Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -[111]-  

ArribaAbajoCapítulo cuarto

Misiones de los padres de la Compañía de Jesús (1638-1768)


Don Diego Vaca de Vega capitula la conquista de Mainas.- Fundación de la ciudad de Borja.- Los primeros sacerdotes que entraron en Mainas.- Los jesuitas de Quito se hacen cargo de las misiones en la banda oriental.- Extensión del primitivo territorio de las misiones.- Trabajos de los misioneros.- Las plagas de la montaña.- Carácter de los salvajes.- Grandes padecimientos de los misioneros.- Los caminos a la región oriental.- Curato de Archidona.- El doctor Riofrío es nombrado Visitador de las misiones.- Viaje y excursión del Visitador.- Su informe.- El padre Andrés de Zácate visita las misiones.- Viaje de Lacondamine por el Amazonas.- Causas de la ninguna prosperidad de las misiones.- Misioneros célebres.- El padre Samuel Fritz.- Expulsión de los jesuitas.



I

Vamos a exponer ahora el modo cómo se fundaron las misiones del Marañón y el estado a que llegaron bajo la dirección de los padres de la Compañía de Jesús. Una relación circunstanciada y prolija de los sucesos de aquellas misiones sería inoportuna en una Historia general de la República del Ecuador; por lo cual, sin omitir incidente alguno importante, nos limitaremos a trazar un cuadro abreviado de lo que fueron   -112-   esas misiones, desde la época de la fundación de ellas, hasta el año de la expulsión de los jesuitas, casi a fines del siglo antepasado.

Allá, por el año de mil seiscientos diez y seis, sucedió que unos cuantos soldados de Santiago de las Montañas salieran en persecución de los indios salvajes, que, subiendo aguas arriba por el Marañón, cometían robos y asesinatos en las haciendas, que los españoles tenían en el distrito de la ciudad de Santiago: los salvajes remontaban la corriente del Pongo de Manseriche en sus frágiles embarcaciones, llegaban a las habitaciones de los blancos, caían de sorpresa sobre ellas, robaban lo que podían haber a las manos, daban muerte alevosa a los que no alcanzaban a huir oportunamente, y se regresaban a sus bosques, infundiendo terror y desaliento en los escasos moradores de la por entonces casi destruida Jaén de Bracamoros, en la gobernación de Yaguarsongo. Los soldados pasaron también la estrechura del Pongo y salieron a la comarca bañada por el Marañón, donde no sólo no encontraron resistencia de parte de los bárbaros, sino que fueron por ellos bien acogidos con demostraciones pacíficas de hospitalidad; pues los indios se mostraron bien dispuestos para entrar en comunicación con los blancos, y aun manifestaron deseo de que éstos se establecieran en sus tierras.

Noticia tan halagüeña como inesperada, no pudo menos de estimular la ambición del Corregidor de Yaguarsongo, haciéndole concebir el proyecto de reducir a esas tribus, extender las conquistas por esas regiones todavía inexploradas y fundar una nueva gobernación, con la cual pudiese   -113-   dejar asegurada para lo futuro la fortuna de sus descendientes. La relación hecha por los soldados a su regreso presagiaba un éxito feliz para una empresa, que no parecía muy difícil. En efecto, las tribus, en cuya reducción se comenzó luego a trabajar, eran las de los mainas, indios de índole mansa y no muy refractarios a las exigencias de una vida civilizada, con hogar fijo y costumbres sedentarias.

El Corregidor de Yaguarsongo era un hidalgo español, natural de Medina del Campo; algo entrado en años y padre de una numerosa familia llamábase don Diego Vaca de Vega y había servido en Santa Marta, en Panamá y en el Callao, desempeñando en esas ciudades varios cargos militares, por cuya remuneración se le había dado el corregimiento de Yaguarsongo. Oída la relación de los soldados, concibió don Diego Vaca de Vega el propósito de conquistar la provincia de Mainas; hizo sus propuestas al Virrey del Perú, alegó merecimientos no remunerados todavía en el real servicio, y capituló la reducción de las tribus ribereñas del Marañón, bajo ciertas y determinadas condiciones. En las mismas ciudades de Nieva, de Santiago de las Montañas y de Loja, de donde era vecino, colectó alguna gente de tropa; y a los principios de setiembre del año de mil seiscientos diez y nueve, con sesenta y ocho hombres bien armados y unos cuantos indios de servicio, se embarcó en veintidós canoas grandes, descendió por el Santiago, reconoció la junta de éste con el Marañón, atravesó, no sin grandes peligros para su vida, el famoso estrecho del Pongo y llegó en fin a la comarca, habitada por   -114-   los mainas, quienes le recibieron con muestras de paz y de amistad. Por medio de un indio de Santiago llamado Antón, casado con la hija de uno de los principales caciques de los mainas, fueron convocados los caudillos de las más importantes parcialidades: hablóseles acerca de su conversión al Cristianismo, y se manifestaron dispuestos a oír dócilmente las enseñanzas de los tres misioneros que iban en compañía del Gobernador; platicose con ellos sobre su obediencia al Rey de España, y como no repugnaran prestarla, fueron declarados vasallos de su Majestad; así tan fácilmente, se dio cima a una empresa, que parecía casi imposible. El ocho de diciembre de aquel mismo año, en la orilla izquierda del Marañón, fundó Vaca de Vega una ciudad, a la cual le puso el nombre de San Francisco de Borja, para honrar la memoria del Príncipe de Esquilache, en cuyo tiempo y bajo cuyos auspicios se verificaba la fundación. Don Francisco de Borja, Príncipe de Esquilache y Virrey del Perú, era nieto del Santo Duque de Gandía, y llevaba su mismo nombre31.

  -115-  

En la primera expedición del gobernador Diego Vaca de Vega se descubrieron los ríos Morona y Pastaza, que desembocan en el Marañón por el lado izquierdo; se inspeccionó el lago de Rimachuma, y se adquirieron noticias circunstanciadas   -116-   acerca de las parcialidades de los cocamas, con cuyos jefes entró en relación don Pedro Vaca de la Cadena, el cual avanzó hasta la desembocadura del Guallaga y del Tigre, dejando así explorada gran parte del bajo Marañón. En   -117-   esta primera expedición fue también cuando se comenzó a dar el nombre de Manseriche al famoso Pongo o estrecho del Marañón32.

Las expediciones de don Diego Vaca de Vega no eran las primeras que se hacían a las extensas comarcas orientales bañadas por el Marañón y sus caudalosos afluentes: en años anteriores, esas provincias habían sido visitadas por otros exploradores castellanos, uno de los cuales llamado Francisco de Vivero, había residido entre los mainas el tiempo necesario para hacer plantaciones de naranjos, que habían nacido y prosperado hasta dar fruto en aquella región. Francisco de Vivero era teniente de Juan de Alderete, pariente y sucesor de Juan de Salinas en la gobernación de Jaén de Bracamoros y Yaguarsongo. Sin embargo, las expediciones verdaderamente beneficiosas para las tribus indígenas, esparcidas   -118-   en las dilatadas comarcas del Marañón y los afluentes que descienden de la cordillera oriental ecuatoriana, fueron las que, sin mucho estrépito de armas, llevó a cabo Vaca de Vega, primer Gobernador de Mainas.

La primera entrada de los jesuitas a esas montañas y la fundación de las célebres misiones del Marañón sucedieron casi veinte años después de fundada la ciudad de San Francisco de Borja, y cuando ya en ella se habían sucedido en el ministerio de curas o doctrineros algunos sacerdotes seculares; no obstante, el planteamiento de las misiones con un sistema de gobierno prudentemente organizado para la predicación del Evangelio a las tribus salvajes y su reducción a la vida civilizada, se debió a los padres de la Compañía de Jesús33.

  -119-  

La entrada de los dos primeros misioneros jesuitas a Mainas sucedió el año de mil seiscientos treinta y ocho; la expulsión de los misioneros del Napo, de Mainas y del Marañón tuvo lugar el año de 1768; y en el transcurso de ciento treinta años, los jesuitas se conservaron en las montañas del Amazonas, ocupados, con una constancia admirable, en la reducción y catequización de los salvajes; aumentaron paulatinamente el número de los misioneros, recorrieron toda aquella dilatadísima región en todas direcciones, navegaron todos sus ríos, exploraron todos sus bosques, no dejaron tribu alguna salvaje sin visitar, estudiaron los idiomas variadísimos de los indígenas, procuraron trazar la carta geográfica de todas aquellas desconocidas comarcas, padecieron con heroica resignación molestias y trabajos innumerables, y por fin, se tuvieron por dichosos, cuando, muriendo a manos de los bárbaros, fertilizaron con su sangre la tierra, que con sus sudores apostólicos habían procurado hacer fecunda. Los vivos, en medio de sus casi increíbles padecimientos,   -120-   envidiaron la suerte de los que sucumbían asesinados alevosamente por los salvajes34.

Dos jesuitas notables, el padre Lucas de la Cueva y el padre Gaspar Cujía fueron los primeros misioneros de Mainas: como la ciudad de San Francisco de Borja, cabecera del nuevo gobierno de Mainas, tenía desde su fundación todos los honores y todos los privilegios políticos de ciudad,   -121-   fue indispensable que, para el servicio de las misiones, uno de los jesuitas se hiciera cargo del ministerio parroquial como cura de Borja, canónicamente instituido, según todas las formalidades del patronato real. El padre Cueva, designado por el Superior de los jesuitas y presentado por el Presidente de la Audiencia, fue aceptado por el Obispo de Quito y recibió de manos de éste la institución canónica y la jurisdicción como Cura párroco de Borja y Director de las Misiones del Marañón. Por aquel entonces estaba ejerciendo el cargo de gobernador de Mainas don Pedro Vaca   -122-   de la Cadena, que había heredado de su padre aquel empleo, por habérselo concedido para dos vidas el Virrey del Perú; y como los indios se hallaban alzados, el nuevo gobernador confiaba que mediante el celo prudente y caritativo de los jesuitas, se lograría pacificarlos y reducirlos de nuevo a la obediencia. La ciudad de Borja había sido casi destruida, y los blancos se habían visto en el caso de encastillarse en la iglesia, para defenderse desde ahí de los indios, que los tenían sitiados35.

Para el adelanto de las conversiones, se dividieron los misioneros, estableciendo cada uno su residencia en un punto determinado, desde donde fuera fácil salir a hacer exploraciones por los ríos y los bosques. Los misioneros fueron recorriendo poco a poco la extensa región del Amazonas, siguiendo de occidente a oriente el curso de aquel gran río; y entrándose por la embocadura de sus principales afluentes, reconocieron las tierras bañadas por éstos y las diversas tribus salvajes que   -123-   moraban en ellas; el territorio de las misiones vino a ocupar así una extensión inmensa de terreno en el centro de la América Meridional, pues abrazaba todo lo comprendido entre la gran cordillera oriental y el Amazonas, hasta la embocadura del río Negro.




II

Difícil es hacer una enumeración exacta de todas las tribus indígenas reducidas por los misioneros, ni sería posible referir punto por punto la historia del descubrimiento y de la conversión de cada una de ellas al cristianismo. En los ciento treinta años, durante los cuales estuvieron las misiones del Marañón puestas bajo el cuidado y la dirección de los jesuitas, recorrieron éstos todo el terreno regado por el Amazonas y sus afluentes, sin dejar sitio alguno que no lo visitaran y examinaran prolijamente. La fundación y sostenimiento de las misiones no podía menos de exigir gastos muy crecidos, y éstos al principio, en su totalidad, salieron de los bienes que poseían los jesuitas de Quito; más tarde el gobierno español contribuyó con una suma anual, corta y no siempre pagada a tiempo ni con buena voluntad. Algunos años antes de la expulsión las misiones llegaron a tener fondos propios, manejados por un procurador especial: estos fondos eran donativos, que personas piadosas hacían para aquel tan laudable objeto. El viaje de los misioneros, que desde Europa venían a Quito, era costeado por el Rey con dinero de su real hacienda; pero no todos los religiosos a quienes el Rey acudía   -124-   con lo necesario para el viaje de Europa a Quito eran destinados a las misiones de infieles; antes, lo ordinario era, que casi todos se ocuparan en los colegios, y solamente, cuando más, cuatro o cinco de los recién llegados entraban a los pueblos de infieles como misioneros36.

Los jesuitas mediante una larga experiencia descubrieron que los extranjeros, principalmente los de raza germánica, eran aptos para las misiones del Marañón, en las cuales se notó que los americanos y aún los mismos españoles se enfermaban fácilmente; por esto, se pidió y se obtuvo del Consejo de Indias, ya desde fines del siglo decimoséptimo, permiso para traer jesuitas italianos y alemanes. Al principio las misiones formaban parte de la Provincia de Santa Fe, o del Nuevo Reino de Granada, al cual pertenecían todos los colegios y residencias que había en el territorio de lo que es actualmente República del Ecuador erigida la provincia quitense, las misiones dependieron del Superior o Provincial de Quito, sin que   -125-   hasta la época de la expulsión se hubiera hecho, bajo este respecto, innovación alguna. La provincia de Quito, por medio de su procurador, cada cierto tiempo buscaba misioneros en Europa, los recogía y los hacía venir a Quito; y desde el colegio de Quito eran enviados a la región oriental.

La región oriental, como ya lo hemos repetido en diversas ocasiones, estaba dividida en varios gobiernos o provincias: al norte se hallaba la de Mocoa y Sucumbíos, que en lo judicial pertenecía, la Audiencia de Quito, y en lo político y administrativo dependía del gobernador de Popayán. Las misiones fundadas sobre los ríos Caquetá y Putumayo estuvieron siempre al cuidado de los franciscanos. La gobernación de Quijos ocupaba la parte alta de la región oriental tras la cordillera de los Andes, desde la base de la cordillera hasta el primer puerto del Napo; y las misiones establecidas en esa gobernación se conocían con el nombre especial de misiones del Napo; seguía la gobernación de Macas, la cual se extendía por tras de la cordillera oriental, hasta tocar al sur con los límites de la gobernación de Jaén de Bracamoros y de Yaguarsongo, la más meridional de todas. En el territorio de la gobernación de Macas estaban las tribus de los jíbaros, gente vigorosa e indomable, cuya conversión intentaron también los jesuitas, aunque sin resultado ninguno satisfactorio: los ríos Pastaza, Morona y Santiago, descendiendo de la cordillera oriental, atraviesan una gran parte de la gobernación de Macas antes de llegar al Marañón y mezclar sus aguas con las del monarca de los ríos americanos. El gobierno de Mainas era el más   -126-   extenso de todos, porque comenzando en el Pongo de Manseriche, se dilataba de occidente a oriente hasta topar con las posesiones que los portugueses tenían sobre el Amazonas. Toda esta inmensa región comprendida en las tres secciones llamadas gobierno de Quijos, gobierno de Macas y gobierno de Mainas, fue el campo donde los jesuitas trabajaron con laudable constancia, durante más de un siglo, en la obra penosa de la evangelización de las tribus salvajes.

¡Obra, en verdad, ardua y penosa sobre toda ponderación! Los misioneros debían vencer muchas dificultades y superar obstáculos, casi de todo punto insuperables, atendida la flaqueza de la condición humana. El clima de aquellas montañas es abrigado, por lo regular, y en algunas partes, no sólo abrigado, sino muy ardiente, sobre todo en ciertas épocas del año, y el calor enerva las fuerzas del cuerpo y va consumiendo lentamente la salud. De ordinario, el suelo es muy húmedo, y el ambiente, empapado en emanaciones acuosas, pone pesada la atmósfera y hace difícil la respiración: en unas partes llueve de continuo días y noches seguidas, y una neblina arropa la selva, causando un bochorno desesperante, principalmente durante la noche; la humedad del suelo y el calor del ambiente hacen germinar insectos con una abundancia increíble densas nubes de mosquitos, diminutos y ponzoñosos, persiguen de día y de noche al habitante de aquellos bosques, sin dejarle ni un momento siquiera de sosiego ni de tranquilidad, atormentándole con sus picaduras e inquietándole con su molesto e incansable zumbido; el terreno bulle   -127-   en hormigas y las cucarachas pululan por todas partes; enormes arañas de formas horripilantes se hospedan dentro de las mismas casas; otras, de veneno más mortífero que el de las víboras, abundan en algunos lugares; sapos de varios tamaños, alacranes ponzoñosos, culebras y víboras de diversas especies hacían enojosa la vida, peligrosos los caminos e inseguro el descanso. El misionero, cuando se tendía en el lecho para reposar, cuando estaba sentado a la mesa, tomando alimento; cuando subía al altar para celebrar los divinos misterios, se veía rodeado de una nube de zancudos que lo acometían y martirizaban sin cesar; si armaba su tolda y se escondía dentro de ella, su sufrimiento variaba, pero no disminuía, pues el calor sofocante lo atormentaba y el sudor copioso no le dejaba conciliar el sueño; no obstante, le era indispensable guarecerse bajo su toldo, para evitar las mordeduras de los murciélagos, que, en compactas bandadas, volaban de noche en torno de su lecho. Las manos, los pies, la cara, las orejas se hinchaban enormemente con la humedad y el calor, y se llagaban con las picaduras de los mosquitos; y sobre el calor del clima había que soportar la fiebre producida por las picaduras irritadas y exacerbadas hasta causar a veces la inutilización temporal del cuerpo.

Las enfermedades que sufrían los misioneros eran continuas y muy prolongadas, sobre todo al principio, cuando entraban recién a la montaña y tardaban en aclimatarse: languidez de miembros, hinchazones y disenterías, de las cuales, cuando lograban sanar pronto, quedaban en un estado de postración de fuerzas casi completo.   -128-   Retirados en los pueblos de la misión, sin regalo ninguno en las enfermedades, con alimentos groseros, faltos de un servicio prolijo y entregados muchas veces al cuidado de un muchacho indígena, los sufrimientos eran imponderables: las comidas eran insípidas; y, como no podían guisarlas, ni siquiera variarlas, en vez de recibir alivio con ellas, recibían una nueva molestia; pan de trigo no lo probaban, sino allá de cuando en cuando; por lo regular, dos veces al año, así que llegaba el bizcocho que desde Quito se enviaba a la misión: maíz tostado, tortillas de masa de yuca era su comida cuotidiana; carne de vaca no la gustaban nunca; pescado, cuando los indios querían pescar; mono asado, cuando cazaban alguno; esos eran sus potajes delicados. Si había tortuga o manatí, la mesa del misionero era mesa para banquete: postres, ordinariamente, frutitas silvestres, bayas de los árboles, recogidas en las montañas; tal era la comida del misionero.

Una de las mortificaciones mayores era la que les causaba la humedad: reducciones había, en las cuales durante casi todos los meses del año, la lluvia era incesante de día y de noche; y cuando no llovía, una niebla densa y compacta, se derramaba por el bosque y envolvía la población, inspirando tristeza y abatimiento en el ánimo: papeles, libros, imágenes, todo se deterioraba en breve tiempo, cubriéndose de moho y pudriéndose. En ningún pueblo era posible conservar reservada la sagrada Eucaristía, porque las formas se corrompían en una sola noche, y a la mañana siguiente se las encontraba reducidas a un líquido espeso y acedo, casi diluidas por la humedad y el calor; la harina   -129-   para fabricar hostias se guardaba dentro de urnas de barro, colgadas sobre el hogar, para que el humo las preservara de la corrupción.

No había vestido que durara: las sotanas de lana se podrían, y pudriéndose en el cuerpo, caían a pedazos; las de lienzo de algodón teñido de negro resistían más tiempo. La experiencia les hizo descubrir que las de cáñamo burdo eran más durables, y de esas comenzaron a usar ordinariamente, poniéndose las de algodón sólo para decir misa, y asimismo sólo entonces llevaban los pies calzados con zapatos de cuero, porque casi siempre acostumbraban usar alpargatas toscas de lienzo y trenza de cabuya, o andaban enteramente descalzos: los caminos eran lodazales, donde los zapatos de cuero se destruían a los pocos pasos, y los mismos alpargates, cargándose de lodo, se ponían tan pesados, que más bien servían de estorbo, que de auxilio para la marcha.

Los viajes eran causa de penalidades y de mortificaciones sin cuento: cuando se hacían por agua, iban en canoas; viaje por demás incómodo y peligroso, porque era necesario mantenerse sentado casi en cuclillas durante largas horas, quemándose con los rayos de un sol abrasador o empapándose en lluvias torrenciales; ya la canoa era llevada a merced de la corriente, ya paraba dando vueltas presa de un remolino; ahora se volcaba tropezando de repente en un peñón oculto; ahora era detenida por los troncos de árboles enormes, que, tronchados por el viento, habían caído y estaban atravesados en el río; tan pronto surcaba la corriente con vertiginosa rapidez, como quedaba en seco atollada en el fango; y entonces   -130-   era menester arrastrarla fuera, y cargar a hombros con ella para echarla de nuevo al agua. Los viajes por tierra se hacían a pie y casi siempre descalzándose, porque no era posible servirse ni de zapatos ni de alpargates: aquí hundiéndose en lodazales; allá atravesando pantanos: unas veces siguiendo encorvados por entre el bosque, porque la espesura de la vegetación y lo intrincado y enmarañado de las ramas de los árboles y de las lianas entrelazadas no permitía caminar derechos; otras veces por arenales caldeados por el sol o por cuestas pendientes, cuyo piso, formado de piedrecitas agudas, lastimaba los pies; las estacas ocultas en el lodazal; las espinas escondidas entre la hojarasca causaban en los pies y en las piernas desnudas heridas profundas, llagas dolorosas; como las distancias eran enormes, sucedía que la noche les sorprendiera en los ríos o en medio de los bosques, donde les era indispensable hacer alto y pernoctar a toda intemperie, expuestos a mil molestias y peligros, sin alimento, sin defensa contra las fieras, sin lecho en que reposar el cuerpo, extenuado de cansancio y de fatiga. Venía la mañana, y con el nuevo día continuaban el viaje, sin alivio ni refrigerio alguno. En los viajes por tierra el paso de los ríos era una de las más penosas dificultades para los misioneros; los ríos eran innumerables y en ninguno había puente; era necesario pasarlos entrando en el agua o a hombros de los indios. En algunos, la corriente era tan impetuosa que, para no ser derribados y arrebatados por ella, tenían necesidad de sostener entre dos al indio, que iba cargando al padre, poniéndose uno a un lado   -131-   y otro a otro lado para vadear el río, con el agua al pecho o a la cintura. El puente era otras veces un solo madero, acomodado sobre las piedras, y por ahí era necesario aventurarse a pasar arrostrando toda clase de peligros. Sucedía con frecuencia que los ríos crecieran de un instante a otro, y entonces había que esperar: a la orilla, hasta que el caudal de agua disminuyera, y en disminuir tardaba días y aún semanas enteras, durante las cuales el viaje quedaba suspenso y la caravana estacionada; las lluvias de la cordillera, las nevadas y el deshielo repentino causaban crecientes inesperadas en los ríos de la región oriental, haciendo imposible el vadearlos; y mientras la corriente volvía a su antiguo cauce, era indispensable esperar, sufriendo privaciones de todo género; por alimento las raíces de los árboles; por abrigo, la ramada improvisada sobre el suelo húmedo, con la densa nube de zancudos por la noche y el torbellino porfiado de mosquitos durante el día.

No era raro que la punta de la creciente llegara en el momento mismo, en que el misionero con los indios estaban atravesando el río, y entonces con el peligro, aumentaban los sustos e inquietudes.

Ya para descender a los ríos, ya para continuar la marcha después de haberlos vadeado, era necesario bajar pendientes llenas de peligros, y trepar cuestas fatigosas: sin caminos, sin veredas, sin siquiera ni un angosto sendero, descolgándose, agarrándose de las ramas, gateando por entre la tupida maleza, mientras los mosquitos les zumbaban al oído y les clavaban a mansalva   -132-   su dañino aguijón en las manos y en la cara indefensa. ¿Habremos enumerado ya todas las molestias? No; al cuadro de una vida tan penosa le faltan todavía algunas pinceladas; descritas las penalidades corporales, conviene que demos a conocer los padecimientos morales.

La primera dificultad que encontraba el misionero, el primer obstáculo en que tropezaba era la variedad de idiomas y de dialectos de las tribus salvajes. No había una sola lengua general, y cada tribu y cada parcialidad hablaba un idioma propio suyo, y hasta entre las parcialidades que tenían un idioma común se encontraban dialectos, que variaban de una manera sorprendente. Estos idiomas de los salvajes eran pobrísimos de palabras para expresar ideas abstractas, y en ellos era de todo punto imposible explicar la doctrina cristiana: ¿cómo dar a entender los sublimes dogmas del cristianismo en lenguajes, faltos de términos adecuados para la expresión de semejantes misterios? Si eran muy escasos de palabras que expresaran ideas sobrenaturales, los idiomas de los salvajes, en compensación, poseían una variedad abrumadora de sonidos nasales, guturales, dentales y hasta paladiales: aprendida la lengua, era necesario ir acostumbrando poco a poco el oído al sonido de las voces. Unos formaban un medio gruñido con la garganta, y apenas se alcanzaba a percibir en confuso la última sílaba; otros pronunciaban con una rapidez tan grande, que no permitía distinguir con el oído unos términos de otros, sonando toda la cláusula de una vez, como un grito desentonado.

La diversidad de idiomas obligó a los misioneros   -133-   a introducir la lengua quichua y a hacerla general en el territorio de las misiones, en donde procuraron también difundir el uso de otras lenguas, que les parecieron menos pobres y bárbaras, con lo cual, al fin, llegó a haber en las misiones del Marañón y del Napo una lengua que pudiéramos llamar oficial, la quichua, y otras cuatro o cinco, a las que se podría apellidar doctrinales, porque en ellas se enseñaba la doctrina cristiana y el catecismo a un número determinado de parcialidades indígenas, ya reducidas a pueblos. El trabajo del salvaje y el trabajo del misionero no podía ser más ímprobo: éste debía aprender además de la lengua quichua, otra de las doctrinales, o siquiera las oraciones redactadas en ella; aquél había de escuchar, en un idioma que no era el suyo, la enunciación de dogmas altísimos, para cuya creencia no estaba naturalmente preparado su entendimiento. El salvaje, pensando en su idioma, tenía que formarse ideas nuevas, expresadas en una lengua, que no era la suya materna: ¿podía darse una labor más difícil para la mente de un salvaje?

Los intérpretes eran casi siempre los indígenas ya convertidos y bautizados; pero ¿éstos conocían bien el idioma quichua? ¿Eran capaces de trasladar a la lengua bárbara de los neófitos la explicación del misionero? Con laudable previsión desde un principio procuraron los jesuitas allanar esta dificultad, recogiendo niños tiernos, poniéndolos a su lado y educándolos de propósito, para que más tarde les sirvieran de intérpretes. Para esta obra escogían de preferencia las niñas y niños huérfanos: les enseñaban a hablar la lengua   -134-   castellana y la lengua quichua, y con la lengua materna de ellos desempeñaban el cargo importantísimo de intérpretes y aun de catequistas.

Una vez ganada la voluntad de los salvajes, comenzaba la faena dilatada y ardua de reducirlos a salir de los bosques y formar pueblos, reuniéndose varias familias con hogar fijo y vida sedentaria: se buscaba el sitio a propósito para fundar el pueblo, cosa al parecer fácil, pero en verdad nada hacedera y muy difícil: ningún lugar les agradaba a los salvajes, ningún punto les parecía conveniente; al fin, era necesario fijarse en el que el misionero elegía, convenciéndoles a fuerza de razones y ganándoles la voluntad a fuerza de halagos; se descuajaba el bosque, se limpiaba el terreno y se daba principio a la fundación del pueblo, construyendo ante todo la iglesia. Lo primero de que se proveían los misioneros cuando intentaban formar un nuevo pueblo, era de campanas, para causar novedad y grata impresión en el ánimo inquieto de los salvajes; después de la iglesia, se fabricaba la casa del misionero y luego las cabañas de los indígenas, a la redonda de la iglesia. En todas estas empresas el misionero había de dirigir los trabajos, y trabajar con sus propias manos él mismo personalmente, ya manejando el hacha para derribar los árboles y labrar la madera, ya llevando el nivel y la escuadra o colocando el haz de paja o las hojas de palma para formar el techo de la iglesia y de la casa de sus neófitos; en toda faena había de tomar parte; en todas las tareas había de ser el primero, y no había trabajo en que no estuviera presente, para enseñar, animar y dirigir a los recién convertidos.

  -135-  

Fundado el pueblo, comenzaba la labranza del campo, la siembra de maíz, la formación de las sementeras; todo bajo la dirección del misionero. Concluida la iglesia, se celebraba la bendición de ella, procurando dar a esa ceremonia el mayor aparato y pompa posible; para lo cual se reunían los misioneros y hacían la fiesta con gran solemnidad. Los salvajes piensan poco, reflexionan menos; pero tienen imaginación muy viva, y era necesario dejarlos profundamente impresionados con lo que vieran y oyeran aquel día.

Para que la enseñanza fuera más provechosa, se dividía la población en dos secciones: la de los adultos y la de los niños, y a cada cual se daba la instrucción conveniente. Hubo algunos hermanos coadjutores que en esta labor evangélica de la enseñanza de los adultos y de la catequización de los niños se ocuparon años seguidos, ayudando a los misioneros y hasta haciendo las veces de ellos en algunos pueblos, en cuanto era posible.

Todos los días por la mañana y por la tarde, a campana tañida, se congregaba al pueblo en la iglesia, para rezar la doctrina y cantar las alabanzas divinas, con tonadas compuestas por los mismos misioneros: durante el día el misionero recorría la población, visitando a los enfermos o animando a los trabajadores. Una de las cosas más difíciles era acostumbrar a los indios al trabajo, pues su vida salvaje la habían pasado en la holganza o en la inacción.

La iglesia se procuraba conservar aseada y adornada con flores, y las fiestas del culto se celebraban con pompa y solemnidad, convirtiéndolas en regocijos populares.

  -136-  

La vida del misionero era vida de continuas privaciones, de molestias y de sobresaltos: desterrado voluntariamente de su propia patria, lejos de su hogar nativo, (el cual por pobre que sea siempre es halagüeño, siempre es querido y nunca se lo reemplaza con nada), confinado en los bosques, el misionero, en medio de sus neófitos semisalvajes, pasaba una vida monótona y solitaria. ¿Con quién se había de comunicar? ¿Con quién podía conversar un momento, para dar descanso y solaz a su ánimo cansado y abatido? Rodeado de indios incapaces de comprenderle, si su corazón no se volvía a Dios, ¿cómo hubiera sido posible hacer llevadera una vida tan penosa?... La hora de solaz y de consuelo se retardaba a veces hasta un año, cuando, al cabo de ese espacio de tiempo, volvía el superior de la misión a visitar el pueblo, mientras recorría de una en una las reducciones.

Para comunicarse unos con otros los misioneros, necesitaban hacer viajes largos, en los cuales gastaban días y aún semanas enteras: se reunían en un lugar convenido, se confesaban, se auxiliaban proporcionándose vino y hostias para el santo sacrificio, y se despedían.

Los salvajes se hallaban tan connaturalizados con su vida vagabunda, de libertad y aislamiento, que se enfermaban cuando se reducían a los pueblos formados por los misioneros: acometíales la nostalgia de sus bosques solitarios; la sociedad se les hacía tediosa y, poseídos de negra melancolía, se dejaban estar mudos, sentados en cuclillas, días y noches seguidos, negándose a todo trato y conversación: algunos morían, otros   -137-   fugaban y se ocultaban de nuevo en la montaña; las mujeres se esterilizaban. El cambio de la vida nómada y salvaje por la vida sedentaria, les era insoportable. De la noche a la mañana desaparecían poblaciones enteras: se las había juzgado ya formadas, y el día menos pensado huían los neófitos volviendo a sus antiguas moradas.

El trabajo, por ligero que fuera, les era odioso, y la sujeción al misionero, al cabo, se les hacía aborrecible: al principio la novedad les halagaba y los retenía; acudían con gusto a la iglesia, y presenciaban embelesados la celebración de la misa; después, satisfecha la curiosidad, no sólo no les agradaban las ceremonias del culto, sino que les eran fastidiosas y molestas: ¿cómo les habían de ser deleitables, si ignoraban el significado sobrenatural de ellas? ¡Qué de veces, mientras el misionero les estaba explicando la doctrina cristiana, cuando los indios, taciturnos y meditabundos, parecía que le escuchaban con atención, de repente le interrumpían haciéndole preguntas impertinentes y hasta ridículas, sobre la barba del padre, o sobre otro objeto cualquiera, o le pedían una hacha, una aguja, dando a conocer con eso que se hallaban distraídos, cuando parecían más atentos!

No siempre los indígenas formaban buen concepto del misionero; antes, por el contrario, lo tenían por un miserable, que, de puro necesitado, había ido a buscar cómo vivir entre ellos; y comenzaban a sospechar y a cavilar; la acción más insignificante les parecía cautelosa y lo despreciaban o huían de él. Gravísimo obstáculo era para la conversión sincera, la sensualidad:   -138-   ¿cómo hacer el sacrificio de contentarse con una sola mujer, cuando tener muchas había sido una costumbre, una necesidad y hasta un título de honor y una preeminencia en su tribu? ¿Cómo abstenerse de la embriaguez, cuando en la embriaguez encontraban una fruición gratísima, una delicia cuotidiana? ¡y cuando con la poligamia y la embriaguez estaba unida la antropofagia, y el deseo vehemente, el apetito irresistible de comer carne humana! ¿No sería obra difícil la de acostumbrar a que llevaran vestidos los salvajes, que siempre habían andado desnudos?

Los indios son agoreros y extremamente supersticiosos; para ellos ninguna enfermedad era natural, y todas provenían o de la influencia maligna del genio del mal o de la dañina acción secreta de un enemigo, de un rival, de un envidioso: la muerte tampoco era natural, según las creencias de que estaban imbuidos algunos de ellos, y siempre la atribuían al maleficio de un enemigo. Por esto, la venganza hacía en los salvajes las veces de religión, y vengarse no sólo era una satisfacción, sino un deber sagrado: el que no se vengaba era tenido como un cobarde; y dejar de vengarse se consideraba como una infamia, que envilecía a los ojos de los demás a toda la tribu. Y en las venganzas era costumbre hacer alarde de una crueldad calculada y sanguinaria. ¿Cómo enseñar la humildad al indio salvaje? ¿Cómo convencerle de que el perdón de las injurias era una nobilísima virtud, y el amor a los enemigos un deber religioso estrictísimo?... Unas tribus odiaban a otras: la reducción de las unas era un motivo que imposibilitaba la conversión   -139-   de las otras. ¡Cuántas dificultades!... Los indios no son solamente agoreros, supersticiosos y vengativos, son también muy interesados y por demás codiciosos: se manifestaban dóciles al misionero y complacientes con él, mientras el misionero les hacía obsequios; y lo despreciaban así que le faltaba dones; y para tener contentos a los salvajes, era indispensable darles cuanto pedían, y no negarles nunca los objetos de que se antojaban. Por esto, una suma considerable de los fondos de la misión se empleaba en regalos para los indios: hachas, cuchillos, machetes, agujas, abalorios y así otras cosas de éstas era necesario tener en cantidad en todas las reducciones, para halagar a los indios y mantenerlos sumisos. Ningún carácter más altivo y voluble que el del indio, salvaje: el salvaje americano se estima a sí mismo como hombre de una condición muy superior a la de los blancos, a quienes mira con desdén; los teme, sus armas le infunden miedo; pero los desprecia. Hoy desea una cosa, mañana la aborrece: la vida laboriosa y sedentaria lo enferma y aflige; el misionero no podía confiar en la constancia del afecto de sus neófitos, porque éstos con la más asombrosa facilidad, pasaban del cariño al odio, y de la reverencia a la venganza. No se los podía reprender, sino con mucho tino y grandes miramientos, para que no se enojaran y, teniéndose como afrentados, se lanzaran a la venganza: reprensiones indiscretas fueron causa de levantamientos en las reducciones y hasta de la muerte de algunos misioneros, asesinados por los mismos indios, que parecían sumisos y sinceramente convertidos.

  -140-  

Los indígenas que se conservaban salvajes les afeaban a los convertidos su obediencia al misionero, contra quien les inspiraban sospechas estas sospechas se convertían en aversión, cuando llegaban a descubrir el miserable estado de servidumbre en que vivían los indios cristianos en los pueblos de la sierra, donde había curas, y tras el misionero recelaban los salvajes, que vinieran los blancos para hacerlos esclavos y mantenerlos oprimidos con trabajos pesados. Hubo reducciones que desaparecieron el día menos pensado: cundió el recelo, y los indios en una sola noche, abandonando el pueblo ya formado, tornaron a sus antiguas rancherías en lo más escondido de la montaña.

Referiremos los arbitrios de que se valían los misioneros para formar estas reducciones, que desaparecían como por encanto algunas veces.

El misionero se ponía en camino, acompañado de algunos blancos y de algunos indios amigos ya convertidos: por los datos o señales que había recogido oportunamente sabía en qué punto de la montaña se encontraba la ranchería que intentaba visitar; y, andando con mucha cautela, llegaba en silencio a las cercanías de ella, donde oculto en el bosque se dejaba estar esperando que anocheciera: luego en altas horas de la noche, cuando los salvajes estaban dormidos, se dirigía a la casa del jefe, la sitiaba y se ponía en acecho hasta el momento en que los que se hallaban dentro lo sentían; entonces, lo primero que hacían era quitarle al indio las armas; como en todas las puertas de la casa había centinelas, desarmar al jefe no era difícil, y, ya desarmado, lo agasajaban   -141-   y le presentaban obsequios para él y para la más querida de sus mujeres y para sus hijos; ganada la voluntad del jefe, toda la parcialidad se entregaba de paz.

Pero no todas las tribus reconocían un jefe; muchas familias vivían aisladas unas de otras, y no había entre ellas más vínculo de unión que el idioma, por lo cual era necesario ir reduciendo a la tribu de familia en familia. A veces eran los exploradores sentidos antes de que llegaran a la ranchería, y los salvajes o fugaban precipitadamente o acudían a las armas y se ponían a punto de guerra, y entonces el misionero y los suyos corrían grandes peligros; con señales y demostraciones se procuraba tranquilizar a los indios y hacerlos comprender que iban de paz, sin intención ninguna de hacerles daño, antes buscando su amistad. El más seguro arbitrio para reducir a los salvajes era, sin embargo, el de enviarles donecillos y llamarlos y atraerlos por medio del cebo del interés, a que frecuentaran el trato y comunicación con los indios ya bautizados, y así poco a poco se fueran aficionando a las dulzuras de la vida cristiana.

También la necesidad de defenderse de las acometidas de otras tribus enemigas obligaba a las más débiles a implorar el amparo de los misioneros, acogiéndose a los pueblos organizados. El misionero en medio de sus neófitos, todavía semisalvajes, era a la vez el maestro, el director, el médico y en ocasiones hasta el enfermero de los indígenas, porque se veía precisado a aplicar él mismo los remedios, sirviendo personalmente a los enfermos.

  -142-  

¿No es cierto que la sincera conversión de los indios salvajes al cristianismo, considerada desde un punto de vista meramente humano era casi imposible? Sin embargo, esa conversión se verificó: Dios bendijo los afanes de los misioneros, y se formaron reducciones o pueblos compuestos de salvajes convertidos, donde florecieron las virtudes cristianas, con admiración de los mismos misioneros. Los indios amaron la verdad y la sinceridad se aficionaron al trabajo, guardaron la fidelidad conyugal, fueron pudorosos y tuvieron en alta estimación la castidad; de vengativos se habían tornado mansos; y de ociosos, diligentes. La vida de algunos era inocente, y la santificadora influencia de la religión los conservaba con extraordinaria pureza de alma: de unos salvajes sanguinarios y rencorosos el Evangelio había hecho niños, por la inocencia y el candor de sus costumbres, realizando en ellos la palabra del Redentor: «Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos».

La primera entrada que hicieron los misioneros a la región oriental fue por Santiago de las Montañas, y por esa misma vía continuaron entrando durante algún tiempo, con trabajos increíbles: de Quito iban a Santiago, pasando por Cuenca y Loja; se embarcaban en Santiago, y, atravesando el canal de Manseriche, el famoso Pongo, salían a Mainas, gastando en semejante viaje hasta tres meses seguidos; parte andaban a mula, parte caminaban a pie, expuestos a mil peligros y contratiempos, de modo que, cuando llegaban a Borja, estaban débiles y enfermos. Como no se conocía bien en aquella época el curso   -143-   de los grandes afluentes del Marañón, los misioneros se ocuparon en explorar toda la región oriental, navegando contracorriente todos los ríos caudalosos, que bajan de la cordillera de los Andes ecuatorianos; así subieron aguas arriba por el Morona, por el Pastaza y por el Napo, buscando un nuevo camino para entrar más pronto y con menos peligros al territorio de las misiones. Merced a estas arriesgadas y penosas exploraciones de los jesuitas, se comenzaron a trajinar dos nuevos caminos a las comarcas orientales trasandinas: uno, que de Quito partía por Papallacta y Archidona al Napo, y del Napo bajaba al Marañón; otro hacía estación en Ambato, y por Baños, descendía a Canelos, buscaba el Pastaza y, embarcándose en este río, llegaba al Amazonas. El camino del Napo tenía el paso terrible del páramo de Guamaní, donde en épocas de nevada y de ventisca perecían los viajeros. La ruta de Baños tampoco era cómoda, pues había una cuesta larga y pendiente, en la cual era, necesario ir agarrándose de los bejucos y de las ramas de los árboles para no descender rodando al abismo, donde se arremolinaban bramando las aguas de un río caudaloso.

Mediante un arreglo celebrado con la autoridad eclesiástica y aprobado después por el gobierno civil, se hicieron cargo los jesuitas de la parroquia de Archidona como curas de ella, y así se les facilitó la entrada a las misiones de Mainas por la vía del Napo. La parroquia de Archidona era beneficio que pertenecía al clero secular, y los jesuitas cedieron más tarde un pueblo que doctrinaban en la provincia de Guayaquil. Hubo   -144-   al principio algunas dificultades por parte del ilustrísimo señor Montenegro, que se resistió a dar la colación y canónica institución del curato al padre Lucas de la Cueva, mientras no se trajera primero la autorización del Consejo de Indias, para que no se vulneraran los derechos del patronato real; pero, obtenida la aprobación del Rey, no opuso ya tropiezo ninguno el Prelado, y los jesuitas continuaron en la parroquia de Archidona, con lo cual se disminuyeron algo las molestias del viaje a las misiones y quedó definitivamente establecida la entrada a ellas por la vía del Napo. Los jesuitas conservaron la parroquia de Archidona, desempeñando el ministerio espiritual cono curas de ella, hasta el año de su expulsión. El primer cura fue el mismo padre Lucas de la Cueva37.



  -145-  
III

Los juicios diversos y hasta contradictorios, que con frecuencia llegaban a la corte acerca del estado en que se encontraban las misiones, movieron, al fin, al Real Consejo de Indias a expedir varias disposiciones para conocer la verdad; y una   -146-   de las medidas adoptadas fue la de hacer que las misiones fueran visitadas por el Obispo de Quito, dentro de cuya jurisdicción se encontraba todo el inmenso territorio de ellas. Como el ilustrísimo señor Paredes estaba anciano y muy falto de salud, se le concedió facultad para nombrar un Visitador de su confianza, y el Obispo eligió al doctor don Diego de Riofrío y Peralta, que, a la   -147-   sazón, desempeñaba el ministerio de párroco en el curato de Santa Bárbara en Quito. Los franciscanos reclamaron no sólo contra el nombramiento de Visitador, sino contra el derecho mismo que de visitar las misiones tenía el Diocesano de Quito; acudieron a la Audiencia y alegaron privilegios canónicos expedidos en favor de su Orden por los Sumos Pontífices; pero, como la Cédula Real era terminante, la Audiencia falló en contra y declaró que el Prelado de Quito podía visitar los pueblos de misiones dependientes de los regulares.

Los jesuitas no opusieron resistencia alguna al Visitador; antes le facilitaron el viaje y lo recibieron en todas partes con agrado, sirviéndole y ayudándole para que lograra desempeñar su comisión con esmero y prolijidad. El Visitador salió de Quito, y, tomando el camino de Papallacta, recorrió todos los pueblos y todos los anejos de la Gobernación de Quijos; se embarcó en el Napo y salió al Marañón; navegó este río en dos distintas direcciones; reconoció uno por uno todos los pueblos de entrambas orillas, desde Borja hasta los límites de las posesiones españolas con las portuguesas: asimismo visitó todos los pueblos fundados en las márgenes del Napo y del Pastaza, y no dejó lugar alguno sin reconocerlo personalmente, haciendo en cada uno la enumeración prolija de todos los habitantes, con distinción de sexos, estados y edades. Visitadas así con tanta diligencia las misiones del Napo y del Marañón, siguió al Pará, y de ahí continuó su viaje a Madrid por el Atlántico; llegó a la corte y presentó a Fernando sexto un informe sobre el   -148-   estado de las misiones, con observaciones oportunas acerca del modo cómo convenía mejorarlas y hacerlas prosperar. El informe del doctor Riofrío y Peralta es el documento más concienzudo, que en punto a las misiones orientales se presentó al Gobierno español a mediados del siglo decimoctavo, cuando las misiones contaban ya más de cien años de existencia.

El Visitador no se atrevió a pasar a la provincia de Sucumbíos, temiendo las amenazas de los franciscanos, quienes protestaban que, si entraba en sus misiones, lo escarmentarían haciendo echar vivo en algún río al pretendido comisionado para visitar sus pueblos, contra los privilegios de la Orden Seráfica; pero los examinó de un modo muy oculto y muy sagaz. Valiose del cura de Ávila: disfrazose éste de secular, y así, sin ser advertido ni descubierto por los frailes misioneros, se paseó por todos los pueblos, los vio, los inspeccionó y, recogiendo datos y noticias seguras sobre el estado de las misiones, se embarcó en el Putumayo, y fue a encontrarse con el doctor Riofrío en la embocadura del Putumayo con el Amazonas, en el punto donde habían acordado darse cita. El informe subministrado por el cura de Ávila puso de manifiesto el estado de atraso, de descuido y de lamentable decadencia en que se hallaban las misiones confiadas a los franciscanos, y constó, además, que éstos no tenían el número de pueblos que habían asegurado que había en el territorio de sus misiones. ¿Para esto alegaban privilegios?

El doctor Riofrío y Peralta fue muy bien recibido en la corte: su informe se leyó y discutió en   -149-   el Consejo de Indias, y a las indicaciones que hizo respecto a las misiones servidas por los franciscanos, se debieron las medidas que para el mejoramiento de éstas dictó Fernando sexto en los últimos años de su vida. El doctor Riofrío presentó al Rey cuatro indiecillos salvajes pertenecientes a las tribus del bajo Marañón, donde todavía no habían entrado misioneros38.

La visita del doctor Riofrío no fue la única que se practicó en aquel tiempo a las misiones del Napo y del Marañón: diez años antes fueron éstas recorridas por el padre Andrés de Zárate, que, según lo hemos referido ya en otra parte, vino a Quito a mediados del siglo antepasado con el cargo de Visitador de los Jesuitas. El padre Zárate entró también por Papallacta, recorrió todo el territorio de las misiones, y tomando para su regreso la vía del Pastaza, salió por Baños a Ambato, gastando en su excursión diez meses enteros39.

  -150-  

Otro observador muy diligente y curioso exploró también por aquella misma época toda la región amazónica: ese explorador fue un francés, el académico Lacondamine, cuyo viaje por el Amazonas fue el primer viaje verdaderamente científico que se hizo por aquel famoso río. Terminado el ingrato asunto del pleito sobre la inscripción de las pirámides de Oyambaro y Caraburu, emprendió Lacondamine su viaje por el Marañón, para regresar a Europa, visitando la Guayana francesa: se embarcó en el Santiago y tuvo la satisfacción de atravesar la canal del Pongo de Manseriche en una balsa bien acondicionada, de modo que no le fue difícil practicar observaciones científicas sobre el volumen del agua, sobre la rapidez de la corriente, sobre la dirección misma de la canal y sobre la estructura de las peñas que la forman, y aún trazó una carta del estrecho y dibujó la escena de su navegación.

Los viajes de exploración que se habían verificado antes, no habían sido viajes científicos, ni las cartas geográficas de la hoya del Amazonas levantadas por los misioneros de la Compañía de Jesús tenían toda aquella exactitud matemática que exige la ciencia en esa clase de trabajos; por   -151-   eso, la carta que del Amazonas trazó Lacondamine es la primera carta geográfica, que de una manera científica, se levantó del curso hasta entonces casi desconocido del mayor de los ríos no sólo de América, sino del mundo entero40.

El viaje atrevido del cura de Ávila, aguas arriba y aguas abajo del Putumayo, contribuyó a hacer que este gran afluente del Amazonas fuera mejor conocido y se descubriera que era navegable; sin obstáculo alguno, hasta su desembocadura. De este modo la geografía y principalmente la orografía de la región oriental Sud Americana principiaron a ser conocidas con más exactitud y provecho no sólo para la ciencia, sino para el comercio y para la predicación del Evangelio y conversión de los salvajes al cristianismo. El visitador Riofrío recomendaba a los misioneros que hicieran observaciones sobre la historia natural de aquellas montañas, sobre las costumbres de los salvajes y sobre cuanto mereciera ser consignado para instrucción de la posteridad en la historia de las misiones: estas observaciones debían ponerse   -152-   por escrito, y cada cierto tiempo enviarse al Superior, para que se custodiaran con cuidado en los archivos. El padre Andrés de Zárate les prescribió a los misioneros, entre otras cosas, que establecieran escuelas para enseñar la lengua castellana y la lectura y la escritura a los indios que pusieran talleres, en los cuales aprendieran los indios oficios mecánicos y que, aún en tiempo de paz, hicieran que todos los varones se ejercitaran en el manejo de las armas que ellos usaban; todavía hizo más el Visitador de los jesuitas. Solicitó del Gobierno español el permiso de introducir, por lo pronto, siquiera doscientas armas de fuego, para que los indios de las misiones se adiestraran en el manejo de ellas, a fin de que los pueblos se pusieran en estado de defenderse por sí mismos, tanto de las acometidas de las tribus salvajes todavía infieles, como de las invasiones piráticas de los portugueses; empero, el Consejo de Indias no dio oídos a las representaciones del padre Zárate, cuya previsión no podía ser comprendida por el Gobierno de la Metrópoli. El padre manifestaba tener ideas levantadas en punto a la manera de dar cima, con éxito duradero, a la obra de la reducción de los salvajes a la vida civilizada.

Además del carácter voluble de los salvajes y de la dificultad de convertirlos de corazón al cristianismo, tres espantosos flagelos cayeron sobre las misiones, contribuyendo a la destrucción de ellas: las rebeliones periódicas de parcialidades enteras; la epidemia de viruelas que desolaba los pueblos, y las invasiones de los portugueses del bajo Marañón en demanda de trabajadores   -153-   para sus plantaciones de caña de azúcar y sus ingenios en los territorios del Brasil.

Los indios se conservaban mansos y sumisos solamente mientras no se les presentaba una ocasión favorable para levantarse contra los blancos, destruir los pueblos y volver a su antigua vida vagabunda en medio de los bosques; un leve resentimiento bastaba para despertar en ellos sus instintos salvajes y hacerlos sublevarse y cometer incendios, robos y asesinatos. Así se acabaron algunas reducciones, que daban grandes esperanzas de estabilidad y de mejoramiento civil. Por esto, para mayor seguridad de los misioneros y para garantía contra la mala voluntad de los indios, acostumbraban aquellos hacerse acompañar en los pueblos con algunos mozos blancos o mestizos, cuya amistad sucedió alguna vez que se mudara en traición. La conservación en las misiones de una fuerza armada, para contener a los salvajes y hacer hasta cierto punto imposibles las sublevaciones y los levantamientos, se conoció por experiencia que era indispensable, y los misioneros la pidieron y la reclamaron con instancia, aunque de parte del Gobierno civil las instancias de los misioneros no fueron siempre bien despachadas.

La epidemia de la viruela, antes desconocida en el territorio de las misiones, llegó después a ser periódica, y tan terrible y tan desoladora, que exterminó por completo tribus y reducciones enteras; los indios le tenían horror, y bastaba solamente que un misionero estornudara con fuerza de seguida dos o tres veces, para que los indios huyeran alarmados, dejando abandonadas sus   -154-   casas. Una enfermedad tan dolorosa y cuyos estragos no podían evitarse, les parecía a los indios calamidad sobrenatural, enviada por influencias malignas: ellos, que consideraban toda enfermedad como efecto de un hechizo, ¿no habían de atribuir la más terrible de todas a una causa extraordinaria y desconocida?... Cuando comenzaban a verse las primeras señales de la epidemia los indios se alarmaban y, abandonándolo todo, huían: los enfermos perecían miserablemente deshechos por la fuerza de la enfermedad, sin remedio ninguno, sin auxilio de ninguna clase, pues, todos, ¡hasta las mismas madres, fugaban desamparando al enfermo!

Se observó que las enfermedades cundían, más fácilmente en los indios recién reducidos, cuando mudaban de lugar de residencia saliendo del interior de los bosques a las orillas de los grandes ríos: entonces los catarros se encrudecían en los salvajes, a quienes el ambiente húmedo y los vientos de las orillas de los ríos les eran muy nocivos.

Los salvajes del Marañón y de sus caudalosos afluentes no formaban una nación, ni siquiera un pueblo medianamente organizado bajo el gobierno de un jefe, cuya autoridad respetaran y obedecieran todos: cada familia vivía aislada; y, si reconocían la autoridad de un caudillo, era solamente cuando, uniéndose varias familias, salían a la guerra contra otra parcialidad; pero, aún en esos casos, la unión duraba lo que tardaba en concluirse la guerra, después de la cual cada familia volvía a su vida de separación y de aislamiento. En algunas tribus este género de vida era más   -155-   común; en otras había a lo menos un cierto vínculo de unión bajo la dependencia de algún caudillo, que, por sus hazañas guerreras, había alcanzado fama de muy esforzado y muy valiente. Sin embargo, ni aún entonces llegaban a constituir un pueblo, menos una nación. El único vínculo de unión entre los salvajes era propiamente la identidad de lenguaje; y sucedía que, cuando dos tribus tenían lenguaje distinto, vivían en guerra constante, aunque estuvieran establecidas la una cerca de la otra, y aunque las separara solamente la corriente de un río, habitando la una en la una orilla y la otra en la orilla del frente. Esta condición social de aislamiento y disgregación de las tribus salvajes fue gran parte para que la obra de convertirlas al cristianismo y reducirlas a vida algo civilizada fuera difícil, nada estable, y facilitara las depredaciones escandalosas de los portugueses, establecidos en las colonias del Brasil.

Subían éstos en partidas más o menos numerosas, armados con armas de fuego, y caían de repente sobre las reducciones del Marañón castellano y tomaban presos a cuantos indígenas capaces de trabajo podían pillar: los amarraban, y así amarrados y muchas veces engrillados, se los llevaban para emplearlos como peones en sus ingenios de azúcar, y allí acababan con ellos en breve tiempo, dándoles una vida penosa sobre toda ponderación. Los portugueses del Pará y del bajo Marañón no respetaban nada, ni religión, ni vínculos de familia, ni autoridad: cristianos, y no sólo cristianos, sino católicos y, jactándose de profesar en toda su pureza la religión santísima   -156-   de Jesucristo, entraban de sorpresa en las indefensas aldeas de los indios cristianos, bautizados ya y adoctrinados por los jesuitas, y reclutaban esclavos para sus inicuas granjerías, sin que pudiesen nada contra tamaña iniquidad los requerimientos y las protestas de los misioneros. Así, en breve tiempo, desaparecieron las numerosas poblaciones de los omaguas, establecidas en las grandes islas y en la margen derecha del Amazonas: lo más deplorable de este caso y, a la vez, lo más escandaloso es la participación que en crímenes tan reprobados por la moral cristiana tenían sacerdotes católicos. ¿Quién se atrevería a narrarlo, si los hechos no constaran hasta la evidencia?... Los frailes carmelitas calzados portugueses, encargados de las misiones de infieles en el Brasil, eran no pocas veces los caudillos de las bandas que invadían las reducciones castellanas en demanda de esclavos: ¡¡la historia de América tiene páginas negras, muy negras; pero ninguna es tan negra como ésta!!...

Cuando la primera invasión armada de los portugueses del Brasil contra las reducciones de los omaguas fundadas por el padre Fritz, en compañía de los soldados andaba un fraile carmelita calzado, el cual con una arma de fuego amenazó al misionero, intentando matarlo; en la segunda invasión contra el nuevo pueblo fundado por el mismo padre Fritz, volvió el fraile, y, diciendo bravatas escandalosas, amenazaba; otra vez al jesuita; el fraile carmelita se llamaba Antonio Andrade y no era sacerdote sino corista, muy ignorante, pero atrevido y emprendedor. La enemistad de los jesuitas y de los carmelitas calzados   -157-   en el bajo Marañón es uno de los sucesos más lamentables de la historia de las misiones. Los portugueses se creían con pleno derecho para poseer ambas orillas del Marañón hasta el Napo, no sólo por la toma de posesión de Tejeira, sino también como una justa indemnización de los territorios, que Portugal había perdido en la India oriental a consecuencia de las guerras de Felipe tercero con los holandeses, y de los esfuerzos hechos por los mismos portugueses para recuperar el dominio sobre el Amazonas, expulsando de sus fortalezas a los holandeses en señoreados del Brasil. En cuanto a los escándalos cometidos por frailes carmelitas contra los misioneros jesuitas del Marañón, bueno ser a advertir, que los narradores de esos hechos son los mismos jesuitas; y la crítica histórica no puede menos de preguntar: ¿qué dicen los carmelitas? ¿Cómo refieren ellos esos mismos hechos?... Ambas partes deben ser oídas. ¿Podrían haber calumniado, talvez, los jesuitas, en documentos oficiales, y narrando los sucesos, como testigos oculares, que al punto podían ser desmentidos?...




IV

Hemos referido ya los sucesos más dignos de recordación en la Historia de las misiones del Napo y del Marañón confiadas a los padres de la Compañía de Jesús; ahora conviene que digamos siquiera una palabra acerca de los más célebres misioneros de aquellas montañas.

Las misiones del Marañón, según nuestro juicio, fueron las misiones más difíciles y más penosas   -158-   entre todas las misiones de los jesuitas, no sólo en el nuevo sino aún en el antiguo mundo: ¡en ninguna eran tantas las privaciones ni tan arduos los trabajos! Fue necesaria una constancia a toda prueba y el amor sobrenatural de las almas, para condenarse voluntariamente a una vida de inquietudes y de sobresaltos continuos, sin halagos humanos ni consuelo alguno en este mundo; y varios de los que así voluntariamente se desterraron eran hombres de letras, varones dignos de consideración entre los suyos y merecedores de gran loa por sus virtudes.

El más ilustre entre todos fue, sin duda, el padre Lucas de la Cueva, uno de los dos primeros misioneros de Mainas, y el fundador y sostenedor durante treinta años de aquellas misiones era natural de la villa de Cazorla en Andalucía; entró en las misiones el año de 1638; fue cura de Borja y de Archidona y falleció en Quito a los 72 años de su edad, sufriendo en su vejez enfermedades y achaques dolorosos, causados por el clima húmedo de la montaña.

El padre Francisco de Figueroa, natural de Popayán, murió asesinado por los cocamas, de quienes fue misionero algunos años. El padre Raimundo de Santacruz pereció ahogado en el río Bobonaza, mientras viajaba buscando un camino menos incómodo que el de Borja, para entrada y salida de las misiones. El padre Santacruz era natural de Ibarra, descendiente de una familia noble de España, pero mucho más esclarecido por sus heroicas virtudes. El padre Pedro Suárez, a la temprana edad de 26, años, murió a manos de los abijiras, lanceado por el cacique Quiricoare,   -159-   a quien procuraba reducir a vivir cristianamente: así mismo todavía joven pereció con muerte desastrada el padre Agustín Hurtado, misionero de los Gayes, al cual un mulato dio de puñaladas, porque el padre pretendió expulsarlo del territorio de las misiones, a causa de la vida deshonesta con que escandalizaba a los indios. El padre Suárez era natural de Cartagena, y el padre Hurtado de Panamá.

En la misma reducción de los gayes, indios altivos y de natural indómito, fue asesinado cruelmente el padre Nicolás Durango, napolitano; en el mandar y sobre todo en el reprender usaba este misionero de cierta excesiva viveza y destemplanza, lo cual fue causa para que los gayes enfurecidos le dieran muerte, descargando contra él sus hachas y macanas. También a traición murió asesinado alevosamente por los piros de Ucayali el padre Enrique Rickter, de nación alemán y uno de los más célebres misioneros de la Compañía de Jesús en la región oriental; este padre fue misionero de los cunivos y sucumbió, cuando se había empeñado en la conversión de los piros, pues en ese tiempo los jesuitas del colegio de Quito habían avanzado con sus misiones hasta el Ucayali.

Mas ninguno entre los misioneros jesuitas del Marañón alcanzó tanta y tan merecida celebridad como el padre Samuel Fritz: fue natural de Ornavía en Bohemia; vino muy joven todavía a América; entró a las misiones, y en las misiones acabó su vida en avanzada y achacosa vejez; redujo y evangelizó principalmente a los omaguas de las islas del Marañón, en las cuales logró formar hasta treinta y ocho poblaciones de indígenas de   -160-   aquella tribu, la menos bárbara indudablemente de todas las del Amazonas; y cuando estas cristiandades estaban florecientes, tuvo el dolor de verlas dispersadas y destruidas con las invasiones de los portugueses, que asolaban las aldeas de los tristes omaguas y se los llevaban cautivos, sin que a su misionero le fuera posible defenderlos. Destruida la misión de los omaguas, el padre Fritz se estableció en Jeberos y allí terminó su vida, consagrado sin descanso a la conversión de los indios.

Durante cuarenta años se mantuvo retirado en las montañas: recorrió todos los ríos y visitó muchas veces todas las reducciones; enfermo y muy extenuado de fuerzas, bajó a la ciudad del Gran Pará, donde el Gobernador del Brasil lo mantuvo disimuladamente preso, teniéndolo como espía; y para poder regresar a sus misiones, le fue necesario elevar quejas y hacer representaciones a la corte de Lisboa, pidiendo que mandaran dejarlo en libertad; a los dos años logró regresar a su misión, cuando ya lo habían considerado como muerto, ignorando dónde estaba y qué había sido de él; sabían que había bajado enfermo al Pará; y, como pasaba tanto tiempo sin que regresara, juzgaban que ya había fallecido.

Poseía el padre Samuel Fritz dos grandes virtudes: una constancia inquebrantable y una paciencia a toda prueba. Ninguna dificultad lo acobardaba, ni había obstáculo que no venciera; en la prosperidad se conservaba modesto, y en la adversidad sereno y tranquilo; sabía aguardar con confianza la hora de la Providencia, en cuyas manos depositaba siempre el éxito de sus tareas   -161-   apostólicas; manso, pero firme en el cumplimiento de su deber, defendió la libertad de sus neófitos y los derechos de su soberano contra la violencia y las tropelías de los portugueses, tanto más insolentes, cuanto el misionero estaba más indefenso. Para defender sus queridas misiones emprendió desde el fondo de los bosques del Marañón un viaje dilatado hasta Lima, y puso en conocimiento del Virrey del Perú la situación en que se encontraban las nuevas reducciones y el peligro de que desaparecieran hostilizadas por los portugueses; y de Lima, dando un inmenso rodeo por Jaén de Bracamoros, regresó al Marañón serio, grave, siempre igual a sí mismo, las tribulaciones no le desazonaban, ni los aplausos humanos le envanecían. Cuidaba de estar siempre ocupado; y para que la soledad no le fuera, talvez, ocasión para perder su recogimiento interior, se ocupaba en pintar cuadros devotos, en fabricar imágenes de madera y en hacer obras de carpintería, porque, de propósito, aprendió la escultura, la pintura y la carpintería, no desdeñándose del trabajo de manos. La muerte lo sorprendió una mañana, cuando, según parece, se preparaba para celebrar el Santo Sacrificio; y en sus funerales y en su entierro fue honrado con el duelo y las lágrimas de los indígenas, que lo veneraban como a un Apóstol y lo amaban como a un padre41.

  -162-  

Empero, cuando menos se esperaba, llegó para los jesuitas un día fatal y sonó una hora en que dio contra ellos un torbellino; y este torbellino soplaba desde el pie mismo del trono de los reyes, en cuyos palacios tanta mano habían tenido: su prosperidad se tornó en desgracia, y de su influencia poderosa nadie se receló. ¡La autoridad despótica de un monarca absoluto, en la cual los padres habían confiado, descargó sobre ellos un golpe rudo, y en un momento la obra lenta y laboriosa de más de un siglo desapareció! La famosa cédula de expulsión fue ejecutada con   -163-   docilidad en las montañas y los misioneros se vieron emplazados en sus reducciones, puestos en prisión y luego sacados de la comarca por ellos evangelizada. Se los reunió a todos y con grandes precauciones, se los condujo al Pará, desde donde se los despachó a Europa: así que arribaron al puerto de Cádiz se los retuvo incomunicados, se les recibió una declaración jurada sobre el estado de las misiones y, después, los españoles y los americanos fueron deportados a los Estados Pontificios, y a los alemanes se los mandó reembarcar con dirección a uno de los puertos   -164-   del norte, dándoles a cada uno, como auxilio, la módica suma de cien pesos fuertes42.

Así, tan fácilmente fue deshecha la obra de las misiones de Mainas: causa asombro tanta facilidad en países tan religiosos como los nuestros y tratándose de una comunidad regular tan poderosa como la de los jesuitas; pero ese mismo poder de ellos fue la causa de su ruina, pues   -165-   con sus riquezas y con su influencia, avasalladora y descontentadiza, los jesuitas en la colonia habían llegado a ser una corporación que causaba recelo y cuya preponderancia se odiaba en silencio, temiendo al Rey que los patrocinaba cuando los colonos de América advirtieron que el monarca no les era propicio, entonces creyeron que podían volverles sin peligro las espaldas, y se las volvieron. La expulsión de los misioneros se llevó a cabo despacio; y no se puso por obra, sino en el mes de febrero de 1768, seis meses después de la salida de los jesuitas de Quito, y conforme iban llegando a las poblaciones de la misión los sacerdotes que habían de reemplazarlos. La noticia de la expulsión de los padres de Quito les llegó a los misioneros de un modo vago y confuso, y después con claridad y certidumbre, y desde ese instante estuvieron esperando el golpe que ya veían caer sobre ellos43.

  -166-  

Después de un viaje dilatado y penosísimo, lleno de privaciones y de molestias, llegaron, por fin, los misioneros de Mainas a las costas de Italia y se recogieron en la ciudad y en el territorio de Ravena, donde se habían establecido los jesuitas expulsos de lo que ahora es República del Ecuador; allí constituyeron la provincia de Quito, y allí se mantuvieron unidos, hasta que el Breve Pontificio de supresión de la Compañía de Jesús los dispersó a todos, desvaneciendo la halagüeña ilusión, que de tornar a sus queridas montañas algunos de ellos se habían forjado. El Rey de España les señaló a cada uno una corta pensión alimenticia, para cuyo goce era indispensable que probaran ante la Embajada española residente en Roma que se conservaban en pobreza y fieles y sumisos a su Majestad Católica. Tal fue el fin de las trabajosas misiones del Marañón, que, a no dudarlo, serán una de las páginas más gloriosas en la historia de los jesuitas en la América española.





Anterior Indice Siguiente