pareciera conveniente. Respecto de castigos, fueron vedados todos absolutamente. Con semejante intempestiva libertad, los indios se desmoralizaron; abandonaron el trabajo y se entregaron a la holganza. Después de los fuertes terremotos los campos suelen quedar estériles por largo tiempo; las provincias de Latacunga, Ambato y Riobamba aún no habían convalecido todavía del cataclismo que las trastornó en 1698, y la de Pichincha acababa de sufrir un terremoto en 1704; mal trabajados los campos, estéril la tierra, escasearon mucho los víveres, se dejó sentir el hambre, y sus principales víctimas fueron los indios, que se entregaron al robo con desesperación; el terco Presidente no abría los ojos para ver los males que su indiscreta compasión había acarreado a los mismos indios, a quienes había intentado favorecer; antes cada día se empecinaba más en sus resoluciones, y se tenía por fuerte, no siendo sino obstinado. He aquí dos hechos notables.

Don Joaquín de Ribera dio seis azotes a un indiezuelo, su criado, muchacho de trece años de edad, porque le hurtó un jarro de plata; súpolo el Presidente y, al momento, mandó poner preso a Ribera, y lo hizo meter de cabeza en un cepo; Ribera era un caballero distinguido y por sus venas circulaba la sangre del capitán don Alonso de Ribera, gobernador de Chile, su ilustre   -388-   progenitor; tanta severidad no era amor de la justicia, sino brusco aparato de dominación. Dicastillo no averiguaba nunca la causa, ni hacía por inquirir la verdad; le bastaba la queja de un indio para castigar a los patrones e imponerles multas. La diminución de los tributos fue otra de las consecuencias necesarias del inoportuno favor dado a los indios; pues, como éstos no tenían jornales, porque no querían trabajar, tampoco tenían con qué pagar el tributo a la caja real; faltos de trabajadores, decayeron los obrajes, hubo escasez de telas, y las pocas que se tejieron no pudieron menos de venderse a precios muy caros. Los indios no sólo sufrieron hambre, sino que padecieron también desnudez. ¿Cómo habían de comprar telas para su vestido si carecían de dinero? ¿De dónde habían de sacar dinero, si no trabajaban?... Holgando estuvieron en la pereza; pero hambrientos y desnudos; las cárceles se poblaron de ladrones y de deudores de tributos.

Ni fue ésta la única desgracia que ocasionó a la colonia el mal aconsejado Presidente; decretó que la libra de carne se había de vender a un precio determinado, al cual no era permitido por circunstancia alguna aumentarle ni un maravedí; tan inconsulta disposición arruinó a los abastecedores de ganado; dejaron de introducirlo en la casa de rastro, y llegó día en que no hubo carne en la ciudad; faltó por algunos días el cebo y la población tuvo de pasarlo a oscuras. Para remediar los males que sus indiscretas disposiciones habían causado, llamó el Presidente a don   -389-   Juan de Villasís y le mandó que introdujera su ganado en la carnicería; Villasís contestó que todavía no había llegado el tiempo en que, por la contrata, debía proveer de carne a la ciudad; el Presidente le replicó con amenazas; Villasís alegó que su ganado estaba todavía muy flaco; pero Dicastillo lo despidió de su presencia, intimándole con autoridad la orden de matar su ganado y vender a tres reales la arroba de carne, que siempre se había solido vender a cuatro; hizo aún más: dispuso que el ganado de Villasís fuera traído por la fuerza inmediatamente a la carnicería. En tal conflicto, Villasís apeló a la Audiencia, pidiendo revocación de la orden del Presidente; era ya tarde y los oidores terminaban el despacho; pero tanto instó y suplicó Villasís que el doctor Ricaurte acogió la solicitud y se impuso de ella; mas cuando iba a pronunciar una resolución favorable, su compañero de tribunal, el doctor Fernández lo dejó solo y salió precipitadamente, sin querer firmar; Ricaurte llamó a su colega y se trabaron de palabras, y con voces destempladas se insultaron y oprobiaron uno a otro; al ruido acudió don Cristóbal Jijón, amigo de Fernández, y tomó parte en el pleito amenazando con un trabuco a Ricaurte; las voces, los gritos, la algazara eran escandalosos; llenose de gente el palacio y uno de los alcaldes tomó preso a Jijón y lo llevó a la cárcel del ayuntamiento; mas apenas había entrado en ella, cuando el Presidente fue en persona a sacarlo y lo puso en libertad. Jijón era amigo y paisano del Presidente; en la ciudad era público que para los paisanos de éste no había leyes, ni ordenanzas; y hasta   -390-   a los esclavos de los vizcaínos se hizo trascendental el favor del Presidente100.

Vivía en Quito don Miguel de Santistevan, vizcaíno de nacimiento y, por lo mismo, paisano del licenciado Dicastillo; cierto día, don José de Marzana, teniente de corregidor, mandó prender a un negro esclavo de Santistevan, y lo metió en la cárcel, en castigo de la insolencia con que el esclavo en público había faltado muchas veces al respeto al teniente; Santistevan fue a la cárcel, y por su autoridad sacó a su negro; presentose el Teniente y le reprendió su atrevimiento; de las palabras pasaron a las obras, y la riña se convirtió en duelo; desenvainaron las espadas y se acometieron; el negro tomó parte en defensa de su amo; asió, a traición, del pie derecho a Marzana y lo derribó en tierra; Santistevan se precipitó sobre él; y lo habría asesinado villanamente, si los otros presos no lo hubieran contenido, sujetándolo por la espalda. Tan punible escándalo quedó sin castigo; Santistevan vendió su esclavo a un minero de Barbacoas, y el Presidente deshizo con su autoridad cuantas diligencias practicó el Teniente para castigar el ultraje, que en su persona se había cometido contra la justicia. Santistevan se paseaba en público, con aire de triunfo, burlándose   -391-   de Marzana. El Cabildo secular se quejó del atropello perpetrado contra el Teniente, y el Presidente calificó de faltamiento a su persona la queja del Cabildo, y lo humilló todavía más, imponiéndole una multa de quinientos pesos. Tan envilecidos estaban los quiteños y tan apocados con los abusos de autoridad consumados por el Presidente, que no hubo un solo abogado que se atreviera a firmar siquiera los escritos que en su defensa presentaba el Cabildo; la ciudad estaba desgobernada; entre los mismos españoles reinaban la envidia y la emulación; los vizcaínos se habían hecho insoportables, y hasta odiosos aun a sus mismos compatriotas. El presidente Dicastillo, en su aposento privado, levantó un solio, y a todos recibía sentado bajo dosel; y no había criollo, por respetable que fuera, a quien no lo tratara familiarmente de tú y de vos. Por fortuna, tan mala situación duró poco tiempo, pues el Presidente, desabrido de las contradicciones que le suscitó el Obispo, dejó el mando, renunció el cargo y se trasladó a Lima; su gobierno fue de dos años, y en ellos ocasionó disturbios y rencores, que fueron demasiado perjudiciales a la colonia.




II

Como sucesor del licenciado don Francisco Dicastillo, obtuvo el nombramiento de presidente don Juan de Sosaya, oriundo de Navarra; Sosaya no era letrado sino militar, y había servido el cargo de corregidor de Guayaquil. Tomó posesión de la presidencia a principios de marzo de 1707, casi dos años después de haber quedado vacante.   -392-   Bajo el régimen de la dinastía de Austria, observaba el Consejo de Indias ciertas costumbres tradicionales, que habían venido a ser con el tiempo leyes en la administración de las colonias; así, desde que en 1564 se fundó la Audiencia de Quito hasta 1707, todos los presidentes de ella habían sido togados, es decir, hombres de letras, graduados en Universidades, y no gente de la milicia. Sosaya fue el primer presidente de capa y espada; pues además del gobierno civil y autoridad judicial que habían tenido sus predecesores, se le concedió también el poder militar, pero bajo la inmediata dependencia del virrey de Lima, de modo que el título de capitán general que se le dio al Presidente Sosaya, fue más bien un mero honor que una autoridad.

Había entonces en la administración de las colonias una práctica censurable, introducida en los últimos años del reinado de Carlos segundo, como un arbitrio para sacar recursos para el siempre apurado tesoro español; esa práctica consistía en la venta de los empleos, destinos y cargos de gobierno; por un sentimiento de pundonor, se disimulaba la venta, dando al precio en que se compraban los cargos públicos el nombre de servicio hecho a Su Majestad. El primero que compró la presidencia de Quito fue don Domingo de Ezeyza, el cual (como lo hemos dicho ya) no llegó a tomar posesión de su empleo; el capitán don Juan de Sosaya sirvió a Felipe quinto con veinte mil pesos, para alcanzar el cargo de presidente de Quito. Sosaya fue el segundo presidente nombrado por Felipe quinto; y el decimoctavo en   -393-   el orden de sucesión de los que gobernaron en tiempo de la colonia.

No habían pasado todavía ni tres años completos desde que Sosaya tomó posesión de la presidencia, cuando Guayaquil fue visitado por una nueva invasión de corsarios. En 1709 era corregidor de Guayaquil don Jerónimo Boza y Solís; y a su negligencia en defender la ciudad se debieron los triunfos fáciles y las escandalosas ganancias de los corsarios. Referiremos cuál era el estado en que se encontraba entonces Guayaquil.

A consecuencia del incendio y del saqueo que sufrió el año de 1687, quedó en un estado de pobreza y de ruina casi completa; como se alegara que el lugar en que estaba la ciudad era muy desventajoso para la defensa, se ordenó que fuera trasladada a Sabaneta, punto situado en lo interior y adonde no era posible que arribaran piratas. Duro se les hizo a los vecinos de Guayaquil el obedecer esta orden, y trasladar la ciudad a un sitio, donde estarían menos expuestos a las invasiones piráticas indudablemente, pero donde, en cambio, carecerían de las ventajas para el comercio, alejándose de las costas del mar. La traslación de la ciudad a un punto tan inadecuado, luego fue desechada como un proyecto inspirado por las desgracias que acababan de sobrevenir a los moradores de ella; pero se pensó seriamente en trasladarla a un sitio más separado de las faldas del cerrito de Santa Ana, y se eligió la parte de la sabana donde está edificada al presente la iglesia Catedral. El virrey conde de la Monclova dio la orden para que el asiento de la ciudad se trasladara definitivamente a   -394-   otra parte, y confirmó la elección del sitio, hecha con aprobación del Presidente y del Obispo; delineose la ciudad; trazose la plaza, se adjudicaron solares para los vecinos y para la iglesia parroquial; ésta se improvisó en el mismo sitio donde hoy se levanta la Catedral; la fábrica de la nueva ciudad se acometió con entusiasmo. Sin embargo, los dueños de casas en la ciudad antigua resistieron pasar al nuevo sitio, y don José Pérez de Villamar, uno de los regidores perpetuos de la ciudad, fingiendo un viaje a la feria de Portovelo, pasó ocultamente a Madrid y alcanzó una cédula, por la que se disponía que la construcción de la ciudad en el nuevo plano se llevara adelante; pero sin obligar a deshacer sus casas a los que prefirieran quedarse en la ciudad antigua; de aquí tuvo origen la división de Guayaquil en dos ciudades: ciudad nueva y ciudad vieja. La notificación de la cédula al corregidor de Guayaquil coincidió con la noticia del fallecimiento de Carlos segundo; aprovechándose, pues, de esta circunstancia continuaron las medidas hostiles contra los vecinos de ciudad vieja hasta que, al fin, los dejaron tranquilos. En los primeros años era tal el afán de trasladar la ciudad al nuevo sitio, que no se permitía ni siquiera reparar las casas que amenazaban ruina en la antigua, ni mucho menos edificar otras de nuevo; a ningún escribano se le consentía autorizar escrituras ni otros documentos en la ciudad antigua, y, a la fuerza, se hizo pasar de ésta a la nueva a todos los artesanos de cualquier oficio que fueran. Una de las más imprudentes medidas fue el obstruir todos los manantiales de agua   -395-   dulce, que había a raíz del cerro; y de tal modo los cegaron que desaparecieron para siempre; al que se manifestaba adverso a la traslación de la ciudad, si era sujeto influyente, lo desterraban; así hicieron con el prior del convento de Santo Domingo, a quien lo echaron fuera porque disuadía a los vecinos de trasladarse a la nueva ciudad. Empero, vino el invierno, las lluvias fueron excesivas y el río creció; la ciudad nueva, inundada, se convirtió en lago, y durante tres meses consecutivos las señoras no pudieron salir de sus casas; las fiebres comenzaron a diezmar la población; entre tanto, habían pasado como catorce años desde la última invasión de los piratas y la cédula alcanzada por Villamar tuvo cumplimiento, merced a circunstancias bajo otro respecto muy desfavorables. Don José Pérez de Villamar fue uno de los cautivos que los piratas retuvieron en la Puná; un hijo suyo y un yerno fueron asesinados en aquella ocasión.

En 1705 Guayaquil sufrió un terrible incendio; y, no obstante, en 1709 reparadas sus pérdidas, la ciudad caminaba apresuradamente a un estado de riqueza y prosperidad halagüeño, cuando la invasión pirática de Woodes Rogers y sus compañeros cayó sobre ella, y afligió y desalentó a sus moradores. Con motivo del advenimiento de los Borbones al trono de España, algunas potencias europeas se aliaron con el Austria, para impedir el predominio de Francia y su amenazante engrandecimiento; vino luego la Guerra de Sucesión, y el emperador Leopoldo, que sostenía que sus derechos a la Corona de España no podían ser defraudados de ninguna manera por el   -396-   testamento de Carlos segundo, cedió en propiedad a la Gran Bretaña todos los territorios de que, por medio de las armas, pudieran hacerse dueños los ingleses en las colonias hispanoamericanas. Estimulados con esta concesión, algunos ricos de Inglaterra armaron dos buques, llamados el Duque y la Duquesa para enviarlos a expedicionar sobre las costas americanas del Pacífico.

El Duque estaba armado de treinta cañones y tenía ciento ochenta hombres de tripulación; la Duquesa tenía veintiséis cañones y ciento cincuenta tripulantes; el mando del Duque se confió al capitán Woodes Rogers, y como primer piloto de la expedición vino el célebre Dampier, muy conocedor de estas regiones. Los buques expedicionarios se hicieron a la vela de la Rada real cerca de Bristol el 2 de agosto de 1708 (contando las fechas según el estilo del antiguo calendario inglés), y el 15 de enero del año siguiente, después de haber doblado el cabo de Hornos, se encontraron en el mar del Sur. Dirigiéronse, como a tientas, hacia la isla de Juan Fernández; detuviéronse algunos días en ella y luego, continuando el viaje, arribaron a las islas de los Lobos.

A fines de abril anclaron en la isla de Santa Clara o el Amortajado, ya en aguas de la antigua Audiencia de Quito; la flotilla expedicionaria estaba aumentada mediante las presas de tres naves pequeñas mercantes que había hecho en días anteriores, y, por consiguiente, tenían comodidad para dar un asalto a Guayaquil. Dejaron los buques surtos en la Puná, se apoderaron de la aldeilla de la isla tomándola de sorpresa, y comenzaron a subir aguas arriba, remando con esfuerzo,   -397-   a fin de caer sobre la ciudad, antes que en ella pudieran sus moradores prepararse para la defensa. El 2 de mayo de 1709, por la noche, llegaron casi al frente de la ciudad; desde lejos vieron que en el cerro de Santa Ana había muchas antorchas, y que otras discurrían en abundancia por la ciudad; detuviéronse, sospechando haber sido descubiertos y que en la ciudad se armaban para rechazarlos; en medio del silencio de la noche alcanzaron también a percibir el tañido de campanas, que resonaba a distancia; Rogers preguntó a un indio, que servía de piloto en una de las chalupas, si, acaso, sería aquello la celebración de alguna fiesta religiosa; y como el indio respondiera que no, se confirmaron los invasores en su sospecha de que habían sido descubiertos; la sospecha se trocó luego en certidumbre, oyendo que un individuo decía a gritos en la orilla que los piratas estaban ya apoderados de la Puná. Con la persuasión de que habían sido descubiertos y de que la ciudad estaba apercibida para la defensa, los corsarios vacilaron; unos querían acometer; otros lo rehusaban; una hora entera perdieron en estas disputas; la marea comenzaba a bajar y acordaron retirarse a una legua de distancia de la ciudad, para esperar la nueva creciente y dar el asalto a la madrugada. En aquel momento eran las dos de la mañana; el cielo estaba oscurísimo, y los piratas creían haber oído en la ciudad dos cañonazos y algunos disparos de mosquetería. Pero ¿qué era lo que, en verdad, había pasado? ¿Estaba Guayaquil a punto para rechazar la invasión que le amagaba? Desde el 20 de abril se habían recibido en la ciudad   -398-   noticias circunstanciadas acerca de la aproximación de los corsarios; pero en lo que menos pensaba su Corregidor era en fortificarla y en hacer frente a los enemigos; las antorchas que éstos vieron eran las luminarias con que los mulatos de ciudad vieja estaban celebrando las vísperas de la fiesta de la Cruz, el 2 de mayo; las campanas que tocaban al arma eran los repiques de la iglesia parroquial; los cañonazos y las descargas de mosquetería, los estallidos de los cohetes y juegos de pólvora de la función religiosa con que el pueblo estaba divertido. La población habría podido ser tomada de sorpresa, si en los invasores hubiera habido valor suficiente para asaltarla. Anclando éstos a más de dos millas de distancia de la ciudad, pasaron en vela todo el resto de la noche, haciendo tiros de cuando en cuando contra los árboles de la ribera; de miedo de las emboscadas que pudieran haber preparado los vecinos de Guayaquil.

La tropa de los corsarios se componía como de cuatrocientas plazas, entre las cuales había no sólo ingleses sino franceses y hasta portugueses y catalanes; unos cuantos soldados quedaron en la Puná, custodiando más de trescientos prisioneros, entre negros esclavos y personas de cuenta; a estos últimos, para mayor seguridad, los tenían engrillados y encadenados; los corsarios estaban bien armados y la Duquesa, que, como dijimos, era barca cañonera, con dos chalupas y una fragata, podían avanzar muy bien hasta el frente de la ciudad; pero, así que comenzó a rayar el alba, volvieron a disputar entre los tres capitanes Dover, Courtney y Rogers sobre   -399-   lo que deberían hacer, y determinaron emplear como estratagema una traición, propia de cobardes. Permaneciendo anclados a distancia de la ciudad, enviaron a ella por mensajero al teniente de la Puná, acompañado del cocinero de uno de los buques, con el encargo de proponer al Corregidor que les compraran los negros que habían hecho prisioneros en una de las embarcaciones apresadas entre Paita y Guayaquil, y además todas las mercaderías que habían traído de Inglaterra; los enviados llegaron a la ciudad, hicieron las propuestas al Corregidor y don Jerónimo Boza y Solís, en vez de acometer a los enemigos y defender la ciudad con las armas, se trasladó a bordo de las chalupas y permaneció casi un día entero conferenciando con los piratas; la indolencia del Corregidor, su cobardía y el conocimiento de que la ciudad estaba no solamente desprevenida, sino desarmada y aterrada, infundió brío a los corsarios y cambiaron de táctica; ya no fueron tratos de comercio, ya no hubo proposiciones amistosas; amenazaron prender fuego a la ciudad y apoderarse del puerto con las armas; al día siguiente estuvieron anclados en la ría al frente de la ciudad; exigieron cincuenta mil pesos de rescate para no incendiarla; y mientras se colectaba el dinero, intimaron que se les habían de entregar rehenes para seguridad de cumplir lo estipulado; diéronseles los rehenes, se les permitió además desembarcar y, sin encontrar ni la menor resistencia, se enseñorearon de la población. Había a la sazón en Guayaquil más de mil hombres capaces de tomar las armas, entre comerciantes, forasteros y vecinos de la ciudad;   -400-   pero el Corregidor estuvo tan cobarde que se humilló a redimir Guayaquil, pagando el rescate exigido por los corsarios; puso contribución a todos los moradores ricos de la ciudad, y consintió vilmente que ésta fuese saqueada. Los piratas se alojaron en las dos iglesias parroquiales; los almacenes estaban cerrados y descerrajaron las puertas para pillar cuanta harina, vino y cacao había en ellos; no dejaron casa sin visitar, ni pieza alguna interior, por recóndita que fuese, sin registrar; la mayor parte de los vecinos había huido con la noticia de la llegada de los corsarios, esparcida en Guayaquil el día tres al amanecer, y las casas estaban abandonadas; sin embargo, en una de la orilla sorprendieron a unas jóvenes y les quitaron varias joyas que ellas habían escondido bajo sus vestidos; principiaron a abrir hasta las sepulturas en las iglesias, aguijoneados por el ansia de encontrar los tesoros, que suponían que los guayaquileños habrían escondido anticipadamente. Cinco días enteros permanecieron en la ciudad, y el 8 de mayo regresaron a la Puná, cargando en sus chalupas y en otras embarcaciones, de las que en aquella época servían para el comercio por el río, un botín considerable, además del rescate y del precio de varias mercaderías vendidas en la ciudad. Empero la naturaleza se encargó del castigo: los corsarios se alejaban contagiados de fiebre; la epidemia, contraída en Guayaquil, se propagó en la tripulación y muchos perecieron antes de abandonar las costas del Ecuador.

Esta expedición merece un recuerdo por el orden y la disciplina severa que reinó en los buques,   -401-   sin permitirse ni la más ligera desobediencia a los jefes; estos mismos estaban sujetos a las capitulaciones que hicieron y a los reglamentos que se impusieron antes de principiar el viaje; Rogers seguía, día por día, la crónica de la expedición, escribiendo cuanto acontecía y consignándolo en un libro, que se ponía a la vista de todos para que cualquiera advirtiera las faltas que notara, sin que esta circunstancia sea para nosotros garantía segura de verdad.

Los expedicionarios fueron castigados por su misma codicia; violaron las tumbas para buscar riquezas, y los miasmas deletéreos del sepulcro les emponzoñaron la vida; la fiebre hizo con los invasores lo que debiera haber ejecutado en ellos con las armas el indolente Corregidor. La conducta criminal de éste le ocasionó un sumario dilatado; estuvo preso en Lima algunos años; y, como a los veinte, el 3 de agosto de 1730, terminado el juicio, pronunció el Consejo de Indias la sentencia definitiva, por la cual se le declaró culpable de negligencia en la defensa de Guayaquil, y se le impuso una multa de ocho mil pesos. Esta sentencia caía sobre don Jerónimo Boza y Solís cuando estaba ya envejeciendo; era nativo de Tenerife en las Canarias, y se hallaba entonces en los cincuenta y cuatro años de edad101.

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La flotilla expedicionaria de los corsarios bajó hasta las costas de California, de donde se dirigió a la Oceanía, tocó en el cabo de Buena Esperanza y por fin arribó a Inglaterra, a los tres años de haber salido en busca de riquezas; Rogers entregó a los armadores, como producto de la expedición, una suma pingüe, con la cual se dieron por bien empleados todos los gastos hechos para equipar los buques expedicionarios. Continuemos la relación de lo que aconteció aquí en la colonia.

Poco tiempo gobernó la diócesis de Quito el ilustrísimo señor Ladrón de Guevara; pues, el primero   -403-   de junio de 1710, salió de Quito para Lima y, el 29 de agosto del mismo año, se hizo cargo del Gobierno interino del virreinato del Perú; en Quito quedó como vicario general del Obispo, el doctor don Pedro de Zumárraga, entonces arcediano de esta Catedral. El señor Guevara renunció luego el obispado, alegando su avanzada edad, los achaques de su salud, a la cual le era dañoso el clima de esta ciudad, y finalmente su tranquilidad y decoro personal, pues conocía que aquí le sería punto menos que imposible guardar armonía con la Audiencia y con los presidentes. «Los ministros reales -decía el ilustrísimo señor   -404-   Guevara- no han de querer prestarme los homenajes que se deben a quien ha sido virrey del Perú; y yo, por mi parte, no podré menos de exigirlos, conque el acuerdo entre la Audiencia y el Obispo será imposible». La renuncia fue presentada por el Rey a la Santa Sede, y el papa Clemente undécimo la aceptó, señalando al Prelado dimisionario la congrua de ocho mil pesos anuales, que debían pagarse de las rentas del obispado. El señor Guevara tenía entonces más de setenta años de edad; su renuncia fue admitida en 1717; por lo cual, terminado el tiempo de su gobierno como virrey interino del Perú, se   -405-   embarcó para España; mas no logró regresar a su patria, porque falleció en Méjico el 9 de noviembre de 1718. En aquel mismo año se recibió en Quito la cédula real, por la que se decretaba la supresión de esta Audiencia y la incorporación de su distrito en el territorio de la Cancillería Real de Bogotá102.

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El capitán don Juan de Sosaya gobernó como presidente hasta el año de 1714; el período de su mando fue turbulento por el desacuerdo en que casi siempre estuvieron el Presidente y los oidores. Los ministros del tribunal eran entonces el doctor don Juan de Ricaurte, el doctor don Tomás Fernández Pérez, el doctor don Fernando de Sierra Osorio y el doctor don Cristóbal de Cevallos y Borja; el destino de fiscal lo sirvió muchos años don Antonio Ron. Ricaurte era hombre de genio áspero; lo protegió el presidente Mata y lo persiguió el presidente Dicastillo; de esta Audiencia fue trasladado a la de Panamá. Para reemplazarlo vino don Simón de Ribera, cuyas costumbres fueron más escandalosas que las de Ricaurte. Por motivos, acerca de los cuales la historia no puede menos de guardar un decoroso silencio, el oidor Ribera fue enemigo del presidente Sosaya, y cuando éste salió de Quito, aquél tendió acechanzas contra su vida y procuró que no regresara a España. Sosaya era ya anciano; estaba casado con doña Micaela Ontañón y tenía dos niñas solteras; pero, como esposo, no gozó de la honrosa paz del hogar doméstico. Durante el período de su gobierno, se vio además sometido a graves humillaciones, pues, por una cédula real de 31 de julio de 1711, se le condenó a privación temporal de la presidencia, mientras se practicaba la visita personal y se hacía pesquisa de su conducta, para averiguar la verdad de los denuncios que se   -407-   habían hecho contra él. En 1712, vino a Quito con el cargo de gobernador interino de estas provincias, el doctor don Juan Bautista de Orueta e Irusta, el cual traía la comisión de residenciar al Presidente; viose, pues, Sosaya privado del mando y perseguido; se le intimó que, mientras se practicaba la visita, saliera del territorio de la Audiencia, y se le señalaron como lugares de confinio: Piura al sur o San Sebastián de la Plata al norte; Orueta era alcalde del crimen en la Real Cancillería de Lima. En la Audiencia de Quito debía presidir el oidor más antiguo, durante todo el tiempo que estuviera inhabilitado el Presidente.

El perseguido don Juan de Sosaya intentó, al principio, ganar tiempo y evitar el juicio de residencia por medio de ardides; echó mano del arbitrio de eludir la notificación personal del auto de visita; notificado, apeló del Juez de comisión para ante la Audiencia, pero los oidores se declararon incompetentes para fallar, y la apelación fue elevada al Arzobispo Virrey, a fin de que el mismo que había enviado el juez de comisión declarara cuáles eran las facultades de que lo había investido; en estas diligencias pasaron tres meses. Entre el obispo Ladrón de Guevara y el presidente Sosaya no había habido armonía, y aun se asegura que el Presidente estaba a punto de expulsar al Obispo, cuando al señor Guevara le llegó el inesperado nombramiento de virrey interino del Perú por muerte del marqués de Castell dos Rius, que falleció en mayo de 1710. Dio vuelta la inconstante fortuna, y el Obispo tomó el gobierno y la autoridad de virrey en todo   -408-   el Perú; y entonces puso mano en la Audiencia de Quito, deseoso de reprimir los abusos que en ella, como prelado, había censurado. El presidente Sosaya buscaba treguas con la esperanza de estorbar el juicio de residencia; se valió de los tenientes de los pueblos del tránsito para que entorpecieran la marcha de los correos, que iban de Quito a Lima, y los tenientes, por complacerle, o tardaban en proporcionar caballerías, o las daban de lo peor, flacas, cansadas, enfermas; pero, al fin, aunque tarde, los correos llegaban, y el Arzobispo Virrey ratificó todo lo mandado por el Juez de comisión, y amenazó a Sosaya con la multa de diez mil pesos si, inmediatamente, no salía de Quito; resignose, pues, el Presidente a la visita y salió de la ciudad, tomando el camino del Norte.

El Juez Visitador era hombre exaltado, y dirigió al Consejo de Indias contra el presidente Sosaya informes tan exagerados, que el Rey dio orden de que éste fuera remitido preso a España; acusábale de que desobedecía las cédulas reales y las disposiciones del Gobierno superior; sin embargo, en la pesquisa secreta, Sosaya logró vindicarse tan completamente que no sólo no fue condenado, sino que se le declaró absuelto de todos los cargos que contra él se habían hecho, y se le devolvió la presidencia para que continuara gobernando hasta que se cumpliera el plazo señalado en su nombramiento103.



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III

Don Juan de Sosaya gobernó hasta el año de 1714; dejada la presidencia al Oidor más antiguo, que lo era don Simón de Ribera, regresó a España, tomando el camino de Pasto, para embarcarse en Cartagena; y, el 28 de julio de 1715, estuvo ya en esta ciudad su inmediato sucesor, don Santiago Larraín, que fue el decimonono presidente de Quito en tiempo de la colonia. Larraín era nativo de Chile, y pertenecía a una familia ilustre de Santiago; mas, aunque no carecía de prendas para el gobierno, la presidencia de Quito no la debió a sus propios méritos personales, sino a la suma de veinte mil pesos en que la había comprado don Juan Goyeneche, acaudalado caballero del Perú. Goyeneche dio de contado aquella cantidad para que se le concediera la presidencia de Quito a don Lorenzo Vicuña o, en su defecto, a don Santiago Larraín; Vicuña murió en 1712 y, por esto, gozó de la presidencia don Santiago Larraín. El nuevo Presidente estaba condecorado con el hábito de caballero de Santiago, con el cual lo había estado también Sosaya; así como lo había sido con el de Alcántara Mata Ponce de León; y con el de Calatrava, López Dicastillo.

Los tres años, durante los cuales desempeñó el cargo de presidente don Santiago Larraín, fueron tranquilos y en ellos no aconteció suceso alguno importante. La colonia en lo espiritual continuó gobernada por el mismo doctor don Pedro de Zumárraga, provisor y vicario general   -410-   del ilustrísimo señor Ladrón de Guevara. El doctor Zumárraga era limeño, y su familia tenía deudo con la del primer arzobispo de Méjico; gustaba de la magnificencia en el culto divino, y erogó sumas considerables para adornar la Catedral y para enriquecerla con joyas valiosas; en Derecho Canónico poseía conocimientos no vulgares, y era reputado como hombre de letras; por desgracia, carecía de modestia, era arrogante y ostentaba autoridad, con lo que se hizo molesto a los canónigos, sus colegas, y odioso a los seculares. Atravesando una mañana por la plaza mayor de la ciudad, se encontró con el doctor don Juan Bautista Sánchez de Orellana; vio éste al Vicario, se tocó el sombrero y continuó caminando aceleradamente. Orellana era sacerdote y oidor supernumerario en la Audiencia de Quito. El Vicario se dio por ofendido, porque Orellana no se había parado a saludarle y, airado, mandó a los clérigos que le acompañaban, que lo tomaran preso y lo llevaran a la cárcel: «¡Cojan a ese pícaro, y métanlo en la cárcel!», exclamó el Vicario; y, al instante, los clérigos se abalanzaron de Orellana, y unos empuñándolo de los brazos, y otros del manteo, lo arrastraban a la cárcel; Orellana se resistía y, firme en el suelo, no quería dar ni un paso más; entonces, otro clérigo lo agarró de un pie y lo derribó de espaldas; sostenido así en el aire de los brazos y de los pies, era llevado, a pesar de los gritos que daba pidiendo auxilio; eran las diez de la mañana y en la plaza, con motivo del mercado público, había un numeroso concurso de gente; levantose gran alboroto; corrían algunos, otros cerraban apresuradamente las puertas   -411-   de las tiendas, diciendo: «¡¡Riña entre clérigos!! ¡¡Esto parará en excomunión!!». Dos oidores, desde una escribanía, contemplaban la escena riéndose a carcajadas.

Al ruido de las voces abrió el presidente Larraín una ventana, preguntó qué era lo que pasaba; y así que lo supo, bajó a la plaza, y acercándose a toda prisa al grupo de clérigos, les intimó la orden de dejar ir libre inmediatamente al Oidor. El vicario Zumárraga quedó desairado, y el clérigo Orellana casi no podía convencerse de que lo habían dejado en libertad: ¡tan ciego lo tenían el susto y la indignación!...

Don Juan Bautista Sánchez de Orellana era hijo legítimo del marqués de Solanda; entró muy joven en la Compañía de Jesús, en la cual hizo sus estudios y recibió las órdenes sagradas hasta el presbiterado; pero, por justos motivos, salió y se fue a España, de donde regresó con el destino de oidor supernumerario de la Audiencia de Quito; sus colegas, los demás oidores, lo recibieron con repugnancia y representaron contra el nombramiento, alegando que Orellana era teólogo y no jurisconsulto; el Rey mandó que rindiera examen de las materias en que deben estar instruidos los abogados, y dio comisión al Virrey para que recibiera el examen; pero después, con mejor acuerdo, resolvió que se le devolvieran a Orellana los mil doblones que había pagado a la Real Caja para que se le concediera el empleo de oidor supernumerario.

De este modo, a los cinco años, fue Orellana separado de la Audiencia, en la cual podía ciertamente tener satisfecha su vanidad, mas   -412-   no su conciencia de sacerdote. Este clérigo pertenecía a una familia que, en tiempo de la colonia, era muy considerada en Quito, así por sus muchos bienes de fortuna como por su antigüedad y nobleza; pero, por desgracia, nuestro eclesiástico, adolecía de la presunción característica de las familias nobles de entonces, y creía sencillamente que había dispensado una honra a la Iglesia de Cristo haciéndose sacerdote. Cuando aconteció el hecho que acabamos de referir, tanto Orellana como Zumárraga estaban pretendiendo la silla del Deán, que se hallaba vacante en la Catedral, y había emulación entre los dos; he ahí la causa del escándalo con que alborotaron la ciudad104.

Un año después de este suceso, se verificó en la colonia una transformación política de las más notables; la Real Cancillería de Quito fue suprimida. Había determinado Felipe quinto dar una organización mejor a las colonias de América y, a este fin, acordó la erección de un nuevo virreinato; y, para facilitar la ejecución de este proyecto, se juzgó conveniente suprimir las Audiencias de Quito y de Panamá; el decreto de supresión se dio el 19 de abril de 1717, y la cédula se expidió el 27 de mayo del mismo año. Esta cédula llegó a Quito en octubre de 1718; y, el día 28 de aquel mes, a las nueve de la mañana,   -413-   se hizo la publicación oficial de ella. El 3 de noviembre se declaró que la Audiencia de Quito quedaba suprimida, y que todas estas provincias, que hasta entonces habían pertenecido al virreinato de Lima, eran incorporadas al nuevo virreinato de Santa Fe de Bogotá.

Cuando fue suprimida la Audiencia, formaban el tribunal los oidores Antonio Sierra Osorio, José Llorente, José Laicequilla y Lorenzo Lastero, el cual desempeñaba el cargo de fiscal. La ejecución del decreto fue confiada al corregidor de la ciudad.

La supresión de la Audiencia causó generalmente mucho desagrado, y se consideró como un nuevo motivo de atraso para la decaída colonia; pues, la administración de justicia se miró como imposible, atendidas las dificultades que habría para acudir a Bogotá, separada de Quito por una tan enorme distancia.

Con la supresión de la Audiencia, termina el primer período de la tercera época de nuestra historia; para formar una idea cabal y completa de lo que fue nuestro país en aquel tiempo, conviene que examinemos cuál era el estado social en que se encontraba la colonia, en lo religioso, en lo político, en lo civil y en lo económico al terminar el siglo decimoséptimo, cuando a la dinastía de Austria sucedió la de Borbón en el trono de España. El primer período de la tercera época de nuestra historia duró ciento cincuenta y cuatro años, desde la fundación de la Real Audiencia, en 1564, hasta la supresión temporal de ella, en 1718; en ese espacio de siglo y medio de duración, se sucedieron diez   -414-   y nueve presidentes propietarios; hubo dos interinos, el licenciado Marañón y el obispo Montenegro, y el gobierno estuvo desempeñado temporalmente en dos ocasiones por los visitadores Juan de Mañozca, Galdós de Valencia y Juan de Orueta e Irusta. Hemos narrado los hechos que acontecieron en ese transcurso de tiempo; ahora vamos a ocuparnos en dar a conocer el estado social a que la colonia había llegado, bajo el gobierno de los monarcas españoles de la casa de Austria.

El estudio, que vamos a hacer de nuestra sociedad, no será completo, porque la examinaremos solamente desde un punto de vista limitado; no diremos una palabra acerca de lo literario, pues de esto hemos de hablar de propósito en otro libro de nuestra historia; tampoco daremos a conocer ahora aquellas cosas que constituyeron la manera de ser característica de la sociedad hispanoamericana, porque nuestro objeto es tan sólo describir con sus rasgos propios lo que fue nuestra sociedad en el segundo siglo de su existencia.





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ArribaCapítulo decimoctavo

Estado social de la colonia al terminar el siglo decimoséptimo


Dificultad de calcular con exactitud el número de habitantes de la presidencia.- Carácter religioso de la época.- Defectos.- Los jesuitas.- Fundaciones de casas y colegios de la Compañía en Ibarra, Cuenca, Riobamba y Guayaquil.- El noviciado de Latacunga. Observaciones necesarias.- Nuevos conventos.- Los carmelitas descalzos.- Causas de la relajación de los religiosos.- Bienes de los jesuitas.- Publicación de las Leyes de Indias.- Sistema de contribuciones.- Los Cabildos civiles.- Fiestas y regocijos públicos de 1631.- La moneda en la colonia.- Obrajes.- Cédula sobre demolición de obrajes.- Disposiciones relativas a los indios. Estado social y religioso de los indios en aquella época.- Conclusión.



I

Hemos llegado con nuestra narración a los principios del siglo decimoctavo, cuando todas estas provincias, que, desde la conquista, habían formado parte del virreinato de Lima, fueron incorporadas en el nuevo virreinato que se erigió en Bogotá. La actual nación americana, conocida entre los pueblos civilizados con el nombre de República del Ecuador, no comenzó a tener vida independiente en el orden civil y político sino el año de 1830, es decir, casi a mediados de este presente siglo; antes siempre formó parte de otras secciones coloniales mayores, o de otras entidades políticas más extensas. El   -416-   antiguo Reino de Quito fue conquistado por Benalcázar, teniente de Pizarro, y estuvo sujeto a la gobernación de éste por algún tiempo; organizada la colonia, permaneció bajo la dependencia de la Audiencia de Lima; y, cuando se estableció la Real Cancillería de Quito, las provincias subordinadas a su jurisdicción eran parte integrante del virreinato del Perú; pues el Perú de los monarcas españoles de la casa de Austria comenzaba desde Pasto al norte, y se dilataba hasta los confines del Potosí, en la remota Charcas, al mediodía. En 1718 fue separado de Lima todo el territorio de la Audiencia de Quito, y pasó desde entonces a formar parte del virreinato de Santa Fe. Mas ¿cuál era el estado social en que se encontraba la colonia al terminar el siglo decimoséptimo? Hacía ciento setenta años a que había sido fundada; en ese transcurso de tiempo, ¿había adelantado? ¿Había retrocedido? ¿Cuál era su bienestar social?

La vida de nuestra colonia no era vida aislada; era vida, cuyos movimientos dependían del modo de ser de todas las demás colonias, y principalmente del estado social de España, la madre patria, que influía de una manera directa sobre los pueblos americanos. La prosperidad de la Península coincidió con el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo; en el siglo decimoséptimo España fue decayendo miserablemente. Se ha dicho que el descubrimiento de América fue parte, y no poca, para esa decadencia; empero, más exacto sería decir que no el mismo descubrimiento, sino el mal uso que de las Indias Occidentales hizo España fue una de las causas   -417-   de su decadencia. En fin, sea de esto lo que fuere; en cuanto a las provincias que componían la Audiencia de Quito es lo cierto que, aunque tenían poca importancia social entre las demás colonias americanas, con todo sufrieron mucho a consecuencia de la postración general en que fue hundiéndose la monarquía española.

Carecemos de medios seguros para calcular con exactitud la suma de la población; lo único que podemos asegurar es que ésta padeció periódicamente calamidades, que no pudieron menos de hacerla disminuir; los terremotos, que se sucedieron a intervalos de tiempo relativamente cortos, causaron pérdidas casi irreparables: en 1645 Riobamba quedó en escombros; en 1698 la ruina fue todavía mayor; en 1674 fue destrozado todo el cantón de Chimbo; en 1660, con motivo de la erupción del Pichincha, la región media occidental sufrió una transformación completa, de modo que, desde entonces, ha permanecido deshabitada y casi perdida para la civilización; en 1698, Latacunga y principalmente Ambato, se vieron desolados con una de las más espantosas catástrofes acontecidas en esta tierra ecuatoriana, donde el hombre podemos decir que edifica ciudades, a pesar de la naturaleza, cuya energía gigantesca parece obstinada en destruirlas. Con motivo de estos cataclismos perecían muchos habitantes; y, como por una ley física secreta, los terremotos causaban esterilidad temporal en los campos, venía la escasez, y en pos de ella el hambre, y, a consecuencia del hambre, las epidemias,   -418-   que dejaban diezmadas las poblaciones105.

La misma condición topográfica de nuestras provincias interandinas, la naturaleza del clima, la falta de cierta clase de alimentos sustanciosos y la enorme elevación sobre el nivel del mar, son circunstancias poco favorables para que las poblaciones crezcan y se desarrollen. En la costa, el calor enervante, que amengua la energía vital, y las fiebres, propias de los lugares húmedos y ardientes, han sido, en todo tiempo, obstáculos poderosos para el aumento de población. La primera epidemia desoladora que recuerda la historia es la que se presentó en Guayaquil, en 1708, pocos años después de trasladada la ciudad al sitio nuevo; días hubo en que murieron hasta diez   -419-   personas; y como los sepulcros estaban dentro de las iglesias, el contagio se propagó y la ciudad llegó a ser inhabitable; la mejor higiene en las casas y la benéfica acción del verano, que secó los pantanos de las calles, devolvieron la vida y la animación al puerto; mas lo que eran los terremotos para el interior, eran los incendios y las depredaciones de los piratas para las ciudades del litoral, y, sobre todo, para Guayaquil. En algunos puntos, como en la Puná, por ejemplo, la raza indígena se extinguió con asombrosa rapidez; los bosques de la isla desaparecieron, disminuyeron las lluvias, se agotaron los manantiales, y la soledad y el silencio reinaron allí, donde, dos siglos antes, se agitaba una población numerosa y aguerrida.

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En la meseta interandina las dos temporadas, de lluvias y tiempo seco (que se designan con los nombres de invierno y de verano respectivamente), no son siempre fijas e invariables; en todo el siglo decimoséptimo se repitió, con frecuencia, el fenómeno, que aun ahora se observa a menudo, de la inconstancia de las estaciones; hubo años en que las lluvias fueron muy tardías y escasas; los campos se agostaron y lo enjuto del ambiente ocasionó enfermedades; asimismo, hubo años en que el exceso de lluvias perjudicó a la salubridad pública, y fue dañoso a la agricultura. Nuestros mayores, en todas esas ocasiones, acudían al auxilio divino, considerando que los fenómenos naturales, bajo el gobierno de la Providencia, están íntimamente relacionados con la marcha de las costumbres en el orden moral. El carácter distintivo de aquella época era el fervor religioso, el cual se manifestaba en fiestas suntuosas, en procesiones, en rogativas y, sobre todo, en fundaciones de iglesias y de monasterios.

Era, en verdad, aquélla una época de fe religiosa; nuestros antepasados amaban de corazón todo cuanto se refería a la religión y al culto divino, principalmente al exterior y público, a cuyas solemnidades daban una grande importancia social. Sin embargo, no todo era laudable en la devoción de los ecuatorianos de entonces; las prácticas exteriores no siempre estaban acompañadas de la limpieza del alma, sin la cual es imposible agradar de veras a Dios; satisfechos con la pompa exterior de las funciones religiosas, vivían muy descuidados en punto a la estricta observancia de los mandamientos divinos. ¡Qué mezcla   -421-   tan repugnante la que solían hacer de lo sagrado y lo profano, de lo devoto con lo mundano! Las fiestas religiosas no eran solemnes, sino cuando estaban acompañadas de corridas de toros; a éstas era costumbre que asistiera, bajo dosel puesto en la plaza pública, el Obispo, siempre que se hacían festejando el nacimiento de un príncipe o la coronación del nuevo rey; faltar a ellas entonces habría sido dar escándalo, con nota de poco amor al soberano.

Entre las comunidades religiosas reinaban rivalidades, emulaciones, envidias ruines; la misma devoción andaba a caza de hechos maravillosos, y confundía lastimosamente la sólida piedad con la punible superstición. No era la plebe, no eran los indios rústicos los únicos que pecaban de supersticiosos, no; veces hubo en que los ministros de la Audiencia, a trueque de pasar por muy devotos, no se recataron de ser supersticiosos. El oidor don Cristóbal de Cevallos, aunque era de ingenio agudo y de ilustración no escasa, padecía, no obstante, la flaqueza de tenerse por favorecido del Cielo con dones sobrenaturales; una mañana, festejando el día de su cumpleaños, se hallaba sentado a la mesa almorzando, acompañado de sus amigos, cuando de repente comenzó a dar gritos y a hacer exclamaciones, con grandes muestras de admiración y de asombro. «¡Madre mía! -decía-. ¡¡Qué aparición!!...». Habían servido a los comensales una empanada, puesta sobre un pedazo de papel blanco; y en las manchas que el aceite, en que había sido frita la empanada, formara sobre el papel, se le figuró al Oidor ver una imagen clara y perfecta de la Santísima   -422-   Virgen; creyó que era una aparición celestial, un milagro; y lo más curioso del caso fue que a ese papel sucio le rindió culto, y hubo sacerdote que se prestara para celebrar misa en honra de lo que se apellidaba «Nuestra Señora de la empanada». Por fortuna, el obispo Guevara, por medio de la Inquisición, hizo perseguir y castigar estas supersticiones ridículas. El doctor don Cristóbal de Cevallos era natural de la ciudad de la Plata, en la actual República de Bolivia; y, por parecer religioso, deshonraba la religión.




II

En los capítulos anteriores hemos hablado de la fundación de algunos conventos y casas de religiosos; referiremos ahora las circunstancias con que se llevó a cabo la de los que se edificaron desde mediados del siglo decimoséptimo.

Entre las órdenes religiosas establecidas en Quito, los jesuitas fueron los que tardaron más largo tiempo en propagarse por las provincias; hasta mediados del siglo decimoséptimo, no poseían más que dos casas, ambas en Quito: el colegio de San Ignacio y el seminario de San Luis; para dar cima a la fundación de casas de la Compañía en otras ciudades, les fue necesario vencer los obstáculos que les opusieron las otras comunidades religiosas, el clero secular, los Cabildos civiles y el Rey, para quienes la fundación de una nueva casa de jesuitas ofrecía dificultades de peso e inconvenientes de consideración.

El colegio de Quito perteneció al principio a la provincia del Perú, y después a la del Nuevo   -423-   Reino de Granada, la cual se formó en 1616, de todas las casas que la Compañía había fundado en los territorios de las actuales repúblicas del Ecuador y de Colombia. El año de 1622, los jesuitas de Quito trataron con empeño de fundar una casa de noviciado, y a este fin aceptaron la donación de treinta mil pesos, que les hizo don Juan Vera de Mendoza, uno de los personajes más nobles y ricos que había entonces en la colonia. Don Juan Vera de Mendoza estaba casado con doña Clara Eugenia Núñez de Bonilla; sus bienes de fortuna pasaban de trescientos mil pesos, y no tenían más que una sola hija, doña María, la cual casó con el tristemente famoso don Tomás de Larraspuru.

Los fundadores, además de los treinta mil pesos, ofrecieron construir a sus expensas la iglesia y la casa de habitación; debía llamarse Santo Tomás Cantuariense, y se determinó que se edificara en el obraje de San Ildefonso, que poseían los jesuitas en la provincia de Ambato, entre los pueblos de Pelileo y de Patate. Esta fundación, aunque fue aceptada y aprobarla por el padre Vitelleschi, general de la Compañía, no llegó a verificarse, porque el Consejo de Indias negó el permiso para ponerla por obra106.

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A principios del siglo decimoctavo, los jesuitas tenían en el territorio de lo que actualmente es República ecuatoriana, fundadas casas de su instituto en Ibarra, Latacunga, Riobamba, Cuenca y Guayaquil. La historia de la fundación de estas casas de la Compañía merece conocerse por las circunstancias con que se llevó a cabo; es uno de los sucesos más curiosos de aquellos tiempos. Los jesuitas eran muy estimados por su ilustración, y gozaban de mucha autoridad en la colonia, por lo morigerado de sus costumbres; circunspectos y afables, obsequiosos con los grandes, comedidos con los pobres, se ganaban las voluntades de todos cuantos trataban con ellos; en el siglo decimoséptimo eran generalmente respetados, y en Quito, en aquella época, no había uno solo que los aborreciera, aunque muchos los temían y los miraban con recelo por la sagacidad y destreza con que, en un momento, se enriquecían, adquiriendo bienes raíces, que en sus manos alcanzaban rápido incremento. Éste fue el secreto de las contradicciones que encontraron para la fundación de nuevas casas y colegios en el territorio de la Audiencia de Quito.

Hasta 1630 no existían más que la casa de Quito y el colegio seminario de San Luis, que dependía de ella; los bienes de fortuna eran cuantiosos, y considerable el número de individuos que   -425-   formaban la comunidad; varios padres habían entrado a las selvas de la región oriental, y principiado a trabajar en la obra penosa de la conversión y reducción de las tribus salvajes, que pueblan aquellas extensas comarcas; la distancia enorme que separaba a la casa de Quito de las que estaban ya fundadas en el Nuevo Reino de Granada, con las cuales formaba una sola provincia, y la comodidad de los misioneros en los viajes que emprendían a los territorios trasandinos, obligaron a los jesuitas a solicitar la fundación de algunas casas en las ciudades sujetas a la Audiencia de Quito. Pidieron, pues, permiso para establecer residencias en Popayán, Ibarra, Latacunga, Riobamba y Cuenca, con el objeto de servir mejor las misiones de infieles que habían tomado a su cargo; Felipe cuarto no sólo no concedió la licencia que solicitaban los jesuitas, sino que expidió una cédula, por la cual prohibió que en el territorio de Quito se hicieran fundaciones de nuevos conventos de religiosos y, principalmente, de jesuitas, y mandó poner en vigor una antigua disposición real, mediante la que el permiso para fundar casas de regulares se había reservado a Su Majestad, oído el dictamen del Consejo de Indias y previos los informes de las dos autoridades: la civil y la eclesiástica, en la respectiva colonia107.

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Después de muchas representaciones, consiguieron permiso para fundar solamente dos casas en el territorio de la Audiencia de Quito, con la precisa condición de que no habían de ser colegios, sino meras residencias u hospicios para los misioneros del Marañón, sin iglesia y sin campanas; los puntos, donde debían establecerse las dos residencias, quedaron al arbitrio del Obispo y de la Audiencia. Mediante este permiso se verificaron las fundaciones de las casas de Popayán y de Cuenca; diremos de qué modo se establecieron las demás, y con cuánta lentitud se transformaron en colegios.

Distingue el instituto de la Compañía varias clases de establecimientos para sus religiosos: la simple casa de residencia, en la cual no hay estudios ni enseñanzas, sino tan sólo ejercicio del ministerio sacerdotal; en los colegios se hallan las cátedras abiertas para la educación de la juventud; en las casas de probación viven los novicios, y en las profesas los padres graves, que han hecho todos los votos del instituto; las casas profesas no poseen bienes; todas las otras pueden adquirirlos sin limitación. En la presidencia   -427-   de Quito no hubo casas profesas; todas fueron residencias o colegios108.

La fundación de la casa de Popayán fue apoyada con las solicitudes del Gobernador y de entrambos Cabildos; no así las de Ibarra y Cuenca, contra las cuales hubo representaciones y protestas.

Allá por el año de 1629, sucedió en Ibarra lo siguiente. Un cierto Alonso Báez Pepino principió a levantar una casa en un solar, situado en el centro de la villa, pues uno de los ángulos del plano del edificio daba en una de las esquinas de la plaza principal; era voz común que aquel solar pertenecía a los jesuitas, y se aseguraba que la casa que había comenzado a construir Báez era para ellos; tratose en el Cabildo de la villa acerca   -428-   de este asunto, y el Procurador se presentó ante el Corregidor, y pidió que se le mandara a Báez suspender la obra, y se le obligara a declarar bajo juramento cuyo era el solar, y para quién estaba edificando la casa. Héctor Villalobos, corregidor de Ibarra, acogió la solicitud del procurador del Cabildo y, el 14 de noviembre de 1629, pronunció un auto, por el cual ordenó que Báez suspendiera la obra, y declarara a quién pertenecía en propiedad el solar y con qué fin estaba edificando la casa. Báez comenzó por ganar tiempo, dando declaraciones ambiguas; mas, constreñido por el juramento, acabó al fin por descubrir la verdad; dijo que el solar era propio de los jesuitas, y que estaba edificando la casa por disposición expresa que para ello había recibido de parte del padre Alonso Gamboa, ministro del colegio   -429-   de Quito; la casa, según le había asegurado dicho Padre, era para vivienda de los sirvientes indígenas y de los negros esclavos que tenían los jesuitas en sus haciendas de Pimampiro. Con esta declaración, el Corregidor decretó que se suspendiera la nueva fábrica, y prohibió continuarla bajo cualquiera pretexto. El Corregidor se apoyaba en la cédula expedida por Felipe cuarto en el Escorial, el 27 de octubre de 1626; pero los jesuitas apelaron del decreto del Corregidor a la Audiencia; la Audiencia aceptó la apelación, en virtud de la declaración que hicieron los padres de que la casa no tenía más objeto que servir de posada a los misioneros que entraran a las comarcas orientales o regresaran de ellas; y, el 29 de enero de 1630, les permitió acabar la casa, prohibiéndoles poner campanas, edificar iglesia y celebrar en ella los divinos oficios.

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Mayores dificultades encontraron los jesuitas, ocho años más tarde, para la fundación de una casa en Cuenca. El 17 de febrero de 1638, hizo la petición el padre Cristóbal de Acuña, y solicitó que se convocara un cabildo abierto o una junta general de todos los vecinos de la ciudad para que, por mayoría de votos, se resolviera si los cuencanos querían o no la fundación de una casa de la Compañía de Jesús en la ciudad. Don Juan María de Guevara y Cantos, gobernador de la provincia, admitió la petición y, condescendiendo con el padre Acuña, decretó que se tuviera la junta general de los vecinos; a voz de pregonero, y a son de trompetas y caja de guerra, se publicó el decreto en la plaza mayor y en las calles principales de la ciudad, amenazando que se impondrían veinte pesos de multa al vecino que faltara a la asamblea. Lorenzo Díaz de Ocampo, que desempeñaba el cargo de fiel ejecutor de la ciudad, se opuso a la fundación, alegando que en Cuenca había tres conventos de religiosos, treinta clérigos sueltos y suma pobreza. Don Bartolomé Rubio contradijo también el proyecto de la nueva fundación, haciendo como procurador general del Cabildo una protesta en defensa de los intereses temporales de los vecinos, que sufrirían indudablemente con el establecimiento de los jesuitas en Cuenca. A pesar de estas representaciones y reclamos, tuvo lugar la junta general; concurrieron ciento tres individuos; deliberaron sobre la fundación y concluyeron por aprobarla como útil para Cuenca. Sin embargo, al día siguiente, celebró el Cabildo una sesión secreta, en la cual acordó que no se permitiera a   -431-   los jesuitas poner por obra la fundación, mientras no presentaran el permiso del Rey; señalose un plazo de tiempo dentro del cual se debía alcanzar la licencia, y hasta tanto se prohibió la fundación.

El padre Francisco de Fuentes, a la sazón provincial de los jesuitas de Quito, pidió a la Audiencia que diera el permiso para fundar la casa de Cuenca; aunque era presidente don Alonso Pérez de Salazar, íntimo amigo de los jesuitas, no pudo menos de exigir a los padres que renunciaran primero sus privilegios, y se obligaran a pagar diezmos de todos los fundos que adquirieran para la nueva casa, como lo disponía expresamente la cédula del 12 de marzo de 1632. El Provincial hizo la renunciación en Quito, el 18 de marzo, ante Juan Gómez Cornejo, escribano público de la ciudad; llenado este requisito legal, la Audiencia concedió su permiso, previa la fianza personal que prestaron don Sebastián Rodríguez y don Bernabé Echagoyen, vecinos de Quito, de que, dentro del plazo perentorio de cuatro años, habían de presentar los jesuitas la licencia del Consejo y la aprobación del Rey. El acuerdo de la Audiencia se dictó el 30 de marzo de 1638, y el 7 de abril, el padre Acuña tomó posesión de los solares y declaró fundada la residencia de Cuenca. Su objeto exclusivo fue la entrada a las misiones establecidas entre los jíbaros109.

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Los hospicios o casas de Latacunga y de Riobamba se principiaron con grande sagacidad y disimulo, disfrazando la fundación y continuándola a medida del favor que dispensaban a los padres los presidentes y los oidores. La Compañía de Jesús, por medio de sus procuradores en Madrid, gestionó largos años, en el Consejo de Indias, para alcanzar el permiso de fundar colegios en el territorio de la Audiencia de Quito, y sostuvo un pleito dilatado con los dominicanos, franciscanos y agustinos, que contradecían la conservación de las casas establecidas en Ibarra, Latacunga, Riobamba y Cuenca, fundándose en cédulas reales y en disposiciones canónicas. Este pleito de las comunidades religiosas con los jesuitas duró algunos años, y fue uno de los más ruidosos   -433-   acontecimientos de Quito durante el siglo decimoséptimo. Los alegatos de los frailes dan a conocer la inmensa riqueza que en aquel tiempo poseían los jesuitas, y la poderosa influencia que ejercían sobre los presidentes y los oidores, cuya jurisdicción declinaron los frailes, probando, con hechos públicos, que aquéllos no podían ser imparciales en asuntos relativos a los padres de la Compañía. Uno de los presidentes, a quien tacharon de parcial en este asunto, fue el licenciado don Alonso Pérez de Salazar, pues denunciaron que había sido muy obsequiado y regalado por los jesuitas, y que así no podía menos de estar muy prendado con ellos110.

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A los reclamos de los frailes se unieron los de los canónigos; y al fin, el Rey expidió una cédula, por la cual mandó que fueran demolidas las casas que en Ibarra, Latacunga, Riobamba y Cuenca habían fundado los jesuitas. Sabiendo el padre Hernando Cabero, provincial del Nuevo Reino de Granada, que se había dado por el Rey, de acuerdo con el Consejo de Indias, la orden de demoler los hospicios o casas de Ibarra, Latacunga,   -435-   Riobamba y Cuenca, se apresuró a hacer dejación voluntaria de ellas; y, al efecto, el 30 de noviembre de 1659, escribió al Rey una carta, manifestando al Monarca cuán prontos estaban siempre los jesuitas a obedecer la voluntad del soberano. Mas ¿cuál era el motivo que, así los canónigos como los frailes y aun los Cabildos seculares, tenían para oponerse a las fundaciones de los jesuitas? ¿Por qué las contradecían obispos tan piadosos como el señor Oviedo y el señor   -436-   Montenegro? ¿En qué se apoyaban los fiscales del Real Consejo de Indias, para emitir dictámenes contrarios a ellas? ¿Cómo reyes tan católicos como Felipe tercero y Felipe cuarto las prohibían?... Los jesuitas en toda la América española se enriquecían de una manera rápida y alarmante, y el temor que inspiraba semejante enriquecimiento era la causa de los obstáculos, que se oponían a las fundaciones de sus casas y colegios; manía común a todas las comunidades de América fue la inmoderada codicia de bienes terrenos; pero ninguna llegó a acumular tantos como los jesuitas; todos los religiosos gozaban en América de los privilegios canónicos de las órdenes mendicantes; y, en virtud de ellos, rehusaban pagar el diezmo de las enormes haciendas y extensas granjas que poseían; de donde resultó necesariamente la progresiva diminución de la renta decimal, y también de la parte que de ella pertenecía al Tesoro Real. Los obispos y los canónigos no sólo en el Ecuador, sino en toda la América, reclamaron por esta pérdida, y sostuvieron un pleito, que se prolongó casi hasta la expulsión de los jesuitas. Los oficiales reales no podían menos de llamar la atención del gobierno sobre la diminución de las rentas de la Corona. Por esto, cuando, a fines del siglo decimoséptimo, se permitió a los jesuitas fundar colegios en Ibarra, Riobamba y Cuenca, se les impuso la condición de pagar diezmos de las haciendas que adquirieran en adelante; así pues, a los cien años después del establecimiento de los jesuitas en Quito, se autorizó la fundación del colegio de Ibarra; y, cuatro años más tarde, se permitieron   -437-   las de los colegios de Riobamba y de Pasto. El de Riobamba fue pedido por el Ayuntamiento; para el de Ibarra contribuyó con lo necesario el capitán don Manuel de la Chica, quien, por lo mismo, fue su verdadero fundador111.

La casa de Latacunga fue erigida en noviciado, con licencia del Rey, el año de 1673; su fundador fue don Juan de Sandoval y Silva, quien le donó treinta y cinco mil pesos de principal, y además cinco mil eventuales, en que estaba tasa da su encomienda. Hizo la erección el padre Gaspar Vivas, viceprovincial de la provincia del Nuevo Reino de Granada y rector del colegio de Quito, poniendo la primera piedra de la iglesia el 21 de octubre de 1677; la toma de posesión y apertura de la iglesia provisional se verificaron el 1.º de noviembre de 1674.

Todas estas fundaciones de los jesuitas se hacían con el objeto de separar las casas de Quito de las del Nuevo Reino de Granada, constituyendo de todas ellas una provincia separada e independiente. Las misiones del Marañón no habían sido nunca visitadas por los provinciales, y dos de éstos habían muerto a consecuencia de las penalidades sufridas practicando la visita; las distancias inmensas, los caminos fragosos, los climas mortíferos de los valles y el rigor del frío y de los vientos en los páramos de la cordillera   -438-   gastaban la salud de los superiores en los viajes, que se veían obligados a hacer visitando las casas y colegios de la provincia; dos años enteros no eran bastantes para practicar la visita desde Cartagena hasta Cuenca.

El colegio de Guayaquil se fundó en 1705 a instancias del Cabildo y con los donativos que hicieron los vecinos ricos de la ciudad; pero Felipe quinto, antes de conceder su licencia, exigió primero del padre Miguel Ángel Tamburini, general de la Compañía, la promesa de que los jesuitas no aumentarían los bienes del colegio con nuevas mandas testamentarias ni donaciones piadosas. Los colegios de la Compañía se deseaban para la enseñanza de los niños en todas las ciudades, cuyos vecinos carecían de recursos para enviar a sus hijos al colegio de Quito; y a esta necesidad de la educación de la juventud debieron su fundación, casi a fines del siglo decimoséptimo, los colegios de los jesuitas en Ibarra, Riobamba y Guayaquil112.

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La situación de los jesuitas, de adversa se había mudado, pues, en favorable; las mismas poblaciones que años antes se habían opuesto a las fundaciones, las pidieron después con instancia; el número de habitantes era ya muy crecido, y en ninguna de las villas y ciudades de la presidencia había comodidad para que los hijos de los vecinos recibieran educación conveniente; los ricos enviaban sus hijos a Quito; y aquí, lejos del hogar paterno, algunos habían padecido naufragio en su moral. En Cuenca la residencia se había transformado insensiblemente en colegio; y los Ayuntamientos de Ibarra y de Riobamba clamaban por la pronta fundación de colegios, donde la juventud pudiera recibir educación. Los jesuitas habían abierto ya escuelas de primeras letras, y enseñaban los primeros rudimentos a los niños en Latacunga y en Ibarra. Además, el celo,   -440-   con que por aquel tiempo se consagraban al desempeño de los ministerios sacerdotales, era ejemplar; las casas tenían riquezas, pero en los individuos resplandecía cierta mesura amable en todo.

Ya hemos dicho antes que, tanto en España como en América, los reinados de los monarcas de la casa de Austria se distinguieron por el aumento y prosperidad temporal del estado eclesiástico; los conventos se multiplicaron de una manera increíble; en el territorio de la antigua presidencia de Quito, sin incluir la ciudad de Pasto, y sólo en lo que actualmente forma la República del Ecuador, se contaban a fines del siglo decimoséptimo cuarenta y dos conventos, pertenecientes a religiosos dominicos, franciscanos, agustinos, mercenarios, jesuitas y carmelitas descalzos. De estos últimos no había más que un solo convento, fundado en Latacunga, en tiempo del obispo Figueroa; para esta fundación contribuyó con cincuenta mil pesos un vecino rico, llamado don Diego de la Mata. Cuando el terremoto de 1698, el convento, que habían principiado a edificar, se arruinó completamente, de modo que los pobres frailes se vieron obligados a improvisar chozas de paja en la huerta, para tener donde vivir. Este monasterio no subsistió ni siquiera veinte años, pues en el capítulo general celebrado por los carmelitas descalzos en Alcalá de Henares, se resolvió que se suprimieran todos los conventos fundados en América, donde no había comodidad para que floreciera la observancia; el 22 de enero de 1704, expidió el Rey una cédula, mediante la cual, a petición del padre fray Pedro de Jesús   -441-   María, general de los carmelitas descalzos, se declaró suprimido el convento de Latacunga. Era entonces prior fray Manuel de la Madre de Dios, los bienes del convento fueron aplicados a la reconstrucción de la iglesia parroquial, y los frailes regresaron a España113.

Existían también dos monasterios más de religiosas carmelitas descalzas: uno fundado en Cuenca el año de 1680; y otro en Latacunga en 1672. De entrambos hablaremos en otro lugar.

Los franciscanos hicieron muchas instancias para que se les permitiera fundar un nuevo convento, además de los que había en todas las ciudades y villas de la presidencia; querían que fuera una recoleta o convento de estricta observancia, y solicitaban la licencia del Rey para establecerlo en el asiento de Ambato. Esta licencia les fue concedida en 1683; y, el 20 de junio de aquel año, se verificó la fundación114.

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La villa de Ibarra tenía también un convento de monjas de la Inmaculada Concepción, fundado en 1671 por el capitán don Antonio de la Chica; la primera abadesa y fundadora de este monasterio fue la madre María de San Jerónimo, a quien el obispo Montenegro le concedió permiso de trasladarse del convento de Pasto, en el cual desempeñaba el cargo de superiora, al nuevo de Ibarra, para que estableciera la observancia regular115.

El número de religiosos en aquel tiempo era muy considerable, pues sólo en Quito se llegaron a contar casi mil frailes; pero (como ya lo hemos hecho notar antes) la observancia regular estuvo tan decaída que, siendo los conventos casas edificadas con el único propósito de dar gloria   -443-   a Dios, mediante la práctica de los consejos evangélicos, se transformaron en ocasión de escándalo público y de ruina de la moral en la desgraciada colonia. Cada capítulo para la elección de provincial era un motivo de acaloradas disputas; había partidos, que se odiaban, y hacían la guerra; y la discordia de los religiosos perturbaba las familias y alteraba el orden público y la paz de la ciudad. Eran tan frecuentes estos disturbios en los capítulos de los conventos, y había tanta seguridad de que en cada período eleccionario se había de alterar la población entera, que, cuando el año de 1668, acabaron en paz los dominicanos la celebración de su capítulo provincial, la Audiencia juzgó el caso tan extraordinario que dispuso dar cuenta de él a Su Majestad, felicitándose de un capítulo pacífico de frailes, como de la retirada de los piratas; el Obispo, el Presidente, los Cabildos y hasta los particulares escribían, contando ese año como feliz, como raro, pues los frailes habían celebrado en paz un capítulo, y los corsarios no habían invadido las costas de la presidencia116.

Las comunidades religiosas, cuando se han conservado fieles al espíritu de sus santos fundadores, han hecho a los pueblos muchos bienes, no sólo en el orden sobrenatural, sino hasta en el meramente terreno y temporal; en la colonia las corporaciones religiosas no eran ejemplares de virtud, ni siquiera de buenas costumbres, y así no   -444-   pudieron menos de causar gravísimos daños a la moral, contribuyendo mucho a la decadencia social de nuestros pueblos; pero también no dejaron de producir bienes, aun a pesar de ese lastimoso estado de relajación en que estaban caídas. Los extensos conventos que edificaron fueron un punto de cita y de concurso para muchas artes y oficios, que se ejercitaron, cultivaron y alcanzaron un muy notable grado de perfección, merced a los regulares; el arte de la construcción, la extracción, talla y pulimento de las piedras, la fabricación esmerada de ladrillos, el corte y labor de la madera; la pintura, para decorar con cuadros hermosos los claustros y los templos; el dibujo, la ebanistería, la escultura, el dorado requerían muchos individuos, y todos eran estimulados y remunerados por los frailes; esa muchedumbre de artesanos y de obreros tenía ocupación constante, vivían dedicados al trabajo y, mediante el trabajo, disfrutaban de cierta comodidad en sus hogares. De este modo, los conventos fueron entre nosotros la cuna de las artes; y es cosa digna de memoria que hasta esos mismos frailes, cuya vida causaba escándalo, eran esmeradísimos en hermosear los templos y en favorecer las artes; siempre consuela el recuerdo de las acciones buenas, y es muy grata para el corazón humano la idea, cierta, ciertísima, de que no hay hombre, por perverso que sea, que no practique alguna virtud; pues, a pesar del estrago causado por los vicios, siempre resplandece en el hombre lo excelso de su origen. Decimos esto para que se conozca la recta intención, con que vamos a hacer la narración de los hechos siguientes.

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En la colonia había gentes de muy diversa condición social: españoles venidos de la Península y nacidos allá; hijos de españoles establecidos en América; indígenas; hombres de color; mestizos, nacidos del abrazo de la raza conquistadora con la raza indígena vencida; esta clase social era muy numerosa y constituía el núcleo de las poblaciones; pertenecían a la plebe, a lo más bajo, a lo más humilde de la sociedad, aquellas otras personas que debían su origen al cruzamiento de la raza africana con la raza indígena.

Los españoles trajeron a América una preocupación nacional absurda, por la que consideraban el trabajo como indigno de una persona noble; el noble se degradaba trabajando; el trabajo era propio del plebeyo. Esta preocupación insensata fue funesta en las colonias; todo español, por humilde que fuera su cuna, se juzgaba afrentado, envilecido, si trabajaba; así es que dejaba el oficio que había ejercido en España, y no lo quería continuar ejerciendo en América, y era para él una injuria decirle que había sido artesano en su patria. Una de las mayores aberraciones sociales de la colonia era, pues, el concepto errado en que nuestros mayores tenían al trabajo y a la profesión de un arte o industria: manual. El artesano era reputado como plebeyo, por el mero hecho de ser artesano; el trabajo, sí, el trabajo moralizador, era considerado como vil por nuestros mayores, en tiempo de la colonia!...

Los nobles no podían aprender un arte sin empañar los blasones de su nobleza; las familias nobles temblaban de miedo de que alguno de sus   -446-   hijos contrajera matrimonio con la hija de un artesano; ¡un crimen no las afrentaba tanto como un matrimonio desigual! El noble gozaba de fueros, el noble era miembro perpetuo de los ayuntamientos; para el noble, los cargos honoríficos, las preeminencias sociales; ¿habría sido fácil que el artesano se resignara a vivir siempre oscuro y tenido en menos? Puso, pues, los ojos en el estado eclesiástico, y, principalmente, en la profesión religiosa, y la buscó no como un medio de santificación, sino como un arbitrio para hombrearse con los nobles; quiso que sus hijos fueran frailes, para echar sobre lo bajo de su condición el velo prestigioso de la Iglesia, y aparecer así como ennoblecido en medio de una sociedad, cuyas preocupaciones lo habían condenado a perpetua humillación. Éste fue el secreto de las numerosas vocaciones a la vida religiosa; el deseo de mejorar de condición social pobló los claustros de frailes, que hacían profesión de huir del mundo para que el mundo les abriera sus puertas, para que el mundo los recibiera; he aquí la causa de la relajación de los frailes. El hijo del artesano rehusó continuar en el taller paterno, donde vivía humillado, y se acogió al claustro para mejorar de condición social. ¿Condenamos, talvez, el que los hijos del pueblo abracen el estado eclesiástico y la profesión monástica? ¡No!... Lo único que reprobamos es el que la hayan abrazado sin vocación!...

También en España los regulares vivían con relajación; había conventos observantes y religiosos llenos de virtudes, sin duda ninguna, pero de esos conventos, jamás vinieron frailes a Quito;   -447-   los que se trasladaban a esta ciudad eran los más oscuros e inútiles de las provincias de Castilla y de Andalucía, y su objeto, al venir acá, no era la conversión de los indios, ni menos la santificación propia, sino el vivir más holgadamente que en España, y el adquirir dinero para levantar a sus familias del estado humilde en que habían vivido. Con frailes semejantes ¿sería posible que hubiera florecido la observancia en nuestros conventos?...117

La solicitud por acrecentar bienes raíces para sus casas y colegios fue uno de los síntomas de esa especie de ambición mundana, que se apoderó,   -448-   en mala hora, de los padres de la Compañía de Jesús, no sólo en el antiguo Reino de Quita, sino en toda la América española; todos los regulares acumularon haciendas y bienes para sus casas; pero los jesuitas se señalaron más que todos en este punto. En su vida ordinaria se trataban con sobriedad; en sus casas lucía la decencia; había limpieza, orden y decoro. Sus colegios abundaban en todo cuanto podía ser necesario para una persona culta y amiga de una cierta elegancia en el trato ordinario de la vida. La sagacidad de los jesuitas para enriquecerse llegó a ser proverbial y aun temible118.

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En sus haciendas, cultivadas con esmero e inteligencia, establecieron la industria de curtir y adobar pieles, y los cordobanes que preparaban en Chillo no tenían rival en toda la provincia; en sus rebaños, formados de millares de ovejas y de centenares de cabras, poseían una fuente de riqueza inagotable; de sus molinos salían grandes cargamentos de harina, con los cuales hacían negocios pingües no sólo en Guayaquil, sino hasta en Panamá; de sus dehesas venía el ganado mejor y más bien cebado para la casa de rastro de esta ciudad. Los jesuitas fueron los primeros que establecieron una botica, bien surtida de drogas, que vendían al público; para el mejor expendio de los productos de sus haciendas, abrieron   -450-   una tienda, en la que los mismas hermanos legos desempeñaban el oficio de pulperos. Vastas haciendas, manejadas por manos diestras y económicas, los pusieron muy pronto en condiciones ventajosas para monopolizar el negocio de varios artículos de comercio interior; los que especulaban en la introducción de ganado no pudieron competir con los padres, que traían el suyo de sus prados propios, y con los sirvientes de sus haciendas; lo mismo sucedió con el negocio de mieles y con el de cueros119.

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Los padres de la Compañía eran los propietarios más ricos de la colonia; eran una verdadera casa fuerte, pues tomaban de los vecinos cantidades de dinero a interés. Los frailes competían con los jesuitas en punto al acrecentamiento de sus fincas y haciendas, de donde resultó una situación muy desfavorable para el progreso de las villas y ciudades de la colonia. Ese acumulamiento de bienes territoriales, en ciertas y determinadas corporaciones religiosas, fue parte para que la propiedad estuviera concentrada, y la pobreza llegara a tomar proporciones alarmantes; los religiosos gozaban de fuero canónico, y no podían ser demandados por deudas; las contribuciones pesaban solamente sobre los bienes de los seglares; pues,   -452-   como todos los religiosos eran mendicantes, no pagaban ni siquiera el diezmo de sus extensas propiedades agrícolas. Las autoridades, así civiles como eclesiásticas, se inquietaron viendo amenazada la prosperidad de la colonia, y hubo presidentes, y no faltaron Obispos, que clamaran por un remedio pronto y eficaz; a estos reclamos se debieron las cédulas reales, en que los monarcas españoles prohibían a los religiosos continuar allegando fincas y haciendas120.

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A la abundancia de riquezas temporales, a la conservación de los conventillos y a la vida libre de las parroquias se debe la relajación de los frailes y los escándalos de sus tumultuosos capítulos; a fines del siglo decimoséptimo, la observancia regular había desaparecido; y hasta los mercenarios, que no habían perdido tanto el temor de Dios, dieron al cabo el mal ejemplo del cisma, apelando a la Audiencia contra fray Antonio de Honramuño, su provincial121.

En los conventillos vivían los frailes sin observancia ninguna, pues en ellos jamás se estableció la vida monástica ni la disciplina claustral;   -454-   en los curatos manejaban dinero y procuraban adquirir riquezas, exigiendo derechos por todos los actos del ministerio sacerdotal. Los frailes, ordinariamente, no estaban en los curatos sino dos años; y en tan corto espacio de tiempo, no podían hacer nada en beneficio de los pueblos; como ignoraban la lengua de los indios, no les predicaban ni enseñaban, y así dejaban que los vicios y malas costumbres llegaran a ser irremediables; muchos hubo también que dieron graves escándalos, presentándose en medio de los pueblos de una manera muy contraria a la santidad de vida que habían profesado. Mas ¿cómo se había de esperar que dieran buenos ejemplos sacerdotes sacados de la ínfima clase del pueblo, y que en la profesión religiosa habían buscado solamente su medro personal?... La condición moral de las parroquias del campo durante todo el siglo decimoséptimo fue deplorable, y el historiador recuerda esos tiempos, sólo porque está obligado a narrar los hechos lealmente, pero lo hace con repugnancia y llena el alma de amargura.




IV

Hemos trazado ya el cuadro de lo que era la colonia en lo eclesiástico; vamos a referir ahora lo que era en lo civil y en lo económico.

El reinado de Carlos segundo fue célebre por la publicación de las Leyes de Indias, que constituyeron el código con que debía ser gobernado el vasto imperio que formaban las colonias; eran la recopilación de las leyes, a que debía continuar sujeto casi todo el continente occidental.   -455-   En las Leyes de Indias se recopilaron todas las disposiciones administrativas, dictadas por los soberanos españoles para el gobierno y régimen de sus colonias americanas, desde que éstas se establecieron hasta el año de 1680, en que aquéllas fueron publicadas; encuéntranse, pues, en las Leyes de Indias órdenes y reglamentos de los Reyes Católicos, del emperador Carlos quinto, de su hijo Felipe segundo, y de sus sucesores Felipe tercero y Felipe cuarto, del mismo Carlos segundo y de doña Mariana de Austria, la Reina Gobernadora. Todas estas leyes, consideradas desde un punto de vista moral, no pueden menos de ser calificadas de justas; aunque, bajo el aspecto económico y administrativo se hallen insuficientes y defectuosas; los reyes de España quisieron gobernar sus colonias con justicia y equidad, pero cuidando siempre que ellas produjeran a la metrópoli la mayor utilidad posible; el bien de las colonias estaba necesariamente sometido al provecho de España. No ha llegado todavía el momento oportuno, en que sea necesario examinar detenidamente el mérito de las Leyes de Indias, para que se conozcan la índole y las tendencias del gobierno español sobre sus colonias americanas; por esto, haciendo notar el tiempo en que dicha recopilación fue publicada, continuaremos dando a conocer el estado de nuestra sociedad a fines del siglo decimoséptimo.

Con la fundación de Ibarra hubo un corregimiento más en el territorio del norte; erigiéronse también el de Latacunga al sur, y el de Chimbo al occidente. De este modo, con el aumento de población, fue necesario dar mejor organización   -456-   a la administración de justicia. El sistema del gobierno español adolecía de graves faltas en la manera de nombrar los empleados y funcionarios públicos; la presidencia era conferida a un letrado, y ordinariamente se designaba un oidor de la Audiencia de Lima. Bajo el reinado de Felipe quinto, se determinó conferir a los presidentes de nuestra Audiencia también la autoridad militar, aunque bajo la dependencia de los virreyes de Lima; así es que Sosaya y Larraín fueron gobernantes de capa y espada, como se solía decir entonces, y tuvieron el mando del modesto cuerpo de tropa que se organizó en Quito. La presidencia comenzó a ser vendida, como varios de los otros oficios y cargos públicos, tanto civiles como militares. El cargo de regidor, el de alférez, aun los de corregidor y tesorero de las cajas reales, y el oficio de escribano, eran vendibles, y algunos se remataban públicamente en el mejor postor; fácil es concebir los grandes e irremediables abusos a que daba lugar semejante manera de gobierno122.

Los corregidores empleaban todo el tiempo que les duraba el mando en negocios y en especulaciones mercantiles, a fin de indemnizarse de las sumas que habían erogado por el empleo, y sacar cuanto provecho les fuera posible; estaba, pues, trastornado el fin de la autoridad civil, que no buscaba ya ordinariamente el bien general de   -457-   los pueblos, sino el provecho personal de los gobernantes; en éstos no era posible encontrar siempre rectitud para administrar justicia, ni generosidad para preferir el bien general a las ganancias individuales. Así se explica cómo Ponce de León y Boza de Solís anduvieron tan negligentes en defender la ciudad y puerto de Guayaquil contra los corsarios. Los Argandoñas, padre e hijo, monopolizaron todo el comercio de cacao de la misma provincia de Guayaquil, cuando don Tomás desempeñaba el cargo de corregidor, y hasta construyeron dos embarcaciones propias, empleando al efecto la madera preparada para fabricar los navíos de la armada real; estos dos individuos hicieron gemir a la provincia con sus abusos de toda clase, y no hubo más reparación que la tardía residencia, principiada por Orellana, oidor de Chile, y a la muerte de éste, continuada y fenecida por don Carlos de Cohorcos, fiscal de la Audiencia de Quito.

El monopolio del comercio de cacao era una medida de enriquecerse, usada por todos los corregidores de Guayaquil; antes que Argandoña, tomó posesión de ese destino don Manuel de la Torre y Berna, el 5 de agosto de 1655; obligó a los dueños de huertas a que le vendieran solamente a él todo el cacao, comprándoselo todavía en mazorca, a un precio muy exiguo, el cual pagaba en ropas de Castilla, tasándolas en valores excesivos. Estas ropas las hacía entrar en Guayaquil sin satisfacer derecho alguno de almojarifazgo; tomaba las embarcaciones de los particulares sin pagar flete, y las hacía servir para sus negocios; a los que no le querían vender   -458-   el cacao, les negaba, por medio de los tenientes, los indios que necesitaban para ocuparlos como peones en la labranza de las huertas. Los incendios, las epidemias, las invasiones de los piratas, los abusos de los corregidores y las trabas administrativas, que entorpecían el comercio, fueron las causas del atraso de Guayaquil123.

A estos vicios de la organización administrativa se añadían los funestos defectos, propios de las gentes de entonces; casi todos los empleos y cargos públicos de alguna importancia eran servidos por españoles, venidos de la Península, o por criollos nobles de Lima o de Bogotá; a los nativos de estas provincias, cuando más, se le hacía merced del destino de regidor en un Cabildo o de alférez real, para custodiar el estandarte de la ciudad y sacarlo en procesión en las juras reales. Entre los españoles, naturales de los diversos reinos o provincias de la Península Ibérica, reinaba la más empecinada rivalidad: se odiaban, se perseguían; ardían en emulaciones o se consumían de envidia; los criollos agasajaban a los españoles, a quienes en su interior aborrecían de corazón; la abyección ridícula de los criollos y su apocamiento ante los europeos no tardaban en corromper a éstos, dándoles avilantez para cometer toda clase de atropellos; y hasta los mismos criollos que alcanzaban cargos públicos, se   -459-   hacían abusivos e insoportables. Don Francisco Enríquez de Sangüesa y Conambut recibió del virrey de Lima el encargo de visitar el corregimiento de Ibarra y tasar los indios de Otavalo y de Caranqui; trasladose al distrito de Imbabura y comenzó a hostilizar a los vecinos; con pretexto de visitar las haciendas, hacía repetidos viajes a ellas a costa de los dueños, cobrándoles en cada visita nuevos derechos, reuniose el Ayuntamiento de la villa, y citó a Sangüesa para exigirle que moderara su conducta; presentose el alguacil a hacerle la notificación; Sangüesa, creyéndose insultado con semejante medida, se enfureció, arranchó de la mano la vara al alguacil, y la hizo pedazos; pasó al lugar donde estaba reunido el Ayuntamiento, y se metió dentro insultando a gritos a los regidores con palabras soeces: «¡¡Regidorcillos de porquería!! -les dijo-. ¡¡Ahora veréis quién es Sangüesa!!». Don Cristóbal de Roales, corregidor de Ibarra, lo reprendió, y Sangüesa le dio de bofetadas ahí mismo, en presencia del Ayuntamiento, con lo cual comenzaron a huir disimuladamente los demás. «¡Falta, Vuesa Merced, al Rey!...», le dijo el Corregidor. «¡Qué rey ni qué rey! -contestó Sangüesa-. ¡¡Aquí ahora mando yo y no el Rey!!...».

Este Sangüesa era limeño, hijo del maese de campo don Juan Enríquez, a quien, por su buen comportamiento en la defensa de Panamá atacada por Drake, se le recompensó concediéndole una encomienda de indios en Quito, en la cual le sucedió el hijo. El presumido de Sangüesa andaba siempre quejoso contra los virreyes, porque decía que no le premiaban sus servicios   -460-   conforme lo merecía. Hombres como éste no eran raros en la colonia en aquella época124.

Por lo que respecta a rentas reales, además de los diezmos, de la bula de la Cruzada, de la aduana, de la alcabala, del impuesto sobre pulperías y del producto de los oficios vendibles, debemos enumerar el papel sellado, la media anata, la mesada eclesiástica y los donativos graciosos. Subsistían el quinto sobre el oro, la tasa sobre la plata y las piedras preciosas, el derecho llamado de avería y el tributo de los indios; también las composiciones o la venta de tierras realengas, uno de los ramos eventuales de la Real Hacienda.

El diezmo era en su origen renta puramente eclesiástica, pero en la América española estaba secularizada por haberla cedido (como lo hemos dicho ya en otro lugar) la Silla Romana a los reyes católicos, con ciertas condiciones y gravámenes, uno de los cuales era la dotación de las catedrales y el mantenimiento del culto divino. Los diezmos se recaudaban, pues, y administraban como renta real, perteneciente a la Corona; y del producto total de ellos se hacía cuatro partes iguales; de éstas, una pertenecía al Obispo; otra al Cabildo eclesiástico; de las otras dos restantes se formaban nueve porciones iguales: siete para la fábrica de la iglesia y sostenimiento del hospital; y dos para la Corona; estas dos partes eran   -461-   las que se llamaban los novenos reales. Por la parte de la Iglesia, tenía ésta intervención en el cobro del diezmo, y aun se le daba el apoyo del brazo secular para exigir el pago a los deudores morosos o que pretendieran defraudar. El diezmo se pagaba de todos los cereales, legumbres, semillas y hortalizas; de la alfalfa, algodón y seda; de los árboles frutales, olivos, viñas, cacao, añil, lino, cáñamo y cochinilla; del ganado mayor y menor, de las aves de corral, del azúcar, del queso y de la leche. Ya hemos dicho que los religiosos, desde un principio, rehusaron pagar diezmos de los predios rústicos y de las haciendas que iban adquiriendo; con el tiempo, resultó que los propietarios de los mejores y más extensos fundos no pagaban diezmo, y la renta del obispado llegó a tal extremo de penuria que, con mucha dificultad, apenas se podía conservar la diócesis, disminuyendo también, a proporción, los novenos reales.

No es posible calcular el producto de la Cruzada, porque faltan absolutamente los datos necesarios para ello. La mesada eclesiástica era una contribución personal, que todos los meses pagaban en dinero los eclesiásticos que gozaban de oficios o beneficios, para los cuales hubiesen sido presentados por el Rey, en virtud de su derecho de patronato; no había, pues, dignidad, canónigo, cura, ni beneficiado alguno, que no pagara la mesada; porque a nadie se le podía dar la institución canónica, si antes no rendía fianza de pagarla. Esta contribución equivalía a un tanto por ciento sobre toda la renta, inclusas, hasta las obvenciones o emolumentos   -462-   menores del año. Para hacer el cálculo del monto total de la renta, se comparaba el producto durante cinco años consecutivos; y la empezaba a pagar el eclesiástico desde el quinto mes que seguía a la toma de posesión del oficio o beneficio. Este ramo de la Real Hacienda se principió a cobrar en tiempo de Felipe cuarto, el año de 1630, mediante un breve de Urbano octavo, que después renovaron otros pontífices. Una contribución tan onerosa para el clero secular, quedó definitivamente establecida por las Leyes de Indias; el contribuyente estaba obligado no sólo a pagar la mesada, sino a ponerla en Madrid por su cuenta y riesgo.

La media anata en el siglo decimoséptimo, por lo que respecta a la presidencia de Quito, era una contribución impuesta sobre todos los cargos, empleos, oficios y mercedes civiles; todo el que era nombrado para un destino cualquiera, o recibía alguna gracia, como una encomienda por ejemplo, cedía a la Real Caja la mitad de la renta que gozaba en el primer año. La paga de la media anata se hacía en dos dividendos iguales: el primero anticipadamente, antes de tomar posesión del empleo; y el segundo, así que terminaba el primer año del goce del destino; a nadie, ni aun a los presidentes, se les podía dar posesión de su cargo sino cuando presentaban certificado de haber satisfecho el primer dividendo, y de haber otorgado fianza por el segundo. Semejante contribución (una de las más absurdas que podía excogitar un mal gobierno) fue establecida en tiempo de Felipe cuarto, el año de 1632; después se hizo extensiva también al estado eclesiástico.

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Otra de las contribuciones eventuales era la que se llamaba donativo gracioso, para cohonestar ante los súbditos lo pesado y odioso de ella. En esta contribución no había tasa; cuando se publicaba la cédula, en que el Rey pedía a sus vasallos que le sirvieran con un donativo en dinero, cada uno erogaba lo que podía, y ninguno dejaba de dar, porque el no contribuir con algo en esos casos habría deshonrado al que, pudiendo dar, no daba cantidad alguna; la fidelidad y el amor al Soberano, cosas de que tanto se hablaba en aquella época, estimulaban a hacer erogaciones, que muchas veces no guardaban proporción con los recursos de los donantes. El tesoro de los reyes de España siempre estaba pobre, a pesar de los enormes caudales que iban de América; el río de oro, que afluía de las Indias a España, se perdía como un hilo de agua en las sedientas arenas del Sahara; ¡tanta miseria debía su origen a la más indiscreta prodigalidad! Felipe segundo, el dueño de los tesoros del Perú, hacía pedir limosna a las puertas de las iglesias; Carlos segundo no tenía dinero con qué pagar el salario a los criados que formaban su servidumbre doméstica; y en los ahogos de la Corte se pedían donativos graciosos, que eran verdaderas contribuciones personales125.

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No hay cómo determinar, ni aun aproximadamente, la suma total que producía en las provincias de la antigua presidencia de Quito la contribución de la alcabala; su tasa era el cuatro por ciento de todo lo que se ponía a la venta. Para facilitar el pago, ordinariamente los Cabildos seculares hacían contratos con el Tesoro Real, obligándose a consignar una suma determinada, para cobrar después el impuesto a los vecinos. Lo mismo hacían también en Guayaquil para la recaudación del derecho de almojarifazgo o aduana. Se ve, pues, que en aquel tiempo había contribuciones personales directas, demasiado onerosas; y otras generales indirectas, en cuya imposición no se habían calculado bien, ni las creces de la hacienda real, ni la equidad de las pensiones.

El papel sellado principió a usarse en 1640, bajo el reinado de Felipe cuarto; se determinaron cuatro clases de sellos, cada una con su precio respectivo, y el empleo que había de tener en el despacho de los negocios, así administrativos como judiciales. Para la venta del papel se creó el destino de comisario del papel sellado y el de tesorero, bajo la dependencia del comisario; estos empleados recibían el papel que se remitía de España, y, cada seis meses, entregaban a los oficiales de la Real Caja el producto de la venta. Además del papel sellado, eran artículos estancados de comercio prohibido, y cuya venta corría a cargo solamente de los empleados de la Real Hacienda: el azogue, la sal, la pimienta y los naipes. Las barajas se vendían selladas, y rubricadas con la firma de uno de los oficiales reales, diputado para aquel objeto.

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La vida municipal en esa época era más activa; y la importancia política que los Cabildos tenían entonces, bajo el régimen absoluto del gobierno monárquico, era mayor que la que alcanzan ahora en nuestro sistema republicano democrático; su organización también era, sin duda, más acertada y, mediante ella, el Ayuntamiento venía a ser un cuerpo moral con tradiciones urbanas. Nuestros mayores ambicionaban una plaza en los Cabildos, y tenían a mucha honra el ser regidores y alcaldes. El Cabildo secular de Quito celebró fiestas públicas con corridas de toros, comedias y misa solemne de acción de gracias cuando Carlos segundo, por una cédula expedida en Madrid el 16 de agosto de 1699, le devolvió el derecho de elegir alcaldes todos los años. Este derecho le fue quitado al Cabildo, en pena de su cooperación al levantamiento del pueblo contra la imposición de las alcabalas en 1591; lo recobró a los ciento ocho años, y ésta fue la última merced que el desgraciado biznieto de Felipe segundo concedió al Ayuntamiento de Quito. En noviembre de 1700, se recibió un testimonio auténtico de la cédula, porque la original se perdió con motivo de haber sido apresado por piratas berberiscos el buque, en que la remitía el procurador del Cabildo en la Corte. El primero de enero de 1701 hizo el Ayuntamiento la elección de alcaldes, y nombró a don Manuel Ponce de León Castillejo, conde de Selva Florida, y a don Salvador Pérez Guerrero, que era regidor perpetuo de la ciudad126.

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Los Cabildos de las villas y ciudades, todos los años, el día primero de enero, se reunían en sesión ordinaria, distribuían las comisiones entre sus miembros y hacían los nombramientos de todos aquellos empleados que eran necesarios para el servicio y buen desempeño de la cosa pública; elegían además jefes para cada uno de los gremios de artesanos que había en la ciudad, y cuidaban de que se guardara el arancel dado por el mismo Cabildo. Para hacer estas elecciones, oían primero una misa al Espíritu Santo, la cual se celebraba en la capilla del mismo Cabildo; después de la misa, el sacerdote les hacía una plática sobre la importancia de la elección, y sobre la manera cómo debían hacerla. El distribuir las comisiones se llamaba entonces elegir diputados; y, entre éstos, los primeros que se elegían eran los que habían de desempeñar las numerosas fiestas religiosas que costeaba el Cabildo, porque el espíritu religioso era el que caracterizaba a nuestros antepasados.

Los colonos del siglo decimoséptimo eran profundamente religiosos en sus sentimientos, aunque en punto a costumbres, la moral, tanto privada como pública, había padecido quebranto. Ponían mucho esmero en las prácticas exteriores del culto, y en el aparato solemne, con que celebraban las funciones religiosas; pero, hasta en las mismas fiestas sagradas, continuaban todavía haciendo una mezcla deplorable entre lo profano y lo espiritual, entre lo pecaminoso y lo místico. Algunas de aquellas fiestas fueron muy famosas, y el recuerdo de ellas duró por mucho tiempo, haciendo como época en el discurso de la vida colonial.   -467-   ¿Censuraremos por esto a nuestros mayores?... Ellos contaban su tiempo por las fiestas públicas, de cuyo espectáculo habían gozado tranquilamente; nosotros contamos el nuestro por tristes y sangrientas revoluciones, que, en medio siglo de vida independiente, se han sucedido casi de lustro en lustro!

Describiremos las fiestas, con que celebró esta ciudad de Quito el nacimiento del príncipe Baltasar, primogénito del rey don Felipe cuarto, y heredero malogrado de la monarquía española; estas fiestas tuvieron alegremente entretenidos a los quiteños durante nueve días continuos, en el mes de febrero de 1631. Felipe cuarto fue casado dos veces, y el niño, cuyo nacimiento se festejó tanto en Quito, fue hijo de la reina Isabel de Borbón, su primera esposa. Así que se recibió la noticia del feliz alumbramiento de la reina, hubo repiques de campanas, y luminarias por la noche en toda la ciudad; por el espacio de un mes entero, se estuvieron haciendo los preparativos necesarios para las fiestas solemnes, que debían comenzar el día jueves, 20 de febrero. Entretanto, casi todas las tardes había corridas de toros, que se llevaban con lazos y cabestros por las calles principales de la ciudad al son de trompetas, atabales, clarines, chirimías y cajas de guerra. Llegó, por fin, el esperado jueves 20 de febrero; los repiques de campanas anunciaron que principiaba la gran fiesta; en la plaza mayor no había balcón que no estuviera endoselado; en cada esquina se veían lujosos altares, en que había de hacer alto la procesión; y un cuerpo de tropa, compuesto como de mil hombres galanamente   -468-   uniformados, daba autoridad al espectáculo. La función religiosa comenzó por una procesión suntuosa, en la cual, llevando la imagen de Nuestra Señora de Copacavana, dieron la vuelta por la plaza el clero secular, los seminaristas, los religiosos, el Cabildo eclesiástico y el Obispo; tras la imagen seguían el Ayuntamiento de la ciudad, los ministros de la Audiencia y todos los demás empleados del Gobierno; cerraba la marcha el presidente Morga, que en aquellas ocasiones sabía dar a su talante cierto aire de estudiada majestad. Terminada la procesión, celebró misa solemne de pontifical el señor Oviedo; el discurso fue pronunciado por el doctor Quirós, chantre de la Catedral, quien se esforzó por demostrar el grande beneficio que la Providencia había dispensado a la cristiandad con el nacimiento del príncipe heredero; las compañías militares en la plaza, haciendo salvas continuadas, contribuían a dar mayor aparato a la fiesta.

El viernes 21 hubo corridas de toros atados, por las calles, durante el día; por la noche, una numerosa mascarada, figurando seres grotescos y ridículos, recorrió la plaza y las principales carreras de la ciudad; hicieron el gasto de los festejos este día los comerciantes.

El día siguiente los plateros formaron otra mascarada de doscientos individuos, remedando turcos y salvajes. El domingo 23, por la noche, corrió la función a cargo de los mercaderes, cuya mascarada fue muy vistosa, pues representaron una comitiva de caballeros nobles vestidos a la española, a la francesa y a la alemana, y todo el sacro colegio, con cardenales, arzobispos, obispos   -469-   y el mismo Romano Pontífice, con su séquito de guardias nobles y soldados. En los días siguientes hubo juego de cañas y de alcancías y corridas de toros. Luminarias y música; juegos de pólvora, con cohetes y diversas invenciones peregrinas no faltaron en ninguna noche. Era de verse el lujo de los vestidos, lo exquisito de las sedas, lo primoroso de los bordados; en lo rico de las gualdrapas de los caballos y en lo variado de las libreas compitieron, unos con otros, todos los vecinos nobles que tomaron parte en la fiesta; las cañas eran plateadas y los puños de ellas de plata maciza.

El octavo día celebraron la función los indios, simulando dos grandes ejércitos, compuestos de tribus distintas: el uno, el ejército del Inca, y el otro, el de la reina de Cochasquí; los indígenas se presentaron vestidos y adornados según los usos y costumbres de sus mayores en tiempo de la gentilidad, antes de la conquista de los españoles; los instrumentos de música y las armas eran también como se usaban en aquellos tiempos. En la plaza hicieron un simulacro de guerra a la antigua, combatiendo un ejército con otro y representando, por sus jornadas sucesivas, la campaña del Inca contra la reina de Cochasquí, hasta que ésta fue vencida y degollada. Aquello era como la representación de una gran tragedia nacional, cuyo recuerdo se había conservado por tradición hasta aquella época entre nuestros indios, pues apenas era pasado un siglo desde que éstas provincias fueron descubiertas y conquistadas. La historia guarda silencio sobre el suceso a que aludía esta representación. Los nietos de   -470-   los conquistadores contemplaran gozosos y admirados esa como reaparición momentánea de las tribus vencidas, que se presentaban con los arreos lujosos de sus días de gloria y esplendor. No eran raros estos simulacros de las costumbres nacionales de los indígenas; en las fiestas, con que se celebró en Quito el matrimonio de Felipe cuarto con doña Isabel de Borbón, se representó la toma de un pucará peruano; y la acción fue dirigida por un nieto de Atahualpa127.

Fueron estas fiestas del nacimiento del príncipe Baltasar famosas por el lujo de que en ellas se hizo ostentación; la ciudad estaba entonces muy pobre, los bienes del Cabildo civil estaban pignorados por deudas, y los vecinos muy atrasados; no obstante, en estos festejos gastaron sumas considerables en objetos de pura vanidad y pompa. Cincuenta mil pesos se derrocharon en nueve días de alegrías oficiales y de regocijos obligados. ¿Qué idea nos deberemos formar de un pueblo que desperdicia el tiempo, gastando un mes en preparativos de fiestas, que se habían de prolongar todavía durante nueve días continuos?... Suelen los pueblos muy desocupados pasar el tiempo en fiestas y regocijos, y el de Quito lo era bastante en la época de la colonia. Mientras el hombre de la plebe, el mestizo, sudaba en el trabajo,   -471-   para conservar miserablemente la vida, los nobles, los criollos envanecidos, vivían en holgura, recibiendo el producto de sus haciendas sin fatigarse para labrarlas, y dando al pueblo el ejemplo funesto de la falta de economía y previsión con el derrochar por lujo vano las rentas de sus predios y heredades. Cosa tanto más censurable cuanto la colonia se hallaba muy empobrecida, a causa de la mala condición de la moneda que circulaba en el virreinato del Perú.

En los primeros años del siglo se mandó recoger la moneda antigua, lo cual ocasionó la pérdida de un veinticinco por ciento del capital. A mediados del siglo decimoséptimo, había tres clases de moneda de plata acuñada; unos pesos llamados modones, de muy baja ley; principiaron a circular en tiempo del virrey conde de Chinchón, y se aumentaron en el del marqués de Mancera (1629-1648); el conde de Salvatierra los mandó recoger y cuidó de poner en circulación la que se llamó plata resellada, asimismo de baja ley, porque en cada peso tenía la falta de una decimosexta parte; la modona fue también resellada, con lo cual, en vez de remediarse el daño, se aumentó, porque a un tiempo hubo dos clases de moneda resellada, ambas faltas de ley. La tercera clase de moneda era la que se llamaba de columna; ésta era cabal y de buena ley; en el comercio tenía el premio de un cinco por ciento sobre las otras dos: la modona y la resellada. En Quito se conservó por más largo tiempo en circulación la moneda resellada, porque el presidente Vázquez de Velasco se opuso a que se recogiera, porque habría perjudicado a las transacciones mercantiles el recogerla,   -472-   sin que se diera tiempo a los propietarios para evitar el rápido quebranto de sus intereses. La colonia estaba, pues, bajo muchos respectos en un estado económico alarmante, de atraso y de pobreza128.




V

Minas no se descubrían, y la explotación de las existentes había caído en abandono casi completo; la agricultura apenas producía para el consumo interior, y el único ramo que conservaba con algo de vida el comercio, era el de los tejidos de lana que se fabricaban en aquellas provincias, donde la conservación de rebaños de ovejas era cómoda y podía sostenerse sin muchos gastos. En efecto, el establecimiento de los obrajes contribuyó al aumento y prosperidad de la ganadería, y una industria dio la mano y favoreció a otra; las provincias interiores, desde Ibarra hasta Alausí, se hicieron manufactureras, y vino tiempo en que hubo no sólo comodidad, sino hasta una cierta riqueza relativa; mas esto duró poco, y la industria de los tejidos decayó con bastante rapidez.

Había tres clases de obrajes: unos fundados con licencia del Rey; otros solamente con autorización de los virreyes, presidentes o gobernadores; los terceros pertenecían a particulares, y se habían establecido sin permiso de la autoridad. Los obrajes fundados con licencia de   -473-   la autoridad pertenecían a particulares, o a comunidades de indígenas, y tenían derecho a que se les acudiera siempre con el número de indios que, para cada uno, había sido tasado en el permiso de su fundación. Según esto, se cuidó de establecer ciertas circunscripciones territoriales, de las que se sacaban los trabajadores concedidos a cada obraje; empero, los obrajes de particulares no tenían derecho a trabajadores forzados, y se sostenían con los voluntarios, a quienes les pagaban su jornal; había además telares en muchas casas y haciendas, principalmente del contorno de Quito.

De los trabajadores en los obrajes, que tenían derecho a peones, unos eran numerarios y otros supernumerarios; aquéllos se ocupaban en tejer o en hilar; éstos, en recoger leña y en preparar los tintes para las telas; cada indio trabajaba trescientos doce días al año, y lo más que podía ganar en ese tiempo eran cuarenta pesos de a ocho reales. El establecimiento de obrajes y telares contribuyó mucho, indudablemente, a la conservación del comercio que estas provincias hacían con las del Perú, llevando sus paños hasta el Potosí; y con las del Nuevo Reino de Granada introduciéndolos hasta Bogotá; pero fue ocasión también para que se les hicieran muchos agravios a los indios; en cada obraje había cárcel, cepo, grillos y azotes; los indios eran maltratados con crueldad; de su jornal se sacaba la tasa del tributo y la pensión sinodal del cura; el indio se costeaba su alimento y su vestido, y muchas veces se le descontaban de su miserable jornal hasta las medicinas, que se le vendían   -474-   muy caras, cuando el exceso de trabajo lo postraba con alguna enfermedad; trabajaba a la sombra, es cierto; su labor se hacía bajo techado, no hay duda; pero amarrado al torno, encadenado al telar, veía el indio levantarse el sol y oscurecerse el día, sin que le fuera lícito extender sus miembros entumecidos para recobrar el vigor, agotado en la monotonía de faenas interminables; la condición de estos infelices era peor que la de los mismos negros esclavos. Había obrajes donde se les obligaba a los indios a recibir adelantadas sumas considerables de dinero, para que las fueran pagando poco a poco con su trabajo personal; los indios, siempre imprevisivos e indolentes por naturaleza, derrochaban en un solo día de borrachera y diversión el producto anticipado de uno y hasta de dos años de trabajo; de este modo quedaban endeudados para siempre; no volvían a recobrar su libertad, y aun muertos eran todavía deudores; en algunos obrajes se dejaban adrede transcurrir varios años seguidos sin ajustar cuentas con los indios, a fin de retenerlos sujetos trabajando; muchas veces acontecía que ni siquiera los domingos, se les permitía acudir a la iglesia para que cumplieran sus deberes religiosos. La vida de los obrajes vino a ser, pues, terrible; y condenar a un individuo a labor forzada en un obraje era más penoso que sentenciarlo a muerte.

Muchas ocasiones el indio vivía hasta a dos leguas de distancia del obraje, y todos los días, dos veces, una por la mañana y otra por la tarde, emprendía la jornada, expuesto a ser castigado cuando, por un acaso, llegaba tarde. En los telares   -475-   privados, donde los indios pactaban voluntariamente su trabajo, eran bien tratados, gozaban, y aun abusaban también, de toda su libertad. ¿Cómo? El indio es de suyo muy dado a la holganza, y prefiere padecer necesidades antes que remediarlas trabajando; contrae deudas con suma facilidad, y no se inquieta nunca por pagarlas.

Por varios informes, que en diversos tiempos llegaron a la Corte acerca de los agravios que padecían los indios en los obrajes, se resolvió Carlos segundo a expedir una cédula, fechada el 22 de febrero de 1680, y dirigida al virrey del Perú y a los presidentes, Audiencias y gobernadores del virreinato, en la cual prohibía establecer nuevos obrajes y telares, y ordenaba demoler todos los que se hubieran fundado sin permiso del Rey; en los que tenían autorización, disponía que los indios fueran tratados con toda caridad, según se había prescrito en las ordenanzas que promulgó el virrey don Francisco de Toledo; exigía el Monarca que estas ordenanzas fueran guardadas con todo rigor, y añadía algunas otras medidas, a fin de salvar a los indios de los malos tratamientos que padecían en los obrajes. La intención de Carlos segundo al expedir esta cédula, no podía ser más laudable; sus entrañas de rey se habían enternecido al saber cuánto padecían los indios, es decir, los más humildes y desvalidos entre sus vasallos; sin embargo, el arbitrio excogitado para remediar el mal, en vez de arrancarlo de raíz, lo agravaba haciéndolo incurable. Los indios recibían agravios precisamente en los obrajes que se permitía conservar, y eran bien tratados en los que se ordenaba demoler; para los primeros,   -476-   en virtud de la pensión que pagaban a la Corona, quedaba subsistente el turno de los trabajos forzados, y a los indios se los arrancaría con violencia de su hogar para encerrarlos en los obrajes, que tenían derecho a recibir cada cierto tiempo un determinado número de trabajadores.

La cédula se publicó con todas las solemnidades acostumbradas, y se concedió un plazo fijo de días contados, dentro de los cuales debían presentar las licencias todos los dueños de obrajes; pasado el plazo, fueron demolidos todos los telares que había en el barrio de San Blas y en el de la Recoleta. Semejante golpe dado a la industria, en una ciudad tan pobre y tan atrasada como Quito, alarmó a los vecinos, y el procurador general del Cabildo presentó en la Audiencia un memorial muy bien razonado, pidiendo que se suspendiera la ejecución de la cédula y se representara al Rey los graves inconvenientes que había para darle cumplimiento; la solicitud del Procurador General fue apoyada con las que, al mismo tiempo, elevaron los prelados de los religiosos y el Cabildo eclesiástico. Demolidos los obrajes, la cría de ovejas vendría a menos, pues los propietarios ya no podrían vender a buen precio la lana; habría, además, falta de carne de carnero en el mercado, y la gente pobre sufriría, no pudiendo comprar la de ternera, que era más cara y más escasa; se experimentaría también necesidad en punto al vestido, porque, disminuyendo las telas fabricadas en el país, sería indispensable introducirlas de fuera a precios excesivos, con grande daño de los pobres, y principalmente de los indios, a quienes se deseaba favorecer. Los indios, faltos de trabajo,   -477-   carecerían de recursos para subsistir, con peligro de hacerse viciosos; sin jornales ¿de dónde pagarían el tributo?

El presidente Munive suspendió la ejecución de la cédula, y dirigió una representación al Consejo de Indias; reflexionado más despacio el punto, mediante los documentos remitidos de Quito, reformó el Rey sus disposiciones sobre obrajes y expidió dos cédulas, mediante las cuales se proveyó tanto a la conservación de la industria fabril del tejido de paños, bayetas, jergas, jerguetas y sayales, como al buen tratamiento de los indios129.

Este punto del buen tratamiento de los indios, y de su conversión sincera a la religión cristiana, fue objeto de una constante y laudable solicitud por parte de los monarcas españoles. Una de las disposiciones más acertadas que dictaron fue la eliminación lenta de las lenguas indígenas, y la enseñanza obligatoria de la lengua castellana para que los indios pudieran ser mejor adoctrinados en la religión, y más fácilmente imbuidos en las prácticas de la vida civilizada; la importancia trascendental de esta medida, verdaderamente sabia, no fue comprendida por nuestros mayores; de ahí es que no pusieron esmero en obedecerla, y los indios continuaron formando un pueblo aparte en medio de la colonia. La lengua   -478-   castellana, si hubiera llegado a ser el idioma materno de los indios, habría pulido, sin duda ninguna, la nativa rudeza de su ingenio, haciéndolos más aptos para comprender las enseñanzas cristianas; pero, por desgracia, los sacerdotes, a cuyo cargo inmediato estaban los pueblos de indios, se descuidaron de poner por obra, con la debida eficacia, una tan atinada medida. Ciegos de codicia, muchos de ellos alcanzaron a enriquecerse, buscando para sí los bienes miserables de los indios, y descuidándose de la salvación eterna de las almas de ellos; los abrumaban con trabajos penosos, sin darles jornal ninguno, y en las fiestas religiosas ponían mayor cuidado en exigir los emolumentos temporales que en instruir a sus feligreses, y en prepararlos para que las celebraran santamente; ésta fue una de las calamidades de la colonia en todo el siglo decimoséptimo; hubo sacerdotes henchidos de codicia de los bienes terrenos, y vacíos del amor sobrenatural de las almas que debe arder en el corazón de todo sacerdote, mayormente si es párroco130.

La suerte de los indios no mejoró en todo el período de tiempo que transcurrió desde la muerte   -479-   del obispo Solís hasta la supresión de la Audiencia. Cosa digna de consideración, y que la historia no puede menos de examinar con un criterio severo; ¡oh!..., ¡si los indios, que forman la porción más numerosa de la población de nuestras comarcas, adelantaran en cultura social, en virtudes cristianas y en bienestar material! ¡Cuán otro sería nuestro país!... El estado general de las provincias, que formaban el distrito de la presidencia de Quito, no era, pues, halagüeño al terminar el siglo decimoséptimo; continuaremos refiriendo la historia de la época colonial y contaremos, con lealtad, los sucesos que acaecieron durante el siglo decimoctavo. Hemos narrado la historia de dos siglos; nos vamos acercando a la edad moderna.




 
 
FIN DEL LIBRO TERCERO Y DEL TOMO CUARTO
 
 




 
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