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Sobre el libro titulado «El Papa y los gobiernos populares»

por don Miguel Sánchez, presbítero



- I -

El autor del libro cuyo título va en el epígrafe ha sido no pocas veces altamente encomiado en nuestro periódico. Los absolutistas han creído, o supuesto creer, ya que nuestros encomios provenían de que el señor Sánchez se había hecho liberal, ya de que nosotros queríamos lisonjear su amor propio para que se viniese a nuestro partido. No recordamos bien si fue La Regeneración o si fue La Esperanza la que con este motivo nos hizo, la extraña honra de apellidarnos sirenas y la no menos extraña ofensa de suponernos antropófagos y de atribuirnos la endiablada intención de devorar a un clérigo, bocado de regalo, según el mencionado periódico.

Nosotros, por dicha, ni hemos soñado jamás en que el señor Sánchez se hubiese convertido al liberalismo, ni mucho menos hemos tratado de seducirle y devorarle. Nuestras alabanzas han sido completamente desinteresadas. Desde el momento en que conocimos al señor Sánchez nos persuadimos, como lo estamos hoy, de que dicho señor es absolutista teocrático y de que la firmeza de su carácter y la sinceridad de sus convicciones no consentirían que éstas se mudasen de repente por el débil reclamo de unos cuantos encomios de gacetilla. Hemos encomiado, pues, al señor Sánchez por amor de la imparcialidad y nada más que a fuer de imparciales. Hemos encomiado al señor Sánchez porque nos parece el más racional y el más juicioso entre casi todos los escritores de su partido, porque le creemos un doctísimo teólogo, lleno además de varia y extensísima erudición sagrada y profana, y porque nos admiramos de su fácil y singular elocuencia, de la viveza de su fantasía, de la claridad de su entendimiento, de su prodigiosa memoria, de su actividad incansable y de la fecundidad extraordinaria de su ingenio. El señor Sánchez si quiere, puede escribir más que el Tostado, puede hacer sudar las prensas publicando un tomo cada mes, y, puede al mismo tiempo, sin fatigarse ni mucho ni poco, predicar todas las mañanas en una iglesia y pronunciar por la tarde o por la noche tres o cuatro largos discursos en el Ateneo.

Al par que hemos recomendado al señor Sánchez y hemos reconocido las calidades ya referidas, no hemos podido menos de hacer notar en él un defecto que las desluce algo. Al señalarle hoy nuevamente con motivo de la publicación de su obra, no hacemos sino confirmar y ratificar nuestro juicio.

Este defecto tiene, a no dudarlo, una excelente disculpa: la de que el señor Sánchez es muy mozo aún y está dotado de grande entusiasmo. Pero disculpar el defecto no es desconocerlo, y nosotros conocemos y señalamos en el señor Sánchez cierta falta de reflexión y de espíritu generalizador y filosófico. Su odio a la filosofía de Kant, de Fichte, de Hegel o de Schelling no debiera borrar en sus obras la huella de toda otra filosofía. La perspicacia de sus ojos para ver cada cosa en particular no debiera ser estorbo para que las viese reunidas y alcanzase a comprender mejor el conjunto de ellas. Su menosprecio de las nebulosidades alemanas no le debiera inducir, en ocasiones, a confundir lo vulgar con lo claro. Y, por último, su amor a la sencillez y a la utilidad práctica e inmediata no debiera nunca llevarle a valerse de argumentos pueriles, que, si para el vulgo tienen fuerza, hacen sonreír desdeñosamente a quien no lo es, y traen más daño que provecho a la causa, por excelente que sea, que con ellos se sostiene. Desengáñese el señor Sánchez; mejor es no ser a veces comprendido, que no valerse de argumentos tan comprensibles, que no sólo los comprenda, sino que los refute el más lego.

Empezando por el título de la obra, a cualquiera se le ocurre que es un título vicioso. El mismo señor Sánchez tiene ciertos escrúpulos de conciencia, y se ve obligado a explicarnos el título.

En los dos epígrafes que autorizan y preceden a toda la obra no es menos de censurar la intención con que se puede sospechar que han sido puestos. El primero está tomado de las Sagradas Escrituras, y nos pinta el disgusto de Samuel porque el pueblo hebreo pedía un rey y no quería ya sufrir por más tiempo el gobierno de los sacerdotes. El pueblo hebreo, de quien cuidaba Dios con especialísima providencia, y a quien se puede afirmar que el mismo Dios gobernaba, hacía muy mal en querer un rey; pero de los demás pueblos ni puede ni debe decirse lo mismo. Bien lo sabe el señor Sánchez. El segundo epígrafe es más singular aún. Es un argumento diabólico de Proudhon, un argumento de que se vale en la más impía de sus obras para hacer odioso el catolicismo. Supone que una vez aceptada nuestra santa religión, aceptamos implícitamente el yugo sacerdotal, aceptamos la teocracia. El señor Sánchez, lejos de reprobar este absurdo, lo pone como texto al frente de su libro, sin corrección ni advertencia alguna.

Pasemos ahora a examinar el cuerpo de esta obra, que tiene, a nuestro ver, tan extraviada cabeza.

Por fortuna, no hallamos en la obra misma el extravío y las paradojas que los epígrafes y el título nos habían hecho sospechar. Mil veces se ha dicho y repetido que el estilo es el hombre, y en esta ocasión tenemos nosotros que repetirlo también. La viveza, la energía, el ímpetu y la bondad generosa del carácter del señor Sánchez se reflejan en su estilo y le prestan verdadero encanto. La facilidad con que se conoce que el libro está escrito hace también fácil su agradable lectura. El libro de El Papa y los gobiernos populares no se suelta de la mano hasta que se termina, por poco aficionado que sea el lector a este linaje de cuestiones politicorreligiosas. De la forma de la obra que examinamos, creemos que no se puede hacer mayor elogio. Si no hay que admirar en ella la grandilocuencia y elegancia de Donoso Cortés, tampoco hay que deplorar sus extravagancias. La dicción del señor Sánchez es más correcta y castiza que la de Bales, a la cual se asemeja en la claridad y en la sencillez.

El fondo del libro, prescindiendo ya de la forma, es lo que vamos a juzgar con algún detenimiento.

Nosotros estamos de acuerdo con el señor Sánchez en que es muy conveniente en España la unidad religiosa. ¡Quiera el Cielo que no se rompa nunca! Mas, para que no llegue a romperse, nos parece que, en el día de hoy, la tolerancia es el medio más adecuado. Una violenta represión, a más de ser inútil, porque no podría aislarnos del resto del mundo y apartarnos de la corriente de las ideas, e incomunicarnos con los herejes, e impedir que todo pensamiento humano salvase los Pirineos y los mares, y se infiltrase en la atmósfera que aquí se respira, sería odiosa para las naciones prepotentes, donde hay otras creencias y donde las que nosotros tenemos, ya felizmente se toleran. Convenimos en que no conviene en un país donde todos son católicos dar licencia en favor sólo de algunos extranjeros para que se levanten templos de otras religiones; pero tampoco conviene, por ejemplo, la suspicacia con que a veces se persigue la propaganda protestante, completamente ineficaz, por más que se diga, en nuestra nación. Considérese cómo son ahora tratados los católicos en Inglaterra y en Rusia y en otros pueblos herejes o cismáticos, y cuánto nos desagradaría y afligiría que, por celo religioso o para tomar represalias, fuesen perseguidos, como en otras épocas lo fueron. Todavía está vivo el recuerdo de las persecuciones crueles del emperador Nicolás. No queramos imitarle.

De la primera afirmación sobre la unidad religiosa pasa el señor Sánchez a hablar de lo que importa a España conservarse fiel al catolicismo. Para demostrar esto bastaría evidenciar que el catolicismo es la única religión verdadera; pero nuestro autor no escribe su libro para los que aman las cosas por su bondad intrínseca, sino para aquellos que las aman por la utilidad que traen consigo, y así sólo trata de probar que el catolicismo nos ha sido útil y provechoso.

Este medio, algo egoísta, de conservarnos católicos quizá pudiera censurarse un tanto. Si alguien -se dirá- hubiera de ser católico por mero interés mundano, casi seria mejor que no lo fuese. Sin embargo, hay algunos intereses mundanos muy respetables y que se avienen perfectamente con la religión. Si el señor Sánchez se hubiera ocupado en demostrar, como le hubiera sido fácil, que la religión católica es el más firme fundamento de la moral, y que, siguiéndola, el pueblo sería virtuoso, y que nada trae más utilidad y más gloria a un pueblo que la virtud de los hombres que lo componen, nosotros aplaudiríamos y convendríamos con su razonamiento sin hacer la objeción más leve. Con lo que no convenimos del todo es con la clase de provecho que dice habernos traído el catolicismo, y menos convenimos aún con que se apele a este medio de persuasión y con que se ponga este señuelo de vanidad nacional para hacernos amar la religión de nuestros padres.

El señor Sánchez, con gran talento, que no se le puede negar, amontona y agrupa hechos históricos para demostrar que España ha sido una gran nación con el catolicismo y que sin él no ha sido nada; pero el señor Sánchez falsea, tuerce o interpreta mal la Historia en muchas ocasiones para ajustarla a su sistema.

España, en primer lugar, no era más que una expresión geográfica antes de la conquista de los romanos. España no formaba un solo reino ni una sola república, sino varias. Y, sin embargo, recuerde bien el señor Sánchez cuántos siglos tardaron los romanos en domeñar por completo la libre y altiva cerviz de aquellos primitivos españoles que aun no eran católicos. Por el contrario, católicos eran ya los españoles cuando la invasión de los visigodos herejes y de otras hordas más bárbaras que acudieron del Norte, y los españoles se rindieron sin resistencia: católicos eran, y hasta gobernados algo teocráticamente estaban los españoles, cuando un puñado de muslimes conquistó la Península en pocos días. Entonces formaba toda España una sola gran nación; pero no pudo resistir a pocos moros y árabes, mientras que, siendo pagana, Numantina, una sola ciudad suya, resistió a todo el poder de Roma en su mayor auge, y desbarató ejércitos mayores y mejor disciplinados que los que trajo Tarik o Muza. Vea el señor Sánchez cómo un impío, valiéndose de sus propios argumentos, le demostraría lo contrario de lo que él pretende demostrar, a saber: que el catolicismo no da bríos a los ánimos belicosos, antes los enerva. Lo cierto es que el catolicismo, menos que ninguna otra religión, puede tener por objeto el que los hombres peleen bravamente batallas campales.

Supone también el señor Sánchez que no tuvo España glorias propias suyas hasta después de hacerse católica. Marcial, Séneca, Lucano, Pomponeo Mela, los Balbo, Silio Itálico, Trajano y Adriano no eran españoles, porque escribieron en latín o vivieron en Roma y fueron ciudadanos de Roma. Entonces no cite tampoco el señor Sánchez ni tenga por glorias de España a un San Isidoro, a un Osio, a un Aurelio Prudencio. También éstos escribían en latín y también estaban sujetos a una dominación extranjera.

Es asimismo un empeño singular el de querer demostrarnos que el genio español languidece cuando se aplica a ciencias o cultos que no llevan la augusta sanción del vicario de Jesucristo. No parece sino que desea el señor Sánchez que nos conservemos sumisos a la Iglesia para escribir bien, o pintar bien, o perorar bien. Pero no sólo el argumento, sino el hecho mismo de que en España no ha habido genios no católicos, es inexacto a todas luces. Ya hemos citado a Séneca, a Lucano, a Trajano y a otros gentiles españoles, que en nada ceden a los genios que hubo después. Entre los judíos de España descollaron asimismo filósofos y poetas eminentes, como Jehuda Leví y Maimónides, y entre los mahometanos brillaron hombres tan extraordinarios como Averroes.

La propensión del señor Sánchez a ligar los destinos del catolicismo con los de España, de tal suerte que cuando el catolicismo prospera, España prospera, y, al revés, España decae cuando decae el catolicismo, nos parece muy extraviada. En primer lugar, implica contradicción el hacer de una religión católica, universal para todos, algo que redunda en singular provecho y ventaja de una nación sola: esto es judaísmo puro; y en segundo lugar, no creemos que la opinión del señor Sánchez pueda apoyarse en la Historia. Los últimos años del siglo XV, cuando un Alejandro VI se ceñía la tiara, o el siglo XVI, época de la Reforma, en que dejaron de ser católicas muchas grandes, ilustres y poderosas naciones europeas, y en que el turco estaba en su mayor pujanza, pesando duramente sobre los pueblos cristianos, no nos parece que sea el momento de mayor prosperidad del catolicismo. Aquél, sin embargo, fue el momento de mayor prosperidad de la nación española.

Tampoco aprobamos las consecuencias que deduce el señor Sánchez de que nuestros soldados hayan vencido a menudo en los combates al grito de «¡Santiago!» Bueno es tener la creencia piadosa de que este santo apóstol ha combatido por nosotros en diversas ocasiones; pero esta creencia ni es exclusiva de nuestra nación ni de nuestra religión. San Dionisio, San Jorge, San Esteban y otros santos tienen también sus naciones favoritas, y pelean por ellas, o al menos así lo creen o han creído los húngaros, los franceses y otros pueblos. Minerva y Juno peleaban por los griegos; Marte y Venus, por los de Troya; Aquiles, hasta en la época del bajo Imperio, cuando ya eran cristianos los griegos degenerados de entonces, se supone que vino al mundo, y entró en batalla, y peleó por ellos, matándoles muchos enemigos. Quirino y Castor y Pólux no eran menos activos y poderosos aliados de las armas de Roma.

Pero supongamos por un instante que los argumentos de nuestro autor están fundados en hechos exactísimos; supongamos que, en efecto, España ha dominado a las otras naciones y ha sobresalido entre ellas gracias al catolicismo. ¿Qué se podrá deducir de aquí? Que, atendido el interés mundano y patriótico, todos los españoles debemos ser católicos; pero ese mismo interés mundano y patriótico hará que otros pueblos no quieran serlo; Grecia era un gran pueblo con el gentilismo, y no lo es en el día. Pónganse, pues, los griegos a discurrir como discurre el señor Sánchez, y volverán a ser gentiles, y adorarán a Juno y a Minerva, en vez de adorar a Jesucristo. Discurran así los romanos, y volverán a los ritos y ceremonias que estableció Numa. Piensen de esto modo los ingleses, y perseverarán en sus errores protestantes, ya que son tan temida y rica y floreciente nación desde que los siguen. Dése, en suma, alguna más amplitud al argumento del señor Sánchez, y volveremos a aquellos siglos bárbaros en que cada pueblo tenía un dios que le protegía y en que las guerras no eran sólo humanas, sino divinas, peleando las divinidades de uno y otro pueblo y venciendo el pueblo cuya divinidad podía más.

Afortunadamente, no necesitamos los españoles acudir a estos sentimientos egoístas de orgullo nacional para seguir siendo buenos católicos. Para ser católicos hay otros motivos más nobles, y si tal vez tenemos los hombres mucho de interesados y si no todos somos bastante buenos para decir diariamente:


   ... aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera Infierno, te temiera,



todavía no queremos el Cielo para España y el Infierno para los otros pueblos, sino Cielo e Infierno para todos, según los méritos de cada uno, y esperando siempre de la misericordia de Dios que sean muchos los que se salven, aunque sean beduinos.

Sentimos de veras que una persona de tan generosos sentimientos como el señor Sánchez, y tan llena de caridad cristiana y de la moderna filantropía, que no es más que esa caridad aplicada, no ya al individuo, sino a las naciones, a la sociedad y a todo el humano linaje, se haya creado tan míseros y egoístas adversarios y se haya valido, para convencerlos, de razones tan poco valederas y tan contrarias al espíritu liberal del siglo presente.

Nosotros carecemos de doctrina, de elocuencia y de ingenio, y reconocemos lo mucho que tiene de todo esto el señor Sánchez; por eso desconfiamos de convencerle y de traerle al liberalismo; pero no podemos menos de decir que el señor Sánchez, si fuera liberal, aplicaría mejor a la política su doctrina religiosa y sería un escritor admirable.

No procuraría entonces persuadirnos a que fuésemos católicos para ver si Santiago venía en nuestro socorro y humillábamos bien y sujetábamos a las otras naciones, sino que diría, como Manzoni, que era liberal y católico:


   Tutti fatti a sembianza d'un solo:
figli tutti d'un solo riscatto.
In qual ora, in qual parte del suolo,
trascorriamo quest'aura vital,
Siam fratelli: siam stretti ad un patto;
maledetto colui che lo infrange,
che s'innalza sul fiacco che piange,
che contrista uno spirto inmortal.



No ignoramos que cuando se trata de las relaciones privadas de hombre a hombre no hay buen católico que no profese la doctrina de los bellísimos versos que acabamos de citar; pero, por desgracia, los absolutistas se ciegan de tal modo con la pasión política, que olvidan esa misma doctrina cuando se trata de las relaciones de nación a nación o de gobernantes a gobernados, y si no la olvidan, no la tienen tan en cuenta, ni en la práctica ni en la teoría, como la tienen los liberales. Crea el señor Sánchez que el bueno y legítimo liberalismo no es más que la doctrina del Evangelio aplicada a la política, aplicación que no saben hacer los absolutistas y los reaccionarios.

Otro día hablaremos de la segunda parte del libro del señor Sánchez, que trata casi exclusivamente del poder temporal del Papa.




- II -

Vamos a seguir examinando este interesantísimo libro con el sentimiento de que las condiciones de nuestro periódico no nos permitan hacer de él el detenido análisis que sería indispensable para poner en su punto las inmensas y trascendentales cuestiones que en cada página suscita.

El señor Sánchez y sus doctrinas no pueden ser estimados en su justo valor empleando pocas palabras, escribiendo sólo dos o tres artículos ligerísimos; pero, desgraciadamente, tendremos que limitarnos a esto y ser, por consiguiente, muy concisos, tocando sólo los puntos muy capitales de la obra de que damos cuenta.

Para evitar equivocaciones, empezaremos por decir que el señor Sánchez es un absolutista teocrático del antiguo régimen y no pertenece a la perversísima secta de los neos. No niega, como ellos, la razón humana; no cree en el grosero sensualismo tradicionalista, no proclama y pide la esclavitud de los hombres, tiene fe en el progreso y no apoya en el derecho divino el poder de los reyes; antes bien, adopta las juiciosas opiniones de Belarmino de Soto, de fray Juan de Santa María y de otros teólogos publicistas de los tiempos pasados. El señor Sánchez, en suma, puede pasar por un liberal, y hasta por un revolucionario, comparado con Donoso Cortés. Pero, sin embargo, el señor Sánchez tiene un extraño aborrecimiento a todas las escuelas liberales de nuestra época, y del conjunto de la obra resulta claramente la persuasión en que se halla el autor de que son racionalistas, esto es, irreligiosas, las modernas escuelas liberales. La mayor parte de los argumentos del señor Sánchez se funda o toma su fuerza en esta imaginada y, a su ver, irremisible impiedad de los liberales. Si el señor Sánchez no nos creyese impíos, el señor Sánchez sería liberal como nosotros. Y decimos que el señor Sánchez nos cree impíos, no porque lo seamos a sabiendas, con plena conciencia de que lo somos, sino porque seguimos una doctrina que sin remedio conduce a la impiedad. El que no ve esto es porque es un cándido. Se deduce, pues, que el señor Sánchez nos pone como en prensa con un terrible dilema: o hemos de confesar que no tenemos religión, o que somos muy menguados de entendimiento.

El asunto principal de la obra del señor Sánchez es probar que el poder temporal de los papas es dogma de la Iglesia y no necesario al catolicismo. Quien de esto dude o lo niegue, es también cándido o irreligioso. ¿Qué nos importa, pues, que el mismo señor Sánchez diga que el poder temporal no se halla entre los artículos del Credo? Para el caso es lo mismo que si se hallara, ya que, por el mero hecho de dudar que sea necesario al catolicismo, dejamos de ser católicos o dejamos de ser racionales. Según la importancia que da el señor Sánchez al poder temporal, podrá imaginar alguien que quizá haya puntos de fe de que pueda dudarse con menos peligro. En todos es menester que creamos; pero el poder temporal es para el señor Sánchez como la base firmísima de la creencia. Al menos, ésta es la idea, éste es el sentimiento que parece que está embebido en la obra, y que anima todo su conjunto. Veamos rápidamente el argumento de que se vale el señor Sánchez para demostrar tan raro aserto. Mazzini, Ricciardi, Garibaldi y otros dice que son o han sido impíos, ya siempre, ya en algún momento de la vida. Todos han dicho que es menester acabar con el poder temporal para acabar con el catolicismo. Luego la existencia de éste tiene por esencial condición la existencia del poder temporal. Niegan el poder temporal todos los que niegan a Cristo; luego niegan a Cristo todos los que niegan el poder temporal.

Lo erróneo de esta argumentación no puede ser más evidente. Claro está que el que niega lo más, niega lo menos; pero no se ha de decir por eso que el que niega lo menos niega lo más. Un ejemplo explicará mejor aún lo que decimos. Todos los impíos han negado siempre que la Virgen Santísima fue concebida sin pecado original; pero nunca se ha seguido de aquí que fuesen impíos los que sólo creían a la Virgen llena de gracia antes que su Inmaculada Concepción fuese declarada dogmática.

Sentado ya que el poder temporal es necesario al catolicismo, pasa el señor Sánchez a hablarnos del origen de este poder y a demostrar su legitimidad. Nunca la hemos negado, ni creemos que la niegue ninguna persona razonable, y nada tenemos, por tanto, que decir sobre este capítulo. Sólo observaremos que nos parece que el señor Sánchez se deja llevar demasiado de su entusiasmo cuando, para realzar el justo origen del imperio político de los papas, deprime por demás el de los reyes. No creemos, como el señor Sánchez, que se diga, quizá con fundamento, que sobre el origen de todas las dinastías es forzoso tender un negro y tupido velo para ocultar las miserias, los enormes crímenes que se encuentran en su fundación. No vemos esa mancha execrable que hace asqueroso el origen de ciertas dinastías que hoy nadie ataca. Esto ni siquiera lo creen o lo ven los republicanos, porque creen y ven que los hombres tienen sentimientos de dignidad y de justicia y que un poder que entre ellos se perpetúa, rara vez tiene principios tan viciosos. La mayor parte de las coronas, como el poder temporal del Papa, deben su origen a la necesidad social de una época dada, al consentimiento, a la elección del pueblo, o a la conquista, sancionada después por el Papa mismo.

Dejando ya aparte el origen del poder temporal, el señor Sánchez nos enumera sus causas y expone en sendos capítulos hasta doce de las más principales.

La primera la entiende el señor Sánchez al contrario de como nosotros la entendemos y de como generalmente se entiende. El Imperio romano -dice en resumen- avasalló por la espada gran parte de la Tierra, se puede decir que el mundo, e hizo pesar sobre él su insufrible y abominable tiranía. La iniquidad, pues, del Imperio romano, la crueldad de su legislación, los vicios de sus monarcas, la corrupción de los ciudadanos, su absurda doctrina moral y social, fueron quizá la principal causa del poder temporal de los papas. No parece sino que se sigue de aquí que este poder temporal es una especie de castigo impuesto por Dios a los romanos para humillar su soberbia y para que purguen sus pasados delitos. Porque avasallasteis el mundo y porque lo dominasteis con el valor de vuestros pechos y la fuerza de vuestras armas, os obligo a que tengáis por jefe de vuestra pequeña y débil república a un inerme sacerdote. Pero, considerando que el tener el Papa su asiento en Roma antes es glorificación que castigo, antes honra y premio que penitencia el señor Sánchez modificará su opinión acerca del Imperio romano, verá en su historia algo más que combates de gladiadores y otras maldades y reconocerá que el pueblo-rey fue destinado por la Providencia para reunir y civilizar a los demás pueblos. Venciéndolos por la fuerza, que en aquellos siglos de hierro era la única manera de vencer; sujetándolos a su yugo, dándoles sabias leyes, que aún hoy sirven de base a todas las legislaciones de Europa, y enseñándoles su hermosísimo lenguaje, que es hoy aún el de la Iglesia católica, la cual también lo recibió de ese infame pueblo, los preparó a todos para recibir el santo y más dulce yugo de la ley de gracia. Antes de que esta ley se promulgase, antes de que la buena nueva se difundiese por el mundo, Roma lo venció con el rigor de la espada, y sin duda porque lo venció, y porque era su centro y su cabeza, quiso Dios que también lo venciese con la dulzura de la persuasión, y puso la cruz sobre el Capitolio, y levantó en la Ciudad Eterna la cátedra del Príncipe de sus Apóstoles.

No se sigue de aquí, como deja entrever el señor Sánchez en muchos lugares de su obra, una reprobación divina contra el Imperio romano y una condenación de su historia; antes parece que lo contrario es lo que se sigue. Los hechos vienen, además, en apoyo de nuestro raciocinio. Los papas han sido súbditos de los emperadores de Oriente, que se decían emperadores de Roma, y los papas han coronado después a muchos emperadores de Occidente, llamándolos emperadores de Roma y reconociéndolos como tales. Jamás hubo güelfo que fuese tan allá como el señor Sánchez en la condenación del Imperio.

Natural, y no impía, es, pues, la memoria que siempre, hasta en lo más tenebroso de los siglos medios, conservaron los romanos de su antiguo poder. El ser gibelino no era dejar de ser católico; el querer al emperador no era negar la autoridad espiritual del Papa, y el lamentarse de que los nietos de los Fabios y de los Escipiones fuesen una manada de esclavos apaleados no era desear que volviese el paganismo y que hubiese de nuevo combates de gladiadores. Por cierto que no deseamos nosotros que vuelvan la Inquisición y la tiranía de los reyes de la Caza de Austria, y no nos disgustaría, con todo, que volviesen para España aquellos tiempos en que pudo llamarse señora de ambos mundos. El señor Sánchez debiera hacer todas estas distinciones, porque importan en gran manera al asunto de que trata. La memoria de la grandeza antigua de Roma no puede borrarse de la mente de muchos italianos. Hasta papas ha habido que se han entusiasmado con ella y han procurado que lo presente responda, en cierto modo, a lo pasado. Condenar por impíos a los que anhelan la unidad de Italia, reconstituyendo el Imperio o haciendo de Roma capital, es condenar por impías o despreciar por cándidas a muchas generaciones de hombres ilustres, entre ellos a Dante.

La segunda causa del poder temporal es causa del poder temporal porque quiere el señor Sánchez. El catolicismo enseñó la doctrina que engrandece y eleva a los pueblos, intimidó con proféticas amenazas el corazón de los ambiciosos, suavizó y amansó la fiereza de los más crueles tiranos, destruyó la añeja política del gentilismo y estableció el reinado de la justicia en el mundo. Todo esto es evidentísimo, y no permita Dios que nosotros lo neguemos jamás. Pero ¿fue con el poder temporal con lo que se hizo todo esto? ¿Qué tiene que ver todo esto con el poder temporal?

La tercera causa que da el señor Sánchez es por el mismo orden que la segunda. El Vicario de Cristo, la cabeza visible de su Iglesia, ha sido, es y puede ser aún un gran moderador político. «Contiene al monarca para que, engreído con su poder, no quiera proclamarse Dios, y reprime la inconsideración de la muchedumbre para que, dejándose llevar de aviesas pasiones, no haga imposible el imperio suave de la ley», etc. Luego el poder temporal es necesario, etc. Pero, señor Sánchez, ¿ha sido acaso con el poder temporal con el que ha impuesto sus leyes suaves el Soberano Pontífice, y con el que ha sido en muchas ocasiones el árbitro supremo de Europa? ¿De qué ha valido para esto el poder temporal? ¿A qué soberano se ha contenido con él? Felipe II, Luis XIV, Carlos V, Napoleón I han vejado al Papa como soberano temporal. Los papas que alcanzaron en el mundo mayor influencia política, los que volcaron Europa sobre Asia, apenas tenían poder temporal; los que hacían temblar en su trono a los más soberbios tiranos eran ellos, a su vez, como señores temporales, arrojados de Roma por la plebe turbulenta, insultados, heridos o golpeados por los feroces barones, o vencidos y hechos prisioneros por los jefes mismos a quienes llamaban en su ayuda. Gregorio VII, el más grande de los papas, el que adquirió mayor predominio en Europa, vio su capital entrada a saco por Roberto Giscard, y murió desterrado en Salerno.

Viene luego la cuarta causa, que consiste en que los soberanos pontífices salvaron a Roma de los bárbaros. Lo que es ésta, no se puede negar que es una causa justa de soberanía. Recuerde, con todo, el señor Sánchez, que muchos políticos italianos han dicho, no sin algunos visos de razón, que la causa de la debilidad de la Italia moderna y de su incurable fraccionamiento ha sido el poder temporal de los papas, nunca bastante fuertes para dominar toda la península, y nunca bastante débiles para dejar que otro la domine. Esto, cuando no se habían formado aún grandes monarquías, no tenía para Italia tan deplorables consecuencias como ahora; Venecia, Génova, Florencia y hasta Pisa y Amalfi eran, en la Edad Media, repúblicas poderosas, cuya alianza ambicionaban los reyes; pero después que los demás países constituyeron su unidad nacional y se robustecieron, el fraccionamiento fue perjudicialísimo a Italia, y la entregó a todos los ambiciosos para que por ellos fuese hollada y pisoteada.

Al exponer el señor Sánchez la quinta causa es presa de la misma alucinación que en las anteriores. Los papas convirtieron al cristianismo a los ingleses, a los alemanes y a otros pueblos bárbaros; gobernaron siempre sapientísimamente la Iglesia, difundieron el saber y la civilización, y enviaron con sus misioneros la luz de la verdad hasta los últimos confines de la Tierra. Luego el poder temporal, etc. ¿Qué hemos de contestar a esto, sin lo que ya hemos contestado antes? Nuestro autor se diría que confunde adrede el poder temporal con el espiritual.

La sexta causa está cifrada en estos términos: «O los papas son independientes en lo civil o por justas censuras contra la depravación de los malos imperantes constantemente, con daño de la Iglesia universal, han de ser perseguidos.» Estamos de acuerdo con el señor Sánchez: el Sumo Pontífice no debe ni puede ser súbdito de nadie, sin grave perjuicio de la Iglesia. Pero sus dos o tres millones de súbditos, cuando los ha tenido, que ha sido poquísimas veces, ¿le han librado de esa dependencia y de esas persecuciones? Hoy mismo, ¿es muy independiente el Papa? ¿Lo fue cuando el águila austríaca oprimía entre sus garras toda la península? ¿Era entonces, es ahora, ha sido jamás el poder temporal el que ha impedido que sean perseguidos los papas, o ha sido el respeto que se les debe como a vicarios de Cristo, y el afecto y la devoción que les profesan los fieles?

La octava causa consiste en suponer que los reyes o emperadores que han protegido el poder temporal de los papas han sido muy felices y poderosos; y, por el contrario, los que no le han favorecido han tenido un trágico y desastroso fin, como Napoleón I en Santa Elena. El señor Sánchez olvida que Carlos V, Felipe II, Luis XIV y otros soberanos, que han disminuido el poder temporal de los papas, o los han ofendido como a príncipes temporales, han tenido un fin bastante bueno y han vivido dichosos y respetados en el mundo. Las demás causas que expone el señor Sánchez son del mismo género. Todas ellas forman, juntas, una hermosa, brillantísima e irrefutable apología del Pontificado católico, pero nada o poquísimo prueban en favor de la necesidad de una soberanía temporal de los papas.

Entrando luego el autor en la refutación de las opiniones contrarias al poder temporal, sale vencedor siempre que se trata de probar que la soberanía mundana del Papa, que su condición de rey no es contraria al espíritu del Evangelio, ni a los concilios, ni a los santos padres, ni a los doctores, pero nunca prueba que este reino mundano sea indispensable al catolicismo, sea un dogma de la Iglesia. Más bien se puede decir que nos da, sin querer, una gran prueba negativa de que no es necesario el poder temporal.

Una persona tan docta y tan apasionada de su asunto como el señor Sánchez, nos cita todo lo que ha hallado de más favorable al poder temporal en los concilios y en los santos padres, y en ninguna de sus citas vemos afirmado el poder temporal de una manera explícita y dogmática. Las citas del señor Sánchez prueban que el Papa es el Vicario de Cristo, el Jefe de la Iglesia, el Padre común de los fieles, el primero de los obispos; prueban que, como tal, ha sido siempre acatado y reverenciado; prueban que ha ejercido jurisdicción e imperio como de supremo juez y aun legislador de la Iglesia: pero de poder temporal no prueban nada. Imposible parece que el señor Sánchez confunda una cosa con otra.

Para que se vea que no exageramos, vamos a poner aquí, con las propias palabras del señor Sánchez, algunos de sus argumentos.

«Se conserva todavía -dice- la célebre carta a los cristianos de Corinto, en la cual San Clemente, excusándose con la turbulencia de los tiempos por no haber antes accedido a sus deseos, como verdadero magistrado supremo, escribe a los cristianos de Corinto y les da admirables reglas, santas leyes de moral y política, con las cuales fácilmente pudieran evitar el escándalo de la lucha, y vivir en las dulzuras de la paz y la caridad. Difícil es no ver aquí una potestad judicial y suprema.» Ningún católico la ha negado nunca. Pero ¿qué tiene esto que hacer con el poder temporal?, repetimos nosotros. ¿Quiere también señor Sánchez que sea el Papa rey de Corinto? Las demás citas de los santos padres son idénticas a la que hemos insertado.

Lo que sí demuestra el señor Sánchez es que ni los concilios, ni los santos padres, ni los doctores han hallado incompatible el poder temporal con el espiritual de los papas; que no han declarado contrario al espíritu de la religión que el Jefe posea bienes terrenos, tenga súbditos y estados. Por eso no lo niega ni lo pone en duda nadie, con tal de que haya leído el más breve compendio de Historia. ¿Cómo habían de condenar los obispos, que eran señores de vasallos en la Edad Media, y el clero, que poseía cuantiosos bienes, que el Supremo Pontífice los poseyera también y que fuese soberano? Claro está que esto es permitido por la Iglesia, cuando la Iglesia ha tenido y tiene aún bienes y súbditos. Pero de la permisión, ¿se deduce acaso la imprescindible necesidad?

Confesamos ingenuamente que no se nos alcanza este modo de discurrir. Damos por supuesto que el poder temporal de los papas ha sido utilísimo en lo pasado y que podrá ser aún muy provechoso en lo venidero; que tal vez importe mucho conservarlo en las actuales circunstancias del mundo, y que es benéfico y favorable para los romanos; pero de suponerlo y aun de afirmarlo así, a suponer y afirmar que el poder temporal es un dogma de la Iglesia, una condición sine qua non del catolicismo, un artículo no de fe, pero que, sin ser de fe, tiene la virtud de transformar en impío o en necio a quien de él duda, hay una enorme distancia, que no podemos salvar nosotros con las inconducentes pruebas que el señor Sánchez nos ha dado.

Su libro, del que aún nos queda bastante que hablar, volvemos a decir que s una brillante apología del catolicismo, y que está escrito con elocuencia, con sinceridad y con fervor dignos de elogio, pero en todo él se nota alucinación sofística de que hemos hablado. Todo lo refiere el señor Sánchez al poder temporal, cuando no es en manera alguna del poder temporal de lo que tratan sus autores.

Ya, otro día, terminaremos este ligero examen.




- III -

Nos queda por examinar la parte más difícil, la que más prudencia y tacto exige de parte del crítico en la obra notable del ilustre presbítero malagueño. Ya no se trata de teorías históricas, de interpretaciones y apreciaciones más o menos juiciosas sobre los acontecimientos pasados, sino de juzgar los presentes acontecimientos y de absolver o condenar a los personajes que en ellos han intervenido o intervienen. Napoleón III ha calificado de obstinación la resistencia del Padre Santo a ceder parte de su poder temporal, y contra este modo de calificar la conducta del Vicario de Nuestro Señor Jesucristo se revuelve con terrible y santa indignación nuestro ilustrado, pero vehemente sacerdote.

El mismo señor Sánchez niega, sin embargo, la infalibilidad temporal del Papa. Todo un capítulo de su obra está consagrado a demostrar que el Papa sólo es infalible hablando ex cathedra a la Iglesia en lo perteneciente a la fe. Según la doctrina del señor Sánchez, que es la doctrina ortodoxa, y que viene apoyada en textos de Belarmino, de Perrone y de De Maistre, el Papa puede engañarse no hablando ex cathedra y en asuntos que no sean de fe; luego el Papa puede seguir una mala política, y puede ser obstinado en ella. No es esto decir que lo sea ahora, sino que puede serlo; no es esto defender el que no hay quizá algo de irreverencia en llamar al Papa obstinado, pero sí es defender que el que cree en esta obstinación no reniega del nombre de católico ni se aparta de la comunión de los fieles.

El señor Sánchez, que en el capítulo XXXI de su obra explica con tanta prudencia y sabiduría los límites de la virtud infalible de Su Santidad, en los capítulos XXVII y XXVIII procede, sin embargo, de muy diversa manera; y volviendo a confundir lo espiritual con lo temporal, traspasa esa virtud infalible del Poder común de los fieles al príncipe italiano, poseedor de un pequeño Estado.

Es cierto que el Padre común de los fieles no hace guerras de conquistas y quiere vivir en paz con todos los pueblos, como Padre común de los fieles; es cierto que el Papa, como Papa, no envía soldados, sino misioneros; no vence los cuerpos, sino las almas; no tiene el orgullo de los españoles, ni la vanidad de los franceses, ni la insaciable codicia de la pérfida y cruel Albión, cuyas maldades pondera el señor Sánchez; pero el señor Sánchez debe tener en cuenta que no se habla del Padre común de los fieles como Padre común de los fieles, sino como rey que tiene ejército, y que puede ser ambicioso, y que puede desear la dilatación o la conservación de sus dominios. Para todo esto se vale de los mismos medios que los otros soberanos: hace la guerra, empuña la espada, se ciñe el casco en vez de la tiara y entra por la brecha de una ciudad, entre el humo de la pólvora, como cualquier héroe profano, como Julio II, por ejemplo.

Los papas, como señores temporales de un corto territorio, no son, ni han podido ser, lo que supone el señor Sánchez refiriéndose a la cabeza visible de la Iglesia. Esa mansedumbre no es compatible con la condición humana, en el estado presente del mundo, ni con los deberes del jefe supremo de una nación cualquiera. El rey de Roma, aunque sea Papa, tiene, como rey de Roma, que contraer alianzas y compromisos, siendo amigo de unas naciones y enemigo de otras; tiene, en suma, que hacer la guerra, y la ha hecho no pocas veces. Y como el mismo señor Sánchez confiesa que no se extiende a la política la infalibilidad del Papa, también tendrá que confesar que sus guerras y sus enemistades no siempre son justas. Cuando un Papa dijo de los españoles, de esta nación eminentemente católica, que éramos «la escoria del mundo y una vil ralea de moros y de judíos», nos parece que no fue infalible; antes bien, padeció una lamentable equivocación que el gran duque de Alba se encargó de deshacer de un modo algo brusco.

Nadie más que nosotros se admira de las hazañas, virtudes y desinterés de los misioneros. Aún nos parece pobre el encomio que de ellos hace el señor Sánchez. Pero repetimos lo de siempre: ¿qué tienen que hacer los misioneros con el poder temporal? ¿No es esto involucrar las cuestiones?

Se ha de notar, asimismo, que el señor Sánchez encarece y exagera demasiado las crueldades y las infamias de los conquistadores, sobre todo de los del Nuevo Mundo, que eran nuestros compatriotas, y supone que sólo la codicia les movía a ser crueles, sin contar con el fanatismo religioso, que tuvo también alguna parte en la crueldad. Por cierto que si el padre Valverde (al ver que el Inca se aplicaba al oído su breviario y lo tiraba al suelo, porque nada le decía de lo que él aseguró que podía decirle) no hubiese excitado la cólera de Pizarro y de sus compañeros, tal vez éstos no hubieran hecho en los indios, inermes y desapercibidos, que venían de paz a recibirlos y a agasajarlos, aquel fácil destrozo y aquella bárbara matanza.

Con todo, las glorias de los misioneros son grandísimas, a pesar de este y de otros extravíos que pudieran citarse, y que es justo atribuir a la fragilidad y miseria de los hombres y a la cruel rudeza de los siglos pasados. En cuanto al catolicismo, ¿quién ha de negar que es un medio eficaz de civilización y de progreso? Pero volvamos al poder temporal.

El señor Sánchez, juzgando a Napoleón III el más terrible adversario de este poder, le consagra todo un capítulo de su obra, y le maltrata con igual energía que Víctor Hugo. El modo de conciliar el respeto que el señor Sánchez cree deber a las personas constituidas en la suprema dignidad, con las muchas injurias que dirige al emperador, es bastante ingenioso. «Por más que veamos -dice el señor Sánchez- lunares y aun manchas horribles en el hombre, sólo queremos, sólo podemos ver la justicia en el trono, la rectitud en el cetro, y en el manto imperial, la misericordia.» Pero ni de justicia ni de rectitud nos habla, y sin asomos de misericordia se complace en representar nos una por una todas esas manchas horribles que en el hombre cree ver. Espantosa es la diatriba del señor Sánchez contra Napoleón III y su familia. Luis Napoleón es para el señor Sánchez un malvado, un traidor, un sanguinario tirano, un Atila.

Nosotros, que somos partidarios de la más completa libertad de pensamiento, no censuramos, antes aplaudimos, la franqueza noble con que dice lo que piensa el señor Sánchez. Lo que no podemos aplaudir es que el mismo señor Sánchez confiese paladinamente, pocas páginas después, que el episcopado, que el clero todo, daría su eficacísimo apoyo a ese tirano, a ese traidor, a ese Atila, si no hubiese contribuido a que el Papa perdiese las Marcas, la Emilia y la Umbría. El golpe de Estado del 2 de diciembre y los demás actos de la vida de Napoleón III, que tan acerbamente califica el señor Sánchez, todo se hubiera olvidado, y aun se hubiera trocado en motivo de alabanza, si Napoleón III no da a Italia la libertad, si Napoleón III no combate en Magenta y en Solferino. ¿Qué comentario hemos de poner nosotros a esta confesión?

Pasemos ya a los capítulos, en nuestro sentir, más importantes de la obra: a los que hablan principalmente del mismo Pío IX. Lleva el primero por epígrafePopularidad del gobierno pontificio, y tal es la fuerza de la verdad, que el señor Sánchez destruye en este capítulo los más terribles argumentos de que se ha valido en los anteriores.

El gobierno pontificio es o ha sido popular entre los liberales, que califica de impíos el señor Sánchez. Luego no es la impiedad la que les lleva a no querer ahora el gobierno pontificio, que tanto amaban antes. Luego hay una razón meramente política, que les lleva a aborrecer lo que tanto amaron.

El señor Sánchez lo confiesa: «La revolución de Italia, de Francia, de Alemania, de Inglaterra, del mundo entero recibió a Pío IX con grandes, con entusiastas, con prolongadas aclamaciones.» Luego la revolución no quiere ser anticatólica, antes quiere que la Iglesia la santifique. «Le llaman el rey santo, el rey del Evangelio, el rey de la Libertad, el rey universal de las naciones, el rey del corazón y de la conciencia, el primero entre los reyes, el gran mentor y modelo de los soberanos, el rey único, en fin, dominador de la Tierra y restaurador de las sociedades.» Supongamos que no creerá el señor Sánchez que el Papa no fuese buen católico cuando le daban tales nombres los liberales. Luego no es justo suponer que ahora no le quieran algunos como rey temporal de Roma por odio al catolicismo. ¿Qué odio podían tener contra el catolicismo los que con tan vivo fervor aclamaban y bendecían a su Santo Pontífice? «En la Prensa periódica -prosigue el señor Sánchez-, en la tribuna, en libros y folletos, en todas partes resonaban gritos de placer, himnos de aplauso y entusiasmo en honra del santo, justo y liberal soberano de Roma. No podía el Papa abandonar su palacio sin verse abrumado por turbas revolucionarias, locas de amor y gratitud, que le seguían en tropel, atormentándole con vivas y aclamaciones. A tal punto llegaron las cosas, que el mismo Pontífice, en una circular, tuvo que prohibir con tono severo las incesantes demostraciones de afecto», etcétera. ¿Dónde estaban entonces los liberales impíos que anhelaban acabar con la religión, empezando por el poder temporal? Entonces no eran los impíos liberales. Si discurriésemos como el señor Sánchez, diríamos que los serviles eran los impíos de entonces. Ellos denostaban la sagrada y venerable persona del Pontífice como jamás se han atrevido a hacerlo después los más furiosos demagogos, los liberales más ardientes, defraudados en sus esperanzas. No queremos estampar aquí los términos horribles de que se valían los reaccionarios para calificar a Su Santidad. Bales tuvo que salir en España a su defensa. En Nápoles le aborrecían de muerte los palaciegos absolutistas. En Austria querían declararle antipapa y traer el cisma a la Iglesia. En nada de esto han pensado los liberales, dando muestras de que son mejores católicos que los serviles. Ni Gavazzi, ni Mazzini, ni Víctor Hugo, ni Garibaldi han dicho ni tramado contra el Papa cuando el rey de Roma ha dejado de ser liberal, lo que contra el Papa decían y tramaban los serviles cuando era liberal el rey de Roma. Los liberales más avanzados han querido y quieren destronar al rey de Roma porque no sigue su política; pero los serviles querían derribar a Pío IX de la Cátedra de San Pedro porque era liberal, y se atrevían a llamarle un Robespierre con tiara.

Como muestras del amor de los italianos liberales al Santo Pontífice vamos a trasladar aquí algunas de las estas que hace el mismo señor Sánchez.

La guardia nacional de Lombardía llamaba a Pío IX «Pontífice inmortal y regenerador de Italia». José Massari decía: «El Papa es el sumo sacerdote, el manso levita de Italia. Carlos Alberto es el sumo guerrero, el fuerte macabeo. Ante la mansedumbre del primero y la fortaleza del segundo unidas y entrelazadas, se estrellarán todos los amaños de fraude y los ataques de la violencia.» Felipe De Boni decía: «Ignominia a la torpe canalla [éstos eran entonces los serviles, que hoy presumen de santos], ignominia a la torpe canalla que insulta a Pío IX con obscenos improperios. Los italianos deben, aun con riesgo de la vida, defender la constancia del Papa y la razón de su principado.» El general Durando decía: «Vuestras espadas deben exterminar a los que han ultrajado a Pío IX.» «El Papa rey -decía Gioberti- ha sido el creador del genio en Italia y ha dispensado favores inmensos a nuestra nación.» Gavazzi decía: «Pío IX es el Pontífice de la amnistía, el Pontífice de la clemencia, el Pontífice de nuestra prosperidad y de nuestra ventura. Nos ha dado un nombre, un Estado, un porvenir.» «Pío IX -decía L'Italia Rigenerata- es el más grande de los hombres.» Por último, y para no acumular citas sobre citas, terminaremos recordando que los héroes que murieron en los cinco días de pelea contra los austríacos en las calles de Milán murieron, según aseguraban los impíos demagogos, exclamando: «¡Dios y Pío IX!»

De todas estas citas del señor Sánchez deducimos nosotros varias consecuencias, ya idénticas a las que él aduce, ya contrarias del todo. Deducimos, primero, que el catolicismo es tan poderoso ahora como en los mejores tiempos, y que no hay esa impiedad de que algunos hombres apasionados se complacen en acusar al siglo presente, ya que, por ser el catolicismo tan poderoso, se sirve de él como de un arma de partido. Y deducimos, en segundo lugar, que no son los liberales, sino los serviles, los que más a menudo y con más escándalo y pertinacia cometen es te abuso de servirse de la religión como de una máquina política. Cuando el partido liberal tenía al Papa en su favor, jamás tachó de herejes ni de ateos a los serviles, jamás acudió al anatema contra ellos, jamás se valió de los periódicos liberales para excomulgar a los que no pensaban en política como ellos pensaban. Cuando el partido liberal perdió el favor del rey de Roma, y más tarde, cuando volvió éste a subir a su trono con el auxilio de tres Ejércitos extranjeros, austríaco, español y francés, no se estamparon en Italia tantas palabras duras contra el Pontífice como las que se dijeron y escribieron contra él en Austria cuando era partidario, como príncipe italiano, de la libertad, de la grandeza y de la independencia de su pueblo. Liberani, Passaglia, Cavour, Garibaldi y otros hombres aborrecidos y tachados de ateos no han dicho una palabra dura ni contra el Pontífice ni contra el hombre; todos celebran sus virtudes, todos le llaman justo y bueno. Queremos convenir con el señor Sánchez en que es una obcecación y un extravío el que se anhele despojar a ese varón tan virtuoso de su corona temporal; pero también queremos que convenga con nosotros el señor Sánchez en que hoy se respeta y venera su sagrado carácter más que se ha respetado jamás el de ningún Papa, entre la efervescencia y tumulto de una revolución y en medio de las guerras y discordias civiles y de independencia. El señor Sánchez sabe la Historia mucho mejor que nosotros; el señor Sánchez es un hombre de buena fe, y a su buena fe apelamos para que nos diga si los emperadores germánicos en los siglos medios, si los tiranuelos de Italia, si la plebe de Roma, si los reyes católicos y cristianísimos de otras edades han tratado al soberano de Roma con el mismo miramiento y con la misma dulzura con que le tratan hoy los impíos revolucionarios, el excomulgado y pérfido Víctor Hugo, el maquiavélico Cavour y el monstruo de Napoleón III. Ni contra la Corte de Roma, ni contra los ministros y consejeros del Papa en lo temporal ha dicho el mismo About mayores atrocidades, merecidas o no, que las que dijeron Dante y Petrarca, poetas católicos por excelencia.

Suponga por un momento el señor Sánchez que este Papa u otro es un príncipe patriota y ferviente italiano, como ya los hubo; que tiene al mismo tiempo gran capacidad política y extraordinaria sed de gloria; que se pone al frente de una Liga, como hizo Alejandro III, y que combate a los austríacos y los vence y los arroja de Italia. ¿Cree el señor Sánchez que en Austria no se trataría de que hubiese un cisma, de negar al Papa y aun de nombrar a otro, como ya se pensó en 1848 y 1849? Nosotros creemos que en Austria se intentaría lo que decimos. Pues bien: los demagogos no intentan, ni han intentado jamás tal cosa, cuando ha habido un Papa que ha contrariado sus planes, o que, como Gregorio XVI, ha seguido una política completamente austríaca. Y si lo han intentado algunos ilusos, han hallado siempre en el pueblo una resistencia invencible. En Italia, antes del amor de Italia, está el amor del Pontificado, su mayor gloria y el amor de nuestra santa y católica religión. Lo mismo que Cola Rienzi, en el siglo XVI, llamaba al Papa a Roma, le llamarían Ratazzi y Víctor Manuel si, abandonado por los franceses, dejase la Ciudad Eterna. Convenimos con el señor Sánchez: en Roma no triunfará el mal. En Roma no podrá haber ya, como no sea por muy corto tiempo, inmundas bacanales en el Foro; pero, por lo mismo que en Roma no debe el mal triunfar definitivamente, esperamos que no triunfe ni dure la Política de Mons, de Merode y del cardenal Antonelli.

Hemos recorrido rápidamente todo el primer tomo de la obra del señor Sánchez, y hemos tenido que juzgarlo, desde el punto de vista de nuestras opiniones políticas, quizá con harta severidad. Queremos, sin embargo, que se entienda que en todo lo que es dogmático, que en todo lo que es verdaderamente religioso hemos convenido, y no podemos menos de convenir con el señor Sánchez, porque somos tan buenos católicos como él, y distamos infinito de poseer sus conocimientos profundos y de estar dotados de una inteligencia tan levantada y tan versada en las materias teológicas.

Madrid, 1862.






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Sobre los discursos leídos en la Real Academia Española

por los excelentísimos señores don Luis González Bravo y don Cándido Nocedal



- I -

La recepción pública en la Real Academia Española de un personaje de tanto valer y nombradía como el señor González Bravo no pudo menos de llamar la atención notablemente y de excitar la curiosidad de cuantos en esta corte son o presumen ser literatos, y más aún de los que se dedican a la política, esto es, de todos los que saben, aunque sólo sea someramente, leer y escribir y las cuatro reglas. Se puede, por tanto, afirmar que el acto a que nos referimos ha interesado en extremo, y que los discursos leídos en él han sido divulgados, comentados y juzgados por todos los críticos caseros, en cafés, tertulias y corrillos.

Ninguno, sin embargo, ha querido molestarse, hasta ahora, en dar por escrito su parecer sobre los mencionados discursos, publicándolo en algún periódico, y esta falta, que tal la creemos, cuando de obrillas de menos cuenta por todos estilos se componen críticas y comentarios, es la que trataremos de suplir aquí, poniendo a un lado la buena amistad que profesamos a los autores, y siendo imparciales.

Ambos discursos han tenido más de filosóficos y de políticos que de literarios; pero tanto el señor González Bravo, cuanto el señor Nocedal, estaban en su derecho al dotarlos de este carácter. Aun escribiendo para una corporación esencialmente consagrada a dilucidar cuestiones filológicas, no podían ellos prescindir de ser quienes son y de mostrarse tales. Los incitaba, además, a discurrir sobre filosofía política, y no sobre literatura, el sujeto de quien debían hablar y hablaron: el ilustre director de la Academia, Martínez de la Rosa, a quien vino a reemplazar el señor González Bravo, y en cuyo elogio era justo y conveniente que se extendiera.

Suelen, por lo común, los que entran en alguna de las cinco reales academias, tomar por asunto de la disertación que deben leer una tesis cualquiera, que desenvuelven y demuestran con mayor o menor acierto, y suelen casi olvidarse del académico a quien suceden, limitándose a consagrar a su memoria tres o cuatro frases de alabanza que nada significan. Pero esta costumbre nos parece mal, y desearíamos que todo discurso de recepción fuese el elogio, y aun si se quiere, el juicio del académico difunto a quien viene a suceder el entrante. Si así aconteciese, parecerían mucho más naturales estos discursos de recepción. No parecería una prueba de la capacidad del nuevo académico, capacidad que debe estar, o debe suponerse que está ya probada; ni parecerían tampoco como una lección que el académico novel acude a dar a los antiguos, para mostrarles lo mucho que fuera de las academias se va progresando y descubriendo, y lo no poco que él ha aprendido, averiguado y escudriñado antes de entrar en aquel sitio. En resolución: si todo discurso de un académico novel fuese el elogio de su antecesor, nos parecería más motivado cuanto dijera, y más modesta y traída mucho más a propósito y con más delicado disimulo la enseñanza que difundiese.

También se evitaría de este modo el escrúpulo de conciencia que debe asaltar al académico entrante, por más que se disculpe, de que el no decir nada del difunto a quien viene a suceder es porque le juzgaba harto poco memorable.

Por dicha, no se prestaba por ningún concepto el señor Martínez de la Rosa a que tan desdeñosamente se le juzgara; y esto, y el buen gusto y el mejor tino del señor González Bravo, han contribuido a que su discurso sea lo que debe ser: un elogio, o dígase mejor, un juicio del excelentísimo señor don Francisco Martínez de la Rosa.

Para nosotros no cabe duda en que las prendas y los merecimientos del autor del Estatuto Real, como hombre político, como orador y como personaje histórico, son inmensamente superiores a los que se pueden alegar en favor suyo, como literato, como crítico, como filósofo y como poeta. La vida y los hechos del señor Martínez de la Rosa valen, importan y significan mucho más que sus escritos. El señor González Bravo sigue esta misma opinión; pero el señor Nocedal sostiene la contraría, en nuestro sentir, erradamente.

Dice el señor Nocedal que la «fama de Martínez de la Rosa como repúblico crecerá o menguará al compás de estas mudanzas (las que hubiere en las opiniones políticas), pero, en unos y otros tiempos, será estimada la tragedia de Edipo como un bello monumento del ingenio y del buen gusto, y aplaudida por demócratas y cortesanos».

Creemos que el afectado desdén de la historia contemporánea, el espíritu de partido y la manía de empequeñecer los acontecimientos de nuestra edad no pueden llevarse más lejos, ni pueden extraviar más visiblemente el recto juicio del docto y discreto académico.

El señor Nocedal pasa ligeramente sobre las acciones de un hombre que ha tenido grandísima influencia en las novedades y revoluciones que ha habido en esta nación, y da, en cambio, una inmortalidad vencedora de las edades a la tragedia de Edipo, al artificioso, pálido y frío remedo de la hermosa creación de Sófocles. Es cierto que el mismo señor Nocedal concede esta inmortalidad a la tragedia en virtud de su insignificancia; porque ni demócratas ni aristócratas, ni liberales, ni serviles tendrán nada que decir en contra ni en pro de ella. Si a este precio de la insignificancia hubiéramos de ser inmortales, preferiríamos morir sin dejar rastro ni huella de nuestro espíritu en el mundo. Las obras, los caracteres y los hombres, cuando excitan ardientes y profundos afectos de odio y de amor, son los que viven vida inmortal: los que mueren o se olvidan son los que no excitan nada de esto.

La otra razón que da el señor Nocedal para probar lo inestable de la fama política de Martínez de la Rosa es aún menos valedera. Sabido es que no hay un solo momento de la Historia que se parezca con exactitud a otro momento. Las leyes, las instituciones, las costumbres, las doctrinas, hasta las religiones cambian, si no en la esencia, en la forma y en los accidentes; pero este mudar no es desordenado y anárquico, sino que hay en él un encadenamiento admirable, una lógica divina, un enlace providencial, una regla superior que se llama progreso. La Historia no es una serie de cuentos de viejas, sin significación y sin sentido, en la cual se puede olvidar esto, sin dejar de comprender estotro. En la Historia hay trabazón, dialéctica, y los hechos no van mostrándose sin atadero, sino que los presentes son consecuencia de los pasados, así como los futuros serán consecuencia de los presentes; porque no son extraños unos a otros, sino que son todos la manifestación y el desenvolvimiento de la misma idea. Y como esta idea se va enriqueciendo de continuo, viven en ella todas sus formas sucesivas, que son los grandes hechos históricos; por lo cual, no importa que; no haya hoy democracias como la de Atenas para que interese y sea gran de la vida de Temístocles; ni que no haya aristocracia como la de Roma para que no se borre de la memoria la vía de los Gracos y de los Escipiones; ni que no haya Sacro Imperio Romano para que de Carlomagno no nos olvidemos; ni que no haya Inquisición para que no dejemos de acordarnos de Torquemada. De todo lo cual se debe deducir, si licet in parvis magnis exemplibus uti, que pueden pasar la Constitución del año de 1812 y el Estatuto Real y todas las fórmulas y creencias políticas que Martínez de la Rosa sostuvo, y vivir en la Historia y resplandecer de ella con resplandor clarísimo la figura de Martínez de la Rosa.

Ni negaremos, con todo, que hay y ha habido muchos sujetos inmortales por sus escritos, y por sus acciones apenas conocidos de nadie, y otros conspicuos y famosos por escritos y por acciones: pero Martínez de la Rosa creemos que merece más inmortalidad y más gloria como hombre de acción que como escritor y como hombre de pensamiento.

Tampoco fue Martínez de la Rosa como Jenofonte, ni como César, ni como el mismo Cicerón, que de uno o de otro modo historiaron sus propias hazañas, enlazando así la fama del escritor a la fama del repúblico o del guerrero. Ni fue tampoco como Salustio o como Bacon, cuya vida es mejor que para sabida para olvidada, mientras que por sus escritos, donde pusieron lo mejor del alma y el fruto de la nobilísima inteligencia que tenían, viven honrados en la memoria de todas las generaciones. Ni tampoco fue, por último, fuerza es confesarlo, tan maravilloso escritor, filósofo y poeta, que haga olvidar y eclipse con la brillantez de las creaciones de su ingenio la importancia de sus actos y de su vida. Considerando la extraordinaria grandeza del Prometeo y de la trilogía de Orestes, poco se añade a la gloria de Esquilo, al recordar que combatió en Maratán como un valiente. Quizá hubiéramos olvidado ya la noble herida de Lepanto y el sufrido y heroico cautiverio de Argel, si no fuese porque el cautivo mutilado escribió elQuijote. Dante tomó una parte muy activa y honrosa en los disturbios y conmociones políticas de su patria, Florencia; pero poco nos interesaría esta historia, si el desarrollo gibelino no hubiera compuesto La Divina Comedia.

En Martínez de la Rosa ocurre todo lo contrario. Su vida, si no tan novelesca ni hazañosa, tiene una significación historicopolítica bastante más trascendental que la de Esquilo, que la de Dante y que la del autor del Quijote; y sus escritos todos distan una inmensidad del Prometeo, de La Divina Comedia y del Ingenioso Hidalgo. Lejos de dar sus escritos importancia a su vida, su vida es la que da importancia a sus escritos. Y no serían éstos tan celebrados, si no se viese, o más bien se creyese vislumbrar en ellos un reflejo de «la limpieza y serenidad de convicción que condujo a su autor, como dice el señor González Bravo, a ennoblecer con heroica perseverancia el grillete del presidio y más adelante a arrostrar con indiferencia no estudiada el puñal de los demagogos». Nadie aguantaría tal vez el desmazalado y narcótico Espíritu del siglo, si en el espíritu de quien lo compuso no hubiera alentado aquel puro «patriotismo que le dictó la renuncia de su despacho de presidente del Consejo de ministros, antes que asentir a la ignominia de una intervención extranjera».

El señor González Bravo ha comprendido bien esta verdad y ha puesto a un lado todas las producciones literarias de Martínez de la Rosa, para estimarle y aquilatar su mérito como hombre de acción. Varias de sus producciones literarias merecen el aprecio general, pero su vida le merece y le tiene mucho más subido. Si Martínez de la Rosa hubiera vivido una vida oscura, retirada y modesta, por ejemplo, por más que las comparaciones se tengan por odiosas, como la de Hartzenbusch, la fama literaria de Martínez de la Rosa, como erudito, como crítico y como poeta, estaría muy por bajo de la del autor de Los amantes de Teruel y de Doña Mencía. En los preceptos del Arte poética y en la erudición de sus Notas, hay suma ligereza y superficialidad, y hay asimismo doctrinas críticas o atrasadísimas, o que son como una transacción pueril e inocente entre las ideas modernas y las antiguas. Nosotros, por ejemplo, comprendemos que se sostenga la majestad clásica del drama con escena fija, guardándose en él estrictamente las unidades del tiempo y de lugar, porque no está bien mudar de lugar sin mutación de escena, ni que transcurra mucho más tiempo del que realmente transcurre sin que caiga el telón, y pueda la fantasía suponerle transcurrido en el entreacto, Nosotros comprendemos también, que dados los entreactos y los cambios de decoraciones, pueden suponerse todas las duraciones y todas las distancias imaginables.Al son del pito, bien puede la imaginación hacer un viaje instantáneo desde Madrid a Babilonia, y salvar diez, veinte, treinta años, y hasta un siglo si al poeta le conviene. Si al levantarse el telón, en el primer acto del Edipo atraviesa la imaginación, sin trabajo ni fatiga, la distancia que hay desde esta corte a Tebas, y un período de unos tres mil años, sobre poco más o menos, ¿por qué ha de ser tan floja y tan pesada esta imaginación misma al levantarse el telón en el segundo acto, que tenga por fuerza que quedarse en el mismo sitio y casi en el mismo momento? Pasa realmente el espectáculo en un sitio y momento determinados, en medio de bastidores y bambalinas y sobre unas tablas; pero pasa idealmente en el alma del espectador, donde caben todos los tiempos y lugares; donde hay, en cierto modo, ubicuidad y sincronismo. Comprendemos, pues, que se requieran las unidades de tiempo y de lugar, y comprendemos también que no se requieran. Lo que no comprendemos es el término medio del señor Martínez de la Rosa; la concesión de cierto número de leguas a la redonda y de tres o cuatro días en vez de uno. Esto da la medida de la capacidad criticoliteraria del señor Martínez de la Rosa.

Como poeta lírico y dramático, no es superior tampoco, antes es un endeble imitador de Metastasio, Racine y Voltaire, e incurre a menudo en candideces poéticas por el estilo de sus candideces críticas. Escribe, por ejemplo, una elegía a la muerte de una ilustre señora, y empieza convirtiendo el alegre y bullicioso París, donde se halla, en las tristes márgenes del Sena, y termina asegurando que en París, donde, con perdón sea dicho, se crían tal vez más flores que en todas las Castillas, no hay una flor que enviar para ornar la tumba, porque allí no nacen flores. Con estos fingimientos, tan fuera de propósito, hace dudar el poeta de la sinceridad de su dolor, y hace recelar que este dolor sea un fantasear amanerado, como la tristeza y la carencia de flores de la capital de Francia. En otros versos nos habla de Nápoles, y nada, absolutamente nada dice que le llama allí la atención; ni la dulzura del clima, ni lo diáfano y sereno del ambiente y del mar, ni los azulados y elegantes contornos de las montañas de Sorrento, ni la fertilidad maravillosa de la Campania feliz, ni Averno, ni los Campos Elíseos, ni las islas de Ischia y de Capri, ni el golfo de las Sirenas, ni la tumba de Virgilio, ni las ruinas de Baja y de Puzzoli, ni Pompeya, ni Herculano, ni el Vesubio, ni el espléndido museo borbónico, ni las fiestas y danzas populares, ni la alegría, regocijo y alborozo de todas aquellas calles y plazas, y de la marina, cubierta de palacios, jardines y bosques, y extendiéndose a la falda del Vómero risueño y del Posilipo florido.


   Mas hallé de Falerno
el néctar celebrado,
y apuré una botella
a la salud de Horacio.



Vaya con Dios porque hallase ese néctar de Falerno, que ya nadie busca, ni bebe; pero lo que no se puede pasar es que apurase una botella a la salud de un gentil que murió hace cerca de dos mil años y que, pensando cristianamente, hemos de suponer que está ardiendo en las calderas de Pedro Botero. Pues qué, ¿no tenía el poeta un tío, un sobrino, un amigo ausente o alguna muchacha querida a cuya salud apurar una botella? ¿No es un contrasentido el ir a apurar una botella a la salud de un difunto? Si al menos el difunto hubiese sido católico, hubiera podido el poeta encomendarle a Dios y rezar por la salud de su alma; pero nunca embriagarse o entregarse a los excesos de la gula.

En otros versos finge que baja al cráter del Vesubio, y allí escondido, como Don Quijote en la cueva donde vio tantas maravillas, empieza a invocar el nombre de Granada.


   Y en el cóncavo hueco,
por vez primera repitiole el eco.



En sus imitaciones de los clásicos latinos, se deja por imitar o por traducir lo más enérgico, y suele convertir una composición sentida y profunda en un frívolo juguete. Así es, por ejemplo aquella letrilla, imitada de Catulo, que empieza:


   Mil veces ciento
cien veces mil,
más besos dame,
Laura gentil.



En los chistes y jocosidades tiene asimismo este poeta sobrado candor. Sin duda, era por demás excelente y bondadoso para satírico. Esto se advierte en sus comedias y en El cementerio de Momo, imitado, sin duda, de los epitafios burlescos que compuso un poco conocido poeta de Italia, llamado Loredano.

Tampoco, brillan las obras dramáticas de Martínez de la Rosa por la rica inventiva en el enredo, ni por la viva pintura de los caracteres, ni por la hábil y difícil facilidad del desenlace.

Una novela histórica, que ha escrito, Doña Isabel de Solís, es harto pesada; una historia novelesca que ha compuesto, la Vida de Hernán Pérez del Pulgar, es harto ligera.

En todas sus obras, sin embargo, así en prosa como en verso, se advierten el sello de un gusto exquisito, un atildamiento y una pulcritud elegante, y cierta serenidad tímida, que les presta un carácter de aristocracia burguesa y las hace recomendables y dignas de estudio.

En lo que estuvo menos feliz Martínez de la Rosa fue en El espíritu del siglo. La inteligencia de Martínez de la Rosa era poco dada a la filosofía. Todo sistema metafísico era impenetrable para su inteligencia. Veía los hechos, pero no acertaba las causas de los hechos. Todo el movimiento intelectual de Alemania, desde Kant hasta Hegel, era tan ignorado para él como el contenido del libro de los siete sellos. De la escuela escocesa no sabía más; ni del eclecticismo francés, ni de los novísimos pensadores italianos. Si algún eco o rumor de especulaciones había llegado hasta sus oídos, era sólo para que las despreciase y llamase tiquis miquis. Martínez de la Rosa se había quedado en Voltaire, D'Holbac, Cabanis y Rousseau, que leyó, sin duda, aunque superficialmente, en sus mocedades. Ignorando, pues, como ignoraba la filosofía, mal podía escribir El espíritu del siglo, que es la filosofía misma.

Los grandes problemas religiosos que agitan y han de agitar aún el siglo presente, no sólo no podía resolverlo Martínez de la Rosa, pero ni soñarlos. Sincera y noblemente cristiano, sobre todo en los últimos años de su vida, curado ya del volterianismo, no creemos que su saber teológico fuese mucho más allá del que se puede adquirir en la doctrina de Ripalda y en algún que otro libro devoto, recomendable por el primor del estilo, como los más selectos trozos de fray Luis de Granada y de fray Luis de León, y sobre todo de Bossuet y de los otros escritores a lo divino del gran siglo de Luis XIV. De lo dicho resulta que Martínez de la Rosa, ni filosófica ni religiosamente alcanzaba a comprender el espíritu del siglo en que vivía.

Pero aún hay otra faz por donde hubiera podido comprenderle: faz menos sublime, si bien no menos importante. Hablamos del asombroso desarrollo de la riqueza pública, de los grandes y pavorosos problemas sociales que con ese desarrollo han nacido, y de las no menos pavorosas soluciones que ora especulativamente, ora propendiendo a traducirse en hechos, se han querido dar a esos problemas. Mas, por desgracia, Martínez de la Rosa no era muy versado en las ciencias de la Economía política y de la Hacienda, y no sabía mucho de crédito, de bancos, de libertad comercial y de tantos y tantos sistemas y teorías económicos y sociales como se han inventado y caído desde Adam Smith hasta ahora. Por este lado, también se le escabullía El espíritu del Siglo a nuestro autor. No se ha de extrañar, por consiguiente, que, en vez de espíritu, compusiese una materia del siglo, tan pesada como voluminosa.

Tenía, pues, razón, el señor González Bravo al decir: «Hay libros que, bien lo sabéis, valen más que sus autores, y hombres que, sea cual fuese su precio, merecen más que sus libros: Martínez de la Rosa era, a mi entender, de estos últimos.» En efecto, para abrirse camino y ocupar un brillante lugar, importa más el carácter que la inteligencia, y Martínez de la Rosa valía más que por la inteligencia por el carácter. Aunque diga el señor González Bravo, y no sin fundamento, que Martínez de la Rosa «fue toda su vida un mozo viejo y un anciano joven», no se ha de negar que había en su alma cierta energía varonil, la cual se reflejaba en algunas de sus acciones y a veces en sus discursos, si bien éstos son, por lo común, como también asegura el señor González Bravo, tersos, floridos, amables y simpáticos, «pero sin nervio ni virtud filosófica y, sobre todo, ajenos a la comprensión de lo real y positivo».

Tenía, con todo, Martínez de la Rosa un tan vivo amor a la patria y a la libertad, y unas creencias tan arraigadas, aunque fuesen en ciertas doctrinas vagas e indecisas, que infundía respeto a los que le oían y solía llevar el convencimiento y la dulce persuasión a todos los ánimos, aun cuando se tratase de alguna máxima o sentencia, que algo o bastante quería decir, pero que real y racionalmente no decía nada. La sentencia, por ejemplo, de que «debemos conciliar el orden con la libertad» no tiene valor alguno filosófico, porque el orden y la libertad no está reñidos, y porque, aun resolviendo la sentencia en esta obra, «debemos conciliar los derechos individuales con los del Estado», la vaguedad de la afirmación la reduce a un lugar común de todos los partidos políticos y de todos los hombres. Todos quieren esta conciliación y armonía, unos de una manera, otros de otra, y en esto consiste la diferencia de opiniones y de partidos. Pero aun así, con esta vaga sentencia (tal era la amabilidad y dulzura de su oratoria), Martínez de la Rosa logró calmar, si no conjurar, algunas tempestades políticas.

Guardando la debida proporción entre la España de ahora, relativamente a los demás pueblos del mundo, y la Roma del tiempo de César en todo su colosal esplendor, y poniendo a un lado las dotes de escritor eminente y filósofo que en Cicerón había, no cabe duda en que Martínez de la Rosa y el autor de las Catilinarias se parecen como oradores y como hombres políticos. Ambos sentían el más acendrado patriotismo; ambos vivieron en una época turbulenta y viciosa, y ambos, con la afabilidad y honradez del carácter, el crédito de un hombre respetado y la virtud suave de una persuasiva elocuencia, sirvieron como de moderadores entre los más opuestos bandos y entre los intereses más en pugna. Ambos estaban también dotados de una vanidad inofensiva, contra la cual ni quería nadie protestar, ni siquiera nadie se incomodaba. Ambos fueron hombres nuevos, pero muy aficionados a la aristocracia y muy propios para serle agradable. Ambos buscaban términos medios, conciliaciones y arreglos para todo. Ambos influyeron benéfica, poderosamente y por espacio de muchos años en la suerte de sus respectivos países, donde se verificaban sendas transformaciones políticas y hasta sociales de la mayor trascendencia. Y ambos, por último, fueron igualmente finos, rendidos servidores y aficionados a visitar a las damas elegantes de la primera jerarquía, como las Lelias, las Licinias y las Mucias, cuya buena voluntad solían tener la dicha de granjearse, y en cuyo trato estudiaban modales más aristocráticos, todos los primores del buen tono y el hablar más pulido y culto.

El andar por lo común Martínez de la Rosa casi siempre distraído y como somnámbulo le hacía menos propio para gobernar que a Cicerón. Si Martínez de la Rosa hubiera sido cónsul durante la conjuración de Catilina, es más que probable que Roma hubiera ardido por los cuatro costados antes que el cónsul se percatase de ello. No eran Catilinas los que se alzaron contra los frailes, y, sin embargo, les dieron muerte. En cambio, en Martínez de la Rosa había una entereza y una noble dignidad y una hidalga altivez que en Cicerón a menudo faltaban. Éste incurrió en bajezas, en adulaciones y hasta en gravísimas faltas de moral y de decoro en que Martínez de la Rosa no incurrió nunca. Martínez de la Rosa no manchó nunca su limpia fama de orador, defendiendo por interés, o por miedo, como hizo Cicerón algunas veces, la causa de la injusticia y hasta del crimen. Asimismo faltó a Cicerón la constancia en las adversidades, y fue en ellas débil y menguado de ánimo, mientras que Martínez de la Rosa supo sufrirlas con generoso esfuerzo y brío.

Con las susodichas cualidades buenas y malas, no se puede negar que Martínez de la Rosa es una de las bellas, simpáticas y significativas figuras históricas que se han mostrado en este siglo en España, donde el pueblo, desde el levantamiento de 1808 hasta el día, ha valido siempre infinitamente más que los hombres que le han acaudillado y gobernado.

El señor González Bravo, después de formular en su discurso un juicio de Martínez de la Rosa, menos descarnado que el nuestro, pero no menos imparcial, entra de lleno a juzgar la época en que floreció el referido personaje, trata de explicar las revoluciones por que hemos ido pasando, y concluye con una elegante y curiosa disertación sobre la elocuencia política y parlamentaria.

En un segundo artículo, porque éste va siendo ya sobradamente largo, examinaremos el mérito de la parte doctrinal del discurso del nuevo académico con cuyas ideas nos adelantamos a decir desde ahora que estamos acordes.

Quizá dirán algunas personas que nuestra crítica va a ser demasiado prolija tratándose de un folleto que no llega a cien páginas; pero la importancia de lugar en que ambos discursos fueron leídos, el valer, la fama y la autoridad de quienes los leyeron, y la solemnidad de aquel acto todo contribuye a que dichos discursos merezcan y aun exijan tan detenida atención y minucioso examen.




- II -

Excusado, y más que excusado justificado, queda, a nuestro ver, el nuevo académico por tratar en su discurso de recepción no ya de literatura, sino de política y de filosofía. Al juzgar a su antecesor, Martínez de la Rosa, tenía que juzgar asimismo la época en que floreció dicho personaje, y al juzgarla, tenía que exponer el criterio con que la juzgaba, o dígase sus opiniones.

Examinemos, pues, siquiera sea rápidamente, cuáles son éstas, pero digamos antes algo del modo y estilo con que el señor González Bravo ha sabido exponerlas.

Fuerza es confesar que el habla española se ha hecho en el día más que nunca difícil de manejar, cuando el escritor o el orador quiere ser castizo sin ser arcaico y premioso, o quiere expresar las ideas y doctrinas novísimas, con la conveniente precisión y claridad, sin incurrir en los más bárbaros e insufribles neologismos. Escritores hay que, por el afán y prurito de ser muy españoles, cogen vivas las frases y palabras de nuestros más elegantes e inspirados clásicos y las trasladan muertas al papel en que escriben, convirtiéndole en un tristísimo museo de objetos disecados, donde no hay cosa que no carezca de vida. Se nota, además, en las obras de estos escritores cierta fatiga y empeño pueril que hubo en ellos al escribirlas lo cual después se comunica a los lectores, causándoles lastimosa desazón y no poco desabrimiento. Por fortuna, el señor González Bravo no peca jamás por este extremo. El otro es el de los escritores que todo lo innovan y que no se detienen para expresar sus pensamientos en la elección de los giros y de los vocablos propios de nuestra lengua. Imaginan éstos que son así más naturales y espontáneos que los puristas; pero nos parece que se equivocan. Una cosa es que sea más fácil escribir de esta manera, y otra que sean ellos más espontáneos y, sobre todo, más naturales. Es más fácil escribir de esta manera, porque ya están hechas las frases, andan desgraciadamente en boca de todos, y no hay más que zurcirlas; pero es menos natural, porque estas frases al uso suelen ser de una impertinente aceptación y de un culteranismo vulgar y hueco. Cuando nuestros prosistas del siglo XVII escribían culto, tenían que aguzar y avivar el ingenio para hallar aquélla manera alambicada y conceptuosa. Cuando escribían, sin estudio, lo hacían mucho mejor, por instinto, y eran sencillos y naturales. Quevedo, por ejemplo, en la Vida de San Pablo o en la Vida de Marco Bruto, que escribió esmerándose, muestra tan ridícula afectación, que no se puede aguantar, y por el contrario, en la Vida de Santo Tomás de Villanueva, que sin duda compuso a escape, para complacer a unos religiosos, compite con nuestros mejores clásicos del siglo XVI, por la sencillez, dulzura, naturalidad y pureza de estilo.

En el día acaece todo al revés. El que quiere escribir con naturalidad, tiene que buscarla en los antiguos, pues en los modernos rara vez la hay. Y el que imagina ser natural, porque escribe sin pararse, suele incurrir en una afectación culterana, tan divulgada ya que hasta en los labios de las costureras se advierte.

Sin duda el señor González Bravo ha tenido que emplear bastante ingenio y todo su buen gusto para evitar estos dos escollos opuestos, que salvo algunos leves lunares, siempre ha evitado. Con todo, esta misma excelencia de su discurso tiene que contribuir a hacerle menos popular. Los corifeos de la opinión se inclinan y propenden al uno o al otro extremo y quedan siempre descontentísimos del término medio, que es lo conveniente y lo justo. Unos quisieran un discurso en que no hubiese una sola frase que no se hallara, en nuestros clásicos, enlazadas todas como por fuerza y bramando de verse juntas para significar ideas y sentimientos que nunca nuestros clásicos ni pensaron ni sintieron. Y otros quisieran un discurso atiborrado de períodos pomposos y archifloridos y de terminachos técnicos, venidos a nuestra lengua de la griega o de la alemana por el arcaduz de la francesa. Ni a unos ni a otros ha podido satisfacer el señor González Bravo, sino en muy contados instantes, y más valiera que nunca los hubiese satisfecho. En cambio, creemos que ha dado una verdadera satisfacción a todos los aficionados al buen decir; satisfacción nublada poquísimas veces, y éstas con excusas, por las circunstancias difíciles en que, según hemos dicho, se encuentra el idioma.

Pero hay otra calidad que más que la ya referida realza el discurso del señor González Bravo, y es ésta la sinceridad de su alma, y el entusiasmo y la fe de sus convicciones: todo lo cual entra en el estilo y como que le constituye y le forma, quedando impreso en él por dichosa e inexplicable manera. Los que escriben para demostrar lo que no creen o para hacer un papel que no es el de ellos, podrán, merced al arte y a esfuerzos intelectuales harto mal empleados, componer una obrilla arreglada y correcta, discreta y hasta llena de un falso entusiasmo declamatorio que pasma y seduce a los páparos; pero los que no lo son, pronto caen en la cuenta de que se les da alquimia por oro, y se niegan a aceptar la moneda falsa. Muy diferente es el éxito de los escritores sinceros. En un principio, suelen ser recibidos con frialdad, pues como no están ajustados a cierta pauta, ni vaciados en cierto molde, disgustan a los amantes de la exterior simetría; pero, más tarde, cuando se penetra bien el sentido de ellos y se descubre en su fondo el alma misma del autor, con todos sus mejores pensamientos y sentimientos, entonces no hay nadie que no alabe y aplauda. Esto creemos que ha de verificarse y cumplirse con el discurso del señor González Bravo.

Veamos ahora si acertamos a extractar aquí, aunque sea sin el orden debido, los pensamientos principales del mencionado discurso y a juzgarlos y a estimarlos con la crítica más desapasionada.

Los que a todas horas están hablando de progreso, no debieran negar que también y más que nada deben progresar los partidos. En España (¿y por qué no hemos de hablar con franqueza?) hay dos que se han quedado atrasadísimos. Es el uno, y esto es natural, el absolutista, el del antiguo régimen; y es el otro, por más que parezca extraño, el partido progresista. Ambos siguen aún enfrente el uno del otro, en la misma actitud que en 1812. No han dado un paso hacia adelante. Todas las filosofías y toda la ciencia económica, política y social que se han descubierto o que se han divulgado desde entonces hasta ahora han sido inútiles para ellos. No se vaya a entender esto de una manera sobrado material. No queremos negar que hay individuos en ambos partidos que saben cuanto hay que saber y que, como suele decirse, están al corriente de todas las novedades intelectuales. Lo que nosotros decimos es que el espíritu general, el carácter común, el alma colectiva de ambos partidos, absolutista y progresista, se ha quedado parada en el comienzo del siglo XIX. La filosofía del uno sigue siendo, aunque lo niegue, el enciclopedismo francés; la del otro, la frailuna de los padres Valcárcel, Ceballos y El Filósofo Rancio. En economía política defienden ambos partidos, salvo raras y honrosas excepciones, el sistema prohibitivo o proteccionista. En religión son ambos intolerantes, empeñándose el uno en que, si es posible, vuelva la Inquisición, y deseando el otro imponer por fuerza la libertad de cultos en una nación donde no hay un alma que no sea o que se atreva a decir que no es católica.

Ambos partidos están dominados de un españolismo estrecho y vulgar, que repugna a veces los verdaderos adelantos y que llena los corazones de perjudicial suspicacia o de enojo impotente, ora contra la pérfida Albión, ora contra la vanidosa Francia. San Quintín y Pavía, el Gran Capitán y el duque de Alba, salen a relucir a cada paso en los escritos de los hombres de estos partidos. Ambos son también democráticos a su modo. El absolutista es como el procurador de los pobres, y quisiera restablecer aquel socialismo grosero, que ya se hundió para siempre; la tasa, la amortización, los bienes extensísimos de los propios, la sopa de los conventos, la prohibición de acotar y roturar tierras. El progresista sueña y se deleita aún con la institución de la Milicia nacional, y quisiera que los ciudadanos anduviesen armados, como los bárbaros de las edades primitivas. En su manía de hacer de todo una institución, hace una institución hasta de la Prensa, y convierte a los escritores públicos en una especie de gremio o Cofradía.

Al lado de estos partidos, que representan aún la España de hace cuarenta años, hay otros dos partidos extremos, que representan la España de hoy, que son un progreso, aunque no diremos si benéfico o dañino. Hablamos del partido democrático autonómico y de los neocatólicos o neoabsolutistas, que de ambos modos pueden y suelen llamarse. Estos dos partidos están a la altura del movimiento intelectual de Europa se hacen cargo de todos los problemas sociales y políticos que agitan hoy el mundo y se esfuerzan por resolverlos. Entre tanto, el partido liberal conservador, el partido del justo medio, que es cauta y eminentemente progresivo, ha tenido que salirse de entre los dos partidos antiguos, absolutista y progresista, que ya tienen corta significación en la esfera intelectual, y ha tenido que adelantarse y que venir a ponerse entre estos dos partidos nuevos para servirles como de árbitro y para ser, con su virtud moderadora, el fiel de la balanza del uno y del otro.

Durante el movimiento progresivo que ha habido en la nación y en sus hombres políticos, ha ocurrido un caso natural, aunque lamentable. Para comprender lo que ha ocurrido, conviene imaginar un ejército, compuesto de diversos regimientos y escuadrones, el cual, al hacer una evolución rápida, arroja de su formación a muchos soldados de todas clases; pero estos soldados, en vez de volver a sus compañías, se juntan todos en cierta unión, sin lema ni bandera, y se dan al merodeo, sin curarse ni acordarse de los honrosos y bien disciplinados tercios a que han pertenecido.

Teniendo, pues, que lamentar esta ocurrencia y sus pésimas resultas, y siendo la posición de los partidos la que hemos indicado ligeramente, hubo de componer el señor González Bravo su discurso, y es menester no olvidarlo, a fin de entenderlo mejor. Los que se han ido con los que merodean en el campo de la política, sin importárseles nada de las doctrinas o adoptándolas todas en torpe y confusa mezcolanza, y los que se han quedado rezagados, sin ver siquiera el camino que los demás han hecho, éstos no entenderán el discurso del señor González Bravo, y no podrán ver en él las verdaderas ideas del partido liberal-conservador. Los antiguos progresistas le juzgarán más progresista que son ellas, y tendrán razón de sobra. Los neocatólicos, que nacieron del partido liberal-conservador y que aún creen muchos o aparentan creer que son los hombres de dicho partido, también renegarán del señor González Bravo, y estarán muy en su derecho. Pero nosotros, que no creemos que el partido liberal conservador es fósil e inerte, sino que es un ser colectivo, orgánico y lleno de vida, el cual, sin alteración de su esencia, adelanta y se desenvuelve, con el andar del tiempo, nosotros aceptamos todas las doctrinas políticas del discurso del señor González Bravo como legítimas y propias de nuestro partido.

Nosotros creemos con él en lo irrevocable de las revoluciones: en la aceptación forzosa de los hechos consumados; en que no se debe «pensar en lo que murió, sino como en una enseñanza para mejorar lo que vive y lo futuro», y en que «soñar en restauraciones es manía sin excusa». En una palabra: tenemos confianza en la marcha de la Humanidad, y consideramos santo y bueno cada uno de sus pasos, porque están guiados por la Providencia. «Va el hombre a donde le lleva la ley de su ser, que es ley divina; va a vivir, esto es, a llenar la evolución de su existencia como ha querido Dios que la llene; marcha, pues, guiado por la revelación continua de Dios.» De este movimiento indefectible y providencial deduce el señor González Bravo la necesidad de la libertad humana en todas sus manifestaciones, si no queremos ir contra lo prescrito por la misma Providencia. Quiere libertad de conciencia para que el hombre «explaye su fe sin otros límites que los de la justicia»; libertad de enseñanza, de imprenta y de palabra, sin más restricción que la ley del decoro, «para asimilarse, perfeccionar y difundir sin excepción alguna todo cuanto sea asunto honesto del conocer», y quiere, por último, libertad de industria, libertad de asociación y libertad de comercio.

Hace el señor González Bravo el panegírico de las revoluciones pasadas, y celebra y justifica sus obras, diciendo de ellas, si nos es lícito comparar lo sagrado con lo profano, lo que dijo Dios de las suyas en los días de la Creación: que erant valde bona. La caída del poder teocrático absoluto casi la canta el nuevo académico en un himno triunfal. «El país -dice- ha rescatado con afanes muy dolorosos y a grandísima costa el señorío de su inteligencia, el de los campos que cultiva, el del hogar donde se calientan y crían sus hijos; su voluntad, en fin, y el fruto de sus sudores. Hagan cuanto imaginar puedan los imprudentes que otra cosa murmuran «a oídos por donde las verdades del bien general debieran atreverse a buscar entrada fácil», la monarquía y el gobierno político se han secularizado; también la enseñanza y la ley, el concejo, el santo asilo de la familia y hasta la moral se han hecho seglares, y no hay fuerza humana poderosa a contener el ímpetu del pensamiento y la propagación vencedora de sus manifestaciones, ni a desbaratar la nueva y a cada instante más trabada contextura de los intereses mundanos. Esto es, señores, el progreso cumplido.»

Pero este progreso, aunque cumplido, no ha terminado ni puede terminar, sino que se extiende y se perpetúa y ha de seguir siempre en toda la prolongación de las edades por venir. Tal es la fe profunda que tiene el señor González Bravo en la libertad y en el progreso. Mas por su desdén de la popularidad fácil, que se logra proclamando una igualdad mentida e imposible; por su aborrecimiento de que el progreso se realice por medio del vulgo inconsciente y de un modo tumultuario; por su amor a conservar lo existente mientras no esté creado y cimentado con solidez lo que ha de sustituirlo, y por su reverencia al privilegio de la aristocracia como garantía de la libertad, por más que repugne a los niveladores; por todo esto, decimos, se diferencia el señor González Bravo y pone un altísimo valladar, como lo ponen todos los hombres juiciosos de su partido, entre sus doctrinas y tendencias, y las tendencias y doctrinas de los demócratas.

Hecha así su profesión de fe política, el señor González Bravo nos explica también en breves y elocuentes palabras cuáles son sus aspiraciones: el señor González Bravo quiere legalizar, sentar sobre fundamento firme y seguro todas las conquistas de la revolución; quiere «modelar el Estado y esculpirlo vigorosamente según la gran significación de este novus rerum ordo».

En la tercera parte de su discurso habla el nuevo académico de la elocuencia, y singularmente de la elocuencia hablada. La libertad es, sin duda, el origen de este don divino. Dios le concede rara vez a los pueblos y a los hombres que no son libres.

El señor González Bravo trata de demostrar, en la última parte de su discurso, que esa libertad per que ha abogado en las dos primeras es indispensable el desarrollo, eflorescencia y granazón de los más sazonados frutos de entendimiento humano, de la ciencia y del arte, y toma la elocuencia como prueba y particular ejemplo de su proposición general. «En España -dice- enmudecieron nuestras tribunas porque el genio se aniquiló bajo el poder despótico de los reyes y de los inquisidores, que mutuamente se auxiliaban con sus respectivas fuerzas; degeneró entonces todo, cátedras y togas, buriles, pinceles y liras, hasta la elocuencia sagrada, la más hermosa que concebirse puede, al embate de las ardientes y corruptoras aberraciones de la humildad ascética y de la soberbia monárquica.»

Publicado, como ha sido, en nuestro periódico el discurso del señor González Bravo, y conocido sin duda de nuestros lectores, nos parece excusado y hasta expuesto el extractar y resumir en pocas palabras lo mucho y bueno que sobre la elocuencia española y sobre algunos de nuestros mejores oradores se dicta floridamente en el citado discurso. Aquí dejaríamos, por consiguiente, de hablar de él si no fuese porque queremos hacernos cargo de una cuestión que el señor González Bravo promueve y resuelve, y con cuya resolución no estamos completamente de acuerdo. El señor González Bravo pretende, contra la opinión de Hegel, que la narración histórica y la oratoria sean asuntos de la estética, lo mismo que la poesía. Nosotros creemos que el señor González Bravo ha incurrido en una equivocación, refutada ya por el mismo Hegel amplia y victoriosamente. El pensamiento especulativo, que es el propio de la poesía, tiene otra manera de obrar muy distinta del pensamiento lógico o del pensamiento común, que son propias de la prosa. Para la clara y perfecta explanación de todo esto, remitimos a los lectores a la estética de Hegel. Nosotros no la explanamos aquí por no pecar de prolijos. Además, la elocuencia prosaica, sea cualquiera la forma que tome, está subordinada y encaminada a un fin práctico, mientras que la poesía tiene por objeto principal la creación de la belleza.

No es esto decir que no haya, que no deba haber y que no pueda haber poesía, o lo que vulgarmente se llama poesía, en narraciones históricas y en discursos. Mas no porque cierto elemento poético entre accidentalmente en estas obras, se han de considerar ellas como poéticas y ser asunto de la filosofía de lo bello. Ateniéndonos a esta razón, bien pudiéramos extrañar que no fuesen también asunto de la estética las ciencias naturales y la filosofía. Con dificultad se hallará en ningún discurso pronunciado, ni en ninguna historia, más carácter y rasgos poéticos que en las descripciones de Buffon o en los Estudios de la Naturaleza, de Bernardino de Saint-Pierre; que en el Fedón, en el Banquete o en el Filebo.

Que hay obras de imaginación en prosa, esto no se puede negar; el Quijote y un sinnúmero de novelas y de comedias dan de ello testimonio: pero todas estas producciones entran bajo el dominio de la Estética o Calología Hasta hay poemas en prosa, como el Telémaco, de Fenelón. Nosotros, con todo, nos inclinamos algo a creer en aquella severa sentencia de Kant que dice que «la poesía en prosa es prosa en delirio».

Un estilo descarnado y seco nos aflige; pero más nos aflige aún que, donde deben hablar la razón, el discernimiento y el recto juicio, hable una fantasía descarriada y trashumante, y en vez de argumentos y de raciocinios nos agobie con una lluvia de pesadísimas flores contrahechas de papelón y de oropel. La propensión de nuestros escritores y oradores de ahora los lleva a incurrir en este defecto, y la tesis del señor González Bravo los anima a que en él incurran, por lo cual nos hemos detenido en combatirla.

Por lo demás, aun eso que se llama poesía de la prosa es y debe ser de muy diferente modo que según ahora se entiende, y no ha de traspasar los límites de la sencillez y naturalidad. Platón, después de referir la muerte gloriosa de su maestro, hace de él este breve elogio: «Tal, ¡oh Execrates!, fue la muerte de nuestro amigo, varón excelente, bien podemos decirlo, y el más discreto y justo de cuantos hemos tratado.» En el día de hoy no hay pelafustán ni limpiabotas de quien no se haga más pomposo elogio cuando se muere, de cualquiera muerte que sea. Lo enfático y lo hiperbólico privan, y es menester refrenar esta inclinación en vez de darle alas.

Madrid; 1863.






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Sobre la política de «El Contemporáneo»

Cartas al señor don José Luis Alvareda



- I -

Mi querido José Luis: Si ayer hubiera yo tenido la dicha de estar sentado al lado tuyo en el Congreso, hubiera también pedido la palabra para defender el periódico de cuya Redacción he formado parte. Bien sé que no necesitaba el periódico de mi débil voz; la tuya lo ha defendido con brío, con energía, con apasionada elocuencia; pero yo, al defenderlo, tenía que cumplir con un deber, y tenía, asimismo, que defender muy singularmente mi propia personalidad, aunque pequeña y oscura, blanco de las acusaciones del partido teocrático-absolutista, del que ayer el señor Nocedal fue eco. Personas hay que suponen que yo tengo en gran parte la culpa de cuantoEl Contemporáneo ha dicho de más heterodoxo, así en el sentido moderado o liberal-conservador, como en el sentido religioso; y algunas, como los redactores de El Pensamiento Español, han tratado de expulsarme, no ya de la parcialidad política bajo cuya bandera milito, sino del gremio de los fieles. Dotado el señor Nocedal de muy superior discreción a la de los redactores de El Pensamiento, no ha llegado hasta el punto de querer excomulgarme; pero sí me ha querido lanzar del partido conservador, suponiendo que mis doctrinas, así las que son comunes a todos los redactores de El Contemporáneo como las propias mías, las exclusivamente mías, por haberlas yo sostenido bajo mi firma o con mi palabra, no son las doctrinas del partido moderado, están fuera del credo político de este partido y no son su legítima consecuencia.

Pudiera escudarme con la aprobación tácita de todos los prohombres de mi partido; pudiera decir que durante cerca de tres años he dicho siempre lo mismo: no he disimulado mis opiniones, no las he amoldado ni ajustado dentro de ninguna fórmula de las que ofrece el señor Nocedal, y, sin embargo, nadie ha dudado de mi moderantismo. Así me han aceptado por liberal-conservador; así soy y no puedo ser de otra manera. Si ahora hay alguien que piense que los moderados no son como soy, deme otro nombre y llámeme como guste. No seré yo quien varíe; será tal vez quien así me califique. Pero yo no quiero defenderme de este modo. Quiero defender mis doctrinas, no mi persona. Al defender mis doctrinas, el que no las acepte por suyas, que no las acepte. Yo soy modesto, y no he de convertirme en apóstol y hacer propaganda.

En primer lugar, conviene tener en cuenta que todos estos moderados reaccionarios, absolutistas-teocráticos, neocatólicos o como quieran llamarse, tienen más de retores que de oradores; son disertos, sutiles, ingeniosos, agudísimos, amenos, entretenidos; pero ni tienen pizca de razón ni más verdadera ciencia política que la del vulgo. Donoso Cortés era un hombre de ciencia y un hombre elocuente. Sus discípulos no le imitan sino en lo segundo, y en esto el señor Nocedal descuella sobre todos.

En cuanto a las teorías políticas del señor Nocedal, fuerza es confesarlo, no son ningunas, o, si se quiere, son la infancia de las teorías. Los discreteos del orador, su arrogancia, su serenidad, su seguridad, el primor de su palabra, lo galano y culto de su frase, todo deslumbra y seduce. Pero cuando el hombre reflexivo penetra en el fondo del discurso del señor Nocedal no halla nada serio, nada verdaderamente científico, lo cual, en último resultado, es una fortuna para mí, que podré refutarle con el mero sentido común sin penetrar tampoco en honduras.

Voy, pues, a tocar aquí los puntos capitales por donde, según el señor Nocedal, no pertenecemos, o no pertenezco yo, al partido moderado.

1.º Que defendemos la libertad de cultos. El señor Nocedal se equivoca en esto. Ni El Contemporáneo en ninguno de sus artículos, ni yo por escrito o de palabra, hemos defendido jamás tal cosa. Nosotros creemos que la vida del protestantismo, que su movimiento expansivo, que su virtud de extenderse y de propagarse, tocan ya a su fin. Creemos, además, que España, eminentemente católica, altamente repulsiva de la idea protestante, cuando esta idea estaba en su mayor crecimiento, no había de incurrir en el ridículo anacronismo de querer ser protestante ahora. Mahometanos, budistas o fetichistas no hemos de ser. Todos somos y queremos seguir siendo católicos.

Nadie, aunque allá en el fondo de su alma sintiere la espantosa enfermedad, el deplorable infortunio de carecer de fe se atreverá a decirlo en España, ni mucho menos querrá hacer una religión, un culto, de no tener religión ni culto alguno. Luego es absurdo, inoportunísimo, anacrónico y hasta ridículo, en nuestro sentir, y sea dicho con perdón de las Cortes Constituyentes, pedir la libertad de cultos para España. Y si ésta es nuestra opinión, expresada ahora quizá harto crudamente, y si tal ha sido siempre nuestra opinión, ¿cómo hemos de defender ni cómo hemos de haber querido defender jamás la libertad de cultos en España? Nosotros no hemos pedido nunca ni hemos defendido otra cosa que la tolerancia racional, indispensable, inevitable en el día, si hemos de pertenecer a esta magna república de todas las naciones europeas, si hemos de ser dignos del gran consorcio humano y si hemos de entrar en la armonía y en el movimiento civilizador de nuestro siglo. Nosotros hemos abogado sólo por aquella tolerancia que muchos padres santos han pedido en favor de los arrianos y de otros herejes más perniciosos, a fin de que, respetándolos los Gobiernos católicos, fuesen a la vez respetados por los gobiernos no católicos nuestros correligionarios y aun nuestros compatriotas que viven en sus dominios. La tolerancia que nosotros hemos pedido y que nosotros deseamos, esta tolerancia, lejos de romper la unidad católica de nuestra nación, la robustecerá y la perpetuará, y dará el más claro, el más hermoso, el más limpio testimonio de ella. Será la unidad católica libremente aceptada por todos los fieles y religiosos españoles; no la unidad católica impuesta violenta y cruelísimamente.

2.º Que defendemos la libertad absoluta del pensamiento.

Nosotros no hemos dicho jamás que sea impecable todo el que escribe. Escribiendo, hablando, pensando, hasta soñando, puede pecar el hombre. Lo que no queremos es que se le ate, que se le deje manco, que se le deje mudo, que se le corte la lengua o que se le ponga una mordaza para que no peque. Entienda, pues, el señor Nocedal que queremos la libertad de pensar como queremos la libertad de andar, como queremos la libertad de vivir. Viviendo se peca, y no por eso deseamos que se mate a nadie a fin de evitar el pecado. La previa censura, mal disimulada en la ley que lleva el nombre del señor Nocedal; el derecho concedido a un funcionario público de impedir que yo hable o que yo exprese mi pensamiento si no está conforme con el suyo, esto es lo que nos repugna, esto es lo que no queremos de ninguna manera. Y por lo mismo que somos católicos aunque no nos jactamos de serlo a todo propósito, no queremos que un fiscal de imprenta, lego acaso, y que acaso no sepa muy bien el Catecismo (hablamos en general), sea juez de nuestra ortodoxia y borre de nuestros escritos el nombre de Dios, no sea que le profanemos. En el reino de Nápoles llegó esto hasta el punto de que no se podía decir ni siquiera diablo. Las memorias del Diablo, comedia, se anunciaba siempre Las memorias de un mal genio, y el adverbio eziandio estaba prohibido en todo escrito porque traía dio al final.

Por otra parte, España no puede levantar en sus costas y fronteras un valladar que ataje la corriente del espíritu humano. Todo lo malo y todo lo bueno que trae esta gran corriente consigo tiene por fuerza que penetrar en España, y tiene que lanzar también nuestros espíritus en esa corriente. Si por temor de caer en ella no nos arrojamos, la corriente nos arrastrará y nos llevará por donde vaya. Si tenemos el valor de echarnos a ella, contribuiremos a darle una buena dirección; tomaremos parte en la grande obra; figuraremos entre los pueblos que van al frente de la civilización; no se volverá a decir más de nosotros lo que decía Escalígero: Aliqui lusitani docti, pauci vero hispani.

Nosotros, que hemos llevado la civilización y la fe de nuestros padres a América; nosotros, que hemos contribuido en gran manera y contamos por mucho, aunque los extranjeros lo nieguen, en la historia de la civilización del mundo, no hemos de ir ahora a convertirnos en fósiles, ni hemos de ir a emparedarnos y a separarnos de todo comercio humano espiritual por temor de que nos seduzcan, de que nos engañen, de que nos extravíen, de que se vayan a perder nuestra inocencia y nuestro candor patriarcal. Esto sería una sandez digna de los paraguayos y del doctor Francia.

3.º Que hemos defendido la soberanía nacional.

Pues entendido esto de cierto modo, ¿cómo no ha de defenderse? ¿Cómo en pleno siglo XIX hemos de tener nosotros una idea del Estado y del Gobierno como la que tiene el señor Nocedal? Dicho por él (¡tan maravillosa es la magia de su estilo!), no hay aserto que no parezca discreto. Pero si nosotros, que carecemos de la magia de estilo que en el señor Nocedal admiramos, nos descolgásemos ahora, cuando ya no hay doctrino en Madrid que no haya leído a Ahrens y a otros mil autores de filosofía del derecho, con que el Estado es como una casa donde el Gobierno hace el papel de padre de familia o de ayo y el pueblo el de niño chiquito o de pupilo, y donde el Gobierno cuida de que el niño o pupilo no se ponga enfermo, ni se caiga, guiándole y llevándole de la mano y apartando de sus labios, todo alimento nocivo, etcétera; si nosotros, repetimos, saliésemos con todo esto y lo dijésemos con formalidad, hasta las piedras se reirían.

Ya comprenderá el señor Nocedal que nosotros hemos tenido que buscar una determinación de la idea del Estado algo menos casera. Y como no creemos en el derecho divino, inventado, o al menos puesto en moda en el siglo XVII por jurisconsultos aduladores, hemos buscado nuestra determinación de la idea del Estado, y nuestra doctrina sobre el origen de la soberanía, en los grandes teólogos publicistas de la Edad de Oro de nuestra literatura: en Domingo de Soto principalmente.

En la polémica que sobre este punto tuvimos con La España llamamos en nuestro auxilio a La Esperanza, y La Esperanza recordará, y no negará ahora, que nos dio entonces la razón, apoyándola en autoridades de Belarmino y de otros autores que para el señor Nocedal no deben ser sospechosos.

Nosotros creemos que la soberanía, en su origen, está en el pueblo, instrumento de que se vale Dios para concederla a quien quiere y a quien importa. No hay potestad que no venga de Dios, en primer lugar porque nada hay que de él no venga, y en segundo lugar, porque la muchedumbre, divinitus erudita, como guiada y enseñada por el mismo Dios, pone las bases y echa infalible y firmemente el cimiento de toda sociedad humana. Entendida la doctrina de este modo, no se ha de negar que la soberanía reside, es inmanente en la nación; pero la nación vive y se extiende por toda la prolongación de su historia, y no se muestra como soberana y como constituyéndose a sí propia a cada momento.

La turbación del orden establecido, el trastornar o subvertir las firmísimas bases sobre las cuales ha puesto la nación al Estado y se ha creado, por decirlo así, a sí misma, cualquiera revolución, en suma, es un acontecimiento anormal, pavoroso, terrible, en que tal vez la generación de una edad se levanta contra las generaciones pasadas y trata de destruir en un día la obra que ha tardado siglos en elevarse; en que tal vez el ensueño, la pasión, la aspiración de un momento trata de sobreponerse y de acabar con la sabiduría y la experiencia secular, y trata de sustituir con una vana teoría, forjada en un gabinete, leyes, instituciones y creencias venerandas que tienen su raíz y el principio de su ser en las mismas entrañas de la Historia. Tal es nuestro pensamiento con relación a las revoluciones y a las novedades que por medio de un levantamiento popular quieran introducirse. Tal es nuestra opinión con respecto al elemento tradicional e histórico que debe ser respetado. De esta suerte entendemos nosotros y hemos siempre entendido la soberanía nacional. ¿Es esto ser progresistas? ¿Es esto ser demócratas? Si lo es, no lo negamos; somos demócratas y progresistas.

Nosotros, aunque respetamos y tenemos muy en cuenta el elemento histórico y tradicional, y aunque en este sentido somos conservadores, queremos y pedimos el progreso, y no comprendemos las instituciones como una petrificación, sino como un cuerpo, como un ser, como algo de vivo y de orgánico que se desenvuelve, que cambia de condiciones, que se modifica y transfigura; y

4.º Que nosotros hemos dicho que el partido democrático es legal. ¿Y qué culpa adquirimos con esto? ¿Y por qué no hemos de decirlo? ¿Acaso no son legales más que los partidos que aceptan las leyes, las teorías y la Constitución que hoy existen? ¿No es lícito aspirar a la modificación, al cambio, a la radical transfiguración, aunque lenta y pacífica y por medio de la persuasión y de la propaganda, de la forma política y del régimen en que hoy vivimos? Pues si esto no es lícito, tan fuera de la ley está El Pensamiento Español como La Discusión; tan fuera de la ley está el señor Nocedal, aunque lo quiera encubrir, como el señor Rivero.

Este comunicado, carta o como quieras llamarle, va ya siendo muy largo. Dejo, pues, para otro día el defenderme de un pecado que es más propio mío que de mis compañeros de Redacción y de oposición en el Congreso: de mi amor y de mi entusiasmo por la revolución italiana.

En este punto no quiero que nadie sea cómplice conmigo; quiero estar solo, y si me excomulgan, que me excomulguen. A bien que las excomuniones de los legos no hacen mal al cuerpo ni al alma. Espera, pues, mi querido José Luis, otra carta no menos prolija que ésta. Que dé Dios paciencia a tus lectores.




- II -

Yo no quiero ni puedo excusarme de llenar aún siquiera dos columnas de tu apreciable periódico haciendo mi apología; conque así, ten paciencia y que la tengan los lectores.

Entre las infinitas desgracias que vienen sobre mí como llovidas, no es la menor la de estar en pugna muy a menudo con las personas que más estimo. El señor Nocedal es una de estas personas. Su claro entendimiento, la energía varonil de su carácter, su facundia, la agudeza de su ingenio y hasta su desenfado me enamoran. Y, sin embargo, ni yo puedo sufrir sus jeremiadas absolutistas, ni él sufre tampoco mi liberalismo. Es un verdadero dolor, lástima grande, como diría Argensola o fray Gerundio, que nunca nos pongamos de acuerdo.

A veces, preciso es confesarlo, he sido yo quien ha atacado al señor Nocedal. Su discurso de la Academia sobre la novela y su contestación al discurso académico del señor González Bravo han sido objeto de mi censura. Pero, a pesar de todo (y esto pone de realce otra excelente prenda moral del señor Nocedal), el afecto de este señor hacia mí no se ha alterado ni entibiado en lo más mínimo. El señor Nocedal, en algunas ocasiones, me ha dado pruebas de que me quiere bien, interesándose en favor mío.

Esto no obsta para que el ataque de anteayer viniese a dar principalmente sobre mí, aunque el señor Nocedal no llegase a nombrarme. Yo soy el demócrata, yo soy el garibaldino, el antipapista que más ha inficionado la pureza del dogma conservador, como el señor Nocedal lo entiende. Yo soy la migaja apenas perceptible de levadura que más propende a corromper y alterar, con fermentación revolucionaria, toda la masa del partido amante del orden por excelencia.

Ya comprenderás tú, mi querido José Luis, que debo defenderme de estas acusaciones, no sólo en lo que alcanza también a El Contemporáneo, sino en lo que a mí solo me alcanza.

En primer lugar, y como por vía de proemio, hablaré de si somos demócratas o no lo somos.

Menester es que la confusión de ideas sea enorme en España para que nos tilden de pertenecer al partido democrático, de inclinarnos a él vergonzosamente, de tener cierta afinidad y simpatía con dicho partido. Aquí o se ignora o se finge ignorar qué sea democracia cuando tales especies se divulgan. Aquí ya no nos entendemos.


   Con la grande polvareda
perdimos a don Beltrane.



Pues qué ¿hemos de rechazar y borrar de nuestro credo político multitud de artículos que La Discusión estampa en cada uno de sus números como programa? Podrá errar o acertar, ésta no es la cuestión ahora, el que desee para España «unidad de legislación y de fuero, libertad de comercio, de crédito, de industria y de trabajo; seguridad individual garantizada, elecciones independientes del Gobierno, cierta descentralización administrativa, participación de las colonias en la representación nacional, inamovilidad de los jueces» y otras infinitas cosas que La Discusión pide. Pero así como La Discusión, las pide, ¿no podrá pedirlas también el hombre más eminentemente aristócrata de la Tierra? ¿Qué tiene nada de esto que ver con la democracia?

La mayor parte de los artículos del programa o credo de La Discusión es el resultado, la última palabra de la ciencia, y no hay joven que salga de las universidades que no los acepte, si no quiere renegar de cuanto le han enseñado. El verdadero espíritu, la esencia, el ser de la democracia, su índole y su distinción característica no están en nada de eso. Nosotros hemos combatido siempre aquello en que está. Con lo que ha escrito el que suscribe contra la democracia, y que por ser de poco valer no conoce el señor Nocedal, se puede formar un grueso volumen.

Con todo, aunque no le importe a nadie, a mí me importa dejar aquí consignado, puesto que de demócrata se me acusa, que solamente en El Estado publiqué una serie de artículos contra las lecciones del señor Castelar en el Ateneo, y otra serie no menos larga contra su fórmula del progreso.

Si yo fuese demócrata, o si lo fuese El Contemporáneo, ¿para qué habíamos de ocultarlo? A mí no me ofende que me llamen demócrata, si así lo creen. Lo que me ofende es que alguien imagine que lo encubro por debilidad o por otra causa cualquiera.

Voy a recordar aquí una ocasión en que El Contemporáneo fue tan aristócrata como el señor Nocedal en su elegante discurso de anteayer; una ocasión en que coincidimos por completo con el señor Nocedal. Nosotros, en el democrático Contemporáneo, hemos defendido la senaduría hereditaria, hemos defendido la nobleza de sangre, hemos ensalzado la aristocracia casi con las mismas razones, casi con los mismos argumentos de que se valió el señor Nocedal. Dijimos, como él, que nos pesaría de ver de estanquero o de sastre al descendiente por línea recta de Cristóbal Colón o del Gran Capitán; dijimos, como él, que un privilegio, como el de la senaduría y el de las vinculaciones, en pro de tales nombres, no es en realidad un privilegio, porque redunda en honra y en gloria de toda la nación; dijimos, como él, que la transmisión de la gloria por medio de la sangre es un sentimiento tan natural y tan arraigado en todos los corazones, que no hay demócrata, por obstinado que sea, que a él no se rinda; dijimos, por ultimo, como él, que aquellos que llevan el nombre y los títulos de los héroes de nuestra historia son como monumentos vivos y semovientes de nuestra pasada grandeza, en la que el pueblo se complace y en la que toda alma generosa halla estímulo y nobilísima causa de emulación.

Nosotros fuimos más allá aún en nuestra coincidencia con el señor Nocedal. Nosotros reconocimos que la igualdad más a menudo es enemiga que compañera de la libertad; nosotros declaramos que la libertad tiene que tomar a veces la forma de privilegio y apoyarse en jerarquías sociales; nosotros, en suma, aprobamos y encomiamos teórica y especulativamente la senaduría hereditaria. Verdad es que en la práctica no la aprobamos entonces ni la aprobamos ahora, aunque no la reprobemos tampoco; en la práctica, al menos a mí, esta cuestión me es harto indiferente; en la práctica imito en este punto al padre que tenía dos hijos, uno comerciante en trigo y labrador el otro; y deseando el uno que no lloviese para vender caro su trigo, y el otro que lloviese para tener buena cosecha, decía el padre, orando de este modo:


¡Oh Soberano Dios omnipotente:
llueva o no llueva, me es indiferente!



Todo esto nace de una razón muy obvia; todo esto nace de que en España, aunque hay mucha nobleza y muchos nobles, no hay aristocracia, ni la aristocracia es cosa que se crea por una ley donde no la hay. Nuestra nobleza hace tiempo que es áulica y que no es un poder político, ni quiere serlo, ni siente el estímulo de serlo. Nuestros próceres, nuestros grandes señores valen y son mucho como individuos. Entre ellos hay varones clarísimos en letras y en armas. Quizá no cuente proporcionalmente Inglaterra entre sus lores sujetos tan distinguidos como nosotros entre nuestros grandes y títulos de Castilla, Toreno, Frías, Rivas, Molins y otros varios dan testimonio de esta verdad. Pero como clase, como cuerpo, como entidad colectiva, ¿qué vale ni qué importa la aristocracia en España? ¿Piensa el señor Nocedal, ora sea ministro, ora diputado elocuente, que va a imitar el milagro de la resurrección de Lázaro, que va a lograr con su voz taumatúrgica que se levante y marche lo que yace para siempre?

Las cosas que han muerto, bien muertas están. Dios lo ha dispuesto así. Dejémoslas tranquilas en su sepulcro. Pero no se culpe a la revolución, no se culpe a la democracia novísima de esta muerte de la aristocracia española. Cúlpese a la rancia democracia, absolutista y frailuna. Ella fue quien animó y ayudó a los reyes; ella la que se infiltró en nuestras instituciones y en nuestras costumbres; ella la que inspiró a nuestros poetas para que hiciesen la apoteosis de don Pedro el Cruel humillando a los nobles y para que hallasen el tipo del caballero en Sancho Ortiz, bravo o matón de su rey, o en el conde Alarcos, que asesina a su bella, virtuosa y enamorada mujer para satisfacer un capricho de la señora infanta.

Antes de que la revolución visitase nuestro suelo da Jovellanos noticia de la postración de nuestra aristocracia, y la lamenta, y llama a la plebe denodada para que la suplante. En nuestros días, ¿qué hace el marqués de Molins, en sus Recuerdos de Salamanca, en una de las más hermosas composiciones poéticas que en castellano se han escrito, sino decir divinamente lo mismo que en vil prosa se está diciendo aquí?

Pero dejo ya a un lado la cuestión de nuestro democratismo, y paso a hablar de mis simpatías por la revolución italiana.

Bueno será, antes de todo, que se sepa que yo tengo una afición grandísima a Italia, donde pasé los mejores años de mis mocedades. Recordando aquella época dichosa de mi vida, puedo yo decir, aunque indigno, lo que dice el gran cantor de las Geórgicas hacia el final de tan admirable poema:


Illo... me tempore dulcis alebat Parthenope...



Esto disculpará, o explicará al menos, el entusiasmo y el calor con que yo trato un asunto en el cual dirán muchos que valdría más que no me mezclase, ya que en ello no me va nada.

Pero ¿cómo me he mezclado yo en este asunto, cómo lo he tratado, para que así merezca la reprobación de los que se llaman moderados puros? ¿Será acaso porque no aceptan los hechos consumados por ninguna revolución; porque condenan todo movimiento popular; porque todo destronamiento de un príncipe es una cosa tan execrable que no puede jamás ser perdonada?

Consideradas moralmente, ya dije en mi carta anterior que miro las revoluciones como un fenómeno pavoroso, terrible, que se debe evitar; pero consideradas las revoluciones desde cierto elevado punto de vista, no pueden ni reprobarse ni aprobarse. Son hechos providenciales, sin los que ni la Historia ni el movimiento de la Humanidad se explicarían. Triste cosa es un terremoto; ciudades enteras y hasta islas y continentes dicen que se han hundido al empuje violento de esa fuerza volcánica que esconde en su seno nuestro globo; pero sin esa fuerza volcánica no se hubieran alzado tampoco sobre la superficie llana de la tierra las sublimes cimas de los montes, que se coronan de apiñadas nubes y que se cubren de blanquísima nieve, la cual desciende luego a fecundar y a hermosear las vegas y los frondosos valles en abundantes ríos.

Las revoluciones, los destronamientos, las rebeldías de los vasallos contra sus príncipes legítimos, no son tampoco novedades lastimosas de estos tiempos calificados de apocalípticos por los neos. Inglaterra ha destronado dos veces a sus soberanos en el siglo XVII; en Rusia, sin que la democracia entrase para nada en la conjuración, han ahogado al zar en su propio lecho; en Italia misma ha habido en otras edades multitud de usurpaciones, de revoluciones y de destronamientos. Sería interminable la lista de los casos de esta clase que registra la Historia. El mundo está perdido; pero su perdición data de las edades primeras, y no es perversidad reciente que debamos extrañar.

Sentado esto, ¿qué hay de peor en la revolución italiana que en otras revoluciones para que así nos ensañemos contra ella? En 1830 y en 1848 destronaron los franceses a su soberano, y reconoció España al Gobierno nacido de una y de otra revolución. ¿Por qué no reconoce lo mismo al nuevo Gobierno de Italia? ¿Qué mayor crimen ha cometido Italia que Francia? ¿Dónde está la diferencia entre uno y otro caso?

En mi sentir, hay diferencia, pero es en favor de Italia. Carlos X era el nieto de San Luis, era un soberano nacional, representaba y llevaba en sí por herencia toda la grandeza, toda la gloria, toda la majestad de Luis XII, padre de la patria; de Francisco I, el rey caballero, poeta y artista; de Enrique el Grande y de Luis XIV, que dio nombre a su siglo y a Francia la supremacía civilizadora y política entre las demás naciones. Luis Felipe era el elegido del pueblo, era también de estirpe real, y era sabio, virtuoso y prudente; había dado a Francia paz y prosperidad; bajo su cetro habían florecido las artes, las letras y las ciencias, y su imperio y sus súbditos eran respetados admirados y envidiados. Cayeron, sin embargo, estos reyes, y España no lo lamentó, no lo anatematizó, como hoy se supone que lamenta la caída de Francisco II y la de los príncipes, feudatarios de Austria, instrumentos de la dominación extranjera en el propio país que dominaban, refugiados en el campamento de los que humillaban a su nación.

¿Podía Italia ser independiente, podía salir de la postración en que estaba, podía levantar su nombre sobre el injusto y crudelísimo desprecio con que la trataban todos los pueblos de Europa sin llevar a cabo esa revolución que tan injustificada y abominable parece a algunos? Que ha necesitado del auxilio extranjero, dicen para denigrarla. Grecia lo necesitó también. Sin el cañón de Navarino, aún estaría en poder de los turcos. Y ¿se niega por esto que la revolución de Grecia fue gloriosa? Infinitamente menos gloriosa fue la de 1688 en Inglaterra, y gloriosa la llaman los ingleses, y desde ella arrancan el mayor desenvolvimiento y la grandeza del poder británico.

Por este orden, y con razonamientos análogos a los que acabo de hacer, he disculpado y aun he defendido la revolución italiana. De ello no puedo arrepentirme ni enmendarme.

Nadie ha sentido más que yo la caída del rey de Nápoles. Le hubiera querido ver por delante de Víctor Manuel, arrojando de Italia a los austríacos y compartiendo con él las glorias y los peligros del combate, el lauro de la victoria y las fértiles campiñas del milanesado. No ha sucedido así: nuestra diplomacia, que debiera haber mirado por esto, no ha estado quizá muy acertada. ¿Qué hemos de hacer, ahora sino repetir aquello de sunt lacrimae rerum?

En cuanto al Padre Santo, esto es, en cuanto al príncipe italiano que reina en Roma, lo que yo deseo es su reconciliación con sus súbditos y con los demás italianos que están bajo el imperio de Víctor Manuel. Yo no creo que un poder temporal, mayor o menor, sea artículo de fe, sea de la esencia del catolicismo, tenga nada que ver con el dogma, se pueda mirar como requisito indispensable al bien de la cristiandad toda. Ni la Civiltà Cattolica, ni el señor Sánchez en su eruditísimo libro, ni monsieur Guizot, ni nadie me ha convencido.

El poder temporal ha cambiado mil veces de condición, ha crecido y ha disminuido mil veces, y nuestra santa religión ha permanecido inmutable.

Lejos de pensar yo que las tendencias de nuestro siglo son anticatólicas, veo lo contrario: veo que el catolicismo, hablando humanamente y prescindiendo por un momento de las promesas divinas, tiene un grande e inmediato porvenir. El día en que llame a sí el espíritu de nuestro siglo para santificarlo, de lo cual ya se notan síntomas en el Congreso de Malinas, Dios querrá que venga a ceñirse la tiara un hombre predestinado, un gran genio como Gregorio VII o Alejandro III, y quizá vuelva el Papa a ser árbitro de la política de Europa, como lo fue en los siglos medios, y quizá las naciones cismáticas reconozcan su supremacía y abjuren sus errores, y quizá, por último, dirija Roma, con mano firme y segura, todo el movimiento civilizador de Europa sobre cuantas razas pueblan el mundo, siendo, al propio tiempo, el Padre Santo como el presidente y la cabeza del Consejo Supremo en la gran Confederación de todas las potencias cristianas.

Miradas así las cosas, el señor Nocedal no extrañará que no acierte yo a dar suma importancia a que, de fuerza o de grado, vuelvan por ahora a poder del cardenal Antonelli Bolonia, Ferrara y algunas otras ciudades.

Es más: no creo prudente ni político que vayamos al futuro Congreso europeo con esta petición. ¿Para qué hemos de exponernos a un desaire? Mil medios hay mejores, más discretos y menos comprometidos de mostrar nuestro celo por la religión.

Ignoro si algo de lo que digo aquí se sale de los límites del moderantismo. Ignoro que el caso de la revolución italiana estuviese ya previsto por los moderados antiguos y comentado de cierto modo, fuera del cual no pueda comentarse sin dejar de ser moderado el comentador. Pero si hay algo de esto, reza sólo con los moderados de España: los de Francia, Bélgica, Italia, Portugal y casi todos los demás de Europa piensan como yo. Los Gobiernos de dichos países piensan también lo mismo, y han reconocido a Víctor Manuel por rey de Italia.

Siento haberme extendido tanto; pero no quiero retractarme ni quiero tampoco que me atribuyan lo que no he dicho.




- III -

Mi querido José Luis: Apruebo y hasta aplaudo la razonable y discreta resolución que ha tomado El Contemporáneo de no contestar a La España. Nadie ignora que tu periódico es liberal conservador y que sostuvo a este partido y que defendió sus doctrinas y su historia cuando La España lo había abandonado para hacerse unionista. Los argumentos de La España contra la ortodoxia de vuestro moderantismo no pueden, por tanto, tener fuerza ni autoridad alguna. Son por el estilo de los que pudiera hacer un señor que se fuese a Marruecos y estuviese por allá algunos años sirviendo a aquel emperador de imán o de muftí y pronunciando en la mezquita los más devotos sermones, y luego, cansado de aquella pícara vida, se volviese entre los cristianos y empezase a echarles en cara que durante su ausencia, habían olvidado su verdadera religión y se habían contaminado con todo linaje de herejías.

Estas y otras razones hacen lícito, y aun conveniente, que El Contemporáneo no entre en polémicas con La España; pero lo que es yo, personalmente atacado y declarado hereje, no sólo en política, sino en religión, bien es menester que me defienda un poco. Lo haré, sin embargo, suave y afectuosamente, porque, en mi prodigioso panfilismo, incluyo a la gente de La España, a quien estimo de veras. Así, pues, quiero que se entienda que lo que va dicho del imán o del muftí no pasa de ser un símil, y que la semejanza de las cosas no arguye que sean iguales ni que encierren en sí los mismos grados de culpa. Con esta salvedad, paso adelante y entro en materia.

Siento con toda mi alma que La España haya tomado cierto tonillo chusco para desacreditar mis argumentos, y me aflige y me contraría este tonillo de La España, porque La Esperanza me acusa de poco formal, porque yo quisiera serlo hoy y porque no será posible que lo sea del todo contestando a pullas, a retruécanos y a burletas. La España, además, se vale poco de pruebas para condenarme, dando por supuesto que soy esto, aquello, lo otro y lo de más allá, sin demostrar nada. Voy, a pesar de todo, a tratar de ser muy grave y muy reposado y a contestar como si se demostrase algo en contra mía.

La primera acusación de La España es que yo dirijo un ataque mal encubierto a la unidad católica. ¿Conque en no habiendo Inquisición y leyes durísimas que castiguen la propaganda de cualquiera otra creencia, y un valladar que ataje en costas y en fronteras la corriente del pensamiento de la Humanidad, y una mano de hierro que lo ahogue dentro de nuestra alma, y un Gobierno paternal que vele por nosotros y que nos trate como a gente condenada a perpetua infancia, y que nos aparte de todo comercio intelectual, y que nos considere como el doctor Francia a los paraguayos, es cosa segura que la unidad católica en España se acabaría? Buena unidad católica es la que La España fantasea: una unidad católica en abierta pugna con el espíritu del siglo, contraria a la dignidad del hombre y desagradable a los ojos de Dios, que desea nuestro acatamiento y nuestra obediencia a sus altos mandatos, no por temor de las potestades de la Tierra, sino por amor suyo; no en lo exterior y aparente, sino allá en lo profundo de nuestro ser, corde bono et fide non ficta.

Yo tengo mejor opinión que La España de la religiosidad de mis compatriotas; yo tengo mayor confianza en las promesas del Cielo y en el ánimo firme y constante de los españoles; yo creo más en la rectitud de nuestro juicio y en el valer y en la importancia y en la mucha doctrina de los apologistas y defensores de la santa religión de nuestros padres. Por esto, no veo la necesidad de acabar con la ciencia humana, de cerrar la puerta a todo progreso, de impedir que se piense y que se discuta para que se crea. Antes me parece que creeremos con más firmeza y con más limpieza mientras más pensemos, sepamos y discutamos. No de otra suerte entendía San Clemente Alejandrino que se formaba el verdadero gnóstico. Hago esta cita y haré cuantas se me ocurran, aunque luego La España las tache de impertinentes. Más pertinente es citar a un Santo Padre, tratándose de estos asuntos, que no citar a El Pensamiento Español para excomulgarme con las palabras y sentencias de la mencionada lumbrera de la Iglesia.

Sobre mi manera de entender la libertad del pensamiento, o concretándonos más, la libertad de imprenta, raya en lo chistoso lo que dice La España; La España se vale de un sofisma lleno de gracia; La España dice que nosotros queremos la libre entrada y la cómoda circulación, lo mismo de lo bueno que de lo malo. Este negocio tan difícil, o no se trata o se trata con seriedad. ¿Qué hemos de responder a lo que nos achaca La España? Algo responderemos, con todo. Los hombres rectos completarán nuestra idea, apenas apuntada aquí, y no la interpretarán aviesa y torcidamente.

En primer lugar, y aunque debiera estar de más el decirlo, nosotros, y con nosotros todo el humano linaje, no apetecemos nada, no amamos nada, no deseamos que nada circule, ni viva, ni sea, sino gajo el concepto de bueno. Suponer que alguien pueda apetecer lo malo, creyéndolo malo, es una cosa vacía de sentido. Casi, pues, la cuestión está, volviendo a concretarnos a la imprenta, en decidir quién ha de calificar de bueno o de malo un escrito para que pase. ¿Cuál es la autoridad infalible que así falla sin apelación? Según la ley, Nocedal, y según la interpretación auténtica que su autor le ha dado, el fiscal es quien falla; el fiscal es infalible. La previa censura más monstruosa está en el artículo cuarto de dicha ley, según la valerosa confesión de su autor mismo. ¿Cómo quiere La España que aceptemos esto y que nos llamemos liberales conservadores? Dénos La España una autoridad infalible y aceptaremos al punto la previa censura ejercida por la autoridad. En los puntos de fe hay esa autoridad, y la reconocemos y acatamos en la santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Pero en los puntos de política, ¿dónde está esa autoridad? Lo que ahora parece mal puede parecer bien dentro de algunos años; lo que en tal nación es contrario al régimen establecido, en tal otra le es propicio, y se halla en consonancia con él; lo mismo que prescribe nuestra Constitución en el día hubiera sido castigado hace treinta años con las más duras penas. Si esto es así, como lo es, y si los puntos de política no pueden ser considerados como de verdad absoluta, ni como universalmente buenos, ni como universalmente malos, ¿por qué ni con qué derecho se ha de impedir que se discuta sobre ellos en la esfera tranquila de los principios, en la clara y hermosa región de la ciencia? ¿Por qué hemos de suponer que los demócratas, o que los neocatólicos, o que los absolutistas, todos los cuales, más o menos embozadamente, tiran a desacreditar nuestras instituciones, están fuera de la ley, no deben ser protegidos por esa misma ley que censuran?

Combátanse sus argumentos con argumentos, pero no con una mordaza. Déjese que hablen, mas no que conspiren. Óiganse sus discursos y rechácente sus amenazas. Prevéngase con la mayor circunspección y tino cualquier atentado contra el orden establecido y reprímase y castíguese con mano dura si llegase a cometerse. Pero, entre tanto, y mientras la república esté tranquila, y las cosas todas en un estado normal, y el modo de vivir sea culto, político y bien concertado, ¿cómo se ha de hacer un delito de lo que no puede serlo? ¿Cómo se ha de impedir a los hombres que discurran, inventen, forjen y hasta sueñen mejoras? Si alguien no hubiera hallado malas las leyes antiguas cuando estaban vigentes, jamás se hubieran derogado ni se hubieran dado otras. Sin esa rebeldía, sin esa insolencia, de que tanto abomina La España, no sé por qué no habíamos de estar aún en el Fuero Juzgo. Sin esa falta de tranquilidad y de aquiescencia del pensamiento de los hombres, no se explica cómo la nación española no sigue aún dividida en godos y romanos y en vencedores y vencidos, o en señores feudales y plebe sujeta al terruño, o bien gobernada la nación como en tiempo de Felipe IV o de su deplorable sucesor,

indigno de alabanzas o vituperio.



En suma, y aunque La España me condene: yo soy en extremo apasionado de la libertad de imprenta, y si para algo quiero previa censura es para lo que ofenda la moral o el decoro público, o procure perturbar la paz y el sosiego de los hombres honrados. Lo confieso sin temor (a pesar de todo mi liberalismo, y a pesar de que yo he abusado quizá de ciertas licencias), días hay en que me inclino a la represión cuando leo artículos sediciosos o improperios atroces contra personas constituidas en autoridad, o provocaciones y retos mal disfrazados contra particulares.

Pero, fuera de esto, y exponiendo las doctrinas con templanza, aunque estas doctrinas me parezcan pésimas, casi siempre absuelvo a quien escribe. Muchísimas herejías, por ejemplo, se me figura que he leído en El Pensamiento Español, y jamás he pensado en que debiera este periódico suprimirse.

En suma: yo deseo que todo español, según lo que reza la Constitución del Estado, pueda publicar libremente lo que se le ocurra, con sujeción a las leyes, esto es, exponiéndose al castigo si las infringe; pero sin previa censura de ninguna clase.

Este derecho, que tiene todo español, se ejerce por medio de cierta máquina ingeniosa que se inventó hace ya cerca de cuatro siglos, y que, por tanto, no es gemela y mucho menos hija de la Constitución del año 1845, ni es institución, sino máquina de hierro y de madera y de otras sustancias materiales. Todo español tonto o discreto, sabio o ignorante, bienintencionado o malintencionado, en períodos fijos o sin períodos, puede valerse de esta máquina, llamada imprenta, y publicar por su medio cuanto se le antoje. De ejercer este derecho no se sigue que está nadie investido de un magisterio, ni de un sacerdocio, ni que forme parte de una especie de cuarto o de quinto poder del Estado. La Constitución y las leyes no dan ni pueden dar al escritor o al periodista carácter oficial alguno. En este sentido, importa y vale más un alguacil cualquiera. Lo que sí es cierto es que aquellos que escriben para el público, si lo hacen bien, con ingenio con corazón y con sana doctrina, tienen un valer superior al de los magnates y hasta al de los más altos funcionarios; pero no le tienen como colectividad o gremio, sino que le tiene cada uno de por sí, y sólo por la gracia de Dios.

Yo no creo en él derecho divino de los reyes, pero creo que el escritor público reina o puede reinar sobre el mundo de los espíritus en virtud de un verdadero derecho divino. En el mundo oficial es donde no creo que el escritor público tenga más derecho que otro cualquier ciudadano.

Tales son las doctrinas que yo sostengo sobre la imprenta y sobre la libertad de pensar y de imprimir. Van como en cifra y resumen, porque no hay tiempo ni espacio para más. Aun así, me veré obligado a molestarle de nuevo, y quizá más de una vez, porque La Esperanza, El Pensamiento Español y La España fulminan contra mí tales y tantos anatemas, que no podré apartarlos de mí con un breve conjuro, sino que tendré que emplear muchísimas palabras.




- IV -

Mi querido José Luis: He consultado con la almohada este asunto de mis cartas, y he visto que hubiera sido mejor no escribir sino las dos primeras sobre el señor Nocedal, sin darme por entendido de cuanto dicen La España, La Regeneración, La Esperanza y El Pensamiento Español contra El Contemporáneo en general y contra mí singularmente. Para contestar a tantas acusaciones sería menester escribir no unos cuantos artículos, sino un par de tomos, y yo no me siento con ánimo de cansar al público y de cansarme escribiendo. Así, pues, voy a abreviar lo más que pueda y a terminar hoy, en esta carta, la disputa, sin volver a entrar en ella, aunque me llamen perro judío.

Lo que hemos escrito, escrito está, y yo tengo la firme persuasión de no haberme salido del credo moderado y muchísimo menos de lo que prescribe y requiere nuestra santa religión católica. Nada, por consiguiente, deben importarme las acusaciones infundadas de los neos y absolutistas.

Voy, con todo, ya que tengo la pluma en la mano, a hacer algunas aclaraciones, ero lo más ligeramente que sea posible.

Empezaré por la soberanía. «¿En qué nos diferenciamos -dice La España- de los progresistas y de los demócratas, puesto que se la atribuimos a la nación?» Lea La España lo que El Pueblo está escribiendo contra nuestra teoría, y sabrá en qué nos diferenciamos. Nuestra opinión sobre la soberanía es la misma de Domingo de Soto. Comentando este sabio teólogo las palabras del apóstol dice: non est potestas nisi a Deo, no hay poder que no venga de Dios; mas no porque la república no cree los reyes y todos los poderes, sino porque lo hace por inspiración divina. Non quod respublica non creaverit principes, sed quod in fecerit divinitus erudita. Lo mismo piensa y afirman Rivadenerira, en su tratado del príncipe, contra Maquiavelo; fray Juan de Santa María, Marlana, Láinez, en el discurso que pronunció en Trento, y fray Antonio de Guevara, en su sermón sobre el oficio y dignidad de rey, predicado en presencia de Carlos V, emperador. El propio Antonio Pérez, no el secretario de Felipe II, sino el autor del Jus publicum, tiene idéntico sentir que los teólogos, aunque jurisconsulto, y, por consiguiente, menos liberal, pues el estudio de las leyes romanas del Imperio predisponía entonces a los jurisconsultos para que fuesen absolutistas.

Claro está que ninguno de estos autores ignoraba hasta tal extremo la historia que diese a las monarquías ese origen histórico de la aclamación inspirada; que hiciese dimanar los poderes políticos en el tiempo, de una especie de pacto o de contrato. Al hablar, pues, de la república, que divinamente inspirada se crea un gobierno, no hacían historia; lo que hacían era poner un fundamento filosófico a las potestades civiles, establecer de un modo racional el derecho a la soberanía. En la impureza de lo real; en el constante desenvolvimiento de la Humanidad en la sucesión de los siglos; en el movimiento ascendente de la Historia hacia la verdad y hacia el bien, no cabe semejante cosa; pero cabe en la esfera ideal de la ciencia. Porque no era posible, ni lícito, ni podía fundarse la soberanía en la astucia, ni en el valor de un tirano, ni en la debilidad de un pueblo, ni en la usurpación, ni en la conquista. Algo debía haber por cima de estos hechos que constituyese el derecho creando la legitimidad. Y como todos los teólogos publicistas, al revés de los neocatólicos de ahora, propendían entonces a no confundir las cosas divinas con las humanas, a no equiparar ni unimismar los poderes que vienen directamente del Cielo con los poderes que de un modo natural hacen nacer los hombres, aunque inmediatamente vengan del Cielo también, como viene todo para los que tienen fe en la Providencia, establecieron que los reyes, y los cónsules, y los magistrados, y todo príncipe o cabeza de república, han de reconocer el origen de su poder en la república misma, donde se halla la soberanía de cierto modo inmanente, perpetuo y solidario. De lo cual no se deduce ni que la soberanía esté toda en un momento dado, sin contar con la tradición y con el respeto que deben infundir las instituciones seculares y la aquiescencia, cuando no la sanción expresa de muchas generaciones de hombres; ni mucho menos que al capricho de la mayoría o de la unanimidad, dado que la haya, puedan y deban someterse la justicia y el derecho, que están por cima de la misma soberanía, y sin los cuales la soberanía no se concibe, porque es una emanación del derecho y de la justicia eterna.

Así entiendo yo que debe explicarse el origen de los poderes humanos. Los hombres mismos son origen y causa de ellos. Sólo la Iglesia, que es una sociedad divina, tiene base y raíz independiente de toda voluntad humana; ha sido de un modo inmediato constituida por Dios y trazada en su mente, desde ab eterno, con toda su perfección y hermosura.

Vea, pues, La España de qué suerte creemos nosotros en la soberanía nacional. No es en tal época dada cuando creemos que se ejerció y que ya no deba ejercerse. No la creemos origen de todo poder en el orden cronológico, sino en el orden dialéctico. Aunque el primero de los Romanov no hubiera sido levantado sobre el solio por la voluntad del pueblo en el siglo XVII, cuando los rusos sacudieron el yugo de Polonia y buscaron príncipe y señor natural que los mandase, nosotros creeríamos que hasta el zar de Rusia manda, en cierto modo, por la voluntad del pueblo. Aunque en Inglaterra no hubiera habido revoluciones y destronamientos y continuase sin interrupción y por herencia la corona sobre las sienes del último nieto de Guillermo el Conquistador, todavía no creeríamos que la legitimidad de este soberano proviniese de la conquista; para crear la legitimidad fue menester sustituir a las palabras de Guillermo Dios y mi espada, las que adornan las armas de Inglaterra Dios y mi derecho; esto es, la voluntad del pueblo, el consentimiento tácito o expreso de las generaciones sucesivas.

Voy ahora a responder a escape a algunas otras imputaciones, que serían terribles si no fuesen tan cómicas e infundadas.

1.ª Que yo no soy buen cristiano, porque he celebrado algunos discursos del señor Castelar y otro del señor González Bravo en la Real Academia Española.

En cuanto a los discursos del señor Castelar, como yo no los he celebrado nunca de verídicos y exactos, sino de elegantes y primorosos, y más bien he combatido que aceptado sus doctrinas, nada tengo que decir en mi defensa. Sólo diré, en honor de la verdad y de la amistad que con el señor Castelar me une, que este elocuente orador, lejos de ser impío, es un neocatólico por el orden de Bordas, Desmoulins, Huet y Montalembert recientemente. Si todos estos señores no creen en Dios, según El Pensamiento, porque son liberales, yo no me he de poner a defenderlos. Sería cuento de nunca acabar.

En cuanto al impío discurso del señor González Bravo, ya el asunto es más grave. Yo, no sólo lo he elogiado por la forma, sino por el fondo. Ergo soy un impío. Por fortuna, y esto me consuela, toda la Real Academia Española, que consintió que aquellas blasfemias se pronunciasen en su seno, que las aplaudió y que las premió con un diploma y con una medalla, debe de ser aún más impía, y el señor Nocedal debe de ser impiísimo, pues que contestó tan cortés y cariñosamente a su concuñado, y después de haberle oído blasfemar con mucho gusto, le dio un apretado y prolongadísimo abrazo.

2.ª Que El Contemporáneo es un impío porque ha abogado por la candidatura del señor González Bravo, autor del impío discurso de la Academia.

Pues si El Contemporáneo es impío, ¿qué no serán los infelices electores de Almagro? Deben de ser demonios en carne humana; y

3.ª Que yo estoy condenado, o poco me falta, porque he defendido las escuelas panteístas de Alemania en su relación con la enseñanza universitaria viciada y pervertida por ellas.

Pues si yo adquiero tanta culpa porque defiendo esto como periodista, ¿cuán enorme no será la culpa del Gobierno que lo consiente, y que deja que la juventud se emponzoñe el alma con tan mortífero veneno? Vamos, ¡esto pasa ya de castaño oscuro! Lo único que me tranquiliza un poco es el saber que católicos fervientes, y hasta muchos santos padres de la Iglesia, han sido platónicos, como San Agustín, Sinesio, San Dionisio Areopagita Marcilio Ficino y Pico de la Mirandola; que otros han sido estoicos, como nuestro don Francisco de Quevedo, y que muchísimos escolásticos siguieron ciegamente al pagano Aristóteles, que creía en la eternidad del mundo y en mil cosas contrarias a la fe. Fueron, con todo, aristotélicos Pedro Lombardo, Santo Tomás de Aquino, el Papa Juan XXI, Alberto Magno, Domingo Soto, Pedro Núñez, Foxo Morcillo, Sepúlveda, Benito Pérez, Francisco de Toledo y mil otros, así españoles como extranjeros, que pudiéramos citar, y que no sólo eran cristianos, sino que pertenecían los más a alguna Orden religiosa.

Ahora bien: si se podía ser aristotélico, platónico y estoico, sin dejar de ser cristiano y hasta siendo sacerdote, ¿por qué, sin renegar de la santa religión de Jesucristo, no se ha de seguir a Kant, a Hegel, a Fichte o Krause? ¿No se puede acomodar esta nueva filosofía de los gentiles al dogma católico? ¿No puede ser purificada y santificada, como era purificada aquélla? En este sentido, ¿no es lícito decir que hay profesores en las universidades de España que son hegelianos, y krausistas, y kantistas, y que son muy buenos cristianos y muy temerosos de Dios? Cómo se entiende esto, no es cosa de exponerlo aquí en breves palabras. Ya lo expusimos detenidamente en los artículos a que alude El Pensamiento Español.

Pero no es extraño que El Pensamiento Español salga con estas y otras no menos desatinadas inculpaciones; la manía le ha dado por ahí. Lo extraño es que un periódico tan sesudo como La España adopte por suyos semejantes dislates y, llamándose moderado, tenga la poquísima moderación de excomulgar al señor González Bravo, una de las glorias de nuestro partido; al Gobierno, a las universidades en conjunto, a la Real Academia Española y, en resolución, a la mayoría de nuestros compatriotas, empezando por los electores de Almagro. ¿Qué furor es éste? ¿Cómo en pechos devotos cabe ira tan desaforada? Tantae in animis caelestibus irae? ¿Cómo la superstición ha podido cegar hasta ese punto a algunos de los más perspicaces y agudos entendimientos que hay en nuestro país? Tantum religio potuit suadere malorum?

¿Qué pretende significar La España con decir que somos racionalistas en Filosofía? La Filosofía no es una ciencia de autoridad, sino de razón, y, en ese sentido, o somos racionalistas o no somos filósofos. ¿Qué da a entender con que toda la bullanga de las ideas revolucionarias está en nuestra cabeza? La bullanga no nace de la revolución, sino de la rebeldía. El magnífico movimiento de un pueblo que se levanta en verdadera revolución no merece llamarse bullanga. La bullanga es hija de un motín, de una asonada, de un alboroto de la fuerza militar, que desde los cuarteles se echa al campo. Pero no se puede denigrar con el ridículo nombre de bullanga ni la toma y destrucción de la Bastilla a fines del siglo pasado, ni el Dos de Mayo en Madrid a principios del siglo presente, ni las cinco gloriosas jornadas de Milán en el año de 1848. Estas son las verdaderas revoluciones, y si del recuerdo de estos hechos estuviere llena nuestra cabeza, no será bullanga lo que en ella tengamos.

Por no ser prolijo no aclaro aquí cuanto he dicho sobre el poder temporal del Papa. El director de La Regeneración sabe perfectamente lo que pienso sobre este punto. En su segundo tomo de la obra titulada El Papa y los gobiernos populares, ha insertado tres largos artículos míos, en los cuales juzgo dicha obra. En ellos está consignada mi opinión sobre el poder temporal, y a ellos me remito para que, si alguien quiere acusarme, me acuse con justicia y con conocimiento de causa.

Sobre lo que dice La España de que yo soy demócrata en lo futuro, si no lo soy en lo presente, ¿qué he de contestar sino que no soy profeta, ni estoy tan adelantado en el conocimiento de la filosofía de la Historia, que pueda construir la Historia a priori? ¿Qué sé yo, ni qué sabe La España, de si el porvenir del mundo le está reservado a la democracia o sólo a la clase media? Qué, ¿no podrá llegar un día en que la civilización, el bienestar, la riqueza y hasta la ciencia se divulguen por tal arte, que sea capaz de todos los derechos políticos hasta la más ínfima plebe, y que sin socialismo, sin comunismo, en completa libertad y con plenos derechos sobre todo cuanto lícitamente puedan los hombres adquirir, sean éstos social y políticamente iguales, en igualdad más perfecta y más efectiva que la que tienen hoy? Algo o mucho de esto se puede esperar de la infinita bondad de Dios y de la perfectibilidad del hombre, sin ser el que espera demócrata en el día.

Y no se burle La España llamando a nuestra democracia cuestión de reloj o de tiempo. Cuestión de tiempo es también que los árboles den sus flores y más tarde sus frutos. Cultivemos los árboles para que los den en la sazón oportuna, sin arrancarlos de raíz por temor de los frutos, que pueden parecernos amargos, y sin violentar tampoco la Naturaleza, para que los árboles fructifiquen antes de que llegue la hora.

Quiero hacerme cargo, antes de poner término a este cansado escrito, de una equivocación de La Esperanza, sobre la cual funda su artículo de más de dos columnas, lleno de chuscadas contra mí, contra la enseñanza de las universidades y contra la voluntad que sale de ellas. Yo no he dicho que los artículos, o muchos de los artículos del programa de La Discusión, se tomen de La Discusión para ser enseñados en las universidades. Lo que yo he dicho es que muchos de estos artículos no son exclusivamente del credo democrático; están tomados de la ciencia por La Discusión, por las universidades y por todo el que estudia algo. ¿Entiende ahora La Esperanza? Para dejar, pues, de creer en dichos artículos, es menester olvidar lo que se ha aprendido; y esto no sólo los jóvenes, sino los que no lo son. Galiano, por ejemplo, es librecambista. ¿Será cosa de ir a decirle: «Sea usted proteccionista, señor Galiano, por que el libre cambio está en el programa de La Discusión»? ¿No comprende La Esperanza todo el poder que tiene cualquier verdad científica para el hombre de ciencia? ¿No calcula que no es posible renegar de ella, aunque el mismo diablo la enseñe? Si el diablo publicase un periódico y dijese todos los días, como por epígrafe, «los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos», ¿negaría La Esperanza esta verdad? Pues así de no pocos artículos del programa de La Discusión, aun suponiendo que sea el mismo demonio el señor Rivero.

Terminaré esta carta consignando aquí, con toda la sinceridad de mi corazón, que deseo la unidad católica duradera en España; es más, que no concibo que dejemos de ser católicos sino para hacernos incrédulos, y esto sería espantoso. Lo que yo no quiero es el oscurantismo, la represión violenta, el apartamiento intelectual del resto de Europa.

Hay en mi lugar una hermosísima iglesia edificada sobre una altura: el pueblo devoto se complace en ella con amor y con orgullo. Para que luzca mejor, y nada la encubra ni la afee, han derribado las casas contiguas y han arrancado los árboles que poblaban la ladera. Por desgracia, las casas contiguas la sostenían y los árboles prestaban firmeza al suelo, sobre el cual se habían echado los cimientos. Así es que la iglesia vacila sobre ellos ahora, y está toda cuarteada y llena de grietas y hendiduras, donde han nacido infinidad de higueras bravías y mucha mala hierba y maleza, y donde se anidan lechuzas, murciélagos y búhos. Algo parecido a esto acaeció en España en el siglo XVII con nuestra gran civilización católica. A fuerza de ahogar todo pensamiento humano que nos parecía brotar fuera de ella, y a fuerza de destruir todo lo que en ella nos pareció estar comprendido, aquel maravilloso edificio se cuarteó también, y en vez de fray Luis de Granada, y de fray Luis de León, y de San Juan de la Cruz, y de Santa Teresa, produjo al padre Boneta, al padre Fuente de la Peña y a los predicadores gerundianos; y en vez de nacer fuera de ella algún sistema filosófico, alguna doctrina profana, que hubiera podido santificarse y purificarse luego en el santuario, nació dentro de ella la inmoral e impúdica herejía de Molinos, y mucha maleza, y mucha mala hierba, como en la iglesia de mi lugar. Esto pido yo a Dios que no suceda de nuevo, por lo cual se debe desear ilustración y tolerancia.

Y aquí, mi querido José Luis, termino esta carta, y asimismo la contienda con los neos. Créeme tu mejor amigo.

Madrid, 1863.






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«Diez años de controversia parlamentaria»

por don Nicomedes Pastor Díaz


El libro que a continuación presentamos de nuevo al público es, sin duda, un escrito de circunstancias, pero de aquellos que, en virtud de ciertas prendas y calidades, tienen siempre un valor permanente, histórico y absoluto. Su valor histórico es grande, porque es obra de un personaje que fue parte muy principal en los sucesos políticos y profundo conocedor de los hombres y de las cosas de su época. Su valor absoluto es mayor aún y más indisputable, así por la forma como por el fondo. Cuando un escritor tiene estilo propio, cuando sabe poner en lo que escribe, con brío y con tersura, lo mejor de su alma, su escrito se salva, y combate y vence al olvido, y goza de vida perenne como el alma misma que en él se ha puesto, aunque el asunto de que trata sea de un efímero interés, aunque haya nacido bajo el influjo de condiciones determinadas que pasaron ya. No puede, por ejemplo, ser más del momento el asunto de las mejores obras de P. L. Courier, y estas obras con todo, serán inmortales por su admirable estilo, y objeto de estudio y de pasmo gustoso para cuantos conozcan y sepan estimar los primores y la belleza del idioma en que están escritas. Pastor Díaz, si bien ni en este libro, ni en otro alguno de los suyos, tiene aquella sobriedad clásica, aquel atildamiento natural, aquella pulcritud sencilla, aquella limpieza y firmeza de contornos, que nos hacen recordar, al leer a Courier, la perfección de los más famosos prosistas de los buenos tiempos de Grecia, posee, en cambio una imaginación tan viva, es tan rico de imágenes, hay en su frase tal galanura y tal nervio, sin perjuicio de lo fácil y fluido, y, sobre todo, siente tanto fervor y afecto y entusiasmo, que lo más noble de su corazón se refleja en lo que escribe, como en pulido y claro espejo, aventajándose así en mucho a otros escritores, si de gusto más delicado y más cuidadosos de la belleza, fríos e incapaces de lo sublime. En el libro de que tratamos es, en nuestro entender, donde mejor se muestran y dan razón de sí y campean estas excelencias del estilo del señor Pastor Díaz. Este libro es lo más sentido, y, por consiguiente, lo más brioso, lo más diserto, lo más galano y lo más rico de imágenes, no buscadas, sino espontáneamente venidas, de cuanto el señor Pastor Díaz ha escrito en prosa. Y por esto sólo, aunque el asunto no fuera de interés permanente, el libro lo sería, a pesar del asunto. Mas el asunto, para mayor fortuna del libro, es de interés permanente, porque toca y dilucida altas cuestiones políticas; y, por desgracia de todos los españoles, es de un interés de actualidad, porque la mala situación de nuestra patria es la misma ahora, si no es peor, que cuando el libro se compuso. Lo que falta en él para que podamos considerarlo como escrito ahora, consiste tal vez en que nuestros males se han agravado o tal vez en que el señor Pastor Díaz no acertó a verlos o no quiso presentarlos a nuestros ojos con toda su intensidad.

Aunque melancólico por carácter y temperamento, su fe poderosa y benéfica, que de la religión, en que principalmente estaba fija, irradiaba sobre la Humanidad y sobre la patria, le hacía un verdadero optimista. Muy diferente de muchos que, según parece, no creen servir y ensalzar a Dios sino oprimiendo y humillando al hombre, Pastor Díaz, como los neogüelfos, como los gloriosos y entusiastas precursores de la moderna revolución italiana, como Manzoni, Balbo, Gioberti y Silvio Pellico, era católico sin dejar de ser liberal; no hallaba incompatibles su creencia en todos los dogmas revelados y su creencia en el progreso indefinido, en los adelantos de nuestra época, y en el espíritu y las ideas de libertad que dirigen y gobiernan hoy, o deben dirigir y gobernar las sociedades humanas. Esta propensión de la mente del señor Pastor Díaz le inclinaba también a no reconocer por tan intensos, tan arraigados y tan hondos los males de que se lamenta y a los que ansia poner remedio. Por lo demás, los males están señalados por él, descubiertos y explicados con una perspicacia y una maestría que prueban tanto su talento de observación cuanto el poder de su elocuencia vigorosa.

Su intento es defender la legitimidad de lo existente. No teme que le llamen revolucionario, porque quiere conservar intactas las leyes. Reconoce que en cierto modo es revolucionario, porque estas leyes que desea conservar son resultado de la revolución; pero más revolucionarios son aún los que pretenden derogarlas para restaurar una España que ya pasó, y que aviesa o neciamente fantasean mejor que la de ahora. «La mísera España de Felipe V, la España degenerada del primero de los Borbones, la atrasada España de Carlos III, la envilecida España de María Luisa no pueden volver ya», según Pastor Díaz. Aquella monarquía ya no existe; aquella nación se ha transfigurado. Sobre los intereses tradicionales; sobre los principios fundamentales en que se sostenía, ha pasado la reja de la revolución. Con los escombros que la reja ha deshecho en polvo no puede levantarse de nuevo el antiguo edificio. Este es un sueño imposible, pero más peligroso de lo que imaginaba el señor Pastor Díaz al escribir su libro. Desde entonces hasta hoy, el partido absolutista se ha robustecido y ha cobrado ánimo. Tiene una como filosofía en que se funda; ha fingido hacer alianza con la religión, poniendo entre ella y todo lo moderno una repugnancia invencible; apoyándose en Bonald, De Maistre y otros autores extranjeros, ha dado a sus opiniones cierta novedad peregrina, y ha logrado asimismo contar en su seno notables oradores y escritores, entre los cuales descuella uno, Donoso Cortés, que, fuerza es confesarlo, se adelanta por su elocuencia arrebatadora a casi todo lo que España ha producido en estos últimos tiempos. La esperanza del señor Pastor Díaz se ha malogrado, por consiguiente. Esperaba que estos absolutistas vendrían, se acercarían pronto a los liberales conservadores, a los monárquicos constitucionales; y ocurre lo contrario: los que se llaman aún monárquicos constitucionales son los que suelen acercarse y aun confundirse con ellos.

La actitud amenazadora del partido progresista y el rápido crecimiento, propagación y organización del partido democrático y de sus doctrinas, tan poco importantes cuando el señor Pastor Díaz escribió, que no los mienta ni describe en la enumeración y descripción que hace de los partidos, explican en parte, si bien no disculpan, el deplorable error de los conservadores que dejan de serlo y se ponen al lado de la reacción. En el libro del señor Pastor Díaz, no una vez sola, sino muchas, hay además una acusación gravísima contra los corifeos, contra los jefes y más conspicuos hombres de Estado de los conservadores; acusación que explica también, aunque no excuse, la actitud del partido progresista; acusación que, siendo valedera y fundada, explica igualmente, junta con las exageraciones de los ultrarreaccionarios, el rápido desarrollo de la democracia liberal como contrapeso de la democracia levítica y absolutista.

El señor Pastor Díaz acusa a los jefes de su partido de no haber realizado jamás sus teorías en el Gobierno. Sus teorías sólo han servido hasta ahora para hacer la oposición. «Los liberales conservadores -dice- no han gobernado aún: forzados unas veces a reconocer por jefes a personas que jamás profesaron sus principios, y otras respetando demasiado a caudillos que los inmolaban fácilmente ante el poder que exigía este holocausto, esperan todavía una situación de libertad y de gobierno en que puedan realizar el poder según las inspiraciones de su doctrina y según las condiciones constitucionales de su advenimiento al mundo.»

De esta suerte, el señor Pastor Díaz tacha de inmoralidad a los jefes y de impotencia a la masa del partido conservador. Los jefes no debieron nunca haber invocado los principios de este partido ni afirmar que han gobernado en su nombre. «Debieron adoptar una divisa militar o una condecoración palaciega; pero no usurpar, ni profanar, ni desautorizar la fórmula o el símbolo que olvidan o desdeñan, y que no profesan o no comprenden.» No los disculpan a los ojos del señor Pastor Díaz lo imperioso de las circunstancias, las exigencias de un momento dado, los amagos y las amenazas de la revolución, la posición extralegal en que puedan colocarse o se colocan otros partidos. «Si el partido conservador -dice- no tiene fuerza más que para resistir, no es bastante poderoso para ser Gobierno. Si para ser Gobierno ha menester olvidar o sacrificar los principios en cuyo nombre aspira a él, entonces no tiene legitimidad alguna para ejercer la fuerza.» Y después añade: «Si para justificarse invoca la necesidad o pretexta los obstáculos, todavía esta necesidad, todavía estos obstáculos, más fuertes que sus principios, serán una solemne declaración de incapacidad ante la cual hay que resignarse.» De aquí se deduce claramente que los liberales conservadores que gobiernan como absolutistas, dado que la situación del país exija que así se gobierne, deben dejar el mando a los absolutistas que, fundados en sus antecedentes y de acuerdo con sus principios, sin mancha de infidelidad, y sin contradecirse ni hacer traición a lo que en la oposición han sostenido, podrán gobernar a su manera, con autoridad y respeto y virtud moral para ello. A los liberales conservadores que gobiernan así no les vale asustarse en el Poder como de una horrible blasfemia, de lo mismo que en la oposición sostuvieron como doctrina inconcusa y santa, ni envolver en nubes y celajes, y ahogar y disfrazar con pleguerías las desnudas afirmaciones y las máximas claras y terminantes que se complacían en propalar cuando no mandaban. Al pueblo, al vulgo, por ignorante, candoroso o distraído que sea, no se le engaña con artificios groseros, y lo único que se consigue es quitarle la fe en los hombres y los principios de los partidos medios, o bien acabar con la opinión pública, sepultándola en la indiferencia y el marasmo, o bien lanzar a muchos en los partidos extremos, engrosando las filas de los absolutistas verdaderos, descubiertos, legítimos y no vergonzantes, o de los demócratas y revolucionarios, que sólo esperan el bien del país después de un temeroso y completo trastorno.

Contra estos males no halla el señor Pastor Díaz remedio sino en el mismo partido liberal conservador, que tan severamente acusa; mejor diremos, en la observancia de los principios políticos, de las prácticas parlamentarias, de las teorías, en suma, que nunca hasta ahora ha practicado en el Poder el partido liberal conservador. Por esto el señor Pastor Díaz anunciaba ya en 1848 la disolución de este partido, la formación de otros nuevos. «Los partidos -dice-, tales como existen, tienen que transformarse. En esta transformación pueden encontrarse unidos los que militaron separados.» En resolución: se diría que el señor Pastor Díaz, apartándose y huyendo de un partido que sólo guarda el nombre de lo que fue o quiso ser, y que carece del ser real que debió haber tenido, se lleva consigo los principios y las doctrinas para que sirvan de cimiento y base y den fuerza y vigor a otro partido nuevo. Son como los penates de la ciudad destruida, o de la ciudad que, si conserva su nombre, se ha hecho morada y centro de los enemigos que la tomaron por asalto, penates que los verdaderos hijos y primeros moradores de ella se llevan y traspasan a la ciudad nueva que pretenden fundar.

El enemigo que ha entrado por asalto en la ciudad antigua, el que ha viciado la índole y modo de ser del partido liberal conservador, es principalmente, según lo que se desprende del libro del señor Pastor Díaz, lo que ahora se llama militarismo. Nada más opuesto no sólo a las libertades del pueblo y al régimen constitucional, sino también a los antecedentes históricos de nuestra España y a las tradiciones de la antigua monarquía.

Cuando llenábamos el mundo con el ruido de nuestras armas; cuando lo sobrecogíamos de espanto y lo deslumbrábamos y cegábamos con el resplandor de nuestras victorias; cuando teníamos guerreros que conquistaban provincias y reinos y naciones enteras, la milicia no había llegado a ser autoridad; desde el Consejo hasta el alcalde, la idea del tribunal fue al principio elemental del Gobierno; no era general el alcalde Ronquillo; el doctor Cornejo y los licenciados Salmerón y García Fernández condenaban a muerte a los comuneros; Hernán Cortés tenía que legitimar su autoridad recibiendo el bastón de mando de mano de un alcalde, y los terribles dominadores del Perú, los Pizarros y Carvajales, eran vencidos y enviados a morir en público cadalso, en pago de su rebeldía, por un clérigo legista, por el licenciado Pedro de la Gasca. Tan grande era entonces la autoridad de la ley sobre la fuerza; tan superior en los negocios de gobierno era la toga a la espada. Y esta superioridad no era ejercida entonces sobre remedos de Napoleones y sobre aprendices de Césares, sino sobre


   Aquellos capitanes
en la sublime rueda colocados,
por quien los alemanes
al duro yugo atados
y los franceses van domesticados.



No hay que decir que el señor Pastor Díaz es enemigo del Ejército, antes lo ama; pero quiere un Ejército militar, y no político. No quiere que el Gobierno sea un Estado Mayor; la Ordenanza, Código; los consejos de guerra, tribunales. El Gobierno militar le parece antimonárquico, antiliberal, antieuropeo y antimilitar asimismo.

Contra otro de los males que más clama el señor Pastor Díaz, teniendo este clamor en sus labios mayor autoridad por haber sido él persona tan piadosa y tan fervientemente católica, es contra el fanatismo o, más bien, contra la hipocresía de los que hacen de la religión un arma de su política y un instrumento para lograr sus miras ambiciosas. Sin duda que «la Providencia, que concedió a España lanzar el Alcorán al África, la señaló con su dedo para llevar a América el Evangelio y para detener en Europa los progresos de la herejía». Pero sus mismos nobilísimos pensamientos y su gloriosa historia y sus elevados destinos, si hicieron heroica a España, la hicieron fanática también; y por esta culpa no quiso Dios que nuestra grandeza durara, ni que diéramos la Inquisición al mundo. «En las hogueras de la plaza de Madrid se quemaron los títulos de España a la supremacía europea.» Es, pues, un absurdo abominable querer aspirar de nuevo, si no a esta supremacía, a levantarnos de nuestra postración y abatimiento, con sólo apelar a los medios que nos abatieron y postraron, y con apelar a ellos, incurriendo en un necio anacronismo, desconociendo el espíritu, la nueva idea, los sentimientos que alientan al siglo actual, y tal vez sin la fe y sin la pasión que pudieron disculpar en otras edades aquellos deplorables extravíos.

Inútil creemos extractar aquí las doctrinas positivas que contiene el libro del señor Pastor Díaz sobre administración en general, sobre centralización, sobre enseñanza pública, sobre diplomacia y sobre otros puntos políticos y económicos. No acertaríamos a conservar en nuestro resumen la claridad, el esplendor y el tino con que están expuestas dichas doctrinas. Baste decir que son las más puras y legítimas de la escuela liberal conservadora. Bien pudieran servir aún de símbolo y credo político a cualquiera agrupación y consorcio de los hombres liberales, que llegue a formarse para combatir, pacífica y legalmente, y en nombre de las leyes que importa conservar intactas, todo poder arbitrario, ora gobierne bajo el nombre de un partido que ya no existe o que está desnaturalizado y maleado, ora gobierne declarándose franca y resueltamente reaccionario y decidido admirador del antiguo régimen, y teniendo por claro y patente ideal el fanatismo de los pasados días, modificado y viciado con novedades peregrinas y con monstruosas exageraciones, tomadas de pensadores extranjeros o aclimatadas entre nosotros por el ilustre marqués de Valdegamas y por otros escritores y oradores en mucha menos cuenta, saber, sinceridad y facundia, aunque de mayor audacia y desenfado.

Concluye el señor Pastor Díaz su obra salvando al más alto poder irresponsable de los yerros y faltas que sus ministros han cometido, pero previendo trastornos gravísimos y novedades espantosas, si estos yerros y faltas no se corrigen. La acción podrá ser, en lo venidero, tan fuerte como la reacción. Menester es, por consiguiente, que en nombre del orden, de la paz y de los intereses conservadores, la reacción cese o se contenga; pero más indispensable es aún, y vuelve con esto el señor Pastor Díaz a su tema capital, que los partidos sean morales, que sostengan y practiquen en el Poder lo que en la oposición sostuvieron y proclamaron. «Los que, llamados a gobernar como representantes de un sistema, lo contradicen, o han engañado al país, o han engañado al Poder, o sacrifican su sistema a su ambición. En ambos casos hay inmoralidad política, de que su partido se hace cómplice si la acepta; en ambos casos hay una perturbación constitucional.»

El brevísimo examen que acabamos de hacer del libro del señor Pastor Díaz nos parece que demuestra con claridad lo que afirmábamos al principio, a saber: que el libro, aunque de circunstancias, no sólo vale y valdrá siempre por su noble y elegante estilo y por las verdades elevadas que encierra, todo lo cual le da un valor permanente y un interés imperecedero, sino que también es de actualidad, porque las circunstancias que lo inspiraron, en vez de pasar duran aún, por desgracia, y hasta han llegado a ser mucho más graves. Dios inspire a nuestros hombres de Estado, a nuestros escritores y a nuestros políticos y jefes de partido el mismo amor a la patria, el mismo respeto a las instituciones, a las leyes y al orden que inspiró a este esclarecido ingenio y desinteresado repúblico, así en todos los actos de su vida como en aquella ocasión en que escribió la obra de que son estas pocas páginas una ligera introducción y creemos que un desapasionado juicio.

Madrid, 1868.



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