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Historia y Política


Juan Valera






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Literatura arábiga

Un joven orientalista de los más instruídos, discípulo tal vez de Gayangos o del Solitario, acaba de traducir de la lengua arábiga, en romance castellano, una carta curiosísima que cierto sultán de Adel, nación bárbara al sur de Abisinia, dirigió, no recordamos bien en qué siglo, a la poderosa y graciosísima reina de la isla de Serendib, dándole las gracias por un notable servicio que le hizo ella.

Antes de trasladar aquí dicha, carta conviene, para su mejor inteligencia, que demos algunas noticias preliminares suministradas por el mismo mencionado orientalista.

Según éste, el reino unido de Serendib y Socotora florecía a la sazón en gran prosperidad y pujanza y era muy temido, merced a las numerosas armadas con que dominaba el vasto Océano, y dilataba su comercio desde Catay hasta Tule y otras remotísimas y casi ignoradas regiones del extremo Occidente.

Los serendibianos, orgullosos con la próspera fortuna, habían esclavizado y martirizado horriblemente a los hijos de Brahma y se divertían y medraban envenenando a los catayos; pero, prescindiendo de estas y de otras semejantes aberraciones, no se puede negar que eran acérrimos enemigos de la esclavitud y, por lo común, muy filantrópicos.

Para proteger la libertad de todas las cosas, empezando por la de los mares, tenían ocupados con sus hombres de armas y erizados de fortalezas, defendidas de balistas y catapultas, los islotes y los puntos todos del litoral de cada país de que por violencia o por engaño habían podido apoderarse. Así es que el más frívolo pretexto les bastaba para aprestar o echar a pique los barcos de otras naciones. En suma: no respetaban ni temían sino al gran Tamerlán de Persia, el kan de Tartaria, contra el cual habían impulsado a veces a Tamerlán por medio de intrigas, y a una distante y antigua colonia que se les había rebelado, transformándose en turbulenta, briosa y soberana democracia.

Con estos tres poderes solían ser los serendibianos débiles y hasta humildes y sumisos. En despique, trataban a casi todos los demás con una soberbia insoportable, y eran crueles y tenían muy malos hígados para los infelices a quienes la ira de Dios ponía bajo su dominio.

Esto consistía, sin duda, en que entonces aún no se había desarrollado mucho la civilización ni se había proclamado el dogma de la paternidad humana; porque, como ya hemos dicho, los serendibianos, por lo común, se pasaban de puro filantrópicos.

Pero vamos al caso. Contaban los serendibianos entre sus muchas posesiones la ciudad de Moka, en el reino del Yemen, la cual ciudad es la llave del estrecho de Bab-el-Mandeb, que da entrada al mar de Kolzun. El reino de Yemen o de Saba, que, cuando su gloriosa reina tomaba por consejo al propio Salomón y no a cualquier gentecilla, se había enseñoreado del mundo entero, estaba ya muy decaído de su antigua grandeza, y aguantaba sin chistar a los serendibianos establecidos y fortificados en Moka. Lo que no quiso aguantar el reino de Yemen, acordándose un poco de sus pasados bríos, fue el insulto que le hirieron los ladrones y piratas de que estaba compuesto el reino de Adel; a cuyo sultán se decidió al cabo a declarar la guerra.

Fácil hubiera sido para los sabeos el conquistar parte del país de Adel y civilizar a los incultos y feroces adelitas, si los de Serendib no hubieran protegido secretamente a aquellos bárbaros con armas y con dinero, y si la reina de Serendib no se hubiera descolgado con la más extraña pretensión que se registra en todos los anales del oriente.

El visir sabeo fue tan simple, que accedió a la pretensión y prometió no apoderarse del litoral de Adel para que no peligrase la libertad del mar de Kolzun, que sus majestades adelita y serendibiana tan bien defendían.

Este suceso dio ocasión a la carta que nuestro orientalista tradujo y que trasladamos a continuación para dar más variedad a La Malva, que no siempre ha de ocuparse de las cosas del día.

La carta es como sigue:


   El sultán de Adel ilustre,
príncipe de los creyentes,
en nombre del zancarrón
que en el aire se mantiene,
salud envía a la reina
de Serendib prepotente,
hija del leopardo y nieta
del unicornio celeste.
Gracias te doy por la noble
protección que me concedes,
y a defender me preparo
la libertad que posees
de hacer por aquestas mares
lo que mejor te parece.
Bendito el visir sabeo,
que es sin duda un inocente;
por él no es de recelar
que mi territorio mengüe;
más bien llegan a mi tierra
a hacer favor los de Yemen,
librándome de unos pillos
que respetarme no quieren.
Y pues te debo esta dicha,
que es muy justo agradecerte,
procuraré cultivar
mi corazón y mi mente,
para que no digan nunca
que la barbarie proteges.
En tanto te envío, en prueba
de mi cariño, un presente
de dátiles y alcuzcuz,
que al manjar han de saberte
que en el cielo las huríes
dan a comer a los fieles.
Adiós, reina soberana,
el Cielo te guarde siempre,
a fin de que por tu medio
allá en la India prosperen
la libertad y la paz,
y allá en el Catuy sueñen
mil ensueños deleitosos
los habitantes inertes.
Yo, fiado en tu favor,
activo seré y valiente.
Si es que venzo a los sabeos
haré que curtan sus pieles
para alfombra de tus plantas;
y si es que ellos me vencen,
tú lo compondrás de modo
que sin provecho se queden.



Así termina la epístola. La historia sólo añade que vencieron los de Saba. Esto no podía ponerse en duda. Lo que se ignora y hasta el día no ha podido desentrañar nuestro orientalista es si los sabeos sacaron alguna ventaja importante de la victoria. Mucho me interesan los sabeos, y quisiera yo que sacasen esa ventaja, a pesar del maquiavelismo de los serendibianos y de la simplicidad del visir.

Madrid, 1859.




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Esperanza

Ella y la Libertad son hermosísimas: son inmortales y siempre jóvenes. Desde el origen de los tiempos, nació La Esperanza de las entrañas de la Libertad. Ellas son el consuelo de la raza humana, el numen que jamás la abandona, el estro que las agita y la lleva a un término dichoso, si es posible que alguno lo sea por completo en este pícaro mundo.

La Esperanza respeta y ama a la Libertad, como una buena hija respeta y ama a su madre.

Ya se entiende que hablamos de la verdadera Esperanza. Cuidado con confundirla con otra Esperanza bastarda, hija de la superstición. Tiene ésta la mala costumbre de emborracharse en casa de su madre y de salir luego por esas plazas blasfemando de la Libertad y de cuanto hay, si no de bueno, de menos malo, en este valle de lágrimas. Como presume de devota, quiere hacernos aborrecible la Tierra y ahorrarnos el Purgatorio ultramundano.

Por eso, el día 8 del pasado, en una de sus borracheras, llamó a la Libertad vieja, fea y hasta..., no nos atrevemos a decirlo. En suma: le dijo, con cierta malicia, que tenía muchos amantes.

Pero ¿cómo no ha de tenerlos? ¿Quién no la ama, si es que la conoce?

La Esperanza empieza por decir descaradamente que ella no la ama. Luego supone o deja entrever que tampoco la ama el señor Conde.

Hay más. La Esperanza cree que el señor Conde quiere matar a la Libertad. «Por el pronto, ya es un gran punto -dice- que empiece por matar infieles.»

Entre la Libertad y los infieles hay, según La Esperanza, muchos puntos de analogía. Sin duda, según La Esperanza, y precipitándonos con ella desde la cúspide de la premisa en el abismo de la consecuencia, será menester ser moro para ser liberal y ser servil para ser buen cristiano.

No la retrae de hacer esta deducción el haber visto el otro día al jefe de los liberales netos llorar de gusto y hacer pucheritos de tierna alegría o de alegre ternura porque se anunció que íbamos a matar infieles. ¿Si sería aquel llanto el del cocodrilo? ¿Si sería aquel llanto para engañar al señor Conde?

Según La Esperanza, el señor Conde es quien nos va a dar a todos un chasco pesado, matando a la Libertad en cuanto acabe de matar infieles.

Lo que extrañamos es que no haya muerto antes la Libertad, pues, como dice La Esperanza, con Libertad es imposible una guerra de religión.

La Esperanza entenderá seguramente por guerra de religión el convencer a trancazos a los infieles de la verdad de la nuestra.

¿Qué dirán los doce apóstoles y los setenta discípulos de este caritativo y dulce modo de predicación que recomienda La Esperanza?

Nosotros somos profanos y no queremos ni podemos imaginar lo que dirían. Nosotros, por nuestra cuenta, tampoco decimos nada; no hacemos más que reírnos.

¿Guerra de religión desea La Esperanza en el siglo XIX?... Menos desatinado nos parece el deseo de hacer la guerra materialmente, como se hacía en el siglo XII, abandonando los cañones rayados, olvidando la moderna disciplina y armándonos de lanza y rodela, como Don Quijote.

Si fuera cierta la máxima que hemos citado en el artículo que habla de nuestra erudición, aquella máxima que dice:

Quos Deus vult perdere prius dementat,



estaríamos ya con el alma en un hilo, aguardando nuestra perdición. Lo que es el juicio, si nos hemos de guiar por los deseos de La Esperanza, ya lo tenemos perdido.

Madrid, 1859.




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Observaciones luminosas

sobre los varios modos que hay ahora de entender la Historia o de explicarla, aunque no se entienda


La Historia es un misterioso e inmenso jeroglífico, símbolo de la idea eterna que se va realizando en el tiempo por medio de la Humanidad. Es un Mane, Thecel, Phares, fausto o infausto, que ningún Daniel explica cumplidamente. Muchos son los intérpretes, pero todos interpretan a su antojo. El primero que llegó a descifrar el enigma (¡prodigio singular!) está ya muerto, y habla, sin embargo, y disputa, y hasta combate. Como el Cid, difunto, entró en batalla sobre Babieca, viene éste al certamen sostenido por escritores y periodistas.

Persuadido de que no ha muerto aún, es muy procaz e insolente. Quiere combatir, aunque no espera vencer:


   Cosi colui, del colpo non acorto
andava combatendo ed era morto,



como dice un antiguo poeta.

Pero, muerto y todo, no se puede negar que la entidad de que hablamos, desasosiega, turba y aflige a veces a los vivos. Es la estatua del Comendador (por no traer siempre a cuento a la sombra de Banco), que anubla el regocijo de los que se sientan en el festín de la vida. ¿Y cómo no anublarlo, cuando dispone de un enjambre de Casandras-machos, de continuo afanados en predecir desventuras? Y lo peor es que no se las predicen sólo al partido dominante en el mundo, sino al mundo entero, en el cual tienen la conciencia íntima de que no volverán a mandar nunca. Por eso quieren derramar sobre él la copa de la ira de Dios, y por eso anuncian como muy cercanos los tiempos apocalípticos. Claro está que para anunciarlos tienen que saber a fondo no sólo las cosas pasadas y las presentes, sino también las venideras, con lo cual saben un punto más que el diablo, que de las cosas venideras nada sabe. Como el diablo, se han metido ellos a predicadores, y dicen: «Haced lo que digo y no lo que me veáis hacer.» Si se los acusa de que no dan el ejemplo, acuden siempre con el texto del apóstol:

El espíritu está pronto, mas la carne flaquea.



Se guardan, empero, en el alma las sentencias de su verdadero apóstol, que es el padre Molinos; así es que procuran y buscan la vita bona, aun en este valle de lágrimas.

Aunque se acerque la consumación de los tiempos, consideran estos santos que crux voluntaria mortificationum, pondus grave est et infructuosum, ideoque dimittendum. Mas no es de su moral, sino de su filosofía de la Historia, de lo que debemos ocuparnos.

Rogadles que os descubran el enigma, y tomarán el tono de los inspirados y pronunciarán temerosas sentencias. Entonces se inmutará vuestro semblante, y se conturbarán vuestros pensamientos y las coyunturas de vuestros riñones se descoyuntarán (de espanto o de risa) y vuestras rodillas se batirán la una contra la otra. Ellos hablarán de esta suerte:

«Desde que terminó la era paradisíaca con la primera culpa del hombre, el humano linaje ha ido siempre de mal en peor hasta el siglo X u XI de nuestra Era, en que empezó a haber en el mundo un remedo de paraíso con las Cruzadas, con la sumisión completa de los pequeños a los grandes, con la santa miseria y con la ignorancia santísima. Así siguieron las cosas bastante bien hasta la época fatal que llaman los impíos del Renacimiento. En aquella época volvieron los hombres a gustar el fruto prohibido, buscaron la libertad, la ciencia y la riqueza, y quisieron sacudir el yugo que les habían puesto sus dominadores. El mundo desde entonces rueda de abismo en abismo, y no sabemos adónde irá a parar. España, gracias a Felipe II y a los imitadores de su sistema, a la Inquisición, al horror o al desprecio con que miró por mucho tiempo las nuevas ideas políticas y económicas, y al olvido en que puso el estudio del Universo visible, se conservó hasta muy tarde en su primer estado dichoso. Pero ya no tiene Inquisición, ni Felipes segundos, y su juventud va prestando un oído atento a la serpiente de las nuevas doctrinas. No hay pues, esperanza de salvación ni siquiera para España. Ya tenemos ferrocarriles, aunque malos, y telégrafos, y Constitución, y Prensa periódica. ¿Qué nos falta sino ver nacer el Anticristo o saber que ha nacido y que anda por el mundo, cuyo profetizado fin será muy en breve?»

Mas he aquí que no bien se escuchan estas palabras, acuden otros Edipos a explicar el enigma de la Esfinge. Los recién llegados no están muertos, pero están próximos a morir. Una decrepitud prematura ha trazado hondas huellas en su semblante. Su vista, débil y cansada, no acierta a percibir los signos fatídicos de la Historia. No ven más que tinieblas, y en medio de ellas seres que luchan como Jacob con el ángel.

A veces perciben algún resplandor efímero a manera de relámpago. Es Gutenberg, que descubre la Imprenta, o Copérnico, que para el Sol, o Galileo, que da movimiento a nuestro globo. Para ellos, sin embargo, no empieza a alborear sino en la orilla del Sena, a mediados del último siglo. El contrato social y la Enciclopedia son la luz de su aurora. Vapor de sangre derramada anubla esta luz; mas, al cabo, aparece pura y esplendorosa, por los años de 1812, en el horizonte de Cádiz. Desde entonces se han quedado estáticos, mirándola con la boca abierta, e imitan al doctor don Bartolo, y aunque se llaman progresistas, siguen inmóviles como una estatua, como la estatua de Mendizábal. Sólo pudieron estos infelices tartamudear algunas palabras vacías a propósito del misterio. Verdad es que no les dejaron tiempo otros que vinieron echándolos a empujones. Eran jóvenes muy presumidos y satisfechos, tenían traza medio de mercaderes, medio de estudiantes, y se gloriaban de descender de cierto Adán britano que vivió también en el último siglo.

«El destino de la Humanidad -dijeron éstos- es comprar y vender, producir y consumir. Sean libres las compras, las ventas, la producción y el consumo, y el interés individual, que es infalible, hará que todo vaya del mejor modo y que reine la paz octaviana. Las causas de todas las guerras y revoluciones han sido sólo la ignorancia de la economía. Apréndase y practíquese lo que nosotros enseñamos, y no habrá ni revoluciones ni guerras.

Desde Nebrot hasta el día, sólo las cuestiones económicas han tenido poder de agitar el mundo. Resuélvanse estas cuestiones y el mundo se quedará como una balsa. El vellocino de oro no era más que muselinas y otras telas de algodón que se vendían en Colcos; los argonautas, ciertos comerciantes que fueron a Colcos a establecer una factoría. Desde aquella época hasta la presente todo se explica por el mismo orden. La influencia que ha ejercido en el mundo el barbero Arkwright ha sido y es más poderosa que la de Napoleón I, con todas sus batallas y conquistas.»

Aquí interrumpió el discurso uno que estaba al lado del preopinante con cierto aire de plebeyo enriquecido y soberbio.

Era tan débil que caminaba apoyado en un sargentón para no caerse. Su presunción era, sin embargo, superior a su debilidad. Se juzgaba más sabio que todos; habló de esta suerte, con tono dogmático y desembarazado:

Vosotros decís la verdad y la negáis, tenéis razón y no la tenéis, veis una cosa y no veis otra. Yo solo veo todas las cosas. En el tesoro de vuestra ciencia hay un átomo de oro purísimo, y lo demás es alquimia. Yo solo poseo el crisol que depura el oro y le separa de todos los demás metales. Cada uno de vosotros posee una mínima parte de la verdad. Yo solo reúno estas partes y compongo el todo. Cada una de vuestras doctrinas es un veneno. Yo las purifico y de todas ellas extraigo el elixir de vida. El instrumento de que me valgo, para realizar este prodigio se llama criterio de elección. La Historia es para mí como un campo de flores de donde saco la miel de mi doctrina. En una palabra: yo elijo y me reposo en el justo medio de todos los extremos. En él me hallo a gusto, y es menester conservarle y conservarme, y que la Humanidad no vaya adelante ni atrás, a fin de que sea feliz y de que yo me sostenga encaramado sobre sus hombros. Yo soy el conservador de lo que existe, porque lo existente es obra mía. Yo soy el mantenedor del equilibrio y del sosiego entre las diversas fuerzas que se combaten. Yo soy el conciliador de la libertad con la autoridad, del libre cambio con el sistema prohibitivo, de los ultramontanos con los regalistas, de los creyentes con los ateos y de los que piensan que todo va bien con los que piensan que todo va mal. Lo cierto es que todo va medianamente, aunque no es posible que vaya mejor; que estamos en una época mediana; que los que mandan deben ser medianos; que la clase dominadora es la mediana o media, y los partidos medios deben tener razón; que la razón misma no es más que lo que está en medio; que estar en medio es lo mismo que estar encima, y que por eso nosotros estamos en medio y encima de todo. Hemos llegado a donde se puede llegar buenamente. Non plus ultra es nuestra divisa. No hay más allá de libertad, ni de felicidad, ni de ciencia para el mundo.»

De repente, mientras que yo veía estas cosas y oía estos discursos en espíritu, apareció en escena un número crecido de gente moza que venía cantando aquellos versos de Espronceda:


   Yo romperé las cadenas,
daré paz y libertad
y abriré nuevos senderos
a la errante Humanidad.



Muchos de los que cantaban parecían llenos de entusiasmo y de buena fe. Noté, sin embargo, que no pocos tunos, hipócritas y ambiciosos se habían mezclado y confundido con aquellos jóvenes cándidos. Uno de éstos exclamó con acento lírico: «La Humanidad camina irrevocablemente hacia el bien y no se equivoca en el camino. Marcha sin detenerse, y los mismos que creen detenerla la empujan. Todo lo que ha sucedido y todo lo que sucede está bien; todo concurre al desenvolvimiento constante e indefinido de la idea, nada se destruye y todo se completa. Lo que parece mal aisladamente conviene a la armonía del conjunto. Las contradicciones van a resolverse pronto en una síntesis suprema. Las diferencias van a borrarse y la igualdad va a aparecer entre los hombres. Va a ser completa la autonomía del individuo, y, sin embargo, la Humanidad va a formar un todo perfecto y único. Cada individuo absorberá en sí a la Humanidad entera y la Humanidad absorberá en sí a todos los individuos para que se cumpla mi vaticinio y sea la Humanidad una y perfecta, y el individuo, libre, cabal y dichoso.»

Una matrona, que por momentos me parecía vieja, por momentos joven, que ya tenía cara de necia, ya de sabia; que ya parecía una reina, ya una esclava; ya un diablo de fealdad, ya una diosa de hermosura, tomó entonces la palabra, y dijo:

«Mancebo: Tú hablas según mi corazón y te ajustas a mis deseos y esperanzas. Todo lo que dices se me figura verdad. Sólo te equivocas en el tiempo. Tú imaginas que ya se realizan tus pronósticos, y aún tardarán por lo menos treinta o cuarenta siglos en realizarse. Yo no puedo ir más deprisa por más que te empeñes y me estimules; mas no por eso dejo de agradecerte la impaciencia que muestras por mi felicidad. Cuando ésta se realice en la forma que tienes anunciada, yo levantaré un monumento colosal a tu memoria. Por desgracia, no podrá ser hasta dentro de unos cuantos miles de años, y tú entonces serás considerado como un mito. Serás lo que son ahora Lino u Orfeo. Conténtate con esto, y aunque sigas profetizando, dedícate a alguna cosa de utilidad inmediata, porque no es justo que vivas de continuo en lo futuro, o sea en Babia.»

Así dijo, y tan desconsoladoras frases me llegaron al alma y me arrancaron de allí aquella virtud representativa que me había hecho ver y notar cuanto dejo apuntado.

Madrid, 1851.




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De la revolución en Italia


- I -

Vivimos, dicen muchos, en una edad agitadísima, en un período de transición, en una era de revoluciones en que nada hay estable y seguro, en que no se conoce más derecho que la fuerza, más justicia que la voluntad del mayor número; pero los que así se lamentan niegan de un modo implícito la evidente, providencial y perpetua agitación del humano linaje. Todos los períodos de su vida son otros tantos períodos de transición y de revoluciones. Desear el continuo reposo e imaginar que en algún tiempo le hubo es creer que la Humanidad cayó durante algún tiempo, y puede caer de nuevo, en un desmayo apacible; es pensar que ya ha tocado el término oscuro e indefinido de su carrera, y que podemos pararla para que en él se repose y duerma tranquila. Sería, pues, temerario y absurdo empeño el de los amantes de lo pasado, si procurasen hacerla retroceder, o el de los que se precian de conservadores, si quisieran pararla. No es esto lo que les incumbe, si bien tienen que cumplir un destino altísimo, si bien son, y nunca dejarán de ser, parte principal en el movimiento y desarrollo de la Historia. En esa pompa, en esa teoría sacratísima de la raza del hombre, en esa peregrinación maravillosa hacia la tierra prometida, si hay, y conviene que haya, profetas para que columbren lo por venir, son asimismo necesarios los guardadores de la antigua sabiduría y de la experiencia de los siglos; aquellos que, sin poner obstáculo al progreso, lo siguen y prudentemente lo ordenan; aquellos que conservan, como en el arca de una nueva alianza, las tradiciones que han de legitimarlo, santificarlo y hacerlo fecundo, enlazándolo con lo pasado. El criterio de éstos es el que debemos y queremos adoptar al juzgar el grande espectáculo que hoy nos ofrece la conmovida Europa, espectáculo que ha de mirar el filósofo con serenos ojos, confiando en la Divina Providencia y en el instinto divino de la Humanidad, desechando vanos temores y ahogando la envidia, que no por ser patriótica deja de ser mezquina.

España tuvo la primacía durante dos siglos en este gran sistema de estados europeos, confederados tácitamente por una misma civilización y por una misma tendencia, animados del mismo espíritu y caminando al mismo fin de extender por todo el orbe la fe cristiana con la persuasión, las ciencias y las artes con el comercio y con la guerra. Postrada ya España, y predominantes Inglaterra y Francia, todavía nos queda el consuelo de poder afirmar que, hasta sin tener en cuenta los raros descubrimientos de nuestros días, sobre todo las aplicaciones del vapor y de la electricidad, eficaces y poderosos medios, nuestro predominio fue, más que los de ahora, benéfico a la civilización del mundo, a la propagación del cristianismo, a la elevación y redención de las razas degradadas, bárbaras o selváticas y a la comunión y consorcio de ellas con lo más noble y dichoso del linaje humano. En la época en que predominaban los españoles, todos los pueblos eran, más que en la presente, fanáticos, codiciosos y crueles; pero ni la crueldad, ni la codicia, ni el fanatismo bastaron a impedir que asimilásemos a nosotros a los indios de ambas Américas, haciéndolos compatriotas y hermanos nuestros. No así la gente anglosajona, que jamás se mezcla con el pueblo vencido; que no puede ni sabe conquistar sino humillando, extinguiendo o arrojando para siempre de sus hogares a la gente conquistada.

No en balde ni fuera de propósito vienen aquí, las anteriores reflexiones. La postración de España no es sino relativa. Otras potencias de Europa, singularmente las dos arriba mencionadas, se le han adelantado, con rápido crecimiento, en población y en riqueza: pero España aún puede alcanzarlas. Nación cual la nuestra, que tan grandes obras ha obrado, no muere nunca, y sólo decae temporalmente; en ella vive un espíritu inmortal que ha de engendrar, sin duda, un nuevo y sublime pensamiento, y que ha de divulgarle por el mundo con sus armas y con sus naves. España, pues, puede mirar impasible y serena los acontecimientos que hoy se realizan y se preparan. Unida y armada para la propia defensa, apercibiéndose a cumplir en lo futuro destinos más altos, y segura de que, aun en el estado actual, lograría en una gran contienda inclinar notablemente la balanza con el peso de su espada, ni debe recelar para sí los infortunios de unos, ni envidiar la suerte de otros, si bien las flaquezas y errores ajenos han de servirle de escarmiento saludable, y los aciertos, de estímulo y de incentivo. Si llega la hora de un temeroso choque entre las potencias preponderantes, España, regida por un Gobierno firme, prudente y de altas miras, ora haciendo respetar y valer su neutralidad, ora poniéndose de un lado, no es de temer que padezca mengua, y sí de esperar que logre ventajas.

En esta situación, a mi ver favorable, España y cualquier español, sin ponerse en contradicción, por amor de la patria o por empeño de parecer en extremo celoso de su bien y seguridad con los intereses generales del mundo, pueden imparcialmente juzgar los hechos que ahora se ofrecen a su examen, y entre ellos el más culminante y trascendental, el conato de independencia y unión de Italia.

¿Y quién ha de negar que este conato es santo y noble, que esta aspiración es legítima? Es cierto que Italia, desde la caída del Imperio romano, no ha estado unida en un solo reino, sino bajo dos reyes bárbaros, Odoacro y Teodorico; pero muchas veces, y con admirable poder y gloria, ha estado confederada. La confederación era acaso la única unidad posible en la Edad Media, en que no habían llegado a formarse grandes nacionalidades, y confederación hubo en Italia. No hubo unidad completa; pero tampoco en Francia, en la Gran Bretaña ni en nuestra patria la hubo. Si después estas últimas naciones se han unido, e Italia no, no por eso se ha de argüir que la unidad es imposible y absurda, aunque sea difícil sobre manera.

Dos causas principales han concurrido y concurren a que se retarde, a que tal vez no se logre la unidad de Italia y su integridad e independencia; dos causas que honran y ensalzan a Italia, no que la desdoran. Es una el esplendor y poder de sus repúblicas, cuyo recuerdo parece que se opone a confundirse y perderse en un solo Estado; es otra el señorío temporal del Papa.

El primer obstáculo no es tan difícil de superar, sobre todo cuando ya no existe sino como recuerdo. El condado de Barcelona era aún glorioso en realidad cuando se unió con Aragón, y Aragón cuando se unió con Castilla. Gloriosísima, maravillosa como una epopeya, fue la vida independiente de Portugal, y aún seguiría unido a España a no ser por la torpeza y desgobierno de los reyes austríacos. El segundo obstáculo es el que nos parece casi insuperable.

A pesar de todo, los italianos, y más los egregios que los vulgares, y más los que han vivido en edad relativamente próspera que los que han vivido en períodos de abatimiento, han deseado siempre con ardor la unidad y la independencia de la patria, haciendo todos constar de esta suerte que la patria común existía y existe, y no es una mera fórmula geográfica, como supuso el príncipe de Metternich. Petrarca en sus canciones, Dante en su Monarquía y en su poema soberano, y Maquiavelo en todas sus obras políticas, aspiran a la unidad de Italia. En nuestros días no ha nacido, sólo se ha renovado esa aspiración.

Italia no ha dejado nunca de ser fecunda en grandes ingenios. Sin embargo, puede asegurarse que desde principios de este siglo empezó en ella un renacimiento y desarrollo del espíritu que no podía menos de preparar y producir al cabo, en el terreno práctico, una revolución grandísima. Parini, con sus sátiras, avergüenza a los ociosos y a los afeminados; Alfieri enciende en el alma el amor de la libertad y de las grandes hazañas; Manzoni eleva el corazón con sus religiosos y patrióticos cantares; Leopardi presta a muchos italianos el furor de su desesperación; Amari se complace en recordarles las terribles Vísperas sicilianas; Romagnosi les enseña las ciencias políticas; Rosmini, Galuppi y Mamiani los arrebatan a las esferas de lo ideal con sus altas filosofías, y hasta un monje de Monte Casino, el padre Tosti, escribe la historia de la liga lombarda y ha ce revivir en la memoria de sus contemporáneos la gloria de aquellos que se igualaron en Legnano con los héroes de Maratón y de Platea.

Entre tanto, las revoluciones de otros pueblos y su anhelo contagioso de libertad, la heroica guerra de la Independencia de España, la no menos heroica de Grecia y hasta los estremecimientos convulsivos de Polonia, que se agitaba por sacudir el yugo, ofrecieron ejemplo e infundieron en Italia la emulación y el entusiasmo. Así es que en todo el primer tercio de este siglo han sido frecuentes en Italia las conjuraciones y los alzamientos. Tanto los fervorosos conspiradores de las sociedades secretas, cuanto muchos hombres de gobierno soñaban, como medio y hasta como fin de independencia, con el reino único, de que el primer Napoleón les había dado el modelo, aunque no independiente y cabal. Por otra parte, no faltaban republicanos y demócratas que suspiraban, o por una confederación de repúblicas, o por la república una e indivisible. Patriotas más avisados querían la liga de los príncipes contra el extranjero; pero los príncipes, recelando, acaso no sin motivo, de los patriotas, y atraídos por los lazos de parentesco y jerarquía, se ligaban los más con el emperador de Austria contra los patriotas, y no entre sí y con los patriotas contra el emperador. De este modo pesaba el despotismo austríaco, la tiranía de los bárbaros, como en Italia los llaman, sin querer convencerse de que ya no lo son, no sólo sobre Milán y Venecia, sino también sobre casi todos los estados independientes. Esta tiranía, con todo, no era sentida del vulgo, sino de la clase ilustrada y aristocrática. El campesino de Lombardía no se avenía mal con la dominación austríaca, y tal vez vivía con ella dichoso. El Lazarón de Nápoles y el aldeano de la Calabria acaso ignoraban que había en el mundo una Lombardía, y que Lombardía estaba en Italia, y que era conveniente que Italia estuviese libre y unida. El espíritu de revolución era, por consiguiente, y aún lo seguía siendo en 1848, más que popular, aristocrático, escolástico y literario. Por esta razón, sin contar con la poderosa falta de acuerdo entre los príncipes y con la falta de avenencia entre republicanos y monárquicos, tuvo, a mi ver, tan mal éxito el levantamiento de 1848 y 1849. Si después se ha hecho popular ese espíritu de revolución, milagro ha sido de la actividad de los propagadores, de la torpeza y poco tino de los gobiernos a quienes no convenía, y de la astucia y constancia del Gobierno a quien conviene, y para quien, no sin aventurar mucho y no sin hacer inmensos sacrificios, va granjeando hasta ahora provecho crecido y no menor importancia.

Al transformarse ese espíritu de revolución en espíritu popular, de literario y aristocrático que era, se ha descartado del pensamiento neogüelfo y se ha hecho neogibelino; de federativo, con el Padre Santo a la cabeza de la federación, que era entre muchos, se ha hecho unitario, con Víctor Manuel por jefe. Examinemos rápidamente cómo y hasta qué punto se ha verificado este cambio.

Considerando los hombres prudentes que para arrojar a Austria del suelo italiano era menester o el auxilio extranjero, ocasionado a trocarse en nueva tiranía, o la unión de Italia en un solo reino, para lo cual convenía echar por tierra los tronos de algunos soberanos, no excluyendo el temporal del Padre Santo, lo cual era punto menos que imposible sin acarrearse la ira de todos los estados católicos, o, por último, una Liga de los príncipes reinantes, empezaron, desde los tiempos de Gregorio XVI, a pensar en esta Liga, poniendo al frente de la acción a la casa de Saboya, y como presidente, director y santificador del pensamiento, al Papa. Esto fue lo que algunos calificaron de partido neogüelfo. Vinieron a dar importancia y vigor a este partido la aparición y la súbita celebridad de un libro singularísimo, así por la inmensa doctrina como por la viva y seductora elocuencia que en él resplandecen. Hablamos de El Primado italiano, de Gioberti.

Nunca se ha hecho de la religión católica una aplicación más elevada y grande a la filosofía de la historia y a los negocios profanos de la política. El libro de Gioberti puede servir de modelo y dechado a todos los escritores neocatólicos. Gioberti supone, como todos ellos, un lastimoso extravío de la Humanidad, que empieza con el Renacimiento y con la Reforma y que prosigue aún en espantable progreso. Gioberti, para corregir este extravío y marcar a los hombres el buen sendero, hace causa común, o, mejor diré, considera como la misma causa, la del predominio de su patria en la acción y en el pensamiento, y la del bienestar, armonía y salud del género humano. La teología católica es para Gioberti la virtud que crea y el lazo que une las ciencias todas: la filosofía platónica, hija de la tradición y revelación primitivas, santificada, iluminada y completada después por el catolicismo, la única filosofía primera; la ontología de la fórmula ideal, el fundamento del derecho, de las leyes y de toda metafísica. Para Gioberti, Descartes es un mal filósofo; su escuela psicológica, un sistema necio y mezquino; la Critica de Kant y todas sus consecuencias, un panteísmo absorbente, que destruye la libertad del hombre. Para Gioberti, la civilización se ha torcido y viciado, va en rápida decadencia desde el momento en que Italia, maestra de las gentes, empezó a decaer en el orden intelectual y en el orden político. Levantar a Italia de su postración es para Gioberti la salvación de Europa, es levantar de nuevo en alto el lábaro de la civilización cristiana, restablecer la armonía y la unidad; reponer, donde conviene y es justo, la iniciativa, el magisterio y la virtud de todo progreso. El admirable fervor, la erudición varia y profunda y la argumentación vigorosa de este libro fascinan cuando no convencen.

Difícil es dar cuenta en el breve espacio de este ligerísimo escrito de esa enciclopedia de Gioberti, donde se tocan todas las cuestiones que han podido y pueden agitar al espíritu humano, y donde, al propio tiempo, sin que lo voluminoso de la obra sirva de obstáculo, se hace de la manera más eficaz la propaganda revolucionaria. Baste decir que El Primado italiano, de Gioberti, leído por muchos y explicado y puesto por ellos al alcance del vulgo, preparó y precipitó la revolución en Italia. Los moderados y conservadores y las altas clases sociales de la sociedad se hicieron revolucionarios con el libro de Gioberti, tan monárquico y tan partidario del Papa. No pocos amantes de lo pasado se mostraron también deseosos de la revolución, imaginando, sin duda, que con ella iba a renacer el esplendor de Italia y que iban a renovarse los buenos tiempos antiguos y a recobrar el pontificado su preponderancia política en el mundo. Hasta muchos de los republicanos y demócratas, y tal vez el mismo Mazzini, fueron por un momento, o fingieron ser, giobertistas.

En esta disposición de los ánimos, vino a ocupar la cátedra de San Pedro un varón virtuosísimo, de corazón verdaderamente italiano, ansioso del bien general y sediento del amor de los pueblos. Exento de mundana ambición, nadie podía imaginar que Pío IX fuese un príncipe guerrero, un Papa batallador, como Julio II; esto repugnaba además abiertamente con la cultura de nuestro siglo, en el cual ni en sueños es tolerable ver al Vicario de Nuestro Señor Jesucristo entrando por asalto en una ciudad o combatiendo al frente de un ejército. Muchos esperaban, con todo, que el Padre Santo, movido de su bondad y de su anhelo de que Italia fuese libre, consagraría la guerra contra los austríacos como a una nueva cruzada, e imitaría hasta cierto punto a Alejandro III, tomando místicamente la dirección de la empresa.

Con tan halagüeñas esperanzas, estalló a poco la revolución por toda Italia a los gritos de «¡Viva la Liga italiana!», «¡Viva Pío IX!», «¡Viva Gioberti!» El himno de Pío IX fue La Marsellesa, fue el Himno de Riego de aquellos patriotas. La revolución tomó el carácter neogüelfo del libro de Gioberti. La erudición, la filosofía, la teología y hasta el misticismo, que intervinieron en ella, la hicieron, por lo pronto, más propia de las clases elevadas y cultas que de la indocta plebe. Los austríacos eran los bárbaros y los soldados de la patria los cruzados; los tres colores de la bandera italiana simbolizaban las tres virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad. Italia misma estaba figurada por estilo profético en la hermosa Beatriz, que, después de largos años de dolor y de prueba, se le apareció a Dante en el Paraíso terrenal vestida con ropa de esos tres colores significativos.

Los primeros movimientos de la revolución tuvieron, por consiguiente, cierta índole científica, bien expresada en los Congresos dei scienziatti, y cierto viso de buen tono, de elegancia y hasta de galantería, merced a las princesas, duquesas y otras damas aristocráticas que predicaban la santa Liga, que con sus blancas y suaves manos colocaban en el pecho de los jóvenes caballeros la cruz roja, y que los animaban y los hacían más caldi d'amor patrio con una dulcísima sonrisa. Entre estas ilustres promovedoras de la libertad y de la independencia descollaba la nobilísima, poética y erudita princesa de Belgiojoso.

El rey de Cerdeña Carlos Alberto tomó al fin el glorioso apodo de la Spada d'Italia y se puso con todo su brío a servir a la revolución. Las más gratas ilusiones llenaron el alma de los patriotas; antes que Inglaterra o Francia pensaran en ofrecerles apoyo, lo desecharon con aquel dicho celebérrimo de Italia farà da se.

Entre tanto, el bondadoso Pío IX, ensordecido con los cánticos de alabanza, con las aclamaciones y los vivas, y cegado por el humo del incienso que ardía en su obsequio en toda la península, no acertaba a descubrir claramente la tormenta que iba arreciando ni a comprender en toda su extensión y trascendencia el inmenso compromiso en que él mismo se había puesto. Pero los otros príncipes de Italia, y singularmente el rey de Nápoles, más amigos de Austria y del propio bienestar y reposo que de hacer de libertadores y propugnadores del bel paese dove il si suona, comprendían y aun exageraban todos los peligros de la revolución, renegaban cordialmente del Papa, que, a su ver, la había promovido, y prohibían que en sus estados se cantase el himno del Papa, como si este himno fuese una blasfemia.

La revolución de Francia, el socialismo y el comunismo, el derecho al trabajo, la Icaria, Proudhon, los húngaros, Kossuth, la Asamblea Nacional de Francfort y los filósofos alemanes armaron poco después tal estrépito en toda Europa, que vacilaron los tronos, ardió el mundo en motines, guerras civiles y asonadas, y no faltó quien creyese que eran llegados los tiempos apocalípticos y que se acercaba la consumación de los siglos.

Los príncipes de Italia, que hasta entonces habían seguido de muy mala gana el movimiento nacional, empezaron a serle abiertamente contrarios. Si por lo pronto contemporizaron con él, fue cediendo a la fuerza. El temor de los trastornos, el pavor que la democracia infundía, se acrecentaba y se corroboraba en ellos con el continuo recelar de la ambición de Carlos Alberto y con el amor que los vínculos de familia y la comunidad de intereses les inspiraba la nación austríaca. Así fue que ninguno de ellos entró de buena fe ni eficazmente en la Liga, ninguno de ellos se confederó contra los bárbaros, ninguno de ellos desenvainó su espada para coadyuvar con la de Italia en la noble causa de la independencia. Los patriotas empezaron, al fin, a abrir los ojos y a notar el desatino del plan de Gioberti, tan sublime y deslumbrador en la teórica.

Los valientes ciudadanos de Milán y de Venecia habían sacudido las cadenas, y el príncipe de Saboya salía a la defensa de su libertad con un ejército bien organizado; pero los otros pueblos de Italia, si permanecían quietos, nada podían hacer por sus hermanos, porque los príncipes no lo querían; y si trataban de agitarse o se agitaban para obligar a los príncipes, tenían que consumir tiempo, fuerzas y entusiasmo en luchas intestinas. Sólo podían acudir, y sólo acudieron, en auxilio de Carlos Alberto, pocos y mal disciplinados voluntarios, mozos, por la mayor parte, de escogida educación y blandas costumbres, más avezados a disputar en las aulas y a danzar en los saraos que a soportar el peso de las armas y las fatigas del campamento. La plebe, sobre todo la napolitana, poco entendía de su fraternidad con los lombardos.

Con todo, Pío IX, y aquí hablamos de él como soberano, como señor temporal y no como pontífice, hubiera podido remover los obstáculos, aunar los esfuerzos, vigorizarlos y dirigirlos contra el enemigo común. Pío IX, apoyándose en la revolución, hubiera podido obligar al rey de Nápoles a enviar en favor del de Cerdeña un ejército de cuarenta o cincuenta mil combatientes; hubiera podido reunir en los Estados Pontificios, en Toscana y en los ducados otro ejército no menos numeroso; hubiera podido autorizar la santa Liga, haciéndose jefe de ella; ordenar y encaminar al mismo objeto todas las voluntades, todas las energías, y hacer, en suma, sin el socorro extranjero, que Italia fuese libre desde los Alpes hasta el Adriático. La situación general de Europa estaba incitando a realizar este proyecto. Francia, republicana y dividida en bandos, no se hubiera opuesto; en Alemania, donde ardía la revolución, no se hubieran armado en favor de Austria, y este imperio, destrozado por interiores discordias, hubiera ofrecido corta resistencia a tan tremendo choque.

Gran plan hubiera sido éste en otro siglo; pero en el nuestro no era posible que el Padre común de los fieles se declarase jefe de una Liga armada contra católicos, suscitase discordias y guerras y olvidase los deberes de pastor y de vicario de Jesucristo por los de príncipe temporal y patriota. Pío IX, lleno de escrúpulos, retrocedió espantado ante la exigencia de que él mismo se pusiese al frente de aquella sangrienta lucha, y se horrorizó de aquella tempestad revolucionaria, a cuyo crecimiento y desarrollo tal vez con su bondad había contribuido.

La revolución, exasperada, salvó entonces los límites de lo justo, rompió todo freno, se manchó con el asesinato de Rossi y ocasionó la fuga de Pío IX.

La reacción, entre tanto, había logrado triunfar en muchos países, y, rota en Novara la espada de Italia y en Nápoles ahogado en sangre el espíritu de la revolución, sólo quedaron en pie las repúblicas de Roma, Toscana y Venecia, de las cuales las dos últimas cedieron al fin al poder austríaco, y la primera se derrocó al empuje de las bayonetas extranjeras, concitadas en todo el orbe católico por el mismo que Italia soñó un día como libertador. Pío IX, sin embargo, no puede ser tachado de falta de amor a la patria. Un amor más alto, una más santa caridad, un imperioso deber de conciencia, le movieron sin duda a llamar en su auxilio a los franceses, a los españoles y a aquellos mismos austríacos, aborrecidos dominadores de su patria.

Así acabaron de disiparse los generosos ensueños de Gioberti, y así se comprendió que era una ilusión irrealizable la de libertar a Italia con la Liga de los príncipes, más que italianos, austríacos.

El partido neogüelfo acabó o fue tenido por absurdo; el Papa, antes que por italiano, por católico; antes que por príncipe, por jefe visible de la Iglesia. El mismo Alejandro III, que se presentaba antes como modelo de Pío IX, se comprendió al fin que no había peleado por Italia, sino por la Iglesia, contra Federico Barbarroja, y que, reconocido por este emperador como Papa, se separó de la Liga, y acaso contribuyó a hacer inútiles aquellas hazañas heroicas que en pro de la independencia obraron las ciudades de Lombardía.

Apenas quedaron, por tanto, otras esperanzas que las de los demócratas en un nuevo y más vivo incendio revolucionario del mundo, y las que da César Balbo en su libro de este título, aunque más propiamente pudiera llamarse de los desengaños. Italia, según César Balbo, no podía ser libre sino cuando feneciese el imperio de los turcos y fueran repartidos sus despojos entre las naciones prepotentes, las cuales darían a Italia libertad e independencia y a Austria compensación con la parte más pingüe de los desmembrados dominios osmanlíes.

Por fortuna o por desgracia, que esto aún está por ver, no se contentaron los políticos de Turín con las esperanzas de César Balbo, y cifrando las suyas en el esfuerzo y fortuna de la dinastía sabauda, se fueron reponiendo de las pérdidas, espiaron otra ocasión más favorable y, adoctrinados y escarmentados por la experiencia, buscaron alianzas poderosas y se apercibieron a nuevos combates, sin contar ya con el Padre Santo ni con ninguno de los otros príncipes de su misma nación.




- II -

Rápidamente, ya que no permiten mayor extensión las dimensiones de este periódico, hemos tratado de explicar las causas principales del descrédito en que cayó en Italia el partido neogüelfo o de Gioberti. En vano este filósofo entusiasta se había esforzado por dar nueva vida a la preponderancia política del Pontificado, no sólo en Italia, sino en el mundo; en vano revivía la memoria de Gregorio el Grande constituyendo la Confederación itálica; de Gregorio II, declarándose presidente y jefe de las ciudades que sacudían el yugo de los longobardos y de los griegos; de Gregorio VII, que humilló a los emperadores de Alemania, y de Alejandro III, que dirigió, consagró y bendijo aquella Liga vencedora de siete poderosos ejércitos germánicos. En vano se recordaban la energía, el valor, el patriotismo y las virtudes guerreras de otras épocas de menos gloria para Italia, aunque para el Pontificado igualmente gloriosas; y en vano se traían a la memoria las hazañas de Julio II y hasta las bizarrías de Clemente VII y de Pablo IV, amenazando el uno a Carlos V con la guerra para defender la libertad de Italia, en la cual -decía- consiste el honor y la seguridad de la Santa Sede, y proclamándose el otro, con marcada intención política, in excelso militantis ecclesiae throno super gentes et regna constitutus, bizarrías ambas a que dieron lastimosas y airadas respuestas Borbón y el duque de Alba. En vano se procuraba dar un colorido liberal y patriótico a la resistencia pasiva, pero noble, de Pío VII contra el tirano de Europa. En vano, por último no considerando que eran otros los tiempos, animó una inmensa esperanza, con el advenimiento de Pío IX, a todos los corazones italianos. Pío IX se vio obligado a disiparla; Pío IX tuvo que decir a los diputados que le pedían la guerra contra el extranjero: «Pensad en que Roma no es ya grande por su poder temporal, sino por ser el asiento de la iglesia católica.»

Estas palabras fueron la abdicación terminante de la preponderancia política del Papa, abdicación que no hizo Gregorio VII desde su destierro de Salerno, ni cuando Roberto Guiscard saqueaba a Roma; abdicación que no hizo Clemente VII, prisionero de Carlos V; abdicación que no hizo Pío VII cuando tan indignamente fue arrancado de su trono y llevado lejos de su patria, sin que hubiese un italiano que saliese a su defensa; pero abdicación ya necesaria en nuestros días, en los cuales las naciones adultas, si en las cosas de la fe pueden y deben seguir sometidas al jefe de la iglesia, rechazan a veces su dominación temporal, y aun muchas se asombran de verle contender por ella con todo ahínco y sin perdonar medio alguno.

Esta abdicación, por otra parte, era en extremo conveniente para desvanecer los ensueños ambiciosos de los italianos. Roma, ni con un tribuno como Arnaldo de Brescia o Rienzi, celebrado por Petrarca; ni con un buen emperador, como Dante quería; ni con el Papa-príncipe, como había pretendido Gioberti, era ya la Roma que inspiró este verso de Virgilio:


Tu regere imperio populos, romane memento.



Roma no era ya grande sino por ser el asiento de la Iglesia católica y por sus recuerdos y sus ruinas.

Para acometer, pues, la grande empresa, no ya de reconquistar el mundo, sino de unir y libertar a Italia, eran menester otro pueblo y otro príncipe que los de Roma.

El mismo Gioberti, aunque infatuado con la política preponderancia romana, hubo de reconocerlo hasta cierto punto, designando al príncipe sabaudo como jefe de la acción y dejando el pensamiento al Papa. «Vos -le dice a Carlos Alberto- estáis armado y puesto sobre el límite de la península para rechazar con una mano a los extranjeros y para convidar con la otra y llamar a vos a los príncipes y a los pueblos. Y damos por cierto que en tal caso vuestra virtud haría por nuestra patria o que un siglo ha hizo por la suya Federico de Prusia, cuando con un pequeño ejército se defendió contra toda Europa y que renovaría los milagros de heroica constancia con que un antepasado vuestro salvó la capital y el reino cuando más enemiga se mostraba la suerte. Por lo cual, valeroso príncipe, espera Italia que nazca de vuestra estirpe su redentor, y se atreve a dirigiros las siguientes palabras, que un italiano libre (Maquiavelo) dirigía hace tres siglos a un su eminente compatriota: «Ponga mano vuestra ilustre casa en este negocio con aquel ánimo y con aquella esperanza con que se acometen las empresas justas, a fin de que bajo vuestra bandera sea nuestra patria ennoblecida y bajo vuestros auspicios se verifique lo que dijo Petrarca:


      Virtù contra il furore.
prenderà l'arme e fai il combatter corto,
       che l'antico valore
negl'italici cor non è ancor morto».



Y no fue sólo Gioberti; los liberales todos de Italia, salvo algunos exagerados demócratas, reconocieron en el Piamonte lo que ahora se llama la hegemonía, esto es, la fuerza, la misión, el derecho del predominio. El Piamonte era la Macedonia de aquella nueva Grecia; Carlos Alberto debía imitar a Filipo; acaso hubo italianos apasionados y fervorosos que imaginaban ya ver en su hijo a un Alejandro. En suma: no hubo medio que no se emplease para excitar la ambición de la Casa de Saboya. Hasta se acuñó una medalla con un león que apretaba entre sus garras al águila austríaca, y con la efigie de Carlos Alberto que llevaba esta leyenda: «Aguardo mi estrella.» El mismo Radetzky aguijoneaba a aquel príncipe a combatir contra él, apellidándole, en son de burla y de desprecio, futuro rey de Italia.

No negamos que la Casa de Saboya ha sido siempre ambiciosa; pero muy a menudo ha justificado su ambición con grandes hechos. Nosotros, españoles, no podemos olvidarlo sin olvidar la victoria de San Quintín. Nosotros no decimos, como el famoso Spínola, «que no se comprende por qué ceguedad España y Francia, en vez de empeñarse en continuas guerras por el duque de Saboya, no se pusieron nunca de acuerdo para dividirse sus estados y acabar con una potencia pequeña y egoísta que no reconocía otro derecho que el de la fuerza, no se creía ligada por ningún tratado y estaba siempre pronta a poner fuego a Italia a la menor esperanza de engrandecimiento»1

Indudablemente, la Casa de Saboya ha pensado siempre en engrandecerse, y en esto se asemeja a otras muchas casas, a todas las casas soberanas; pero en nuestra época creemos que su ambición, en un principio al menos ha sido sobradamente motivada y justificada. Los actos que de esta ambición debían seguirse fueron, hasta para los italianos, más prudentes, hijos de la necesidad, y más que prematuros, tardíos. Los príncipes todos de Italia habían dado ya libertades a sus pueblos; los austríacos habían ya ocupado a Ferrara, violando los tratados y trayendo sobre sí la protesta del Papa, y el príncipe de Metternich había escrito ya su insolentísima carta al gran duque de Toscana llamando absurdas las reformas, oponiéndose a que se hicieran y mezclándose en los negocios interiores de un modo denigrante y atentatorio a la independencia de todos los estados de Italia; el Papa era liberal; el gran duque de Toscana era liberal, y ambos estaban ya desavenidos con el Austria, y el rey de Nápoles aparentaba ya por fuerza ser liberal, aunque no lo fuese, cuando Carlos Alberto tuvo que decir que estaba pronto a refrenar la insolencia del extranjero y tuvo que dar a su pueblo las reformas de que gozaban ya los otros. Más que adelantarse, quiso el rey de Cerdeña aparecer en esto reacio; más que tomar la iniciativa, quiso aparecer como movido por extraño impulso y por la imprescindible necesidad. Su amigo querido, César Balbo, a quien, a pesar de su prudente liberalismo y de sus pacíficas esperanzas, había tenido el rey lejos de sí por demasiado liberal, pudo exclamar entonces, lleno de alegría: «Por último. Veintisiete años hacía que estaba esperando en Carlos Alberto»2. Pero Carlos Alberto, si correspondió a esta esperanza, fue, como hemos dicho, después que la necesidad parecía que le impulsaba a ello, y después que los milaneses, habiendo logrado, en cinco días de un batallar heroico, arrojar de Milán a los austríacos, le llamaron en su auxilio.

Conocidos son del mundo todo el progreso y término infelicísimo de las dos campañas que hizo Carlos Alberto por la libertad de su patria. Los celos y rencillas de los otros príncipes, más que los excesos revolucionarios, contribuyeron a que todo se perdiera. El rey abdicó y murió de dolor en tierra extraña; la integridad del Piamonte se debió a la intercesión de Francia y de Inglaterra, y la paz se compró por la enorme suma de setenta millones de francos. Con tan tristes auspicios se ciñó Víctor Manuel la corona. Víctor Manuel sofocó, sin embargo, pronta y enérgicamente la sublevación de Génova e hizo reinar el orden en sus estados sin destruir la libertad, como hicieron otros príncipes, prevaliéndose de los desmanes revolucionarios para faltar a sus juramentos.

Mientras que el rey de Nápoles encarcelaba o declaraba traidores y viles al ministro Bozzelli, que había redactado la Constitución, y a cuantos se habían mostrado liberales y patriotas, en el Piamonte se levantaba una magnífica estatua a César Balbo, el cual siguió muy de cerca a mejor vida a su desgraciado amigo y señor, al que él mismo había llamado sommo martire dell'independenza, somma vittima dell'invidie italiane3.

Víctor Manuel, a pesar de tantos desengaños, ni renegó de la libertad, ni desesperó de la salud de la patria; y mientras que los otros príncipes doblaban la cerviz al yugo austríaco y eran dóciles instrumentos de la política de los extranjeros opresores, cifrando en ellos la seguridad y duración de la propia tiranía, él hizo que en su reino prosperasen las libertades constitucionales, y se preparó a nueva lucha de más seguro éxito.

Un eminente hombre de Estado, el conde de Cavour, le secundaba en esta empresa. Al propio tiempo que el país se reorganizaba, ganaba nombre y crédito entre los extraños. La bandera constitucional del Piamonte, con los tres colores italianos, volvía a ondear gloriosa en el sangriento campo de Tchernaia. El conde de Cavour tomaba después asiento en un Congreso europeo. El Piamonte, aquel pequeño estado, se colocaba en medio de las grandes potencias de Europa, y hacía oír su voz y abogaba por la causa italiana. Por un augusto enlace estrechaba, por último, su alianza con el emperador de los franceses, y tal vez desde luego le arrancaba la promesa de prestarle su auxilio contra el dominador de Lombardía.

La ocasión no podía ser más a propósito para que esta promesa se cumpliese. Austria, a la verdad, gozaba de paz interior y contaba con un ejército numeroso y disciplinado; pero se había enajenado las simpatías de todas las potencias. No podía esperar socorro ni de Rusia, hacia cuyo Gobierno había mostrado la más negra ingratitud hasta el extremo de maravillar al mundo, cumpliendo la profecía del príncipe de Swartzenberg; ni de la Gran Bretaña, donde el Gobierno la miraba con despego por su conducta, en la guerra de Oriente y en las inmediatas negociaciones diplomáticas, y donde el pueblo, tan amante de la libertad aun en los otros países, cuando esta libertad no se opone a su propia dominación y al interés de su comercio, la aborrecía por sus excesos en la reacción, habiéndolo mostrado harto violentamente y faltando a las leyes de la hospitalidad con un famoso general austríaco, a quien se acusaba de verdugo azotador de mujeres; ni tal vez, por último, de los otros estados alemanes, donde, a pesar del lazo federal, Prusia, contendiendo por la hegemonía, e influyente, si no predominante, ya que no desease, era de presumir que viera con íntimo deleite la humillación de su rival.

El emperador de Francia hubo de comprender entonces que, sin el más mínimo recelo de coalición y con no poca probabilidad, cuando no certidumbre, de materiales provechos, podía desenvainar la espada, hartar de gloria a su pueblo, siempre sediento de gloria, rodear y proteger la cuna de su hijo con nuevos laureles, ganarse la voluntad de los liberales favoreciendo una causa tan de ellos, y salir, aunque tarde, por primera vez a campana para igualar o superar las de su tío. Este plan, sin embargo, se hubiera frustrado o dilatado en su cumplimiento por la proposición de Rusia de someter al examen de un Congreso la situación de Italia, si el famoso ultimátum de 19 de abril de 1859 no hubiera hecho que se realizara.

Austria, después de aceptar la proposición de Rusia, provocó la guerra. Tal vez la movió a ello el mal estado de su Hacienda, empeñada como otras muchas de varias potencias de Europa, en sostener un ejército superior a los recursos de la nación, lo cual puede hacer preferible a la paz armada una guerra que dé motivo o pretexto para vivir sobre el país conquistado o para imponer contribuciones extraordinarias, cargando la mano a las provincias rebeldes4, o que traiga por resultado una paz más segura y menos costosa. Tal vez el emperador Francisco José quiso, como mozo, hacer alarde de sus bríos, y viéndose con tantos soldados, sintió una irresistible curiosidad de ponerlos a prueba. Tal vez, y esto parece lo más cierto, se originó el ultimátum de errados cálculos diplomáticos del conde de Buol, el cual vio las cosas de muy diferente manera que Napoleón III. Mientras éste entrañaba en el pensamiento de las naciones europeas, el conde de Buol se atenía a las palabras de sus gobiernos y confiaba en ellas, interpretándolas favorablemente. Lord Derby había puesto en boca de la reina Victoria, al abrir aquel mismo año el Parlamento, que mantener la fe de los tratados era el objeto de su constante solicitud, y el Gabinete prusiano había hecho las más reiteradas protestas de amistad al de Viena, asegurándole que estaba decidido a sostener el statu quo territorial de Italia. Esto bastó, sin duda, para que el conde de Buol imaginase que la Confederación germánica, y quizá Inglaterra, iban a ponerse de su lado; que Europa toda iba inmediatamente a vedar que la paz se rompiese, y que Francia no osaría hacer la guerra contra la voluntad de toda Europa. Así, pues, con el propósito de dar a Austria una posición más digna y motivo de exigir más en un Congreso, se redactó probablemente el ultimátum; pero ni la Confederación germánica se agrupó bajo la bandera de Austria, ni Inglaterra salió a la defensa de los tratados, dejándola encomendada a la vocinglería de los periódicos absolutistas; y Austria, en cumplimiento de su amenaza, tuvo que invadir el Piamonte. Napoleón III acudió entonces a la defensa de su aliado con poderosísimo ejército, y se renovaron en Italia la revolución y la guerra.

No es dado asegurar hasta qué punto deseaba Napoleón III la revolución en Italia; pero sí que la deseaba. Al verle ir en apoyo de Víctor Manuel, nadie podía dudar de su deseo. La gente de Módena, Parma y Toscana, distraída la atención de los austríacos a un asunto más perentorio y urgente, había de sacudir el yugo de los príncipes, que en el de los austríacos se apoyaba. Esto era inevitable. El emperador de los franceses debía preverlo. El emperador debía prever asimismo, porque harto conocidos le eran el carácter y los antecedentes de los príncipes italianos, que los que cayesen del trono y abandonasen su tierra habían de buscar un asilo en el campamento austríaco; que el de Nápoles y el de Roma habían de ver con ceño aquella empresa, y que el del Piamonte había de hacer la más ineficaz propaganda para unir a sus estados los de los otros. Porque mientras estos soberanos se mostrasen, más o menos de la patria común, Víctor Manuel había de combatir denodadamente por ella, compitiendo él y su ejército con los soldados de su poderoso valedor, los cuales se creen, no sin disculpa para tanta jactancia, los primeros del mundo, y haciendo forzosamente del reino de Cerdeña el núcleo y el nervio de la nacionalidad italiana. Por eso puede decir Máximo d'Azeglio5, aunque con sobrada pasión y dureza para los caídos, no sin cierto asomo de fundamento que «el Piamonte ha hecho la más invencible de todas las propagandas, la del valor, la de la libertad unida al orden, la de la reforma de las leyes, la del honor militar, la del entusiasmo patriótico. Su rey hacía la propaganda en medio de las balas y de la metralla, mientras que los príncipes destronados, después de haber huido, no de las violencias, sino del desprecio de sus súbditos, se habían pasado al enemigo. Estos príncipes por su parte, hacían también la propaganda, y cada una de las dos propagandas ha dado su fruto»6.

No seré yo quien sostenga que para que este fruto madurase, acaso antes de sazón, no empleó el conde de Cavour artes menos heroicas e inocentes que las de su monarca; pero en el movimiento que siguió a la entrada del Ejército francés en Italia y a sus primeras victorias, había algo de irresistible y fatal, a que tenía que ceder Cavour mismo. Su responsabilidad es menor desde entonces, porque va como arrastrado a pesar suyo.

En nada se nota más esta distinción que hacemos de la responsabilidad de la conducta de Cavour, antes o después de la guerra, que en la anexión de la Saboya a Francia. Si Francia, como aparece, exigió la Saboya después de la guerra, no hay pretexto que la disculpe de esta exigencia interesada y opuesta a lo ofrecido, y que deslustra un poco los laureles ganados sobre Austria, más por miras de ambición que por el triunfo de una grande idea; idea que, a pesar de lo prometido, no triunfó tampoco por completo al firmarse la paz de Villafranca; Cavour, sin embargo, queda disculpado, porque cede a una necesidad imperiosa y se humilla ante la ley del agradecimiento. Si Francia exigió la Saboya antes de la guerra, toda la responsabilidad es de Cavour, y responsabilidad inmensa, ya que por esta cesión no pocos escritores, si bien parciales, como los de la Revista de Edimburgo, acusan al rey de Cerdeña de haber manchado o roto el escudo de sus armas, de haber renegado de su prosapia y de haber vendido su gloriosa cuna. Por dicha, el rey de Cerdeña halla en éste, como en otros puntos, más defensores que contrarios, los cuales defensores sin desconocer lo doloroso del sacrificio le dan por bien hecho en tan alta ocasión como la de vengar a un padre y realizar el pensamiento a que un padre consagró la vida. La nación italiana tampoco debe vituperar, sino compadecer, por esto a Víctor Manuel. Claro es que la nación española condenaría a cualquiera que pensase en proponer la cesión de una provincia a Francia, aunque fuera a trueque de Gibraltar, de Portugal y de sus colonias; pero la nación española tiene vida propia y grande, y puede esperar de sí misma cualquier aumento, en cuyo caso no se hallaba Italia, que ni vida propia tenía sino para llorar esclava.

Al quebrantar, no al romper, sus cadenas, Napoleón III empezó a demoler un edificio que se mantenía firme, y en cuyo centro, si aborrecido de muchos, se vivía con cierta seguridad, aunque lúgubre como la seguridad de una cárcel. No es, pues, de admirar que vacile ahora el resto del edificio, ni que haya quien quiera derribarle del todo para levantar otro nuevo sobre sus ruinas.

Esta obra de demolición y de reconstrucción en que Italia se halla empeñada ha hecho nacer cuestiones importantísimas. No vamos nosotros a buscarles una solución; pero sí trataremos de explicarlas en el artículo siguiente, que será el último de este breve trabajo. Sólo repetiremos ahora que, sin negar la ambición del Piamonte, dentro de ciertos límites y hasta cierto punto la disculpamos. Ambición que se enlaza con los nobilísimos e inmortales sentimientos del amor a la libertad y del patriotismo; ambición que va acompañada del valor guerrero y político bastante a luchar por estos sentimientos con persistencia y energía, es innegable que adquiere una legitimidad más eficaz a veces y más valedera que otras de que mucho se habla y a que se apela frecuentemente. Esta legitimidad la concede a veces el recto juicio, que suele ser revolucionario a despecho de los tratados. A fin de que el Piamonte no la pierda, conviene, con todo, que rija y gobierne su ambición con el freno de la prudencia, sin dejarla correr desatentada tras de nuevas conquistas y sin adoptar por divisa aquellas palabras de un personaje de Eurípides, palabras que César siempre tenía en los labios: «Bueno es ser justo; mas para reinar es permitida la violación de la justicia.»




- III -

Los portentosos adelantos de la industria, las grandes riquezas por ella creadas, el aumento de población consiguiente, la facilidad y prontitud de comunicaciones y la centralización y buen orden administrativos, conspirando tal vez a que en un porvenir cercano se realicen los ensueños de paz universal, dan por lo pronto a los modernos estados de Europa un poder desmedido, y a las guerras una violencia y unas proporciones horribles. Los medios de destrucción, hoy más eficaces que nunca, no sólo contribuyen a ello, sino que acaso no consienten que la ciencia militar propiamente dicha, esto es, la estrategia, dé, como en otras edades, tan clara muestra de sí; porque si bien la artillería y los movimientos en grandes masas son de importancia suma, suelen a menudo decidir la contienda, siendo para algunos lo único que la decide, el mayor valor personal, el empuje y la destreza de los soldados, los cuales, igualándose en la excelencia y perfección de las armas, en la severidad de la disciplina, y aun en la instrucción especial de sus jefes facultativos, acaban por encomendar al propio brío la victoria y riñen una serie de simultáneos y singulares combates. No es esto decir con Courier, escritor ingenioso, y que no era lego como nosotros, que no haya ciencia militar, sino que la inspiración vale más que la ciencia, y que valen más la resolución y energía con que un general se aventura, que los cálculos y experiencia con que se apercibe. Hay quien asegura que los austríacos, observando todas las reglas del arte, ganaron infinitas veces en simulacro la batalla de Solferino y sólo la perdieron cuando la pelearon de veras. Pero sometiendo estas dudas o cavilaciones profanas al fallo de los autorizados y entendidos en el particular, todavía puede afirmarse que las guerras, aunque por la mayor humanidad con que se hacen son menos de temer para los que no toman inmediatamente parte en ellas, causan en el día, más que en otras épocas, estragos y muertes entre los que pelean. Estos, por lo común, eran en lo antiguo relativamente pocos, porque ni el país que enviaba un ejército solía contar con recursos para mantenerle tan numeroso como ahora, ni proporcionarlos el país invadido, ni por su pobreza indemnizar los gastos después del vencimiento. Hoy, por el contrario, los ejércitos son o pueden ser numerosísimos como los de aquellos pueblos del Norte, que, impulsados providencialmente por un misterioso estímulo o movidos del hambre y acosados por pueblos no menos feroces, cayeron sobre el Imperio romano. Hoy producen la civilización, el refinamiento de las artes y los progresos de la economía política lo que antes la imprevisión y la barbarie; esto es, que un millón de hombres se encuentre, se combata y se destruya en un campo de batalla, lo cual, aunque se presta admirablemente a ello el ardor guerrero no apagado, sino más vivo y poderoso que nunca con la varonil civilización de la moderna Europa, repugna a la creciente filantropía y a las ideas económicas que ahora privan, y con las cuales se avienen mal las pérdidas de hombres y de dinero, gasto improductivo que ocasiona la guerra a vueltas de graves perturbaciones en el crédito y de no menor paralización en los cambios.

Sin duda, Napoleón III pensó en todas estas cosas sobre el sangriento campo de batalla de Solferino. Sin duda su corazón se movió a piedad al ver tanta generosa sangre vertida. Sin duda recordó aquellas nobles y cristianas palabras que Luis XV dirigió en Fontenoy al general inglés prisionero: «¿No valdría más pensar seriamente en la paz que hacer morir a tanto valiente?» Asimismo temió tal vez el emperador de los franceses que la revolución en Italia fuese más allá de lo que le convenía, y se disgustó de que ya hubiese ido algo más allá de los límites que él le había puesto al decir: «No vamos a Italia a fomentar desórdenes ni a quebrantar el poder temporal del Padre Santo, a quien hemos vuelto a colocar sobre su trono.» Parecieron, además, al emperador harto subido precio para el rescate de Italia los ya hechos sacrificios, y los mayores que aún habría que hacer para apoderarse de casi inexpugnables fortalezas, y vencer, no sólo al ejército que aún se hallaba delante, sino a 150.000 hombres que había en los estados de Venecia, y a otros 100.000 que se extendían desde Trieste a Viena, y que por los ferrocarriles podían inesperadamente acudir y entrar en batalla. Receló, por último, el emperador, que las otras potencias alemanas, alarmadas de sus triunfos, sospechosas de su ambición, y recordando la amistad y lazo federal que al Austria las ligaba, tomasen al cabo parte con ella para sostenerla en la posesión de unas provincias que los tratados de 1815 le aseguraban. Así es que, atendiendo más a tan altas consideraciones que a la promesa de hacer libre a Italia desde los Alpes al Adriático, dijo Napoleón III en una proclama que «la lucha iba adquiriendo proporciones que no estaban en relación con el interés de Francia en aquella guerra formidable», y se decidió a tomar la iniciativa para celebrar la paz.

Los preliminares de Villafranca fueron el resultado de esta decisión. En ellos se pactaron cosas imposibles, o al menos en extremo difíciles, y que no se han cumplido, como era de prever. Ambos emperadores, sin embargo, estrecharon entre sí una amistad sincera y grande, aunque repentina, y se causaron mutuamente una impresión indeleble, ineffaçable; pero los duques de Toscana y Módena no volvieron a sentarse en el trono (del de Parma no se habló en Villafranca, lo cual dio lugar una protesta del Gobierno español, que no surtió mejor efecto), y la Confederación italiana, con una provincia austríaca incluida en ella, no llegó a realizarse, ni el Padre Santo quiso o pudo ser presidente honorario de Confederación tan inaudita. La revolución siguió, pues, su marcha, mientras que en Zurich se conferenciaba para la celebración del Tratado de paz. Allí se determinaron los límites entre las provincias italianas de Austria y las recién cedidas al Piamonte. Allí se exigió por Austria, y se obtuvo del Piamonte, en virtud de esta cesión, que reconociese como suya la deuda lombarda de 150 millones de francos, y parte de la deuda general austríaca, hasta la suma de otros 250 millones. Allí, empero, tampoco fue posible conseguir la reposición de los archiduques, la Confederación, las reformas liberales del Padre Santo y del rey de Nápoles y los demás puntos convenidos y que ambos emperadores habían juzgado conducentes a la pacificación de Italia. A fin de que esta pacificación se lograse, así como también con el concienzudo propósito de que fuesen aprobados los nuevos arreglos territoriales por las potencias que firmaron el acta final del Congreso de Viena, se pensó entonces en un nuevo Congreso, en el cual interviniesen Austria, Francia, Gran Bretaña, Prusia, Rusia, Portugal, España y Suecia.

El Piamonte, a pesar de su acrecentamiento de población y territorio, se hallaba entre tanto en una situación dificilísima. Había hecho gastos enormes y contraído deudas para sostener la guerra; celebrada ya la paz, pero insegura, debía seguir gastando en sostener un grande ejército; y esta misma paz traía a sus deudas un aumento de 400 millones de francos, sin contar lo que además tendría que pagar a Austria por la adquisición de los ferrocarriles de Lombardía. El Gobierno se sentía al mismo tiempo arrastrado por la revolución, que no le era dable contener, y sobre todas estas dificultades venía al cabo a ponerse la que suscitó Francia exigiendo la Saboya y el condado de Niza.

Hemos dicho que la anexión de la Saboya a Francia fue para el Piamonte un doloroso sacrificio, causa de las más acerbas censuras por parte de sus contrarios. La anexión de Niza lo fue más. Triste era para el rey de Cerdeña dejar a Francia un estado que fue durante muchos siglos el asiento solariego de sus mayores; pero la cesión de Niza y de su territorio, que siempre han debido considerarse como tierra italiana, envolvía una contradicción patente cuando se trataba de que toda Italia fuese una y libre de dominio extranjero.

Dos cosas principalmente han ofuscado el principio justificador de la revolución y de la guerra, y han hecho que la guerra y la revolución sean condenadas con cierta apariencia de justicia. Es la primera, que el Véneto y el temeroso cuadrilátero hayan quedado en poder de Austria, y la segunda, que guarde para sí Francia el condado de Niza, con lo cual, en vez de hacer a Italia libre, como se dijo, quedan, no ya una, sino dos naciones extrañas que dominan en parte de su territorio continental y que amenazan el resto.

Con la pérdida de la Saboya pierde, además, el Piamonte sus mejores soldados; ahora que tanto se habla de fronteras naturales, se queda sin fronteras naturales y da su propiedad legítima y fundada en larga prescripción y títulos reconocidos, por la precaria, intranquila y disputada posesión de otras tierras. El voto de los pueblos italianos, estamos persuadidos de que, por ahora al menos, es de unirse al Piamonte; pero esto no se justifica y aclara con el sufragio universal, que cuenta innumerables crédulos y que dista mucho de parecer infalible, aunque tal vez llegue a serlo dentro de tres o cuatro siglos, cuando el estado social sea muy otro de lo que es ahora. Esto se podrá aclarar y justificar por completo el día en que Francia aparte de Italia su mano protectora, y Austria vuelva a combatir con Italia solamente.

Para cuando llegue ese día, quizá no muy lejano, día inevitable si las esperanzas de César Balbo no se cumplen con la disolución del Imperio turco, el Piamonte debe prepararse; y ya internado en la senda que sigue, y escarmentado y receloso de alianzas itálicas, más que por ambición, por una fatal necesidad, tiene que buscar o que aceptar nuevas anexiones. Esto parece que sólo puede remediarse o por medio del Congreso europeo, ha tanto tiempo anunciado y no reunido, o con una más enérgica mediación que la hasta hoy ejercida por Inglaterra, Francia y Rusia, cuyos consejos, si estuviesen en consonancia, podrían convertirse en mandato.

Por desgracia o por fortuna de Italia, las naciones preponderantes de Europa, en virtud del desacuerdo y diferentes miras que tienen sobre este punto, han convenido hasta lo presente de un modo tácito o expreso en la no intervención. La revolución va, pues, caminando, y nadie acierta a predecir su paradero y término. Europa toda asiste a ella como a un espectáculo, ora censurando, ora aplaudiendo; pero sin consentir que nadie dé auxilio a los actores, a no ser con cierto recato y tal vez con la idea de hacer más lucida la función. Así es que, si por una parte se envían dineros y armas a Garibaldi y hasta se sospecha que se protege indirectamente su desembarco en Sicilia, por otra se envían armas y dineros al Gobierno de Roma, y se le permite el alistamiento de voluntarios irlandeses, alemanes, franceses y suizos para que peleen contra los italianos.

Este reposo con que miran los gobiernos de Europa la revolución italiana se explica o se disculpa. La revolución no se ha manchado hasta ahora con grandes crímenes, venganzas, robos y muertes, por más que los periódicos absolutistas declamen y la acusen a menudo vagamente, y por más que los desórdenes sean propios e inevitables en época de trastornos y guerras civiles, en las cuales no es posible impedir que tome parte la gente forajida y desmandada, más audaz y dispuesta para la acción que los hombres de bien, por lo común mansos y pacíficos. Aun así, no creemos que pueda citarse, entre los hechos reprobables de los revolucionarios, algo de tan inútil crueldad como el bombardeo de Palermo, ni algo de tanto desorden e inmotivado derramamiento de sangre humana como el reciente motín de la Guardia Real en Nápoles, gritando: «¡Abajo la Constitución!»

Crímenes se han cometido en Italia por alguien que sirve la causa de la revolución, y crímenes que deben reprobarse altamente; pero no crímenes que basten a condenar la revolución, en cuyo nombre se han cometido. En Italia y fuera de Italia, en la edad presente y en las pasadas edades, apenas hubo jamás revolución, contrarrevolución o reacción más exenta de crímenes que esta que hoy en Italia se va llevando a cabo.

La gran cuestión entre los acusadores y los defensores de la revolución italiana no está, por consiguiente, en los hechos, sino en los principios, los cuales tienen más importancia y trascendencia que los hechos, y así, pueden ser legítimos, inocentes y saludables, como viciosos y dañinos. Claro está que estos principios que se discuten y sobre los cuales los enemigos de la revolución italiana dictan sentencia condenatoria, y la de absolución los amigos, no son el principio fundamental. Sobre esto no cabe discusión de buena fe. La unión y la independencia de la patria común podrá ser una ilusión irrealizable, engañosa y fecunda en amarguísimos y ásperos desengaños; pero nadie se atreverá a negar que es noble y generosa. El principio cuya bondad se discute no es éste, sino aquellos que se están aplicando a la realización de la unidad y de la independencia deseadas.

Hay también que distinguir entre los principios que paladinamente proclaman los revolucionarios y los manejos e intrigas de que se valen, con más o menos disimulo, para lograr sus intentos. No negamos ni disculpamos los malos medios, aunque se ordenen a un buen fin; pero el emplearlos nos parece frecuente y lastimoso achaque de la humana naturaleza. Si adolecen de él los revolucionarios italianos, los que allí defienden el régimen antiguo están aún más plagados del mismo mal, siendo su peor síntoma la impía mezcla que hacen de lo divino y de lo humano y la ceguedad o la descarada osadía con que identifican su mala y casi perdida causa con la de nuestra santa y verdadera religión, la cual ha de salir siempre triunfante, a pesar de ellos y de su aparente y nociva alianza.

De lo primero que acusan éstos al Piamonte es de la anexión de los ducados y de la Emilia, la cual anexión suponen que es contra todo derecho. Ojalá se pudiesen formular razonablemente acusaciones semejantes; porque sería prueba de que había, en efecto, en Europa un derecho constituido, reconocido de todos y fundado en la eterna justicia; derecho que fuese un crimen espantoso infringir y que asegurase la paz perpetua mejor que el equilibrio europeo, cuyo sostenimiento ha hecho verter más sangre que se hubiera vertido sin equilibrio alguno, y mejor que la preponderancia de dos o tres naciones, que, si están de acuerdo, tiranizan y humillan a las otras, y si no lo están, se combaten encarnizadamente, envolviendo en la contienda al mundo todo. Pero ¿dónde está ese derecho respetado y digno de serlo? ¿Está en los tratados de Viena? ¿A cuántas cosas de las que allí se trataron no se ha faltado ya? Basta citar la separación de Bélgica del reino de los Países Bajos. En aquellos tratados, por otra parte, ni se atendió a la justicia ni se pensó en hacer una obra duradera, sino una obra de circunstancias, una obra, como dijo el mismo príncipe de Talleyrand, de la reacción contra la revolución, de las dinastías llamadas entonces exclusivamente legítimas contra las dinastías revolucionarias o napoleónicas. Los soberanos legítimos debían ex jure postliminii volver a ocupar sus tronos, y volver en este sentido las cosas todas, a su antiguo estado; pero, aún así, tal vez Joaquín Murat hubiera conservado el trono de Nápoles, a pesar de la Casa de Borbón, si no hubiese sido una especie de Ayax Telamonio, más terrible y duro para combatir que agudo y listo para las intrigas diplomáticas y políticas. Mientras tanto, donde no hubo dinastía legítima que reclamase, el antiguo régimen no volvió a restablecerse aunque los pueblos hubiesen sido notablemente perjudicados, o por las dinastías revolucionarias o por otras. Así es que Venecia no volvió a ser República, ni Polonia, monarquía. Mas para convencerse por completo de que ni siquiera se observó el principio, que al fin, aunque absurdo, es un principio, de devolver a cada dinastía sus antiguas posesiones, considerando a los pueblos como un patrimonio o heredad de los soberanos, citaremos para ejemplo, entre no pocos que pudieran citarse, el que viene aquí más a propósito, el del Padre Santo, a quien despojó el Congreso de Viena, a pesar de la protesta del cardenal Consalvi, de todo el territorio ferrarés al norte del Po, y de Aviñón, y del condado venaissino, dando a Austria el derecho, contrario a la independencia y soberanía de los Estados Pontificios, de guarnecer a Commachio y a Ferrara. Pour que la révolution finisse -había dicho el ya citado príncipe de Talleyrand-, il faut que le principe de la legitimité triomphe sans restriction; pero como ese principio no ha triunfado sin restricción, no es extraño que la revolución continúe; no es extraño que los pueblos de Italia se den a un soberano, italiano de pensamiento, cuando no de origen, con el mismo derecho con que han sido dados o vendidos en otras épocas a otros soberanos menos nacionales.

Surge, sin embargo, de estas anexiones una cuestión, que muchos pretenden que sea religiosa, y no meramente política: la del poder temporal del Papa. Sobre ella, desde que se publicó el folleto titulado Le Pape et le Congrés, debido, según todos los indicios, a la inspiración de un augusto personaje, han aparecido en Francia, en Italia y hasta en España, ora en favor, ora en contra del folleto susodicho, otra infinidad de ellos y no menor número de artículos de periódico y de cartas pastorales, logrando entre ellos ruidosa celebridad los de monseñor Dupanloup, por la poca o ninguna caridad cristiana con que trata a todos los que no piensan como él, sin perdonar a sus predecesores, y los de Villemain y Lacordaire, por la merecida y altísima reputación literaria de que ambos gozan. En todos estos escritos se ha discutido extensamente sobre el origen y legitimidad del poder temporal, ya ellos remitimos a nuestros lectores. Al hablar de esto no haríamos sino repetir lo que tantos han dicho ya. Sólo diremos, en resumen, que el poder temporal, ora se funde en donaciones falsas o verdaderas, como las de Constantino y la princesa Matilde; ora en rapiñas inicuas, como las de César Borgia; ora en conquistas benéficas, como las del cardenal de Albornoz, cuyas hazañas habrán leído los suscriptores a este periódico en los eruditos artículos del señor Cánovas, es una soberanía profana, como todas las demás que hay en el mundo. No se puede sostener tampoco que esta soberanía es indispensable a la salud del catolicismo, porque ofenderíamos a una religión eterna y contra la cual no prevalecerán las puertas del infierno, si supusiésemos que el vasallaje de tres millones de hombres y la posesión de un poco de terreno eran la garantía de su duración y de su independencia. Sostendremos, con todo, que es decoroso y conveniente que el Padre Santo sea soberano, esto es, que no viva en país gobernado por otro poder que el suyo. Mas para esto le basta al Sumo Pontífice la ciudad de Roma; y es de poco provecho, y corta gloria puede traer a la religión, el que conserve o recupere el Papa ciudades, tierras y súbditos que no le hacen más independiente porque no le defienden, sino que le obligan a buscar contra ellos protección y defensa, ya en un ejército austríaco, ya en un ejército francés, ya en un ejército de aventureros advenedizos.

No deseamos por esto que violentamente se le arranquen al Sumo Pontífice otra porción de sus estados, ni menos que pierda el rey de Nápoles los que le quedan en la Península. Sólo deseamos que estos príncipes entren de buena voluntad en la vía de las reformas y en la alianza con el Piamonte, y que el Piamonte cese de proteger a Garibaldi en su atrevida y prematura empresa de la total unión de Italia. Porque si el Papa y el rey de Nápoles siguen, por una parte, siendo favorables a los austríacos y contrarios a la idea italiana, nunca será posible la obra de la regeneración, teniendo en casa al enemigo más acérrimo; y, por otra parte, si el deseo de ver a Italia libre y unida no se refrena con la prudencia, harto bien se puede conjeturar y temer que se malogre: el Papa podría huir de Roma, como la vez pasada, sublevando de nuevo contra su nación la ira de muchos estados católicos, y si esto no sucediese, y sí que Garibaldi, terminada felizmente su empresa, dilatase sin interrupción los dominios de Víctor Manuel desde el Etna hasta los Alpes, ni este soberano ni el heroico guerrillero podrían ya atajar la corriente revolucionaria; y arrastrados por ella, irían a chocar contra los austríacos, y quizá a perderse, como en las campañas de 1848 y 1849, o más miserablemente todavía.

A pesar de nuestro amor a Italia, maestra de las gentes, madre fecundísima de grandes capitanes, sabios, poetas y artistas, cuna de las artes, y hermoso trono desde donde dictan sus leyes y son la admiración del orbe, no desconocemos que el pueblo italiano carece aún de unión y de decisión bastantes para luchar con el Austria y sacudir por sí solo el yugo de la tiranía. Verdad es que la organización militar de toda la Península pudiera lograr esta victoria; mas para ello se necesita tiempo, y la revolución quizá no lo dé, y quizá apele de nuevo a Francia, mostrando su debilidad y exponiéndose a un desdén o a cambiar de yugo al querer quitárselo de encima. Francia, que no ayudó de balde la vez primera, ayudaría menos la segunda. La sangre de un pueblo y sus tesoros no se prodigan por mera filantropía y por una gloria estéril.

No son, por último, los hasta aquí enumerados los únicos peligros que amenazan la revolución de Italia, y los únicos obstáculos que se oponen a la unidad o independencia de esta nación. Fuerza es vencer asimismo la interior discordia, que puede desarrollarse más vigorosa que nunca en el seno de la revolución triunfante; ora por los celos de unas provincias con otras; ora por el nunca muerto espíritu municipal y por el renaciente recuerdo de las antiguas, gloriosas e independientes repúblicas; ora por los manejos y aspiraciones de Mazzini y de sus secuaces.

Tan ingentes dificultades son éstas, que no creemos que se superen, y recelamos que también esta vez tengan deplorable término las halagüeñas ilusiones de los italianos. Si no sucediese así y se realizasen, el éxito legitimarla la gloria de Víctor Manuel; hasta sus más declarados enemigos le llamarían gran príncipe; hasta los que ahora llaman a Garibaldi capitán de bandidos le llamarían entonces general ilustre, insigne patriota y hombre de los más extraordinarios del presente siglo. Mas para esto no basta el valor, no bastan el entusiasmo y la constancia que ambos tienen; menester es, además, una maravillosa prudencia con la fortuna y con el favor de los cielos.

Causa jubet melior superos speare secundos.

Madrid, 1860.






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España y Portugal


- I -

Las más importantes verdades se reconocen por sentimiento y por instinto antes de que por medio del raciocinio se demuestre la certidumbre de ellas y se declare y explique el fundamento en que se apoyan y sostienen. En este número de verdades se cuenta la de que en la Península que habitamos hay dos naciones distintas, portuguesa y española. Si hubiera dos estados y una sola nación, los estados fácilmente se fundirían. Lo difícil, lo punto menos que imposible, es fundir las nacionalidades. Así es que nosotros, aunque siempre hemos tenido un amor entrañable a la idea de la unión ibérica, más hemos creído que esta idea es una aspiración sublime, casi irrealizable, o realizable sólo en un remoto futuro, que un plan político, para cuya realización y cumplimiento están ya preparados los ánimos y las cosas, y que a poca costa puede llevarse a cabo, con buena voluntad, audacia y fortuna.

El ejemplo de Italia, aun presuponiendo, que tenga dichoso término la revolución Italiana, no debe en manera alguna alucinarnos ni movernos a la imitación. Las circunstancias son muy otras en aquélla que en esta Península. Allí, o no hay nación, o tiene que haber una Italia: aquí hay dos naciones y aun seguiría, acaso durante siglos, habiendo dos naciones, aunque ambas, o por una revolución o por una conquista, o por un enlace regio vinieran a formar un Estado solo.

Génova, Venecia, Pisa, Florencia y Amalfi han sido poderosas y gloriosas repúblicas; pero como naciones no han existido. No es menester buscar razones; basta el sentido común, basta el oído para percibir que suenan disparatadamente estas frases: la nación pisana, la nación genovesa y hasta la misma nación milanesa o napolitana. En Italia, porque la Historia o el Destino, porque Dios, en suma, lo ha querido así, no hay más que una nación, aunque haya habido numerosos e independientes estados: señoría en Venecia, ducado en Milán y reino en Nápoles.

En nuestra Península sucede lo contrario. Portugal, aunque es una nación hermana, no forma parte, no es la misma nación española. La historia de Portugal es tan grande, que no puede perderse ni confundirse en la historia de otro pueblo; pero no es ésta la mayor dificultad. Grande, heroica, admirable es también la historia de Aragón, que tampoco puede perderse ni confundirse, y, sin embargo, la nacionalidad, la autonomía aragonesa, vino en sazón oportuna a amalgamarse con la de Castilla, formando ambas la nacionalidad española. La mayor dificultad es que la sazón oportuna, el momento propicio en que la fusión hubiera sido fácil, pasó mucho tiempo ha. Las diferencias se han hecho cada vez mayores desde entonces, y nos han ido separando, en lugar de irnos uniendo.

En aquellos buenos tiempos de mutua prosperidad, cuando portugueses y castellanos nos dividíamos el imperio de los mares nunca de antes navegados; en aquellos buenos tiempos en que podía decir el poeta, en elogio de la noble España, que era la cabeza de la Europa toda, y Portugal, que era la cima de la cabeza, y en que podía dudar, hablando de los portugueses, sobre qué era


      mais escellente,
Se ser do mundo rei, se de tal gente;



en resolución: en aquellos buenos tiempos de los Reyes Católicos y de don Juan III, cuando el Papa Alejandro VI,


urna linha lanzado ao ceo pofundo,
por Fernando e Joao reparte o mundo,



y en que, sin pecar de hinchados ni de fanfarrones, podíamos hacer decir a nuestros héroes:


Do Tejo ao China o portuguez impera,
de um polo a outro o castelhano voa,
e o dois extremos da redonda esfera
dependem de Sevilha é de Lisboa;



en aquellos buenos tiempos, repetimos, sin estar llenas de recelos y agriadas por el infortunio, hubieran podido estrecharse y confundirse ambas naciones en la cumbre de la grandeza y de la gloria, como Aragón y Castilla se confundieron. Pero después de la derrota de Alcazarquivir, humillada y moribunda la nación portuguesa, y sujeta y postrada bajo el cetro de hierro de Felipe II, no pudo unirse, aunque tuvo que someterse a Castilla. Así es que la revolución de 1640 fue indispensable; fue el renacimiento de un pueblo que había muerto o que gemía esclavo, cuya gloria eclipsada era preciso que volviese a brillar. La dominación de los Felipes en Portugal quitó a aquel pueblo libertad y no le dio fuerza ni amparo. Las ricas colonias, el hoy tan próspero imperio del Brasil, tal vez hubieran sido mejor defendidos por los portugueses solos, aun en medie de su postración, que por el pujante, pero mal gobernado, poder de España.

No se ha de extrañar, por tanto, que los portugueses suspirasen por la perdida independencia y que la recobraran. Con ella parecía renacer la pasada gloria y algo del poder pasado. El advenimiento al trono de la Casa de Braganza fue más popular que el de la nobilísima y heroica dinastía de Avis. Desde entonces la división entre España y Portugal se ha hecho cien veces más honda; la rotura, más difícil de soldar; los signos característicos de ambas nacionalidades, más prominentes y diversos.

En Italia, la literatura es la misma y la lengua literaria la misma en todas las provincias. Tasso no es una gloria del reino de Nápoles, sino de toda Italia. Dante y Maquiavelo son italianos antes de ser florentinos. En Portugal, por el contrario, se levanta, y crece y se desarrolla, y se aparta cada vez más de la nuestra, una literatura nacional, propia y exclusiva de aquel pueblo. En un principio nuestros trovadores, nuestros príncipes poetas escribieron en portugués, como Macías y el Rey Sabio. Los trovadores portugueses se complacían en escribir en castellano. El castellano y el portugués no parecían dos idiomas diversos, sino dos formas, dos modos del mismo idioma. En la magnífica Corte del rey don Manuel suena en prosa y en verso el habla de Castilla. El Cancionero de Resende está lleno de versos castellanos. La musa dramática portuguesa hace sus primeros felices ensayos en los Autos de Gil Vicente, muchos de ellos en castellano, y otros en castellano y en portugués mezclados y confundidos. El primer poeta lírico portugués, el justamente celebrado Sa de Miranda escribe gran parte de sus obras en nuestra lengua; el mismo Camoens le imita y le sigue en esto. Todavía, a pesar de Aljubarrota, y lo que es más, a pesar de Vasco de Gama, del infante don Enrique y del grande Alburquerque; esto es, a pesar de la magnífica epopeya de la historia de Portugal en el siglo XV, epopeya que no sólo hace de Portugal una nación, sino una nación gloriosísima, importantísima y con una gran misión providencial en el mundo, Portugal se creía parte de España.

España era la cabeza de Europa toda; pero Portugal era la cima de la cabeza, esto es, parte de ella, como dice el llamado por los portugueses mismos príncipe de los poetas españoles. La conquista hecha por corrupción y violencia sobre un enemigo postrado, y la perversa dominación y peor administración de los Felipes, vinieron a destruir o a retardar la verdadera unión de ambos pueblos, que ya se iba formando. La revolución de 1640 acabó de romper los lazos amistosos que nos unían. ¿Qué portugués, sin pasar por mal portugués, hubiera osado, desde entonces hasta hace pocos años, hablar de la unidad Ibérica? En Italia, al contrario, en todas las edades, en todas las provincias y estados, han suspirado y defendido y aconsejado la unidad los más amantes de la patria y los que han alcanzado más fama por haberla amado e ilustrado. Dante, Petrarca, Maquiavelo, Manzoni, Leopardi, Tosti, Botta, todos los hombres eminentes de aquella península, se muestran partidarios de su unidad y no reconocen sino una sola nacionalidad en ella. Allí se han ido cada día estrechando más; aquí nos hemos ido separando. Allí una misma literatura, allí un mismo idioma: las glorias alcanzadas y las afrentas recibidas son allí comunes. Los que encomian a Italia la llaman a toda ella cuna de las artes, maestra de las gentes, patria de los grandes poetas y de los eminentes capitanes, y los que la denigraban, cuando vivía esclava y abatida, lanzaban también la injuria y el vilipendio sobre toda ella, sin exceptuar una sola provincia, o diciendo, si la exceptuaban, que aquella provincia no era Italia. Pero entre España y Portugal no ha habido una solidaridad semejante, sobre todo, en la desgracia. Acaso seamos harto orgullosos para aceptar como nuestras las faltas de nuestros hermanos. Acaso lo seamos también, aunque no tanto, para tener sus glorias por nuestras.

De todos modos la unidad ibérica, aunque dificilísima, aunque sólo sea un hermoso sueño en el día, no se puede afirmar que sea completamente imposible, ni menos que pudiera redundar en desdoro de una de las naciones, si éstas acertaran a unirse como Inglaterra y Escocia, y no como Inglaterra e Irlanda, Austria y Hungría, Polonia y Rusia.

Partidarios en cierto modo de esta unión futura, más o menos completa e íntima; de esta unión celebrada con mutuo consentimiento y beneplácito y para bien de ambos pueblos; de esta unión, que si alguna vez ha de lograrse, es menester preparar muy de antemano y con exquisita prudencia, han sido, y quizá sigan siendo aún, muchos de los hombres más ilustres que honran hoy a Portugal, muchos de los que más lo aman y veneran y adoran su gloria, y asimismo no pocos españoles, que no quieren a Portugal para redondear el territorio, sino para que, unidos dos pueblos tan generosos y grandes, vuelvan acaso a ser en los futuros siglos lo que fueron en los pasados: la cabeza de Europa toda.

Si algún español sueña con la dificilísima unión de Portugal y España como realizable en el día, y tiene el extravío de menospreciar a Portugal, y el mal gusto y poco tacto de decirlo, no es esto culpa de toda la nación española, que piensa y siente respecto a Portugal de muy diversa manera.

No creemos que ningún patriota portugués, aun negando absolutamente y para siempre hasta la posibilidad de la unión ibérica, haya podido ofenderse del iberismo de don Sinibaldo de Mas, de Castelar y de tantos otros, cuya buena fe, cuyo amor y cuyo entusiasmo, ya que no lisonjearlos, debiera satisfacerlos.

Si más tarde, según hemos oído decir, ha venido un escritor animado de otros sentimientos poco favorables a Portugal y pidiendo o deseando en nombre de ellos la unión de aquella monarquía a la española, bien pueden creer los portugueses que ese escritor español no es el órgano fiel y legítimo de la opinión pública en España. Nosotros aún no hemos leído el folleto a que aquí se alude; pero sabemos por los periódicos de aquel país que ha producido en Portugal un profundísimo disgustó, y esto nos impulsa a examinarlo imparcialmente, volviendo por la dignidad de la nación portuguesa, si en dicho folleto ha sido injuriada, y reprobando esa inmediata unión forzosa o poco decorosa para Portugal que desea el folletista, ya que no en nombre de una unión futura, espontánea y honrosa para todos, en nombre de la igualdad y del fraternal afecto y de la alianza estrecha que debiera haber entre las dos egregias naciones de esta Península.




- II -

La idea o el principio de las nacionalidades, que ahora priva, tiene, como todo lo muy comprensivo y general, no poco de vago, y cuando no de vago de contradictorio. Las nacionalidades no se determinan por la geografía, ni por el idioma, ni por la identidad de estirpe, ni por la semejanza o igualdad de historia, de religión y de costumbres. Todo esto concurre a formarlas; pero lo esencial y fundamental es el sentimiento, que se advierte, que se reconoce, pero que no se sujeta a reglas ni a raciocinios.

Italia, que es el gran ejemplo que se alega, es una sola nación porque es una sola nación. En favor de la unidad de Italia no hay argumento más fuerte que el sentir de sus hijos. Desde la caída del Imperio romano, bajo el cual, si toda Italia estuvo unida, también estuvo unida gran parte de Europa, no se ha realizado la completa unidad italiana sino por breve tiempo y bajo el cetro de un rey bárbaro, de Teodorico. Pero desde entonces hasta el día presente el pensamiento de la unión, el anhelo de llevarla a cabo y el sentimiento de ser Italia una nación sola, han dominado el alma de cuantos hombres ilustres han nacido en aquella península.

Muy largo sería investigar las causas de por qué en la Península Ibérica no ha acontecido lo propio; pero es lo cierto que no ha acontecido.

En Italia, a pesar de la división de estados, y de las guerras, celos y enemistades que entre ellos ha habido, no hay más que una sola nación, no hay más que el sentimiento de una sola nacionalidad y el amor de una sola patria, por lo menos desde los tiempos de Dante. Ora predomine el partido gibelino, ora el güelfo, ora sea el emperador, ora el Papa, el que se busque como centro de la unidad, la unidad es lo que se busca.

En España y en Portugal, preciso es confesarlo, no se ha soñado nunca en esta unidad, ni aun en la época en que ambas coronas estaban reunidas y adornaban las sienes de los Felipes. Portugal era entonces un reino más de los que componían el vasto imperio español. Era como Nápoles, como Sicilia, como el Milanesado, como Flandes; nadie imaginaba que Portugal y España fuesen una sola nación y un mismo pueblo.

Esta idea es reciente, es consecuencia ilegítima de lo que llaman el principio de las nacionalidades. En virtud de este principio, los pueblos de Portugal y España debieran seguir eternamente separados, porque son dos pueblos distintos, aunque reconozcan un tronco común y sean hermanos. Eslavos son (esto es, hermanos, de la misma raza) los rusos, los bohemios, los polacos y los croatas, y no por eso constituyen una sola nación; no por eso deja de ser casi irrealizable el ensueño del paneslavismo.

No es, pues, en el principio de las nacionalidades en lo que debe fundarse la aspiración a la unidad ibérica. No hay que negar, ni razón hay para negar, la nacionalidad portuguesa, a fin de fingirse posible la fusión de ambas naciones en una. Aragón y Castilla, Inglaterra y Escocia, eran naciones distintas y se han fundido. Dinamarca y Suecia aspiran a unirse también, como ya lo estuvieron en otro tiempo, sin desconocer por eso que son dos naciones perfectas, que han tenido y siguen teniendo, razón de ser y de existir separadamente.

Es posible, es a veces conveniente y glorioso, que dos naciones se fundan; pero es sumamente difícil. Es menester para ello un conjunto de circunstancias dichosas, que rara vez la prudencia humana puede proporcionar, y que casi siempre dispone con especial disposición la Providencia divina. Uniones como la de Castilla y Aragón necesitan, a más de la fortuna y del saber de los príncipes y hombres políticos que las llevan a cabo, de una ocasión propicia y de un acuerdo feliz de los pueblos, que, más que resultado natural, parece milagro. Uniones de esta clase se hacen cada día más difíciles, porque mientras más se retardan, mayores diferencias y rivalidades nacen entre las naciones de que se desea componer una sola.

El ejemplo de Italia debiera retraernos del iberismo, en vez de animarnos a seguirlo y a realizarlo. Allí no había más que una nación, humillada y hollada de continuo por el extranjero. Sus diversos estados eran creaciones artificiales de la diplomacia; casi ninguna de sus dinastías era nacional, sino impuesta por la conquista; muchos de sus príncipes estaban sentados en los tronos en virtud de un poder opresor extraño, para cumplir su voluntad y secundar sus miras y remachar más las cadenas que pesaban sobre la patria común. Y, sin embargo, ¿cuán difícil no ha sido, y es aún, el realizar esa unidad, a la que todo estaba convidando y aun provocando, unidad que era indispensable si Italia había de salir de la postración y servidumbre en que se hallaba? ¿Qué tempestad no ha levantado en toda Europa la caída de los soberanos legítimos, cuyos tronos no tenían raíces en el suelo en que se fundaban? ¿Qué guerra civil no ha promovido en Nápoles la pérdida de una autonomía sin gloria, y de un trono cuya gloria no era tampoco la del país? Pues si esto ha sucedido en Italia, ¿qué no sucedería en la Península Ibérica si procurásemos imitar aquel movimiento? Allí la unión es indispensable para salir de la servidumbre; aquí la unión es sólo conveniente a nuestra mayor prosperidad y futura grandeza; allí nadie soñaba con que hubiese una nación toscana, parmesana o luquesa; aquí hay dos verdaderas y grandes naciones; allí ninguna dinastía de las caídas estaba enlazada con los recuerdos gloriosos y patrióticos; y aquí no es sólo un individuo de la familia de Borbón quien se sienta en el trono, sino la nieta de San Fernando, la sucesora de Isabel la Católica, la representante y descendiente de aquellos ilustres sabios y valerosos reyes de Aragón y de Castilla cuyos triunfos, cuyos laureles, cuya fortuna hacen el orgullo del pueblo y viven en su memoria amorosamente conservados: no es sólo un Coburgo quien se sienta en el trono, sino el descendiente del elegido del pueblo en 1640, el representante y el heredero de aquel valeroso y noble maestre de Avis a quien proclamaron rey las Cortes de Coimbra, y que recapitula y compendia en sí y en su familia todas las glorias de la patria, desde los heroicos esfuerzos del vencedor de Ourique y del conquistador de Silves y de Lisboa, hasta la grandeza y fortuna de don Manuel y la lastimosa y malograda valentía de don Sebastián; aquí, en suma: esto es, en Portugal y en España, hay dos naciones y hay dos dinastías nacionales que personifican, y en las cuales se cifra toda la gloria del uno y del otro pueblo.

Basta lo dicho para comprender cuánto más difícil de realizar es la unión ibérica que la unidad italiana. Españoles y portugueses son amantes de la patria con un sentimiento harto exclusivo, y una y otra dinastía representan de tal suerte la gloria y el gran ser de la respectiva patria, que hasta republicanos y antidinásticos se vuelven monárquicos de doña Isabel II o de don Pedro V el día en que les propone algún mal avisado partidario de la fusión ibérica derribar una de las dos dinastías para realizarla. Agréguese a esto que, tanto en España como en Portugal, el sentimiento monárquico y el amor a la dinastía están aún muy arraigados, que hay menos antidinásticos y menos republicanos de lo que tal vez piensen algunos. Así se comprenderá, no sólo lo impolítico y lo contraproducente de hablar o de escribir en favor de la fusión ibérica en perjuicio de la dinastía de Borbón, sino también lo contraproducente y lo impolítico de hacerlo en contra, de la dinastía de Braganza-Coburgo. En el primer caso, todos los monárquicos y dinásticos de España, esto es, la mayoría de los españoles, se sublevan contra el iberismo, de lo cual ya se notaron síntomas en 1854. En el segundo caso, acontece lo propio en Portugal, como se está viendo ahora, con motivo del folleto titulado La fusión ibérica, debido a la pluma de don Pío Gullón. Este folleto, salvo la falta indicada y algunas otras que ya indicaremos, está bien escrito y pensado; contiene ideas y noticias de grande importancia; pero sólo el aconsejar la fusión, condenando, aunque de un modo implícito, a la dinastía Braganza-Coburgo, es suficiente para explicar el efecto que en Portugal ha hecho, tan contrario al que indudablemente su autor se proponía.

No sólo los patriotas y los leales, no sólo los que aman a sus reyes, sino los que buscan ocasión de adularlos para medrar, concurren a enardecer el espíritu público en contra de semejantes planes, y se aprovechan de tan buena coyuntura para hacer gala del patriotismo y del monarquismo, que tal vez no tienen. Entre tanto, la parte sana de la nación se escandaliza sinceramente, y, animada por los escritos monárquicos y patrióticos, quiere competir con los autores en amor y devoción a la monarquía y a la patria. De esta suerte, puesto el iberismo en lucha abierta con los más respetables sentimientos, retrocede y pierde terreno en vez de ganarlo. Tal es el resultado, harto nos pesa decirlo, que ha tenido el folleto del señor Gullón. La soberbia y el orgullo vidrioso de los portugueses, que han entrado por mucho en la enemistad que ha despertado dicho escrito, son exorbitantes: convenimos en ello. No somos nosotros menos vidriosos y soberbios; pero importa no olvidar que unos y otros lo somos, a fin de no herirnos cuando tratemos de abrazarnos.

Pensar en que por medio de la violencia o de la conquista hemos de agregarnos y de conservar a Portugal, es un absurdo evidente. España puede conquistar a Marruecos, puede apoderarse de toda el África bárbara y civilizarla; pero los pueblos civilizados de Europa no se conquistan ni se domeñan ya por fuerza. Hasta las naciones que fueron ya domeñadas y vencidas en otra edad pugnan hoy por quebrantar el yugo, y es probable que al fin lo quebranten. Quizá llegue un día en que Irlanda, Polonia y hasta la pequeña nacionalidad finlandesa recobren su autonomía. ¿Cómo pensar, pues, en que la pierda violentamente la tierra de Viriato, de Egeas Monis y de Álvarez Pereira, el inmortal condestable? La unión, la fusión, si ha de ser alguna vez, como no negaremos que lo deseamos para bien y gloria de ambas naciones, ha de llevarse a cabo por general, mutuo y espontáneo consentimiento. Para ello debemos dejar de menospreciarnos y zaherirnos, y empezar a conocernos y a amarnos. El momento de la unión política estará siempre muy distante, mientras las simpatías, la confianza, la recíproca estimación y el cariñoso respeto no lo traigan consigo. Así lo entendieron, sin duda, los señores Mas, Caldeira, Lopes de Mendoça y Latino Coelho, y no fue otro el pensamiento que presidió a la fundación de la Revista Peninsular. Desde entonces la precipitación, la impaciencia y los alardes de superioridad de algunos, han amontonado innumerables dificultades en el camino, largo, sí, pero seguro, que iban allanando y abriendo aquellos patriotas, tan entusiastas como prudentes. Nosotros, que hemos creído, que hemos anhelado la fusión, apenas si ahora la creemos posible. Ya explicaremos en qué se funda esta falta de aquella fe de aquella esperanza que tanto, en otro tiempo, nos animaban y complacían.




- III -

El modo de convidar a la fusión que ha tenido el autor del folleto que vamos examinando es tan falso y antipolítico en algunos puntos que, aunque los portugueses fueran menos celosos de su nacionalidad, se comprendería que se diesen por ofendidos. Durante la primera Revolución francesa se decía: «Fraternidad o muerte»; esto es: «Sé mi hermano o te quito la vida que tienes ahora»; pero en el folleto se va en cierto modo más allá; a los portugueses se les quiere quitar la vida pasada, la vida que ya han vivido, para que sean nuestros hermanos. Según lo que del folleto se desprende, los portugueses apenas si tienen historia, apenas si tienen literatura.

«Sólo adquiere Portugal su autonomía figurando separadamente, como dote de una princesa castellana; es decir, en humillación ridícula, que nunca podrá tenerse por el origen histórico de una nación.» El folletista olvida los triunfos de don Alfonso Enríquez, la batalla de Ourique, la aparición de Cristo, el entusiasmo de los soldados cuando alzaron a don Alfonso por rey, como ya en otro tiempo fue proclamado Escipión emperador; las conquistas de este gloriosísimo príncipe, que dilata el reino de Portugal hasta los límites que hoy tiene, y todo aquel modo heroico y poético con que nace la monarquía portuguesa, en cuyo origen, como en el de Roma y otras grandes repúblicas y estados, parece que la tradición y la Historia, la verdad y la fábula compiten por hermosearlo y magnificarlo todo de consuno. No se comprende, pues, cómo se atreve a decir el autor del folleto que no hay en Portugal «ni uno de esos reflejos populares que con el nombre de tradición llegan a ser la entraña nacional de la Historia».

Añade luego, o da entender, el señor Gullón que la parte principal de la historia portuguesa es sólo un remedo de nuestra historia, porque, «unida o segregada, nos imitó aquella región de la Península»; palabras poco meditadas, pues con igual razón podrían decir los portugueses que los imitamos nosotros. Ellos fueron los primeros en poner el pie en África; ellos, en tiempo de don Juan el Vengador, el vencedor de Aljubarrota, conquistaron a Ceuta, que todavía conservamos, y que fue y es cimiento y principio de la civilización e imperio que deben llevar y dilatar los españoles hasta más allá del Atlas; ellos conservaron aquel baluarte contra la morisma con el martirio del Régulo cristiano, con la maravillosa paciencia del príncipe constante, que mereció la bienaventuranza en el Cielo, y en la Tierra que Calderón eternizase y divulgase su gloria en su más admirable drama; ellos conquistaron a Arcila, a Azamor y a otras ciudades marroquíes, y llevaron mucho antes que nosotros la guerra a Mauritania; ellos tuvieron al infante don Enrique, y escuela de astrónomos, navegantes y descubridores, explorando, colonizando y catequizando los reinos del Congo y de Guinea, y extendiéndose hasta el promontorio de las Tormentas, antes que Colón saliese del Puerto de Palos; y ellos, por último, aunque no contasen más que el reinado de don Manuel el Feliz, no sólo tendrían una historia, sino un maravilloso poema nacional, que tal vez no admita comparación con el de ningún otro pueblo.

En la Corte de aquel rey vivieron héroes como Vasco de Gama, Pedrálvez Cabral, Alonso de Alburquerque, terror y azote del Asia, conquistador de Goa y de todo el reino de Ormuz; Suárez de Albergueira, vencedor en Etiopía y de Arabia; los Almeidas, dominadores en Ceilán y Quiloa; Tristán de Acuña, Felipe de Castro, Abreu, Melo, Aguilar, Sequeira, Duarte Pacheco, que con un puñado de hombres desbarató todo el poder del Zamorí, y tantos otros, cuyos nombres no citamos por no ser prolijos, aunque todos son dignos de eterna nombradía y de singular alabanza. ¿Se podría decir, aunque los portugueses no hubieran hecho más que lo que hemos dicho, «que de esos hechos no puede brotar otra historia que la española»; que la nación portuguesa «no ha podido adquirir un carácter histórico en contados siglos de interrumpida independencia», y que toda la historia de Portugal se puede reducir a la biografía de quince o veinte grandes personajes? ¿Es buena traza y forma de ganarse la voluntad de un pueblo el despojarlo de una plumada de lo mejor de su gloria y el negarle hasta que ha existido?

En punto a literatura, tampoco está más generoso el señor Gullón con los portugueses: «Camoens y otros nombres tan aislados, aunque menos brillantes -dice-, no constituyen por sí solos una literatura.» ¿Y quién ha asegurado al señor Gullón que Camoens y esos otros pocos hombres se hallan en tal aislamiento, y que no estén precedidos y acompañados, como, según el señor Gullón, lo están en España «el Cid y Cervantes, por la numerosa y envidiada hueste en que se agrupan nuestros guerreros y escritores de todos los tiempos? Pues qué, ¿los grandes inventos nacen por casualidad, y sin motivo y sin antecedentes, y mueren y pasan, y no dejan huella ni rastro de sí en el país donde han nacido? ¿Tuvieron acaso los portugueses a Camoens, al único poeta épico nacional de la moderna Europa, sin razón para tenerle? ¿Por qué en España, en Francia, en Italia, en Inglaterra carecemos de una gran epopeya nacional, y en Portugal la hay? Porque el refinamiento, el saber y la admirable perfección de la lengua coincidieron en Portugal con el vivir heroico, o a causa de que éste duró más allí, o de que aquéllos nacieron más temprano que en otras regiones. Así es que en estas otras regiones, o tenemos la burla más o menos solapada del vivir heroico, como en Ariosto y Cervantes; o poemas artificiales, aunque riquísimos de poesía, como en Tasso y Balbuena; o relaciones frías y desprovistas de todo ideal, como la Enriqueida de Voltaire; o poemas bárbaros y rudos, como el Cid, los Nibelungos y las canciones de gestas; sobre todo lo cual descuella el libro de Camoens, donde se contiene la vida, el espíritu, el corazón, las tradiciones, la gloria y las esperanzas de un pueblo entero.

De la lectura de Os lusiadas, aunque nada se supiese de la historia literaria de Portugal, se debía deducir a priori que en Portugal ha habido una gran literatura anterior y posterior. Libros como Os lusiadas no pueden ser un hecho aislado. En efecto: los épicos portugueses, prescindiendo de Camoens, se adelantan quizá a los del resto de Europa salvo a los italianos. De esta verdad responden Cortereal, Pereira, Durao, Basilio de Gama y otros muchos.

Que la literatura portuguesa tiene un carácter propio que la distingue de todas y de la misma literatura del resto de la Península, es una cosa indudable y que se nota así en las excelencias como en las faltas. La lengua portuguesa no es tan sonora y enérgica, pero es más rica que la lengua castellana. El mayor cultivo de los idiomas y literaturas de Roma y de Grecia en Portugal ha enriquecido el portugués con mayor número de voces y giros que el castellano. Camoens puso también en su frase, en su estilo y en sus pensamientos y en sus imágenes un aroma, un sabor extraño del Extremo Oriente. En portugués se conservan asimismo más palabras arábigas que en castellano.

No tienen los portugueses un Romancero. A pesar de los trabajos de Garrett, sólo pueden presentarnos uno como apéndice del nuestro, apéndice menos rico y original que el Romancero de los catalanes. Al lado de nuestro teatro, el primero del mundo moderno, nada tienen que poner los portugueses. Con los compatriotas de Calderón, Lope, Rojas, Moreto, Alarcón y Tirso, no debe Portugal jactarse de Gil Vicente, que no vale mucho más que su contemporáneo Juan de la Encina. Para las tragedias clásicas portuguesas tenemos nosotros muchas nuestras, hoy olvidadas y escondidas debajo de tanta riqueza original y del castizo tesoro de nuestros dramáticos populares. Sólo la Inés de Castro, de Ferreira, alcanza superior merecimiento, tanto por lo sublime y sentido de su poesía cuanto por ser la primera tragedia escrita en la moderna Europa, anterior, sin duda, a la Sofonisba, de Trissino.

Pero si no tiene Portugal ni un teatro ni un Romancero, su musa épica es en absoluto superior a la nuestra, y quizá en la lírica erudita, en la oda pindárica y sublime, nos llevaría ventaja, y nos la lleva, sin duda, y grande, si consideramos la menor población de Portugal con respecto a España, y si apartamos y sustraemos de nuestra cuenta al cantor deLa noche serena y de La vida del campo.

Portugal ha tenido también sabios prosistas, elegantes y enérgicos historiadores, políticos y filósofos. No está reducida su literatura, como pretende el señor Gullón, a Camoens y a unos cuantos nombres aislados. Desde Ferreira y Sa de Miranda, los eminentes líricos se suceden hasta Garçao, Francisco Manuel, Garret, Méndez Leal y Feliciano del Castillo; sus historiadores Barroso, Couto, Freire, Lucena, fray Luis de Souza y Herculano, nada deben envidiar a los nuestros; y en punto a novelas y otras obras de entretenimiento, tienen los portugueses mucho que presentar, desde Bernardin Riveiro hasta algunos ingeniosos novelistas del día. Ellos nos dieron a Jorge de Montemayor, y ellos nos disputan la creación de los dos más discretos libros de caballerías: Amadís de Gaula y el Palmerín de Inglaterra.

Creemos haber demostrado, aunque harto ligeramente, que es falso que los portugueses no tengan una gran historia, una gran literatura y un carácter propio nacional. Que sería impolítico decir esto aunque no fuese falso, y que iría contra las miras y propósitos de cualquiera que tratase de predicar el iberismo es cosa tan clara, que no necesita demostración.

Aunque estuviésemos de continuo pugnando por persuadir a los portugueses de su escasa importancia, no se persuadirían de ella, y tendrían razón, y sólo conseguiríamos, en vez de hacerlos amigos, suscitar su ira y su rencor, y despertar rivalidades, que ya debieran estar muertas para siempre. Portugueses y castellanos nos parecemos en muchas cosas, como hermanos que somos, y no es en lo que menos nos parecemos en la soberbia y altivez de condición, y en el invencible amor propio nacional; así, pues, como hemos dicho ya en otro artículo, debemos estar prevenidos para no herirnos cuando queramos abrazarnos. Camoens, que conocía bien a sus compatriotas, y en este predicamento nos lisonjeamos, a pesar de todo, de incluir a los españoles, decía, hablando de las diferentes naciones que pueblan la Península, que son:


   Todas de tal nobreza e tal valor
que cualquier d'ellas cuida que é melhor.






- IV -

En nombre de la fraternidad que debe unirnos a los portugueses, hemos condenado varias expresiones y razonamientos del señor Gullón, que inadvertidamente acaso se han deslizado en su folleto, y hemos tratado de probar que Portugal ha sido una gran nación; tarea inútil, sin duda, si en España conociésemos mejor la vida del pueblo habitador de aquella parte de la Península; pero tarea no del todo fuera de propósito, cuando en España se ignora tanto de Portugal cuanto en Portugal de España (que no acertamos a encarecerlo más), naciendo de esta imperdonable ignorancia mutua el mutuo desvío y el infundado menosprecio con que a veces nos miramos.

Portugal, pues, como ya hemos dicho, es una nación, y su historia y su literatura, independientes y grandes, le dan todo el carácter y las condiciones de serlo. No son los portugueses una fracción de nuestra nacionalidad, que ha constituido un Estado aparte, sino que son una nación gloriosa y distinta, como lo fueron la aragonesa y la escocesa. Pero esto no se opone a la posibilidad ni a la realización de la unidad pacífica de ambos reinos, en un futuro más o menos remoto. El error del señor Gullón no está, a nuestro ver, en buscar la unidad, sino en buscarla y en no creerla posible sin menoscabar la nacionalidad portuguesa y sin oscurecer sus brillantes blasones.

Por lo demás, convenimos con él en que la configuración topográfica de ambos países, la religión, la raza, las costumbres, nos convidan a unirnos, y en que Portugal puede un día ser España, sin perder por eso sus timbres y lauros antiguos, como no los han perdido ni Aragón ni Castilla. Aragón no ha borrado ni perdido las páginas hermosas de su historia inmortal, sino que las ha esclarecido y duplicado. No cifra ya solamente su orgullo en los hazañosos condes de Barcelona, sino también en Bernardo del Carpio, y en el Cid, y en el conde Fernán-González; no se jacta sólo de sus trovadores, sino también de nuestros poetas; no anda sólo orgulloso de su don Jaime el Conquistador, sino también de nuestro San Fernando; junto a Roger de Lauria pone a Pero Niño; y junto a don Pedro el Grande y a don Alfonso el Magnánimo, al Gran Capitán y al gran Cortés, dignos ambos de estar al lado de tales reyes. El español que rebaja la gloria de Portugal, y el portugués que rebaja la nuestra, se diría que anhelan destruir un tesoro que un día ha de pertenecer por entero a la patria común, y que ya en cierto modo le pertenece. La gloria de España es un complemento de la de Portugal, y la de Portugal de la de España; no se limitan, no se dañan y sí se completan. Dejad que nos engriamos de vuestro Camoens, y tomad, en cambio, a Cervantes; por vuestros líricos os damos el Romancero; por Alburquerque, a Cortés y a Pizarro; por vuestro rey don Manuel, a nuestra Isabel la Católica.

Así como no queremos empequeñece vuestra existencia pasada, tampoco queremos negar vuestro valor en el día. Si ambicionamos la unidad, y si suspiramos por ella, algunos tal vez con imprudencia sobrada, no creáis que es porque os consideremos pobres y flacos, sino porque os consideramos aún poderosos y ricos, o capaces de serlo. Harto se sabe, aunque diga lo contrario algún poco acertado escritor en un momento de ese orgullo que tenéis vosotros y que nosotros tenemos; harto se sabe que poseéis recursos para vivir y esperanzas de larga vida, y aun de prosperidad y de engrandecimiento.

No hay, pues, motivo en el fondo para ese odio que muestran algunos, para ese continuo recelar, y hasta para ese menosprecio, que falsos o extraviados patriotas de Portugal y de España atizan a veces entre estas dos naciones hermanas, volviendo el rostro a países extranjeros, embelesándose más de lo justo con la civilización de Francia y de Inglaterra, admirándose exclusivamente de su literatura, remedando mal sus instituciones, encomiando y ensalzando con servil entusiasmo a sus hombres y sus cosas, y despreciando, achicando y zahiriendo todo lo nuestro, o por ser español, o por ser portugués. Se diría que nuestro espíritu se ha humillado con la decadencia y la desgracia, y que sólo da cabida a ruines y mezquinos celos. ¿Era así Lucena que eligió a un español por héroe del libro más bello que quizá tengáis escrito en vuestro idioma? ¿Era así Camoens, que llamaba al castellano grande e raro, y que pronosticaba de España que la inconstante fortuna no podrá jamás poner mengua en ella, ni mancha


que lha nao tire o esforço e ousadia
dos bellicosos peitos que em si cria?



No era así, por último, aquel generoso castellano que, momentos antes de comenzar la batalla de Aljubarrota, dijo a vuestro Álvarez Pereira: «¡Al fin sois los más honrados del mundo, ora seáis vencedores, ora vencidos, porque si vencéis siendo tan pocos, y si vencemos siendo tantos, toda la gloria y toda la fama es vuestra!»

Hoy, sin embargo, en plena paz, sin el menor proyecto hostil ni invasor, nos maltratamos de palabra y por escrito. ¿Es que hay más patriotismo ahora? No; es que, sin saberlo, nos dejamos llevar de inspiraciones extranjeras; es que nos maravillamos tanto de las grandezas y de la prosperidad de otros países, que el ánimo se sobrecoge y predispone a despreciar y a aborrecer, cuando no lo propio, por cierto pudor, lo que debiera ser punto menos que propio. La verdad es que nunca el patriotismo exclusivo portugués ha rayado tan alto como en estos últimos tiempos, ni durante la deplorable guerra de veintiocho años que precedió a la separación. Entonces os mostrabais con fundamento aborrecedores del mal sufrido cautiverio del


hypocrita tyrano e nao prudente,



y de los dos Felipes sus sucesores; pero no aborrecíais tanto, como muestran ahora aborrecer algunos, a la nación española. A ella pertenecía aquella valerosa mujer y prudentísima reina que tanto contribuyó a daros la libertad que apetecíais; aquella Guzmán que persuadió y excitó al tímido y vacilante marido para que se ciñese la corona; que educó al hijo don Pedro para que os gobernase y dirigiese; que contuvo y corrigió, mientras le fue posible, los delirios y maldades de don Alfonso; que buscó la alianza de Inglaterra y de Francia, y que hizo venir a Schomberg y a los soldados extranjeros para que contra nosotros os ayudasen.

Así se apartó Portugal del moribundo Imperio español, en tiempo del desdichado Carlos II. Por el Tratado de 1668 reconoció España a Portugal como un Estado independiente y libre; pero del perpetuo cumplimiento de esa carta de horro salió Inglaterra por fiadora, y no hay duda en que, si un día todos los portugueses unánimes quisieran volver a unirse a España, Inglaterra los obligaría, si pudiese, a conservar su libertad y su independencia, valiéndose tal vez de los mismos medios suaves y filantrópicos que ya ha empleado con los habitantes de las islas Jónicas para que no se unan con los otros griegos.

No es esto decir que nosotros creamos que ejerza Inglaterra un protectorado sobre Portugal; que sea Portugal una colonia inglesa, como pretenden algunos. Nosotros creemos a los portugueses celosísimos de su independencia y de su dignidad, y no exageramos hasta ese extremo el influjo y la preponderancia de la Gran Bretaña sobre ellos. Pero aunque tuviésemos por cierta esa preponderancia, la deploraríamos como un infortunio, y no la censuraríamos como una falta de energía. La fatal e inevitable humillación de Gibraltar nos hace, en este punto menos severos, y la reciente humillación voluntaria de las notas de Calderón nos obliga a ser tolerantes. Lo que nosotros decimos es que a Inglaterra le conviene, le importa mucho nuestra separación, y que tal vez se movería a conservarla con violencia, aun cuando quedasen pocos portugueses que la quisieran, y aun cuando las cosas y la opinión estuviesen ya maravillosamente dispuestas y propicias a la fusión de ambas naciones. Éste sería el último y poderoso obstáculo que habría que vencer para alcanzar la unidad deseada sin una guerra peninsular, encendida por los ingleses mismos, y sin menoscabo o pérdida de algunas de nuestras colonias.

Pero antes de llegar a este último trance, ¿cuántas otras dificultades no nos quedan que allanar? ¿Cuántos medios no nos quedan que interponer para irnos acercando cada vez, en lugar de separarnos?

Pensar, por consiguiente, en la fusión inmediata es casi una locura; es, por lo menos, una imprudente audacia; pero pensar en separarnos más de lo que estamos es un extravío del sentimiento patriótico, que redunda en perjuicio de ambos países.

El melancólico amor de la patria de caída, las saudades de la pasada grandeza que han hecho soñar en un quinto Imperio portugués, y que han convertido a don Sebastián en un Mesías nacional, en otro nuevo rey Arturo, no bastan a dar razón de estos recelos perpetuos y de estas arraigadas y poco amistosas preocupaciones que muestran los portugueses contra toda la nación española, mientras que para cada uno de sus individuos que llega a visitarlos hemos de confesar y agradecer que son por extremo afectuosos, hospitalarios y francos. Los portugueses ceden en esto, como nosotros en la infundada altivez con que a veces los miramos, a un espíritu de extranjerismo que, a pesar nuestro, y sin que lo notemos, nos domina. Así, por ejemplo, cuando los portugueses acusan de feroces y de crueles a nuestros héroes pasados, no hacen más que repetir las acusaciones y hacerse eco de la envidia extranjera. Cortés, Pizarro, Almagro, Balboa, fueron crueles; pero ¿qué guerreros de otra nación cualquiera no lo hubieran sido, no lo fueron en aquella edad? ¿Eran los portugueses mucho más blandos de condición, mucho más humanos? Vuestros mismos poetas, ¿no califican a Alburquerque llamándole o feroz? Pero ni vosotros ni nosotros nos distinguimos entonces por la ferocidad y la codicia de que nos motejan los que también lo fueron entonces y siguen siéndolo en el día, con menor disculpa, y mostrándose en la India tan duros y sin entrañas. Por lo que nos distinguimos fue por el dichoso atrevimiento y por aquella constancia con que ensanchamos el mundo, dimos al antiguo otro nuevo hemisferio y abrimos los nunca hollados senderos


   Por onde fosse descubrir á Lysia
os inmensos thesouros do Oriente:
per onde nos trouxesse ao Tejo ufano
as perolas brilhantes, que adornavan
do sol os ricos paços,
e os thalamos da aurora.



Y a fin de poner término y coronar dignamente esta empresa de descubrimientos que Portugal empezó para eterna gloria del infante don Enrique y de los navegantes de Sagres, los cuales descubrieron el otro cielo hermosísimo de la parte del Austro, y las refulgentes estrellas con que soñó Dante en su poético arrobo, unieron España y Portugal a dos hijos suyos, y, merced a Elcano y a Magallanes, se dio por primera vez la vuelta a este globo en que vivimos.

Nuestras glorias y las glorias de los portugueses son las mismas, y no pueden quitárnoslas sin quitárselas; las mismas son también nuestras culpas, y así, no pueden injuriarnos sin que la injuria recaiga sobre ellos.

Tal vez nos hayamos detenido demasiado en estas consideraciones sobre las cosas que fueron; pero repetimos que no nos parecen impertinencias al asunto, a fin de disipar prevenciones, recriminaciones y vanas altiveces, de que suelen estar poseídos, por desgracia, el vulgo de uno y otro país, y aun no pocas personas ilustradas.

Hablemos ahora del estado actual del reino vecino, y procuremos demostrar que ni es lastimoso, como algunos creen, ni es conveniente que lo sea: antes conviene lo contrario al proposito de la unión.




- V -

Después de esforzarse el señor Gullón en demostrar la poca importancia histórica de Portugal, pasa a hacerse cargo de su estado actual, y lo pinta y describe como verdaderamente lastimoso. «Su comercio está arruinado o reducido a la primitiva forma de transacciones, vendiendo sus dos o tres productos a un solo comprador en el mismo terreno en que lo recoge; la libertad de comercio en Portugal es nociva; los portugueses no tienen ninguna industria importante.» En suma: aquella sexta parte de nuestra Península carece de recursos, se halla pobre, desvalida, y debe echarse en nuestros brazos. Triste sería para los españoles tener que recoger y amparar a un menesteroso moribundo. Pero si Portugal se hallase, en efecto, en circunstancias tan duras y acudiese a nosotros, indudablemente lo recogeríamos y ampararíamos, echándonos al hombro, con caridad fraternal, una carga tan pesada. Por fortuna, no sólo de Portugal, sino nuestra, las cosas distan mucho de esa indigencia y falta de recursos que el vulgo de España supone.

Aunque Portugal durante la dominación de los reyes austríacos perdió algunas de sus colonias, de que los holandeses se apoderaron; aunque después hubo de ceder a Inglaterra la isla de Bombay para que lo auxiliase contra nosotros, pudiendo decirse que esta cesión fue el principio del Imperio británico en la India y la abdicación de la soberanía portuguesa en toda el Asia, y aunque, como prenda de nuestra antigua dominación, nos dejó la plaza de Ceuta con el pensamiento de domeñar y civilizar a Marruecos, y de hacerle compensar muriendo el hecho ultraje, pensamiento que tan mal hemos realizado, todavía conserva Portugal ricas provincias y hermosas colonias en ultramar, aunque no florecientes como las nuestras.

El Imperio del Brasil, separado políticamente de la metrópoli, se une a ella con lazos más estrechos de amistad y de comercio que a España sus antiguas colonias de América. La prosperidad, buen gobierno y civilización del Brasil, hacen más honor a Portugal que a España la decadencia, guerras perpetuas y revoluciones estériles de las repúblicas americanoespañolas. El tráfico entre el Brasil y Portugal es un venero abundante de riqueza para este último país, cuyas introducciones en aquel Imperio acaso sean las más importantes, después de las de Inglaterra y de los Estados Unidos, que surten de harina a aquella población de más de seis millones.

Portugal posee, además de las populosas Azores y de la hermosísima isla de Madera, las islas de Cabo Verde, las de Santo Tomás y Príncipe, que forman grupo con las nuestras de Fernando Poo, y muchos establecimientos en las costas de Angola y Benguela; domina aún en el África oriental, sobre cuatrocientas leguas de costa, y posee a Mozambique y a Sofala; en la India tiene las provincias de Bedjapour y Guzarate, con las ciudades de Diu, Mamaum, Salsete y Goa, donde guarda los sepulcros del gran conquistador guerrero Alburquerque y del gran apóstol de Asia, San Francisco Javier, nuestro compatriota; y en China conserva, por último, a Macao, y en Oceanía, a Timor, Solor y otras islas.

Todas estas colonias se hallan en bastante decadencia; pero no tanto que no cuenten aún dos millones y medio de almas, que, unidos a los tres millones y medio del Continente, suman algo más de seis millones.

La riqueza y comercio de Portugal han decaído también de aquella asombrosa prosperidad a que el marqués de Pombal supo impulsarlos; prosperidad que fue gradualmente aumentándose, hasta llegar a su apogeo en 1807, en que la exportación en cruzados con los establecimientos ultramarinos ascendió a 25.871.000, y la importación, a 42.442.000; la exportación en cruzados con las naciones extranjeras, a 58.635.000, y la importación, a 41.102.000.

La pérdida del Brasil, las guerras napoleónicas y el fatal Tratado de 1810 con los ingleses concurrieron a acabar, o al menos a disminuir en gran manera, este brillante estado. No se ha de creer, con todo, como cualquiera se inclinará a creer leyendo el folleto que da ocasión a estos artículos, que Portugal agoniza, que Portugal se muere de inanición.

Pocos años ha, en 1855, publicó el señor don Juan de Aldama Ayala un libro perfectamente hecho y rico en datos de todas clases, que pudieran estudiar algunos españoles antes de hablar de Portugal harto ligeramente. El libro lleva por título Compendio geograficoestadístico de Portugal y sus posesiones ultramarinas. De él tomamos algunas noticias para escribir el presente artículo, y a él remitimos a nuestros lectores que quieran enterarse más a fondo de la presente situación del reino vecino.

El señor Aldama responde victoriosamente, con la elocuencia de los números, a los que ponderan la pobreza de los portugueses. Presupone que Portugal es una quinta parte menor que España, y partiendo de este dato, y comparando la importación y exportación de Portugal en 1851, que conoce, con las de España en 1854, presenta los siguientes resultados:

Portugal en 1851: Pesos fuertes
Importación 14.957.794
Exportación 11.621.340
España en 1854:
Importación 40.687.367
Exportación 49.362.506

Se deduce de estas cifras que el comercio portugués es de 26.565.939 pesos fuertes, y el de España, que debiera ser cinco veces mayor (esto es, de 132.829.695 pesos fuertes, para ser ambos proporcionalmente iguales), es sólo de 90.362.506; de manera que a España le faltaron aquel año, para ser tan comerciante y rica como Portugal, pesos fuertes 42.467.189.

El señor Aldama añade luego, para consuelo de España: «No se crea, empero, que las grandes diferencias que advertimos a favor de Portugal proceden de que, en igualdad de circunstancias, el territorio lusitano sea más rico que el español; no hay tal en nuestro concepto, sino que, siendo Portugal una faja de terreno estrecha y larga, bañada al Sudoeste por el Atlántico, desembocando al mar en su territorio los principales ríos de la Península, que son navegables en su último trayecto, como también algunos de los que nacen en este territorio, disfruta de circunstancias que auxilian poderosamente al comercio, pudiendo decirse que exportan cuanto producen, teniendo luego que importar grandes cantidades de cereales y otros productos naturales y de arte, como sucede en la actualidad. Pero este flujo y reflujo y los cambios a que da lugar es lo que constituye el verdadero comercio y la riqueza de un país, a la inversa de lo que se observa en varias provincias centrales de España, etc.» Y, por último, concluye: «Los números precedentes sirven para probar la importancia comercial de Portugal, y demostrar a algunos ignorantes que, sin estudiarlo ni conocerlo, lo desprecian, figurándose ser un país que vale muy poco, cuán distantes se hallan de la verdad.»

Extraño contraste forman los párrafos citados del señor Aldama con la dolorida conmiseración con que trata nuestro folletista a los portugueses, con aquellas frases fatídicas de «la decadencia por donde vemos precipitarse a Portugal, de la postración de sus provincias, de sus debilidades y lesiones orgánicas, y de aquel cuerpo falto de vigor y de condiciones vitales, sujeto dentro de un saco de algodón por Inglaterra».

Pero no sólo en esto, sino en todo, está el libro del señor Aldama en abierta contradicción con el folleto del señor Gullón, escrito algo a la ligera. «El número de los que leen y escriben -dice el señor Gullón- no crece en Portugal lo que en España ha crecido.» Y el señor Aldama contesta: «En proporción de las respectivas poblaciones, tenemos por indudable que se lee más en Portugal que en España.» El señor Gullón cree que los portugueses no tienen industria, y el señor Aldama contesta que en la Exposición Universal de París hubo cuatrocientos cuarenta y seis exponentes de Portugal, de los cuales doscientos dieciocho obtuvieron premio, y llena varias páginas de su libro con una lista de productos y manufacturas de aquella parte de la Península. Así desvanece «el error en que han incurrido casi todos los geógrafos, economistas y viajeros, suponiendo que los portugueses carecen casi enteramente de fábricas», y asegura que «el desarrollo que ha adquirido la industria manufacturera en Portugal merece la pena de que el Gobierno mande formar la estadística», etc. Con todo, a pesar de los datos estadísticos imperfectos que sobre este particular nos suministra el señor Aldama, bien se deja entrever que, en punto a fabricación, están los portugueses relativamente, como en punto a comercio, más prósperos que los españoles.

No gozan ya de aquella prosperidad industrial relativa de que a principios de este siglo gozaban, y que llegó a inspirar recelos a los ingleses; pero desde 1820 volvió a reanimarse algo el espíritu industrial, dando las fábricas nacionales señas de vida, compitiendo con los géneros extranjeros en lo interior, y llegando algunos años a exportar para América y África, por valor de más de 700.000 duros de nuestra moneda.

No queremos fatigar por más tiempo a nuestros lectores con cifras. Al que desee enterarse mejor de lo que Portugal vale en el día materialmente, le volveremos a recomendar la lectura del libro del señor Aldama, mientras nos otros nos congratulamos de que Portugal no esté tan abatido y postrado como le pintan algunos, y mientras deseamos y esperamos más unimos a él porque vale, que no tenderle una mano compasiva y amistosa, al verle desvalido y pobre. Lo primero es compatible con el carácter portugués, que tal vez consideraría la unión como decorosa y conveniente; lo segundo, no lo es en manera alguna. En su noble orgullo, nuestros hermanos se resistirían siempre a que los recibiésemos como por piedad; antes preferirían morir independientes y solos, de la muerte de consunción con que el folletista los amenaza.




- VI -

En vista de los datos del artículo anterior, no parece que los españoles tengamos derecho para decir que en Portugal hay un «abandono forzoso y constante de los grandes intereses materiales, y una escasez ya crónica de recursos, que tan poco se concibe a primera vista en aquella sexta parte de la Península, cuando las otras cinco, con igual suelo, con las mismas condiciones, después de trastornos más prolongados y trascendentales, gozan una situación desahogada, próspera y relativamente hasta opulenta».

Cualquier libro, cualquier documento que consultemos para cerciorarnos de esta opulencia relativa en España y de esta indigencia de Portugal, viene a demostrarnos que estamos en un error. Del Compendio estadístico del señor Aldama pasamos al Almanaque de Gotha, y vemos que España exportó en 1854 por valor de 950 millones de reales, y que Portugal exportó 275; esto es, mucho más de la quinta parte. Vemos asimismo que Portugal tiene en 1858 una Marina de guerra que consta de 37 buques con 362 cañones, y España una marina de 82 buques y 887 cañones, y que el ejército efectivo portugués cuenta de 18 a 20.000 hombres; esto es, que si las fuerzas de tierra de Portugal no son relativamente superiores a las de España, no se puede negar que lo son las marítimas.

Dice el señor Gullón que el estado de la Hacienda pública es en Portugal deplorable; pero no es el de España mucho más satisfactorio, y dice que allí no se ha descubierto aún el modo de igualar los gastos con los ingresos, que se hacen empréstitos, que se aumenta la deuda y que hay déficit todos los años, como si en España no hubiese nada de esto, en igual o mayor escala.

Es cierto que las rentas del Estado no son en Portugal proporcionalmente iguales a las de España; pero esto puede probar que la administración es allí más económica, y que el pueblo no está tan sobrecargado de tributos. No hay, sin embargo, ni en esto mismo, una notable inferioridad proporcional. Las rentas del Estado en Portugal vendrán a ser unos 260 millones de reales, de suerte que no es proporcionalmente más rico el Tesoro español, sino en el quinto de lo que exceden nuestras rentas de la cantidad de 1.300 millones.

En lo que sí llevamos a los portugueses una inmensa ventaja es en las colonias. Sólo la renta total de la isla de Cuba es mayor que la de todo el reino vecino, y su comercio es dos veces más considerable. Esta colonia produce a España de ocho a nueve millones de duros anuales, mientras que las portuguesas nada producen; antes cuestan a la metrópoli, para custodiarlas, conservarlas y administrarlas pobremente, de tres a cuatro millones de reales al año.

Pero la diferencia más notable en nuestro favor está en el progreso material, rápido y visible, que hay en España desde principios de este siglo, y sobre todo desde hace veinte o treinta años, mientras que en Portugal apenas hay adelanto en muchas cosas y en otras hay decadencia.

Así es que mientras más próximos a nuestros días sean los datos de que nos valgamos para comparar a Portugal con España, más favorables resultarán los datos para esta última nación. No negaremos que Portugal adelante, pero no adelanta con tanta rapidez como España. Las rentas de nuestras aduanas, por ejemplo, que en 1818 no pasaban de 90 millones, llegaron a 220 en 1858. Nuestro comercio de importación y exportación, del que ya hemos dado la cifra total en 1854, se elevó, en 1858, a la suma de 2.420.112,302 reales. Nuestra Marina mercante ha tenido también tan considerable aumento que ya en dicho año de 1858 contaba con buques 5.175; esto es, más que cualquiera otra nación de Europa, menos Francia o Inglaterra.

En la historia de ambos pueblos hay una circunstancia que explica esta situación respectiva. La guerra de la Independencia contra Napoleón I influyó en sentido contrario en Portugal más que en España. Aquí resucitó y rejuveneció a la nación y le imprimió un impulso progresivo, con el que se mueve todavía. Allí la sometió a Inglaterra, agostó su prosperidad, esterilizó su comercio y su industria y la hizo caer en un desmayo, del que vuelve ahora con trabajo y con pena.

Desde 1808 hay en España una conciencia de nuestro gran ser como nación, que, a pesar de su noble orgullo y de su grandeza pasada, no tienen con igual vigor los portugueses. A sus hombres de todos los partidos los aqueja siempre un desaliento mucho más hondo que el que aqueja a veces a los españoles. Los liberales, como Garrett, dicen: Fomos, já nao somos; los absolutistas y legitimistas, como el señor Palha, confiesan que la nación duerme un sueño de muerte desde Alcazarquivir hasta el día, sueño de que no se ha despertado sino para separarse de España:


Desde entao até agora
n'esse somno que a devora
tornou de novo a cahir.



No tomamos en todo su valor estos ayes poéticos; comprendemos las exageraciones del patriotismo lastimado; pero las exageraciones y los ayes tienen algún fundamento. El último florecimiento literario de Portugal, que empieza con Garret y produce luego a Méndez Leal, a Latino Coelho, a Juan de Lemus, a Rebello da Silva y a otros ingenios de primer orden, se parece sin duda a una resurrección, a un renacimiento del espíritu público nacional; pero no tiene, por desgracia, todos sus caracteres. El patriotismo exclusivo ahoga, no consiente el perfecto desarrollo de ese espíritu público. El pensamiento nacional, si ha de renacer en Portugal y en España, ha de renacer bajo la forma de iberismo; pero del iberismo paciente, sereno y firme que quiere ir con pausa y sosiego a la unidad por sus pasos y grados naturales, como único medio de recobrar en las circunstancias presentes del mundo la fuerza y la preponderancia perdidas, como único medio de que ambos pueblos de Iberia no sean dos pueblos insignificantes y vuelvan a tener una gran misión en la Historia.

De esta suerte es como comprendemos el iberismo. No es una necesidad, y puede ser una conveniencia. No se requiere la unión para vivir. Portugal ha vivido bien, con riqueza y prosperidad materiales, y puede vivir bien del mismo modo sin nosotros; Portugal, sin nosotros, puede llegar a ser una nación más industrial, más rica, más comerciante, más abastada que Bélgica; pero Portugal, sin nosotros, no puede ser una gran nación, y Portugal aspira a serlo. Portugal no puede renegar de su pasado. Nosotros hacemos precisamente un argumento contrario al del señor Gullón. Este es ibérico, pero no estima tanto como nosotros lo extraordinario y sublime de las historias portuguesas; nosotros lo somos, aunque relegando para lo por venir la realización de nuestras esperanzas, porque nos admiramos de esas historias. Si Portugal no las tuviera, sus poetas, sus políticos, sus escritores y pensadores, tendrían otro ideal más bourgeois, más humilde, menos heroico: se limitarían a ser codiciosos y no tendrían ambición. Esas quejas de fomos, já nao somos, no saldrían de labios portugueses; ni merecería tanto dolor el que hubiera unas cuantas fábricas menos o el que el comercio portugués de 1861 no respondiera al de 1807. Aquella prosperidad puede renovarse fácilmente; pero Portugal no puede quedar satisfecho con aquella prosperidad. La condición, la índole, el instinto, las tradiciones de todo portugués, le mueven y arrastran a propósitos y fines más levantados. Ningún portugués negará esto, puesta la mano sobre el corazón. Esto, pues, y no la necesidad de vivir, para lo cual no nos necesitan, es lo que más tarde o más temprano los traerá a todos al iberismo. No será la idea de que valen poco, no será el sentimiento de postración y de humildad, sino el orgullo nacional y los ensueños ambiciosos y las saudades del pasado poderío lo que ha de impulsarlos a hacerse ibéricos, no resignándose a ser ricos y prósperos, pero poco importante, como Bélgica o Suiza.

En el siglo XVIII, casi desde el momento de la separación de España, han estado los portugueses ricos y prósperos, relativamente a su pequeñez de población y de territorio, y comparándolos con las demás naciones de Europa. Sin embargo, ni Portugal ni los portugueses están satisfechos de aquella época, como no lo estaría un gran príncipe que, perdida su corona, adquiriese dinero y bienestar, consagrándose a las prosaicas ocupaciones del labrador, del mercader o del fabricante. El trono, el cetro, la dominación pasada le atormentarían de continuo, con su recuerdo, y hasta le embargarían el espíritu, impidiéndole que se ocupase con fruto en sus nuevas y plebeyas faenas.

Los portugueses anhelan aún, y tienen fatalmente que seguir anhelando, ser una gran nación. Desde este punto de vista, en esta situación de ánimo, es como ellos mismos reprueban y desprecian lo que en absoluto ni desprecio ni reprobación merece. Como el ilustrado escritor Lopes de Mendoça, llaman a su Historia, desde 1640 hasta hace poco, un longo pesadello de dusentos annos; condenan a don Juan IV porque vendió a Inglaterra las posesiones de la India y la ciudad de Tánger; declaran a don Pedro II un bajá de Inglaterra; escarnecen a don Juan V, a pesar de fundar el patriarcado, pagando á peso d'ouro a insaciavel cubiça do Papa, y a pesar de haber edificado á Mafra, grande monumento material sem pensamento, Escorial sin San Quintín; y apenas si conceden que Portugal siguiese la corriente civilizadora de Europa en tiempo del despótico, aunque admirable e inteligente marqués de Pombal.

Los portugueses tienen, pues, otras aspiraciones, que no diremos que se logren con la futura unión; pero sí diremos que, en el presente estado del mundo, no hay otro medio de que se logren.

Por esto son los portugueses, aunque se hagan violencia para ser lo contraria, bastante más ibéricos que nosotros. Pero el iberismo nace del orgullo y del amor de la patria, y combatir en ellos estos nobilísimos sentimientos, es combatir el iberismo.

El verdadero espíritu nacional portugués no puede sernos adverso. El verdadero espíritu nacional portugués tiene que ser español. Después de la fatal revolución de 1640, no renació ese espíritu; ahora es cuando renace. ¿Cómo comparar, por ejemplo, al conde de Ericeira con Herculano, a cualquier poeta gongorino de entonces con un Juan de Lemus, con un Patos Bullao, con un Garrett? «Sólo Viera -dice el señor Lopes de Mendoça- era entonces un escritor inspirado; pero no recibía aliento inspirador de la patria, sino del jesuitismo de aquella poderosa asociación a que pertenecía.»

En el séptimo artículo, que será el último de esta serie, diremos cuáles son los medios que, a nuestro ver, se han de ir empleando para aproximarse lenta y seguramente a esta unidad, a esta confederación, o, por lo menos, a esta estrecha alianza a que el Destino y la condición natural de españoles y portugueses nos impulsan con impulso providencial e inevitable, el cual crece, no en razón inversa de la vida propia de Portugal, sino en razón directa del desarrollo moral y material de ambas naciones, y de las esperanzas, aspiraciones y deseos que este desarrollo trae consigo.




- VII -

Por todo lo que hemos dicho hasta aquí, se ve con claridad que la unión de ambos reinos peninsulares no puede ni debe hacerse por medios violentos y rápidos, y que por los lentos y pacíficos es harto difícil. La unión, sin embargo, conviene e importa mucho al bien y a la futura grandeza de portugueses y españoles. El movimiento que a ella nos trae no nace de postración ni de decadencia, sino, muy al contrario, de la energía que despliega y del vuelo que levanta, con la prosperidad creciente, el espíritu nacional, antes apocado y abatido. Lejos, pues, de marchitarse en flor la idea del iberismo, vendrá con el transcurso del tiempo y con el asiduo cultivo a dar el fruto deseado, yendo, entre tanto, arraigándose y tomando vigor en el aumento de población, comercio e industria de uno y otro pueblo de Iberia.

Mas, aunque esto se nos niegue, siempre será innegable y evidentísimo que ni Portugal debe recelar de la unión ni España codiciarla hasta que llegue el día dichoso en que Portugal mismo, unánimemente persuadido de su conveniencia la desee y la pida. Y, aun así, será menester mirarse en ello. Las naciones suelen ser ligeras y veleidosas y suelen apetecer hoy lo que detestan mañana. No todas tienen la firmeza que tuvo Aragón en sus propósitos; muchas se parecen a los inquietos napolitanos, que ayer se mostraban ansiosos y enamorados de la unión, entregándose sin la menor resistencia a un puñado de aventureros, y hoy se levantan contra ella, como si fuese el yugo más insufrible.

Ejemplo es éste de grandísima enseñanza y que nos debe hacer muy cautos. No hay, pues, que codiciar la unión ni que recelar de ella por ahora. Lo que nos incumbe, lo que nos interesa es prepararla, o, al menos, propender a una alianza estrechísima, valiéndonos para este fin de cuantos medios estén al alcance de la civilización y de la política.

Las vías férreas deben unirnos cuanto antes, y acortadas así o casi borradas las distancias, los españoles visitarán a Lisboa, y hasta en la misma decadencia de esta ciudad tendrán que maravillarse de su magnífica posición, de su esplendor pasado y de la majestad regia que conserva todavía, reconociendo que está llamada a ser de nuevo la capital de un imperio vasto y poderoso. El trato entre uno y otro pueblo acabará por disipar las preocupaciones poco amistosas que nos separan y por estrechar los lazos que nos unen. El vulgo de los portugueses conocerá que no todos los españoles son los humildes gallegos que acuden a ganar la vida en aquella tierra, donde son tan injustamente menospreciados, que una de las palabras más duras de que se puede valer un portugués para injuriar a otro es llamarle gallego. Los portugueses ilustrados acabarán por convencerse de que no son los españoles ni más crueles ni más sanguinarios que otro cualquier pueblo del mundo, en épocas de revolución y de trastornos, y de que aquí no se fusila ni se da garrote con más profusión y con menos motivo que se mata en Francia, en Alemania o en Italia, en idénticas ocasiones. Y tanto los portugueses cuanto los españoles, nos persuadiremos de que, si bien en punto a vanidad nacional y a cierta jactancia, nada tenemos que echarnos en cara, porque unos y otros pecamos en esto, y no poco, todavía no llegan ni aquí ni allí estos innegables defectos hasta el extremo ridículo que cierta malevolencia algo grosera, aunque chistosa, nos induce a creer y nos finge con todos los caracteres de la certidumbre. Por último, las personas acomodadas de ambos reinos, que van ahora con tanta frecuencia a París, tal vez vayan y vengan pronto alternativamente a Madrid y a Lisboa; tal vez logremos ver en nuestros salones, en nuestros teatros y en nuestros ateneos y círculos, a la aristocracia del nacimiento, de la inteligencia y de la riqueza de Portugal, y tal vez muchos de nuestros elegantes y de nuestras damas acudan en verano a las amenas y fértiles orillas de la boca del Tajo, o a los sombríos y deleitosos bosques y jardines de Cintra y de Colares, en vez de ir a las provincias vascongadas, a Biarritz o a San Ildefonso.

A fin de que el comercio entre España y Portugal sea más activo y provechoso, conviene formar una Liga aduanera, para lo cual ha de empezar nuestro Gobierno por hacer una reforma de aranceles en el sentido más liberal posible. De este modo, el contrabando de algodones que hace Portugal con España, y que ha sido y es bastante poderoso para crear y sostener casas tan ricas como las de los señores Orta, Blanco, Roldán y otros, recibirá un golpe de muerte, perdiendo, por lo pronto, aquel país cuantiosos recursos y ganancias considerables, y aquel Estado, mucha parte de sus rentas de aduanas; pero muy luego se recobrará de esta pérdida, y en un comercio lícito la compensará y resarcirá con usura. Celebrada la Liga aduanera, será más fácil la navegación de los ríos, hoy paralizada, como la del Duero, a pesar del tratado y merced a un reglamento ridículo, por la desconfianza fiscal, que no consiente la introducción por Oporto de nuestros frutos coloniales. Las fábricas de tejidos y de estampados de algodón que hay en Lisboa, no teniendo ya que pagar la prima del contrabandista, podrán abastecer los mercados del occidente de España y surtir a precio módico provincias enteras compitiendo, mejor que ahora compiten por medio del contrabando, con las fábricas de Málaga y Cataluña. El comercio por mar entre ambas naciones se podrá activar y fomentar por medio de convenios para el cabotaje y con la supresión del, no diremos inútil, sino nocivo, derecho diferencial de banderas, que excluye a la nuestra de tantos puertos y mares en lugar de favorecer la marina. El comercio de importación de España en Portugal irá también en auge, dando pábulo al de Portugal con Holanda e Inglaterra, para donde exporta las lanas de nuestros ganados. Y, por último, Oporto y Lisboa serán el emporio de toda España por el Atlántico, o, al menos, compartirán con Santander, con Vigo y con Cádiz este beneficio, llevándose nuestros cereales y nuestros vinos, las sedas, las resinas, el azafrán y la sosa, y trayéndonos el azúcar, el té y el café de América y de China, y los objetos de arte y de moda, y otros artículos de lujo de Bélgica, de Francia y de la Gran Bretaña.

La semejanza y estrecho parentesco entre los idiomas portugués y español y la idea común en que se fundan ambas civilizaciones, hacen conveniente el que se declare al cabo que los grados académicos y los títulos de la Universidad de Coimbra sean en España valederos, así como en Portugal los de las universidades de España. La historia, las leyes, la literatura, las instituciones de uno y otro país, deben ser en lo futuro mutuamente mejor conocidas, y los clásicos portugueses, tan leídos y admirados en España como en Portugal. El editor Rivadeneyra debiera incluirlos en su colección al lado de los españoles. De otra suerte, no la tendremos por completa. Barboza debiera ser tan consultado como Nicolás Antonio por los eruditos españoles. En vez de cometer galicismos, debiéramos incurrir en portuguesismos, lo cual, más que dar a nuestros escritores un colorido extranjero, les prestaría cierto perfume de castiza sencillez, y de aquella gracia primitiva, y de aquel candor que ya tuvo y va perdiendo nuestro idioma. La Real Academia de Ciencias y la de la Historia de Lisboa, que, en poco más de un siglo que llevan de vida, han realizado tan grandes cosas, se han honrado con sabios tan eminentes y han acometido empresas tan colosales, debieran entrar en íntima comunicación con nuestras academias. Algunas de estas empresas debieran proseguirse y terminarse de mancomún, como, por ejemplo, la curiosa colección de documentos y memorias sobre la historia, religión, usos y costumbres de las naciones bárbaras que ambos pueblos sujetaron en otras edades, así en el nuevo como en el antiguo Continente. Ya en 1795 estaba próximo a darse a la imprenta, en Lisboa, el primer tomo de esta importante colección, que contenía una memoria sobre la religión de los pueblos de la India, escrita por los jesuitas de Goa; una historia de Cochinchina, de otro jesuita, y un largo discurso sobre la nación de los guaraníes, que pueblan el Paraguay. Nuestros misioneros, nuestros naturalistas, nuestros viajeros, se completan unos a otros, y todos juntos se puede asegurar que han estudiado los primeros las lenguas, la historia, los usos y las costumbres de los pueblos más apartados, y la flora y la fauna de las más remotas regiones, antes inexploradas y ocultas.

Asimismo, los libros que ahora se escriben en Portugal y los que en España se escriben, debieran ser recíprocamente más leídos y estimados, con lo cual nos apreciaríamos mejor y habría cierta provechosa emulación literaria y un mercado más grande para esta clase de productos, los cuales, en ambas naciones y en ambas lenguas, tienen, desgraciadamente, poquísima salida.

En suma: nosotros no pedimos la fusión ni la unión política de ambas naciones; pero anhelamos su amistad, y no queremos ir hacia Portugal para unir con violencia su destino a nuestro destino, sino que deseamos ir como los novios que van a vistas, a fin de conocerse y tratarse y a fin de considerar si les tiene cuenta o no un enlace medio proyectado. Bien puede ser que les tenga cuenta, bien puede ser que se enamoren y se casen; mas, aunque así no suceda, si ellos son buenos y están dotados de estimables prendas, no podrán menos, con el trato, de llegar a ser, cuando no esposos, íntimos y leales amigos. Esto, y nada más, es lo que nosotros deseamos por ahora, y nada nos lisonjeará tanto cuanto saber que los portugueses sienten y piensan de nosotros lo que nosotros de ellos, en cuya alabanza repetimos con toda sinceridad aquellas palabras de Plinio el Joven a Cornelio Tácito, que el señor Freire de Calvalho, con razón y sin jactancia alguna, aplica a sus compatriotas: «En verdad que reputo afortunados a aquellos hombres a quienes los dioses, por su alta munificencia, concedieron, o practicar acciones dignas de ser escritas, o escribir obras dignas de ser leídas, y a los que reúnen en sí ambas excelencias los reputo de afortunadísimos.»




- VIII -

Las discusiones de la Cortes y otros acontecimientos políticos de inmediato interés han embargado de tal suerte nuestra atención en estos últimos días, y nos han dado tanto asunto sobre qué escribir y con qué llenar las columnas de nuestro periódico, que nos ha sido imposible atender a otros deberes, no menos importantes sin duda, pero que dan más espera. En el número de estos deberes se cuenta el de replicar, como al cabo vamos a hacer hoy, a las observaciones y rectificaciones publicadas en El Reino por el señor Gullón acerca de nuestros artículos sobre España y Portugal, y acerca de otro más reciente que apareció con el mismo epígrafe que éste lleva.

Debemos empezar recordando que, al censurar algunas doctrinas y tendencias del folleto del señor Gullón La fusión ibérica, no le hemos escatimado la merecida alabanza; antes hemos dicho que está bien escrito y pensado, y que contiene ideas y noticias dignas de todo aprecio.

No hemos supuesto tampoco que el mencionado folleto no pueda ser y no sea muy popular y leído en España, ni hemos dejado entrever que el Gobierno haya inspirado, ni siquiera incitado, a su autor a que lo escriba y publique. Nada más lejos de nuestra idea que afirmar tal cosa. Es más: creemos, si no nos es infiel la memoria, que en nuestro último artículo sobre la unidad ibérica no nos hemos atrevido a hacer un cargo al Gobierno de haber hasta cierto punto desacreditado, hecho sospechosa e invalidado esta excelente idea. A quien hemos acusado es a la situación, o, valiéndonos de un término menos extraño y más determinado, a la parcialidad, o a una fracción de la parcialidad que hoy tiene el Poder en España.

En 1854 tuvo conatos esta fracción de llegar al fin que el iberismo se propone, de una manera que no queremos decir ni es menester que se diga, puesto que nadie lo ignora. Y esta misma fracción, llena hoy, como todos los recién convertidos, de un celo tan ferviente que raya a veces en indiscreción y que desdeña la cordura, y mostrando con más o menos sinceridad un amor hiperbólico a la dinastía de España, ha influido tal vez en que, así en la cuestión ibérica como en otras cuestiones se lleven hasta un exceso, a menudo peligroso y siempre contrario al propósito y la conveniencia, los efectos de ese amor, o verdadero o fingido.

Puesto el señor Gullón en la corriente de estas ideas y de estos sentimientos que prevalecen ahora, no es extraño que se haya dejado arrastrar por ellos, sellando su escrito sobre La fusión ibérica con el sello de una política, a nuestro ver, imprudente. El amor a la patria y el amor a la reina son dos nobilísimos afectos que han de vivir siempre en todo corazón leal y generoso; pero exagerados, pueden degenerar y degeneran en vicio, como otros más santos afectos degeneran; como el temor de Dios exagerado se opone a la virtud de la esperanza, y puede inducirnos a desconfiar de la misericordia divina; y como el celo de la pureza de la fe puede impulsarnos al fanatismo y a la intolerancia más cruel y más dura.

Nosotros no podemos menos de condenar el plan que hubo en 1854 para realizar de pronto la unidad ibérica: mas no por eso dejamos de condenar el opuesto extremo en que hoy hemos caído. La misma sobreexcitación que el primer plan produjo en España, ha producido en Portugal el segundo. Y así, el objeto de nuestros artículos, no fue tanto censurar el escrito del señor Gullón, cuanto contribuir, en lo que pudiésemos, a calmar la sobreexcitación y el disgusto de los portugueses, a los cuales y a sus prerrogativas no profesamos ese ciego cariño que el señor Gullón supone.

Pero dejando a un lado y fuera de discusión nuestro mayor o menor cariño al pueblo portugués, nos parece que ha de convenir el lector en que no es el mejor modo de ganarse la voluntad de un pueblo ni la de nadie, el tratarle desdeñosamente, y mucho menos cuando la nación o persona cuya amistad se desea conservar o adquirir es orgullosa y aun vidriosa hasta lo sumo.

Nosotros no somos menos apasionados que el señor Gullón de la unidad ibérica; pero creemos que ésta ha de realizarse por medios más lentos y suaves. Quien imagina y traza otros, violentos y rápidos, obra el efecto contrario del que desea, y se aleja de la posible unidad, en vez de acercarse a su realización.

Una monarquía que tiene ya siete siglos de gloriosa existencia y una familia real cuya primera estirpe se remonta al mismo heroico fundador del reino, prolongándose en una serie de grandes reyes, y pagando y fortificándose por dos revoluciones, en las cuales el maestre de Avis y el duque de Braganza son elevados al trono, como lo fue don Alfonso Henríquez, por general aclamación, creemos que deben haber echado muy profundas raíces en la tierra de Portugal, para que fácilmente puedan desarraigarse y arrojarse de ella.

Lo propio que de la portuguesa puede decirse de la dinastía española; pero a pesar de esto, muchos portugueses y muchos españoles hemos deseado siempre y deseamos aún la unidad.

Nosotros, pues, no censuramos este deseo, que compartimos. Censuramos sólo las imprudencias que pueden originarse de este deseo.

La imprudencia de parte de los españoles nos costó cara en Aljubarrota; la imprudencia de parte de los portugueses no fue menos costosa para ellos en Toro. Juan I de Castilla y Alfonso V, el Africano, de Portugal, murieron ambos de dolor; ambos fueron víctimas de un tardío desengaño. La precipitación y la violencia, y el atribuirse superioridad una nación sobre otra, han sido causa de que la unión no se logre, o de que, ya realizada, vuelva a romperse como en tiempo de los Felipes. Desde entonces hasta ahora no ha vuelto a renacer en ambos países la idea de la unidad. No contribuyamos, pues, con nuevas imprudencias a que de nuevo se deseche.

Los más grandes reyes de Portugal, el príncipe perfecto, don Juan II, a quien Isabel la Católica llamaba el hombre por excelencia, y Don Manuel el Dichoso, que se titulaba con razón señor de Guinea y de las conquistas, navegación y comercio de Etiopía, Arabia, Persia e India, desearon ambos la unidad ibérica; pero la desearon por medios pacíficos y conciliadores, llegando a estar a punto de realizarse en tiempo de aquel último rey. Su hijo don Miguel, nieto de Isabel I, fue jurado heredero del trono de Castilla en las Cortes de Toledo de 1498, y sin duda se hubiera sentado en el trono y dominado toda la Península y sus inmensas posesiones si no hubiera muerto de muerte prematura el año de 1500.

Nuestros políticos de ahora debieran imitar la conducta de aquellos reyes, preparando la unión de ambos países por medios semejantes, y no trazando planes de conquista de revolución o de anexión, en perjuicio de alguna de las dos dinastías.

Esta tendencia, evidentemente marcada en contra de la dinastía de Braganza, y cierto menosprecio injusto hacia la nación portuguesa, es lo que hemos censurado en el folleto del señor Gullón. En todo lo demás, muy bien escrito y pensado, como ya dijimos y repetimos ahora. Tiene asimismo el folleto del señor Gullón la oportunidad y el mérito de haber divulgado por España una idea útil y grande, aunque torcida en su aplicación, a la cual idea el folleto del señor Mas, la Revista Peninsular y otros escritos sobre el mismo asunto, no habían conseguido llamar tan poderosamente ni de un modo tan simpático la atención del público en España.

Este servicio ha hecho el señor Gullón a la causa de la unidad ibérica, por lo cual le felicitamos, pero su ardiente amor al trono y a la patria le han movido a perjudicar tanto o más en Portugal esta causa que lo que en España la ha favorecido.

Con el buen propósito de enmendar en lo posible este yerro hemos escrito nosotros sobre el mismo asunto, analizando la obra del señor Gullón, a quien, puesto que en lo esencial estamos de acuerdo, suplicamos que tome lo que hemos dicho, no como correctivo, sino como complemento de su Fusión ibérica.

¡Ojalá que nuestros deseos, que al cabo son idénticos, lleguen un día a cumplirse!


Y desde el mar de Luso a La Junquera
haya un cetro, un altar y una bandera.



Madrid, 1861-1862.





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