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Historia general de la República del Ecuador

Tomo primero

Federico González Suárez

Imprenta del Clero (imp.)



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  —I→  

ArribaAbajoPrólogo

Cuando hace ya veinte años salió a luz en Lima el Tomo primero del Resumen de la Historia del Ecuador, nos consagramos a su lectura con verdadera ansia, estimulados por el anhelo de sabor las cosas de nuestra patria: lo mismo hicimos con cada uno de los cuatro tomos siguientes, devorándolos conforme los iba publicando su respetable autor, ese benemérito de las letras ecuatorianas, el señor doctor don Pedro Fermín Cevallos; pero, confesamos que lo que en el Resumen encontramos en punto a las antiguas razas indígenas ecuatorianas no nos dejó satisfechos; echamos de menos, además, la parte que   —II→   el elemento religioso no podía menos de tener en nuestra historia, en la que no era posible pasar en silencio la participación que la Iglesia había tenido y la influencia que había ejercido en el descubrimiento, conquista y colonización de estas comarcas.

Con la más viva curiosidad y con el entusiasmo propio de la juventud, nos dedicamos, pues, inmediatamente a la lectura de cuantas obras trataran no sólo del Ecuador sino de todos los pueblos que habían sido antes colonias españolas, a fin de investigar sus antigüedades y adquirir conocimiento cabal de su historia. Pensábamos que era imposible estudiar a fondo la historia del Ecuador, si carecíamos de instrucción en la de los demás pueblos americanos, principalmente aquellos con quienes el Ecuador había tenido estrechas relaciones.

Estas lecturas, estos estudios, estas investigaciones, continuadas pacientemente por algún tiempo, nos proporcionaron   —III→   un no despreciable caudal de conocimientos relativos a la historia de América y muy especialmente a la del Ecuador en particular. Nuestro primer propósito fue aprovecharnos de esas noticias, para escribir notas o apéndices al Resumen de la Historia del Ecuador; mas, cuando pusimos en orden nuestros apuntes, vimos que eran tantos, que con ellos podíamos formar un libro aparte.

El año de 1878, dimos a luz el Estudio histórico sobre los Cañaris, antiguos pobladores de la provincia del Azuay, como fruto de nuestras investigaciones sobre las razas indígenas o aborígenes del Ecuador. El trabajo que después salió al público con el título de Historia Eclesiástica del Ecuador (Tomo primero), fue sólo un ensayo o muestra de la obra, que, con mayores proporciones y más vasto plan, habíamos emprendido sobre toda la época de la dominación colonial en nuestra tierra. Ese ensayo es imperfecto y tiene no pocos vacíos: nosotros lo conocíamos   —IV→   y estábamos convencidos de ello; pero, a pesar de esas imperfecciones, a pesar de esos vacíos, nos vimos en el caso de publicarlo, para complacer a una persona, a quien profesábamos sincero cariño, respeto profundo y el más entrañable reconocimiento. Esa persona nos estimuló, nos estrechó, a que publicáramos, y hasta nos impuso el precepto de dar a la estampa nuestra Historia Eclesiástica del Ecuador.

Obedecimos, y la literatura patria contó con un libro más, merced al celo o interés del venerable señor Toral, el insigne Obispo de Cuenca, entonces nuestro prelado.

Publicado ese primer tomo, resolvimos no continuar la obra, porque conocíamos que aquí, en el Ecuador, no existían documentos para continuar escribiéndola concienzudamente. Era necesario ver los documentos originales, leerlos y estudiarlos despacio, a la luz de una crítica ilustrada y severa; pero, para realizar semejante estudio, aunque   —V→   nos sobraba la mejor voluntad, nos faltaban todos los demás recursos. Era necesario, indispensable, viajar a Europa, visitar los archivos españoles, buscar allí los documentos de nuestra historia, y emprender con paciencia la tarea de estudiarlos allá, de copiarlos o siquiera extractarlos personalmente. ¿Cómo poner por obra semejante propósito? Otro prelado, otro obispo ecuatoriano, vino en nuestro auxilio.

Escriba nuestra historia, háganos conocer a nuestros mayores, cuéntenos lo que fue el Ecuador en el tiempo pasado, nos decía el reverendísimo señor arzobispo de Quito, doctor don José Ignacio Ordóñez; y, con su cooperación eficaz y con sus auxilios, tan generosos como oportunos, pudimos realizar nuestro viaje a España, visitar sus riquísimos e inexplotados archivos de documentos americanos, recorrer sus bibliotecas y conferenciar con sus hombres de letras, principalmente con sus doctos americanistas.

Preparada ya la historia, era necesario   —VI→   publicarla: a esto acudió también la solicitud del ilustrísimo Arzobispo de Quito: echó mano el prelado de varios arbitrios, y, a pesar de la escasez de recursos en que se encontraba la curia eclesiástica, hizo venir una imprenta nueva, para que en ella se diera a luz la Historia general del Ecuador, en edición esmerada y elegante. Este libro, si tiene algún mérito, ése más que al autor corresponde, pues, a los dos prelados ecuatorianos.

De todas cuantas cosas hemos escrito y publicado, solamente una ha sido escrita y dada a luz por un propósito deliberado nuestro1; en las demás, principalmente en nuestras primeras publicaciones, hemos cedido a insinuaciones para nosotros muy respetables, y a veces hemos obedecido preceptos terminantes, de quien tenía derecho de darnos órdenes y de imponernos deberes. El ilustrísimo señor Toral nos puso   —VII→   la pluma en las manos; y esta pluma, tan tosca y tan mal cortada, le pareció pluma de oro al bondadoso e indulgente prelado. En su lecho de agonía, pocas horas antes de partir de este mundo, todavía se acordó de nosotros y, próximo a gozar de la Verdad Eterna, del Bien Sumo y de la Belleza Inefable, todavía se interesó por las letras ecuatorianas; y, al enviarnos desde su lecho de muerte un obsequio muy significativo, nos estimuló a que continuáramos escribiendo.

Su amor de padre para con nosotros le engañaba, y le hacía reconocer méritos donde en realidad no los había; y esa prenda de familia, esa pluma de oro que nos dejaba en legado, era la expresión, el símbolo más bien de su corazón de oro que de nuestro escaso e insignificante mérito literario. Por esto, si algún nombre hubiéramos de escribir al frente de este libro, ese nombre no sería otro sino el del benemérito y modesto Obispo de Cuenca; y si hubiéramos   —VIII→   de poner esta Historia general del Ecuador a la sombra de algún mecenas, ése no sería otro sino el ilustrísimo señor Ordóñez, actual arzobispo de Quito.

Ésta es también la ocasión más oportuna, y éste el lugar más a propósito, para pagar la deuda de reconocimiento que debemos a las demás personas que han cooperado a la publicación de esta obra. Los amigos, que en el Congreso ordinario de 1885, trabajaron para que se nos auxiliara con algunos recursos, venciendo las dificultades en que tropezaba el escrupuloso patriotismo de algunos diputados y senadores, que temían malgastar los fondos públicos y derrocharlos, contribuyendo a la publicación de una Historia general del Ecuador; el docto anticuario ecuatoriano, señor doctor don Pablo Herrera, que siempre nos ha auxiliado con sus consejos, y alentado no sólo con su aprobación sino hasta con sus aplausos; y el distinguido ecuatoriano, señor don Clemente Ballén, para quien no es indiferente nada   —IX→   de cuanto puede contribuir al adelantamiento de su patria: he aquí las personas, a quienes debemos una muy especial manifestación de agradecimiento.

En este lugar se la pagamos gustosos.

La desinteresada actividad, la paciente diligencia con que el señor Ballén ha tomado a pechos todo cuanto podía auxiliarnos para la composición de nuestro libro, era necesario que fuesen conocidas de sus compatriotas. Nosotros agradecemos al amigo y al conciudadano.

Expondremos ahora los estudios e investigaciones, que hemos llevado a cabo para escribir esta obra.

Hemos recorrido todas las provincias de la República, visitando más de una vez los lugares célebres en nuestra historia, y examinando con cuidado los monumentos que aún quedan de los antiguos indios, por arruinados que se hallen o por insignificantes que parezcan. Con la más constante paciencia hemos desempolvado nuestros archivos, los cuales se hallan en un estado de desgreño,   —X→   de desorden y de abandono tan notable, que hacen casi imposible la investigación y estudio de los documentos.

Como en el Ecuador no existía aún la afición a los estudios arqueológicos, como el cultivo de las ciencias naturales y de observación ha sido tan raro entre nosotros, grandísimos trabajos y gastos increíbles nos han sido necesarios para reunir algunos objetos antiguos y para adquirir obras valiosas, que no son para la exigua fortuna de un eclesiástico, y que en otros países se hallan en las bibliotecas públicas, donde, sin erogaciones enormes de dinero ni graves molestias, pueden leerlas cómodamente los particulares.

Hay en el Ecuador tan poco aprecio por las obras nacionales, que no sólo sin dificultad, sino con gusto se apresuran nuestras gentes a regalar o vender a los extranjeros los objetos de arte antiguos que debían estar custodiados en un museo nacional. ¡Museo nacional de antigüedades ecuatorianas! Parece que   —XI→   nunca lo hemos de tener, según se presenta la marcha de la vida social en nuestra República!... Hemos sabido la existencia de algunas obras de arte dignas de observación; pero, por desgracia, las personas que las poseían no han tenido a bien mostrárnoslas. Muchísimos objetos de éstos han dejado después de existir.

Durante nuestra permanencia en España, practicamos investigaciones de documentos e hicimos estudios en el Archivo de Indias en Sevilla, en los Archivos nacionales de Alcalá de Henares y de Simancas, en la Biblioteca y en el Archivo de la Real Academia de la Historia, en el Depósito Hidrográfico y en muchas otras bibliotecas, así de Madrid, como de varias ciudades importantes de la Península. En el Archivo de Indias estudiamos más de mil legajos de documentos concernientes a nuestra historia, a la del Perú y a la del antiguo virreinato de Bogotá, con las que la nuestra está necesariamente relacionada.

  —XII→  

Es tal y tan considerable la abundancia de documentos sobre América que posee España, que nosotros alcanzamos a estudiar doscientos cuatro códices solamente en la Biblioteca Nacional de Madrid; y el Archivo de Indias en Sevilla atesora una riqueza de documentos que excede a toda ponderación.

En todas partes fuimos muy bien recibidos, ni se nos puso obstáculo alguno para nuestros estudios; y en los jefes o directores de los archivos de Sevilla, de Simancas y de Alcalá, tuvimos la fortuna de encontrar unos caballeros tan ilustrados que daban honra al Gobierno español y a la nación cuyos archivos custodiaban. Los americanos regresamos a América convalecidos de la prevención adversa y de la desconfianza con que entramos en España.

Sin el estudio prolijo de los grandes archivos españoles, principalmente del de Indias en Sevilla, creemos que es moralmente imposible escribir la historia general de América y la particular   —XIII→   de cada uno de los pueblos, que hoy son repúblicas independientes y que antes fueron colonias españolas.

De España pasamos a Portugal y de Portugal vinimos al Brasil; visitamos después el Uruguay, recorrimos luego la Argentina, y, por fin, en Santiago de Chile y en Lima, continuamos todavía las investigaciones de piezas y documentos relativos a nuestra historia. Deseábamos tocar en el Brasil, para comparar su naturaleza con la naturaleza de nuestras comarcas occidentales, y visitamos Buenos Aires, para conocer su museo de Paleontología zoológica, único en el mundo por la preciosa colección de fósiles de la fauna terciaria y cuaternaria americana.

Mas, a pesar de tantos estudios, de tantos viajes, de tantas investigaciones, todavía estamos convencidos de que nuestra obra no es más que un ensayo imperfecto, lleno de vacíos y, acaso, también no falto de errores. Esta confesión no es una gazmoñería de fingida   —XIV→   modestia, sino la manifestación leal, franca y sincera del concepto que nosotros mismos nos hemos formado de nuestro propio trabajo. ¡Sí, lejos de nosotros la vana pretensión de juzgar que nuestra obra sea perfecta, ni mucho menos acabada! Para escribir una Historia general del Ecuador, mucho habría que estudiar todavía...

Si de todas las partes o secciones de nuestro libro estamos poco satisfechos, de la parte relativa a las antiguas razas indígenas estamos descontentos, y la publicamos con positiva desconfianza. La arqueología está todavía intacta o inexplorada, en el Ecuador, y aunque nosotros seamos los iniciadores de esos estudios entre nosotros, no por eso tenemos la jactancia de suponer que nuestras antiguas razas indígenas están ya bien conocidas y estudiadas. ¿Qué estudios de Antropología ecuatoriana se han practicado entre nosotros? ¿Qué investigaciones ha llevado a cabo la Craneología? ¿Dónde los análisis lingüísticos?...

  —XV→  

Ahora no nos resta más sino declarar solemnemente que hemos buscado la verdad con ahínco, que la decimos sin temor; que estamos desnudos y libres de toda preocupación, y que anhelamos con esta obra hacer un homenaje a la Providencia Divina, a la virtud de los hombres, y a sus buenas acciones: porque justicia, y justicia severa, imparcial, inexorable, es la que hace la Historia.

Quito, enero de 1890

Federico González Suárez



  —1→  

ArribaAbajoDiscurso de introducción a la Historia general de la República del Ecuador

Idea general acerca de la Historia.- Moral de la Historia.- Leyes históricas.- Condiciones que debe tener una historia general de la República del Ecuador.- Épocas de nuestra historia.- Carácter de cada una de ellas.- Documentos históricos.- La Historia no puede prescindir en ningún caso de las creencias religiosas de los pueblos.- Enseñanzas morales de la Historia.



I

Escribir la historia de un pueblo es narrar su origen, sus adelantos, sus vicisitudes y los caminos por donde ha llegado al punto de grandeza o de decadencia moral, en que lo encontró el historiador en el momento en que emprendió su narración. En la vida de los pueblos hay edades diversas, como en la vida de los individuos; pues nacen, prosperan y decaen, cual si recorrieran, como el individuo, los días apacibles   —2→   de la infancia, los momentos fugaces de la juventud y las molestas jornadas de la ancianidad.

De la reunión de complicadas circunstancias nace la prosperidad o decadencia de un pueblo: la condición del suelo en que vive, sus ocupaciones necesarias, las razas diversas de que está formado, las relaciones que las unen, sus hábitos de vida y, más que todo, las creencias religiosas, son los elementos que contribuyen a la prosperidad o a la decadencia de un pueblo. Ninguno de esos elementos ha de perder de vista el historiador, si quiere acertar en el juicio que forme de la vida del pueblo, cuya historia pretenda narrar.

La historia ha de ser una enseñanza severa de moral, presentada a las generaciones venideras en los acontecimientos de las generaciones pasadas. El criterio del historiador ha de ser recto, inspirado en la sana moral, ilustrado con las luces de una filosofía elevada, y justo, mediante su adhesión inquebrantable a los principios religiosos de la Iglesia católica. Semejante criterio histórico es el que seguiremos en la narración de la historia de la nación ecuatoriana, sin apartarnos ni en un ápice de la verdad ni de la justicia.

La historia, como enseñanza moral, es una verdadera ciencia, que tiene un objeto nobilísimo, cual es hacer palpar a los hombres el Gobierno de la Providencia divina en las sociedades humanas.

El hombre, como ser racional, está dotado de libre albedrío y es señor de sus propios actos; pero, como criatura contingente y perecedera, no puede menos de estar sujeto a la voluntad soberana   —3→   del Criador, que, dándole libertad, le ha impuesto también leyes, a las que debe someterse dócilmente. El Gobierno de la Providencia y el uso que el hombre hace de su libertad explican satisfactoriamente los secretos de la vida de los pueblos, y las causas de su engrandecimiento o decadencia en la sucesión de los tiempos.

Lo que no acertaba a explicar la filosofía antigua, y lo que hoy no quiere comprender la filosofía moderna (que ha renegado de las enseñanzas católicas), lo explica sencillamente el sentido común, guiado por los dogmas cristianos. Veamos, pues, cómo esta porción de la familia humana, que llamamos República del Ecuador, ha cumplido hasta ahora su destino providencial en el tiempo.

La configuración física de la tierra, sus condiciones determinadas para el desarrollo de la vida humana, la situación que ocupa en el globo respecto a los demás puntos habitados por el hombre, y las ventajas o desventajas que ofrezca para el mutuo comercio y trato de unos pueblos con otros, todo influye en la vida de una Nación; y el historiador concienzudo no ha de perder de vista ninguna de estas circunstancias, al parecer insignificantes, si quiere conocer él mismo y dar a conocer a los lectores la verdadera fisonomía moral y carácter distintivo de un pueblo. ¿Cómo podrá el historiador trazar, con mano segura, los rasgos característicos de un pueblo, si ignora las condiciones físicas del lugar en que ese pueblo tiene su residencia? ¿Cómo lo retratará fielmente, si prescinde por completo de las condiciones   —4→   físicas de la tierra, donde ha vivido el pueblo, cuya existencia es el objeto de su narración? Antes podría haber prescindido la Historia de las condiciones físicas de los lugares en que han hecho los pueblos su mansión; ahora la crítica histórica principia por conocerlas, y la Historia no las pierde de vista ni un momento, en la exposición de los acontecimientos que cuenta a la posteridad.




II

De todo punto imposible es fijar la época, en que principiaron a ser pobladas por el hombre las tierras ecuatorianas. Por inmigraciones sucesivas debió llegar, por el lado del Pacífico, la mayor parte de los primitivos pobladores: la diversidad de origen pudiera deducirse, acaso, de la variedad de idiomas nativos de los pobladores, pero la filología no ha estudiado aún los restos de los idiomas que hablaban las tribus indígenas cuando la conquista de los incas; y el historiador ha de limitarse a conjeturas más o menos fundadas, según los datos en que las apoye, al trazar el cuadro de las instituciones, leyes, usos y costumbres de las antiguas razas indígenas que poblaban estas regiones.

La historia de las primitivas razas ecuatorianas ha sido muy desatendida por todos los historiadores, así antiguos como modernos; pues la raza de los incas es la que les ha llamado la atención, y de las otras no han hablado sino como de paso, y en cuanto se relacionaba con aquélla. No obstante, la Historia debe investigar cuál era   —5→   el estado de civilización o de barbarie en que se encontraban las primitivas razas ecuatorianas, cuando los hijos del Sol conquistaron estas provincias: se ha de estudiar la influencia de la nación conquistadora sobre las tribus conquistadas, sin desatender de ninguna manera la que las parcialidades subyugadas ejercieron, a su vez, sobre sus dominadores. El dominio de los incas fue relativamente de corta duración en las provincias ecuatorianas; y las naciones antiguas no llegaron a perder ni su carácter original ni su fisonomía propia. Ésta es una de las épocas más laboriosas para el historiador, por lo que respecta a las investigaciones; pero la más estéril, en cuanto a resultados satisfactorios.

Con el descubrimiento y la conquista principia positivamente la verdadera historia ecuatoriana: no es ya el conocimiento de una nación bárbara, sino la lucha entre la raza conquistadora europea y la raza indígena, que iba a sucumbir, lo que llama la atención del historiador. ¿Qué fue la conquista, sino la lucha entre dos razas, distintas en usos, religión, leyes y costumbres? ¿Qué fue, sino la lucha entre dos civilizaciones, que, de repente, se pusieron en contacto, quedando vencida la una y vencedora la otra? No podría, pues, conocerse bien ni apreciarse el mérito de la conquista, si no se conocieran bien los dos pueblos, las dos razas: la ibérica, descubridora de estos países, y conquistadora y dominadora invicta de ellos; y la indígena, que todavía vive en medio de nosotros, conservando casi intacto su carácter propio, con su lengua nativa y   —6→   sus inalterables costumbres.

La historia de la conquista exige un ilustrado y muy imparcial criterio filosófico, y es el punto en que más delicado y escrupuloso debe ser el historiador, huyendo de todo sistema, para no decir más que la verdad. Hay compromisos de escuela, que obligan a los historiadores a expresarse de una manera determinada, halagando las pasiones en vez de corregirlas, bastardeando los instintos populares en vez de purificarlos.

Durante el gobierno de la colonia el Ecuador forma una provincia subalterna, dependiente unas veces del virreinato del Perú, y otras del virreinato de Bogotá; pero no deja de prosperar, aunque muy lentamente. Las guerras civiles, que siguieron a la conquista del Perú, trastornaron de tal manera el imperio de los incas, que los mismos conquistadores no podían menos de lamentar, viendo el estado de corrupción a que en breve tiempo habían llegado los indios. Este efecto desmoralizador de las guerras civiles fue más prolongado en el antiguo reino de Quito, por la falta que hubo al principio de una autoridad, firme y vigorosa. La colonia casi estuvo abandonada a sí misma, y la acción benéfica de la autoridad de los virreyes de Lima era punto menos que de solo nombre para los hijos de los conquistadores en estas comarcas, tan apartadas de la metrópoli del virreinato, y de tan ásperos y difíciles caminos. A este mal se intentó poner remedio con la fundación de la Real Audiencia.

La colonia adquirió nueva importancia. El Obispado en lo espiritual y la Audiencia en lo temporal contribuyeron a darle mayor orden, y   —7→   por consiguiente, más seguras garantías de moralidad. La moralidad social era en aquellos tiempos el único elemento de vida que necesitaba la naciente colonia. Mas, ¿cómo podría haber habido moralidad social, donde no había autoridad? Los conquistadores se acostumbraban fácilmente a la vida aventurera, se disgustaban del ocio del hogar y tenían repugnancia al trabajo. Por otra parte, las ideas caballerescas, llevadas hasta la exageración, contribuyeron poderosamente a viciar el noble carácter de los hidalgos castellanos, que en las colonias de América hacían consistir la limpieza de la sangre en vivir holgadamente, haciéndose servir por los indios, y mirando con desdén la profesión de las artes mecánicas y la consagración al trabajo, que ennoblece y dignifica el ánimo. Las venganzas personales y la emulación pusieron, más de una vez, en aquellos tiempos la administración de justicia a merced de pasiones desvergonzadas.

La predicación del Evangelio era el gran fin que traían los sacerdotes, cuando salían de la Península para venir a las Indias. La Historia no podrá desconocer nunca la saludable influencia que los sacerdotes, y principalmente los religiosos, ejercieron sobre los conquistadores: el corazón del soldado, de suyo cruel, se dejaba arrebatar fácilmente por las pasiones feroces de la cólera, de la venganza; y, endureciéndose cada día más en las guerras tenaces de la conquista, habría acabado por sacrificar sin piedad a la inerme raza vencida, si el sacerdote no hubiera estado allí, a su lado, para moderarlo. La fundación   —8→   de numerosos conventos, la erección de obispados, la catequización de los indios en las doctrinas, y el establecimiento de bien organizadas misiones en los inmensos bosques del Napo, del Putumayo y del Marañón, harán siempre honor al Gobierno de los reyes de España en estas comarcas. Los obispos eran los moderadores de las costumbres y los ministros de la paz y de la doctrina evangélica. Tuvo la felicidad el antiguo reino de Quito de poseer entre sus obispos no pocos varones egregios, enriquecidos de virtudes verdaderamente apostólicas, que pastorearon esta porción de la grey del Señor con pasto de enseñanza saludable, así por la vigilancia en extirpar el error, como por el celo de promover el bien, yendo delante de todos con el ejemplo de su vida santa.

Religiosos hubo también doctos y de virtudes nada comunes; y en el clero secular no faltaron sacerdotes eminentes por su saber y el ejemplo de sus virtudes. El culto se practicaba con un esplendor y un lujo admirables: las fiestas religiosas eran frecuentes y magníficas, siendo lo más digno de ponderación que el pueblo tomaba mucha parte en ellas y las consideraba como regocijos comunes. El pueblo durante el año eclesiástico seguía la sucesión de las festividades religiosas, haciendo de ellas sus fiestas nacionales. Verdad es que se echaba de menos el espíritu interior, sin el cual las sagradas ceremonias del culto público se reducen a meras prácticas exteriores, o a espectáculos devotos, que entretienen pero no moralizan. Así, las fiestas religiosas se solemnizaban con danzas profanas, con   —9→   corridas de toros, con entretenimientos pecaminosos, sin que nadie cayera en la cuenta de la chocante contradicción que había entre lo puro, lo ortodoxo de las creencias especulativas, y lo supersticioso de muchas prácticas exteriores.

Las familias religiosas pronto degeneraron del espíritu de fervor y observancia de sus respectivos institutos, y los escándalos, llegando a ser demasiado frecuentes y públicos, perdieron casi por completo ante los fieles el carácter de escándalos. El público se acostumbró al escándalo; y hasta se oscureció la lucidez de ese criterio moral práctico, tan recto, tan justo, que es el distintivo de los pueblos católicos.

El deseo de adquirir bienes cuantiosos fue general en todos los regulares; y ni la autoridad real pudo ponerle coto. Los monasterios se multiplicaron con exceso, la disciplina monástica desapareció de los conventos, y las casas de oración abrieron sus puertas al lujo y a la holganza, que se hospedaron como de asiento en ellas. Entre tanto, la marcha de las ideas iba tomando un rumbo muy peligroso; y cuánto habían cambiado los tiempos se vio con la expulsión de los padres jesuitas, llevada a cabo no sólo con grande facilidad, sino hasta con la aprobación de no pocas personas así eclesiásticas como seculares.

Este hecho es trascendental y señala el comienzo de una época moral enteramente nueva la decadencia de los estudios fue el inmediato resultado de la expulsión de los jesuitas; la destrucción de las misiones de infieles no se hizo aguardar mucho tiempo; y ni los grandes esfuerzos de la Corona por sostenerlas fueron parte   —10→   para librarlas de su completa ruina.

Los cuantiosos bienes de los jesuitas, pasando a manos de individuos particulares, produjeron en el territorio de la antigua Audiencia de Quito una transformación social, creando la nobleza acaudalada, a cuyas manos no tardó en pasar la dirección de la sociedad.

Cuando en estas provincias se fomentaba la industria de los tejidos de lana y de algodón, la ganadería y el comercio entretenían en la abundancia hasta a las más pequeñas poblaciones. El comercio libre ocasionó la competencia, fueron decayendo rápidamente los obrajes, y la industria desapareció, sin que el gobierno colonial acertara a dar al país otro medio de riqueza.

El cultivo del cacao tenía tantas trabas y tantos obstáculos, que ese producto generoso de la tierra ecuatoriana, apenas era exportado en cantidades exiguas a ciertos y determinados puertos de México: la explotación de las quinas y cascarillas se principió a fines del siglo pasado; y ya desde entonces se previeron los resultados que había de producir y el término a que no tardaría en llegar.

Injusta sería toda queja contra el gobierno colonial, si consideráramos la administración de la cosa pública desde el punto de vista en que se colocaban nuestros mayores; pero la moral tiene principios eternos e invariables, y, mediante ellos, hemos de examinar la marcha de la sociedad en los tiempos antiguos. El orden de los procesos, la tramitación legal, pausada y tortuosa, y la enorme distancia de los tribunales supremos, conservaban a las colonias en un estado moral   —11→   muy atrasado, por falta de una buena administración de justicia; pues el fallo tardío de la Corte era una positiva garantía de impunidad para los delincuentes. Por otra parte, si las leyes dictadas por los soberanos eran buenas, si las sentencias pronunciadas por la Corte eran justas; aquí, en las colonias, se echaba de menos ordinariamente un brazo vigoroso que hiciera observar las leyes y cumplir las órdenes del soberano. En fin, medidas, que la ley había adoptado para garantizar a todos la recta administración de justicia, se convertían a menudo en fuente de abusos.

La división entre criollos y españoles europeos llegó a ser enconada rivalidad: los europeos despreciaban a los nacidos en estas partes; y asimismo los americanos odiaban en su corazón a los extranjeros. Como los naturales de Indias no podían obtener cargos ni empleos en su propia patria sino muy raras veces, el estímulo para el mérito casi no existía; y de ahí esa creciente ambición de sacudir el yugo de la metrópoli y emanciparse del Gobierno de España. Este deseo hervía en todo pecho americano; sólo faltaba la ocasión propicia para ponerlo por obra.




III

Esta ocasión ofreciose al fin, y, por cierto, nunca con mejor oportunidad. Napoleón I había ocupado la Península; Carlos IV había renunciado la corona de España, poniéndola a los pies del Emperador de los franceses; un extranjero ocupaba el trono en Madrid, y el príncipe heredero se hallaba confinado; los españoles principiaban   —12→   a constituirse en juntas patrióticas, y el grito de guerra había repercutido de un extremo a otro de la Península Ibérica, despertando en los corazones bien puestos el noble anhelo de la independencia: ¿qué harían las colonias? ¿Reconocerían el poder de Napoleón y se entregarían a su dominio? ¿Lucharían también ellas contra el usurpador de la autoridad de sus reyes? ¿Qué hacían los gobernantes europeos? ¿ En qué pensaban? ¿Qué propósitos tenían?

Los americanos, persuadidos de que también las colonias americanas debían hacer lo que habían hecho las provincias españolas, resolvieron organizar juntas en las capitales de las audiencias y virreinatos, para proveer al mejor gobierno de estos pueblos. Unos, con la mejor buena fe, querían la formación de las juntas para conservar, mejor, de ese modo, estos pueblos bajo la obediencia de los reyes de España; pues no dudaban del restablecimiento del trono de los Borbones en la Península; otros, y eran los más, buscaban en la formación de las juntas el establecimiento de un gobierno nacional americano en las colonias, como un paso suave y honroso para llegar a la completa emancipación política: finalmente, un gran número de americanos, exaltados y fervorosos, declararon, con franqueza, sus propósitos de gobernarse por sí mismos, con absoluta independencia de España, y se aprestaron a luchar, en caso necesario, con la enérgica resolución de perecer antes que continuar sometidos a una dominación extranjera. Porque, ya se empezó a calificar entonces de extranjeros a los españoles en América.

  —13→  

Nunca han triunfado los términos medios la lógica de los hechos dio la razón a los que resolvieron, con franqueza, sacudir el yugo del gobierno español. A todo individuo le asiste el derecho de buscar su perfeccionamiento: los pueblos, como pueblos, tienen también indudablemente ese mismo derecho. Poner los medios para organizar una manera de gobierno acomodada a las condiciones sociales de cada pueblo, es buscar su adelanto, su mejor conservación, su perfeccionamiento social.

Las doctrinas que tenían y profesaban nuestros mayores en punto a la obediencia a la autoridad real fueron el obstáculo más poderoso para nuestra emancipación política: poseían las doctrinas verdaderas, pero no acertaban a aplicarlas a las circunstancias de las colonias americanas; conocían la verdad, pero a medias; y, si veían con mucha claridad la obligación de obedecer a las autoridades legítimas, no sospechaban siquiera que los súbditos tuviesen derechos y que esos derechos eran justos, porque, en la ordenación divina, la autoridad ha sido establecida para el bien de la sociedad; y no la sociedad para el provecho de la autoridad.

¿Proclamamos el derecho de insurrección? ¡¡No, nunca!! ¿Negamos, talvez, el deber de obedecer a las autoridades legítimas constituidas? ¡Tampoco!... Pero ¿qué derecho más legítimo que el paterno? ¿qué autoridad más sagrada que la autoridad paterna?... Y, sin embargo, llega un día cuando el hijo puede constituirse independiente y establecer hogar aparte, para honrar en una descendencia gloriosa la memoria de su padre,   —14→   aunque la resistencia de éste a la emancipación de su hijo haya sido injusta. ¡¡Hónrese España con haber dado la vida de la civilización a un mundo!!...

La guerra que llamamos de nuestra Independencia tiene, pues, todas las condiciones de una guerra justa, sostenida por las colonias contra el gobierno de la metrópoli. En la historia hemos de buscar, ante todo, una ley de moral social; y los triunfos y las victorias, a pesar de su esplendor, no han de merecernos una palabra siquiera de aprobación, menos de aplauso, sino cuando, a par de las armas, haya salido triunfante y vencedora la justicia. El gobierno español desconoció sus verdaderos intereses y se obstinó en conservar medio mundo bajo pupilaje político, cuando América debía pertenecer ya a la civilización general del globo, que había llegado a momentos solemnes y decisivos en la historia del linaje humano.

La familia humana esparcida por toda la redondez de la tierra es una en los designios de la Providencia divina, para quien no hay razas distintas, lenguas diversas ni fronteras que circunscriban los países: la hora en que las colonias americanas debían emanciparse políticamente de España, había sonado ya en los decretos de la Providencia y el trono secular de los Borbones; que tenía por pedestal el Nuevo Mundo, se derrumbó con estrépito... El patriotismo español se puso en obra para levantarlo; pero ya la corona de Carlos V no pudo reposar sobre dos mundos...

La emancipación política de España se había   —15→   llevado a cabo mediante una guerra tenaz, prolongada y sangrienta. ¿Qué forma de gobierno adoptarán las colonias una vez emancipadas? Los americanos prefirieron, sin vacilar, la forma republicana y se constituyeron en repúblicas democráticas... ¿Fue acertada su elección? ¿Era ésa la forma de gobierno que convenía a las nuevas naciones? ¿La transición no era demasiado violenta? ¿Estaban estos pueblos convenientemente preparados para la forma de gobierno democrática? He ahí problemas que algún día resolvería la filosofía de la historia.

Una vez terminada la guerra de la Independencia, quedó en Colombia una clase social nueva, la clase militar, cuyos hábitos de vida y cuyas aspiraciones eran muy poco a propósito para el planteamiento del gobierno democrático. Así, desde la fundación de la república hasta ahora, la clase militar ha sido la que mayor parte ha tomado en los trastornos y en las revoluciones políticas; y en ocasiones ella ha sido el único autor y el cómplice de nuestras revoluciones. Los guerreros de la Independencia, los compañeros del Libertador, fueron los que se dieron prisa por derribar la obra que el gran hombre, con tanto trabajo había levantado.

Bolívar se libra del hierro de los asesinos, pero el puñal de la calumnia no le perdona; Sucre es inmolado en Berruecos; y con ese primer crimen la demagogia asienta la primera piedra miliaria en esa carrera de escándalos, que en América está todavía recorriendo. La gran República de Bolívar desaparece, y tres naciones independientes surgen para reemplazarla. La República   —16→   del Ecuador le toca en lote a uno de los tenientes del Libertador: el General Juan José Flores, sin dar de mano a los solaces militares y al alegre esparcimiento del ánimo, funda una nación. Esto acontecía ahora sesenta años, y esa nueva nación principió a ser conocida entre las naciones del mundo con el nombre de la República del Ecuador.

La historia de esa Nación, tomando las cosas desde su origen, es lo que pretendemos narrar a nuestros lectores.

El amor sincero de la verdad será nuestro guía; y tributar solemne homenaje a la justicia, el fin de nuestra narración.




IV

Veamos las épocas principales en que se puede considerar dividida la Historia de la República del Ecuador, en el lapso de tiempo trascurrido desde el descubrimiento y la conquista de estas tierras por los españoles, hasta el año de 1830. Toda la Historia del Ecuador, hasta 1830 se puede dividir en dos grandes épocas.

La primera, desde el descubrimiento y la conquista hasta la revolución de 1809; la segunda, desde el principio de la revolución de 1809 hasta el año de 1830, en que se constituyó el Ecuador como nación libre e independiente. Estas dos grandes épocas se dividen en varios períodos, de mayor o menor duración.

El primer período comprende el descubrimiento de la tierra ecuatoriana, la conquista de ella y las guerras civiles que se suscitaron entre   —17→   los conquistadores, hasta que la paz se estableció de una manera segura con la fundación de la Real Audiencia. El segundo período corre por más de un siglo, hasta la supresión de la Real Audiencia. El tercer período comienza con el restablecimiento de la Audiencia, y se prolonga hasta la revolución del año de 1809.

La segunda época no puede tener más que dos periodos. En el primero se comprenden los años que duró la guerra de nuestra emancipación política, hasta la gloriosa batalla de Pichincha. El segundo se cuenta desde la victoria de Pichincha hasta la fundación de la República.

En la primera época es necesario dar a conocer la raza indígena, pobladora de estas provincias al tiempo del descubrimiento de ellas por los españoles. El historiador debe estudiar con cuidado la raza indígena, inquirir su origen más o menos probable, sus relaciones con los otras razas, que habitaban la América, y el estado de su civilización; y exponer en qué condiciones sociales se hallaban los antiguos pueblos indígenas, cuando fueron conquistados por los europeos. La raza indígena puebla todavía la mayor parte del territorio de la república y vive en medio de nosotros, formando parte integrante de nuestra Nación: un historiador que prescindiera de la raza indígena, no conocería él mismo ni podría dar a conocer a sus lectores la nación ecuatoriana. ¿Cómo conoceríamos la conquista, si el historiador no nos daba a conocer primero el pueblo conquistado? Por eso este período de la Historia Ecuatoriana es muy importante; aunque muy difícil de ser bien conocido, por la casi   —18→   absoluta falta de documentos para el historiador. Las escasas noticias que nos dan los primitivos cronistas e historiadores de Indias acerca de las antiguas tribus indígenas de estas comarcas, son los únicos documentos históricos relativos a aquellos remotos tiempos de nuestra historia. El estudio de los lugares, el examen prolijo de las tradiciones, el análisis filológico de las voces que todavía quedan de antiquísimos y desaparecidos idiomas, la inspección sagaz de los objetos desenterrados de las tumbas y la observación atenta de los antiguos monumentos arquitectónicos que se conservan en nuestro suelo, son los recursos con que se ha de suplir la falta de datos históricos relativos a las naciones indígenas, antiguas pobladoras de nuestras provincias. Estudio penoso, prolijo y dilatado, que ha de hacerse con un criterio científico, libre de toda influencia sistemática, no buscando sino la verdad, sin ver en las cosas más de lo que ellas son en realidad. El amor de la novedad y la afición a sistemas preconcebidos tuercen con frecuencia el criterio histórico en esta clase de investigaciones.

Después de largos y trabajosos estudios se adquieren escasos resultados, que, a menudo bastan apenas para apoyar conjeturas más o menos verosímiles; por lo cual, esta parte de la Historia del Ecuador no puede elevarse a la dignidad de la Historia verdadera, propiamente dicha, y ha de quedar reservada, talvez para siempre, a las pacientes investigaciones de la Arqueología prehistórica, auxiliada de la Geología, de la Paleontología, de la Etnografía y de la Antropología.

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En los siguientes períodos la Historia del Ecuador es parte de la Historia del Perú, una de cuyas provincias era la antigua Audiencia de Quito. La relación así del descubrimiento como de la conquista del Ecuador está íntimamente ligada con la del descubrimiento y la conquista del imperio de los incas; pues, en rigor, no es sino un episodio, una escena de aquel atrevido y tristísimo drama, que principia con el descubrimiento del mar del Sur y no termina sino con la vuelta del desengañado Alvarado a su gobernación de Guatemala.

Durante los primeros tiempos de la colonia, la historia de nuestra Nación es la misma historia del Perú, porque sigue necesariamente la suerte del virreinato de Lima del cual formaba parte. Con la fundación de la Real Audiencia de Quito principia a tener una vida civil más propia e independiente: desde entonces también la historia está menos enlazada con la del Perú y puede narrarse aparte con unidad de plan, sin que pierda nada de su importancia.

En el siglo pasado, la Audiencia o antiguo Reino de Quito fue separado del Perú y agregado al virreinato de Bogotá, que se erigió a principios del siglo. La Historia del Ecuador, desde aquella época sigue formando parte de la del nuevo virreinato; y así continúa por una larga centuria hasta constituirse en República independiente: las provincias que componían el virreinato forman en el primer cuarto de siglo la República de Colombia, que, a la muerte del Libertador, desaparece, fraccionándose en tres estados soberanos e independientes.



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V

En ningún pueblo, en ninguna época, se puede separar la historia religiosa de la civil, y es no sólo grave sino monstruoso el error de aquellos historiadores, que prescinden sistemáticamente de las creencias religiosas de los pueblos, cuya historia pretenden narrar. Si la historia ha de ser una verdadera ciencia social, ¿cómo prescindirá de la moral? ¿cómo prescindirá de las creencias religiosas, que no sólo regulan la moral, sino que forman el carácter y modelan las costumbres de los pueblos? ¿Qué lecciones dará a la posteridad un historiador, que en un pueblo no ve más que la serie de los acontecimientos, que se suceden unos a otros, e ignora las causas de ellos? ¿Cómo pondrá de manifiesto el triunfo de la justicia quien no encuentra en los hechos históricos bondad ni malicia alguna?... Si ésta es la ley general que ha de observar todo historiador, sea cual fuere el pueblo cuya historia intenta referir; ¿cuánto no se equivocaría el historiador de un pueblo hispanoamericano, si prescindiera por completo de la parte que la Iglesia católica ha tenido en la formación de los pueblos americanos? La historia de los pueblos hispanoamericanos ha de ser, imprescindiblemente, la historia de la Iglesia católica en estas regiones, porque usos, leyes, costumbres, hábitos de vida y modo de ser en general, todo, en los pueblos americanos está informado por la Religión católica. He aquí por qué en esta Historia damos tanta importancia y   —21→   tanta cabida a los asuntos religiosos y a los negocios eclesiásticos.

La historia de la Iglesia Católica en el Ecuador no puede dividirse rigurosamente más que en dos épocas, que son: la Iglesia Católica bajo el patronato eclesiástico de los dos gobiernos, gobierno de los reyes de España, y gobierno de los presidentes republicanos; y la Iglesia Católica bajo el régimen canónico del Concordato celebrado por el Gobierno ecuatoriano con la Santa Sede.

En la primera época hay naturalmente dos períodos: el patronato de los reyes de España comprende el primero; y el segundo abraza el patronato de los gobiernos republicanos. Ya se ve que no es fácil hacer concordar siempre los períodos de la historia civil con los de la historia eclesiástica.

La historia de las ciencias, de las letras y de las artes, propiamente hablando, no puede tener cabida en una historia general de un país cualquiera; pero el historiador no debe omitir ninguna de cuantas noticias sean necesarias para completar el retrato fiel del pueblo, cuya historia refiere: su punto de vista es moral ante todo, y estudia las relaciones de lo bello con las costumbres, en cada época determinada. La historia de las ciencias se ha de narrar en la vida de los varones que se dedicaron al cultivo de ellas, y no han de confundirse nunca el objeto y el fin de una historia literaria con el objeto y el fin moral de una historia general.

Siendo tan vasto el campo que ha de recorrer el historiador, fácilmente se comprende cuán   —22→   variados, cuán extensos y cuán profundos deberán ser sus estudios preparatorios. A esto se agrega el trabajo ímprobo, y a veces abrumador, de la investigación de documentos, de su lectura material, de su estudio prolijo y del análisis crítico, a que ha de someter cada uno, para llegar a conocer la verdad de las cosas, tales como fueron en sí mismas, y no como las refieren las pasiones, siempre expuestas a engañar a la posteridad, después de haber engañado a los contemporáneos.

El estudio de los documentos originales, principalmente de los que tienen un carácter oficial, debe hacerse con grande sagacidad, a fin de discernir lo verdadero de lo falso; pues, muchas veces, bajo apariencias de justicia se oculta la calumnia y la difamación aun en la pluma de las mismas autoridades públicas. Este estudio de los documentos originales es de todo punto indispensable, pero es también el estudio más difícil y espinoso, mayormente en aquellas épocas en que han dominado las pasiones políticas, y cuando los odios de bandería han calumniado a sus víctimas hasta en los mismos instrumentos públicos, que debieran ser siempre la expresión de la justicia. Por esto, el historiador, para descubrir la verdad en los documentos públicos de ciertas administraciones políticas, y en los apasionados escritos de la prensa periódica, tendrá más trabajo que para encontrarla en aquellas épocas remotas, de las que no nos ha quedado documento alguno. Sin embargo, la experiencia del tiempo presente, el conocimiento de las pasiones de los hombres, el manejo de los   —23→   negocios públicos, la intervención personal en ciertos acontecimientos importantes, le pondrán en condiciones favorables para descubrir la verdad y para evitar el engaño, con tal que en sus estudios esté siempre animado de la intención más recta, y no se apasione sino por la justicia.

Saludables son y muy provechosas las lecciones de la Historia: ella nos hace formar un concepto muy elevado de la dignidad humana, inspira ideas grandes, vigoriza los ánimos, ennoblece nuestro carácter, comunica generosidad a los pechos más egoístas, pone de manifiesto la acción de la Providencia divina, que rige y gobierna las sociedades humanas, y en las desgracias de los tiempos pasados nos da ejemplos que imitar y escarmientos para lo futuro. Por esto, el estudio de la Historia ha sido el más moralizador de todos los estudios, y continuará siéndolo en adelante: grito de la recta conciencia humana, que escarnece al crimen triunfante, y protesta contra las violencias e injusticias de que la virtud suele ser víctima en este mundo. Para medir el grado de civilización de un pueblo, bastará conocer la manera cómo sus escritores han concebido la Historia, y el modo cómo la han narrado a sus contemporáneos.







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ArribaAbajoLibro primero

Tiempos antiguos o el Ecuador antes de la conquista



ArribaAbajoCapítulo primero

Las más antiguas naciones indígenas del Ecuador


Tiempos antiguos.- Tradiciones históricas.- Juicio que debemos formar acerca de ellas.- De las antiguas naciones indígenas del Ecuador no puede escribirse una historia verdaderamente tal.- Períodos en que puede dividirse la época antigua de la Historia del Ecuador.- Naturalezas, configuración y aspecto físico del territorio ecuatoriano.- Su clima.- Naciones o tribus antiguas.- Los quitus.- Los scyris.- Llegada de éstos al Ecuador.- Fundación de su primera ciudad en la costa de Manabí.- Conquistan el reino de Quito.- Nuevas guerras y conquistas.- La nación de los puruhas.- Su alianza con los scyris de Quito.- Muerte del undécimo scyri.- Le sucede Duchicela, régulo de Puruhá.



I

Llamamos tiempos antiguos todos los que precedieron al descubrimiento de estas tierras y a la conquista de ellas por los españoles, en el siglo decimosexto. De esos tiempos, con ser tan dilatados, no puede escribirse una verdadera historia, por la falta absoluta de   —26→   documentos relativos a esas edades remotas, durante las cuales fueron pobladas estas comarcas por la raza indígena, conquistada y avasallada más tarde por la raza española. Esos pueblos no conocían la escritura y conservaban la memoria de lo pasado por medio de tradiciones orales, expuestas a cambios y alteraciones, en las que es muy difícil, y hasta imposible muchas veces, descubrir la verdad: los monumentos que de las artes nos han quedado son muy escasos, y se hallan actualmente, o casi, destruidos por completo, o tan maltratados por la injuria de los tiempos y la inexorable codicia de los hombres, que apenas se puede formar concepto cabal de lo que fueron. Los restos que de su industria ha descubierto la casualidad o se han extraído de propósito de los sepulcros, no pueden servir como testimonios históricos, sino como pruebas del género de vida y de los usos y costumbres de los pueblos a que pertenecieron. Por esto, no una historia propiamente dicha, sino un cuadro, trazado a grandes rasgos, es lo único que de las naciones indígenas, que poblaban estas provincias al tiempo de la llegada de los españoles, puede presentar el historiador, ateniéndose, en muchos casos, a conjeturas más o menos fundadas, y no a la verdad plenamente demostrada.

Para proceder con algún orden y método en nuestra narración, distinguiremos dos tiempos o períodos en la historia antigua de las razas indígenas, que poblaban el territorio ecuatoriano antes de la venida de los europeos. Esos dos tiempos o períodos son: el que precedió a la dominación de los incas, y el que transcurrió desde que   —27→   los hijos del Sol subyugaron a las diversas naciones que existían en esta parte del continente americano y las sometieron al imperio del Cuzco. Acaba este segundo período con las guerras civiles de los dos hijos de Huayna Capac, y la llegada de Pizarro a las costas ecuatorianas.

Pero, ante todo, fijaremos por un momento nuestra atención sobre las condiciones físicas y la configuración del terreno de nuestra República, y nos detendremos un corto instante en hacer una ligera descripción de ella.

Pocos países presentarán, aun en la misma América meridional, una configuración física tan particular como el Ecuador. La gran Cordillera de los Andes, que atraviesa el Continente americano desde el istmo de Panamá hasta la Patagonia, conforme se acerca a la línea equinoccial, se divide en dos ramales, que siguen paralelamente la misma dirección, desde el nudo de los Pastos al norte en Colombia, hasta más allá de Ayavaca al sur, en el Perú: entre uno y otro ramal se extienden varios nudos, formando mesetas elevadas, valles profundos y llanuras extensas desde abismos hondísimos, donde prosperan vegetales propios de climas ardientes, el terreno se va encumbrando gradualmente hasta la región de las nieves eternas, de tal modo que, en un mismo día, se pueden recorrer puntos, en que reinan los más variados climas, pasando de los calores sofocantes que enervan en los valles, al ambiente tibio de las quebradas, y luego al frío de las mesetas y cordilleras. Los ríos descienden de cerros elevadísimos y se precipitan por cauces profundos, abiertos muchas veces en rocas graníticas: ya nacen   —28→   de lagos solitarios, en lo más yermo de los páramos; ya se forman poco a poco de hilos de agua, que gotean de peñascos húmedos al pie de los nevados, o de arroyos que brotan en los pajonales; muchas veces, y es lo ordinario, el cauce es tan profundo y tan agrestes las pendientes que lo forman, que las aguas corren encerradas sin formar casi playas en sus orillas.

Los ramales de la gran cordillera se abren, dejando, como en Tulcán, espaciosas llanuras en medio; se acercan, aproximan y confunden, formando, como en la provincia de Loja, un verdadero laberinto de colinas, de valles, de cerros, de cañadas y de riscos enormes: se levantan y empinan enconos gigantescos, cuya cima se pierde en las nubes, como en las provincias de Pichincha, León y Chimborazo: se humillan y doblegan haciendo altozanos dilatados, llenos de ondulaciones, como en el Azuay; y de trecho en trecho tienden cordilleras intermedias, con que enlazan y unen las dos principales. Apenas habrá, por eso, un país cuyo suelo sea tan accidentado como el del Ecuador: el agrupamiento de montes, de cerros, de colinas; las llanuras, los valles, las pendientes dan a la superficie del terreno un aspecto tan variado, que, a cada instante, se presentan nuevos y sorprendentes panoramas.

Del lado del Pacífico la anchura de las costas y de los valles varía notablemente: hacia el norte, la Cordillera occidental se acerca mucho al mar, las pendientes son bruscas, la vegetación abundante y vigorosa, y los ríos se despeñan por entre rocas dando pocas ventajas para la navegación: al sur, las llanuras de la costa se ensanchan,   —29→   la vegetación no es tan exuberante y los ríos corren derramándose por anchos cauces. Del lado del Atlántico están los dilatados bosques, regados por los caudalosos afluentes del Amazonas: el clima es ardiente y enervador, y el hombre se ve como ahogado por las fuerzas de la naturaleza, que ostenta en esas regiones todo su vigor y lozanía.

No se distinguen propiamente más que dos estaciones en el año: la del verano y la del invierno, que debieran llamarse, con mayor propiedad, del tiempo seco y de las lluvias; pues la temperatura durante todo el año se mantiene igual, sin variación notable, y no se experimentan en la meseta interandina ni fríos ni calores excesivos: los campos conservan constantemente su verdor, y los días y las noches son siempre iguales2.

  —30→  

Las condiciones del suelo son, por lo mismo, muy favorables para la vida en la región interandina; pero muy desventajosas en la costa y en la montaña. Enfermedades periódicas suelen diezmar de cuando en cuando la población en la sierra; al paso que en la costa, persiguen y minan siempre la existencia las fiebres palúdicas, propias de lugares calientes y pantanosos3. La naturaleza de la temperatura varía,   —31→   pues, a medida de la elevación de los lugares sobre el nivel del mar, y es cosa notable que la región de la zona tórrida, donde los rayos del sol cayendo perpendicularmente debían abrasar el suelo y hacerlo inhabitable, sea una morada apacible y hasta deliciosa para el hombre, de clima suave y benigno, y con espectáculos grandiosos y magníficos4.



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II

Cuando los conquistadores descubrieron estas provincias y se apoderaron de ellas, las encontraron pobladas por una raza numerosa y bastante adelantada en esa cultura relativa, propia de pueblos aislados y que se levantan por sí mismos del estado de barbarie al de civilización.

¿De dónde habían venido a estas comarcas los primeros pobladores de ellas? ¿Cuándo o en   —33→   qué tiempo vinieron? ¿Procedían todos del mismo origen o eran de razas y nacionalidades diversas? ¿Cuál fue el camino por donde llegaron a estos lugares? He aquí las cuestiones que la historia de América propone, desde hace casi cuatro siglos, a la investigación de todo el que pretenda escribirla, con un criterio filosófico y desapasionado. La del Ecuador ha de comenzar por el estudio de esas cuestiones, y ha de trabajar para resolverlas de una manera satisfactoria, apoyándose en datos dignos de crédito y en observaciones concienzudas: no ha de aventurar nada sin pruebas suficientes, y en la apreciación de éstas, ha de guiarse por la luz de una ciencia, desnuda de preocupaciones sistemáticas y apoyada solamente en la verdad.

El centro del Asia fue la cuna del linaje humano; y desde allí, siguiendo el curso del sol, las inmigraciones sucesivas fueron poblando poco a poco los continentes y las islas. Los primeros pobladores de las provincias ecuatorianas, sin duda ninguna, arribaron por mar: viniendo unos del lado de Occidente por el Pacífico a nuestras costas; y descendiendo otros del lado del Atlántico por las montañas de Antioquía y Popayán, para entrar por el norte al territorio actual del Ecuador. Tarde debieron principiar a poblarse nuestras comarcas, y cuando ya estaban habitadas otras regiones de Colombia y de Centro América, y acaso también algunas del sur del Perú y de Bolivia: así lo manifiestan los restos de antiquísimas poblaciones a lo largo del Atlántico en las provincias de Cartagena y Santa Marta por el Norte, y en las costas de Trujillo   —34→   y en las orillas del lago de Titicaca por el sur; y así lo indica también la situación geográfica y la configuración del terreno en nuestra República.

Cuatro naciones principales ocupaban el territorio actual de la República del Ecuador en los tiempos antiguos, antes que llegaran a estas partes los incas, con sus armas victoriosas. Los scyris, cuyas parcialidades se extendían hasta Otavalo, Caranqui y otros puntos hacia el norte; señoreaban además el valle de Cayambi al pie de la cordillera oriental, y toda la provincia de Pichincha, donde antes habitaba la nación de los quitúes, o quitos (como los seguiremos nombrando), que son los más antiguos pobladores indígenas de quienes se ha conservado memoria entre nosotros.

La nación de los puruhaes habitaba en la provincia del Chimborazo; la de los célebres cañaris ocupaba toda la provincia de Cuenca, desde el nudo del Azuay hasta Zaraguro, y desde la cordillera oriental hasta el golfo de Jambelí; las tribus semibárbaras de los paltas y de los zarzas estaban diseminadas en la provincia de Loja. En la costa moraban varias parcialidades numerosas, formando reinos o cacicazgos separados, el principal de los cuales estaba en la isla de la Puna en el golfo de Guayaquil.

Éstas eran las naciones mejor organizadas; pero había además otras, gobernadas por régulos o príncipes independientes, y que guardaban alianza con las principales. Tales eran, al norte los huacas, tuzas, tulcanes y quillasingas; los quinches y chillos, dentro del territorio de los scyris; los ambatos y los tiquizambis,   —35→   limítrofes del reino de Puruhá; y los chimbos, que ocupaban las cabeceras de la costa y se extendían hasta Babahoyo.

De estas diversas naciones indígenas ninguna tiene historia propiamente tal, a excepción de los scyris, de quienes han llegado hasta nosotros algunos hechos de armas, bastante notables: respecto de las otras, la Historia se ha limitado a mencionarlas, al hablarnos de las guerras que emprendieron y de las conquistas que llevaron a cabo los incas en esta parte de su imperio, que con tanta impropiedad se ha designado después con el nombre general de Reino de Quito.

Referiremos lo que parece mejor averiguado en punto a los scyris, a su historia y a sus tradiciones.

Los scyris arribaron a las costas de Manabí, viniendo de hacia el Occidente por mar, embarcados en balsas. El primer punto donde se establecieron fue la hermosa Bahía de Caraquez, y allí construyeron una ciudad, a la que del nombre de su propia tribu le denominaron Carán: ellos se apellidaban a sí mismos los caras, y su jefe, rey o señor, tenía el título de Scyri, como quien dice el superior, el más excelente entre todos. Largo tiempo permanecieron los caras en la costa; su ciudad creció en importancia, y la población, aumentada considerablemente, comenzó a sentirse estrecha en los términos marítimos, donde estaba establecida, y fue necesario buscar sitio más extenso y mejor acondicionado, pues la humedad y el calor hacían malsana la costa, y principiaban las enfermedades a causar notable estrago en los habitantes.

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Tomaron, pues, la corriente del río Esmeraldas y principiaron a subir aguas arriba, en busca de un lugar acomodado, donde establecerse, hasta que, venciendo dificultades enormes y abriéndose paso al través de los bosques, que pueblan las faldas de la cordillera occidental, salieron a la altiplanicie de Quito; dándose por satisfechos de todas sus fatigas, al encontrar tierras tan amenas y apacibles.

Hallábase entonces toda esta comarca habitada por la nación de los quitos, la más antigua de que se haya conservado noticia en los territorios ecuatorianos.

Los quitos eran muy atrasados y débiles: formaban un reino al parecer pequeño y mal organizado, por lo que no pudieron oponer una resistencia vigorosa a los invasores, y fueron fácilmente vencidos y subyugados por ellos.

Si hemos de dar crédito a los escritores antiguos, la tribu o nación de los quitos formaba una parcialidad considerable, gobernada por un régulo o monarca, el cual tenía su aduar o residencia en el punto, donde ahora se levanta ceñida de cerros esta nuestra ciudad, llamada Quito, del nombre del último de los príncipes indígenas, a quien vencieron y derrotaron los scyris; aunque otros dan otro origen al nombre de Quito, que hoy conserva la ciudad, y que bajo el gobierno español llevaron, por casi tres siglos, todas estas provincias5.

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Los scyris, establecidos en el nuevo territorio que habían conquistado, fundaron una monarquía, la cual poco a poco fue creciendo en extensión y poderío. Las tribus quiteñas vivían diseminadas por los campos, sin formar poblaciones regulares; se gobernaban independientemente unas de otras, y no constituyeron nunca un reino bien organizado. Del nudo de Mojanda al valle de Machachi; de la cordillera del Antisana a los bosques occidentales del Pichincha, el territorio ocupado por los quitos primitivos se hallaba bastante poblado; pero cada tribu o cada parcialidad se gobernaba por sí misma, con independencia de las demás; vivía a su manera, y obedecía al régulo de Quito solamente de un modo transitorio, cuando las necesidades de la defensa común les obligaban a los jefes a ponerse bajo la sujeción inmediata del soberano principal o del más antiguo y renombrado entre ellos.

Con los scyris aconteció lo que suele suceder siempre con los príncipes bárbaros, que se ven rodeados de poblaciones atrasadas y débiles; pues, reconociéndose poderosos, acometieron la empresa de sujetar a las parcialidades de Cayambi y de Otavalo y a las de Latacunga, y Ambato,   —38→   que limitaban el reino respectivamente por el norte y por el sur. Les declararon la guerra, y, sin mucho trabajo, las vencieron e, imponiéndoles su yugo, las incorporaron a su imperio. Las tradiciones antiguas, que hallaron los conquistadores cuando entraron en Quito, aseguraban que las conquistas de las provincias del norte fueron las primeras que llevaron a cabo los scyris, y que no volvieron sus armas contra las tribus del sur, sino cuando hubieron sujetado las parcialidades de Huaca y Tusa, las últimas hacia el Norte, confinantes con las de los quillasingas, pobladores del territorio de Pasto.

Las tribus que moraban en las provincias de Latacunga y de Ambato, conservaron por más largo tiempo su independencia, pues no fueron conquistadas, sino, a lo que se asegura, por el décimo Scyri, casi dos siglos después del establecimiento de éstos en Quito.

Al sur de Ambato existía, en lo que ahora se conoce con el nombre de provincia del Chimborazo, la numerosa nación de los puruhaes, muy aguerrida y esforzada, con la cual no se atrevieron a medir sus fuerzas los scyris; y así, aunque la ambición de mayor imperio los estimulaba a continuar las conquistas que habían emprendido, el recelo de quedar, tal vez, vencidos les hizo poner fin a la guerra, contentándose con haber triunfado y sometido a su obediencia a las parcialidades de los mochas, limítrofes de los puruhaes.

Sin embargo, lo que no lograron por la fuerza de las armas, lo alcanzaron más tarde los scyris por medio de combinaciones políticas, basadas en alianzas y pactos de familia. En efecto, según   —39→   la ley que entre los scyris arreglaba la sucesión en el trono, muerto un soberano, debía heredar la corona el hijo mayor, y, a falta de éste, el sobrino, hijo de hermana. Como Carán; undécimo Scyri, estuviese ya anciano y no tuviese más que una sola hija, llamada Toa, por haber muerto en temprana edad todos los varones, hizo derogar en la asamblea, de los grandes del reino la ley de sucesión al trono, y reconocer a Toa por su heredera legítima y futura reina de los scyris, determinando que gobernaría con aquel príncipe, a quien ella eligiese voluntariamente por esposo. Arregladas, tan a su sabor, las cosas domésticas, platicó el astuto scyri con Condorazo, anciano régulo de Puruhá, y le indujo a que le diera a Duchicela, su primogénito y heredero de su reino, por esposo de Toa; pactando al mismo tiempo entre los dos régulos, que Duchicela sería rey de la monarquía de los scyris y de los puruhaes, juntando ambos estados en un solo imperio. Todo se arregló como el Scyri de Quito lo propuso, y a nada presentó dificultad alguna el viejo régulo de Puruhá: los dos príncipes indios se tendían recíprocamente celadas ambiciosas, con la esperanza de ensanchar pronto los límites de sus estados; mas la muerte inesperada del Scyri de Quito, vino a burlar a entrambos, precipitando al uno en la tumba, y haciendo caer al otro del trono, cuando menos lo esperaba.

Duchicela, desposado ya con Toa, sucedió al Scyri de Quito; y, por el pacto de familia, principió a gobernar inmediatamente también en Liribamba; quedando de este modo incorporada la nación de los puruhaes al reino de Quito.   —40→   Así dilató éste sus límites desde Tulcán hasta el Azuay6.

La estirpe de los príncipes puruhaes llegó por este camino a heredar el trono de los scyris de Quito, formando de tribus diversas y numerosas una extensa monarquía.

En cuanto al anciano régulo de Puruhá, dice una antigua tradición recogida por el historiador Velasco, que no pudo soportar con paciencia que su hijo ocupara el trono, estando él todavía no sólo vivo y con fuerzas para gobernar, sino, (lo que es más), con sumo apego al mando; y así, afligido y lleno de despecho, abandonó su casa, salió de su pueblo, se alejó de los suyos y fue a terminar entre los riscos solitarios de la   —41→   cordillera oriental su desabrida y triste vejez, sepultándose vivo en aquellos tan ásperos desiertos.

La suerte del monarca y su desesperada ausencia impresionaron tan hondamente la imaginación de sus antiguos súbditos, que éstos desde entonces principiaron a designar con el nombre del régulo al monte nevado, que se levanta casi al extremo de la provincia hacia el sur, en la cordillera oriental, y que hasta ahora se apellida Condorazo.





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