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ArribaAbajoPadre Pablo Maroni


ArribaAbajoRelato del alzamiento de los Cocamas y muerte gloriosa del padre fray Francisco de Figueroa

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Alzamiento de los Cocamas y otras naciones confederadas.- Muerte gloriosa del R. P. Francisco de Figueroa, protomártir del Marañón

Viéndose ya los Cocamas sin doctrina, por haberla impedido su mal natural y depravadas costumbres, volvieron otra vez a sus hostilidades y matanzas antiguas con más insolencia que nunca, como quienes habían estado por algún tiempo represados. No había quien se tuviese por seguro aun en las reducciones más remotas, pues a todas partes penetraban amenazando y ejecutando crueles estragos. Con esto, el Gobernador y vecinos de Borja se vieron precisados a servirse nuevamente de las armas para sujetarlos. El año 1663 dispúsose una armadilla de doscientos indios amigos con algunos soldados españoles a quienes fue capitaneando, como otras veces, el Teniente General. El P. Tomás Maxano fue haciendo las veces de capellán, por el conocimiento que tenía de aquella gente. El éxito de esta jornada lo refiere el P. Lucas de la Cueva en carta escrita casi dos años después   —228→   al P. Gaspar Cuxia, su antiguo con-misionero y a la sazón provincial de Quito, en que dice así:

«Llegado el plazo señalado y día en que habían de concurrir los soldados de Borja con su Teniente y las tropas de indios amigos, que todos salieron de sus ríos para juntarse en la boca de Guallaga, como lo hicieron en número de doscientas lanzas, comenzaron su navegación por el Marañón abajo hasta Ucayale. Tuviéronla buena en uno y otro y buen recibimiento en el primer pueblo del cacique Pacaya, mostrándose fiel y amigo de los españoles, a quienes subió acompañando hasta la laguna o ladronera adonde Yaricota, con los demás cimarrones que se huyeron desde los Jeberos y Guallaga, se habían remontado. Hallaron a éstos llenos de temor, en que les tenía su fuga y otros delitos, y ya con la noticia de nuestra armadilla, todos los delincuentes alterados y con mal ánimo de pelear y matar. Dieron luego las espías que habían bajado del pueblo alto noticias de la llegada a los de Yaricota, con que se convocaron unos a otros para ayudarse y en número de canoas bajaron muy armados y emplumados los Cocamas, Chipeos y Maparinas. Emboscáronse en la boca o entrada de la laguna por ambas partes, para cogerlos en medio y de una y otra dar la guasábara y descargar la flechería. Fue providencia del Señor el que echasen por delante al Yaricota, que sabía muy bien de esta emboscada con que entrando en temor, y pocas esperanzas de buen suceso (sic), les dijo a los emboscados que habían venido para ayudar a dicho Yaricota y a los suyos, que no disparasen flecha ni empuñasen armas, porque el español había venido de paz y entrada con ella y con buen tratamiento en su laguna y en sus casas. Sosegáronse con esta plática; pero el cacique Chipeo, encarnizado y alentado con los sucesos que había tenido en las matanzas que hizo de españoles y religiosos franciscanos que desde los Panataguas vinieron a su tierra, donde juntamente con el Cheteo los mató, y triunfando, vestido con los despojos de los nuestros, se bajó a Cocama en traje de español con jubón, ropilla y calzones y sombrero con barbadas   —229→   y narigueras de plata hechas de la patena con que los religiosos decían misa, y otros muchos despojos que le rescataron los Cocamas: no vino en que se desistiese de la matanza con que intentaba consumir los españoles soldados de Borja y a los indios Maynas que les bogaban y servían; conque, alentando a los Cocamas y Maparinas, les dijo: no le parecía desistir de la guasábara, porque no podía volver sin llevar a su mujer cabezas de españoles para bailar el mazato con que le esperaba; que él estaba hecho a matar españoles blancos, grandes, altos y alentados, y que con mayor facilidad mataría a aquellos pequeños, mestizos y de poco aliento. Con esta y otras pláticas parece vinieron en su parecer los demás que habían bajado, pero resolvieron no dar la guasábara en aquel puesto ni hacer su matanza de día, sino salir, como lo hicieron, a un arenal grande de Ucayale: que hoy le llaman de los ahorcados, por los muchos que dejaron colgados en él. En este enterraron sus flechas, arcos y otras armas, con intento de recibir de paz a los de nuestra armada y dejándolos descuidados y dormidos, dar sobre ellas con el mayor silencio de la noche, cogiéndoles en lo más seguro del sueño. No quiso Dios pudiesen encubrir su mal pecho, porque luego lo reconocieron los soldados e indios, quienes, topando con los pies en las armas mal enterradas en la arena y sacándolas de ella, hicieron patente la traición, ayudando a descubrirla lo perturbado del juicio de los Cocamas y Chipeos, que, embriagados como lo tienen por costumbre, cuando tratan de matanzas, y para esta que intentaban había precedido gran bebida, que les duró aun en las mismas canoas, hablaban como suelen y desvariaban con muchas roncas palabras y obras ofensivas. Conque, reconocidos los intentos por los nuestros, mandó el Teniente desarmarlos. Alteráronse viéndose descubiertos y trataron de fugar. Dieron sobre ellos los Jeberos y los demás amigos. Fueron presos casi todos, y sustanciada la causa, les condenaron a horca. Ejecutose en diez los más principales, Apity el uno, Alolama el otro; los otros cuatro, indios de séquito, matadores los tres, gran hechicero el cuarto. Éste murió como buen cristiano; los otros cinco con pocas prendas de su salvación, principalmente el Apity,   —230→   quien, encima de la horca y ya para echarlo de ella, dijo al P. Tomás Maxano, que le acompañaba: 'si yo te hubiera matado a ti, no me mataras tú ahora a mí'. De los Chipeos ahorcaron cuatro, al Cacique principal, llamado Zuyo, y a su hermano, con otros dos, todos ellos matadores. Aventajáronse éstos a los Cocamas en la buena disposición con que murieron. Dejaron con envidia a los que los vieron morir. A ninguno de los Maparinas ahorcaron, por haber constado de los autos que se hicieron, haberlos traído violentados, amenazándolos de muerte los Chipeos y Cocamas si no se embarcaban con ellos y ayudaban a su traición. Comprobose esto con no haberles hallado género de armas ni ofensivas ni defensivas; con que los condenaron a azotes, pena que se ejecutó en ellos y en los demás Cocamas y Chipeos, a quienes se les conmutó la de la horca en este suplicio; el cual hecho, levantaron ranchos, y trayéndose consigo a los Chipeos para que sirviesen en Borja, y a los retirados de Guallaga para que estuviesen en sus pueblos, y habiendo mandado a los demás Ucayales subiesen a tomar el puesto que se les señalase para poblarse en Guallaga, dio la vuelta nuestra armadilla; la cual, metiéndose por atajos y varaderos, entendiendo con esto abreviar el viaje y quedar libre de los mosquitos y otras plagas de Ucayale, dieron en mayores penalidades y calamidades; porque, hallando secos los esteros y varaderos por donde entendían abreviar su camino, quedaron empantanados o varados sin poder ir adelante ni volver atrás, padeciendo suma miseria, y ya casi muertos salieron en fin por el Cimilidec, y engañando el hambre con las frutillas del monte, arribaron hasta Pastaza, donde hallaron refresco de plátanos y maíz que se les remitió de Borja». Hasta aquí la carta del P. Cueva, tocante al castigo de los Cocamas alzados.

No sosegaron ellos con esto, antes, más encarnizados que nunca, determinaron vengar a cualquier costa la muerte de sus caudillos y otros castigos que habían llevado. Mucho ayudó también para esto la fuga de los Chipeos que habían llevado los borjeños a que les sirviesen, pues vueltos éstos a sus tierras, metieron mucho fuego   —231→   entre los de su nación, persuadiéndoles convenía hacer todo el esfuerzo posible para consumir a los españoles, si no querían ser todos un día sus esclavos. Y así, por el año de 1666, habiéndose juntado una armadilla numerosa de los más valientes de aquellas naciones que se preciaban todos de matadores, fueron bajando al Marañón con ánimo de no volver a sus tierras sin hacer primero algún destrozo. Llevaron la mira, en primer lugar, de subir por Guallaga al pueblo de los Cocamillas, con intento de matar al P. Tomás Maxano, contra (sic) quien era su saña desde que había sido su misionero, y porque discurrían había sido promotor del castigo que habían hecho con ellos los borjeños. Ignoraban, sin duda, de que castigos semejantes penden únicamente de la Justicia y Gobierno seglar, y que los misioneros, no sólo no los promueven, sino antes procuran estorbarlos o templar por lo menos el rigor de quien los ejecute, que éste es el fin por el cual acompañaban a las armadas y tropas de guerra. Después de muerto el P. Maxano, el ánimo que llevaban los rebeldes era pasar a Borja a consumir, si fuese posible, a todos los españoles, para que no hubiese en adelante quien castigase sus desatinos.

Con esta mira, el día 15 de marzo, entrando por Guallaga, iban encaminándose a toda prisa para el pueblo de los Cocamillas, en busca del P. Maxano, cuando al acercarse a la boca de un riacho llamada Apena, que viene de las tierras de los Jeberos, dispuso Dios se topasen con el P. Francisco de Figueroa, que en una canoílla iba ya saliendo de dicho riacho para el de Guallaga, con ánimo de subir él también a los Cocamillas, para verse y reconciliarse con el P. Tomás. Así como vio el padre la armada enemiga que se iba acercando, mandó luego a los indios arrimasen la canoa y se apeó en una playa casi inmediata a la boca de Apena, probablemente para disponerse a lo que sucedió. Allá enderezaron la proa también los rebeldes, y saltando a tierra, mientras los unos con fingida sumisión se llegaban al padre a besarle la mano, saludándole, según estilan los cristianos, con el Alabado, uno de ellos, el más atrevido, que se   —232→   discurre fue el cacique Pacaya un tiempo fiscal de la doctrina, llegándose detrás, le dio un golpe con la macana en el pescuezo, que no le hizo mella. Con esto fueron todos acometiendo unos al padre, otros a los remeros y muchachos que le acompañaban.

Así como recibió el padre el primer golpe, alzó los ojos al cielo por tres veces y comenzó a ayudar a bien morir a sus muchachos, parece que con señas de que les echaba la absolución y repitiendo siempre: «Jesús, mi hijo Jesús, mi Hijo». Viendo aquellos bárbaros que el padre no se moría, con repetidos golpes de macana le quebraron ambas piernas, conque cayó por fin en tierra, pero aún vivo y en sus sentidos, conque empezaron todos a temer. Entonces, volviéndose a ellos el padre, con voz mansa y apacible y les dijo en la lengua: Amamanchahuaichic; imaraycu manchahuanguichic?: «No me temáis; ¿por qué me teméis?». Macahuaichic: «bien podéis herirme». Con esto se recobraron y le cortaron la cabeza; el cuerpo lo echaron al río. Parece que, ciegos con la rabia, no habían conocido al padre, pues así como acabaron de matarlo, mirándole atentamente, reconocieron que no era el P. Maxano, a quien buscaban, sino el P. Figueroa; con que todos a gritos lloraron por haber errado el golpe.

De esta manera y con estas formales palabras refiere la muerte de este venerable varón en carta escrita al P. Gaspar Vivas, Rector del Colegio de Quito, el P. Juan Lorenzo Lucero, que fue quien desde Borja con cinco soldados bajó luego en busca del cuerpo del difunto, pero no halló más que la patena del ornamento, los anteojos del padre, una Suma moral y papeles rotos que llevaba consigo. Añade dicho P. Lucero en su carta, que la cabeza del V. mártir, según se decía, la guardaban los matadores en sus tierras, colocada muy aparte de las demás, y que cuando salían, después de eso, al Marañón a sus matanzas, solían decir que el P. Francisco estaba ya muy cansado de confesar y necesitaba otro compañero que le ayudase; y así venían en busca de otro padre. Tal era la insolencia de aquellos sacrílegos.

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Después de muerto el padre, dejando la derrota que llevaban, fueron subiendo por Apena al pueblo de los Jeberos, en donde, habiéndolos cogido desprevenidos, mataron a cuarenta y cuatro indios y un español, llamado Domingo de Salas, que se había quedado cuidando la reducción en ausencia del padre. De allí, por entonces, volvieron para sus tierras a festejar bárbaramente la victoria. Unos Jeberos fugitivos dieron aviso a Borja de lo que había sucedido.

Tocante a las virtudes del V. P. Figueroa, a quien todos los misioneros del Marañón veneramos hoy día con afición piadosa por mártir glorioso, pues murió a manos de unos apóstatas de la Fe, que intentaban extinguirla en estas montañas, a más de lo que refiere en su Historia el P. Rodríguez, añadiré aquí un testimonio auténtico del gobernador don Jerónimo Vaca y otros seis testigos, quienes con juramento afirman haber sucedido el caso siguiente, con ocasión del castigo que después se hizo de los matadores del padre. Dice así: «Estando la armada en uno de los pueblos de los Chipeos, enfermó un indio Roamaina en una estancia fuera de aquel pueblo y murió; y habiendo el Teniente y Cabo enviado gente para traer el difunto, para que no lo comiesen los infieles o se llevasen la cabeza, volvieron con decir que no parecía. Envió segunda vez más gente con mandato le buscasen en los montes del contorno, y a la noche volvían con decir no parecía, cuando repararon a corta distancia que venía con sus pies el indio difunto arrimado a un báculo, cuya novedad le ocasionó al Cabo ir él mismo a hablar con él; y diciéndole que si no era el que había muerto, respondió que sí, y que venía del Cielo, donde se había holgado muy bien y visto al V. P. Figueroa y todos los españoles que mataron los Cocamas en Pastaza (de éstos se dirá en otra parte); y que había vuelto por mandato de Dios a recomendar su mujer e hijos al Gobernador y padre, y que éste le dijese tres o cuatro misas. Y habiéndole preguntado el Teniente si había de volver a morir, respondió que a los dos días, como con efecto sucedió; y añadió que prosiguiesen con la facción y castigo en que estaban, sin acobardarse, pues saldrían muy bien de todo   —234→   y no morirían más que dos españoles (eran éstos 20 y los indios 160), como sucedió, en medio de estar muy apestado el lugar». Hasta aquí el testimonio del Gobernador y testigo, cuyo original con juramento y firmas se conserva en el Archivo de la Provincia de Quito. Ojalá pareciese otra relación difusa que de la vida y muerte del R. padre se discurre recibió el P. Lucero, según da a entender en una carta.



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ArribaAbajoMuerte gloriosa del venerable padre Pedro Suárez a manos de los Avixiras, por el mismo padre Maroni

Principiada, como se refiere en las dos cartas que acabamos de trasladar, la reducción de los Avixiras, debajo del patrocinio del Arcángel San Miguel, harto tuvo en que ejecutar su celo y paciencia su primer misionero el P. Esteban Caicedo, para recoger las parcialidades que vivían divididas y apartadas entre sí y empezar a doctrinarlas. El trabajo que pasa un misionero en semejantes entables, especialmente en parajes retirados y sin comercio con otros pueblos cristianos, ni es para escribir ni será fácil lo perciba quien no ha tenido en eso alguna experiencia. Al cabo de un año y meses de asistencia con el afán, poco y mal sustento y otras muchas penalidades, rendido en la cama el P. Esteban con unas cuartanas muy pertinaces, como no hallase alivio en aquel retiro, se vio precisado a salir a Archidona y de allí pasar   —236→   a Quito, de donde, después de algún tiempo, cobrada por fin la salud, volvió a entrar al Marañón, en donde acabó gloriosamente sus días.

Al P. Esteban sucedió en la misión de los Avixiras el P. Pedro Suárez, de cuya vida angelical y virtudes harto dejó escrito en su Historia el P. Rodríguez, a que remito al lector. Yo me daré por satisfecho con apuntar aquí brevemente las circunstancias más notables de su muerte y martirio que padeció de aquellos bárbaros y fue de esta manera:

Habiendo principiado el P. Pedro a doctrinar con grande fervor a aquella gente, viendo que el principal estorbo para introducir la Fe y costumbres cristianas era la pluralidad de mujeres, pues sólo el cacique Quiricuari tenía doce, y a su ejemplo los demás unos cuatro, otros cinco, sin que hubiese ninguno que se contentase con una sola, no pudo reprimirse el santo celo del padre de no reprender tan brutal abuso; y como no cesase en sus cotidianas exhortaciones de ponderarlos con viveza su fealdad, diciéndoles que por este camino se irían todos como sus antepasados al Infierno, dicho Quiricuari, que se hallaba muy bien con su torpe costumbre y a más de esto era muy inhumano y cruel, que se sustentaba con carne humana, llevó muy a mal el fervor y empeño del padre, y poseído de un fervor diabólico, se resolvió a quitarle la vida. Para eso, acompañado de seis parciales suyos todos armados con lanzas, entró un día a la casa del padre, y acometiéndole él el primero, atravesole con una lanzada el cuerpo. Cayó el padre en el suelo con la violencia del golpe, pero luego, recobrándose, se hincó de rodillas y puestas las manos en el pecho, los ojos en el Cielo, recibió inmóvil seis lanzadas, de las cuales la última fue en la boca, sin duda para quitarle aquellas dulces palabras ¡Dios Mío! ¡Dios Mío! que sólo pudieron percibir los que se hallaron presentes a aquel sangriento sacrificio. Después de muerto, trataron de dividirle la cabeza de los hombros (costumbre que tienen esos bárbaros para festejar sus borracheras, bebiendo en la calavera de los que matan). Todos siete   —237→   probaron los filos de sus cuchillos, pero como si el cuello del padre fuese de acero, no consiguieron el cortárselo, no obstante que al intérprete, que murió a su lado, se lo cortaron con mucha facilidad. Espantados de este prodigio, dejaron el cadáver a que le diesen sepultura los muchachos de casa. Otros refieren, que los agresores, viendo no moría breve, le enterraron estando aún vivo. Después de esto, queriendo los bárbaros aprovecharse de las alhajas del padre, en especial de los ornamentos y vasos sagrados, todos los que se atrevieron tocarlos, enfermando con cursos de sangre, de allí a poco murieron; por lo cual, juzgando que de aquellas alhajas se les pegaba el contagio, las arrojaron todas al río, sin reservar cosa alguna. Al cacique Quiricuari, viendo que estaba muy insolente con la maldad que había hecho, sus mismos vasallos, poco después, le mataron a lanzadas, conforme había hecho él con el padre.

Sucedió la muerte y martirio del padre por marzo de 1667; sin embargo, por las distancias y otros estorbos, se tardó en hacer las averiguaciones y castigar a los agresores hasta el año de 1676, en que el capitán D. Diego Lucero, por mandato del gobernador D. Jerónimo Vaca de Vega, fue a aquel castigo.

Después de eso, hasta aquí no ha habido quien trate con empeño de restablecer aquella misión, en especial, por no haber tenido la Compañía pie firme en el río Napo y estar los misioneros empeñados en otras conquistas más inmediatas al Marañón. Querrá Dios se restablezca un día la Fe también en aquella provincia y río Curaray, que fuera muy para gloria suya.

El P. Lorenzo Lucero, que también asistió al castigo de los matadores del padre, en carta escrita algunos años después, dice, que cuando registró las tierras de los Avixiras, vio que había siete rancherías distintas de a 800 personas, poco más o menos, y que después, con la mayor comunicación y comercio por aquellos ríos, supo se extendía a 70 rancherías, que todas se llaman de Avixiras,   —238→   y añade que estos infieles entienden la lengua de los Gayes y Coronados. Según esto ¿quién no echará de ver la mies tan copiosa de almas que ofrece el río Curaray en sola esta nación?



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ArribaAbajoMuerte del padre Nicolás Durango a manos de los Gayes, por el padre Pablo Maroni Societatis Iesu

Tocante a los hechos, virtudes y muerte de este insigne misionero, para no decir cosa que no conste auténticamente, copiaré aquí parte de la carta que con ocasión de su muerte escribió el P. Wenceslao Breyer, quien se encargó del restablecimiento de aquella misión. Dice así:

«Doy noticia a Vs. Revs. de la desgracia sucedida en estas misiones en que los indios Gayes, el día 14 de abril del corriente año 1707, mataron bárbaramente al P. Nicolás Durango, de nación napolitano, quien había sido su misionero por once años y cuatro meses, doctrinándolos y asistiéndolos con mucha claridad. Originándose a su muerte de la altivez de los indios, que extrañaban mucho la sujeción en que los tenía el padre en orden a la doctrina cristiana, costumbres y gobierno político   —240→   del pueblo, en que pedía de ellos mucha puntualidad y aseo, como se dirá en adelante. Con ocasión de un cerco que mandaba hacer el padre cerca de su casa, un indio que estaba de concierto con otros muchos para matarle, buscando de propósito ocasión y pretexto para ejecutar su maldad, puso de adrede (sic) un palo al revés de lo que se le mandaba; reprendiole el padre con alguna viveza, y el indio, levantando la macana, que tenía prevenida, le dio con ella en el brazo derecho y se lo quebró; luego, los otros, acometiéndolo, le dieron muchos golpes en las espaldas, teniéndole el uno agarrado de los cabellos; mientras esto, llegándose otro con una hacha en la mano, y riñendo de burlas a los demás que así maltratasen al padre, descargole un golpe en las sienes, que bastó para derribarle al suelo. Dejándole así por muerto, con grande algazara fueron todos a sus casas a coger las lanzas y rodelas, y vueltos a donde el padre, hallaron que vuelto en sí, de rodillas, con el Santo Cristo que llevaba siempre al pecho en las manos, estaba haciendo actos fervorosos. Entonces acabaron de matarle a lanzadas. Los Andoas, que es otra parcialidad de los que vivían en el pueblo y no concurrieron de ningún modo a la muerte del padre, mucho le lloraron y enterraron en la iglesia al pie del altar mayor. Me aseguran los que asistieron al padre, que el día antes tuvo aviso de su muerte, y fue, que, rezando en el Diurno delante de la iglesia, reparó caían en él unas como gotas de sangre, de lo cual espantado, dijo a los muchachos: ¿Qué me dirá esta sangre? ¿Por ventura infieles han de venir a matarme? Sin recelarse de sus mismos feligreses, y diciendo esto, entrose a la iglesia y se estuvo buen rato de rodillas en todos los altares del Santo Cristo, de la Virgen y San Javier, patrón del pueblo, ofreciendo sin duda su vida en sacrificio y previniéndose para la muerte que había de sucederle al día siguiente.

»Fue el P. Nicolás religioso muy exacto en la observancia de sus reglas, varón verdaderamente apostólico, quien ha trabajado mucho en este partido de Roamainas y Gayes, entrando él mismo muchas veces a los   —241→   montes a amistar infieles y reducir cristianos fugitivos, no obstante que padecía mucho del asma y otros achaques. Podemos decir haber sido, si no autor, a lo menos restaurador del pueblo de Gayes, cuando se encargó de él, halló poco más de setenta indios. Con sus entradas al Tigre y Curaray fue agregando muchos Andoas, Semigayes, Maithiores y otros, hasta formar un pueblo de los más numerosos de la misión. En lo que excedía esta misión a las demás era en el orden y gobierno, que causaba asombro a los que pasaban por ahí. Aquí las fiscalías repartidas (repartíanse) hasta entre las mujeres, para lo que se ofrecía en lo espiritual y temporal. Para todo había sus síndicos y mandones, sin que faltasen en lo entablado aun en las ausencias del padre, averiguándose hasta la menor falta que hubiese habido tocante a la iglesia y en lo que era obligación de cada uno.

»Había enfermeros que cada día referían del estado de los enfermos, aplicaban remedios y les llevaban la comida. Otros avisaban puntualmente si había algún niño o adulto que bautizar o sacramentar, en lo cual suele ser mucho el descuido de los indios. Hasta la planta y disposición del pueblo la iba el padre cada día puliendo más y más con tanta hermosura y aseo, que no había cosa igual en toda esta montaña. Todo el pueblo estaba siempre limpio como un jardín y sus moradores tan puntuales en todo cuanto se les mandaba, que era cosa rara y nunca vista entre naciones bárbaras. Lo más apreciable era, que tomando ejemplo de su misionero, los indios parecían llenos de celo cristiano en buscar y atraer gentiles del monte a que se poblasen e hiciesen cristianos.

»Estando todo en esta conformidad, cuando parecía había de ser este pueblo el ejemplar de los demás, por permisión no pensada de Dios, todo cayó; porque, aunque no todos los Gayes habían concurrido en la muerte del padre, temerosos de algún castigo, aunándose de común consentimiento con su cacique D. Carlos Manirí, sabedor de todo, determinaron retirarse a los montes y   —242→   armarse contra la Justicia, caso que fuesen españoles a castigarlos. Luego quemaron la casa del padre, rajaron en el puerto las canoas, pusieron centinelas en varias partes para que los Andoas no fuesen a Borja a avisar y para matar cuantos asomasen por ahí, mientras disponían su retirada. Algunos de ellos bajaron al pueblo de los Roamainas para convidar al cacique D. Damián entrase él también con su gente en el alzamiento. No le hallaron, porque estaba ausente en los Pinches, y como mediante un muchachillo se supiese a qué habían venido, avisado dicho Cacique, que era indio muy leal y buen cristiano, luego despachó aviso a Borja y él en persona con sesenta Pinches subió a los Gayes con intento de prender a los matadores. No los halló, porque, viéndose descubiertos, apresuraron la fuga, habiendo quemado primero todas sus casas y las de los Andoas. Quisieron hacer lo mismo con la iglesia, pero la madre del cacique Gaye y unos Andoas se interpusieron, diciendo les había de ir mal en su retirada. Por este miedo no se atrevieron a tocar a los cálices y ornamentos sagrados, menos la capa de coro y unos manteles que llevaron los Semigaes para usar de ellos en sus bailes. Los Andoas desparramáronse por el monte sin orden ni concierto, recelosos no les matasen los Gayes si quedaban en el pueblo.

»De esta manera deshízose por fin la reducción, poco antes tan celebrada, de San Javier, y en este estado la he hallado cuatro meses ha que subí por acá con alguna escolta, a fin de favorecer a los Andoas. Tengo ya recogidos hasta setenta de ellos y espero seguirán en breve los demás. Mientras esto, llegó también a este sitio el teniente de Borja D. Baltasar de Rioja, y de aquí luego se fue en seguimiento de los apóstatas con diez y ocho españoles y doscientos indios amigos. La jornada ha sido muy larga y penosa, por haberse retirado muchos Gayes más allá de Curaray y haber quemado sus trojes de maíz, que había en el camino, los Semigayes y Záparas a petición del cacique Manirí, para imposibilitar, como ellos discurrían, a los españoles el llegar por ahí,   —243→   por falta de comida. Llegaron, sin embargo, hasta dar alcance a dicho Cacique, quien los aguardó emboscado con treinta indios y tuvo la osadía de hacer un tiro contra un español con un trabuco que llevaba consigo y había sido del padre difunto. No tuvo efecto el tiro, por la ligereza del soldado en tenderse en el suelo a tiempo que prendía el polvorín. Viendo esto el Teniente, mandó a los de la armada embistiesen a los alzados. Apenas se empezó a tirar algunos dardos, que el Cacique con los suyos se dieron a huir a toda prisa, y como estaban más ligeros y diestros en aquellos montes que los nuestros, ya rendidos con el hambre y cansancio, no se pudo darles alcance. Quedó, sin embargo, presa la madre, hermana, mujer e hijito único del Cacique, que acá me los trajeron con otras setenta almas que han ido recogiendo en el camino. Entre éstos hay algunos infieles de varias parcialidades que luego despaché libres para sus tierras con algunos dones, a que me traigan por acá sus curacas. No sé qué efecto tendrá la embajada. Espero en el glorioso apóstol San Javier volverá a restablecerse esta reducción, por lo menos con los Andoas y Semigayes. Vs. Revs. lo encomienden muy de veras a Su Divina Majestad, etc. Desde este que fue pueblo de Gayes, 14 noviembre de 1707.- Wenceslao Breyer».

Dos años después, habiendo vuelto algunos soldados borjeños en busca de los matadores del P. Durango, prendieron a casi todos los Gayes, y en castigo de su apostasía, fueron repartiéndolos en diferentes pueblos cristianos, en donde dentro de poco tiempo fueron consumiéndose, menos tres o cuatro familias que, por estar ausentes del pueblo cuando sucedió la muerte del padre, no tuvieron parte en nada de cuanto hicieron los demás. Sospechan, sin embargo, algunos, quedan aún Gayes infieles en los bosques contiguos al Curaray. El cacique Manirí, andando retirado entre los Nevas y Záparas, quiso gastar mucho señorío sobre ellos, hasta obligarles fuesen todas las mañanas a su rancho a cortejarle y saludarle con el Alabado, como si fuese padre y misionero de ellos; por lo cual, aburridos, extrañando tanta altivez,   —244→   una mañana, estando él muy descuidado, en lugar del Alabado, le dieron con la macana en la cabeza y acabaron con él. A otro indio de séquito que acabó de matar al padre, habiéndole preso los borjeños, le ahorcaron y cortaron la mano para el escarmiento de los demás.



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ArribaAbajoMuerte del padre Enrique Richter, por el padre Pablo Maroni Societatis Iesu

Vuelve la última vez para su Misión y muere gloriosamente a manos de los Piros


Llegó el padre a Cunivos por octubre de 1695, y parte por la ausencia a que le habían obligado sus achaques, parte por el motivo que dijimos poco antes de los trabajos que habían pasado los indios en las repetidas entradas de los Jíbaros, halló muy otro el pueblo de lo que antes había sido. Miraban los indios al padre con otro semblante de lo que solían; acudían con repugnancia y como con enfado a la iglesia y doctrina, dejándose a veces caer algunas palabras de amenaza sin acabar de explicarse. Después se supo estaban ya desde Jíbaros concertados con los Cocamas, Chipeos y otras naciones de matar a un tiempo a todos los misioneros y españoles y cerrar los pasos de la montaña, para que nadie pudiese entrar. Descubriose con tiempo la traición que urdían en el pueblo de La Laguna, mediante   —246→   el cacique de los Chamicuros don Matías Guacama, quien no quiso entrar en la conspiración y manifestó al Superior fielmente lo que pasaba. Harto tuvieron que hacer los padres para desvanecer aquella tormenta, que amenazaba la última ruina a toda la misión, y fue preciso se ausentasen los que habían sido los principales promotores de aquella Empresa. En Cunivos, por lo retirado y distante de los demás pueblos, no se pudo avisar con tiempo a que se cautelasen. El P. Enrique, quien podemos llamar mártir de la obediencia, pues no tuvo más parte en aquella malograda conquista que el ejecutar las órdenes del Superior, fue contra quien cayó por fin el rayo. Estaban los Cunivos a la mira de que se ofreciese ocasión oportuna para efectuar sus maldades, y horrorizados ellos mismos con lo que andaban maquinando, deseaban servirse de mano ajena para ejecutarlo, pareciéndoles que con esto se harían menos culpables. Permitió Dios que un individuo llamado Enrique Tetéreva, a quien bautizó y crió a su lado por algún tiempo el padre, concibiese un odio mortal contra un mozo español que asistía en aquella reducción. Estando el padre ausente en la conquista de los Jíbaros, amancebose éste con la mujer legítima de Enrique, quien, temiendo al español, para no tener con él algún lance pesado, tuvo por bien por entonces retirarse de su tierra y pasarse al pueblo de los Jeberos, en donde estuvo algún tiempo aprendiendo el oficio de herrero. Llegado el caso a noticia del padre, aunque algo tarde, como suele acontecer, llamó de Jeberos al indio, consololo, y quiso volviese con él para su tierra, prometiéndole reprender y castigar severamente al mozo español, a que no se atreviese proseguir en tan enorme maldad. Así lo hizo el padre conforme se lo había prometido, pero el mozo, en lugar de aprovecharse de la corrección, cogiendo a solos el indio Enrique, lo maltrató de palabras y manos, diciendo le había desacreditado con el padre. Con esto, enfurecido el indio, determinó matar al español, confiriendo su intento con otros indios que estaban a la mira para matar también al padre y todos los demás que le acompañaban, le dijeron, que para que tuviese efecto   —247→   su venganza, era preciso acabar con todos, porque quedando el padre y demás españoles con vida, castigarían sin duda aquella muerte. Ciego con la cólera, Enrique admitió luego al punto el consejo y prometió que pues el padre quería en aquellos días pasar a los Piros, él se adelantaría a persuadirles le matasen; mientras esto, hiciesen ellos lo mismo con los que quedasen en Cunivos. Dispuesta de esta manera la traición, dicen que de allí a pocos días, habiendo encargado el padre a una india le hiciese unas tortillas de maíz para el camino, vino de allí a poco la india muy asustada, diciéndole que por Dios excusase aquel viaje, porque al hacer las tortillas había visto que de ellas estilaban gotas de sangre, por lo cual recelaba que aquellos bárbaros no le matasen. Agradeció el padre el aviso, pero no por eso desistió de su viaje, antes con más confianza que nunca se fue sin llevar más escolta que unos pocos indios remeros y un mozo limeño llamado Nicolás de Luza, que era quien con más amor le cuidaba. Iba el padre con intentos de fabricar la iglesia y doctrinar la gente, llevando consigo el Catecismo que con mucho estudio había traducido en su lengua. Instruídos los Piros del indio Enrique de quien también refieren que los animó a cometer aquella maldad con decirles que no tenían para qué tener al padre por amigo, pues él era herrero y les haría cuanta herramienta quisiesen, recibieron al padre con muestras de amistad, besándole todos, como estilan, la mano; de allí, habiendo él tomado asiento, mientras iba sacando de una petaquilla unos donecillos con que regalarles, acometiéndole de repente a las espaldas con repetidos golpes de macana, le derribaron al suelo y con sus lanzas le hirieron hasta dejarlo muerto. Lo mismo hicieron otros con el mozo limeño que estaba algo apartado del padre. Otras circunstancias memorables que acompañarían sin duda la muerte de entrambos no llegaron a nuestra noticia, por no haberse podido coger los cómplices del delito. Algunos dicen que el indio Enrique fue quien descargó el primer golpe contra el padre; pero tengo por más verosímil lo que otros refieren, y es, que después de instruidos los Piros, sin aguardar la llegada del padre,   —248→   bajó luego con algunos de ellos a los Cunivos, para matar de su mano al mozo que le había quitada la mujer, como de hecho hizo; y añaden, que después de haberlo muerto, bañándose la cabeza con su sangre y bebiendo parte de ella, dijo que así lo hacían los tigres. Los Piros que había traído consigo juntamente con los Cunivos, mataron al mismo tiempo otros cinco españoles, una mujer y un niño que había también en el pueblo. Después de esto, habiendo entrado los matadores con mucha algazara en la iglesia, para llevarse los cálices y vestiduras sagradas, el venerable sacerdote don Joseph Vázquez, que solía asistir de ordinario en la sacristía, salió luego a la defensa, oponiéndose de palabra a los agresores sacrílegos, de los cuales el más atrevido, dándole con la macana en la cabeza y derribándole muerto en el suelo, le dijo en su lengua: «¿Para qué hablas tú?». De allí, cogiendo a porfía los ornamentos, hicieron de ellos vestidos para su fiestas; de los cálices, rompiéndolos con piedras, fabricaron narigueras para su adorno; de otras alhajas de la iglesia no se sabe qué harían; se discurre las consumirían con el fuego. El cuerpo del padre Vázquez lo enterró allí mismo un indio forastero; los de los españoles los arrojaron luego al río; del niño y mujer comieron parte después de haber ejecutado en su cadáver mil infamias. Qué harían con el cuerpo del P. Enrique, no se pudo averiguar. La noticia de un caso tan lastimoso, que sucedió a primeros de noviembre, la trajo al pueblo de La Laguna un indio Jebero que se hallaba a la sazón en aquel pueblo y tuvo la dicha de huirse patrocinado del curaca, que se profesaba su amigo. No es fácil el explicar el sentimiento de toda la misión por la muerte del P. Enrique, a quien todos, por sus prendas y virtudes, amaban y veneraban como a hombre santo. El Superior de la misión, Francisco Viva, escribió en la ocasión la siguiente carta, en la cual no deja de apuntar algo de las virtudes de este glorioso mártir, quien merecía muy crecido elogio, y es lástima que alguno de los misioneros sus contemporáneos que le trataron familiarmente, no nos hayan dejado escrita exprofeso su vida, que pudiera servir de ejemplar a los que se emplean en el misterio apostólico de convertir infieles.

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La carta del Padre Superior dice así: «Me avisan de que los indios Piros del río Ucayale, a petición de los Cunivos, mataron con ingratitud sin igual al reverendo padre Enrique Ricketer, natural del reino de Bohemia (como el padre Samuel Fritz), con ocasión que iba a verlos la primera vez y hacer allí iglesia, conforme había hecho con otras muchas naciones de aquel río. Al mismo tiempo mataron a seis españoles que tenía en su compañía para el resguardo y ayuda, y a un sacerdote muy ejemplar llamado D. Joseph Vázquez, quien diez años ha vino al Marañón desde el Cuzco, su patria, sólo llevado del deseo del martirio. Ambos sacerdotes alcanzaron lo que siempre con grandes ansias deseaban, y tengo por sin duda los ha coronado Dios con la aureola de gloriosos mártires, pues los casos que sucedieron nos lo persuaden así como es la señal con que demostró el cielo el suceso con una cometa que se apareció en la montaña con la cauda que apuntaba a la provincia de Cunivos y Piros; y preguntando el padre que asistía en La Laguna a los indios si veían aquel cometa, respondían que sí y que sin duda pronosticaba algún fatal suceso, pues se acordaban que apareció en el aire otra señal semejante poco antes de la muerte del reverendo padre Francisco de Figueroa; y así, el suceso verificó el pronóstico, porque pocos días después llegó a dicho pueblo la noticia de las muertes que habían ejecutado aquellos bárbaros. También aseguran los indios que trajeron la noticia, como supieron por cierto, que estando el padre Enrique tratando de ir a los Piros y mandando hacer unas arepas o tortillas de maíz para el camino, la india que las hacía se fue al padre y le dijo, que por Dios excusase el viaje, porque recelaba le habían de dar la muerte aquellos bárbaros; pues estando poniendo en ejecución las arepas, había visto que de ellas estilaban gotas de sangre, anunciando la mucha que por ahí se había de derramar. Pero el padre, llevado de su ardiente celo y deseoso del martirio, atropelló prenuncios y se fue a su viaje. Al mismo tiempo quiso Dios también mostrar lo sensible que había de ser la muerte del padre desde las provincias de Jíbaros, donde   —250→   se vio con evidencia llover sangre al mismo tiempo (según se colige de las noticias) que se ejecutaba en Ucayale aquella sangrienta carnicería; así aseguran haber sucedido tres soldados españoles y más de treinta indios, que habiendo entrado a cierta correría entre Jíbaros, estando todos juntos una tarde, vieron el prodigio, y atónitos con el caso, determinaron dejar su empresa, temerosos no los acaeciese a ellos alguna fatalidad. No dudo habrán sucedido otros casos prodigiosos así por las virtudes tan sobresalientes del padre, como por la horrorosa maldad de las indios, a quienes no dio el menor motivo para eso en los siete años que los fue amistando y doctrinando.

»Y para decir algo de sus virtudes, lo que puedo asegurar es, que las más de sus parlas y cartas no eran sino tratar de nuevas conquistas y morir mártir entre gentiles. Estando falto de todo lo necesario para sí, pedía a Quito y a mí sólo cosas para sus indios, añadiendo que nada quería para sí. El camino de La Laguna a Cunivos, de mes y medio, malísimo por la dilación, temple, gentiles y otras penalidades, era de sí impracticable, y el padre, con su fervor, lo trajinó tanto, que ya parecía fácil; y lo más rara era que, fiado en la Providencia divina, apenas llevaba consigo algún matalotaje. Viéndose en infinitos ahogos de pestes, alborotos, falta de salud y de las cosas más necesarias, todos los años hacía en persona nuevas entradas a tierras de gentiles ya por ríos, ya por el monte; con que, a más de los Cunivos, logró a los Manamabobos, Manonavas, Comavos, Univitzas, Amenguacas, y últimamente estaba entendiendo en reducir a los Piros, Remos y otras naciones, conforme da a entender en la última de sus cartas, en que me dice: 'Padre mío; ya los Piros, que están en la Cordillera del Cuzco, alaban a aquel Dios que en seis mil años no habían conocido. En ocho días iré a doctrinarlos, teniendo ya el Catecismo en su lengua. De vuelta reduciré a los Remos, que están tan cerca de Cunivos, que oímos sus tambores; y luego sacaré a los cimarrones de Lamas'. Con que se ve su gran celo, que no obstante que se hallaba al presente totaliter falto de salud,   —251→   disponía su fervor tantas reducciones. En fin, puedo jurar, que en los ocho años que le conocí, casi todas sus ansias, palabras, pretensiones y trabajos se encaminaban a conquistas de gentiles, con tanta caridad y celo, que no hallo mayor a San Francisco Javier. En pocos años doctrinó a esos bárbaros los Cunivos de modo que estaban ya corrientes como los indios más antiguos en las costumbres cristianas, celebraban con mucha formalidad su fiestas, y en la Semana Santa todos de por sí hacían muchas penitencias. Yendo el padre con una armada de 700 indios, 60 españoles, 120 canoas para Jíbaros, todas las noches en el real cantaba con arpa la letanía de la Virgen Santísima, delante de una imagen devota que traía consigo para plantarla en medio de la gente, y lo mismo era arrodillarse, que clavar los ojos en la imagen, llorando de ternura hasta el fin. En ese viaje cuidaba él en un todo, en especial de los indios, tocante alma y cuerpo, con tal caridad y paciencia, que el gobernador D. Jerónimo Vaca, que iba con nosotros, me decía que no había visto celo y caridad semejantes, y no le llamaba con otro nombre que el Ángel del padre Enrique.

»Habiendo venido en cierta ocasión a verse conmigo, que volvía de Quito, por no esperarme ocioso, fue rodeando a casi todos los pueblos, bautizando, confesando, casando y consolando a todos, andando al mismo par casi desnudo, descalzo de pie y pierna, con su cruz, y de tal manera, que encontrándole yo en el pueblo de La Laguna, lloré de ternura de ver tanta cantidad, tanto celo y tanto padecer en este padre; y tratando luego de darle sotana, camisa, zapatos y otras cosas necesarias, 'Padre mío, me dijo, fierro sólo quiero y cosas para mis indios y no otra cosa'. Lo que contaba por el mayor de sus tormentos era el haber estado en dos veces, una cinco meses, otra dos, sin decir misa, por falta de vino; y en dicho camino tan dilatado, como dije, de Cunivos a La Laguna, jamás dejaba la misa, por más embarazos que hubiese del río, indios, achaques, etc.

»Tocante a la virtud de la pureza, parecía extremosa. Un día, en Jeberos, hallé llorando una india, y preguntándole   —252→   el porqué, me dijo, que hablando con el padre y acercándose a la silla en que estaba sentado, se levantó con furia echándola de sí con decir: 'No te acerques tanto, que yo tengo muchísimo miedo a las mujeres'. Amancebamientos de indios no sufría por ningún caso; averiguando algo de esto, castigaba severamente aun los catecúmenos; y diciéndole yo que anduviese con tiento, que podían matarle, respondiome: '¿Qué más dicha la mía? Yo he de cumplir con mi obligación'.

»Éstas y otras virtudes del padre Enrique, que dejo por ahora, para no dilatarme, no podían traer consigo sino una muerte muy gloriosa; y así, vuelvo a decir que tengo por cierto que Dios le coronaría con aureola de mártir. Cuando se haga el castigo de la maldad que en éste cometieron los indios, no dudo se averiguarán circunstancias de mucha edificación acerca de la muerte del padre, etc.». Hasta aquí la carta del padre superior Francisco Viva, cuya fecha y lugar no consta, por haber envejecido mucho el papel; discurro sería desde Jaén de Bracamoros, por enero de 1696.

Tres años después, esto es, el año de 1698, quiso el Teniente y vecinos de Borja castigar a los matadores del padre, yendo en busca de ellos con armada de más de 300 indios y 50 españoles que acudieron de otras ciudades comarcanas a las montañas; pero fue con tan infeliz suceso, por la poca advertencia de un cabo, que los Piros, en una emboscada, mataron a 19 españoles y 107 indios amigos; lo restante de la armada tuvo por bien el salvarse con la fuga. Desde entonces, parte por falta de escolta y parte por otros estorbos, no ha habido quien consiga entrar otra vez en aquellas provincias a solicitar nuevas amistades con las naciones belicosas de aquel río, no obstante los muchos deseos que han tenido en todo tiempo nuestros misioneros. En dos ocasiones, estando ya prevenida escolta para el efecto y en una de ellas habiendo ya entrado el Superior al río Ucayale y marchando para arriba, dispuso Dios se ofreciese de repente nuevo embarazo que le obligó a revolver de su jornada. Probablemente no llegaría aún el plazo destinado por la   —253→   Providencia divina para la reducción de aquellos miserables al gremio de la iglesia, quizá en castigo de su alevosía y otras maldades contra la ley de la naturaleza. ¡Quiera su divina Majestad apiadarse, por fin, de ellos y pues en estos últimos tiempos ha abierto impensadamente las puertas a la conversión de otras naciones infieles, queremos esperar haga lo mismo también con las naciones numerosas de Ucayale, sugiriendo a nuestros misioneros los medios más conducentes para su reducción, a que se logre por fin la mies copiosa que regó con su sudor y sangre nuestro glorioso mártir el padre Enrique Ricketer!



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ArribaAbajo Diario de la bajada del padre Samuel Fritz desde San Joaquín de Omaguas hasta la ciudad del Gran Pará y vuelta del mismo padre

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Diario de la bajada del P. Samuel Fritz, misionero de la Corona de Castilla en el río Marañón, desde San Joaquín de Omaguas hasta la ciudad del Gran Pará, por el año de 1680; y vuelta del mismo padre desde dicha ciudad hasta el pueblo de La Laguna, cabeza de las misiones de Maynas, por el año de 1691

Para escapar de la creciente grande que suele haber en este río todos los años, a fines de enero del año 1689, de la reducción de San Joaquín de Omaguas, que es principio de mi misión, bajé para la aldea de los Yurimaguas. En el camino fui tomando unas pocas aldeas de los Omaguas, doctrinándolos de paso; los más pasé de largo por las aguas, que ya venían creciendo. Por febrero llegué a los Yurimaguas, a donde hicimos iglesia o capilla dedicada a Nuestra Señora de las Nieves. Juzgaba que así como otros años no se había anegado totalmente ese pueblo, estaría seguro de la creciente; pero   —258→   fue tan grande este año de 89, que aun en lo más alto de la aldea, a donde estaba el rancho en que yo moraba, había subido el río hasta una vara; y cuando comenzó el río a anegar las casas, vinieron con tanta fuerza las aguas hasta estar llena la creciente, que parecían ser bastantes para hacer andar unas ruedas de molino. Salí de aquí en una ocasión que supe había algunos enfermos más abajo en una aldea de los Aizuares, y me embarqué en una canoíta; pero, cuando llegué a los Aizuares, ya los enfermos habían partido para los Yurimaguas; así, me volví luego, para que no muriesen sin bautismo. En la vuelta aún los hallé vivos; doctriné, bauticé y caselos, que eran un indio con su mujer, ambos de mucha edad. Recibido el bautismo, no hicieron más que volver para sus casas y morirse luego entrambos.

La gente Yurimagua y Aizuare, aunque sean naciones diferentes y de diversas lenguas, son casi de unas costumbres. Andan totalmente desnudos; con todo, poco a poco van entrando a los vestidos y las indias ya aprenden a tejerlos. El sustento, fuera de lo que les da el río, es casabe y harina que hacen de mandioca. El comercio que tienen con otras naciones es con tetes o pilches, que sus mujeres pintan, vistosos. Antiguamente los Yurimaguas han sido muy belicosos y señores casi de todo el río de Amazonas, y las mujeres de ellos (según tuve noticia) pelearon con flechas tan valerosamente como los indios, que a mí me parece ha sido el encuentro que tuvo Orellana, por lo cual a este gran río le puso el nombre de Amazonas. Pero ahora están muy acobardados y consumidos por las guerras y cautiverios que han padecido y padecen de los vecinos del Pará. Sus aldeas eran de una legua y más de largo, de caserías; pero después que se vieron perseguidos, se retiraron muchos a otras tierras y ríos para estar algo más seguros.

Entretanto que estuve en este pueblo de Yurimaguas, ya también todo anegado, sobre una barbacoa o teatro de cortezas de árboles, caí enfermo de calenturas ardentísimas e hidropesía, que comenzó de los pies, con otros achaques, originados principalmente de verme precisado   —259→   estar día y noche, por espacio de casi tres meses, clavado sobre dicha barbacoa sin poder dar paso. Los días tenía algún alivio; las noches en ardores inexplicables (que de la cama, un palmo por donde pasaba el río, me enjugaba la boca) y desvelos causados no sólo de las enfermedades, sino también de los gruñidos que daban los cocodrilos o lagartos, que toda la noche iban rondando el pueblo, bestias de horrible disformidad; y una noche se entró uno a mi canoa, cuya proa estaba metida dentro de la casa, que si proseguía, acababa con mi muchacho y conmigo, que no tenía para donde escapar. A más de los lagartos, acudían a mi rancho tantos ratones y tan hambrientos, que me roían hasta la cuchara, plato de peltre y cabo de cuchillo y me consumían lo poco que tenía para mi sustento. Casi toda la gente del pueblo andaba retirada en busca de tierra y frutas silvestres, para no perecer; porque su mantenimiento, que es la mandioca, estaba debajo de agua enterrado; y yo para mi sustento anzuelaba a veces unos pescaditos y mendigaba unos plátanos, que era menester enviar a traer de más abajo de los Aizuares.

Notable es lo que entonces averigüé en ese pueblo de los Yurimaguas, y es, que en una borrachera que hacían, oí desde el rancho a donde posaba, tocar un flautón, que me causó tal susto, que no pude sufrir su tono; mandé dejasen de tocar aquella flauta; pregunté qué era aquello, y me respondieron que de esa manera tocaban y llamaban a Guaricana, que era el Diablo, que desde el tiempo de sus antepasados visiblemente venía y asistía en sus pueblos y le hacían siempre su casa apartada del pueblo dentro del monte y allí le llevaban bebidas y los enfermos para que los sanase. Fui preguntando con qué cara o figura venía. Me respondió el curaca, llamado Matival: «Padre no lo puedo explicar, sólo que es horrible, y cuando venía, todas las mujeres con los chiquillos se huyen, solamente quedaban los grandes, y entonces tomaba el Diablo un azote, que para este fin teníamos prevenido, de una correa del pelleco (sic) de vaca marina, y nos azotaba en el pecho hasta sacarnos   —260→   mucha sangre. En ausencia del Diablo, el azotador era un viejo, de donde aún nos quedan cicatrices grandes en el pecho. Hacíamos esto, dicen, para hacernos valientes. Las figuras que tomaba eran de tigre, puerco y de otras bestias; ya se hacía gigante, ya enano». Pregunté más, si los había dicho algo de mí o que no me admitiesen o me matasen; respondió que las voces que daban no eran articuladas, «y desde que venistes vos, decía el curaca, la primera vez y plantaste la Cruz, ya no quiere venir más al pueblo ni quiere sanar más los enfermos que le llevan algunos a su casa; por eso a vos les llevamos ahora a que los recéis el Evangelio y no se mueran». Esto es lo que me refirieron en esa ocasión del Diablo, de lo cual había tenido antes alguna noticia, conforme había oído también de los Aizuares, que abajo llaman Solimoens, y otras naciones que tienen comunicación semejante.

Mientras estaba en mi choza luchando con los achaques, vino a comerciar con los Yurimaguas en unas diez canoas, una tropa de Manaves, indios gentiles. Yo, a la llegada de ellos, salí por la proa de mi canoa fuera del rancho a recibirlos; pero ellos, sin querer mirar para mí, pasaron todos, apartadas sus canoas, a toda prisa mi rancho. Al otro los hice llamar; vinieron, y muy contentos estuvieron conmigo, llamándome en su lengua Abbá Abbá, que significa padre lo mismo que en la hebrea. Son estos indios Manaves muy valientes y temidos de otros gentiles cercanos, e hicieron frente años ha a una tropa portuguesa. Su arma es arco y flecha envenenada; no crían cabello; dicen, para que no tengan por dónde agarrarles en las peleas; andan desnudos; las frentes hasta las orejas tiñen con una resina prieta a modo de bálsamo. Sus tierras son a la banda del Norte sobre un riacho llamado Yurubetss, a donde se llega por el río Yupurá. Salen ordinariamente en tiempo de la creciente, porque entonces, por las muchas aguas, estos dos ríos se comunican de modo que puedan de Yurubetss en canoa salir al río Yupurá. El comercio que tienen estos Manaves con los Aizuares, Ibanomas y Yurimaguas,   —261→   son unas planchitas de oro, bermellón, ralladeros de yuca, hamacas de cachibanco, con otros géneros de cestillos y macanas que labran, muy curiosas. El oro no lo sacan ellos, sino van por el río Yurubetss navegando al río Iquiari, a donde lo rescatan; y éste es el río entre esos gentiles muy afamado de oro. También vinieron en este mismo tiempo que la aldea estaba anegada, unos ocho indios Ibanomas de abajo, desde la boca del río Yupurá a verme, y me convidaron bajase para su pueblo. Estos Ibanomas me trajeron noticia de unos portugueses que desde el Pará habían subido hasta los Cuchivaras, para sacar zarzaparrilla, ocho días más abajo de los Yurimaguas, por lo cual, me determiné bajar en busca de esos portugueses, con esperanza de hallar algún remedio en mis dolencias, porque ir río arriba estaba imposibilitado o en manifiesto peligro, viéndome tan destituido de fuerzas y rodeado de achaques, cuando hasta encontrar con el primer padre de estas misiones castellanas, había de gastar más de dos meses de camino.

Después que ya iba bajando el río, me di al camino para abajo, llevándome el cacique Mativa con diez Yurimaguas. Salí del pueblo de Nuestra Señora de las Nieves a 3 de julio de 1689. Pasé de largo las rancherías de los Aizuares. Al día siguiente, al amanecer, pasé la boca del río Yuruá; por la tarde otros pueblos de Aizuares, Guayoëni y Quirimatate.

A 5 proseguí mi navegación y pasé otros Aizuares. A 6, al amanecer, pasé la boca del río Yupurá. Entre al pueblo de los Ibanomas, llamado Yoaboni, cuyo curaca es Arimavana. Aquí me detuve cuatro días doctrinando y haciendo matalotaje para pasar adelante.

A 10 de julio partí acompañado de gente de aquel pueblo. A 12 pasé otro pueblo llamado Guayupé y llegué a otro también de Ibanomas. A 13 de julio, por la tarde, partí de allí, y a 14 entré de mañana al río Cuchivara y pasé un pueblo a donde no entré por estar   —262→   anegado. A 15 llegué a las casas desiertas que habían edificado en unas barracas altas los portugueses. Ésos ya se habían ido unos días antes de mi bajada; les encontré después más abajo; llamábase el uno Manuel Andrade y el otro Manuel Pestaña. Luego que llegué a aquel paraje, vinieron de sus pueblos muchos indios e indias Cuchivaras con sus niños, y ocupando aquellas casas desiertas mientras allí estuve, que fue ocho días, me asistieron con mucha prontitud y amor, más que si fueran cristianos, trayéndome muchísimo pescado, tortugas y plátanos, mostrando deseo que quedase con ellos. Como no encontré aquí con los portugueses que buscaba, empeñado ya en el camino, me vi precisado a proseguir mi derrota, en especial viendo que los achaques se iban cada día aumentando.

A 24 de julio partí para abajo llevado de indios Cuchivaras. A 26, cerca de la noche, llegué a la boca del río Negro. A 28 encontramos con un cacique de los portugueses, de nación Tupinambarana, llamado Cumiarú, que iba acompañando la tropa de rescates. Mis indios Cuchivaras que traía, juzgando eran Toromas, sus enemigos del río Negro, luego armaron su flechería; yo planté mi cruz en la proa, hasta que, al acercarse las canoas, se conocieron por amigos, y el cacique Cumiarú me dio un indio guía para la aldea de Urubú.

A 30 de julio llegué al pueblo de Urubú, en donde asistía de misionero el P. Fr. Teodosio Vegas, mercedario. Estuvo ausente cuando yo llegué; después que vino para el pueblo, me agasajó con mucho amor.

A 5 agosto volvió del río Negro para aquel pueblo de Urubú la tropa portuguesa de rescates; venía por cabo de ella un Capitán Mayor llamado Andrés Piñeiro; por misionero del Rey el P. Juan María Garzoni, mantuano, de nuestra Compañía.

Es de reparar, que en esta mi bajada se levantó acerca de mí un alboroto grande, no sólo entre los gentiles   —263→   comarcanos, sino que llegué hasta el Pará y San Luis de Marañón. Otros me decían santo e hijo de Dios, otros diablo. Unos, por la cruz que traía, decían que había venido un patriarca o un profeta, otros, que un embajador de Persia; hasta los negros del Pará decían que había venido su libertador, que había de ir a Angola a libertarlos. Otros, de miedo, se retiraban, diciendo que traía fuego conmigo y que venía quemando cuantos pueblos y gente encontraba. Otras muchas y mayores pataratas habían publicado de mí; de modo que el P. Teodosio Vegas, a quien envié a llamar luego que llegué a Urubú, me escribió un papel como a persona incierta, concluyéndole con decir que le habían contado tantas cosas de mí que discurría había llegado a su pueblo una cosa o portento del otro mundo. Y el cabo de la tropa Piñero, cuando llegó del río Negro a Urubú, según me dijo él mismo después en el Pará, no se atrevió aquella noche que vino a entrar a hablar conmigo, por tantos disparates que le habían contado, sino por un agujero estaba mirándome si era hombre o cosa de la otra vida.

En este pueblo de Urubú me detuvieron quince días, cuidándome con mucha caridad. El cabo de la tropa me mandó sangrar contra las calenturas, ahumar contra la hidropesía; contra los demás achaques me aplicaron otros remedios, pero no sólo no mejoré, antes empeoré más que nunca. Hasta entonces me había podido mantener en pie; de allí en adelante me vi precisado dejarme cargar en hamaca, sin poder dar un paso, porque la hidropesía se iba extendiendo a todo el cuerpo y me ocasionaba grandes ahogos y fatiga.

A 15 de agosto, viendo dicho cabo de la tropa que mis accidentes se iban cada día aumentando, y que necesitaba de curación más dilatada, me despachó en una canoa suya al Pará y me dio un soldado llamado José de Silva, para que cuidase de mí en el camino. El P. Garzoni, con el mismo intento, largome su compañero, que era un hermano coadyutor de nuestra Compañía,   —264→   encargándole a que me llevase con toda presteza a la ciudad.

A 30 de agosto aportamos debajo de la fortaleza de Curupá. A 3 de septiembre llegué a Guaricurú, pueblo de los Engaibas y misión del P. Antonio de Silva, de la Compañía. Aquí encontré con la tropa de guerra que iba a castigar a unos gentiles no se por qué insolencia. Iban en ella ochenta soldados portugueses y unos doscientos indios. El cabo era el Capitán Mayor del Pará, que ahora es Gobernador, Antonio de Albuquerque. Me recibieron con mucha honra y agasajo. A 10 de setiembre llegué a Ibararí, hacienda de trapiche del Colegio del Pará. A 11 de setiembre llegué de noche a la ciudad del Gran Pará más muerto que vivo. Los padres del Colegio que tiene allí la Compañía me recibieron con mucha calidad y solicitaron todos medios posibles para que recobrase la salud, principalmente el P. rector Juan Carlos Orlandini, quien no rehusó en persona ejercitar conmigo aún los más bajos servicios de enfermero. En fin, al cabo de dos meses, en que se me aplicaron diferentes medicinas, fue Dios servido volverme la salud y darme alientos para llevar con paciencia otros trabajos que me aguardaban, más penosos que ninguna enfermedad.

Así como llegué aquella ciudad, el Gobernador que era a la sazón Arturo Sa de Meneses, y demás portugueses, no dejaron de ver que el único motivo de mi bajada no había sido otro que la precisa necesidad de buscar algún alivio a mis achaques; sin embargo, como la conciencia no deja de ser admonitor inquieto, sabiendo cuánto se habían adelantado con sus conquistas en el territorio del Rey Católico, contra lo compactado con autoridad pontificia entre las dos coronas, empezaron a sospechar no fuese yo espía perdido enviado del Gobernador del Marañón por parte de Castilla, para explorar sus adelantamientos; y hecha entre sí una junta sobre este asunto, enviaron un Oidor, llamado Miguel Rosa, al P. rector Orlandini, intimándole me tuviese como preso en   —265→   aquel Colegio, y en sanando de mis achaques, no me dejase volver a mi misión hasta que tuviesen respuesta de su Rey, a quien darían cuenta de mi bajada; porque tenían por muy probable, que las tierras de mi misión tocaban a la Corona de Portugal, cuya conquista, decían, se extiende siquiera hasta la provincia de la Grande Omagua. Yo desde el principio de mi llegada había reclamado a este punto, mostrándoles con evidencia que las provincias en que hasta entonces había estado misionando, fuera de toda controversia se comprendían dentro de los límites de la Corona de Castilla, lo que no negaban todos los peritos; pero dicho Gobernador no dio otra respuesta al P. Superior que decirle: «No hemos de creer lo que dice el padre castellano». Viéndome yo atajado sin poder ir a mi misión, quíseme embarcar para Lisboa, apelando a entrambas majestades castellana y portuguesa, a dar cuenta de mí, para que quedase en su inmunidad y libertad el Evangelio de Cristo; pero todas mis diligencias se malograron, y así estuve detenido en aquella ciudad, diez y ocho meses, con harta aflicción de mi corazón, por el desamparo en que quedaban entre tanto mis neófitos y otros muchos infieles que había dejado con buenas disposiciones para reducirse.

En lo que se fundan los portugueses del Pará, es una cédula de la Real Audiencia de Quito que llevó la tropa de Texeira volviendo para Pará con el P. Acuña el año de 1639, en la cual se les concedía pudiesen tomar posesión de una aldea, a donde habían encontrado, al subir el Marañón, unas orejeras de oro en manos de los infieles, y por eso la llamaron Aldea del Oro. El sitio era a la banda del Sur, en tierras altas, algo más arriba del río Cuchiuara, donde de hecho, dicen, tomaron posesión y dejaron allí por padrón un tronco grande.

Ese, pues, padrón hace ahora todo el pleito, y como ya no hay ninguno que se acuerde puntualmente del sitio en donde habían puesto dicho padrón, pretenden ahora que haya sido más arriba de la provincia de   —266→   Omaguas, y según eso han informado al Rey de Portugal de haber yo misionado en tierras de su conquista. Procuré deshacer fundamento tan erróneo, pero, como no quisieron admitir demostración alguna, me vi precisado, para descargo de mi conciencia, escribir desde el Pará a la Corte de Lisboa, al Embajador ordinario de Castilla y al Procurador General de las Indias que asiste en Madrid, mostrándoles claramente cómo mi misión está más arriba de aquel padrón o lindero, y que aunque le hubiere propasado, no hubiera hecho cosa en perjuicio de la conquista, por no haber sido aquella posesión confirmada por S. M. Felipe IV; porque tomaron dicha posesión el año de 1639, cuando bajaron de Quito por el río Napo, y antes que llegase esto a noticia del Rey Católico, ya a los principios de 1640 se habían apartado de la corona de Castilla, aclamando por su Rey al Duque de Braganza; y así, la tal posesión quedaba sin controversia inválida y nula.

Esto es lo que pasó conmigo en el Pará. Al cabo de diez y nueve meses, vino en fin la respuesta del Rey de Portugal al informe del Gobernador muy diferente de lo que pensaban en el Pará. Venía dirigida al nuevo gobernador Antonio Albuquerque, a quien decía le había avisado su antecesor de cómo habiendo venido al Pará un padre misionero enfermo de las Indias de Castilla, le detenía como preso hasta tener respuesta, la cual acción había sentido tanto, que a no estar ya acabando, por esto sólo le hubiera quitado el gobierno, no obstante la buena correspondencia que profesaba con Su Majestad Católica, de quien yo era vasallo, y más siendo padre de la Compañía de Jesús. Le mandaba, pues, me repusiera luego al punto con gastos de su Real Hacienda hasta mi misión, y aun, si fuera preciso, hasta Quito. Recibido por el nuevo Gobernador este mandato de su Rey, me envió luego al punto los parabienes, ofreciéndose pronto a cuanto yo dispusiese. Deseaba yo volverme con algunos remeros indios, para que no se alborotasen los infieles por donde había de pasar; pero el Gobernador, para cumplir con el orden de su Rey,   —267→   quiso me acompañase un Cabo con algunos soldados. Mientras se aderezaban las canoas con todo lo necesario para el camino, se pasaron tres meses más; con que toda mi detención en el Pará ha sido de veintidós meses.

El Cabo que me dio el Gobernador llamábase Antonio Miranda, y le acompañaban siete soldados y un cirujano; entre éstos sólo el cirujano y un soldado, Francisco Pailheta (sic), eran portugueses blancos; el alférez Braz de Barros, amulatado; los demás, mestizos, o como llaman los portugueses, Mamelucos; indios remeros de varios pueblos traíamos unos treinta y cinco. Mi canoa era de las medianas, de unos cuarenta y cuatro palmos de largo y unos ocho de boca, con su vela y camarote hecho de tablas, en la popa. La canoa del Cabo era más pequeña; la de los soldados era la más grande: de trescientas arrobas de carga. Hecha la prevención necesaria.

A 8 de julio de 1691 salí del Pará con el consuelo que puede cada cual imaginar, y fui al ingenio del capitán Andrés Piñero, a despedirme. A 9 de julio pasé a Yavarari, hacienda de nuestro Colegio. A 10 fui a otro ingenio perteneciente al capitán Antonio Ferrerira, donde encontré la tropa de rescates con su capellán el P. Juan María Garzoni. A 11, habiendo caminado lo bastante, dormimos en las canoas sobre el río. Al día siguiente entramos al río Tocantin; dejamos a mano derecha la bahía grande y peligrosa de Marapatá, y llegamos muy de noche a Comutá. Aquí paramos dos días cargando las canoas con doscientos paneros o cestos de harina de mandioca. El misionero de esta aldea o villa era el P. Juan Justo Luca, piamontés. Hasta aquí cuentan treinta leguas desde el Pará.

A 14 de julio partimos de Comutá; entramos de noche entre las islas para asegurarnos de las mareas. A 15, por la mañana, atravesamos la bahía y pasamos por la costa que llaman Limonero, furiosísima y muy   —268→   peligrosa. Allí no hicimos más que entrar por la boca de un brazo estrecho, cuando empezó a alterarse y enfurecerse el mar y el aire. Dormimos en canoa. A 16 llegamos, de noche, a la aldea de los Bocas, donde paramos al día siguiente. El 18 partimos por la mañana; dormimos en canoa. A 19 llegamos a la aldea de los Engaibas, donde asiste por misionero el P. Antonio de Silva. El 20, por la tarde, partimos y fuimos caminando hasta el 25 del mes sin haber pueblo ni gente. Este día estuvimos en los arenales a donde comienza la jurisdicción de Curupá.

26, por la mañana, venimos a Curupá, en donde el Capitán de la fortaleza, llamado Manuel Guedez, Caballero de la orden de Santiago, me recibió y hospedó con mucho agasajo en su casa. Paramos aquí este día y noche. Queríame llevar a ver la fortaleza, pero como algunos portugueses me habían tenido por espía, por no confirmarles en su persuasión, lo rehusé.

27 de julio partimos de Curupá. Caminamos hasta 30 del mes. Este día pasamos enfrente de un fuerte viejo de Pará y casi dejado, porque no tiene más que un Sargento que allí asiste con pocos indios. Atravesamos aquí la Bahía de Amazonas, grande y furiosa, y entramos al puerto de Yavacuará. Aquí es muy hermosa la vista; ver desde más abajo de Pará hasta arriba de Yavacuará, campiñas y cerros, unos pelados, otros con arboleda espesa. La aldea, que es pequeña, está en lo alto, casi una legua del pueblo, entre campiñas.

A 31 de julio, después de misa que dije en el puerto en una capilla desierta, partimos de Yavacuará.

A 1 de agosto pasamos por la boca del río Urubucuará. A 2 de agosto, de noche, llegamos a Curupatuba, a donde asistía por misionero el P. José Barreiros. El pueblo está en un cerro bien alto, de donde se ven, de una banda, campiñas, pero anegadizas, de la otra el río de Amazonas.

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A 7 de agosto salimos de Curupatuba; llegamos a los Topayós el 9 de éste por la mañana. Estos indios Topayós son muy curiosos en tejer cestillos, platos, etc., con labor de hojas de palma, teñidas de varios colores. Aquí se hace una nueva fortaleza. Tiene su Capitán Mayor; cuando yo pasé, no asistía más que un Sargento. El pueblo está sobre la boca del río.

A 11 partimos de los Topayós. Caminamos seis días sin haber pueblo. A 13, por la tarde, llegamos y pasamos unas barrancas bermejas altas que están en la banda del Sur. De noche, entre las dos y tres, tuvimos una grande tormenta. Mi canoa peligró entre mares atravesados. A la canoa grande de infantería, con la fuerza de los mares, se le quebró un leme grande, y al de la otra banda se le rompieron todos los bejucos con que estaba amarrado; así quedó sin gobierno.

A 14, por las cuatro de la tarde, llegamos al Estrecho; tiene de ancho aquí todo el río de Amazonas algo menos de un cuarto de legua. Toda esta costa de un día adonde se estrecha el río, habiendo poco viento, es muy furiosa. En la banda de Norte, entre unos cerros, están los Cundurises. En la misma banda entra el río de las Trompetas en el principio del Estrecho, el cual, antes de entrar, tiene tres ramas.

A 17, a medio día, llegamos a la boca del río de los Tupinambaranas; a las ocho de la noche a la aldea adonde asistía el P. Antonio de Fonseca. Está esa aldea entre lagos. Aquí paramos nueve días concertando las canoas.

A 26, por la tarde, partimos, de los Tupinambaranas; caminamos siete días sin haber pueblo ni gente. A 2 de setiembre llegamos de noche a un arenal que está unas dos leguas más abajo de la boca del Urubú, aquí nos esperó el P. fray Teodosio Vegas, mercedario y misionero de Urubú con mucha gente suya. Me agasajó mucho conforme había hecho en la bajada. Aquí paramos al día   —270→   siguiente. Sus indios deseaban mucho verme, porque unos de ellos, mientras estuve detenido en el Pará, alborotaron todos los gentiles comarcanos, diciendo que un temblor y reventazón horrible que hubo unas ocho leguas más arriba, en la misma banda del Norte, había sucedido por mi causa, y que se habían de consumir todos, si los portugueses no me restituyesen a mi misión. Otro alboroto hubo por un cestillo que había traído un indio bozal al Pará, despachado de su Cacique para mí; no he podido saber de dónde ni tenía adentro más que una faja de lana. Decían que venía muy arriba, pasando de pueblo en pueblo, y ninguno de los gentiles se atrevió a abrirle, sino luego que lo entregaba a un Cacique, éste lo despachaba para otro pueblo con aviso que no lo abriesen, porque decían venía en él grande mal y fuego, que, en abriendo, los había de quemar a todos. Otra mentira anduvo entre aquellos gentiles mientras estuve en el Pará: que ya me habían hecho pedazos, pero que yo era inmortal; que luego mi alma hizo juntar los pedazos y entró otra vez al cuerpo. Con ésas y otras muchísimas pataratas que unos padres habían oído contar entre los indios, dicen, estaban todos alborotados, que ya no querían cosa de los portugueses, sino que los diesen al padre. El P. fray Teodosio, para persuadir a sus indios que yo era hombre como los demás, mandó a algunos me tocasen las manos.

A 4 de setiembre partimos de este arenal a la media noche; pasamos por la madrugada la boca de Urubú en la banda del Norte, y a la banda del Sur dejamos algo más arriba al río de la Madera y una isla grande que antiguamente poblaron los Tupinambaranes. Ahora está poblada de unos gentiles llamados Guayarises.

A 5, cerca de medio día, pasamos la boca del río Matari a la banda del Norte, donde está muy estrecho, y dentro hace un lago grande.

A 6, por la mañana, dieron principio a la banda del Norte las tierras a donde el año pasado de 1690, por   —271→   el mes de junio, hubo un grandísimo temblor. Parecían ruinas de grandes ciudades; peñascos caídos; arboledas grosísimas desarraigadas y botadas al río; tierras muy altas con sus malezas encima caídas; botadas de lo alto tierras blancas, bermejas, amarillas, piedras, arboleda, y amontonadas sobre el río; por otra parte abiertas lagunas, destruidos bosques y todo sin orden mezclado. Adonde había habido tierra arenisca o lodosa, no había hecho estrago. Decía Fr. Teodosio, que al mismo tiempo hubo mares horribles en el río y se murió muchísimo peje; y esto es lo que atribuían los gentiles a mi detención, diciendo que el Pará y todos habían de perecer. Continuáronse las ruinas unas cuatro leguas de río; tierra adentro había sido mayor el estrago; y el temblor fue caminando unas trescientas leguas para arriba hasta las islas de los Omaguas, quienes después me dijeron habían temblado mucho sus casas.

A 7 de setiembre pasamos una corriente grande. Las dos canoas no la pudieron vencer. De noche llegamos a la boca del río Negro, en donde el Rey de Portugal años ha mandó se haga una fortaleza. Aquí celebramos al día siguiente la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. Este día vinieron más de ochenta indios Taromases gentiles a verme con su principal cacique, llamado Carabiana, trayendo muchos presentes de comidas. Todos me tenían mucho miedo, por el temblor referido. Me prometieron no tendrían de allí en adelante más guerras con los Cuchivaras, Ibanomas y Yurimaguas. Uno de estos Taramases, sin que yo lo reparase (reparolo el alférez Braz de Barros con unos soldados), tras de mí quiso tomar la medida de mi estatura con su arco, y como éste era corto, fue a cortar una vara, con la cual, añadida al arco, me midió; no preguntamos a qué intento. Al fin, después que me vieron y oyeron, me pidió el cacique Carabiana que volviese a ellos y fuese su padre, que los suyos no querían a los de Pará, y mucho lo sintió, decía, cuando ya me había ido abajo, de que no hubiese aportado a su tierra, que   —272→   él me hubiera regalado y acompañado. Estos Turomases comercian con los Caripunas y otros amigos de los franceses de la Cayana, de quienes tenían una escopeta.

A 9 del mismo mes partimos del río Negro acompañados de doce Turomases. Hasta al medio del río, a la punta de la isla, el agua está prieta y la de Amazonas turbia, que claramente se ve el encuentro de estos dos ríos. Caminamos nueve días sin haber pueblo. A 16 y 17, entre islas y lagos, llegamos al pueblo quemado de los Cuchivaras, que por la guerra que les dieron los indios de Urubú el año pasado, le quemaron y dejaron. Aquí paramos el día siguiente. Yo de este sitio me fui en una canoíta con el Alférez en busca de los Cuchivaras, porque todos están retirados de miedo, con mucho sentimiento mío, que en la bajada me habían agasajado mucho; pero como estaban lejos, que era menester hacer noche en el camino, me volví este mismo día a la tropa, por no arriesgar, los pocos que fuimos, las vidas.

A 18, a las cinco de la tarde, partimos de esta aldea quemada. El Capitán llevó en grillos un Cuchivara que habían apañado en el río, para que no se huyese y para que sirviese de guía. A 19 enviamos adelante la canoa de los Taromases a una aldea de los Ibanomas, pero la hallaron también sin gente y quemada. De aquí caminamos tres días sin topar con gente. A 22 se huyeron los Taromases, y así quedamos sin guía. A 24, a las tres de la tarde, llegamos a las barrancas altas bermejas en la banda del Sur. A 29, a las cinco de la mañana, dieron principio las tierras altas continuadas a la banda del Sur.

A 2 de octubre, a boca de noche, llegamos a vista de la aldea Yoaboni, de los Ibanomas, que está en la boca del río Yupurá; no entramos, para no alborotarlos, por la noche. A 3 de octubre, al amanecer, fui yo adelante en una canoíta con cuatro indios, y al llegar al   —273→   puerto, hice tocar la Bobona. La gente de la aldea, como me vio a mí, quedaron en el pueblo y me recibieron con mucha alegría. Yo los platiqué que no se alborotasen por la venida de los portugueses conmigo, y luego allí dije misa votiva de la Santísima Trinidad, en acción de gracias. Fuimos después, por no agraviarlos, a la otra banda de la aldea, a donde vinieron a agasajarme con cazabes, plátanos, tortugas, etc.

A 4 de octubre, a las cuatro de la tarde, partimos. El cacique Arimabana nos acompañó con su gente en dos canoítas. A 5, cerca del mediodía; llegamos a otra aldea de Ibanomas. Éstos habían venido de más abajo a poblarse en una isla cerca de las barrancas altas, por haber los Taromases, antes que yo bajase, muerto a cuatro de ellos.

A 6, de noche, pasamos la isla de Quirimatate, de los Aizuares. A 7 llegamos al amanecer, a otra aldea de estos Aizuares en isla. A 8, cerca de las diez, llegamos a Guayoëni, aldea de Aizuares. Partimos a las cuatro de la tarde y fuimos a un arenal cerca a dormir. A 9, a las ocho, llegamos a otra aldea de Aizuares en isla. La hallamos sin gente, todos se habían retirado. A 10, al amanecer, entramos a otra aldea de Aizuares de Turucuaté, también sin gente. A 11, antes de amanecer, pasamos la boca del río Yuruá. A las once llegamos a la aldea, de Aizuares de Samonaté, también sin gente. A 12, al medio día, llegamos a Guapapaté, aldea de la nación Yurimagua, también sin gente.

A 13 encontramos dos Yurimaguas que iban huyendo y decían que todos estaban huidos en los cercanos pueblos, porque un indio Ibanoma, llamado Manota, cojo y tuerto, los había alborotado, diciendo no venía más el padre, sino los portugueses quemando, cautivando y matando.

A las nueve del día llegamos a la reducción de Nuestra Señora de las Nieves de los Yurimaguas,   —274→   que hallé todo despoblado y la iglesia quemada, por descuido de un muchacho, menos el lienzo de Nuestra Señora que se conservó prodigiosamente intacto. Fuimos a ranchear en el arenal cercano, y enviamos dos canoas en busca de gente. Yo envié mi cruz para que diesen fe que yo venía. A 16 vino el cacique Motiva con algunos suyos. Como vi estaba toda la gente alborotada con la venida de los portugueses en mi compañía, supliqué al Cabo se volviese con los soldados por abajo, pues ya estaba dentro de mi misión, pero él me instó le llevase en su compañía, aun siquiera para el primer pueblo de los Omaguas, porque el Gobernador le había encargado me acompañase hasta los Omaguas; por lo cual, a 18 de octubre fuimos a Mayavara, postrera aldea de los Omaguas, que hallamos también toda despoblada. Aquí repetí mis instancias al Cabo a que volviese por abajo, pues así convenía para el bien y sosiego de aquellas gentes. Rindiose en fin a mis razones, y de allí volvimos ambos para la aldea de los Yurimaguas.

A 26 de octubre, estando la tropa para salir de vuelta para abajo, el Cabo me manifestó cómo el motivo de querer pasar a los Omaguas había sido para tomar posesión de aquellas tierras, según el orden tácito que llevaba de su Gobernador; y que desde luego me intimaba de que me retirase de aquellas provincias, por ser de la Corona de Portugal. Extrañé mucho la novedad de esta potestad, como tan poco conforme a la carta e intención de su propio Rey; respondile había dado ya bastante satisfacción a su Gobernador, estando en el Pará, y por carta a su Rey, sobre que las tierras en que hasta entonces había misionado, fuera de toda controversia, eran de la Corona de Castilla, y que así, sin perjuicio de la conquista portuguesa, yo proseguiría misionando en ellas. Lo de que más me admiraba era hiciese semejantes protestas delante de mí, no obstante que mi vocación no era pleitear sobre tierras, sino el mirar por la salvación y quietud de aquellos pobres indios; y así, lo que yo haría era dar cuenta a quienes les tocaba   —275→   aquel punto, para que aplicasen los debidos remedios. Con eso, sin discusión, el Cabo y soldados se embarcaron y entre tiros de espingarda se fueron río abajo. Yo me quedé en aquella aldea bien pensativo, premeditando los trabajos y agravios que con el tiempo había de padecer probablemente esa misión.

Los portugueses, después que partieron, fueron a Guapapaté, un día río abajo, y enfrente de la aldea se detuvieron diez días tirando allí en tierra firme zarzaparrilla. También hicieron allí a la banda del Sur un desmonte, dejando por lindero un árbol grande, que llaman Samona, diciendo que allá habían de venir a poblarse, y no dudo que así lo harán, por mucho que codician por esclavos los indios de acá arriba; a más de que discurren que por acá han de hallar puerta para entrar al Dorado, que sueñan no estar muy distante. Lo que yo averigüé con los Yurimaguas, es, que a esas minas de oro de que hice mención arriba hablando de los indios Manaves, asiste visiblemente un hombre como español, que, según las señas, no puede ser otro sino el Dragón infernal que en aquella figura está guardando aquellas manzanas doradas.

Después de la partida de los portugueses, yo me estuve en esa reducción de Nuestra Señora de las Nieves hasta el mes de noviembre, doctrinando y recogiendo a la gente que por miedo de los portugueses se había retirado. De allí subí a la provincia de los Omaguas, visitando los más pueblos de paso.

A 3 de noviembre llegué por la tarde a Mayavara. A 4 a Euataran. A 5 a Arasaté. A 6 a Marabité. En frente casi de esta aldea, está una boca del río Yutai que baja del Cuzco. Fuimos a dormir un cuarto de legua más arriba en un arenal que llaman de la Oración, y desde entonces, conserva este nombre que la pusieron los gentiles. Media legua más arriba está la otra boca del río Yutai.

A 7 llegué a Guanafia. En frente de esta aldea está la boca principal del río Yutai. A 8 llegué a Ibiraté.   —276→   A las 9 a Uaté. Partí al día siguiente. A 11 a Guatinivaté. A 12 a Cucunaté. A 13 caminamos junto a las tierras altas de los Gayvisanas, a la banda del Norte. A 14 llegué a Maracaté. 15 a Gutoreará. Aquí paré seis días doctrinando la gente. A 22 partí de Gatoté. A 27 a Chipatité. A 29 a Tuguaté. Aquí pasé el día siguiente. A 7 partí. A 8 partí de Tucuté. A 2 llegué a Arupataté; de noche a Coquité. A 3 a Guacaraté. A 5 llegué a Ameiguaté. Aquí pasé el día siguiente. A 7 partí. A 8 llegué a Quemmaté. A 9, antes de amanecer, pasamos la boca de Yauari. A 11 llegué a Yoaiuaté. Aquí pasé otro día. A 13 partí de Yoaiuaté. A 14 pasamos tres corrientes grandes; y a 22 de diciembre por la tarde, llegué a la reducción de San Joaquín, principio de mi misión. En todas partes me recibieron los Omaguas con muchas señales de alegría, pero aquí fue donde más se esmeraron, aunque muchos se habían retirado del pueblo, que fue preciso otra vez recogerlos y catequizarlos. Aquí paré hasta principios de febrero, que fue cuando me encaminé para este pueblo de La Laguna, para ver a mis hermanos los misioneros de arriba y dar cuenta al Superior de la misión de tan larga ausencia. Llegué a este pueblo, hoy cabeza de todas las misiones, a fines de febrero de este año 1692, habiendo gastado en el camino desde San Joaquín 25 días. Aquí he encontrado a mi amado P. Enrique Richter, misionero de Cunivos; con el cargo de Vicesuperior, por estar ausente en Jaén el padre superior Francisco Viva, disponiendo una entrada espantosa a los Jíbaros. Díceme el P. Enrique, que en la provincia mucho ha se hicieron los sufragios para mi alma, juzgándome ya muerto a manos de los infieles o sepultado entre las olas del Marañón. Agradezco a todos esta obra de caridad, etc.

(Hasta aquí el Diario del P. Samuel tocante a su bajada al Gran Pará y vuelta hasta el pueblo de La Laguna, que he copiado a la letra, añadiendo tan sólo tal cual cláusula acerca la disputa que tuvo con los portugueses, sacada de una carta que escribió dicho padre a   —277→   los Superiores sobre el mismo asunto. De aquí en adelante, por estar sus diarios demasiadamente prolijos y con varias interrupciones, por haber desaparecido algunas hojas, seguiré el hilo de mi narración sacando de dichos diarios lo que me pareciese más digno de la pública memoria y supliendo sus faltas con noticias que he hallado en algunas cartas de otros misioneros contemporáneos del padre).