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Historia y ficción en «La Florida del Inca»

Carmen de Mora





¿Historiador o literato? Estas son las dos opciones con que buena parte de la crítica ha pretendido encasillar al Inca Garcilaso en la comodidad del estereotipo, sin que de ese modo se resolviera el dilema. En realidad, ningún enfoque exclusivista resulta suficiente en este caso. Actualmente buscar en un texto histórico la reconstrucción de la «verdad» de los hechos no es tan importante como la manera que tienen de articularse. Dicho de otro modo, interesa más el hacer historiográfico que el dato histórico o, también, la producción y recepción, temas que ocupan la atención de la semiótica textual. En el caso específico de La Florida me propongo tratar de comprender su lenguaje en el contexto social y temporal que le corresponde.

Cuando el Inca Garcilaso escribe La Florida la orientación historiográfica había experimentado algunas transformaciones, entre ellas la tendencia a escribir historias particulares, menos numerosas en la primera etapa de la Conquista. Dentro de este marco la conciencia histórica y la necesidad de distinguirla de la ficción estaba presente en los cronistas e historiadores. O'Gormann identifica este rasgo humanista en la obra del padre José de Acosta cuando manifiesta su hostilidad hacia la novela del género caballeresco y «siente la necesidad de defender su libro contra posibles ataques de todos aquellos a quienes pudiera parecer ocioso su relato» (O'Gormann 1979: 213).

Garcilaso, conocedor de la obra de Acosta, revela la misma inquietud cuando sale al paso de una posible objeción que se le pudiera hacer por entenderse «que en otras historias de las Indias Occidentales no se hallan cosas hechas ni dichas por los indios como aquí las escrivimos» (Inca Garcilaso de la Vega 1988)1. Y tras demostrar la credibilidad y veracidad de su historia concluye: «Por lo cual, con verdad podré negar que sea ficción mía, porque toda mi vida -sacada la buena poesía- fui enemigo de ficciones como son libros de caballerías y otras semejantes» (ibidem: 220-221).

La asociación en ambos historiadores de las novelas de caballería con los relatos referentes a las cosas de los indios revela «una orientación de la opinión, o parte de ella, de los europeos de la época con respecto a la historia de los naturales del Nuevo Mundo» (O'Gormann: 214). Sin embargo, a excepción de los libros de caballería, el género novelesco se aceptaba siempre que se aproximara lo más posible a la realidad, pues se identificaba lo verdadero con lo útil y lo moral. La diferencia entre historia y novela no debe buscarse entonces en los fines, ya que ambas están regidas, para aquella época, por la misma idea ética de provecho y edificación. Asimismo novela e historia comparten el ser relato de acontecimientos y, en este sentido, ambas operan de modo parecido, mediante selección, simplificación y organización de los hechos. Todo esto implica que el discurso histórico es una construcción más diegética que mimética (puesto que los hechos no pueden repetirse tal y como sucedieron en la realidad) y una producción de sentido donde conviene investigar la relación del emisor, que se sitúa en un presente, con la materia (los hechos) que pertenecen al pasado. De Certeau formula esta cuestión en los siguientes términos:

Le problème ne se pose plus de la même façon à partir du moment où le «fait» ne fonctionne plus comme le «signe» d'une vérité, lorsque la «vérité» change de statut cesse peu à peu d'être ce qui se manifeste pour devenir ce qui se produit.


(De Certeau 1975: 19-20)                


En cuanto construcción diegética, la utilización de una forma narrativa para el discurso histórico ha dado origen a una larga controversia entre quienes defienden el carácter científico de la historia frente a quienes privilegian el carácter artístico. Este debate adquiere especial significación en La Florida, insisto, dado que el autor no fue testigo de los hechos narrados: desde el punto de vista histórico este factor, en principio, representa un obstáculo para la credibilidad del discurso, por la misma razón que potencia, en cambio, la libertad creativa e imaginativa del autor para cubrir el vacío de lo «no visto y no vivido». Pero estas mismas condiciones cobran una significación distinta cuando reparamos en que tanto al citar las fuentes utilizadas como al rellenar por su cuenta las lagunas de lo no vivido el Inca Garcilaso está proyectando en el texto su posición personal ante la práctica histórica. Corresponde al lector preguntarse de qué quería persuadirnos el Inca y qué modos utilizó con ese fin2.

Precisamente debido a esta singularidad de La Florida interesa el análisis de la configuración narrativa de la historia como elemento determinante en la construcción del texto histórico, sin que esto signifique un rechazo del estatuto científico de la misma ni tampoco una reducción de la historia a texto artístico. Para construir su discurso histórico el Inca utiliza una serie de presupuestos conceptuales a los cuales plegará la materia (los hechos). Entre ellos está la idea de la fama -aunque ya en el siglo XVI ésta había dejado de ser el objeto principal de la historiografía- que comparte un puesto central con el propósito de evangelización y expansión de la iglesia católica. Así en el proemio declara: «me pareció cosa indigna y de mucha lástima que obras tan heroicas que en el mundo han pasado quedasen en perpetuo olvido». Y más adelante añade:

donde atendimos con cuidado y diligencia a escribir todo lo que en esta jornada sucedió; desde el principio de ella hasta su fin, para honra y fama de la nación española, que tan grandes cosas ha hecho en el nuevo mundo, y no menos de los indios que en la historia se mostraren y parecieran dignos del mismo honor.


(Garcilaso 1982: 98-9)3                


Estos principios revelan una actitud ideológica muy similar a la que Víctor Frankl encuentra característica de la espiritualidad europea en la época de la Contrarreforma: «la oposición contra el individualismo propio del Renacimiento y el consecutivo redescubrimiento del "organicismo" social peculiar de la Alta Edad Media» (Frankl 1963: 109). Pues, aunque la figura central sea Hernando de Soto, el libro no destaca sólo sus hazañas, sino que refiere los hechos singulares realizados por el más insignificante soldado; del mismo modo, no persigue exclusivamente la fama del Adelantado sino de toda la nación española.

Sin ser exclusiva, la búsqueda de lo verdadero puede considerarse otra marca de historicidad, al menos en lo que respecta a la intención del autor. Así lo manifiesta en el Proemio:

El mayor cuidado que se tuvo fue escrivir las cosas que en ella se cuentan como son y passaron, porque siendo mi principal intención que aquella tierra se gane para lo que se ha dicho, procuré desentrañar al que me dava la relación de todo lo que vio, el cual era hombre noble hijodalgo y, como tal, se preciava tratar verdad en toda cosa. Y el consejo Real de las Indias, por hombre fidedigno, le llamava muchas veces, como yo lo vi, para certificarse dél assí de las cosas que en esta jornada passaron como de otras en que él se avía hallado.


(Ibidem: 99)                


Además de contar con el testimonio de Gonzalo Silvestre, el Inca coteja su historia con las Relaciones de Coles y Carmona y concluye que la diferencia no consistía en los hechos que cuentan que «son ellos mesmos» sino en la manera de contar, en la ordenación de la materia, tan decisiva como la veracidad misma; esto es lo que llama en el Proemio «el modo historial». A aquéllos no les preocupaba ni la sucesión temporal ni el orden de los hechos, tampoco la precisión geográfica, tal vez porque «no escrivieron con intención de imprimir» -sospecha el Inca. En cambio él tuvo buen cuidado tanto de los aspectos retóricos como del complejo proceso de información, recabación de datos, comprobación de su veracidad y ordenación armónica de los hechos. A todo esto se añade la preocupación por el lector que había de juzgar su obra.

Dos de los aspectos analizados, la fama y la conciencia retórica, colocan al Inca Garcilaso en una nueva tendencia historiográfica que se ocupa, claro está, de los fines del relato histórico (rescatar del olvido los hechos notables para bien de la comunidad), pero también de los medios, de que sea transmitido mediante una narración coherente (Mignolo 1982: 89). Recordemos que en la historiografía renacentista, por influjo italiano, una buena parte de la verosimilitud -no existía entonces diferencia entre lo verdadero y lo verosímil- se apoyaba en la ordenación de los hechos y en la coherencia de las partes con el todo:

Gradualmente, las relaciones escuetas del Medioevo fueron suplantadas por una estructura narrativa en la que el discurso se eleva reiteradamente por encima del nivel denotativo; era, en efecto, un ejercicio que la retórica había consumado laboriosamente en la figura sutil de la supraveritatem.


(Pupo-Walker 1982: 138)                


Y ello no significaba forzosamente hacer literatura con la historia. Por el contrario, -como reconoce Rodríguez Vecchini- La Florida es particularmente consciente de toda la problemática que conlleva acreditar una historia de América, autorizarla y hacerla verosímil (1984: 13). Además de las citadas diferencias con las relaciones de Coles y Carmona, existen otras que lo separan de Ranjel y de Biedma -otros dos autores que tratan los mismos asuntos-, la más notable es el desarrollo pormenorizado de hechos que en un principio parecen insignificantes. Bernard Lavallé encuentra un rasgo renovador en este método al mezclar la historia -crónica de su tiempo- con

otro tipo de historia mucho más moderno, aquel que se interesa, antes de todo, por el sinnúmero de detalles significativos que constituyen la vida colectiva e individual de los hombres del pasado y tiende hacia esa intrahistoria, de la que habla Unamuno, o la historia de «larga duración» definida por Braudel.


(1982: 138)                


A pesar de la preocupación verista del Inca la concurrencia de dos factores ya aludidos, como son el no haber sido testigo de vista y la construcción retórica de su discurso, afectó a la reputación histórica del libro, particularmente entre los historiadores positivistas, ceñidos al dato estrictamente histórico y comprobable. Hoy, sin embargo, se tiende a valorar la prosa histórica de los siglos XVI y XVII por el posible interés que pueda tener para la historia de las ideologías. Precisamente Tzvetan Todorov, frente a aquel tipo de críticas, argumenta que si se renuncia a esta fuente de informaciones no puede sustituirse por ninguna otra. En lugar de leer los textos ateniéndose exclusivamente a los enunciados, propone tener en cuenta el acto y las circunstancias de la enunciación, pues las cuestiones que plantea un texto de este tipo remite menos a un conocimiento de lo verdadero que de lo verosímil. Lo importante no es que un hecho haya sucedido o no sino que el cronista haya podido afirmarlo y que haya tenido en cuenta la aceptación del público contemporáneo. Este factor sería, según el crítico francés, al menos tan revelador como que el hecho haya ocurrido realmente:

La reception des ennoncés est plus révélatrice pour l'histoire des idéologies que ne l'est leur production; et lorsqu'un auteur se trompe ou ment, son texte n'est pas moins significatif que quand il dit vrai; l'important est que le texte soit recevable par les contemporains, ou qu'il ait été cru par son producteur. De ce point de vue, la notion de «faux» est non pertinente.


(1982: 60)                


En realidad, Todorov está apuntando aquí a la idea de la significación contextual de un texto, es decir, al lenguaje en el sentido en que lo utilizamos al principio, donde es preciso tener en cuenta el texto como producción ideológica dirigida a un público receptor.

Tanto en los primeros cronistas de Indias como en los que escribieron a lo largo de los siglos XVI y XVII dominaba una actitud que estaba llena de prejuicios sobre el «otro», sobre el hombre natural que vivía al margen de la comunidad humana (véase Pagden 1982). No es extraño, pues, que en ese contexto, el Inca Garcilaso, quien se presentaba como indio, se esforzara a lo largo de La Florida por restituir a los amerindios la capacidad de raciocinio, y las cualidades morales que se les negaban, y nada más convincente que hacerlo con una obra que probaba su capacidad intelectual y su cultura.

Siguiendo con la caracterización de los presupuestos históricos de La Florida, ésta se ajusta al modelo de la historiografía humanista del siglo XVI tanto en el propósito moral y didáctico de contar la verdad de los hechos como en la preeminencia del valor artístico de la obra. Y, por supuesto, en la vieja idea providencialista de la historia.

Dentro de la noción de una historia movida por fuerzas trascendentales («el impulso mesiánico» de la nación española de que habla Américo Castro) caben lógicamente el premio o recompensa o, en su caso, el castigo si los protagonistas de la empresa se desvían de la misión. De ese modo, por intervención divina, se justifica la expansión imperialista de la nación española. «Imperialismo y providencialismo se convierten así en dos caras de la medalla», como dice Avalle-Arce.

Ya en el Proemio el aumento de la Fe católica se convierte en objetivo prioritario de la conquista, razón y origen de la misma. Por este motivo, la obra se sitúa en el contexto de la problemática sobre la salvación de los infieles que reverdeció a raíz del descubrimiento y se debatió en Valladolid y en el Concilio de Trento. Son frecuentes las alusiones a las ganancias espirituales de los indios con la conquista y a la buena predisposición de algunos para ser evangelizados. Hacia el final del libro lamenta que los españoles dejasen de conquistar y poblar aquellas tierras por no haber hallado oro ni plata, pero sobre todo sostiene la idea de los españoles como pueblo elegido por Dios para predicar el evangelio.

La crítica del Inca no va dirigida, por tanto, contra la conquista -ni siquiera la cuestiona- sino contra la desviación de los objetivos prioritarios de la misma, contra la búsqueda del oro en lugar de la evangelización.

Más interesante, en cuanto síntoma de la estrategia adoptada por el autor para producir un discurso dignificador del indígena, es la otra vertiente de la teoría providencialista de la historia: la homogeneidad o uniformidad psicológica que postula la semejanza entre los hombres y los hechos más allá de las diferencias de cultura, raza, tiempo o clima. En virtud de aquélla, pueblos, hechos y cosas son reductibles a otros distantes en el espacio y en el tiempo. De ahí que el Inca prodigue las comparaciones con distintos universos referenciales, especialmente Perú, España y la Antigüedad. Este último apunta hacia la Unidad Imperial de España (Totius Hispaniae) que en la Edad Media, en particular en la obra de San Isidoro, aglutinaba los elementos romano y godo (véase Ruano 1952). Acerca de su utilización en el siglo XVI aclara Robert B. Tate que «el recuerdo de Roma y de los godos combínanse [...] para infundir un espíritu de realización épica que la distingue de obras semejantes en el resto de Europa» (Tate 1970: 296). Corresponde a la comparación por «sobrepujamiento», es decir, con los casos famosos tradicionales. Sin duda la más señalada del libro se refiere a las exequias que le hicieron los españoles a Hernando de Soto, similares a las que le hicieron los godos a su rey Alarico en Italia, en el río Bisento. Tras enumerar las semejanzas especifica las diferencias que -como es habitual en este autor- favorecen en este caso al episodio de La Florida.

Paralelamente se compara la llegada en canoa por el río de la señora Cofachiqui, para ir al encuentro del gobernador, con el episodio de Cleopatra por el río Cindo cuando salió a recibir a Marco Antonio.

A través de estos ejemplos Garcilaso se proponía conferir estatuto histórico a lo que todavía no había sido incluido en la historia, dado que para la mentalidad europea las primeras visiones del mundo indígena se inscribían en el mito.

En síntesis, los principios rectores del discurso histórico del Inca están constituidos aquí, como se sabe, por los propósitos de fama, veracidad y evangelización, por una visión teocrática y de uniformismo psicológico y por la conciencia retórica. En virtud de ésta establece una complejidad textual riquísima, transgrede la rigidez de la crónica e introduce elementos propios del discurso poético.

Lo que interesa destacar en este punto es que la utilización de un código retórico, de un lenguaje poético que se esmera en la narración del material histórico como si se tratara de una obra de creación4 cumple no sólo la consabida función ornamental sino también una función ideológica. Dicho de otro modo, lo literario no está, en este caso, reñido con lo histórico, más bien le sirve al Inca para subrayar la visión del mundo indígena que quiere presentar, y que, evidentemente, no coincide con la idea comúnmente difundida; sería, en este sentido, una vía más de legitimación y acreditación del relato. Todo ello se ve con claridad en algunas de las estrategias discursivas que adopta.


Estrategias discursivas

El no haber participado en la expedición y el tiempo transcurrido favorecen el distanciamiento objetivo de la materia histórica pero el Inca no evita implicarse subjetivamente en ella a través de sus comentarios. De este modo, en La Florida aparecen marcas de objetividad entreveradas con expansiones subjetivas. Para lo primero, para lograr objetividad, además del uso de la tercera persona, recurre a distintos mecanismos. Entre los más significativos está el de atribuir la autoría a Gonzalo Silvestre y reducirse él a simple «escriviente»5. Sobre esta misma base de acreditación histórica están las fuentes. Las de Alonso de Carmona y Juan Coles, otros dos testigos de vista, cuyas relaciones confrontará continuamente con la de su informante, Gonzalo Silvestre. Junto a éstas, la fuente más citada y contrastada es la de los Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sobre la expedición fracasada de Pánfilo de Narváez a la Florida; también en una ocasión sigue a López de Gómara, y para apoyar su defensa del indio recurre a la autoridad de José de Acosta en la Historia natural y moral del Nuevo Orbe. Por último, agradece a Pedro Mejía las recomendaciones que en la Heroica obra de los Césares advierten sobre los peligros de las ficciones que aparecen en los libros de caballería y otras similares.

Cuando el autor no puede satisfacer este propósito de objetividad recurre a la concessio o excusatio para justificar los errores geográficos y las imprecisiones en los datos. O, de acuerdo con la tradición de las literaturas latina y romance de la Edad Media, utiliza distintos tópicos de falsa modestia. Así se excusa de la insuficiencia de su lenguaje (rusticitas) para contar las hazañas de los indios. Cuando se trata de relatar las hazañas de los españoles atribuye la incapacidad a su condición de indio excusatio propter infirmitate o a la magnitud del hecho, y entonces la falsa modestia se asocia con el tópico de lo indecible, como es el ejemplo de la batalla de Mauvila donde el narrador llega a admitir: «demás de mi poco caudal, es impossible que cosas tan grandes se puedan escrevir bastantemente ni pintarlas como ellas passaron» (Garcilaso 1988: 386).

Frente a estos inconvenientes, a veces retóricos, a veces sinceros, la cualidad que vertebra la verosimilitud del discurso es la ecuanimidad aequitas con las dos naciones, españoles e indios. Precisamente una marca reconocible de la historia del Inca consiste en su identificación con dos universos culturales históricamente confrontados. Es cierto que con frecuencia se inclina del lado español y utiliza un pronombre claramente partidista («los nuestros» o «nuestros españoles»), pero este hecho no desmiente una valorización del mundo indígena. Los mecanismos comentados representan una de las vertientes de la personalidad o presencia del yo en el discurso destinada a establecer la veracidad histórica de los hechos, el «hacer persuasivo». En otras ocasiones, esta misma presencia, codificada por la tradición y los modelos, especialmente el italiano Ariosto, es una expansión subjetiva por la que Gómez Suárez de Figueroa se identifica como indio o inca6. Cabe aquí el tipo de comentario donde se lamenta del olvido en que tenía la lengua materna por no usarla (pp. 160-1) o donde reivindica la introducción en el texto de vocablos propios del Perú7. También subjetivamente introduce reflexiones sobre la vida a través del tópico de la mutabilidad de la fortuna:

La vanidad de los sucesos de la guerra y la inconstancia de la fortuna de ella es tanta que en un punto se cobra lo que por más perdido se tenía y en otro pierde lo que en nuestra opinión más asegurado está.


(Ibidem: 169)8                


En ocasiones, opina sobre algún asunto concreto; el más sorprendente, se refiere a las rigurosas leyes que existían en la provincia de Coza y Tascaluza para castigar el adulterio en la mujer. (Lib. III, cap. XXXV) En dicho episodio deja notar una clara conciencia sobre la discriminación que sufría la mujer en aquellas sociedades con un argumento que hoy suscribiría cualquier militante feminista.

Por último, las reflexiones moralizantes que suelen cerrar, a modo de conclusión, un buen número de capítulos, son una constante estilística que recuerda la literatura del exemplum de los siglos XIII y XIV y se relaciona con la doctrina de la historia del siglo XVI. Así, por ejemplo, el humanista aragonés Juan Costa, en su tratado De conscribenda historia libri duo, de acuerdo con Tácito, recomendaba el estilo sentencioso: «Las sentencias selectas ornamentan la historia»9.

Más importancia, sin embargo, reviste la descriptio o ekfrasis. Es bien sabido que la descripción regalada de lugares, de personajes y de cosas, origen de los topoi de la Edad Media, fue una de las partes del discurso oratorio que se integró fácilmente a la narración. En La Florida este recurso retórico queda investido de una función ideológica a través de la cual canaliza el Inca su discurso sobre los indios.

En efecto, las descripciones que el Inca presenta en su libro no son exclusivamente de carácter informativo, ni es este aspecto el que más le interesa, puesto que ya existían crónicas que se habían ocupado de aquellas tierras y de sus habitantes. Su propósito es el mismo que había animado a Las Casas y a José de Acosta: acabar con el prejuicio que tenían muchos europeos con respecto a los indios al reducirlos casi a la condición de animales.

Las Casas, en el Argumentum apologiae reconoce una forma de vida social y política para las tribus indias (aztecas, incas y pueblos nómadas de la Florida), hecho que demuestra la capacidad intelectual innata que poseen. Sin embargo, para José de Acosta tanto los pueblos de Brasil, como las tribus nómadas de la Florida son salvajes que se sitúan en el extremo inferior de la escala humana y no les reconoce organización civil. La Florida del Inca debe, pues, interpretarse a la luz de aquel debate que puso en tela de juicio el derecho de España a la conquista para el que fue imprescindible llegar a una conclusión sobre la naturaleza del hombre americano.

En su estrategia para aproximarse al mundo aborigen el Inca adopta la perspectiva de un europeo de su tiempo y maneja toda la gama de referencias que solía utilizarse para aquilatar el grado de civilización o de barbarie de los pueblos; sin embargo, cuando llama «bárbaros» a los indios de la Florida no se refiere tanto a su falta de capacidad ni de entendimiento, según hacía el europeo, como al hecho de no pertenecer a la religión católica.

Cuando habla de las costumbres de los indios de la Florida, que eran comunes para todas las provincias, pone el énfasis en marcar la diferencia de aquéllas con las de otros gentiles. Explica sus creencias religiosas, la veneración que tenían por los templos que les servían de entierro, las leyes matrimoniales y las que existían para castigar el adulterio. Se detiene en el comentario de los hábitos alimenticios y rechaza la existencia de canibalismo entre ellos. Describe los vestidos y tocados así como las armas, hechas con extraordinaria destreza (Libro I, cap. IV: 113-116).

En otro lugar se ocupa del pueblo y viviendas de Osachile, paradigma de los restantes pueblos, para demostrar que se construyen con arreglo a unos criterios racionales (Libro Segundo, I parte, cap. XXX: 230-231). Otro motivo de interés para el Inca lo constituye la fertilidad de las tierras, sobre todo de la provincia de Apalache. Su insistencia en destacar las excelencias para el cultivo y asiento de los pueblos en ellas cumplía dos objetivos: atraer a los españoles para que llevaran a cabo la deseada evangelización y demostrar que aquellas regiones eran idóneas para la organización de una comunidad civil.

Sin duda la descripción más larga y prolija es la del templo situado en el pueblo de Talomeco, que se extiende a lo largo de tres capítulos,

porque el que me dava la relación me lo mandó assí por ser una de las cosas, como él dezía, de mayor grandeza y admiración de cuantas avía visto en el nuevo mundo, con aver andado lo más y mexor de México y del Perú.


(Libro III, cap. XVII: 348)                


La insistencia en la grandeza del templo, en las riquezas que contenía y en la perfección con que estaba hecho demuestra que el propósito del Inca era dejar constancia del grado de civilización de estos indios10:

De todas estas cosas, y de la manera y orden que se ha dicho, estaba ordenado el templo, assí el techo como las paredes y el suelo, cada cosa puesta con tanta pulicía y orden cuanta se puede imaginar de la gente más curiosa del mundo.


(Ibidem: 345)                


En cuanto a las descripciones de personas, son muy frecuentes cuando se trata de los indios, ya sea individual o colectivamente. Entre los españoles, sólo de la figura de Hernando de Soto se hace un retrato riguroso por ser el máximo protagonista de la expedición11. Entre los indios, son los curacas o caciques los que suelen aparecer más caracterizados. Es obvio que le interesa a Garcilaso tratar, a través de ellos, las fórmulas de gobierno y la estructura jerárquica de aquellos pueblos por ser condiciones que demostraban que eran capaces de gobernarse y de tener una estructura política.

En este orden de cosas, el cacique Mucoço se presenta como modelo de virtudes que deberían seguir los príncipes fieles:

Mas Dios y la naturaleza humana muchas vezes en desiertos tan incultos y estériles produzen semejantes ánimos para mayor confusión y verguença de los que nascen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, sciencias y religión christiana.


(Ibidem: 156)                


Suele ser habitual, en tales casos, el uso del estilo directo, en boca de los personajes, como prueba de las excelencias de estas lenguas. Es cierto que el autor, a veces, cede la palabra a los personajes, españoles e indígenas, para aumentar el dramatismo de las situaciones y darle vivacidad y variedad a la narración12. Están en estilo directo, por ejemplo, las palabras que el gobernador le dirige a Gonzalo Silvestre para encomendarle una difícil empresa, manera ésta de enfatizar el autor la personalidad de su informante. Estas palabras son muy parecidas a las que dirige el curaca Cofaqui a su capitán general Patofa en términos solemnes. Pupo-Walker sostiene que estos pasajes «retienen, en su articulación retórica, múltiples ecos de la comedia y la prosa de ficción del Siglo de Oro» (1982: 64). Pero también es muy probable que Garcilaso incluyera tales discursos no sólo para imitar un estilo sino con el fin de salir al paso de las reiteradas acusaciones que rebajaban las lenguas indígenas y les negaban la condición de humanas. O, simplemente, la posibilidad de emitir un discurso razonado. Lo mismo cabe argumentar a propósito del prejuicio que, basado en la teoría aristotélica, consideraba a los indios esclavos naturales. La respuesta que da el cacique de Acuera a los españoles cuando éstos pretenden que se haga vasallo del rey de España revela el orgullo de quien se considera único señor de su tierra y desprecia cualquier forma de esclavitud:

Y a lo que dezían de dar la obediencia al rey de España, respondía que él era rey en su tierra y que no tenía necessidad de hazerse vassallo de otro quien tantos tenía como él; que por muy viles y apocados tenía a los que se metían debaxo de yugo ageno pudiendo vivir libres.


(Garcilaso 1988: 189)                


Y haciendo gala de un extraordinario sentido común se burla de los españoles por considerar que eran capaces de sufrir tantas penalidades para que en cambio otros se beneficiaran, ya que ellos no llegarían a ser señores de aquellas tierras.

Aún podrían citarse otros muchos ejemplos. Los más destacados son la belleza y armónicas proporciones físicas del cacique Tascaluça, la discreción de la señora Cofachiqui, que tenía admirados a los españoles; la astucia que demostró Vitachuco al razonar sobre el temor justificado ante lo que los españoles podían hacer con él y sus vasallos; la inteligente elocuencia de Anilco al discurrir sobre su honra y, en general, aquellos pasajes matizados por monólogos dramáticos en que los indios demuestran tener mayor aprecio a la fama y la conducta moral ejemplar que a sus propias vidas13.

De los elementos analizados aquí se desprende una filosofía de la conquista que al juicio negativo de los europeos sobre la incapacidad y falta de entendimiento de los indios contrapone la elocuencia de sus discursos y la valentía de sus hazañas en un intento de equilibrar la visión de conquistadores y vencidos. Es cierto que este propósito de ecuanimidad, fruto de su condición mestiza, está condicionado por una visión teocrática y providencialista de la Historia que favorece a la nación española. Pero también ha de reconocerse el esfuerzo por superar la perspectiva de información -propia de un buen número de crónicas-, y sustituirla por la identificación y reconocimiento de los valores naturales y humanos del Nuevo Mundo. El esfuerzo, en suma, por liquidar los prejuicios que impedían una comprensión objetiva del mundo americano.








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