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El primer Obispo de América con quien extremó el Real Consejo de Indias sus medidas regalistas de todo en todo contrarias a la independencia de la autoridad espiritual, fue don Jaime Martínez Compañón, Obispo de Trujillo en el Perú. El Fiscal del Consejo de Indias sostenía que los obispos de América no estaban obligados a hacer el juramento de obediencia al Papa, y que ese juramento obligaba únicamente a los obispos de los Estados Pontificios, como súbditos del Papa en el orden temporal; modificose, pues, en consecuencia la fórmula del juramento. El primer Obispo de Cuenca hizo en Quito ante la Audiencia la profesión de fe y el juramento según la fórmula trazada en el Ceremonial y Pontifical Romano; escribió la carta prescrita al Papa, incluyendo en ella una copia del juramento. ¿Qué sucedió? El Consejo retuvo la carta y el juramento, y le ordenó al Obispo, perentoriamente, que volviera a hacer el juramento, suscribiendo la fórmula que se le remitió de Madrid, la cual decía así: «Juro obedecer sumisamente a la Santa Romana Iglesia, a nuestro muy santo padre Pío Papa Sexto y a sus legítimos sucesores en el Pontificado, en cuanto esté obligado en razón de obispo católico, sin perjuicio del juramento de fidelidad debida al Rey Nuestro Señor, y en cuanto no perjudique a las regalías de la Corona, leyes del Reino, disciplina de él, legítimas costumbres ni a otros cualesquiera derechos adquiridos», Cédula fechada el 5 de septiembre de 1788. El Fiscal aducía la autoridad del famoso doctor de Lobaina, Segerio Bernardo Van Espen, muy conocido por sus opiniones jansenísticas contrarias al Primado de jurisdicción del Romano Pontífice.

El ilustrísimo señor Carrión y Marfil calladamente acató lo dispuesto por el Consejo, y el 13 de septiembre de 1789 volvió a hacer nuevo juramento en Guayaquil, en manos del señor Minayo, que pasaba para su obispado de Santiago. Los que ensalzan tanto el gobierno colonial, como gobierno católico, o son enemigos de la Santa Sede, o ignoran completamente la historia americana.

De la visita ad limina los obispos americanos estaban dispensados; la relación iba al Consejo; y, si al Consejo le parecía bien, la remitía a Roma; si no, no. El señor Peña, segundo Obispo de Quito, hizo el año de 1584 la visita ad limina por apoderado.

En cuanto a delegados apostólicos, declaró el Consejo que en ese punto el juramento de los obispos era superfluo, porque Su Majestad Católica no había de permitir nunca que ningún delegado ni nuncio apostólico pasara jamás a sus dominios de América. (N. del A.)

 

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Ontaneda, Oración fúnebre pronunciada en las exequias del padre Bolaños, Impresa en Quito el año de 1786.

Para la fundación legal del Tejar se pidió licencia al Rey el año de 1745; no se obtuvo y se repitió la súplica en 1749; en 1756 se contestó con una nueva negativa y no se obtuvo el consentimiento del Gobierno sino después de la expulsión de los jesuitas. La librería traída por el padre Yépez se conserva actualmente en el convento máximo de la Merced de Quito. La imagen de la Santísima Virgen llamada la Peregrina quedó depositada en la catedral de Cádiz, donde se venera hasta ahora.

El convento del Tejar tiene anexo a él hacia el lado del Sur otro edificio conocido con el nombre de la Casa de ejercicios, cuyo origen es el siguiente. El ministerio de dar ejercicios espirituales ha sido siempre propio de los jesuitas; en Quito tuvieron éstos con ese objeto una casa edificada fuera de la ciudad, en el sitio donde ahora está el Lazareto; el fundador de esa casa fue el padre Baltasar de Moncada. Expulsados los jesuitas y confiscados todos los bienes que habían sido de ellos, quedó esta ciudad sin casa de ejercicios, y entonces se construyó la que ahora existe. El padre Bolaños dio el terreno, cuya área debía medir mil ciento catorce varas cuadradas, y don Manuel Hipólito Pacheco construyó el edificio, parte con dinero de su propio peculio, parte con limosnas colectadas con aquel objeto. El año de 1788, dos después de la muere del padre Bolaños, celebró la autoridad eclesiástica un acuerdo con los padres tejareños, en virtud del cual la parte económica de la casa había de correr a cargo del síndico de la cofradía de San José, y la dirección espiritual a cargo de los religiosos; adjudicáronsele a la casa algunos censos, varios cuadros y otros objetos que habían pertenecido a la que fue de los jesuitas. Del padre Bolaños se conservan dos retratos grandes al óleo, uno en el Tejar y otro en la Merced.

El padre fray Dionisio Mejía, fundador de la recoleta de los agustinos en San Juan, era natural de Riobamba; para la construcción de la iglesia contribuyó muy eficazmente el doctor don Luis de Argandoña, Canónigo de Quito. (N. del A.)

 

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El 31 de marzo de 1781, dio Carlos cuarto el permiso para que se fundara en Quito la casa de los Padres de la Buena Muerte. Dos quiteños dejaron capitales para esta fundación, don Martín Sánchez y don Juan Cabrera y Barba; al principio hubo diversidad de pareceres, pues unos querían que se fundara más bien un colegio de Oratorianos. Barba era sacerdote y murió en Lima; el legado de cuarenta mil pesos dejado por éste para la fundación de la casa de Quito lo recogieron los superiores de la casa de Lima, y fueron necesarias órdenes apretadas del Gobierno para que se hiciera la entrega; vinieron cuatro religiosos; los tres luego regresaron a Lima, y quedó en Quito sólo el uno. Véase sobre el legado de Cabrera y Barba el folleto publicado por el señor Luque con el título de Causa célebre, Las Hijas de San Vicente de Paul de Quito con la Buena Muerte de Lima, 1884, Lima. (N. del A.)

 

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Expediente sobre la entrega que del Beaterio se hizo al Ordinario de Quito (Archivo de la Notaría eclesiástica en la Curia Metropolitana). La fundación del Beaterio fue aprobada por una cédula de 21 de mayo de 1736; la entrega al Ordinario se hizo en 1784. (N. del A.)

 

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Dos testigos de vista, cuya autoridad es irrecusable, han escrito acerca de la relajación de las comunidades religiosas de Quito; esos dos testigos son don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, los dos conocidos y célebres marinos españoles, que vinieron en compañía de los académicos franceses y residieron aquí más de ocho años; ambos eran ilustrados e íntegros, católicos muy sinceros y hasta piadosos. Su informe fue presentado al rey don Fernando sexto, bajo juramento, porque habían recibido la comisión reservada de observar las cosas para dar después cuenta de ellas al Consejo. El testimonio de los dos sabios españoles no sólo no fue contradicho, sino que fue corroborado con los numerosos documentos que el mismo Gobierno español acumuló después sobre la relajación de los religiosos de Quito; esos documentos se conservan todavía en el Real Archivo de Indias en Sevilla.

Jorge Juan y Antonio de Ulloa, Noticias secretas de América, Parte segunda, Capítulo octavo. Esta obra se imprimió en Madrid el año de 1826, pero se fingió que se imprimía en Londres. (N. del A.)

 

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Sobre la alternativa merece leerse lo que escribe el padre Parras; este autor era fraile franciscano y español; vivió largo tiempo en América y escribió e imprimió su obra en Madrid; aunque era partidario de la alternativa y la defendía, con todo la llama remedio infeliz, y añade que la alternativa no era medio esencialmente bueno, sino malo; pero menos malo que otros males. ¿Habrá confesión más explícita del estado de relajación de las comunidades religiosas?

Tres clases de individuos abrazaban la vida religiosa en América: los criollos, es decir, los americanos, los nacidos en América; los españoles que venían de seculares a América y aquí se hacían frailes; y los españoles que, habiéndose hecho frailes en España, venían acá ya profesos. El editor de las Noticias secretas nos dice quiénes eran por lo común los frailes que venían de España: eran éstos «los díscolos, perseguidos por sus superiores; los refractarios, que se negaban a la clausura; los que, desterrados de convento en convento, eran el escándalo de la provincia, y los que ansiaban por vivir muy holgadamente». Pues todos éstos, cuando se embarcaban para Quito, tenían plena seguridad de ser recibidos en la colonia como ángeles bajados del cielo, porque para los quiteños, con que un fraile fuese europeo, tenía de sobra para ser considerado como un pozo de ciencia y un espejo de virtudes. En la capital de la colonia el ser chapetón era bastante; con ser chapetón, se era todo.

El mismo padre Parras nos dirá ahora qué clase de gente eran los españoles que se hacían frailes en América; he aquí las palabras textuales de este escritor: «Son allí algunos muchachos y mozos europeos, que visten el hábito de todas las religiones respectivamente en las provincias de Indias. Unos de éstos pasaron a ellas con plaza de marineros; otros en calidad de pajes, escribientes, ayudas de cámara o agregados y recomendados para imponerlos en el vasto comercio que por allí se hace. Determínanse después a variar de destino. Tuvieron algunos de ellos unos cortos principios de gramática, y con ellos y alguna aplicación para perfeccionarse, piden el hábito de esta o de aquella religión. Dejo la circunstancia de la vocación al cuidado de quien tiene la obligación de examinarla; y digo únicamente que, admitidos en los noviciados, ya antes de profesar están en la inteligencia de que, con sola la suerte de haber nacido en Europa, contraen en su profesión un derecho indeleble a todos los empleos; y fijándoseles la especie de que no necesitan de estudiar para obtenerlos, pierden el tiempo que consumen en la calidad y clase de estudiantes, y aun se burlan de algunos pocos que cumplen exactamente con su obligación. La verdad es ésta; ellos lo saben, y todos ven que en cuatro días se ve un marinero transformado en un novicio, en fraile profeso, en guardián o prior, y luego en un hombre que lo manda todo».

Estas palabras no necesitan comentario ninguno; toda persona sensata no podrá menos de ruborizarse, considerando cuán faltos de dignidad personal y hasta de amor propio eran nuestros mayores. Esos marineros, esos pajes, esos ayudas de cámara, esos escribientes, esos dependientes de comerciantes, hechos frailes, eran los árbitros de nuestra sociedad; eran quienes lo mandaban todo, según dice el padre Parras. ¿Nos admiraremos de la relajación de nuestros conventos en tiempo de la colonia?

Parras, Gobierno de los regulares de América, Madrid, 1783 (Tomo segundo, Capítulo 28.º de la 2.ª Parte). Religiosos de otra nacionalidad que no fuese la española no consintió nunca que viniesen a Indias el Consejo; a los catalanes y a los aragoneses se les concedía permiso raras veces y con dificultad. (N. del A.)

 

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Casi no hubo un solo obispo que no escribiera al Consejo pidiendo remedio para los curatos de los frailes; son muy notables las cartas de los obispos Montenegro, Romero y Gómez. Citaremos de un modo especial la de 26 de octubre de 1666 y la de 24 de febrero de 1669 del señor Montenegro, Archivo de Indias en Sevilla, Cartas y expedientes del Obispo de Quito, Años de 1666 a 1726, Secretaría del Perú, Eclesiástico, Audiencia de Quito. (La relajación de los religiosos del tiempo de la colonia es un hecho histórico innegable, y sería empresa nada prudente la de quien intentara desmentirlo). (N. del A.)

 

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El presidente don Luis Muñoz de Guzmán opinaba por la prohibición de las corridas de toros. He aquí lo que escribía con ese motivo al Marqués de Bajamar: «Las fiestas de toros en la América no son geniales, como nos lo quieren hacer creer, sino inducidas de los españoles que los dominan; estos habitantes, flemáticos y perezosos al extremo, no es posible que apetezcan lo mismo que el español, lleno de ardor y bizarría; su subordinación y su ignorancia los exponen a hacer las barbaridades que nos cuentan como un prodigio de su viveza, no siendo sino un producto de su barbarie, en que arriesgan sin conocimiento sus vidas. La considero un beneficio a sus vasallos (la prohibición de las corridas), un particular servicio a su Real Persona y que en pedirla cumplo una obligación para con Dios», Quito, 18 de febrero de 1792. Las corridas de toros siempre serán diversión propia más bien de bárbaros que de gente civilizada. (N. del A.)

 

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El Tomo regio se expidió el 21 de agosto de 1769. La primera sesión del Cuarto Concilio Limense se celebró en 1772. Los decretos de este Concilio no tienen valor ninguno canónico, porque, como lo decimos en el texto, no fueron ni revisados ni aprobados por la Silla Apostólica; no sabemos por qué motivo el Consejo de Indias tampoco los examinó, y quedaron olvidados en su archivo largos años. (N. del A.)

 

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Es indudable que el atraso y la ignorancia, en que hasta ahora yacen sumidos los indígenas en el Ecuador, se debe principalmente al punible descuido que de enseñarles la lengua castellana ha habido y continúa habiendo; el Gobierno español dio cédulas repetidas sobre este punto, y no cesó de mandar que a los indios se les indujera y aun constriñera, por medios suaves y arbitrios prudentes, a que aprendieran a hablar la lengua castellana; hizo más el Gobierno español, dispuso que se formaran escuelas sólo para los indios, a fin de que éstos aprendieran a hablar la lengua castellana y a leer y a escribir en castellano; Carlos segundo exoneró de tributos a los caciques que hablaran la lengua castellana y la enseñaran a hablar a sus hijos, y, además, resolvió que, para todo cargo o empleo de los que desempeñaban los indios, se prefiriera a los que supieran hablar la lengua castellana. Y estas disposiciones, tan sabias y tan acertadas, se incorporaron después en las Leyes de Indias, pudiendo decirse que todos los soberanos de España estuvieron acordes en el propósito de civilizar a los indios, haciendo que la lengua castellana llegara a ser la lengua materna de éstos; mas, por desgracia, en la presidencia de Quito hubo suma negligencia para obedecer esas leyes.

Ni se crea que los reyes, para expedir semejantes disposiciones, hayan procedido de ligero, pues fueron estudiadas y meditadas con mucha madurez y detenimiento. En cuanto a la enseñanza de la doctrina cristiana en las lenguas indígenas, conviene saber que se examinó y consideró este punto por una comisión compuesta de eclesiásticos muy entendidos en la teología y muy versados en las lenguas americanas, y todos ellos declararon unánimemente que ninguna lengua indígena era a propósito para expresar los dogmas cristianos, y menos para explicarlos. Si las disposiciones de los reyes de España se hubieran observado, los indios no estarían tan a oscuras del cristianismo como están ahora.

Hernáez, Colección de Bulas, Cédulas reales y otros documentos relativos a la Iglesia de América (Tomo primero; copia las cédulas, tomándolas del Cedulario de la Corte Suprema de Quito). (N. del A.)

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