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Opiniones acerca de Cánovas

Señor don Miguel Moya.

Mi distinguido y querido amigo: Me pide usted con insistencia que le escriba algo sobre las anécdotas que yo sepa de Cánovas y sobre los dichos agudos que haya oído yo de sus labios. Mucho me cuesta, casi puedo afirmar que no sé decir que no, sobre todo a personas tan amables como usted; pero lo mejor sería que yo nada escribiese sobre esto, porque, aunque yo estimaba mucho a Cánovas y él me quería bien, al menos me lisonjeo de que así era, no puedo jactarme de haber sido nunca de sus íntimos, por donde es evidente que lo que yo sepa de Cánovas todo el mundo lo sabe. Recelo, además, defraudar las esperanzas de parte del público, que tal vez espere leer una serie de epigramas cruelmente graciosos contra determinadas personas, en lo cual se supone que Cánovas sobresalía; pero como yo donde más le he tratado y le he oído ha sido en reuniones íntimas y tertulias de damas, le conozco menos por lo satírico que por lo galante, pues él lo era en extremo y tenía muy amena y apacible conversación con las mujeres, mostrándose, no duro censor, sino indulgente y blando con las que merecían censura y con las que le agradaban y entusiasmaban, que no fueron pocas, antes de su segundo casamiento, entusiasta y fervoroso panegirista.

Lo epigramático hubo de guardarlo Cánovas para otras ocasiones y lugares. Y como él, desde su primera juventud, estaba seguro de descollar y de elevarse, y como no temía que nadie le atajase el paso, entiendo yo que si él gustó de decir y dijo, epigramas, no fue por odio ni por enojo, sino por amor al arte, en el calor de la improvisación y sin la acritud que algunos de sus encomiadores le han atribuido. Quizá provenía esta actitud de que ellos aguzaban y enarbolaban las flechas que Cánovas había disparado o que más bien habían saltado de la aljaba, corriendo luego y divulgándose rápidamente, arrebatadas por el raudal copioso de las frases, agudezas, chistes con que esmaltaba los diálogos en que intervenía.

Pretenden los franceses que la lengua y el ingenio de ellos son los más propios, casi los únicos, para la causerie; pero si hubieran oído a Cánovas en español y le hubieran entendido, sin duda que no se mostrarían tan orgullosos. Yo de mí sé decir que nunca hallé por esos mundos causeur más afluente y divertido.

No he de llegar que Cánovas solía ser epigramático. Lo que niego es la malevolencia. El epigrama se le escapaba sin querer. Recuerdo que en cierta ocasión habíamos hablado ambos con un señor que tuvo fama de discreto en sus mocedades, y que ya maduro nos parecía tonto. Cánovas habló de las interminables disputas que tienen los filósofos acerca de los destinos y esferas adonde vuela el espíritu después de la muerte, y extrañó, haciéndome reír, que nada se hubiera disputado sobre los destinos y esferas de no pocos espíritus que han residido, según opinión general, en algunos seres humanos, y que los han abandonado a lo mejor sin aparente lesión orgánica y dejándolos tontos de capirote.

En medio de los afanes y cuidados de su fecunda y activa vida política, Cánovas no ha prescindido nunca de sus aficiones literarias, y como tenía gran facilidad y tiempo para todo, ha escrito bastante de literatura y aun de ciertas cuestiones filosóficas, muy por cima de los asuntos y problemas inmediatamente prácticos, por no calificarlos de menudos, que suelen preocupar a los políticos en España.

No es mi ánimo exponer y aquilatar aquí el mérito de Cánovas como literato, pensador, historiador, crítico y hasta poeta. Básteme decir que su extraordinario valer como fácil, brillante e imperioso orador y sus altas prendas de hombre de Estado, han contribuido a eclipsar las otras facultades especulativas que él poseía y hasta han estorbado que las ejercite asiduamente, sacando de ellas mayor abundancia de sazonados frutos. Añádase a esto que el enconado espíritu de partido y tal vez la envidia de ver a Cánovas en la más elevada posición, han pervertido el criterio de muchos juzgando a Cánovas como escritor, casi siempre con severidad extremada y muy a menudo con injusticia patente y absurda.

Sin duda que él tenía un defecto; pero este defecto se ha hecho constar con sobrada acritud y se ha exagerado. Extraño parece, pero es, sin embargo, muy frecuente en personas como Cánovas, de tan prodigiosa afluencia y energía de palabra, la cual brotaba de sus labios semejante a inexhausto venero y a raudal impetuoso, que parezcan al escribir algo enmarañadas en el estilo. Pero hay que notar que la tal maraña no suele estar en el que escribe, sino en el que no sabe leer, y, sin embargo, lee. Del mismo defecto, y con menos razón todavía, se acusaba a don Antonio Alcalá Galiano, siendo en este caso más evidente aún la culpa de los lectores, porque algunos años hace, escribir castizo era más raro que hoy, y la generalidad de las gentes, cuando leían algo en castellano puro, se enredaban y hasta llegaban a no entenderlo, como si leyesen en griego o en hebreo. La culpa de Cánovas en esto del estilo, pues yo no he de negar que como escritor tenía alguna culpa, nacía del sobrado esmero, de su anhelo de perfección en la forma y de su afán de ser pulcro y atildado. Si Cánovas no hubiese corregido nunca las pruebas de imprenta y hubiese confiado esta tarea a cualquier secretario suyo, su estilo nos parecería a todos mucho más natural y espontáneo. Al corregir las pruebas, no he de negar yo que él lo viciaba un poco. Aun así, la mayor parte de sus obras, y singularmente las políticas, históricas y filosóficas, se leerán siempre con agrado, hallando en ellas quien sea capaz de entenderlas, sutiles y profundos pensamientos y el sello magistral de una inteligencia alta y clarísima y de un saber nada común, adquirido por el estudio.

No he de sostener yo que fuese Cánovas muy notable poeta; pero él no pretendió serlo tampoco. Su galantería de hombre de mundo, el afecto vehemente con que solía prendarse de algunas mujeres y su constante amor a todo lo poético en la forma y en el fondo, le inspiraron algunos versos, contra los cuales se han lanzado, sin fundamento, mil injurias. Y esto, si en absoluto es injusto, lo es mucho más cuando se consideran sin pasión las desmedidas alabanzas que se prodigan a tantas vulgaridades y prosaicas y ramplonas simplezas como en versos se componen. Ciertamente que los versos de Cánovas, aunque Cánovas careciese de estilo poético, tendrían que ser mejores que no pocos de los que hoy se elogian, como obra, al cabo, de una persona discreta, instruida, y cuyo entendimiento ve con claridad las cosas, y cuyo corazón es capaz de sentir y de apasionarse con la mayor energía.

Puede que alguien me acuse de sobrado parcial de Cánovas; pero mi parcialidad favorable dista infinito de igualarse a la desfavorable parcialidad con que Cánovas ha sido tratado.

Yo, aunque separado de él en política, no olvidaré nunca la buena correspondencia y los favores que le debo literariamente y como particular amigo. Hace ya medio siglo que le conozco. Empecé a verle y a tratarle en casa de su tío don Serafín Estébanez Calderón, a quien yo admiraba mucho y me complacía en llamar mi maestro. Cánovas y el piadoso y erudito don Francisco Javier Simonet, muerto poco ha en Madrid, eran considerados por mí como condiscípulos.

Desde entonces han sido constantes, aunque no frecuente, mis amistosas relaciones con Cánovas. Me complazco en recordar que él escribió en 1858 un artículo encomiástico del tomo de versos que publiqué entonces; que en 1867 hice yo de Cánovas un breve panegírico, al contestar a su discurso de recepción cuando entró en la Real Academia Española; que él escribió y autorizó con una introducción elegante y benigna mis cinco primeras novelas, publicadas en la colección de don Mariano Catalina; que más tarde tuve el gusto de dedicarle mis Cartas americanas, y que, por último, sé yo que él leía y celebraba mis escritos con bondadosa indulgencia, lo cual, aunque parezca extremado candor en mí el declararlo, me lisonjeaba en extremo. Así es que Cánovas era quizá la primera persona a quien yo enviaba un ejemplar de todo libro mío, no bien salía de la imprenta. Recientemente le había enviado hasta cuatro. Y yo me forjo la ilusión de que no entraban mis cuatro libros en el número de los trescientos que, cuando él hizo dimisión la última vez, tenía por leer sobre su mesa. De seguro que, por lo menos, los había hojeado, o quién sabe si los había leído a medias.

Es singular: donde y cuando yo viví más constante y amistosamente con Cánovas fue en los mismos baños de Santa Águeda, en 1868, poco antes de estallar la revolución que arrojó de España a los Borbones. Allí fuimos rivales de una rivalidad muy inocente. Cánovas capitaneaba una compañía para hacer charadas en acción, y yo capitaneaba otra. Las dos primeras damas de nuestras compañías eran Anita Becerra y mi hermana la marquesa de Caicedo. Y no faltaron ocasiones en que, al representar aquellos dramas fingidos, alguien tuviese que matar a Cánovas. ¿Quién había de pronosticar entonces, entre las personas que allí asistíamos, y cuyos retratos conservo en fotografía, formando grupo que Cánovas, veintinueve años después, había de morir de tan desastrada aunque gloriosa muerte?

He tratado y hablado a Cánovas lo bastante para creerme autorizado a negar cierta mala condición de carácter de que no pocas personas le acusan. Siendo de advertir que la tal mala condición es muy común entre los hombres, y casi siempre con menos disculpa y motivo que en Cánovas, dado que él la tuviese. Hablo de la estimación en que se tiene cada uno, la cual, si se emplea y consuma toda en estimarse uno mismo, no nos deja ni un átomo de ella con que estimar a los otros, de donde nace el desdén y el desprecio con que miramos a los que nos rodean, a la nación a que pertenecemos y a veces a todo el humano linaje, salvo el individuo excepcional y teratológico que en nosotros vemos. Digo con franqueza que nunca advertí que resaltase este defecto en Cánovas, aunque, según dejo expuesto, es defecto muy humano y tan particularmente propio de los españoles, que de él, en mi sentir provienen nuestras mayores desventuras. Como ya lo declaraba el insigne poeta Camoens, los españoles somos


   Todos de tal nobleza e tal valhor
que cualquier d'elles cuida que é ó melhor.



De aquí, natural y forzosamente el echarnos unos a otros la culpa de cuantos males ocurren: el regionalismo, el separatismo y las interminables guerras civiles. Como cada cual cree que por sí solo vale mucho, imagina que para su prosperidad, su grandeza y su gloria le estorban los demás, con quienes está unido, y se empeña o en separarse de ellos, o en dominarlos por la fuerza. El defecto es, pues, muy español, haciéndolo más odioso la hipocresía con que procuramos encubrirlo, dando en público hiperbólicas alabanzas a las mismas personas, instituciones y colectividades a quienes en secreto vilipendiamos. No gustamos del término medio. Cuando la rabia no nos arrastra a injuriar desaforadamente, alabamos por tan pomposo estilo, que la alabanza parece burla: todo poeta es pasmoso; todo general, invicto; todo literato, eximio, y todo catedrático, un pozo de ciencia, salvo el decir luego en voz baja que no hay uno que valga para su oficio y que no sea un majadero.

Ahora bien: yo creo que Cánovas carecía de esta doblez, que elogiaba con moderación y con pulso, juzgando de las personas y de las cosas del mismo modo en voz alta que en voz baja, en público que en privado. Y no se complacía tampoco en adular ruinmente a las colectividades, poniendo por las nubes, ya al pueblo, ya al Ejército, para buscar el apoyo del uno o del otro. Y no sacaba de continuo a relucir nuestros laureles de Garellano, Pavía, San Quintín, Otumba y Lepanto, para ensoberbecer vanamente al vulgo y para hacerle creer que nuestra decadencia y postración de ahora dependen sólo de unos cuantos malos gobernantes que hemos tenido. Cánovas creía que las raíces del mal eran más hondas y que las naciones tienen de ordinario, ni más ni menos, el Gobierno que merecen.

Y como él era gubernamental y algo autoritario, defendía de no pocas inculpaciones a los gobernantes, no sólo del día, sino también de aquella edad en que se supone que ellos, con sus vicios, torpezas y maldades, causaron la rápida decadencia de nuestro Imperio.

A la verdad, yo no me atreveré a sostener que Narváez, O'Donnell, Prim, Serrano, Sagasta o el mismo Cánovas, valgan tanto como Cavour o como Bismarck, que son los dos hombres políticos que han hecho cosas más grandes en estos últimos tiempos; pero sí me inclino a creer que si cualquiera de ellos hubiese venido a gobernar a España no se hubiera lucido mucho más que nuestros ya citados y egregios compatriotas.

¿En qué consiste esto? Yo no quiero ni debo creer en el acaso. Creo, no obstante, en leyes providenciales que se sustraen a toda previsión humana y por cuya virtud se suceden los casos, y suben o se abaten los pobres de la Tierra, sin que dependa todo del entendimiento y de la voluntad de los hombres que dirigen aquellos poderes.

Cánovas (y no pocas veces, y más que nunca en Santa Águeda, he discutido con él sobre esto) era para las colectividades menos determinista que yo: creía menos que yo que el curso de los sucesos fuese tan independiente de la voluntad humana como el de los astros; en el mal éxito y en el bueno, hacía entrar como factor más al valer que a la fortuna. No dilucidaré aquí sobre quién, él o yo, estaba más en lo cierto. Lo que sí confesaré es que su doctrina era más dura que la mía, cruel acaso, pero útil. Y no por seguir esa doctrina, aunque la hubiera extremado mil veces más, debemos tildar a Cánovas de carencia de patriotismo. Para las nobles empresas no suele nadie salir del letargo con caricias y lisonjas, sino con amonestaciones severas.

No fue adulando a su nación, sino censurándola ásperamente, como Parini, Leopardi, Foscolo, Balbo, el mismo Cavour y tantos otros, la despertaron, moviéndola a formar la unidad con que soñaba en vano desde los tiempos del rey bárbaro Teodorico, y a transformarse, de mera expresión geográfica, en potencia de primer orden. Cánovas, por consiguiente, lejos de ser poco patriota, lo era tanto como ellos, cuando, por dicha, formaba de España menos favorable concepto del que formamos todos en público, aunque en secreto, por desgracia, y esto prueba nuestro hipócrita abatimiento, cualquiera es más maldiciente que él y más desesperado.

Veo que, en vez de contar chistes y anécdotas de Cánovas, me he metido en honduras que usted no me pedía. Esto tiene un remedio: rasgue usted mi carta y no la publique. Casi preferirá que así sea su afectísimo amigo.

Zarauz, 25 de agosto de 1897.




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Prólogo de la obra «Vida de Carlos III»

Escrita por el conde de Fernán-Núñez


Con sobrada razón nos quejamos a menudo del errado y poco favorable concepto que forman los franceses de las cosas de España. En efecto, la generalidad de las gentes en Francia sabe muy poco de España y nos trata mal. Contribuye a esto la turba de escritores populares, novelistas, poetas y viajeros, que todo lo ven en nuestro país a través de un prisma que lo tuerce y lo cambia y que, hasta cuando quieren alabarnos, nos adornan o nos revisten de una originalidad grotesca, que es casi peor que el vituperio desenfadado y terminante. Víctor Hugo, Teófilo Gautier, Alfredo de Musset, el marqués de Custine, Dumas y el mismo Zola, han fantaseado una España extravagante de toreros, majos, mujeres con puñal en la liga y curas y frailes lascivos, todo ello en una escena de un país desolado, pobre, sin árboles y sin hierba e infestado de un olor a aceite rancio que llena el aire desde que se pasan los Pirineos.

Esto es lo que el vulgo francés piensa de España, si de España algo piensa. De nuestras artes y de nuestras letras, han oído hablar de Cervantes, de Calderón, de otros dos o tres autores dramáticos, y de Murillo, de Velázquez y tal vez de Goya. Hablan también mucho y abominan más, sobre todo si presumen de ilustrados, del fanatismo español, de la Inquisición, de los muchos judíos y herejes quemados vivos, de la miseria de nuestros hidalgos y de la soberbia con que se envuelven en sus harapos hasta para pedir una limosna. Los escritores franceses del siglo pasado son los que más se han encarnizado contra nosotros. El señor Massón, que escribió el artículo España de la Enciclopedia, es quien lleva a mayor extremo la diatriba.

Es muy singular y contradictorio, mirado superficialmente, que, a pesar de lo dicho, sea posible citar no pequeño número de autores franceses que conocen tan bien nuestra historia, nuestras costumbres, nuestra civilización y todas nuestras cosas como los más doctos españoles; pero estos autores serios son los menos leídos en Francia. Dumas o Gautier tienen millones de lectores, mientras que Puibusque, Dámaso Hinard, Antonio de Latour, Vielcastel, Puymaigre, Rossiew de Saint-Hilaire, Gounon-Loubens, Jurien de la Gravière, Pablo Rousselot, Próspero y Ernesto Mérimée y otros discretos hispanófilos, sólo son estudiados por pocas personas eruditas y curiosas.

En el día descuella entre estos hispanófilos, tal vez como el más profundo conocedor del idioma, de la historia y de la literatura de nuestra nación, el señor Morel-Fatio. Entre muchos trabajos que ha dado ya a luz, son claro testimonio de lo que decimos sus Estudios sobre España.

En el primer tomo de estos Estudios hay uno que trata del asunto que tocamos rápidamente al empezar este escrito: el concepto que en Francia han formado de España desde el siglo XV, o desde antes, hasta ahora. Durante los siglos XVI y XVII, a pesar de la rivalidad que entre ambas naciones había, el concepto ha sido casi favorable; y, por el contrario, durante el siglo pasado, cuando casi siempre estábamos unidos y reinaba la misma familia real en ambos países, es cuando más los franceses se han desencadenado en diatribas contra nosotros, creyendo, sin embargo, que ellos tenían la misión de civilizarnos, de pulirnos y de sacarnos de la barbarie y del atraso en que habíamos caído.

Nuestra decadencia, a fines del siglo XVII, es lastimosa v evidente a todas luces. La causa de ella es harto difícil de explicar, y lo que han dicho para explicarla no pocos autores no satisface ni convence. Como quiera que sea, durante el siglo XVIII hubo en España como un renacimiento, como un esfuerzo para salir de la pasada postración. Los franceses creían que esto era debido al influjo de ellos, y en España, a fuerza de oírlo y de leerlo, llegamos a creerlo también. Vino después una reacción patriótica. Tal vez las guerras napoleónicas produjeron por toda Europa el efecto contrario al que los franceses querían producir. Todos admirábamos, imitábamos y seguíamos a los franceses, algo olvidados y aun desdeñosos de nuestro propio ser; pero la ambición de Francia hizo revivir con más brío que nunca el sentimiento de las nacionalidades, así como en Alemania, en España.

Mirado ya el siglo XVIII con este nuevo criterio de nacionalidad exclusiva, en combinación, además, con el sentimiento y con las doctrinas del romanticismo que vino más tarde, nos hizo creer que hubo durante el siglo XVIII menos originalidad que nunca en España; que todo lo que era español estaba dormido o aletargado y que lo que vivía y brillaba era un remedo del pensamiento y del saber de Francia. De aquí que hayamos nosotros despreciado y estudiado poco nuestro siglo XVIII como nada castizo. Considerado esto con menos pasión, no han faltado escritores que nos han hecho comprender la injusticia con que mirábamos nuestro modo de ser en el siglo pasado, respecto a la literatura, señalándose entre ellos el marqués de Valmar en la erudita historia que ha escrito de ella como introducción a los poetas del siglo XVIII en la colección de Rivadeneyra.

Como en España se han escrito pocas Memorias, género de literatura que tanto abunda en Francia, sabemos poco del trato social y de las ideas y costumbres de nuestros abuelos, y lo poco que sabemos suele ser por relaciones de viajes y por noticias de autores franceses, que rara vez nos lisonjean.

El señor Morel-Fatio ha hecho a esta parte, en el día tan esencial de la historia en España, un señalado servicio con la publicación del precioso segundo tomo de sus Estudios.

Este segundo tomo contiene la obra que da ocasión a la publicación del presente libro. El príncipe Manuel de Salm-Salm, cuya hermana era mujer del duque del Infantado, vino a servir como militar al rey de España y contrajo íntima amistad con don Carlos Gutiérrez de los Ríos, sexto conde de Fernán-Núñez. Los dos amigos mantuvieron, cuando estaban ausente el uno del otro, una correspondencia de cartas que duró muchos años. El príncipe de Salm-Salm pasó a servir al rey de Francia, Luis XVI, dejando el servicio de España. Cuando sobrevino la Revolución, el príncipe, que mandaba en Francia un regimiento, tuvo necesidad de emigrar y sus papeles fueron secuestrados, conservándose casi todos ellos en las bibliotecas y archivos públicos de París. El señor Morel-Fatio ha encontrado entre estos papeles multitud de cartas del conde de Fernán-Núñez y, además, algunas de sus otras obras.

Las cartas, que evidentemente jamás pensó su autor en que habían de ser publicadas, están escritas con notable sencillez y naturalidad de estilo y con una franqueza y un abandono familiar que las hace más interesantes. Estas cartas, sin embargo, a pesar de lo bien escritas que están, no serían de fácil lectura para la generalidad de los lectores, poco o nada al corriente de las personas que las cartas citan y de los sucesos a que aluden. El señor Morel-Fatio, uniendo, a su diligencia y erudición paciente de investigador, el arte y el buen gusto de escritor elegantísimo, ha puesto en orden las cartas, o, por mejor decir, se ha valido de ellas, engarzándolas en un comentario, y ha compuesto así un libro amenísimo, una divertida narración que tiene todo el atractivo de la novela y que además nos traslada en espíritu al siglo pasado y nos hace vivir en medio de la sociedad más elegante y aristocrática de las cortes de Madrid, París y Viena, y nos da a conocer los usos, las costumbres, no pocas intrigas amorosas y políticas, las creencias y el modo de ser de la grandeza española, de los príncipes de Austria y de otros puntos del Imperio alemán, y de notables señores franceses, inmediatamente antes de la Revolución.

El conde de Fernán-Núñez escribiendo tiene el encanto del hombre de gran mundo y de talento que no tiene por oficio escribir, que se ha ocupado en negocios públicos y que los explica y trata de ellos con una claridad y una concisión que tal vez el literato y escritor de oficio, poco práctico en estos negocios, no llega a encontrar nunca.

La lectura de las cartas y del comentario a que las cartas dan lugar, inspirarían el deseo, aunque el señor Morel-Fatio no nos excitase a que lo tuviésemos, de ver publicadas la Vida de Carlos III y la Memoria de la expedición a Argel, que puede considerarse como complemento de dicha vida, obras que el conde de Fernán-Núñez escribió y que han permanecido inéditas hasta ahora. De ambas obras, y singularmente de la Vida de Carlos III, se han aprovechado ya y han tomado bastante algunos historiadores, como, por ejemplo, don Antonio Ferrer del Río; pero estas citas, lejos de hacer menos deseable la publicación íntegra de las obras de que se han tomado, despiertan mayor curiosidad de conocerlas por completo.

En cierto modo, es una casualidad que yo intervenga en la publicación de este libro. Escribí a Morel-Fatio contándole que di noticias a la actual duquesa de Fernán-Núñez de que él acababa de publicar las cartas del antepasado de ella, con un tan discreto comentario, que no sólo nos pintaba su vida, sino que nos ofrecía un cuadro fiel y agradabilísimo de la alta sociedad española y francesa de entonces. La duquesa quiso ver el libro que acababa de llegar a Madrid, y yo tuve el gusto de enviárselo. Con mucho placer lo leyeron la duquesa y asimismo su hija la de Alba, tan aficionada y entendida en cosas de Historia. Cuando Morel-Fatio supo todo esto se alegró y se sintió lisonjeado, y me dijo que, pues yo conocía a ambas duquesas, me rogaba les pidiese permiso para publicar la Vida de Carlos III, que hiciese yo sacar copia del manuscrito original, que está en Londres, en el Museo Británico; que buscase en Madrid un editor, y que él se encargaría de ilustrar la Vida con notas y apéndices, publicando asimismo, como complemento, la Memoria sobre la expedición de Argel.

Editor, hallé pronto. Don Fernando Fe se prestó gustoso a publicar la obra en la colección titulada Libros de antaño, y ambas duquesas tuvieron la bondad de darme la venia para la publicación. Es más: no fue menester escribir a Londres para sacar la copia de la Vida. En casa de Fernán-Núñez tienen un manuscrito de ella, y ambas duquesas hicieron sacar copia y me la entregaron. Estos escritos del conde de Fernán-Núñez, merced al esmero y al saber del dicho señor Morel-Fatio, auxiliado del laborioso e inteligente bibliotecario señor Paz y Meliá, están ya tan bien y tan correctamente impresos e ilustrados con las notas que requieren o conviene que lleven, que un prólogo mío es casi inútil. ¿Qué puedo decir yo que no esté ya dicho? Y, sin embargo, esta obra, considerada y estudiada en unión con la obra anterior de las cartas del conde de Fernán-Núñez y del discreto comentario del escritor francés, dan ocasión a tantas y a tan importantes consideraciones, que no sólo un breve prólogo, sino un largo discurso pudiera escribirse sobre ellas.

La figura del conde aparece, más que como en retrato, como en fiel espejo en las cartas y en la Vida misma, donde con tanto candor, con tanta sencillez de estilo y con tanta nobleza elogia a su querido soberano, sin que por eso su espíritu pierda la libertad y sin que su juicio se tuerza o se debilite para juzgar y estimar los sucesos de aquel reinado.

El modo de pensar y de sentir de los hombres toma inevitablemente cierta dirección y cierto carácter en cada época, casi con completa independencia de lo que puedan decir o de lo que digan los grandes escritores, que parece como que dirigen el movimiento de las ideas y que, sin embargo, no son acaso sino aquellos que aciertan a reflejarlas y a expresarlas con más claridad, elegancia y energía. Quiero decir con esto, sin negar la preponderancia intelectual de Francia en el siglo pasado, como la tuvo antes y como la tiene ahora, y sin negar tampoco el poderoso influjo de los enciclopedistas, de Rousseau y sobre todo de Voltaire, que había algo en el ambiente espiritual del siglo pasado que inspiraba a los hombres el sentimentalismo, la filantropía, la tolerancia religiosa, una filosofía llana y rastrera, casi sin metafísica, y tal vez, a menudo, cierta propensión anticristiana y hasta antirreligiosa. De esto último se salvaron en España los espíritus. Hubo menos irreligión de lo que se piensa; pero hubo tolerancia y cierto filosofismo sentimental. Tal vez nuestros nobles y grandes señores, sobre todo cuando iban a Francia, presumían de irreligiosos más de lo que eran, y luego se arrepentían de haber presumido. Iban en peregrinación a visitar a Voltaire, porque era moda, pero con menos entusiasmo del que los anima hoy cuando van a Lourdes. Los franceses han tenido siempre el arte de atraernos, ya de una manera, ya de otra.

Bien puede afirmarse que el conde de Fernán-Núñez es un verdadero dechado del gran señor y noble caballero español de aquel siglo, así como su rey, a quien el conde retrata con tan cariñoso esmero, es el verdadero dechado de los reyes filántropos, benignos y profundamente convencidos de que la divina Providencia, al colocarlos en tan elevada posición, les prescribía el deber ineludible de velar por la felicidad de sus vasallos; de procurar su bienestar material con el fomento de la agricultura, la industria y el comercio; de desenvolver la general instrucción y la moralidad pública, fundando escuelas y facilitando por todos los medios la divulgación de los conocimientos científicos y todo linaje de buenos estudios; y de promover el esplendor elegante y la magnificencia de la patria, protegiendo la literatura y las bellas artes. Lo que Carlos III hacía en mayor escala, erigiendo hermosos y magníficos monumentos, construyendo caminos y canales, creando fábricas, favoreciendo a los artistas y a los escritores y afanándose porque todo floreciese en España, era lo que el conde, imitando a su rey, hacía en menor escala en su estado de Fernán-Núñez, sin dejar por eso de prestar su auxilio, como no pocos otros ilustres validos y favorecidos del rey, el benéfico impulso que éste daba a la civilización española. Y no puede tildarse este impulso de poco castizo, de inspirado por las ideas francesas y de imitación servil de lo extranjero. En consonancia estaba España con el pensamiento general de Europa y con la corriente de ideas del siglo XVIII; pero, movida por esta corriente, jamás se dejó arrebatar por ella hasta olvidarse de su propio ser y de su glorioso pasado, defendiéndolo contra injustos ataques, como los de Massón, Betinelli y Tiraboschi en los elocuentes y apasionados escritos de Forner y de los abates Serrano, Andrés y Lampillas. España, a pesar de ferrocarriles y de telégrafos, fuerza es confesarlo, se halla hoy más remota que entonces del concierto europeo. Menos aislada que en el día estaba entonces del resto del mundo, sin que por eso hubiese solución de continuidad en su cultura y desapareciese en punto alguno la propia inspiración de su genio.

Nuestros poetas líricos y épicos y nuestros jurisconsultos y hombres políticos siguieron siendo originalmente españoles, y hasta en el teatro, donde siempre influye más la moda, donde las reglas y preceptos franceses se hicieron sentir tan tiránicamente que nos llevaron al extremo de despreciar nuestros grandes dramaturgos del siglo XVII, se sostuvo y perseveró la originalidad antigua, aunque modificada para no ser anacrónica, y resplandeciendo en las obras de García de la Huerta, de don Ramón de la Cruz y, posteriormente, de don Leandro Fernández de Moratín y del gran Quintana.

Al leer la Vida de Carlos III, escrita por el conde de Fernán-Núñez, se siente la suave impresión de algo apacible y bondadoso. España, señora aún de inmensos territorios, es respetada y considerada entre las primeras naciones del mundo. Por todo él prevalece el antiguo régimen todavía. Y entre nosotros este antiguo régimen da lucida muestra de sí, merced a un monarca a quien no podemos calificar de grande ni de genio, pero sí de bienhechor, de excelente. Así como en Roma se deseó para todo príncipe que fuese más feliz que Augusto y mejor que Trajano, bien hubiera podido desearse entre nosotros para cualquier rey la felicidad de Isabel y de Fernando, y como bondad la de Carlos III.

Comprendiéndolo así, el conde de Fernán-Núñez lo deja curiosamente expresado en uno de sus planes o proyectos. Este plan, que tiene más que ningún otro de los del conde el sello y carácter del siglo pasado, es el de una especie de juicio de reyes muertos, a semejanza de los juicios de Egipto y del Panteón, en que el conde quería colocar las estatuas de los reyes que, después de juzgados, se considerase que las merecían. Él era fervorosamente monárquico; pero no se puede decir que fuese adulador. Claro está que a los Reyes Católicos les da estatuas; a Carlos V, también; a Felipe II ya con menos entusiasmo. De los otros reyes de la Casa de Austria sólo deja las peanas, y, por último, eleva la mejor estatua, y no sin razón, a su muy amado monarca.

Al contemplar nosotros su valer moral y político en el retrato fiel, aunque trazado por mano amiga, que este libro ofrece, en esta vida suya, con tanta sencillez y sinceridad contada, y en su reinado, cuyo término casi coincide con el comienzo de la terrible y grande Revolución francesa, nos asalta duda semejante a la que surge en nuestro espíritu al pensar en el Renacimiento y en el brillante y glorioso reinado de aquel Sumo Pontífice que dio nombre a nueva edad casi en el punto en que empezaba la Reforma protestante. Rompiendo el lazo que unía a las naciones cristianas, negando o desconociendo el principio superior que informaba la civilización europea y le prestaba unidad armónica, y haciendo brotar enemistades, persecuciones crueles y prolongadas y sangrientas guerras, tal vez el protestantismo retardó el progreso en lugar de acelerarlo, e hizo que esta civilización europea se apartase del punto a que anhelaba llegar, crease dificultades y peligros y se expusiese más a perderse, dando un salto mortal y tomando por el atajo, que yendo a paso lento por camino trillado y seguro. De la misma suerte, si miramos la pintura del antiguo régimen como Fernán-Núñez nos la presenta de buena fe en su Vida de Carlos III, y si comparamos aquella paz relativa con el desorden, tumulto y estrago que sobrevino a poco nos parece que un suave idilio se cambia en tragedia horrorosa y que se retarda, en vez de acelerarse, el movimiento de las sociedades humanas hacia más altas esferas de ilustración, de paz, de igualdad posible, de libertad y de justicia. El rápido encumbramiento de algunos despierta y solivianta la ambición de todos; el triunfo de la clase media mueve la envidia en el proletariado y hace germinar absurdas doctrinas de nivelación radical o de venganza y exterminio; y las victorias de la Revolución y del déspota nacido de ella reavivan la enemistad y las rivalidades de los pueblos y el espíritu belicoso, y difunden entre las gentes, con vigor y descaro insólito, la convicción de que no hay más derecho que la fuerza. Es verdad que los hombres, valiéndose de artes útiles y de nuevas e ingeniosas invenciones, elaboran hoy inmenso cúmulo de productos; pero al ver y codiciar las enormes riquezas reunidas en pocas manos, la miseria de la gente trabajadora es esfinge que, lejos de morir, se agiganta, que pone mayor grima que nunca y que plantea pavorosos problemas. Entre tanto, la desconfianza de unas naciones contra otras apenas conserva la dispendiosa paz, manteniendo millones de hombres y empleándolos sin otro provecho que amenazas y preparativos para titánicos duelos a muerte. De aquí que todo ciudadano se vea obligado a empuñar las armas y a costear su importe y el gasto que ocasionan, malográndose así la suspirada paternal concordia y la dulce libertad por la que tanto se ha combatido. Con la difusión pacífica de las luces y con el pausado adelanto y modificación de leyes y costumbres, ¿no se hubieran logrado mejor que revolucionariamente la extirpación de abusos, la atenuación en el rigor y crueldad de las penas, la desaparición de no pocos defectos de que el antiguo régimen adolecía, y el advenimiento de la libertad y de la fraternidad verdaderas?

Tales son los pensamientos y las dudas que sugiere este libro del conde de Fernán-Núñez, inspirado por la gratitud y por el cariño respetuoso a su bienhechor y a su príncipe, y tan candorosamente escrito. Pero la noble pasión que mueve la pluma del conde no le ciega ni le impone silencio para ver y censurar, sin menoscabo de la veneración que debía a su rey y culpando a sus consejeros responsables los errores, las faltas y hasta los delitos que afearon aquel reinado. Sea ejemplo de esta franca imparcialidad del conde el generoso ardor con que censura la expulsión de los jesuitas; da testimonio de que nunca enseñaron doctrina contraria al orden público y a la legítima constitución de los poderes, y, sobre proclamar la inocencia de los padres de la Compañía, celebra la gloria que para ellos y para su nación alcanzaron en Italia, el ingenio y el saber de que dieron tantas y tan admirables pruebas y el patriotismo que mostraron ensalzando y defendiendo a la nación que con tan ruda violencia los había expulsado de su seno.

Muchas otras justísimas alabanzas, si no temiese pecar de prolijo, me complacería yo en consignar aquí, así para la Vida de Carlos III como para el talento y el carácter de su autor el conde de Fernán-Núñez. No se extrañe, pues, la satisfacción de amor propio que siento yo por haber contribuido a la publicación de obra tan útil e interesante, lo cual no me impide reconocer que mucho mayor merecimiento es el de los señores Morel-Fatio y Paz y Meliá, que tan sabia y elegantemente la ilustran. Y es mayor, en mi sentir, el merecimiento del señor Morel-Fatio, porque, siendo extranjero, escribe con facilidad y elegancia nuestra lengua y ha compuesto y publicado en francés el libro de que hablé ya, con la correspondencia de Fernán-Núñez y de Salm-Salm, y que fue como precedente y fundamento de esta obra española que viene a completarlo.

De todos modos, el señor Morel-Fatio, el señor Paz y Meliá y yo también, aunque apenas he tomado parte en el trabajo, porque si al principio serví de estímulo, he sido después, por mi desidia, estorbo y rémora para que se logre, los tres estamos profundamente agradecidos y nos complacemos en encomiar a la amable duquesa de Fernán-Núñez, tan celosa del honor y de la gloria de su linaje, y a su simpática hija, la gentil y elegante duquesa de Alba, que acrecienta el valer de las mismas prendas con su amor a los estudios históricos y con los preciosos libros que ha publicado. Ambas señoras, accedieron generosamente a mis ruegos, no bien acerté a expresarlos; hicieron sacar con prontitud, y me entregaron, copia de los manuscritos; manifestaron vivísimo interés en su publicación, y dieron al señor Paz y Meliá franca entrada en los archivos de su ilustre casa para que investigase cuanto pudiera importar y adornase y completase con curiosas noticias el texto de la obra principal, que, al fin, sometemos al público, esperando merecido aplauso póstumo para su autor, justos elogios para el sabio extranjero que tan bien conoce y estima nuestras cosas y benévola aprobación y favorable acogida para nosotros, los editores españoles.

Madrid, 1898.




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Las conferencias de la Paz


- I -

Muy pronto se cumplirán diecinueve siglos desde aquel instante en que acudieron reyes y pastores a prestar rendida adoración al recién nacido Salvador del mundo, y en que se abrieron los cielos y bajaron los ángeles a celebrar el venturoso nacimiento cantando en coro: «Gloria a Dios en las alturas, y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.» La paz, sin embargo, no se ha logrado todavía. Las guerras siguen siendo frecuentes y tremendas. Y como los artificios bélicos y los medios de destrucción son cada vez más eficaces, ingeniosos y complicados, no se puede decir que las guerras cuesten en el día menos sangre y menos dinero que en las edades pasadas, ni que, a pesar del refinamiento de la cultura y a pesar de la humana y fraternal suavidad de las costumbres, sean hoy los estragos mucho menores.

Debe, con todo, consolarnos cierta previsión optimista, fundada en el examen de la situación actual de los diversos pueblos que componen el linaje humano.

No seré yo quien niegue la unidad y hasta cierta igualdad en los seres de nuestra especie; pero no puedo negar tampoco, sin investigar aquí las causas, que ha habido y hay razas superiores que prevalecen sobre las otras, y que parecen destinadas a dirigirlas y a ejercer sobre ellas civilizador y benéfico dominio. Desde hace cerca de tres mil años estas razas puede asegurarse que tienen asiento en Europa, y por misión extender su imperio, sus leyes y su influjo sobre las demás gentes, lenguas y tribus.

Importa poco a nuestro propósito el decidir aquí si las naciones de Europa son superiores a las otras porque son cristianas, o si son cristianas porque son superiores. Bástenos afirmar la superioridad, hoy indudable más que nunca. El Imperio romano tuvo en contra multitud de pueblos bárbaros, que, al cabo, lo destruyeron, y poderosísimos reinos que rivalizaban con él y que se formaban en Asia, como el de los sasánidas, por ejemplo.

Cristianizados más tarde los bárbaros, constituyendo reinos europeos e informados del espíritu cristiano, todavía Europa tuvo que luchar largo tiempo por el predominio. El éxito de la lucha estuvo muy dudoso. El islamismo, primero, bajo la hegemonía de los árabes, parecía capaz de triunfar y prevalecer sobre la Cristiandad toda. Y más tarde, turcos y mogoles, creando en Asia grandes imperios, amenazaron con frecuencia a Europa, invadieron gran parte de ella, subyugaron naciones nobilísimas y hasta pusieron el centro de su rudo poderío en los mismos lugares que habían sido brillante foco de la civilización cristiana.

Harto se comprende así que toda Europa estuviese en armas durante siglos, preparada siempre a la guerra y apercibida a defender su preponderancia.

En el día todo ha cambiado por completo. Las naciones de Europa no pueden temer ya ni a los bárbaros del Norte, que se hicieron cristianos y cultos, y que son hoy la mejor parte de ellas, ni mucho menos tienen que temer a los árabes, a los turcos, a los mogoles ni a ningún otro pueblo idólatra o mahometano.

El Primado de Europa no puede estar más seguro. Sus hijos han dilatado su poder por antes no surcados mares y por islas y continentes inmensos, desconocidos antes, y donde florecen hoy colonias y repúblicas, cuyos ciudadanos llevan nuestra misma sangre en las venas, participan de nuestras mismas creencias y doctrinas y hablan nuestros mismos lenguajes.

Fuera del conjunto de naciones cristianas, ya europeas, ya procedentes de Europa, no hay en el día más que el Japón que pueda considerarse como poderosa y materialmente civilizada. No hay, pues, quien rivalice con las potencias cristianas. Sólo en muy remoto porvenir puede columbrarse peligro imaginando que se apodera de los chinos un entusiasmo guerrero y conquistador de que hoy distan mucho, y que los chinos adquieren la inteligencia y la astucia conducentes a hacer que ese entusiasmo produzca efecto, valiéndose diestramente para ello de la maquinaria destructora que los europeos emplean en el día en los combates. Si esto ocurriese, si esto fuese posible, la contienda sería espantosa y harto dudoso el triunfo definitivo, ya que todos los pueblos cristianos, aunque estuviesen estrechamente confederados, necesitarían vencer a trescientos o cuatrocientos millones de hombres. Pero esto no sé por qué, se halla tan lejos en el tiempo, y parece, además, tan inverosímil, que no merece que lo tengamos en cuenta.

Resulta, pues, que Europa domina e impera sin rival sobre todo el globo terráqueo. Y como en Europa hay naciones decaídas, pobres o de escaso y no muy poblado territorio, que pesan poco o nada en la balanza que se quiere poner en equilibrio, es evidente que en el día de hoy la paz y la guerra, los destinos de la Humanidad y la senda que ésta ha de seguir en su progreso, todo, en mi sentir, depende de cuatro o cinco voluntades o, a lo más, de siete. El toque, de la dificultad para obtener el desarme, o al menos la disminución de los ejércitos de mar y tierra, y una paz duradera y firme, cuando no perpetua, estriba, pues, en que dichas voluntades lleguen a estar conformes.

Como quien esto escribe ni desea ya, ni espera ser parte de ningún Gobierno ni agente diplomático, ni cosa parecida, quien esto escribe puede hablar con franqueza, sin temor de enojar a nadie. Hablando, pues, con franqueza, digo que bastaría la conformidad de sólo cinco voluntades para arreglarlo y disponerlo hoy todo en el mundo, realizando una paz muchísimo más que octaviana, así por su duración en el tiempo como por su extensión en el espacio, porque abarcaría todo el planeta. Si Francia, Inglaterra, Alemania, Rusia y los Estados Unidos se pusiesen de acuerdo, ¿quién contrarrestaría sus decisiones, o quién opondría su veto a lo que ordenasen, sobre todo si era razonable y conveniente, y si no humillaba ni exasperaba demasiado a otras potencias, aunque respetables, menos fuertes?

Mucho disto yo de creer que Austria-Hungría persista sin disolución por el amor que inspira a aquellos pueblos el emperador actual, cuya bondad, talento y demás dotes de mando reconozco y admiro. El interés de hacerse respetar y temer y de competir o de estar al nivel de las grandes potencias de que se halla Austria-Hungría rodeada, bastan a explicar la persistencia y la firmeza en la unión de tantos pueblos, distintos y aun opuestos por su origen, por su historia, por la extraña diversidad de sus idiomas y hasta por las encontradas direcciones que han traído y que siguen aún su cultura y sus artes. Pero no puede negarse que esa combinación o amalgama de tan opuestos elementos es causa de relativa flaqueza y despoja a Austria-Hungría de cierto vigor para la iniciativa.

Italia, por milagros políticos y diplomáticos de sus hábiles hombres de Estado, y singularmente de Cavour; por el crédito y por el amor que inspiran sus antiguas glorias, no superadas aún por nación alguna, y también por el favor de la suerte, que se ha declarado por ella y ha coronado sus esfuerzos, logró la unidad anhelada en balde desde hacía siglos y la independencia de invasores pueblos extraños, a quienes seguían llamando bárbaros, aunque ya no lo fuesen. Pero Italia, elevada por su habilidad a la condición de gran potencia, hace, con mil apuros, angustias y quebrantos, papel tan costoso, y si se procurase con disimulo no lastimar su vanidad nacional y darle completa garantía de que no volverá a fraccionarse y de que conservará su capital en Roma, creo yo que se alegraría de no tener que andar tan armada, gastando en soldados, en barcos y en otros pertrechos e instrumentos de asustar o de matar muchísimo más de lo que tiene.

El toque, pues, de la dificultad, vuelvo a repetirlo, está en el concierto de Francia, Rusia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos.

Nada hay en el mundo imposible; pero tal concierto, si no es imposible, es harto difícil. Por él debió empezar el joven emperador Nicolás II, cuando movido de los más humanos, piadosos y nobles sentimientos, pensó en fundar y establecer la paz, no sobre la desconfianza ni sobre la amenaza constante y costosísima de unos y de otros pueblos, sino en un desarme proporcional, fundado en algo a modo de confianza y hasta de concordia, si no completa, mediana.

Después de este concierto de las mencionadas cinco grandes potencias, que sólo hubiera podido hacerse confesando cada una sus miras y propósitos ambiciosos, y marcando y señalando bien los límites hasta donde podían ir sin molestarse unas a otras, hubiera sido llana y fecunda en resultados la convocatoria a consejo o congreso de todas las demás potencias, grandes y chicas para conferenciar sobre la paz y lograr que al fin bajase del Cielo, cumpliéndose lo que expresan las hermosas palabras que en Belén, hace diecinueve siglos, cantaron los ángeles en coro.

Sin concierto previo de las cinco grandes potencias, y reunidos en La Haya los representantes de todas para tratar de la paz o del desarme, lo natural y lo previsto era que se lograse muy poco. Y lo que es yo, lejos de lamentarme o de quejarme de lo poco que se ha logrado, todavía celebro el buen éxito de las conferencias, aplaudo, concibo esperanzas que pueden realizarse en otro Congreso diplomático y me pasmo de lo mucho que en este último se ha logrado.




- II -

Prolijo de escribir, cansado de leer y sobrado extenso para las dimensiones de este periódico, sería contar aquí con todas sus circunstancias las deliberaciones y conferencias de la Paz y la historia del Congreso que acaba de celebrarse en La Haya, sin pasar siquiera en silencio los banquetes y bailes con que se ha amenizado, combinando lo agradable con lo útil, según el precepto de Horacio, y la hermosura, trajes, joyas y demás elegancias y galas con que las damas le han prestado esplendor y hechizo. Me limitaré, pues, a exponer aquí, en resumen, prescindiendo de pormenores y hasta sin tocar, o indicando apenas puntos de no escasa importancia, los principales resultados del referido Congreso. El zar lo ha convocado, movido por el generoso arranque de su alma, sin previo acuerdo con otros soberanos y siguiendo el ejemplo filantrópico de sus augustos antecesores. Ya Catalina II, en 1780, con ocasión de la guerra de la independencia americana, hizo la famosa declaración sobre el libre comercio marítimo de los neutrales. A fines de 1868, a propuesta del Gabinete imperial de Rusia, firmaron en San Petersburgo los representantes de diecisiete potencias un a modo de convenio, por el que se prohibía el uso de ciertos proyectiles sobrado mortíferos. En 1874, el emperador Alejandro II, afligido, sin duda, por los horrores de la guerra francoprusiana, logró convocar en Bruselas una Conferencia internacional, a la que asistieron estados de Europa, los cuales redactaron un proyecto de Convenio para marcar y prescribir los usos y costumbres que debían adoptarse en las guerras. Este proyecto, que contenía cincuenta y seis artículos, trataba de la autoridad militar en territorio enemigo; de las personas que se podían considerar como beligerantes; de los medios lícitos de atacar y causar daño; de los asedios y bombardeos; de las relaciones del ejército invasor con los particulares residentes en el territorio invadido; de las contribuciones y requisas; de las capitulaciones y armisticios, y de otros puntos sobre los cuales se tomaron resoluciones fundadas en muy humanos principios, que hubieran mitigado no poco el horror de las contiendas armadas; pero los gobiernos representados en las conferencias no se obligaron nunca a respetar tales resoluciones, si bien espontáneamente cumplieron con algunas en guerras posteriores.

Por último, el joven emperador Nicolás II, dejándose llevar de su buen deseo y, como ya hemos dicho, sin ponerse de acuerdo con otros soberanos y sin consultar más que a sus familiares y amigos íntimos, tomó la iniciativa para convocar nuevo Congreso con el objeto de procurar la conservación de la paz o de mitigar en las guerras los desastres y las crueldades.

Sorpresa grandísima causó en todo el mundo la nota circular que en 24 de agosto de 1898 dirigió el conde Muraviev, ministro de Negocios Extranjeros de Rusia, a los embajadores y ministros acreditados en San Petersburgo, y en la cual, tomando por base la declaración de 1868, se proponía la reunión de un nuevo Congreso Internacional de la Paz. Los propósitos que la nota rusa expresaba fueron recibidos con general aplauso, pero con grande incredulidad acerca del resultado práctico de la futura Conferencia, si por dicha llegaba a celebrarse. La ocasión no parecía propicia para hablar de paz, arbitraje y desarme. Muchos países proyectaban entonces nuevos armamentos y mejoras navales y militares. Implantado el servicio obligatorio en casi toda Europa, se han triplicado o cuadruplicado las fuerzas permanentes de los ejércitos. Suponiendo en el conjunto de las naciones diez millones de guerreros y otros diez millones de hombres empleados en producir alimentos, bebidas y vestidos para los guerreros, y otros diez millones empleados en fabricar cañones, fusiles, armas blancas, pólvora y otras sustancias explosivas de más vigor y eficacia, barcos acorazados, fortificaciones y demás ingeniosos pertrechos de ofensa y de defensa, lícito es calcular que en el presente estado, de los países cultos hay, por lo menos, treinta millones de hombres que nada producen para comodidad, deleite y regalo de los otros hombres; que gastan mucho y que sólo se emplean en tenerse en jaque, en amedrentarse unos a otros, en andar armados y en aprender a matar, si llega el caso, con la debida ilustración científica. Al cabo de tantos siglos de experiencias y estudios políticos, como término de tantas predicaciones religiosas y filosóficas, filantrópicas y caritativas, y después de haber escrito Leibniz, Kant, Bentham, Saint-Pierre, Cobden, Federico Passy, el conde León Tolstoi y otros, este sosiego inestable y esta ominosa paz armada en que vivimos tendrían mucho de ridículo si no tuvieran más de lastimoso y de poco lisonjero para la civilización y el progreso moral de nuestro linaje. Tamaño mal, no obstante, tiene difícil remedio o no tiene remedio alguno. Los hombres de Estado se muestran aún más escépticos que el vulgo de los mortales, Lord Salisbury declaró en un discurso que la idea del zar era sublime; pero añadió en seguida que las circunstancias no eran favorables y que el mundo iba por otro camino harto distinto. Sin embargo, más o menos a disgusto, aunque al parecer de buen grado, las potencias se adhirieron en principio a la proposición de celebrar la Conferencia.

Cinco meses después, a fines del 98, el conde Muraviev dirigió a las potencias otra nota circular en la que desarrollaba y precisaba los deseos o proyectos de Nicolás II. Menos confiado se mostraba ya en esta segunda nota que en la primera, porque los armamentos habían crecido en los cinco meses; porque Francia e Inglaterra habían estado a punto de declararse la guerra por la cuestión de Fashoda y por los recelos y encontradas aspiraciones que había sobre China y sobre otras cosas. El conde Muraviev, sin embargo, señalaba en su segunda nota los ocho asuntos principales que en las conferencias debían discutirse, si bien excluía de la discusión lo único que, discutido y concertado, pudiera tener grande eficacia: el estado de las relaciones internacionales existente en virtud de los tratados.

Como quiera que ello fuese, acordada la celebración del Congreso, se determinó el lugar en que debía celebrarse. Para evitar piques y celos se desechó que este lugar no fuese la capital de ninguna de las cinco o siete más poderosas naciones, y al cabo fue elegida La Haya.

El Gobierno de la reina Guillermina envió las invitaciones oficiales, y el día 18 de mayo último se reunió el Congreso, y empezaron las conferencias de la casa o palacio del Bosque, situado cerca de la capital, en sitio muy ameno. Habían acudido representantes o delegados de Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Bulgaria, China, Dinamarca, España, Francia, Grecia, Gran Bretaña, Italia, Japón, Méjico, Montenegro, Países Bajos, Persia, Portugal, Rumania, Rusia, Suecia y Noruega, Siam y Turquía.

Las repúblicas hispanoamericanas, salvo Méjico, no se hicieron representar, aunque estaban invitadas todas.

Dicen que Inglaterra se opuso a que fuesen invitados los gobiernos del Transvaal y de la República de Orange. Tampoco estaba representada la Santa Sede. Ésta había sido invitada por conducto del ministro residente de Rusia cerca del Vaticano, por no haber nuncio en San Petersburgo. El representante del zar transmitió al cardenal Rampolla la primera circular de Muraviev. El Papa aceptó la invitación, mostrando en su respuesta vivísimo deseo de que se lograsen los propósitos del zar y elogiando su conducta. En enero del 98, y por el mismo medio, recibió el cardenal Rampolla la segunda nota de Muraviev. El cardenal contestó en nombre del Papa, en una larguísima nota inspirada o dictada por éste, diciendo que la Santa Sede no podía emitir juicio alguno sobre los siete primeros artículos de la nota rusa, pero adhiriéndose con mucho calor a lo que se proponía en el octavo y haciendo extensas consideraciones sobre el papel de pacificador que siempre había desempeñado el Padre Santo desde la tregua de Dios hasta nuestros días.

Entre tanto, se alborotaba el partido radical en Italia con este motivo, y la Prensa se desataba en artículos furibundos, y el Gobierno italiano, a pesar de lo estipulado en las notas de Muraviev sobre la prohibición de tratar asuntos políticos resueltos por pactos internacionales, procuró por todos los medios y logró, según dicen, con el apoyo de Alemania, que el Gobierno de la reina Guillermina no mandase invitación oficial al Papa. Éste, sin quejarse, dispuso que su internuncio en La Haya, monseñor Tarnassi, estuviese en el Gran Ducado de Luxemburgo durante la Conferencia.

Sin duda fue esto lo mejor y lo más decoroso para el Sumo Pontífice, cuyo representante en aquel a modo de Congreso, no ocupando el lugar eminente que debía corresponder a la cabeza visible de la Iglesia y al Vicario de Cristo, se exponía a hacer papel tan desairado como el del representante de los principados de Liechtenstein o de Mónaco, de la República de Andorra o del margraviato de Hamburgo, si todavía conservase su independencia soberana. Bien es verdad que yo abrigo la sospecha (que me atrevo a declarar con sigilo) de que no había de hacer papel mucho más airoso, ni importar mucho más en las decisiones que se tomaran, ninguno de los otros representantes, salvo los cinco o los siete de las potencias principales. Todos, a mi ver, y ojalá me equivoque y me engañe aparecen a mis ojos como coro y campana para prestar mayor solemnidad y pompa a aquella reunión egregia y para decir que sí y aprobar sus resoluciones.




- III -

Tres clases de resoluciones había de tomar el Congreso diplomático, o como queramos llamarlo. Para la primera clase, la resolución fue completamente negativa. Se trataba en primer lugar de contraer el compromiso de no aumentar durante cinco años los ejércitos de mar y tierra ni los presupuestos de gastos consiguientes. Y se propendía después al desarme gradual y proporcional. Los representantes de las grandes potencias no sólo se resistieron al propósito de desarme, sino también al contraer el compromiso de no aumentar el armamento durante los cinco años. A pesar de las finuras y del eufemismo diplomáticos, dichos representantes tuvieron que dejar entrever las desconfianzas, los recelos y las rivalidades de sus gobiernos respectivos, que los inducían a seguir cada vez más armados. Alemania, por ejemplo, juzgaba indispensable conservar su primacía militar por tierra, y manifestaba el temor de que Francia no desistiese de su empeño de reconquistar a Lorena y Alsacia, mientras que Inglaterra alegaba que Rusia se proponía gastar aún en una flota en los mares del Extremo Oriente, para defender sus posesiones y sostener sus pretensiones en el Celeste Imperio, la enorme suma de once millones de libras esterlinas, y que, por tanto, ella tendría que gastar también otros once millones y construir más barcos que Rusia con más fuertes corazas y con mayor aptitud destructora. A fin de seguir predominando en los mares, no era posible que se parase o que cejase Inglaterra. En fin, sobre la primera clase de resoluciones sólo se convino en que no se podía convenir en nada.

Sobre la segunda clase de resoluciones, sobre los medios de hacer la guerra menos inhumana, pudo convenirse en algo. Se prohibió servirse de balas explosivas, lanzarlas desde globos aerostáticos y emplear proyectiles conteniendo gases deletéreos y asfixiantes. Por desgracia, no quedó prohibido el empleo de las endiabladas balas dumdum por la decidida oposición de Inglaterra y los Estados Unidos, que las hallan muy útiles y eficaces y convenientísimas para sofocar las frecuentes sublevaciones en la India, porque destrozan de tal suerte la carne y los huesos, abriéndose en picos puntiagudos y arrojando destellos casi tan mortíferos como el proyectil principal de que brotan, que son el más poderoso medio de represión y de pacificación que puede emplearse contra razas inferiores y que conviene que vivan sometidas para que la Humanidad siga progresando. No se convino tampoco en la reprobación del uso de barcos submarinos, tal vez porque Francia cree haber inventado recientemente unos muy primorosos y bien dispuestos, con los cuales, ya que Inglaterra prevalece y reina sobre el haz del agua, podía contrarrestar su poder si acertase al cabo a enseñorearse del fondo.

En la tercera clase de resoluciones, en la creación de un Tribunal de arbitraje, es en lo que hubo menos desconcierto y en lo que se alcanzaron resultados más prácticos y satisfactorios. De todas maneras, la utilidad del Congreso diplomático de La Haya y las ventajas que ha traído al género humano más deben estimarse por la flor que por el fruto. En realidad, el fruto no ha podido recolectarse ni gustarse, porque no está maduro ni sazonado todavía; pero la flor abunda, y la flor promete que el fruto llegue a su sazón y a su madurez en otro o en otros congresos diplomáticos futuros que procedan del celebrado últimamente en La Haya por la noble y filantrópica iniciativa del zar Nicolás II.

Lo que se ha discutido, proyectado y resuelto sobre arbitraje, que es lo más positivo e importante de las conferencias, merece y requiere detenida y particular atención; y así, si hemos de dar cuenta de ello en este periódico sin cansar demasiado a sus lectores, lo suspenderemos por hoy y lo tomaremos por asunto de otro artículo.




- IV -

En el artículo que hace un mes escribí sobre el Congreso de la Paz, recientemente celebrado en La Haya, por invitación e iniciativa del emperador de Rusia, expuse los escasos resultados prácticos que dicho Congreso había producido. Me limité, no obstante, a tratar de los siete primeros puntos de la segunda nota del conde de Muraviev, dejando el punto octavo, o dígase lo relativo al arbitraje, para tratado singular y exclusivamente en nuevo escrito.

El Congreso de La Haya se había dividido en tres secciones, para deliberar sobre los ocho puntos sometidos a su discusión. La Sección primera estuvo presidida por el conde de Münster, embajador de Alemania en París. Tuvo la honra de ser uno de los presidentes de la segunda Sección nuestro representante el duque de Tetuán. Y el señor Bourgeois, ilustre político, ex presidente del Consejo de ministros y ministro de Negocios Extranjeros de Francia, fue quien dirigió con notable acierto la Sección o Comisión tercera.

Para presidente honorario de todo el Congreso había sido elegido el señor Beaufort, ministro de Negocios Extranjeros de los Países Bajos; pero quien lo presidió efectivamente fue el barón de Staal, embajador de Rusia en Londres.

Si fuésemos a juzgar el éxito del Congreso por las resoluciones adoptadas sobre los siete primeros puntos, y aceptadas por todos o por la gran mayoría de los representantes congregados, comprometiéndose a cumplirlas en nombre de sus respectivos gobiernos, de muy poco tendríamos que felicitarnos, y muy leves, ya que no vanas, serían las esperanzas que concebiríamos. Pero la empresa es tan trabajosa y tan erizada de dificultades, que el intento sólo de llevarla a cabo está lleno de promesas y es de buen agüero. Cuando las más importantes potencias del mundo se han reunido de buena fe y han buscado con empeño los medios de mitigar el horror de la guerra o de hacer la guerra menos frecuente, fausto indicio tenemos del gran deseo que anima a todas de conservar la paz, y mucho debe esperarse de otros congresos futuros, ya que en éste se ha logrado tan poco.

La tercera Comisión, que deliberó sobre el octavo punto, llegó a redactar una Convención de arbitraje, celebrada y aplaudida por casi todos los representantes, si bien por ninguna aceptada con carácter obligatorio.

Rusia había presentado un proyecto compuesto de sesenta y cuatro artículos, con carácter obligatorio en muchos casos; pero la Convención nuevamente propuesta perdió ese carácter, siendo ya potestativo para los estados firmantes el acudir o no a la mediación, buenos oficios o arbitraje de otros.

En la mencionada Convención se establecen un Tribunal permanente de arbitraje y comisiones internacionales de información sobre los asuntos que en adelante puedan estar en litigio, y se faculta a las potencias neutrales para intervenir, sin perder la neutralidad, en los conflictos armados, ofreciendo sus buenos oficios y mediación para poner término al estado de guerra.

Es de notar que ni Alemania, ni Austria, ni Italia, ni Inglaterra han firmado adhiriéndose a la Convención, como tampoco han firmado los otros acuerdos. Los Estados Unidos han firmado la Convención de arbitraje, así como España, Francia, Rusia, los Países Bajos, Portugal, Bélgica, Dinamarca, Grecia y otros países.

Aun así, aun careciendo la Convención de arbitraje de carácter obligatorio, Italia e Inglaterra se han opuesto a la libre e ilimitada adhesión de las potencias no representadas a lo que en dicha Convención se determina: Inglaterra, para excluir a las repúblicas del Sur de África, con las que está en litigio, y sobre las que tiene acaso miras ambiciosas; e Italia, por recelo de la Santa Sede, a la que desea excluir e impedirle que firme los acuerdos del Congreso. Con este propósito quería el conde Nigra que cualquier potencia no representada y que aspirase a prestar su adhesión a los acuerdos, lo anunciase previamente y no pudiera adherirse hasta que pasase cierto tiempo sin oponer su veto ninguna de las potencias que en el Congreso hubiesen tomado parte. Esta cuestión no ha llegado a resolverse, y será objeto de ulteriores negociaciones; pero con harta claridad patentiza las dificultades que ofrecen para su cumplimiento hasta las decisiones que no obligan, sino que meramente se recomiendan.

Nada sería más humano, más filantrópico, más conducente a ahorrar dinero y sangre y a evitar al linaje humano mil calamidades, quitando estorbos y tropiezos y allanando el camino que sigue en su marcha progresiva, que el establecimiento de un Tribunal a cuyo fallo se sometiesen los conflictos internacionales, en vez de resolverlos por medio de las armas. No cabe la menor duda de que no puede haber nación ni individuo que no desee con sinceridad el establecimiento de Tribunal semejante. Y, sin embargo, es de temer que pasen aún años, cuando no siglos, antes que dicho Tribunal llegue a establecerse con la eficacia debida y anhelada.

Han imaginado algunos candorosos y bienintencionados pensadores, y hasta han escrito sobre el caso circunstancial dos proyectos, como, por ejemplo, el del señor Nelidov, ex embajador de Rusia en Turquía, que para resolver contiendas o satisfacer agravios entre dos naciones podrían emplearse medios parecidos a los que se emplean por los padrinos en los lances de honor que entre individuos ocurren.

La primera objeción que, en mi sentir, hay que oponer a esto es que apenas hay o ha habido, desde hace mucho tiempo, guerra internacional que pueda equipararse por sus causas y motivos a un lance de honor entre particulares. En el estado actual de la civilización europea, casi no hay motivo análogo al que origina una guerra internacional, que se resuelva por medio de un duelo entre personas medianamente bien educadas. Todas ellas acudirán a los tribunales y dejarán a los bandidos o forajidos, que están o se ponen fuera de la ley, el tomarse la justicia por su mano apelando a la fuerza. Quiero decir con esto que, por lo general, casi nunca guerrean las naciones por cuestión de honra, sino por cuestión de intereses. Y la curiosa estadística que se entretuvo en formar el señor Leroy-Beaulieu nos da la razón en todo. Según él, desde el siglo XI hasta ahora, ha habido (supongo que sobre poco más o menos) cerca de trescientas guerras memorables. Pues bien: entre tantas guerras, apenas podrá atribuirse la causa de cinco o seis a cuestión de honor, como en un desafío; cuarenta y cuatro han sido para aumentar el territorio; veintidós, para exigir tributos; veinticuatro, de represalias; seis, sobre la posesión de territorios; cuarenta y una, por pretensiones a una corona; treinta, con el pretexto de apoyar a un aliado; veintitrés, por rivalidad de influjo; cinco, por disputas comerciales; cincuenta y cinco guerras civiles; veintiocho guerras de religión y ocho por cuestiones de honor o prerrogativas, lo cual, bien mirado, no es, ni en estos pocos casos, semejante a lo que entre particulares promueve y aun obliga a un desafío. No respondo yo de la exactitud de la estadística formada por el señor Leroy-Beaulieu; pero basta con que tal estadística se aproxime a la exactitud para que se reconozca que la honra de las naciones no se parece en esto a la de los caballeros particulares, y que rara vez las naciones pelean por la honra, sino movidas por la ambición o la codicia para adquirir mayor riqueza y lograr el predominio o el imperio. Ni es esto negar que un pueblo, en las guerras que emprende o acepta y lleva a cabo, deje de acreditarse de ágil, robusto y valiente, o de torpe, débil y pusilánime, según se conduzca. Es como si un individuo cualquiera se viese acometido por otro que tuviese la pretensión, y tal vez creyese tener el derecho de servirse de él como criado, de apoderarse de su hacienda o de someterle a su tutela. Si no había tiempo ni ocasión para acudir a un tribunal a que decidiese sobre tales puntos, el acometido tendría que resistir la fuerza con la fuerza, mostrándose valiente y brioso o todo lo contrario; pero esto no implica que hubiese aquí nada parecido a un lance de honor o riña en desafío. De casi todas las guerras internacionales puede afirmarse lo propio. Se necesita acudir a épocas remotas para hallar cuestiones meramente de decoro que den motivo o pretexto para una guerra. La ambición basta a explicar, pongamos por caso, la que hubo tres o cuatro siglos antes de Cristo, entre tarentinos y romanos, por la que vino a Italia aquel consumado y hábil capitán Pirro, rey de los epirotas. Pero la afrenta recibida por los romanos, y que éstos juzgaron necesario vengar, casi no se concibe en el día. Los embajadores de Roma fueron recibidos en el teatro de Tarento, donde estaba congregado el pueblo, donde los silbaron y burlaron y donde un comediante sobrado chistoso, encaramándose en lo alto de una puerta, que los embajadores debían atravesar, vertió sobre ellos inmundicias y manchó sus venerables togas. Ningún caso semejante puede sobrevenir ahora, como no se suponga entre el pueblo que agravia y el pueblo agraviado un gran desnivel de cultura. Y aun así, el caso sería tan ridículo, que su misma ridiculez se opondría a que tuviera trágico desenlace.

Recuerdo que, siendo yo oficial en el ministerio de Estado, hubo un asunto por el estilo, que fue el primero sobre el que tuve que informar. Soulouque o Faustino I, emperador de Haití, había mandado que todo el que pasase por delante de su palacio se quitase el sombrero o hiciese una profunda reverencia. Pasó por allí nuestro cónsul, y por inadvertencia u olvido dejó de cumplir lo mandado y no saludó. El emperador estaba entonces, sin duda por casualidad, atisbando detrás de una celosía o persiana, y vio la irreverencia de nuestro compatriota. Allí fue ella. El emperador salió furioso al balcón, y con descompuestos ademanes y voces, y con los más feos y groseros vocablos que hay en lengua francesa, colmó de improperios y denuestos al que imaginaba que le había ofendido. Este negocio no podía menos de terminar, y terminó, pacífica y satisfactoriamente. El ministro plenipotenciario que Soulouque tenía en París vino a Madrid y dio cumplida satisfacción a nuestro Gobierno.

De todos modos, yo creo que conviene que no sean los estados muy vidriosos en puntos de honra o en los que juzgan tales. Los poderosos pueden, de lo contrario, hallar a cada paso motivo aparente para quejarse de los débiles, vejarlos y humillarlos, y exigirles satisfacción de ofensas o desacatos más imaginarios que reales. Los Estados Unidos, que durante años han puesto a prueba nuestra paciencia, tocando para ello todos los registros, no han dejado de emplear el de las quejas por falsos agravios, pidiendo la satisfacción que suponían debida. Ejemplo reciente de ello se dio con ocasión de una carta de nuestro ministro en Washington, donde dicho ministro, en el seno de la confianza y con sigilo, no apreciaba al presidente de la República como dechado de altas prendas de entendimiento y de carácter. El que en esta ocasión ofendió al presidente fue el periodista que publicó la carta, el cual ofendió también al que la había escrito sin la menor intención de que se divulgase, y como, no faltando a la cortesía y a las conveniencias sociales, nadie tiene obligación de tener en muy subido aprecio a las personas con quien trata, y de callarse y de no revelar en la intimidad la triste idea de que dichas personas forma, todas las quejas y reclamaciones que hubo o pudo haber sobre este punto fueron, a mi ver, tan infundadas e irritantes como las del lobo al cordero.

En suma: salvo rarísimas excepciones, todo caso de guerra que sobrevenga en el día es propio de litigio y no de duelo. Puede ser pleito o causa criminal, pero no lance de honor, y si no se resuelve por un tribunal de justicia, tendrá que decidirse por las armas, mas no sujetándose a reglas, como en los desafíos, sino por estilo primitivo y selvático; esto es, sin que los padrinos o testigos procuren igualar la habilidad y las fuerzas de los combatientes, sino dejando que el que tal vez es mil veces más poderoso aplaste y extermine al débil. Ni tampoco en las contiendas internacionales termina todo como en los duelos, con que un combatiente quede vencedor y vencido el otro, sino que siempre el vencedor se apodera de la hacienda del vencido, y le deja pobre y esquilmado, cuando no le arruina.

Por todo lo expuesto, aparece más conveniente aún, no que haya para evitar las guerras algo que se parezca a los testigos o padrinos de un duelo, sino que haya un Tribunal permanente de arbitraje como el que ha de establecerse con arreglo a la Convención del Congreso. Lo que es de temer es que sólo los pequeños y desvalidos se sometan a este Tribunal, y nunca se sometan a él los poderosos y los fuertes. No han de esperar que se les dé por sentencia lo que con facilidad y prontitud pueden tomar alargando la mano.

Hay asimismo razones de dignidad y decoro, que no carecen de fundamento, que estorban, ya que no impidan por completo, que ciertos estados o sus jefes se sometan al Tribunal de arbitraje, por respetable que sea. Ya en el Congreso alegó algunas de estas razones el representante del Padischah, Turkan bajá, considerando impropio de la alta soberanía e infalible juicio de su augusto amo, sucesor del Profeta y fuente de verdad y de justicia, el someterse a la decisión y fallo de unos caballeros particulares, por muy condecorados, doctos e imparciales que sean. Las cinco grandes potencias podrían reírse de estas pretensiones del sultán y obligarle a someterse al Tribunal; pero sería necesario que las cinco estuviesen de acuerdo y que Alemania no apoyase al turco.

Por lo demás, yo no concibo aún como posible, sino en muy remoto porvenir, que Francia y Alemania, por ejemplo, sometan una nueva cuestión que surja entre ellas y la decisión del Tribunal de arbitraje. Y casi concibo menos que no siendo por fuerza, sino de grado, el Sumo Pontífice, Vicario de Cristo y cabeza visible de la Iglesia católica, haya de someterse al fallo de unos cuantos diplomáticos, legos, en cualquiera cuestión que, aun prescindiendo de la del poder temporal pudiera surgir entre la Santa Sede y el rey de Italia u otro Estado. Esta cuestión sería posible y aun probable que afectase la disciplina eclesiástica o los mismos dogmas religiosos, y no estaría bien que el Padre Santo lo hiciese depender todo del profano arbitrio de los señores del Tribunal.

Se infiere de todo que el Tribunal de arbitraje, si es que llega a constituirse, sólo valdrá por lo pronto para los estados pequeños y para las cosas menudas. Los estados grandes seguirán confiando sólo en sus fuerzas respectivas, manteniendo la paz a costa de enormes gastos para prepararse a la guerra e infundir respeto, y decidiendo al fin por las armas toda cuestión que no tenga fácil arreglo pacífico. Como quiera que ello sea, no he de negar yo, y me complazco en repetirlo, que algo se ha adelantado, merced al Congreso de La Haya, en el camino que ha de guiarnos al templo de una paz menos insegura y costosa que la que se disfruta en el día.

Lo que yo no puedo menos de extrañar es el silencio insignificante que han observado en el Congreso los delegados de las potencias de segundo, tercero y cuarto orden. Se diría que no fueron allí para formar coro, sino para hacer comparsas. Y verdaderamente, es lástima que no hayan aprovechado tan buena ocasión para pedir algunas seguridades o garantías de que dichas potencias, secundarias o menos que secundarias, no serán vejadas, multadas y mortificadas de continuo.

Hay, en mi sentir, un punto sobre el cual las potencias secundarias debieran tener la misma aspiración y formular idénticas pretensiones o protestas.

Quiero y debo convenir en que persiste aún la desigualdad de las razas humanas, en que hay pueblos dominantes y docentes, y otros dominados por ellos y sujetos a su férula o a su tutela; pero, por mucho que cavilen, discreteen y agucen el ingenio lord Salisbury y otros políticos por el estilo, tal diferencia no debe existir entre los pueblos europeos o procedentes de europeos, poseedores todos de la misma civilización, cimentada desde muy antiguo en la clásica sabiduría de Grecia y Roma, e informada e impregnada por el espíritu del cristianismo durante diecinueve centurias. Algunos estaremos quizá atrasados o decaídos, pero no hasta el extremo de que sea enorme el desnivel intelectual y moral entre ingleses y españoles, por ejemplo, o entre yanquis y mejicanos o argentinos. Sostengo, pues, que, si no hay, debiera haber algo a modo de vaga confederación o hermandad entre todos estos pueblos, y la presunción de que en cada uno de ellos puede y debe vivir el extranjero garantizado sólo por las leyes del país, sin necesidad de la constante protección del Estado de cuyo territorio procede. Conveniente es, aunque tal vez no sea muy justo, que, valiéndonos del poder de nuestros gobiernos respectivos, nos hagamos respetar y nos impongamos al ir a vivir entre bárbaros; pero no es justo ni conveniente que persista este derecho y el correspondiente deber y la inveterada costumbre de que cada Gobierno proteja y apoye a sus súbditos en cuantas reclamaciones y quejas se les antojen formular contra el Gobierno del país donde residen.

No negaré yo que para todo país pobre y poco ilustrado es altamente beneficiosa la inmigración en él de extranjeros hábiles y cultos, que deben y pueden traerle el auxilio de su saber, de su habilidad, de su talento y de sus capitales. Si estos inmigrantes no gozaran de más derechos que los que gozan los naturales del país en que inmigran, su venida a dicho país debiera considerarse siempre como ventaja, como acontecimiento próspero, casi como una bendición del Cielo; pero, francamente, si el extranjero cuenta con la protección de un Gobierno poderoso, se considera ser privilegiado y desprecia o se mofa de la autoridad del país adonde ha venido, su inmigración en este país debe considerarse como una calamidad insufrible. Para vengar o satisfacer cualquier agravio que se le haga o que él imagine que se le hace, no acudirá a los tribunales del país, sino a su poderoso Gobierno, el cual amenazará con bombardeos o con otras medidas violentas al Gobierno débil, hasta que le fuerce a dar humillantes satisfacciones, tal vez a un delincuente o a un forajido, y hasta que le haga pagar cuantiosas sumas para indemnizarles de perjuicios a menudo supuestos o casi siempre exagerados, galardonando sus desafueros e insolencias con premio en vez de castigo.

Durante muchos años España ha sido víctima en Cuba de este linaje de protección dada al extranjero por un Gobierno poderoso, protección extendida además a los mismos cubanos rebeldes, que fácilmente se proporcionaban para ello cartas de naturalización, que eran vales no ya de perdones, sino de recompensas y ganancias.

Por otra parte, tal protección de los compatriotas en país extraño al llegar a considerarse como una obligación de todos los gobiernos, suele comprometer y empeñar a los que no son muy fuertes en enojosas reclamaciones, fundadas o no fundadas en justicia, pero que pueden acarrear graves disgustos, conflictos, gastos y hasta guerras. Si bien se mira, no hubiera tenido España la deplorable expedición a Méjico, mandada por el general Prim, ni la costosa e impolítica guerra del Pacífico contra las repúblicas peruana y chilena, si antes no hubiera habido reclamaciones de dinero en favor de particulares.

Muchísimos inconvenientes y males se evitarían si los gobiernos renunciasen a este imaginario derecho a la protección de sus súbditos en país extraño, aunque civilizado y cristiano, y no se creyesen obligados a ejercer dicha protección a toda costa. Al que inmigra a un país cristiano y civilizado, sólo deben ampararle y protegerle las leyes del país en que inmigra. Y si en dicho país las leyes no fueren eficaces, con no acudir a él, ni con capitales ni con trabajo inteligente, ya se le impondrá condigno y no pequeño castigo, mientras no se le repudie de la confederación o hermandad de las naciones cultas, se le degrade y se le coloque entre los pueblos bárbaros.

Nada entiendo yo que sería más a propósito que este punto para tratado y dilucidado por las potencias secundarias en un Congreso como este último que ha habido en La Haya para procurar la pacificación del mundo: evitar la explotación de los débiles por los fuertes y hacer que sobre la fuerza prevalezca el derecho.

Madrid, 1899.






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Discurso leído en los Juegos Florales de Segovia

El 21 de septiembre de 1902


Respetables señores y bondadosos amigos: Profundamente agradecido, y en extremo lisonjeado me sentí yo por el honroso cargo que me conferisteis nombrándome mantenedor de estos Juegos Florales. Nada podía ser más grato para mí, así porque halagaba mis aficiones literarias, como por ser prueba de cierta simpatía y crédito que debía yo de alcanzar entre vosotros, tan apartados de la provincia en que he nacido, cuando me otorgabais vuestra confianza y me juzgabais digno y capaz de tomar parte tan principal y lucida en la fiesta que preparabais, y de ser juez íntegro y atinado en los fallos que habían de darse en el consiguiente certamen. No es de extrañar, pues, que aceptase yo muy gustoso un nombramiento que tanto me ensalzaba, aunque debo recordar, a fin de que valga para mi disculpa, que lo acepté cediendo a reiteradas instancias, y no sin presentir las dificultades casi insuperables que se oponían a que saliese yo airoso de la empresa.

Harto imprevisor y confiado en demasía anduve en aquella ocasión, y por ello os he pedido ya y vuelvo a pediros mil perdones. Mi edad, avanzada y decadente, lo quebrantado de mi salud y la pérdida casi total de mi vista, no consienten que asista yo a la junta solemne que vais a celebrar, sin exponerme a ser en ella enojoso objeto de lástima, en vez de añadir algo a su importancia, atractivo y decoro.

La imprevisión y la inconsecuencia que dejo ver al no asistir, bien merecen castigo; pero yo os aseguro que ninguno mayor podríais darme que el de no cumplir mi deseo de hallarme entre vosotros en día tan festivo y en fiesta tan espléndida, junto a mi venerado y querido director, entusiasta y acertado intérprete de los más grandes poetas épicos, dechado de generosa cortesía y clarísimo espejo de nobles caballeros y de valerosos capitanes.

Esta poética ciudad de Segovia siempre atrajo, además, mi atención y cariñoso afecto, como si yo me contase entre sus hijos.

Algo veo en ella de mi familia y de mi casa, ya que muchos de mis más cercanos y amados parientes, que llevan mi propio apellido, se han educado en su seno y han aprendido y han enseñado en su Real Academia cuanto es menester para el ejercicio de las armas en lo que tiene de más científico.

Los grandes recuerdos históricos y los hermosos monumentos de esta ciudad me han encantado siempre; pero, en el día, ciego como estoy, me atormentaría no poder ver ni admirar nada, estando cerca de los arcos del airoso y magnífico Acueducto, don acaso que os hizo el mejor de cuantos emperadores ha habido en el mundo; en el soberbio y elegante Alcázar, morada predilecta de no pocos de nuestros más gloriosos reyes, y dentro del sagrado recinto de vuestra Catedral o de algún otro de los templos, claro testimonio de la piedad religiosa de nuestros mayores, de su exquisito buen gusto y amor a las artes y de la floreciente prosperidad, poder y riqueza que habían alcanzado, merced a la industria de sus tejedores y a los bien entendidos y recompensados afanes de sus agricultores y ganaderos.

Con honda melancolía retraigo yo al presente a mi memoria la agradable visita que hice a esta ciudad, bastantes años hace, en ocasión y con motivos no menos grandes y faustos que los que en esta junta os reúnen.

Permitidme que me complazca en recordar que yo estuve aquí en compañía del inspirado poeta dramático don Manuel Tamayo y Baus, secretario de la Real Academia Española, albergados ambos por el ilustre conde de Cheste, para dar a una laureada poetisa el premio que alcanzó al celebrar, en elocuente y bellísima oda, las virtudes y excelencias del más sublime de nuestros místicos, después de Santa Teresa de Jesús, su iluminada y gloriosa maestra.

Al abrir y llevar a buen término aquel certamen, dio ya la ciudad de Segovia gallarda muestra de su amor a la poesía y tino dichoso para la elección del asunto. Difícil hubiera sido hallar otro más patriótico ni más regional, ya que se intentaba hacer que reverdeciesen el lauro y la palma de uno de los más claros varones, nacidos en el centro mismo de Castilla, ni más encumbrado tampoco, ya que se pretendía preconizar de nuevo las elevadas prendas, las virtudes y la santidad de un hombre, cuyo puro entendimiento, iluminado y arrebatado por el divino amor, logró penetrar en los abismos del alma y unirse allí, durante la vida mortal, con su eterno y soberano principio.

Muy acertados son también los asuntos que habéis propuesto ahora para las composiciones en verso y en prosa que deben premiarse. Bien merecéis por ello que vuestras esperanzas se logren.

Bien merecéis que estos Juegos Florales no sólo obtengan el mayor lucimiento, sino que también contribuyan a la difusión de las luces, y sean estímulo para que se fomente el bienestar material y renazcan, en proporción al mayor desenvolvimiento de la riqueza de nuestro siglo, el antiguo esplendor y el gran valor de la industria segoviana.

Aun prescindiendo de mi amor a la literatura, gusto yo de los Juegos Florales por una consideración que es política a fuerza de ser antipolítica. Se diría que la vida intelectual de España, desde hace más de cien años, quiere refluir o pretende reconcentrarse en la capital, abandonando las provincias o regiones. Tal vez haya en el día en nuestra Península más ciudades, villas y lugares que carezcan de una librería o tienda donde principalmente se vendan libros, que ciudades, villas y lugares que carezcan de plazas de toros y de reñideros de gallos.

Todo el que posee o cree poseer ciencia o talento, procura ir a Madrid en busca de celebridad, de encumbramiento o de bienes de fortuna, que considera mucho más difíciles de encontrar en su tierra. Nuestra política sin tregua tiene en esto la mayor culpa.

Desde principios del siglo XIX noto yo en mi país dos movimientos contrarios que en cierto modo se perjudican ya que no se neutralicen por completo.

Uno de estos movimientos es ascendente. Por dicha, no hemos dejado de pertenecer a las naciones civilizadas de Europa, que conservan desde hace cerca de treinta siglos la hegemonía entre todas las razas, lenguas y tribus del humano linaje. De aquí que las invenciones peregrinas, los descubrimientos científicos y el dominio adquirido sobre poderes o fuerzas naturales, ocultas o no domadas antes y útil instrumento ahora para mejorar y endulzar la vida, dando auge y facilidad al comercio y a cuantas producciones el comercio difunde, concurran a que España esté en el día más floreciente, más próspera y más rica que un siglo hace.

Pero, en cambio, hay otro movimiento retrógrado que tira a hundirnos, que impide que la prosperidad económica sea mayor y que políticamente nos ha llevado a la postración y no muy lejos de la total ruina: nos ha hecho perder nuestro inmenso imperio colonial y, lo que es peor, no poco de nuestro crédito y alta fama. En mi sentir, este movimiento deletéreo que tan funestos resultados engendra, proviene de una incesante manía de reformar, de legislar y de cambiar cuanto existe. Es como si el período constituyente no terminase nunca. Cuando imaginamos alcanzar un momento de estabilidad y de reposo, nunca falta quien promueva antiguas o nuevas cuestiones, ya políticas, ya sociales, ya religiosas, sin más motivo a menudo que el prurito de remedar a Francia o bien a otro país extranjero, donde la inoportuna cuestión se ha puesto de moda, donde tal cuestión no es acaso tan inoportuna, y donde, aunque lo sea, hay menos peligro en promoverla, y más energía y vitalidad para resistir las alteraciones y discordias que pueda traer consigo.

Y no sólo nacen o nacieron de todo lo dicho incesantes contiendas, motines, pronunciamientos, guerras civiles y conatos separatistas, sino también enormes dispendios y un continuo derroche de saber y de ingenio, que en algo más útil pudiera y debiera emplearse.

¿No bastarían, pongamos por caso, si saciásemos o nos aliviásemos al menos, del afán de renovar y de reformar; no bastarían, repito, con cuatro meses de sesiones de Cortes? Tiempo de sobra habría, a mi ver, para pronunciar bellísimos discursos, para lucirse como oradores egregios los que de tanto fueron capaces y para pedirle al Gobierno cuenta de su conducta y suministrarle recursos.

Así se conseguiría que mucha gente acomodada pudiera desertar de Madrid, sin el menor inconveniente, durante ocho meses del año, e irse a vivir en su región o patria chica, cuidando allí y mejorando su hacienda y difundiendo el bienestar material y la cultura de los espíritus, tanto como en el centro, en los extremos y por dondequiera.

Una de tas más evidentes ventajas que estas fiestas llevan consigo es la de atraer a no pocos sujetos ilustrados al punto en que se celebran y llamar la atención de ellos sobre las glorias históricas de dicho punto y sobre los hermosos monumentos que las conmemoran. Así pensasteis sin duda cuando ofrecisteis premio a la mejor descripción poética del Acueducto, y también a una disertación en prosa sobre el Alcázar, su importancia histórica, su valer artístico y su futuro destino.

Yo no puedo menos de lamentar el descuido y la indiferencia con que por lo común miramos tales cosas en España. Las descuidamos, las abandonamos y hasta las olvidamos. No parece sino que el abatimiento que nos aqueja y e injusto desdén o corto aprecio con que miramos lo presente, trasciende y se dilata sobre nuestro pasado, que fue tan brillante, y que tanto influyó, marcando nueva Era en la civilización del mundo. Lastimosamente se contrapone nuestro descuido a la veneración religiosa y al incesante y cuidadoso esmero con que en otras naciones se conservan y se restauran monumentos, acaso de mucho menos mérito, considerándolos como ricos objetos de arte y como precioso relicario y abundante tesoro de memorias gloriosas.

¿Por qué nuestro Alcázar, considerado como de alto interés nacional, no habría de conservarse y restaurarse por el Estado con toda la esplendidez que conviene? ¿Vale más acaso el castillo de Pau, donde se guarda y custodia hasta el antiguo menaje, de tal suerte, que si resucitase el simpático bearnés y heroico monarca Enrique IV de Borbón, podría albergarse en él sin advertir ni extrañar mudanza?

¡Cuánto se contrapone, repito, nuestro abandono de tales asuntos con la estimación y con el desvelo que en otros países se les consagra!

No me olvidaré nunca de que, hallándome en Francfort, acreditado como ministro cerca de la Dieta germana, vencidos ya los austríacos por el rey de Prusia y desbaratado después el ejército de Hannover, los prusianos vinieron sobre la ciudad libre, y la Dieta tuvo que huir a Augsburgo, siguiéndola el Cuerpo diplomático en su fuga.

Allí nos hospedamos todos con holgura, en el grande y antiguo palacio de los Fúcares, convertido en posada. Pero una parte de aquel palacio era mirada como santuario venerando, que sólo podría visitarse para manifestar su admiración y respeto. Era la cámara en que aquellos príncipes capitalistas habían hospedado a Carlos V. Allí se ven aún los ricos tapices, las sillas en que el emperador se sentó, la cama en que durmió y el bufete y recado de escribir de que ciertamente hubo de servirse. Pero ¿qué mucho cuando en otras ciudades se conservan con igual o con mayor efecto menos soberanas reliquias de antiguas grandezas?

En Salzburgo, es la casa de Mozart un museo, donde todo persiste limpio y primorosamente ordenado como cuando el autor de Don Juan y de Las bodas de Fígaro allí vivía.

Y la casa de Plantin, en Amberes, es otro museo que contiene aún los muebles y alhajas de aquel hábil impresor, selectos ejemplares de cuantos libros dio a la estampa, retratos de su familia y amigos, entre los que figuran Arias Montano y las prensas y los tipos con que se imprimió la Biblia Poliglota bajo la protección y por la ilustrada y regia munificencia de Felipe II.

¡Cuán maravilloso museo no pudiera encerrar nuestro Alcázar, si en ello se mostrase y se emplease el conveniente empeño! ¡Con cuánto vigor y viveza no evocarían las alhajas que en él se guardasen y los restaurados primores de su arquitectura, ya el recuerdo del santo conquistador de Córdoba y de Sevilla, ya las hazañas y triunfos de los valientes tercios segovianos, ya las sombras de los Alfonsos, desde el Sabio, cuya jactanciosa blasfemia se supone que castigó el Cielo, hasta el que con firme y dura mano echó los cimientos del poder real sobre la bulliciosa anarquía de los magnates, conquistó a Algeciras y venció a los benimerines en el Salado, compartiendo con la gente de esta ciudad sus inmarcesibles laureles! Tal como está el Alcázar, desprovisto de ornato y mutilado por el incendio, todavía posee la mágica virtud de reanimar en la mente de quien lo contempla a los más ilustres personajes de nuestra grande historia y de renovar por estilo fantástico los sucesos de su vida, las empresas que acometieron y los propósitos que realizaron.

Don Juan II, con su lucido séquito de poetas cortesanos y de ardidos y diestros justadores, y los Reyes Católicos, que lograron la unidad de España, que se apoderaron del reino granadino y merced a cuyo favor logró el mundo antiguo descubrir y civilizar otro nuevo, así como no pocos otros monarcas, adalides y caudillos, acuden a nuestra memoria, reviven en nuestra fantasía al entrar hoy por los desmantelados y desiertos salones de ese edificio. Convienen también los Juegos Florales, cuando se celebran en el centro de la Península, para que se reconozca que toda actividad mental, salvo la que en la corte puede suponerse artificialmente promovida, no ha ido a refugiarse a los extremos y para que se mitigue cierta manía de regionalismo que cunde ya demasiado.

Castilla, poniendo dique con sus fronteras a la vigorosa expansión de otras gentes españolas, impulsó a unas a extenderse y a enseñorearse del celebrado mar en cuyas costas y en cuyas islas surgieron las primeras civilizaciones y se revelaron al espíritu las más altas creencias, y movió a otras a la contemplación del Océano Tenebroso, inspirándoles en el Promontorio Sacro el deseo y la tenaz y secular porfía de surcar aquellas inexploradas ondas hasta llegar al remoto imperio de un soñado monarca y pontífice cristiano y traer desde allí en triunfo a las floridas márgenes del Tajo


las perlas y rubíes que adornaban
los palacios del Sol y el refulgente
tálamo de la Aurora.



Todo esto consiguieron solas aquellas gentes. Pero cuando Castilla tomó parte en la empresa, la empresa se agrandó recibiendo por premio el conocimiento experimental de la magnitud y forma de nuestro planeta, idea más clara y cumplida de lo creado y grandes y fértiles islas y un nuevo e inmenso continente por donde extender su dominio, sus creencias, su civilización y su idioma. Tales consideraciones deben servir para que se corrija y no tenga mal resultado aquella soberbia emulación que ya notaba Camoens al afirmar que eran los diferentes pueblos de España


todos de tal nobleza é tal valhor
que cualquier delles cuida que é melhor.



No pretendan ser mejores; pero no se den tampoco por decaídos los castellanos. Su lengua, hermoseada, enriquecida y embellecida por Garcilaso, Cervantes, Calderón y Lope, si no es hablada por mayor número de gentes, prevalece y se dilata más que ninguna otra sobre la vasta superficie de la Tierra. Justo es que aquí la cultivemos y la honremos. Noble lazo de unión es, no sólo para cuantos hombres viven desde Irún hasta Cádiz, sino también para los ciudadanos de las diecisiete repúblicas o estados independientes.

Mucho importa, pues, que no se desbarate ni se manche este lazo, sino que se conserve limpio, puro y con toda su conquistada riqueza de brillantes y de colores. Los Juegos Florales pueden y deben contribuir a tan buen propósito.

No falta quien los tilde de anacrónicos y de vanos, sobre todo al considerarlos como justa poética. Acaso los aficionados a lo práctico y a lo positivo pretendan que la poesía produce sólo ensueños y quimeras que apartan y distraen de toda acción útil y conducente al desenvolvimiento de la riqueza y del poder de las naciones; pero ¡cuán groseramente se engañan!

Pocas naciones más prácticas y más poderosas en el día que Inglaterra. Y allí, sin embargo, brilla en nuestra edad, más que en otra alguna, extraordinario número de elegantes e inspirados poetas, cuyos versos son allí aplaudidos y admirados con entusiasmo y patriótico orgullo.

Siempre ha sido y seguirá siendo la poesía bálsamo para las heridas del alma, consolación para los tristes, y para los abatidos alientos. Grande es su potencia redentora. Por ella liberta a Prometeo el propio hijo del dios que le encadena y castiga, y por ella la suprema sabiduría ahuyenta a las Furias vengadoras, que atormentaban a Orestes. Potencia tan benéfica no disminuye en nuestra edad. En las naciones postradas reaviva a la esperanza y hace nacer los bríos para que se logre.

Hollada Alemania por los victoriosos ejércitos de Napoleón I, su independiente actividad literaria y la novísima y prodigiosa labor filosófica que la informa y sostiene son los patrióticos y fatídicos cantos de los augures que predicen y preparan el triunfo de Sedán y el tremendo desquite. En los versos de Parini, Alfieri, Manzoni, Nicolini, Leopardi y Foscolo aparece en germen y en flor la independencia y la unidad de Italia, que pronto se realizan al cabo.

Ni se diga tampoco que la vena poética se ha agotado ya, que las musas nos abandonan, que la fuente Hipocrene se seca. El moderno saber no rompe el encanto. Oscuridad misteriosa nos parece que envuelve más la sustancia de cuanto vemos y tocamos, mientras mejor percibimos por los sentidos sus más someros accidentes y mientras con mayor habilidad dominamos algunas de sus energías para emplearlas en nuestro deleite o en nuestro provecho. Lo mismo en las ilimitadas profundidades del Cielo que en los insondables abismos de nuestra alma persisten el misterio, el milagro, lo sobrenatural y lo que no se explica. La fe y la imaginación siguen, pues, teniendo un campo infinito por donde espaciarse y desde donde traer el mundo real, revistiéndolos de forma sensible, por medio de la palabra, genios, ninfas y divinidades; en suma: nuestras más puras concepciones de la ideal belleza. Y todo ello sin contar con las bellezas reales, corpóreas y vivas, que hechizan los ojos y que cautivan y enamoran los corazones. Con sobrada razón decía Gustavo Adolfo Bécquer:


   Mientras exista una mujer hermosa,
habrá poesía.



No dudo yo que habrán de dar irrefragable prueba de la verdad de la mencionada sentencia las damas que se reúnan y resplandezcan en el estrado donde celebre la solemne y pública junta vuestro Consistorio.

Bienaventurado y digno de envidia será, el vate, maestro de gay saber y amador de gentileza, que merezca y alcance el mayor lauro y obtenga el derecho y la facultad de elegir en la reunión a la reina de la Corte de amor, legítima princesa de la hermosura y de la elegancia.

El tormento de no poder ver a tan soberana señora es también uno de los motivos que tengo para no asistir a la magnífica fiesta que estáis preparando.

Vuelvo a rogaros con toda humildad que me lo perdonéis. Y os ruego asimismo que ofrezcáis el homenaje de mi más profundo respeto a dicha soberana señora, que el poeta laureado proclamará y hará subir al trono, y que me pongáis a sus pies y a los de las lindas y discretas damas que forman su Corte.

Madrid, 1902.




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Discurso leído en los Juegos Florales de Córdoba

El 29 de mayo de 1903


Ha sido tan lisonjera y tan honrosa para mí la distinción de que fui objeto, cuando me nombrasteis mantenedor de estos Juegos Florales, que no acerté a disculparme, como debiera, no admitiéndola por inválido y nada a propósito para el caso. El haber aceptado yo algunos meses ha empleo semejante que me dieron los segovianos, es una de las razones que he tenido para no negarme ahora.

Bien considerado todo, ni ahora ni entonces debí aceptar. Mil medios tuve para manifestar y probar mi gratitud, sin llegar a la aceptación, incurriendo en gravísima falta. Harto bien sabía yo que mi ancianidad y mi quebrantada salud habrían de impedirme venir entre vosotros.

Desprovisto yo de las excelentes prendas que para ser buen orador se requieren, nunca, ni en la flor de mi edad, me hubiera atrevido a pronunciar un discurso, digno de vosotros, ora improvisado, ora confiado a la memoria. En el día, tal dificultad es mayor porque los años han debilitado en mí el vigor de la mente y hasta el brío sonoro de la voz, que se ha vuelto trémula y fatigosa. Cuando era yo joven, si el amor propio no me engaña, creo que tenía yo una habilidad que compensaba, hasta cierto punto, otras deficiencias. Yo leía muy bien lo que había escrito. Ahora que estoy ciego, ni siquiera puedo leer. La pérdida de mi vista, además, combinada con el decaimiento general de mi persona, no consiente que yo me presente en público con el debido desenfado y sin lastimosa torpeza.

Bastaba y aun sobraba con todo lo expuesto para justificar mi renuncia y dejaros en libertad de nombrar otro mantenedor más apto. No lo hice porque me sentí muy halagado y porque no supe decir que no a vuestros ruegos. En este momento, el único recurso que me queda es triste, es harto poco airoso. Tengo que pediros y os pido que me perdonéis el haber aceptado ser mantenedor, enviando a otra persona para que me represente en ocasión tan importante. Yo espero que mi hijo cumplirá con gusto y bien este encargo que le confío, y espero que vosotros le recibiréis y acogeréis con la misma generosa benevolencia que me habéis mostrado.

La elección que de mí hicisteis para mantenedor en este certamen literario, tiene más valer y es favor de mayor precio en Andalucía que en cualquier otra región de la Península, porque, a decir verdad, no hay región alguna en España donde el amor de la patria chica se sobreponga menos que entre nosotros al amor de la patria grande, y donde por ser hijo de la región sea alguien predilecto sin atender mucho al mérito, y sea alguien más estimado que otro español cualquiera.

No entiendo yo que proceda de frialdad de alma esta carencia de superior estimación con que los andaluces miramos a nuestros paisanos; antes bien procede de afecto menos exclusivo y egoísta y de amor más amplio y de más alto sentimiento de solidaridad fraternal hacia los hijos todos de la madre España.

Si no nos estimamos en más, no es porque falte motivo o fundamento para mayor estimación, sino porque nos dicta la conciencia, y ya por reflexión, ya por instinto, comprendemos que todo triunfo, toda gloria, toda nombradía que alcanza un hijo de este suelo, es producto y resultado de nuestra peculiar civilización, del espíritu nacional entero, de cuantas son las energías y virtudes de nuestra casta o de nuestra raza en toda la prolongación de su historia.

¿Quién no siente y no comprende el amor de la Patria? Pasión es generosa y pura, germen de nobilísimas y grandes acciones. Pero ¿cuál es el verdadero objeto de este amor? Aun sintiendo el amor con vehemencia, es harto difícil, a mi ver, definir y explicar el objeto que lo inspira. Si es el suelo mismo en que nacemos, ¿hasta dónde se extienden sus límites? Y si estos límites son los de un Estado autonómico e independiente, ¿se agranda o empequeñece el objeto del amor cuando por cualquier evento político dichos límites avanzan o retroceden? ¿Deja de existir cuando ya el Estado no existe o tal vez no existió, o no pudo existir el amor cuando todavía no exista el Estado?

Hablando con mayor claridad y llaneza, antes de que España no fuese más que una expresión geográfica, ¿hubo o pudo haber españolismo?

Cuestión es ésta difícil y complicada, y sería temerario el propósito de resolverla en una disertación que debe ser muy breve. Nada afirmaré, pues, ni nada negaré sobre lo que fue o pudo ser el amor de la patria española, seis, diez o veinte siglos hace. No dilucidemos aquí lo que el patriotismo fue en otras edades. Tratemos sólo de cómo es o de cómo debe ser en el día.

Las diferentes razas que sucesivamente han inmigrado en nuestra Península han llegado a fundirse en una sola. A pesar de los diversos dialectos y lenguas que antes se hablaban o que se hablan aún, una sola lengua ha prevalecido y ha predominado dilatándose por todas las regiones de España, por la mayor parte de un inmenso y nuevo continente por los españoles descubierto, ocupado y civilizado. Valiéndose, además de esta lengua, el ingenio español ha producido obras inmortales, que, si no superan, compiten dignamente con las mejores de los pueblos extraños, más inteligentes e ingeniosos. Y bien puede asegurarse, por último, que desde hace cuatrocientos años al menos, unidas casi todas las gentes de la mayor parte de España en un solo cuerpo de nación, han acometido y llevado a feliz término gloriosas empresas, y, si han sufrido reveses, y si en ocasiones se han visto decaídas y postradas, también han alcanzado victorias cuyo triunfante y frondoso lauro, extiende sus hermosas e inmarcesibles ramas sobre cuantas son las regiones españolas y los hombres que en ella viven.

El españolismo, o sea el amor de la patria española, tiene, pues, en el día, un objeto real y poderoso, fundado en razones claras que sobre todo examen y sobre toda duda prevalecen. La raza de hombres, reducida a unidad desde hace siglos, el habla común con que la raza se reconoce y distingue y el mismo suelo en que por amalgama y cruzamiento de diferentes pueblos y tribus se ha formado, ha crecido y ha prosperado dicha raza, son la causa y el objeto de nuestro amor patrio.

Aunque no aceptemos, dentro de ninguna religión positiva, un numen tutelar, un arcángel, un santo o un dios especial y nacional que sea nuestro patrono, todavía la imaginación se resiste a que no se personifique de modo alguno la unidad colectiva, ser del pueblo, y a que se reduzca la personificación de esta unidad a mera figura retórica, símbolo o alegoría.

No se disipa como vano ensueño, sino que vive y seguirá viviendo en nuestra mente, sustancial e imperecedero, el genio español, el genio de nuestra raza.

Ni en el tiempo ni en el espacio acierto yo, ni creo que acierte nadie, a marcar el término de su actividad y de su vida. De aquí que en el suelo de España, aunque sea siglos antes que fuese España una nación sola, nos enorgullecemos de los héroes y de los sabios que España tuvo y los consideramos como cosa nuestra; como nuestro abolengo honroso, aunque debiesen su origen a diversas castas, tuviesen opuestas creencias y hablasen distintos idiomas. Por muchas dudas y vacilaciones que forje nuestro espíritu crítico, siempre nos jactaremos y siempre se regocijará nuestra alma, saludándolos como a compatricios, lo mismo a Lucano que a Góngora, lo mismo a Séneca, Averroes, Maimónides, Ibn Gebirol y otros sabios gentiles, israelitas y muslimes, que a Luis Vives, Suárez y Melchor Cano; lo mismo a los defensores de Sagunto y de Numancia que a los de la moderna Zaragoza; lo mismo a Viriato que al Empecinado y a Mina, y lo mismo a Trajano y a Adriano que a San Fernando, a don Jaime el Conquistador, a Pedro III, el Grande; a don Alfonso V, el Magnánimo, y a otros egregios monarcas de Aragón y de Castilla.

De igual manera que el amor de la patria o de la raza repugna y rompe todo límite en el tiempo, en el espacio también lo repugna y lo rompe. Separados están ya de nosotros, después de sangrientas luchas fratricidas y de mortales odios, cuantos vivieron sometidos al imperio español y al cetro de nuestros reyes durante cerca de cuatro siglos, desde Tejas y California, hasta el estrecho de Magallanes; pero la filiación persiste, y todavía miramos y celebramos con ventura propia el bien o la prosperidad que logren los habitantes de aquellas tierras remotas, y todavía nos gloriamos de los ilustres varones que, por allí han nacido, tanto o casi tanto como si fuesen naturales de nuestra provincia, de nuestra ciudad natal o de nuestra aldea. Valgan para ejemplo y prueba de esta verdad el venezolano Andrés Bello, ambos Caros, de Colombia; los argentinos Mármol y Andrade y la poetisa cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, por nosotros estimados y queridos como los andaluces Lista y Tassara, pongamos por caso. Y no pongo por caso a otros, no por tibieza de amor, sino porque la severa justicia no lo consiente. A demostrar la imparcial equidad de nuestro afecto basten el anhelo que sentimos y la esperanza que tenemos en que la América española produzca en lo futuro poetas, sabios y hombres de Estado que compitan con los más eminentes de España y de toda Europa.

Esta idea, tan vasta y tan comprensiva, objeto del amor de la patria grande, o, mejor dicho, del amor de la raza, no debe de oponerse, ni en realidad se opone, al íntimo y eficaz amor de la patria chica, del cual amor procede un legítimo regionalismo, hermoso y útil cuando no se pervierte.

Al pensar yo en estas cosas, voy más allá todavía. Se me figura que sin el amor de la patria chica, sin un regionalismo recto y bien entendido, el amor de la patria grande es pura vanidad, da por único fruto estéril jactancia. Es menester amar con toda el alma la provincia, la ciudad natal, la aldea y hasta la casa o la choza en que nacimos para dilatar luego este amor y hacerlo fecundo, difundiéndolo sobre cuantas regiones forman o formaron la patria a que pertenecemos y sobre cuantos hombres la habitaron o la habitan. Es indudable que si no hubiera habido cordobeses que abandonasen esta ciudad y fuesen a Alejandría y a Creta, ni aragoneses y catalanes que pasasen a Oriente a combatir contra turcos y griegos, ni Pinzones y otros andaluces atrevidos que acompañasen a Colón o siguiesen más tarde su rumbo y sus huellas, ni Gran Capitán en Italia, ni Cortés, Pizarro y Jiménez de Quesada en las Indias, ni tantos otros enérgicos aventureros que abandonaron la patria por sed de gloria, de nombradía y aun de bienes de fortuna, ni hubieran sido nuestros padres los que descubrieron, conquistaron y civilizaron el Nuevo Mundo, ni hubieran prevalecido en el antiguo llenándolo con el estruendo de sus armas y procurando conservar en él sin rompimiento ni quebranto el alto principio informante, unidad radical y estrecha lazada de la civilización europea.

Hoy los tiempos son otros; la suerte, las circunstancias, el destino, o hablando religiosamente, según debemos hablar, la Providencia del Cielo, conduce por otros medios y lleva por otra senda el humano linaje.

Como quiera que ello sea, y aunque nos cumpliese representar hoy idéntico papel al que hace tres o cuatro siglos representamos en el drama de la Historia, no todos, sino muy pocos, están llamados y menos aún son elegidos para representantes.

Y no es la villa y corte de Madrid el teatro más adecuado para que tal representación logre buen éxito y merecido aplauso.

Ya se entiende que yo condeno como perniciosa manía el prurito que sienten hoy muchos de los que valen o creen valer algo, de abandonar el lugar que los vio nacer y de irse a Madrid en busca de reputación, de mando o de influjo.

No para censurar a los otros, sino porque desengañado yo y cargado de años, así lo siento, empiezo por censurarme a mí mismo. ¡Cuánto más me hubiera valido, cuánto más útil hubiera sido yo a la patria grande, si nunca hubiera salido de la patria chica, si hubiera vivido siempre en mi lugar sin mezclarme en nuestras cuestiones políticas, casi siempre estériles, cuando no dañinas, cuidando de mi corta hacienda, acrecentando algo la riqueza pública por virtud de este cuidado y tal vez plantando vides y olivos y creando algún bonito huerto!

El prurito de notoriedad, el afán de lucirse, es mal gravísimo cuando se apodera de muchas personas y viene a ser a modo de epidemia. Se busca lo inaudito para llamar más la atención cuando se habla; y, cuando quiere convertirse en acción el pensamiento y la palabra hablada, se pugna por derribar leyes, creencias y seculares instituciones y por fundar y establecer otras nuevas, monumento donde quede grabado nuestro nombre con indelebles caracteres. De aquí el empeño de hallar mal todo cuanto existe y de querer reformarlo; de aquí que no se cumplan las leyes vigentes, porque ya se han desacreditado y se espera que muy pronto han de ser derogadas y reemplazadas por otras mejores; de aquí la inestabilidad del poder, el súbito encumbramiento, la rápida caída y la disolución de los partidos, y de aquí, por último, la larga serie de mudanzas, novedades y reformas en constituciones, leyes orgánicas y dirección y administración de los públicos intereses.

Durante todo el siglo que terminó poco ha, se han sucedido sin vagar ni reposo las novedades y mudanzas aludidas, pocas inventadas o imaginadas entre nosotros, muchas importadas de países extraños y adoptadas por moda. Y como apenas hubo nada nuevo que se aceptase y plantease sin resistencia, hubo de tomarse como motivo o pretexto para resistir y hubo de servir como arma de partido, ya el conjunto mal interpretado de venerandas doctrinas de procedencia sobrehumana, ya el fingido modo de ser de edades pasadas, que nunca fueron como hoy se sueñan, y que si tales fueron, son irrevocables y no volverán nunca.

Tanta divergencia de opiniones y tanto furioso empeño de que cada una prevalezca en la práctica han sido causa de incesantes trastornos y de prolongadas contiendas civiles en las que se ha consumido mucha riqueza, se ha creado una deuda enorme y se ha derrochado la actividad de muy claros y briosos entendimientos y voluntades, que sin duda en mejor empleo hubieran dado sazonados frutos. ¿Y cuáles son los que han dado durante todo el siglo XIX? Prolijo sería enumerarlos. Baste recordar el más amargo: la perdida de nuestro inmenso imperio colonial, el mayor que ha tenido en el mundo nación alguna.

Imposible parece que después de lección tan cruel no haya sobrevenido el saludable escarmiento; que todavía no nos aquietemos; que, descontentos todavía de lo que a fuerza de variaciones y de ensayos hemos creado, anhelemos loca y tercamente que se cambie o que se reforme; que todavía se propale como salvadora y profundísima sentencia que es menester hacer la revolución, ora sea desde arriba, ora sea desde abajo. Pues qué, ¿no sería mejor, hartos ya y escarmentados de revoluciones, que nos estuviésemos quietos, para que, con el sosiego y la paz, recobrase la nación la fuerza perdida, se hiciese más próspera y rica y lograse con el sentimiento de la recobrada fuerza la fe que va perdiendo y la enérgica confianza en sus altos destinos?

Nadie ha censurado más que yo el vicio, llamémoslo así, de injerir consideraciones políticas en discursos que debieran ser meramente literarios, y de que tales consideraciones puedan calificarse de terapéuticas, ya que propenden a curarnos de enfermedades de que se supone a toda la nación poseída. Yo, sin embargo, me disculpo de esta acusación, que parece tener apariencia de justa, afirmando que mi panacea consiste en no tener ninguna; en que no haya y en que no nos propinemos más medicamentos que el reposo. Con él y sólo con él curará la naturaleza al cuerpo social si está enfermo, levantará su ánimo si yace postrado y le infundirá vigor y aliento para nuevas y altas empresas cuando, reposando, vuelva a adquirir la robustez pasada.

Tales pensamientos no deben calificarse de extrañas divagaciones, si se considera que los hace nacer en mí el concepto que tengo de la riqueza natural de nuestra fértil provincia, de lo salubre y templado de su clima, de la privilegiada disposición que hubo siempre para las letras y las artes en la tierra natal de Juan de Mena, de Fernán Pérez de Oliva, de Ambrosio de Morales, de Pablo de Céspedes y de Ángel de Saavedra, y de la aptitud y de la actividad infatigable de que están dotados los cordobeses para la industria y la agricultura. Este concepto aparece más vivo en mi alma y mucho más rico de esperanzas cuando me figuro y represento la animación, el lujo, la alegría y la importancia de los contratos que suele haber en nuestra espléndida feria. ¡Cuánto mayor no sería el auge de tales bienes si no abandonásemos el generoso suelo que los produce y si nos dedicásemos con mayor afán a fomentarlos, empleando en ello tanta labor, tanta inteligencia y tanto tiempo hoy en la política malgastados y perdidos!

Con dos meses de cada año, si desechamos el prurito nefando de legislar, de cambiar o de reformar, habría de sobra para pedir cuenta al Gobierno del dinero gastado y para presuponer los nuevos gastos y los nuevos ingresos. Con esos dos meses, aprovechándolos bien, habría igualmente de sobra para que los sabios y oradores de veras pronunciasen discursos útiles, luminosos, bellos y hasta inmortales. ¿Por qué no habríamos de refrenar un poco la desmedida facundia?

Si bien se mira, todas las oraciones que nos quedan de Demóstenes y de Cicerón caben en un solo número del Diario de Sesiones, aunque se las ilustre con notas críticas, escolios y comentarios.

Por lamentable estilo suele abusarse en el día de los epítetos, y a fin de que los partidos no tengan sólo razón de ser en la diversa conducta, más o menos atinada, de los hombres que los dirigen, se presentan y suscitan problemas sociales y religiosos cuya pronta y definitiva resolución se supone en manos de cada partido, y que cada partido ha de resolver a su manera.

De aquí las interminables discusiones, la imposible avenencia, la constante inquietud y tal vez la guerra civil, por último; pero si nos conviniésemos en vivir bajo una legalidad común, en renovar poco las leyes, no legislando sino lo absolutamente indispensable, y en exigir de los poderes del Estado, no leyes nuevas, sino el estricto y severo cumplimiento de las que ya hay, de seguro que bastaría y aun sobraría con dos meses cada año de debates parlamentarios en las Cortes del reino. ¡Cuánto más eficaz y tranquilamente se resolverían esos tremendos problemas sociales y religiosos, no discutiendo con vana profundidad o sutileza, ni menos altercando frenéticamente, sino trabajando en su lugar cada individuo, y procurando el aumento de la riqueza pública, del bienestar, de la ilustración, de las buenas costumbres y de la enérgica y salubre vitalidad de la raza de que forma parte!

Los más arduos problemas han de resolverse aquí con trabajo e ingenio, y no legislando o promoviendo discordias en la capital de la monarquía. Oradores tan admirables como en Francia, Inglaterra y Alemania hemos tenido en nuestro país durante el siglo XIX, y de nada o de poco nos han valido.

En otras artes y ciencias, menos brillantes, pero más útiles, hemos sido harto infecundos. De fuera nos han venido casi todos los inventos que suavizan la aspereza de la vida humana, la sumisión a nuestra voluntad y a nuestra inteligencia de fuerzas naturales ocultas antes o no dominadas por el hombre, y con cuyo auxilio y virtud fijamos las imágenes, conservamos la voz y la palabra, la transmitimos a larga distancia con la rapidez del rayo, logramos cierta ubicuidad conversando unos con otros desde remotos países, y acortamos las distancias que nos separan transportándonos corporalmente y transportando nuestras mercancías con velocidad increíble desde un extremo a otro de la Tierra. Nada de esto se ha conseguido perorando en los clubs y discutiendo y legislando en los parlamentos.

España, fuerza es confesarlo, si bien en elocuencia, en poesía y tal vez en bellas artes está hoy al nivel de las demás naciones, en cultura material, en riqueza y en el consiguiente poderío que de ella nace se ha quedado muy atrás y va como a remolque, con angustiosa fatiga. De aquí nuestra postración y abatimiento.

¿Cómo no he de aplaudir yo y ver con simpatía y con deleite estos Juegos Florales, certámenes abiertos al saber y al ingenio? Grato indicio dan de la persistente y fecunda civilización de nuestra raza. La prueba, sin embargo, será más clara y más evidente cuando estas justas mentales, gala y flor de la cultura, sean complemento y corona de renacida prosperidad o de adelantos materiales que, haciéndonos más ricos, nos hagan más fuertes y nos infundan más confianza en el valer propio.

Los problemas sociales y religiosos de que tanto se habla en el día, sobresaltándonos y enemistándonos con la amenaza de su violenta y disparatada resolución, sin duda que no son para puestos de continuo en tela de juicio. Tal vez pretenda el hombre, en su vanidosa demencia, resolver lo que está prescrito y trazado providencial y naturalmente y dentro de lo cual, sin mutación alguna, cabe todo progreso. Pero si es menester que se resuelvan y han de resolverse algún día tales problemas, ya los resolverá Dios con lentitud suave y con infinita y bondadosa sabiduría; ya suscitará para ello, cuando llegue la hora, en vez de embaucadores o ilusos Dulcamaras, apóstoles o videntes maravillosos.

Otros son los problemas que nosotros tenemos a nuestro alcance y que nos toca resolver: que de nuevo y en mayor abundancia se planten y den fruto nuestros viñedos, destruídos por la filoxera, y que los vinos de Montilla y de los Moriles compitan, venzan y logren más precio y más fama que los del Rin, Borgoña y Burdeos; que nuestro aceite sea más y mejor que el de Niza y Marsella, que, fecundada nuestra flora por hábil empleo de regadíos y de abonos, produzca en profusión sazonadas frutas, legumbres y flores; que industrias desaparecidas o decaídas ya entre nosotros, como la de orfebrería y la de los famosos cueros o guadamecíes, o reaparezcan o sean reemplazadas por otras; que en nuestras dehesas no se críen sólo toros bravos para la lidia, sino también mansas y ubérrimas vacas que nos den sabrosa leche y exquisita manteca; que nuestros caballos tengan o vuelvan a tener más hermosa estampa que los ingleses y sean más ágiles y veloces en el salto y en la carrera; que se procure que se multipliquen y vuelen más por nuestros campos las perdices y los zorzales que la langosta; que en vez de feos sapos en charcas sucias, el arte del piscicultor haga bullir en los cristalinos arroyos y limpias acequias millares de truchas asalmonadas y de apetitosos cangrejos; que haya entre nosotros menos reformadores políticos, menos sociólogos, como se dice ahora, y muchos más mineros zahoríes que descubran los subterráneos escondidos tesoros y los saquen a la luz del claro día, y, por último, que las discretas y gentiles mujeres cordobesas cuyos encantos y excelencias he celebrado yo años ha, en el más entusiasta y menos malo de todos mis escritos, no necesiten para vestir con primor y elegancia hacer venir de París o de Londres casi todos sus adornos, tocados, trajes, cosméticos, perfumes, joyeles y modas. Tales venturas y otras mil por el estilo deseo yo y me atrevo a vaticinar, con ocasión de estos Juegos Florales, para mis amables paisanos y lindas paisanas, a quienes, ya que no puedo corporalmente hallarme entre ellos, envío el más cariñoso saludo con toda la efusión de mi alma.

Deseo igualmente que las obras presentadas en el certamen, así en prosa como en verso, vayan más allá de las esperanzas que hemos concebido, y no sólo merezcan el premio, sino general aplauso de todos los españoles y gloria duradera en las edades futuras.

Madrid, 1903.





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