Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -271-  

ArribaAbajoCapítulo sexto

El presidente don José García de León y Pizarro


Gobierno del presidente Diguja.- Conducta del obispo Ponce y Carrasco.- Sus desavenencias con los canónigos.- Fallecimiento del Prelado.- Diguja regresa a España.- Méritos notables de este gobernante.- Don José García de León y Pizarro, vigésimo cuarto Presidente de Quito.- Consideraciones acerca del estado de abatimiento en que se hallaba la presidencia.- Erupción del Cotopaxi en 1768.- Erupción del Tunguragua en 1773.- El ilustrísimo señor don Blas Sobrino y Minayo, decimonono Obispo de Quito.- Procedimiento censurable del presidente Pizarro.- Sus dotes de gobierno.- Erección de las regencias en las Audiencias de América.- Erección de las gobernaciones de Guayaquil y de Cuenca.- Primeros gobernadores de Guayaquil.- Don José Antonio Vallejo, Gobernador de Cuenca.- Muerte del joven Zabala.- Franco Dávila y su colección de objetos pertenecientes a la historia natural.



I

Varios acaecimientos de grande trascendencia ocurrieron en estas provincias durante el gobierno del presidente Diguja, y en todos ellos se puso de manifiesto el noble espíritu de rectitud y de benignidad que tanto distinguió a este Magistrado, uno de los mejores del tiempo de la Colonia; la armonía entre la autoridad eclesiástica y el poder civil se habría alterado, si Diguja no hubiera tenido prudencia y circunspección, sosteniendo las regalías del patronato en todo lo que le parecía justo, y auxiliando al Obispo,   -272-   siempre que el Prelado reclamaba el apoyo del brazo secular para mantener incólumes los fueros de su sagrada dignidad.

En efecto, el episcopado del ilustrísimo señor Ponce y Carrasco se hizo famoso en la historia de la colonia por las ruidosas disputas que sostuvo con los canónigos y con algunos religiosos de la Merced. El mismo día de su entrada en esta ciudad principiaron ya las discordias entre el Obispo y el Cabildo; el Prelado exigía que se le tributaran todos los homenajes a que tenía derecho, según las prescripciones del Ceremonial de los obispos y del Pontifical Romano, y los canónigos se los negaban, alegando privilegios del Cabildo y antiguas costumbres de la Catedral, no contradichas por los obispos predecesores del señor Carrasco; mas éste no cedió, antes, con firmeza inexorable, compelió a los canónigos a que le prestaran todos aquellos acatamientos que a la dignidad episcopal manda tributar la liturgia romana. En esta porfiada contienda, el Prelado tenía de su parte la razón y la justicia, y se mantuvo inquebrantable; los canónigos rehusaron ponerle trono de tres gradas y quisieron que la silla del Obispo se colocara en el mismo plano del altar donde ellos ponían las suyas; pretendieron sentarse en sillones y no en taburetes, cuando asistían al Obispo en sus funciones pontificales; y repugnaron acompañarle siempre que concurría a oficiar en otras iglesias. Las disputas de los canónigos fueron secundadas por las contradicciones de la Audiencia, pues los oidores querían que el Obispo se levantara de su silla, bajara del trono y puesto de pie en el altar, les   -273-   distribuyera las ceras y las palmas benditas y les impusiera la ceniza en la fiesta de la Candelaria, el Domingo de Ramos y el Miércoles de ceniza, respectivamente, haciendo reverencias antes y después de cada ceremonia al Presidente y a los ministros, que aquellos días asistían por ley a las funciones sagradas en la Catedral.

Los obispos de Quito, por evitar disgustos con su Cabildo, habían callado, condescendiendo con los abusos introducidos por los canónigos, en mengua de la dignidad episcopal; pero el ilustrísimo señor Ponce y Carrasco se manifestó celoso de sus fueros y los defendió con una constancia invencible. Era entonces Deán del Cabildo eclesiástico de Quito el doctor don Fernando Félix Sánchez de Orellana, y, aunque poseía no pocas virtudes sacerdotales, con todo, por las preocupaciones propias de aquella época creía que un titulado de Castilla, y un antiguo Presidente de la Audiencia, se humillaría si practicaba algunas ceremonias de reverencia para con el Obispo, cuando éste celebraba de pontifical; y así, nunca quiso ni sentarse en taburete, ni incensar de frente al Prelado, ni menos sostener sobre su cabeza el misal, mientras el Obispo cantaba las oraciones en las funciones solemnes. El Deán alegaba que era Marqués de Solanda, pero el señor Carrasco desatendía los alegatos del Deán y le conminaba con energía, compeliéndole sin treguas al estricto cumplimiento de sus deberes.

Hubo reclamos de una y otra parte a la Audiencia, y apelaciones y recursos al Consejo de Indias, hasta que Carlos tercero impuso silencio al Deán, declarando que estaba obligado a cumplir   -274-   puntualmente las ceremonias sagradas; y, para conservar el respeto debido a la autoridad del Obispo, condenó el monarca al Deán, al Chantre, al Maestrescuela y a otros dos canónigos designados a la suerte a presentarse en Bogotá ante el Virrey, para que allí se les diera en público una reprensión por no haber obedecido con la debida sumisión las órdenes de Su Majestad. Cuando esta cédula llegó en Quito, el Chantre había muerto ya, por lo cual se aparejaron a emprender el viaje a la capital del virreinato el doctor Sánchez de Orellana y sus tres colegas de coro, no sin haber hecho presente al Consejo lo dilatado y fragoso del camino, lo avanzado de la edad en que todos cuatro se encontraban, y los contratiempos a que se verían expuestos en una marcha tanto más peligrosa, cuanto ninguno de ellos gozaba de buena salud. El Consejo al principio no condescendió, y los cuatro viejos canónigos tuvieron que marchar para Bogotá. Mas, al ver que cuatro eclesiásticos ancianos, respetados y considerados en la ciudad por sus méritos y por sus canas, salían desterrados a tanta distancia, para padecer en la capital del Virreinato el sonrojo de ser humillados en público por faltas que, acaso, merecían disculpa, se conmovieron los vecinos y elevaron súplicas y representaciones en favor de los castigados; y, como las peticiones de los particulares fueron apoyadas por los informes y cartas del Presidente, al fin el Rey mudó de resolución, se dejó ablandar por los ruegos y concedió que el Gobernador de Popayán hiciera las veces del Virrey y reprendiera a los canónigos; de este modo pudieron regresar a Quito, terminando   -275-   con su vuelta una discordia ruidosa, que por algunos años había causado alboroto en la ciudad92.

La dignidad episcopal quedaba vengada y una vez más se hacía conocer la inflexible severidad que Carlos tercero solía desplegar contra los súbditos que no se sometían dócilmente a las órdenes emanadas del Soberano; pues en los canónigos de Quito se castigaba no tanto su tenacidad en sostener las costumbres de la Catedral, cuanto su resistencia disimulada a poner por obra inmediatamente las resoluciones del Consejo de Indias; pretextaban los canónigos que la costumbre debía prevalecer contra la ley escrita, y el Obispo demostró que las costumbres introducidas en la Catedral de Quito carecían de los requisitos canónicos para ser consideradas como legítimas;   -276-   apelaron al arbitrio de tachar las cédulas reales de viciosas, pues, según decían, habían sido alcanzadas con obrepción y subrepción, porque el Obispo había callado que el Deán no sólo era Marqués de Solanda, sino ex-Presidente de la Real Audiencia de Quito, y el Consejo replicó que eso del marquesado y de la presidencia eran circunstancias impertinentes tratándose de observar o no las prescripciones litúrgicas; pero, al fin, el mismo Deán abrió los ojos, corrigió su engaño y confesó que nada es tan honroso para un eclesiástico como el dócil rendimiento a las disposiciones de la Iglesia.

En estas disputas transcurrieron como ocho años del episcopado del ilustrísimo señor Ponce y Carrasco; y, cuando se restableció la armonía entre el Prelado y su Cabildo, fue tal la desconfianza recíproca del uno y de los otros, que solamente la virtud y el vencimiento fueron parte para mantenerlos acordes, aunque en una mera comunicación oficial, hasta que el sábado 28 de octubre de 1775, a las cinco de la tarde, pasó de esta vida mortal a la eterna el Obispo, a los once años dos meses después de haber llegado a esta ciudad. Era el obispo Ponce y Carrasco uno de aquellos hombres excepcionales que, aunque no hagan daños por los cuales merezcan el aborrecimiento de sus súbditos, tampoco derraman beneficios por los cuales se granjeen el amor y el cariño de ellos; anciano, grave y austero con los demás, amigo del encierro y muy consagrado al estudio, pudiendo decirse que murió con el libro en la mano, no dejaba sin embargo el ilustrísimo señor Carrasco una sola obra suya por la cual se atrajera las bendiciones   -277-   de la posteridad sobre su memoria; falleció sin haber salido jamás a la visita de su diócesis; y aun en socorrer a los pobres su diestra se mantuvo tan encogida, que testó más de cuatrocientos mil pesos, de los cuales como cien mil se encontraron guardados en sus arcas en moneda sellada93.

Fue este Prelado un motivo de contradicciones y de disputas casi continuas; estando en La Habana tuvo disgustos con los canónigos, porque aceptó el nombramiento de Vicario Capitular, cuando su cargo episcopal le obligaba a hacer su residencia ordinaria en San Agustín de la Florida, como auxiliar del Obispo de Santiago de Cuba; muerto el obispo Lasso, su protector, sostuvo una disputa con el sucesor, pretendiendo ejercer más jurisdicción que la que por su calidad de coadjutor le correspondía; y, en fin, aquí en Quito, el año 1769, fue escandalosamente faltado por el Provincial de la Merced. En este acaecimiento, el miedo del anciano Obispo contribuyó a convertir la falta del Provincial en un suceso público y ruidoso94.

  -278-  

Expulsados los jesuitas, fue necesario proveer de sacerdotes a los pueblos de las misiones del Napo y del Marañón, que con el extrañamiento de aquellos padres quedaron desamparados; fijó, pues, el Obispo edictos, en los cuales llamaba a todos los que, recibiendo órdenes sagradas, pretendieran abrazar el estado eclesiástico para consagrarse a la evangelización de los indígenas en la región oriental, y se presentaron más de veinte individuos, entre los cuales se contaba un cierto Pedro Yépez, natural de Riobamba, y sobrino carnal de fray Marcos León, Provincial de los Mercenarios. Con deplorable precipitación, el Obispo impuso las manos a todos esos improvisados clérigos; y, así que les confirió el presbiterado, les concedió permiso para que cada uno fuera a cantar su primera misa en el respectivo pueblo de su nacimiento. Yépez fue a Riobamba, permaneció allá más tiempo del que en la licencia se le había señalado, y, cuando volvió a Quito, no quiso partir a las misiones, mientras no se le diera en propiedad el curato de Ávila; ni amenazas ni requerimientos fueron parte para hacer obedecer al recién ordenado clérigo, por lo cual un día lo   -279-   mandó prender el Obispo y lo encerró en la cárcel. La noticia de la prisión de su sobrino de tal manera encolerizó al padre León, que saliendo al punto de su celda, bajó del convento al palacio episcopal, sin reflexionar lo que hacía. Llegó y se entró de rondón en el aposento del Obispo; había poca luz (eran pasadas las seis de la tarde), y el señor Carrasco se asustó; era el fraile alto de cuerpo, grueso, y se presentó con una capa de vuelo y un enorme gorro blanco almidonado en la cabeza, y, sin saludar al Obispo, alzó la voz y le dijo: ¡O suelta Usted a mi sobrino o ahora nos perdemos! Viendo el Obispo el ademán que de alzar el escapulario hacía el padre, creyó que iba armado y salió fuera precipitadamente, dando alaridos y pidiendo auxilio. Alborotose el palacio, los familiares corrieron en busca de soldados y el escándalo fue creciendo conforme se difundía la noticia en la ciudad; el presidente Diguja acudió en persona, y con su presencia restableció el orden y tranquilizó al Prelado. Al día siguiente, los vecinos de la ciudad visitaron al señor Carrasco, haciendo demostración pública de reprobar el desacato cometido por el Provincial de la Merced; diose cuenta del hecho al Rey, y, a pesar del tesón con que el Vicario General defendió al Provincial, lo condenó a destierro, decretando que no pudiera residir en Quito, sino a cincuenta leguas de distancia fuera de la ciudad. ¡Cosas propias de cada tiempo! El padre León, para disculpar su falta, recriminaba al obispo Carrasco acusándolo de haber sido apreciador de los jesuitas, lo cual, por cierto, en aquel entonces era grave delito a los ojos de los que en las persecuciones de la   -280-   Compañía de Jesús creían encontrar una prueba invencible de la perversidad de los jesuitas95.




II

Tres años después del obispo Carrasco, y asimismo a los once de gobierno, salió de esta capital el presidente Diguja, dejando de sí recuerdos tan buenos como no los dejó semejantes ninguno de los presidentes del tiempo de la colonia. El brigadier don José Diguja era caballero por su alcurnia, y mucho más por la nobleza de sus procedimientos; estaba soltero, y, aunque soldado, sus costumbres eran limpias e irreprensibles, ni se le vio dominado jamás de la codicia, pasión bastarda y, por desgracia, muy común en todos los españoles, que con cargos de gobierno venían a las colonias. Los once años del mando de Diguja hicieron a los criollos olvidar los resentimientos pasados y hasta amar su dependencia respecto de la metrópoli; y, si de España hubieran venido siempre a gobernar estas provincias varones tan probos y tan íntegros como Diguja, nuestra emancipación política de la Península habría sido moralmente imposible. Diguja se alejó de Quito dejando a todos pesarosos de su partida.

  -281-  

Don José Diguja fue nombrado Presidente de la Audiencia, Gobernador y Capitán General de Quito en 1764, pues su título, con la calidad de interino, se le expidió el 5 de mayo de aquel año, estando desempeñando el cargo de Gobernador de Cumaná; recibido su nombramiento, pasó de la Guayra a Cartagena, subió de ahí a Bogotá y vino por tierra a Quito, gastando en su viaje más de tres meses, desde abril hasta julio de 1767. Diguja estaba en América como diez y ocho años, pues llegó el año de 1749, en la familia del virrey Alonso Pizarro; antes había recorrido gran parte del continente meridional, porque salió de Santander el año de 1740, embarcándose en el navío llamado El Asia, uno de los que componían la expedición que zarpó de las costas de España en demanda del vice-almirante Anson. El buque en que venía Diguja no pudo doblar el Cabo de Hornos, y bien maltratado contramarchó a Buenos Aires; parte de la tropa expedicionaria, caminando por tierra y atravesando la cordillera, tocó en Chile, de donde pasó a Lima; en el Callao volvieron a hacerse a la vela, y subieron hasta el archipiélago de Juan Fernández, visitando varios puertos del Pacífico, en la flota que el virrey Mendoza, Marqués de Villagarcía, mandó salir para defender los puertos del Perú de las nuevas invasiones extranjeras, que tanto recelo infundían. En esta primera ocasión permaneció Diguja cinco años en América; en 1747 vino por segunda vez y regresó inmediatamente; la tercera vez fue en 1749 y entonces residió en Bogotá hasta el año de 1753. Era Brigadier de los reales ejércitos y Teniente Coronel de la Real Armada. Como ingeniero   -282-   dirigió en Bogotá la construcción de la calzada en la sabana, y después formó parte de la comisión organizada para entenderse en el arreglo de límites entre las posesiones de España y de Portugal, y, con este motivo, recorrió los valles del Orinoco. El año de 1778, en que, terminado el periodo de su gobierno de Quito, regresó a España, contaba sesenta años de edad. ¡Quién lo creyera! ¡Un gobernante tan benemérito como Diguja no recibió premio ninguno, y tornó a la vida privada sin más remuneración que la de Caballero de la Orden de Carlos tercero, fundada recientemente! Padeció incesantes contradicciones de parte del virrey Mesía de La-Cerda, a quien habían indispuesto contra Diguja dos empleados confidentes del Virrey y enemigos personales del íntegro Presidente de Quito.

Cuando Diguja salía de Quito, eligiendo el camino del Sur para regresar a España, estaba ya en Guayaquil su sucesor en el mando, que era don José García de León y Pizarro. El conocimiento que de las necesidades que padecían las colonias había adquirido Carlos tercero, y el deseo de mejorar la administración de las rentas reales, haciéndolas más productivas, obligó al monarca a tomar nuevas medidas de gobierno; resolviose el establecimiento de las regencias en todas las Audiencias de Indias, y respecto de Quito en particular se decretó que la Audiencia fuera visitada y que se practicara una prolija visita también a todos los tribunales que entendían en el cobro e inversión de las rentas reales; para un cargo tan importante se eligió al señor García y Pizarro, natural de Sevilla y a la sazón Ministro Fiscal en   -283-   la Cancillería Real de la misma ciudad. Pizarro venía, pues, nombrado de Presidente y Regente de la Audiencia, de Gobernador y Capitán General de todas las ciudades y provincias que formaban parte del distrito de la Audiencia y estaban subordinadas a la jurisdicción de ella, y además de Visitador de la Real Hacienda. Para desempeñar mejor su cargo, Pizarro de Cartagena se dirigió a Bogotá, con el intento de conferenciar con el Virrey sobre la manera de llevar a cabo con el mejor éxito posible la reforma administrativa que se le había mandado plantear en el Reino de Quito. Era Virrey el señor don Manuel Antonio Flores, sujeto en quien resplandecían una lealtad extraordinaria al Soberano y un muy sincero deseo del bien general; oídas las instrucciones del Virrey, regresó Pizarro para Cartagena, desde donde vino por Panamá a Guayaquil en junio de 1778, y allí se detuvo hasta noviembre, ocupado en poner por obra las medidas más conducentes a la mejor administración de la Hacienda Real. De paso a Quito se encontró en Ambato con Diguja; éste regresaba a España, y aquél venía a hacerse cargo de la Presidencia. En efecto, el 23 de noviembre tomó posesión de su destino, para gobernar estas provincias como el vigésimo quinto en la sucesión de los presidentes del tiempo de la colonia. Don José García de León y Pizarro fue el segundo presidente nombrado por el rey Carlos tercero96.

  -284-  

Antes de referir los sucesos del tiempo de su gobierno, conviene que demos a conocer el estado de lamentable atraso y decadencia en que habían caído los pueblos sobre los que venía a ejercer su autoridad el presidente Pizarro. Honda aflicción causa recordar cuán pobres, cuán abatidos, cuán postrados se hallaban todos los pueblos de estas provincias en aquella época; ¡estado semejante de decadencia en una colonia que contaba más de dos siglos de existencia, es casi increíble! Enumeraremos las causas de una tan desconsoladora situación; esas causas eran varias, y cada una de distinta naturaleza.

Los terremotos frecuentes, que echaban por tierra en un instante los edificios que, con grandes gastos y costosos sacrificios, apenas se habían acabado de levantar; las casi periódicas erupciones de los volcanes, que difundían por todas partes la esterilidad y la desolación; las epidemias, con las cuales perecían a centenares los indios, y el repetido y no esperado trastorno en las estaciones, que cambiaba bruscamente los tiempos, con calores insoportables, que agostaban en flor los sembrados, cuando eran necesarias lluvias, o con aguaceros torrenciales, que podrían las mieses maduras, cuando eran indispensables días secos y vientos para las cosechas; tales fueron las causas poderosas para el atraso y la postración de la colonia; la agricultura y la ganadería producían   -285-   apenas lo necesario para el consumo de los pueblos interandinos; la industria de los tejidos de lana había venido muy a menos, y el comercio casi no tenía vida. A tantas circunstancias desfavorables para el bienestar público, debemos añadir la extracción anual de gruesas cantidades de dinero, que eran llevadas para los situados de los presidios y guarniciones de Cartagena y Santa Marta; las sumas gastadas en la expulsión de los jesuitas; las que cada año se remitían a Madrid para el sostenimiento de los desterrados, a quienes se acudía con una módica pensión; y, por fin, el dinero con que los comerciantes satisfacían sus créditos en Lima y Cartagena, de cuyas plazas se proveían los almacenes de Quito; y así comprenderemos cómo se había verificado la ruina de estas provincias.

El año de 1755 hubo, como lo hemos referido ya en su lugar respectivo, un terremoto espantoso en la ciudad de Quito y su comarca; el año de 1557 hubo otro, asimismo desolador, en Latacunga y en toda su provincia, pudiendo decirse que en el transcurso de aquel bienio funesto los temblores fueron continuos. Poco tiempo después se presentó una epidemia terrible, cuya causa física fue imposible averiguar; los que eran atacados de la peste morían al segundo o tercero día; los síntomas precursores de la muerte eran la fiebre y unas manchas que aparecían en la piel. Fue tanto el número de los que perecieron, que algunas tiendas quedaron vacías y abandonadas, siendo necesario hacer venir de fuera quienes sacaran los muertos; y en las iglesias se cavaron zanjas para sepultar unos sobre otros los cadáveres.   -286-   Por las calles casi solitarias se veían vagar, buscando alimento, los animalillos, que las gentes del pueblo suelen conservar ordinariamente en sus habitaciones. Hiciéronse rogativas públicas y se sacaron procesiones devotas por las calles; la más memorable fue la de los agustinos, por la ocurrencia de presentar a la imagen del Señor llamado de la Portería con una espada desnuda en la mano, cosa que aterró a los espectadores y los hizo prorrumpir en llanto, por el aspecto adusto y temible que tiene el rostro de aquella santa imagen.

Como seis años después de la peste, aconteció la erupción más espantosa del volcán de Cotopaxi. El 4 de abril de 1768, lunes, segundo día de Pascua de Resurrección, al amanecer, lanzó el volcán una cantidad tan considerable de piedras encendidas, escorias, arena y ceniza menada, que dejó cubiertos y desolados todos los campos en muchas leguas a la redonda. Se anunció la reventazón por un ruido subterráneo, como de un trueno, que, estallando dentro de las concavidades de la tierra, hiciera retemblar la cordillera de los Andes, dejándose percibir claramente a enormes distancias, pues por el Norte se oyó la detonación en Popayán, y por el Sur en Guayaquil. Las piedras encendidas prendieron fuego a varias chozas y a algunas sementeras de cebada; de noche se las veía brillar como ascuas, y de día estaban humeando. Hubo casas cuyos techos se hundieron, abrumados por las escorias y la ceniza; y el torrente de lava, lodo y agua, derramándose por tres distintas direcciones, hinchó el álveo de los ríos, y, haciéndolos salir de madre,   -287-   arrastró cuanto encontraba al paso. La oscuridad fue tan densa, que no se distinguían unas a otras las personas, a pesar de su proximidad.

Con motivo de esta erupción, los campos quedaron esterilizados, murió la hierba en los prados, todo verdor fue marchitado y la campiña de Latacunga, que antes de las erupciones del Cotopaxi había sido tan hermosa, se tornó en un erial desapacible y solitario; los ganados perecieron por falta de pasto, y los pocos que sobrevivieron se pusieron flacos y enfermos, pues, comiendo la hierba mezclada con ceniza, perdieron los dientes completamente, y con las encías desguarnecidas de dentadura no podían mascar ni siquiera arrancar los tallos de hierba que brotaban en los campos, conforme las lluvias los iban limpiando de la ceniza y de las escorias acumuladas por el volcán. Hasta las aves emigraron de aquella desolada provincia, yendo en busca de alimento a otras partes...

La avenida, que descendió al llano de Callo, destruyó una parte de la población de Latacunga, conocida con el nombre de el barrio caliente, contra la cual fue a chocar con todo el ímpetu de su corriente, derribando cuantas casas y molinos había en esa dirección. El cerro continuó encendido por algunos años, lanzando constantemente columnas de humo denso, que el viento escarmenaba en la atmósfera, y dejándose ver por la noche surcado por torrentes de lava inflamada.

Cinco años después de la erupción del Cotopaxi, hizo el Tunguragua otra igualmente dañosa y repentina. El 23 de abril de 1773, como a las cinco de la tarde, se oyó de repente un bramido   -288-   sordo y espantoso del volcán, y a continuación principió a derramarse por el cráter una corriente caudalosa de lava encendida que, descendiendo hasta lo profundo del valle, cayó en el cauce del río y, formando un tajamar de escoria y de piedras, detuvo el curso de las aguas; columnas densas de humo se levantaron del cráter y oscurecieron el aire; luego comenzó a caer una lluvia de escorias menudas, de pedazos de piedra pómez, tan livianos que nadaban en el agua, y de ceniza o tierra sutil, que cubrió los campos y mató en ellos las plantas, renovando los estragos causados poco tiempo antes por la erupción del Cotopaxi. El río Patate estuvo contenido durante veinticuatro horas, al cabo de las cuales, rompiendo las aguas el dique formado por el acumulamiento de la lava del volcán, se precipitaron de nuevo siguiendo su corriente; el cauce del río, abierto por entre las quiebras estrechas de la cordillera, estaba ya henchido por las aguas represas, que comenzaban a rebosar en el trayecto de más de una legua.

Los habitantes del pueblecito de Baños, situado a las faldas del volcán, sorprendidos por la repentina reventazón, salieron huyendo precipitadamente y treparon a las cumbres próximas de los cerros, para escapar de la avenida de lava que comenzaba a desgalgarse del cráter; el volcán había estado tranquilo, y hacía como ciento veintiocho años ha que no se habían notado señales de actividad y se lo creía completamente apagado. Al día siguiente volvió a hacer una nueva erupción; estuvo encendido algunos años y tornó luego a su insidiosa tranquilidad.

  -289-  

Los pobladores de la falda del volcán improvisaron una tarabita o puente corredizo de cuerdas, para pasar a la orilla opuesta, donde esperaban estar más seguros; así, el pueblo de Baños quedó por algún tiempo abandonado. De este modo el atraso que sufría la colonia era cada día mayor; y varias de las causas de su ruina y desolación eran, por desgracia, irremediables. ¿Cómo evitar, por ejemplo, el trastorno de las estaciones? ¿Qué arbitrios podrían emplearse contra las espantosas erupciones de volcanes tan formidables como el Cotopaxi y el Tunguragua? Esos montes, tan hermosos a la vista, eran una causa inevitable de atraso, de ruina y de desolación, que de repente en pocas horas arrebataba la riqueza acumulada en un siglo de afanes y de fatigas97.

  -290-  

A consecuencia de tan terribles y repetidos cataclismos, las provincias del centro de la presidencia cayeron en un lamentable estado de postración, y así no debe sorprendernos que el nuevo Presidente y Regente de la Audiencia las encontrara en una pobreza y miseria alarmantes, y que antes de haber completado ni el primer año de su gobierno hiciera de los pueblos que le estaban subordinados la siguiente tristísima pero muy verdadera pintura, considerándolos desde el punto de vista económico. «En varias antecedentes mías tengo manifestado a Vuestra Excelencia, (decía Pizarro, escribiendo al ministro Gálvez, Marqués de la Sonora), el estado de pobreza en que se hallan estas provincias, cuyo mando se ha dignado confiarme la piedad del Rey, originado de su falta de comercio, de su ninguna entrada de caudales, abandono de las minas y de otros varios motivos, que las tienen en el último caimiento, en total ruina de sus habitantes, en grave destrucción de costumbres y en notable   -291-   daño de los ramos de la Real Hacienda, como que éstos no pueden tener valor donde no corre el signo público y correspondiente masa de plata y oro.

»En el estado en que se halla el comercio de España con Lima por el Cabo de Hornos, no puede resucitarse el de paños y bayetas que con el Reino del Perú hacían estas provincias de Quito, y era el que de muchos años a esta parte había sostenido a los dueños de obrajes, entreteniendo éstos infinidad de indios y de blancos, hilanderos, tejedores, tintoreros y demás oficiales, difundiéndose en el resto del pueblo y demás artesanos el beneficio, para común mantenimiento de todos. Como vienen por aquella vía crecidos surtidos de paños de segunda, que son los que viste la gente vulgar del Perú, y los dan al mismo o a menor precio que pueden dar los suyos los de Quito, ha resultado una grande baja en el de éstos, tal y tan notable, que no pueden costearlos, y va por lo mismo por la posta acabándose este único ramo de comercio, que servía de patrimonio a estas provincias.

»De aquí se ha seguido que, cerrados los más de los obrajes y separados los indios que se ocupaban en ellos, no tienen éstos con qué pagar sus tributos; se atrasa o no se hace la cobranza, como lo acreditan más de cien mil pesos que se deben al Rey de este ramo en sólo estos diez o doce últimos años. Huyendo del apremio, los indios se desertan de los pueblos, dejan sus mujeres e hijos, mueren de necesidad y se aminora o acaba una raza tan importante al Estado. De aquí su falta de instrucción, su consumada barbarie,   -292-   su horror al nombre español y sus continuos motines y levantamientos.

»Por lo respectivo a la provincia de Guayaquil, que es la que tal cual tiene alguna subsistencia entre las de este distrito, padece también gravísimas necesidades; y, a pesar de sus feracísimas tierras y excelentes proporciones para tener ricos y poderosos vecinos, viven éstos en mucha escasez, porque los costos de sus frutos suelen ser mayores que los valores que les reditúan, a causa de no tener correspondiente número de sirvientes con quienes ejecutar sus labores.

»Por estos ineludibles principios y por una inevitable consecuencia, se ve no sólo en estas provincias internas, sino en la dicha de Guayaquil, cuasi desterrado el contrato de compra y venta; todo es una continuada permuta de frutos por frutos y efectos por efectos. Suelen estar éstos girando recíprocamente de unas a otras manos dos o tres años, para que llegue a conseguirse algún dinero contante. En éstas de Quito, en lugar de moneda corren las papas y otras especies semejantes. ¡Miserable materia para los contratos!... Los sueldos de la tropa y de los empleados son los que únicamente circulan, en plazas, en tiendas y en los mercados»98. Tal era la situación miserable de Quito a fines del siglo pasado; nuestros pueblos habían llegado   -293-   al mayor extremo de pobreza, y, agotada del todo la moneda, ¡conmutaban unas cosas con otras! ¡Las papas hacían las veces de la moneda el año de 1780!

Mas ¿cuál fue la verdadera causa de semejante pobreza? ¿Qué arbitrios discurrió el Gobierno español, para remediarla? La escasez de dinero se debía a que (como lo hemos dicho ya) se llevaban de aquí sumas considerables todos los años, para sostener los presidios de Cartagena y de Santa Marta, cuyos situados gravaban las rentas reales de Quito con una pensión enorme, la cual se había de pagar precisamente, enviando desde aquí la moneda a entrambas ciudades. Salía también una cantidad considerable para satisfacer los impuestos llamados de temporalidades o gastos causados por la expulsión de los jesuitas y por el sostenimiento de los desterrados en Italia. El comercio cubría sus créditos, extrayendo también en dinero lo que le era necesario para cancelarlos en Lima y en Cartagena. ¿Sería, pues, fácil de remediar la pobreza que sufrían estas provincias, de las cuales, como lo confesaba el mismo Pizarro, no había cosa alguna que se llevara al mercado de las otras del virreinato?... Los arbitrios que Pizarro discurrió y propuso al Gobierno para estorbar la ruina de estos pueblos fueron tres: que no se permitiera la introducción de tejidos extranjeros en tanta cantidad por el Cabo de Hornos, para lo cual convenía, entre otras cosas, aumentar los derechos de introducción; fomentar la explotación de las minas de oro y de plata que hubiera en estas provincias; y, por fin, introducir de cuatrocientos a   -294-   quinientos negros todos los años, para el trabajo de la agricultura en las provincias de la costa. Proponía Pizarro que no se permitiera introducir cada año por el Cabo de Hornos más que la cuarta parte de los paños extranjeros de segunda clase, y que se aumentaran hasta el doble los derechos, dejando libres de todo gravamen nuevo los paños españoles; para facilitar el laboreo de las minas, sugería que el azogue se vendiera solamente al precio de diez o doce reales la libra; la introducción de los negros debería hacerse tan sólo por cinco o seis años consecutivos, cuidando de que la cuarta parte fuera de mujeres. En cuanto al tributo de los indios, no se le ocurrió a Pizarro arbitrio ninguno.

Para juzgar con acierto acerca de la bondad de los arbitrios que, para remediar la pobreza de estas provincias, sugería al Gobierno superior de Madrid el Regente de la Audiencia de Quito, es necesario colocarnos en un punto de vista imparcial; pues Pizarro debía buscar la felicidad de estas provincias, considerándolas como parte de la monarquía española, a cuya prosperidad estaba subordinado, en el sistema de gobierno de la Metrópoli, el bien de las colonias. No buscaba, por lo mismo, el remedio de la pobreza de Quito el presidente Pizarro, como lo buscaría actualmente un Congreso o un Presidente de nuestra República. Sus arbitrios fueron sometidos por el Consejo de Indias al Visitador del virreinato del Perú, para que los mandara examinar por el Tribunal del Consulado de Lima, el cual, en efecto, los examinó y declaró inaceptables. Los paños de Quito tienen (dijo el Consulado en su informe)   -295-   una calidad inferior a la de los extranjeros de segunda clase; están mal tejidos y son menos anchos. La restricción del comercio extranjero no podía, pues, menos de ser una medida contraria al bien común. Ninguno de los arbitrios propuestos por Pizarro adoptó el Real Consejo de Indias; no se discurrieron tampoco otros, y se dejó al tiempo el remedio de estas provincias o el retroceso consumado de ellas. El tiempo no podía curar males cuyo origen dependía de la manera como estaba organizada la colonia, de las ideas absurdas que dominaban sobre el trabado y de las costumbres arraigadas en la sociedad.

A la vez que lamentaba Pizarro la pobreza de estas provincias y el descuido con que habían sido administradas las rentas reales, tanto esmero ponía en acrecentar las entradas del Tesoro Real, que en cuatro años tuvo la satisfacción de remitir a Cartagena un millón diez y siete mil trescientos cincuenta y tres pesos, suma enorme comparada con la que había enviado su predecesor; pues, en once años, Diguja no había alcanzado a enviar por el situado más que setecientos trece mil trescientos cincuenta y un pesos. No había prosperado el comercio, la agricultura continuaba decaída, no se había planteado en estas provincias ninguna industria nueva y, sin embargo, se habían extraído en metálico todos los años sumas enormes. ¿Cómo podrá explicarse este secreto? ¿Cómo?... García Pizarro había logrado establecer tan perfectamente la administración directa de las rentas reales, que en poco tiempo las entradas del erario estuvieron casi decuplicadas; antes todos los ramos de rentas se administraban   -296-   por asentamiento; Pizarro estableció el cobro directo a cargo de los mismos empleados de la Corona, y de este modo las ganancias que antes enriquecían a los particulares, entraron en las cajas de la Real Hacienda. El sistema económico planteado por Pizarro era, pues, sencillo, pero muy beneficioso para la Real Hacienda, y consistía en aumentar las rentas de la Corona disminuyendo la fortuna de los súbditos; la progresiva pobreza de la colonia era, por tanto, la que acrecía el caudal que ingresaba al erario; así pues, en vez de remediarse los males que padecían estas provincias, se aumentaron hasta el punto de llegar a ser intolerables, y entonces fue cuando la administración del presidente Pizarro volvió a resucitar la idea de la completa emancipación política de la Metrópoli. Esa idea había surgido en 1734, por las discordias que el presidente Alcedo encendió entre los españoles europeos y los criollos americanos; estuvo latente y adormecida durante el gobierno de Orellana y de Selva-alegre; revivió, se manifestó con audacia en público y se hizo común entre el pueblo con motivo del levantamiento de los barrios de Quito en 1765; la atinada conducta del excelente coronel don José Diguja la hizo echar de nuevo al olvido; y García Pizarro, sin quererlo, la tornó a despertar en las cabezas de algunos quiteños eminentes que, como don Eugenio de Santacruz y Espejo, buscaban una manera de remediar, segura y eficazmente, los males que afligían a estas provincias donde habían nacido, pues la ruina o la ventura de esta tierra, para ellos tan querida, no podía serles indiferente.



  -297-  
III

Detengámonos aquí un momento para dar a conocer cómo organizó Pizarro la administración de la Real Hacienda y su manera de portarse en el gobierno de la colonia; esta narración exige indispensablemente que refiramos primero cuál era el estado en que, por aquel entonces, se encontraban los asuntos eclesiásticos de Quito.

Celebrados los funerales del ilustrísimo señor Ponce y Carrasco y concluido el enterramiento de su cadáver en la Catedral, trataron los canónigos de nombrar Vicario Capitular para que gobernara el obispado en Sede vacante, y el día primero de noviembre de 1775, después de cantar una Misa solemne al Espíritu Santo y hacer dentro de la iglesia la procesión de rogativa implorando el auxilio divino para el acierto, se congregaron en Capítulo y eligieron al doctor don Tadeo de Orozco, Canónigo Doctoral, quien el mismo día se hizo cargo de la jurisdicción eclesiástica en la diócesis.

La vacante no fue muy prolongada, porque antes de dos años, el 13 de abril de 1777, llegó a Guayaquil el nuevo Obispo, y desde esa ciudad envió su poder legal al Deán para que tomara la posesión canónica del obispado. Esta ceremonia se practicó el 24 de agosto y el martes, 18 de septiembre, hizo el Prelado su entrada solemne en la capital; al terminar el año de 1777 entraba, pues, en Quito el último Obispo que gobernó estando todavía entera la vasta diócesis, que comprendía entonces desde Pasto a Loja y desde Guayaquil al Amazonas, un territorio más extenso   -298-   que el que actualmente posee la República del Ecuador.

El sucesor inmediato del ilustrísimo señor Ponce y Carrasco, y el decimonono en la serie de los obispos de Quito, fue el doctor don Blas Sobrino y Minayo, español, nacido en la villa de Ureña del obispado de Plasencia en Castilla la vieja; tenía entonces cincuenta y dos años de edad, y había sido Canónigo de la Catedral de Zamora. De noble linaje, de carácter afable, inclinado a la benevolencia y dadivoso, en poco tiempo se captó el señor Minayo el aprecio de los quiteños. Carlos tercero lo presentó para el obispado de Cartagena, del cual, antes de un año, fue trasladado a este de Quito; la bula de traslación se expidió por Pío sexto el 16 de diciembre de 1776. Hacía, pues, un año ha que estaba gobernando la diócesis de Quito el señor Minayo cuando vino el presidente Pizarro99.

  -299-  

Entre el Obispo y el Presidente reinó la más inalterable armonía, no porque mutuamente trataran ambos de conservarla, sino porque, conociendo el señor Minayo el carácter voluntarioso de Pizarro, procuró tenerlo siempre contento, halagando la pasión dominante del Presidente, en varias ocasiones aun con grave daño de conciencia para el Prelado. Si una voluntad enérgica y un ingenio sagaz bastaran para gobernar bien, García y Pizarro habría sido un Presidente sin tacha; organizó la administración, se hizo no sólo respetar sino temer de todos y dominó con imperio durante seis años en la envilecida colonia. Arrogante y vanidoso, avasalló los ánimos de los quiteños, y de tal manera los tuvo sumisos, que unos competían con otros en lisonjear y servir al Presidente, y aquél se tenía por más afortunado que más valiosos obsequios podía hacerle. Tanto envilecimiento y condescendencia había en los particulares como en las corporaciones, en los seglares como en los eclesiásticos. Sin disimulo se manifestó Pizarro codicioso de dinero e hizo comprender a los colonos que le complacía mucho el ser obsequiado; sólo el obispo Minayo le regaló en varios dones preciosos la suma de más de veinte mil pesos; y todo eclesiástico que pretendía un beneficio, estaba seguro de alcanzarlo, si le ofrecía al Presidente algún obsequio valioso.

Lo más notable del caso en la conducta pública de Pizarro es la maña con que abusaba de su autoridad para sacar dinero, cometiendo, sin recelo, toda clase de extorsiones. Don José García de León y Pizarro era casado, y vino a Quito con su esposa, la señora doña María Frías, y   -300-   dos hijos, un joven de diez y seis años de edad, y una niña, que se casó aquí con don José de Villalengua y Marfil, entonces Fiscal en la Real Audiencia de esta ciudad. Doña María depuso el decoro, que tan necesario es en las matronas de su jerarquía social, y se manifestó pedigüeña y antojadiza; sin rubor ninguno aconsejaba que le hicieran buenos regalos al Presidente, su marido; y ella no dejaba pasar ocasión de recibirlos todos los días, y hubo vez en que los pidió ella misma, como cuando llegó a Quito la noticia de que Pizarro había sido promovido a una plaza del Consejo de Indias. Entonces doña María advirtió a los regidores que era necesario hacer al Presidente, a nombre del Cabildo civil de Quito, un obsequio digno del Cabildo y de todo un Ministro del Consejo, a quien se hacía. El Cabildo le presentó un bastón con empuñadura de oro, y un cuadro grande al óleo, en el cual Pizarro, con el uniforme de Presidente de Quito, estaba representado en acto de visitar a los enfermos en el Hospital, aunque Pizarro no había ido al Hospital más que una sola vez en los cinco años que de su gobierno habían transcurrido hasta aquella fecha.

Pero respecto de quien la codicia de Pizarro se manifestó ingeniosa en arbitrios para enriquecerse fue respecto de su hijo; le adjudicó una beca real en el convictorio de San Fernando, y, aunque el agraciado no vivió ni un solo día en el colegio, el padre cobró puntualmente la pensión de las cajas reales; lo hizo tonsurar, para que el Obispo le aplicara setenta mil pesos de capellanías, que habían pertenecido a los jesuitas, y el señor   -301-   Minayo se las aplicó, sin oponer reparo ni observación alguna. Entre los más pingües beneficios que en aquella época se conferían por oposición, la sacristía mayor de la ciudad de Guayaquil era uno de los más apetecidos, y Pizarro puso los ojos en ese beneficio y lo reclamó para su hijo, y el complaciente señor Minayo le dio la institución canónica, constándole que el joven carecía de vocación al estado eclesiástico; y, por no desagradar al Presidente, pospuso a todos los clérigos que deseaban aquel beneficio, entre los cuales estaba un pariente del mismo Obispo, al cual éste de antemano le había prometido darle la sacristanía. Pizarro vendió el beneficio a un tal Bayas, vecino de Guayaquil, quien la compró para un sacerdote hermano suyo, en cuatro mil pesos anuales, y Pizarro continuó cobrando esta pensión por algunos años, a pesar de estar su hijo ocupado en la embajada de Prusia. A este mismo muchacho, que apenas conocía los rudimentos de la lengua latina, quiso Pizarro que se le concediera el grado de Bachiller en Letras humanas y Filosofía, y la condescendencia de los dominicanos llegó al extremo de envilecer su Universidad, dando el grado al hijo del Presidente; el título se lo obsequiaron en una bandeja de plata, acompañándole de una plancha asimismo de plata, en la cual iba grabada una inscripción lisonjera, tanto más censurable cuanto era menos merecida. Los quiteños sensatos deploraban indignados tamaña ruindad en religiosos, encargados de la educación de la juventud, y padecían considerando que no les era posible poner remedio a los males de que era víctima la sociedad. Mas   -302-   ¿cómo se habían de corregir semejantes abusos, si los mismos que por su estado debieran dar ejemplo de rectitud, lo daban de condescendencia?

El hecho siguiente nos hará conocer cual era la condición social de nuestros mayores, y hasta qué extremo habían llegado las condescendencias para con el Presidente, la adulación y la lisonja. Poco tiempo hacía a que Pizarro había tomado posesión de la presidencia, cuando estalló en el Perú la sublevación de Túpac Amaru, que puso en grande peligro la existencia del poder español en la antigua tierra de los Incas; y no se había debelado todavía completamente la rebelión de Túpac Amaru en las provincias meridionales del Perú, cuando comenzaron los levantamientos de los comuneros del Socorro, en las provincias centrales del virreinato de Santa Fe; al mismo tiempo se iniciaron los combates con los ingleses, apoderados de algunos puntos ventajosos en la costa de Honduras, y casi enseñoreados del golfo mexicano. A cortos intervalos se recibieron en Quito las noticias de haberse roto la paz entre España e Inglaterra, de haber venido una armada enemiga a las aguas del Atlántico, de haberse librado varios combates con las fuerzas que defendían las costas mexicanas, de haberse rebelado Túpac Amaru en el Perú y de haberse levantado los comuneros en el virreinato de Nueva Granada. Estas noticias llegaban a Quito exageradas; y, despertando la más viva curiosidad, causaban inquietud a los gobernantes españoles y los tenían alarmados, esperando que también en estas provincias prendiera la llama de la insurrección.

Ejemplos recientes había de lo mal avenidos   -303-   que estaban los quiteños con el Gobierno de la Metrópoli, y muchos motivos de temor ofrecía el carácter inquieto y acometedor de la gente del pueblo, aficionada a los motines y levantamientos.

La inquietud de Pizarro subió de punto con el denuncio que se le hizo de que, desde esta ciudad, se le enviaban comunicaciones secretas a Túpac Amaru, animándole a continuar en su empresa, y ofreciéndole que estas provincias estaban prontas a cooperar a su levantamiento, con tal que el Inca se resolviera a venir a estas comarcas con la gente que le obedecía. El autor de estos planes revolucionarios parece haber sido un religioso franciscano, llamado fray Mariano Ortega, el cual había dictado las cartas para Túpac Amaru a un cierto Miguel Tovar y Ugarte, escribiente de uno de los tribunales de justicia de esta ciudad. Las comunicaciones debía llevarlas al Perú un don Jacinto Fajardo, ebanista de oficio, escondidas entre las suelas de los zapatos, hechos a propósito para aquel objeto. Fajardo hizo traición a sus compañeros, y delató la conspiración a Pizarro; alarmose éste, pero procedió con suma cautela y sagacidad; mandó prender ocultamente a Tovar, se le tomó la confesión y se le quitaron los papeles, con cuya lectura constó la verdad de todo cuanto Fajardo había denunciado. Sin embargo, la Audiencia no se atrevió a imponer a Tovar la pena capital, y lo condenó a diez años de presidio en el castillo de Chagre; en cuanto al padre Ortega, juzgó que era necesario disimular, atendido el estado de conflagración general en que estaban varias provincias de entrambos virreinatos. Esto pasaba en Quito a fines del año 1781.

  -304-  

Así pues, en 1783, cuando ya todas las sublevaciones estaban apagadas, y cuando a Pizarro le llegó el nombramiento de Ministro togado del Consejo de Indias y de Caballero de la distinguida Orden de Carlos tercero, antes de regresar a la Península, quiso hacer aquí pública y solemne ostentación de su espíritu religioso, porque el astuto sevillano conocía muy bien a los hombres, y estaba seguro de que en la Corte le habían de valer muy mucho los informes de los eclesiásticos, para sacarlo airoso contra las quejas que se habían elevado al Rey por sus extorsiones y codicia de dinero. Declaró, pues, que había hecho a la Virgen Santísima una promesa de celebrarle una fiesta en la Catedral, si conservaba en paz estas provincias; y así invitó al Cabildo civil a la función, la cual debía tener lugar el 5 de agosto de 1783, trayendo para aquel objeto la imagen de Nuestra Señora de Guápulo, declarada patrona de las armas reales en el Reino de Quito. La función fue solemnísima, y se celebró con toda aquella pompa y aparato del culto externo público en que los quiteños eran tan esmerados y ostentosos; precedió un novenario espléndido, y el día de la fiesta predicó el panegírico un fraile franciscano, que en aquel tiempo gozaba de la fama de orador insigne; llamábase fray Antonio José Calisto, y se desempeñó muy a gusto de Pizarro, porque lo colmó de elogios, exaltando sus virtudes y merecimientos.

Pizarro estaba presente, y había encargado al predicador que pidiera perdón a nombre suyo de todos los yerros que había cometido durante los cinco años de su gobierno, y el padre Calisto   -305-   cumplió el encargo, haciendo resaltar la humildad de Pizarro, a quien aquel día, desde el púlpito, lo calificó de héroe cristiano. Pizarro era sagaz y muy advertido, y no daba paso ninguno con precipitación; calculaba con refinada malicia los efectos de su hipocresía y era consumado en el arte de manejar a los hombres, sacando de ellos el mejor partido posible. En la carta que dirigió al Cabildo de Quito hizo, con una cierta astuta sencillez, la declaración de que, por amor a Quito, había ofrecido a la justicia divina su propia vida en holocausto, poniéndola a los pies de la Virgen María, para que la ciudad y todas las provincias que dependían de ella fuesen libradas del azote de la guerra civil que la amenazaba; solía ir a los coros de los frailes y se mezclaba con ellos para cantar el Oficio divino; por medio de un clérigo, su amigo, hacía en ciertos días recoger algunos pobres y los sentaba a su mesa y aun les servía los platos de rodillas; en su familia reinaba tanta regularidad, que todos, por la noche, a hora señalada se reunían para hacer oración; y los frailes más reverendos de los conventos se disputaban el honor de acudir a exponer los puntos de la meditación a la ilustre familia100.

  -306-  

Sin esto, Pizarro poseía raras dotes de gobierno; siempre afable con todos, aunque diera una negativa, la endulzaba con palabras blandas, y así se tenía ganados a su devoción a todos los que trataban con él. En el despacho de los negocios era puntual, y en el trabajo, constante; no dejaba que pasara desadvertida ni la cosa más pequeña, y de todas, con rara habilidad, se aprovechaba para su engrandecimiento personal. Apenas tomó posesión de la presidencia, cuando, con una previsión exquisita, organizó las milicias de   -307-   la ciudad, formó compañías de soldados, creó un cuerpo de caballería y, sin grandes esfuerzos, mantuvo el orden y conservó la tranquilidad pública, sin alteración ninguna, a pesar de las sublevaciones que amagaban turbarla.

En cuanto al arreglo de la Real Hacienda, el presidente Pizarro no ha tenido rival: estableció de nuevo el estanco de aguardiente y constituyó administradores celosos de las rentas de la pólvora, del tabaco y de los naipes, cuya venta se hacía por los oficiales empleados de la Corona; dio vigorosa y atinada organización a la aduana, sacándola de las manos de los asentistas, para administrarla directamente por cuenta de la caja real; asimismo regularizó el cobro de la alcabala, a fin de que sus rendimientos fueran más productivos. La Real Hacienda quedó vigilada por los tribunales de cuentas, que fundó con reglamentos para su conservación y gobierno; así es que en su tiempo las entradas de las cajas reales aumentaron de un modo considerable101. Pizarro puso también la mano en el arreglo de los bienes confiscados a los jesuitas y reglamentó la junta llamada de Temporalidades, a cuya cabeza colocó a   -308-   don Antonio de Aspiazu, vizcaíno recién establecido en Quito. El primer Director General de la junta de Temporalidades fue don José Antonio de Ascásubi, también vascongado, que conocía muy bien la aritmética y las matemáticas, cosa rara en aquella época102. Aún hizo más Pizarro: mandó formar el censo de la población, y este censo fue el primero que se practicó en estas provincias. Por desgracia, no alcanzó a ejecutar la numeración más que en las provincias del centro de la presidencia, y no pudo hacerlo en las de la costa.

A las no comunes dotes de gobierno añadía Pizarro una instrucción variada en muchos ramos del saber humano, y una inteligencia no vulgar. Visitó personalmente todo el territorio de Santa Elena, reconoció y mandó examinar la mina de brea, deseando abrir, con el beneficio de semejante sustancia, un nuevo manantial al comercio, y opinó que los huesos fósiles que se encuentran en aquella comarca, no eran humanos, sino de animales, cuyas especies habían desaparecido ya de la superficie del globo. Impidió la tala de los bosques, recomendó la plantación y cultivo de árboles, principalmente de los de maderas de construcción, y aconsejó formar en Guayaquil sociedades   -309-   de comercio, para reunir capitales, construir buques propios y no limitarse al comercio puramente pasivo. Pizarro fue también quien introdujo en Guayaquil la primera bomba contra incendios que hubo en aquella ciudad; dispuso además este mismo Presidente que las casas se fabricaran de quincha, material más adecuado para resistir a las influencias exteriores en las ciudades y pueblos del litoral ecuatoriano. Don José García de León y Pizarro fue, pues, uno de los gobernantes más activos y diligentes del tiempo de la Colonia; hízose amar de los eclesiásticos, y principalmente de los frailes, a quienes trató con señaladas muestras de consideración; los nobles y los ricos le temieron y le agasajaron, recelosos de su poder y autoridad; los plebeyos, es decir, el pueblo (que no aspira sino al pan de cada día), le aborreció, a consecuencia de las exacciones que cometían los cobradores de las rentas reales, pues en provincias pobres y atrasadas las contribuciones directas son siempre odiosas y hacen aborrecibles a los magistrados, a quienes el criterio del pueblo tiene por responsables de todos los males que le afligen.

Pizarro fue tan hábil en buscar sus propias conveniencias, aparentando siempre que no quería sino el mejor servicio del Rey, que logró dejar por su sucesor en la presidencia de Quito a su propio yerno, don José de Villalengua, casado con su hija legítima doña Josefa Pizarro y Frías.



  -310-  
IV

Mas antes de hablar del gobierno de Villalengua, es indispensable que demos a conocer las reformas que en la organización política se llevaron a cabo, así que terminó su período de mando el presidente Montúfar, cuya muerte, como lo hemos hecho notar en su lugar respectivo, coincidió con los primeros años del reinado de Carlos tercero. Este monarca era recto y deseaba sinceramente el bien de sus pueblos; la suerte de las colonias y el gobierno de ellas fue, pues, uno de los asuntos a que consagró su atención, si bien al principio no pudo poner por obra ninguna reforma verdaderamente útil y provechosa para sus vasallos de América. En cuanto a las provincias conocidas con el nombre de Reino de Quito, aunque continuaron formando parte del virreinato de Nueva Granada, con todo se cuidó de darles mayor importancia política erigiendo en ellas los gobiernos de Guayaquil y de Cuenca; hasta 1764 no había más que corregimientos, y en cada ciudad y su distrito un corregidor, cuya autoridad dependía del virrey y estaba subordinada a la Audiencia y al Presidente como Gobernador y Capitán General de la provincia o Reino. En once de marzo de 1776, se crearon las regencias de las Audiencias de América; pero en la de Quito la regencia se unió a la presidencia. El cinco de abril de 1764, es decir, doce años antes, fue erigido el corregimiento de Guayaquil en gobierno militar y se decretó que el que fuese nombrado para servirlo tuviera a lo menos el grado   -311-   de Teniente Coronel; por esto el primer Gobernador de Guayaquil fue don José Antonio de Zelaya, que se había distinguido en la carrera de las armas militando en Italia y en África; era Capitán de una de las compañías de infantería, que estaban de guarnición en Cartagena, y pertenecía a los batallones del Regimiento de Navarra. Zelaya fue ascendido a la gobernación de Popayán, y para la de Guayaquil vino destinado don Francisco de Ugarte, el cual tomó posesión de su cargo el 13 de enero de 1772; antes era Gobernador de Maracaybo en Venezuela.

El período de cada gobernador duraba cinco años. Ugarte construyó la primera plaza de mercado que hubo en Guayaquil; Ugarte era un militar grosero, que adulaba a los negros, para tener la satisfacción de humillar a los blancos, y oprimió a los vecinos de Guayaquil tratándolos del modo más acedo y despótico.

A Ugarte le sucedió en 1778 don Ramón García de León y Pizarro, hermano menor del Presidente de Quito. Don Ramón nació en Orán; sus padres legítimos fueron el coronel don José García de León y la señora doña Francisca Pizarro. Antes de don Ramón García y Pizarro desempeñó sólo por dos años la gobernación de Guayaquil don Ramón de Carvajal.

Pizarro fue trasladado al gobierno de Salta, en la provincia de Tucumán, y en 1789, el 7 de marzo, estuvo en Guayaquil el capitán de fragata don José de Aguirre e Irrisarri, vascongado, el cual ejerció el cargo de Gobernador hasta el año de 1794, y fue el quinto en la serie de los gobernadores en tiempo de la colonia.

  -312-  

Don Ramón García y Pizarro, aunque se valía de su autoridad para enriquecerse buscando su provecho personal, con todo no se descuidó del bien general; fomentó la ganadería y el plantío y cultivo del tabaco y de la caña de azúcar, fundó una escuela de artes y oficios, levantó puentes sobre los esteros y sentenció trescientas cincuenta y cuatro causas criminales. Después de Aguirre, vino por Gobernador a Guayaquil el coronel don Juan de Urbina, que tomó posesión el 5 de febrero de 1796, y fue el postrero de los gobernadores en el siglo decimoctavo103.

El corregimiento de Cuenca con los pueblos que dependían de él fue erigido también en Gobierno bajo el reinado del mismo Carlos tercero, y el 23 de mayo de 1771 principió a desempeñar el destino de Gobernador don Francisco Antonio Fernández, el cual fue el primero que ejerció aquel cargo en Cuenca. Sucediole, el once de abril de 1776, el teniente coronel don José Antonio Vallejo, sujeto célebre en nuestra historia colonial, y a quien, por lo mismo, conviene que lo demos a conocer a nuestros lectores.

Vallejo era español, nacido en Cartagena, ciudad marítima del Reino de Murcia; tuvo por padres legítimos a don Manuel Vallejo y a doña María Ana Tacón y Fábrega, en quienes competía la honradez con la limpieza de la sangre. Su   -313-   hijo José Antonio, siendo todavía muy joven, abrazó la profesión de las armas, ingresando en la marina real; las prendas de que estaba adornado y su esmerado comportamiento le granjearon en 1763 los grados de Guardia marina y de Brigadier; seis años después fue ascendido a Alférez de fragata, y en 1774 a Alférez de navío. Aunque en 1775 obtuvo el destino de Gobernador militar de Cuenca, no pudo venir a América sino en 1776, porque todos los buques de la armada real estaban embargados para la defensa de Buenos Aires invadida por los ingleses. Así es que Vallejo tomó posesión de su destino el 13 de diciembre de 1776; tenía entonces treinta y cinco años de edad, estaba soltero, era activo, emprendedor y lleno de confianza en sí mismo.

La ciudad de Cuenca, edificada en una llanura extensa y pintoresca a no mucha distancia del mar, se hallaba en un estado completo de atraso y de abandono; eran contadas las calles empedradas; todas las demás estaban con el suelo terrizo en su nativa rusticidad, de modo que en los inviernos se ponían intransitables, porque en algunas de ellas se formaban atolladeros tan hondos, que los caballos se quedaban atascados, y no era raro que murieran ahí soterrados; ninguna casa estaba blanqueada por defuera; piaras de cerdos vagaban por la ciudad, y en las plazas había charcos de agua estancada. El alumbrado público era desconocido, y no había ni un solo establecimiento de instrucción para la juventud.

Vallejo sufrió mucho, enfermo de tercianas en los primeros meses después de su llegada en Cuenca; pero acometió con vigor la empresa de   -314-   reformar la ciudad en lo físico y en lo moral; mandó empedrar las calles, dio órdenes para que se blanquearan las paredes y persiguió a los vagos, de los cuales remitió unos cuantos a Guayaquil, para que allá los ocuparan en la fábrica de tabacos establecida por cuenta de la Real Hacienda. Creó compañías militares y vistió a los soldados con uniformes semejantes a los que se usaban en España; esta primera tropa que se vio en Cuenca y los ejercicios militares, que se practicaban públicamente en la plaza, causaron tan grande novedad que la población entera se alarmó. Los frailes franciscanos vistieron al Judas con la gorra y el uniforme de los soldados, y lo expusieron así en la iglesia el viernes del Concilio, lo cual fue causa para que un militar se metiera al templo y arranchara el uniforme de la figura, entre los gritos y algazara de los circunstantes, asustados por semejante atrevimiento.

Vallejo transformó la ciudad de Cuenca; reconstruyó la casa del Cabildo civil, edificó dos cárceles, una para hombres y otra para mujeres, y arregló los libros y documentos de los archivos públicos, poniendo en todas las cosas orden y concierto; en reprimir los abusos a que estaban acostumbrados los vecinos, se manifestó riguroso e inexorable. Como su carácter era irascible y vehemente, se enardecía con las contradicciones y se dejaba arrebatar de la ira, hasta cometer excesos, de los cuales no tuvo bastante magnanimidad para arrepentirse. Así aconteció con motivo de la muerte del desgraciado joven Zabala.

Era éste uno de aquellos a quienes perseguía Vallejo, por las quejas que contra él había recibido;   -315-   Zabala, había dado de bofetadas a un fraile dominico, había cometido abusos contra el honor de una joven soltera y había fugado de la cárcel, limando los grillos con que estaba asegurado; un jueves, 23 de diciembre de 1779, pasadas las tres de la tarde, bajaba el Gobernador a caballo, acompañado del Alguacil y de un negro también a caballo, por la calle que llaman del Chorro, y llegó a la que se halla dos cuadras antes de la iglesia de la Concepción; en esa calle había un establecimiento de billar, al cual se entraba por una tienda, en la que estaba la mesa del juego, a la vista de todos los transeúntes. Al pasar Vallejo, divisó entre los jugadores a Zabala, y, al punto, dio orden al Alguacil de que se apeara y lo tomara preso. El Alguacil era don Eugenio de Arriaga, muy conocedor de las cosas y de los hombres de Cuenca echó pie a tierra y entró a la casa por la puerta de la calle, con el intento de caer de sorpresa sobre Zabala, introduciéndose a la tienda por la puerta que ponía a la pieza del juego en comunicación con el patio de la casa; vio Zabala al Alguacil, soltó el taco y huyó; a la puerta topó con el Gobernador, que se le atravesó para cortarle el paso; pero el mozo, con una ligereza admirable, contuvo con la una mano al caballo en que cabalgaba Vallejo, agachó la cabeza y se escapó precipitadamente, tomando el medio de la calle y corriendo a todo correr; Vallejo espoleó a su caballo y se lanzó tras el prófugo; Zabala llegó a la puerta de la iglesia de la Concepción, la empujó, pretendiendo acogerse a sagrado, la encontró cerrada y se revolvió, para tomar por la calle que sube hacia la plazuela de San Francisco; en ese instante   -316-   Vallejo le disparó un pistoletazo, gritándole ¡Ah, pícaro, dese usted preso!... Al recibir el tiro, Zabala, alzando ambos brazos, exclamó ¡Madre Santísima de misericordia!, y cayó de espaldas al suelo... El negro de Vallejo se acercó al momento y lo levantó, pero el desventurado joven exhaló su último aliento en brazos del esclavo de su matador. La bala le había causado en el pecho una herida mortal; tenía apenas veintidós años de edad. El Gobernador se asustó, pero no perdió ni su valor ni su energía; mandó llevar el cadáver a la policía y dispuso que se practicara el reconocimiento. Entonces en Cuenca no había más que un solo cirujano, que era el padre fray Santiago de las Ánimas, betlemita, y él fue quien hizo el examen del cadáver y declaró que Zabala había muerto de la herida causada por el balazo recibido en el pecho. Este tan triste y escandaloso suceso acaeció cuando era Presidente de Quito don José García de León y Pizarro.

La Audiencia comisionó al doctor don Pedro Quiñones y Cienfuegos para que hiciera la pesquisa y sumario del crimen; el once de enero de 1750, salió de Quito el juez comisionado, y el 25 de febrero se le obligó a Vallejo a alejarse de Cuenca, señalándole para su residencia el asiento de Alausí, mientras se concluían las diligencias judiciales. En efecto, éstas se terminaron; el homicidio quedó comprobado; pero el Tribunal Superior de Quito no se atrevió a pronunciar sentencia ninguna, declarando que el expediente se fallara cuando Vallejo fuera sometido al juicio de residencia por todo el tiempo de su gobernación.   -317-   Zabala era desvalido, sus parientes eran pobres; las primeras declaraciones del sumario fueron tomadas por Vallejo, quien no podía menos de estar interesado en cargar la memoria de su víctima con cuantas acusaciones la hicieran aparecer como criminal y odiosa a los ojos de la posteridad. Sin embargo, la severa justicia de la historia le pedirá cuenta de la sangre que impunemente, con sus propias manos, derramó; esa sangre manchará su nombre ante la posteridad104.

La muerte de Zabala fue causa de que Vallejo comenzara a ser aborrecido en Cuenca; nunca fue amado en la población, y el respeto y temor que había logrado inspirar no bastaron para contener las manifestaciones de aborrecimiento de parte de los vecinos de la ciudad. Hízose intérprete de los sentimientos de éstos un fraile agustino,   -318-   nativo de un lugar de la misma provincia y conventual del monasterio de Cuenca; llamábase fray Ignacio Teodomiro Ávila, y gozaba del aprecio del pueblo por su constancia en el ministerio sacerdotal y por su piedad y devoción; todos los años daba ejercicios espirituales en su iglesia; estableció en ella distribuciones religiosas y prácticas devotas todas las noches, y no había día en que no predicara. Pero en sus pláticas el padre Teodomiro tenía cierta maliciosa sencillez, y sus alusiones contra el Gobernador eran tan claras, que no había quien no las entendiera; predicaba a menudo en parábolas, la más predilecta de las cuales era la de los cuatro locos, que no cesaban de ejercitar la paciencia del hombre. Estos cuatro locos eran los cuatro elementos tierra, agua, fuego y aire; el peor de ellos era el último, al cual el padre Ávila describía llamándolo el loco marino, alusión clarísima a Vallejo, Teniente Coronel de Marina.

Quejose el Gobernador contra el fraile, y el Provincial de los agustinos le privó de las licencias de predicar y lo desterró de Cuenca. Sin embargo, el padre Ávila, antes de salir de la ciudad, todavía le asestó a Vallejo un nuevo tiro de esa su elocuencia sarcástica, dejando con esto a la población muy prevenida contra el Gobernador; subió al púlpito y se despidió de sus oyentes encargándoles que en todas sus necesidades espirituales acudieran al Gobernador, para que él las remediara105.

  -319-  

Para que la narración de los sucesos acaecidos durante el período de gobierno del presidente Pizarro sea completa, conviene que digamos algo acerca del desgraciado Tovar y Ugarte, y de otro criollo guayaquileño, que por aquel tiempo se hizo célebre en la Corte de Madrid.

Tovar perdió completamente la vista y hallándose pobre, enfermo y postrado, imploró la clemencia del Gobierno; pero sus ruegos fueron desatendidos, y en vez de alivio se le agravaron sus prisiones, mediante las órdenes reservadas que para aquel objeto expidió don Antonio Caballero y Góngora, Arzobispo de Bogotá y Virrey del Nuevo Reino de Granada; así es que el triste acabó miserablemente su vida, aherrojado en los calabozos del castillo de Chagre106.

El reinado de Carlos tercero es muy notable por el estudio y progreso de las Ciencias naturales,   -320-   protegidas por el Monarca; entonces fue cuando en Madrid se estableció el Jardín botánico y se fundó el Museo de Historia Natural, cuyo primer Director fue Franco Dávila. En edad muy temprana había Dávila salido de Guayaquil, lugar de su nacimiento, y pasado a París, donde, con una constancia laudable y haciendo gastos muy superiores a su fortuna, logró formar una rica y selecta colección de objetos pertenecientes a los diversos ramos de las ciencias naturales. En reunir esta colección había pasado veinte años seguidos, al cabo de los cuales se vio en la necesidad de venderla, para pagar las deudas que a causa de la formación de ella había contraído. Redactó un catálogo circunstanciado y lo publicó por la imprenta, a fin de dar a conocer su colección.

Carlos tercero no sólo compró la colección de Dávila, sino que le concedió a éste una renta vitalicia dándole un cargo honroso y en armonía con sus inclinaciones. De este modo fue como en 1769 Dávila trasladó su residencia a Madrid y fundó el Museo de Historia Natural, cuya base vino a ser su colección privada, y del que cuidó con esmero hasta su muerte, acaecida en 1785. Durante quince años vivió, pues, consagrado a su predilecta ocupación como Director perpetuo del Museo. Por orden del Rey redactó una instrucción acerca de la manera de recoger y remitir objetos adecuados para el Museo, a fin de que los virreyes y demás empleados subalternos de la Corona pudieran cumplir con las disposiciones que en punto a remitir objetos curiosos para el Museo Real de Madrid se les habían dado por órgano del Ministerio de Indias. Estas disposiciones   -321-   fueron obedecidas en el Reino de Quito, pero solamente de la provincia de Guayaquil se enviaron algunas piezas, acompañadas de sus correspondientes descripciones o noticias populares107.





Anterior Indice Siguiente