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ArribaAbajo Los ángeles de Borges

Gloria Videla de Rivero


El motivo de los ángeles aparece en varios textos de Borges, pero en algunos de ellos tienen relieve protagónico, particularmente en el ensayo «Historia de los ángeles», que apareció por primera vez en La Prensa, el 7 de marzo de 1926 y fue incluido en El tamaño de mi esperanza (1926)93; en el ensayo «Los Ángeles de Swedenborg», perteneciente a El libro de los seres imaginarios (1967)94 y en el poema «El Ángel», que apareció en La Nación del 25 de marzo de 1979 y fue luego incluido en La cifra (1981)95.

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Me centraré en el análisis de estos tres textos, aunque un corte longitudinal a través de la obra de Borges podría ampliar el registro de este motivo. Me referiré además, como corpus auxiliar, al poema «Campos atardecidos» de Fervor de Buenos Aires (1923)96 y a la nota «El Ángel de la Guarda en Avellaneda», una de las «Anotaciones» hechas a Cuaderno San Martín97.

En este estudio me propongo establecer cuáles son las modulaciones que ofrece el tema en la obra de Borges. También trataré de determinar algunas de las fuentes y las actitudes del ensayista o del poeta hacia los ángeles.


«Historia de los ángeles»

Este ensayo, incluido, como dijimos, en El tamaño de mi esperanza (1926), pertenece al período juvenil y martinfierrista de Borges. Pueden captarse varias notas de su estilo juvenil: frescura, desparpajo, humor, irreverencia y -a pesar de la universalidad del tema- algunas marcas del criollismo literario.

No obstante la brevedad del ensayo y su evidente voluntad de síntesis, Borges se muestra como un bien documentado angelólogo, que nos brinda una mirada histórica sobre los ángeles, desde su creación hasta su supervivencia en la cultura contemporánea. Podemos   —207→   distinguir en el artículo la siguiente estructura interna: en una primera parte el ensayista hace referencia a los ángeles según aparecen en el Antiguo y en el Nuevo Testamento; en segundo lugar, hace referencia a los ángeles en el Islam; luego examina la evolución de la teología sobre ellos durante la Edad Media; a continuación alude a la presencia angélica en las doctrinas cabalísticas; revisa algunos ejemplos de esa presencia a través de la poesía española; finalmente cierra el artículo con consideraciones personales sobre el tema, que amplían las que había ido intercalando a lo largo del artículo. El escritor no es un mero expositor o historiador, sino que es, en todo momento, un yo opinante, que a través de indicios estilísticos o por la directa intercalación de juicios, da a su escrito un claro carácter ensayístico.

Haremos algunas consideraciones con respecto a cada una de estas partes. En la primera, que se configura en dos largos párrafos, el ensayista nos dice:

Dos días y dos noches más que nosotros cuentan los ángeles: el Señor los creó el cuarto día y entre el sol recién inventado y la primera luna pudieron balconear la tierra nuevita que apenas era unos trigales y unos huertos cerca del agua. Estos ángeles primitivos eran estrellas. A los hebreos era facilísimo el maridaje de los conceptos ángel y estrella: elegiré, entre muchos, el lugar del Libro de Job (capítulo treinta y ocho, versillo séptimo) en que el Señor habló entre el torbellino y recordó el principio del mundo cuando me cantaron juntamente estrellas de aurora y se regocijaron todos los hijos de Dios.


(p. 63).                


En realidad, no hay acuerdo entre los exegetas bíblicos con respecto al momento en que fueron creados los ángeles, pues este dato no está explícito en las Escrituras.   —208→   Muchos Padres de la Iglesia han opinado que el mundo invisible precede al visible, otros entienden que la creación de la luz el día primero se refiere también a la creación de la luz espiritual, que representa el mundo angélico98. Borges -y sus fuentes- atribuyen la creación de los ángeles al cuarto día, cuando Dios creó «los dos luceros mayores [...] y las estrellas; y púsolos Dios en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra» (Génesis, 1, 16-17). Esta hipótesis se explica por la relación que los hebreos establecieron entre ángeles y estrellas, a la que también se alude en el ensayo.

Los párrafos dedicados a exponer sobre la presencia de los ángeles en las Sagradas Escrituras demuestran una lectura de numerosos textos bíblicos en los que se hace referencia a ellos, a veces con mención bibliográfica precisa (por ejemplo la cita de Job ya transcripta). Pero frecuentemente el escritor sacrifica la precisión de la cita a un estilo más literario, más ágil, más sintético, no exento, como anticipamos, de criollismo. Destaco en el fragmento transcripto la imagen de los ángeles «balconeando» desde las estrellas y el uso de diminutivos (uno de los recursos literarios frecuentes en esta etapa borgeana, mediante el cual acriolla y coloquializa su estilo). Y podríamos agregar otros ejemplos con estas connotaciones a lo largo de todo el artículo: aparecen «caterva de ángeles», «ángeles que vienen por el camino derecho de la llanura», «ángeles que son como baquianos en la soledad», ángeles que se relacionan con «tardecitas, arrabales y descampados».

El ensayista hace una enumeración sintética y abigarrada de las diferentes figuras y funciones angélicas que aparecen en las Escrituras y nos deja a los lectores   —209→   la tarea investigativa de localizar las referencias, ayudados tal vez por las clasificaciones temáticas que aparecen al final de las diversas versiones de la Biblia, o por las precisiones que nos dan diversas Enciclopedias, como la Británica o el Diccionario de Teología Católica99 (que él menciona en otros ensayos) o el más moderno Catecismo de la Iglesia Católica100 (que él no pudo haber consultado por aquella época). Pero a la lectura que Borges evidencia de las fuentes bíblicas, hay que sumar su extraordinaria cultura literaria, que relaciona esas citas con versos de Quevedo, o con traducciones de Fray Luis de León o que -avanzando el artículo- rastrea el motivo angélico en diversos poetas hasta la actualidad.

Decíamos que Borges hace una mención sintética, alusiva y sugerente de algunos de los ángeles bíblicos y que nos deja la tarea de localizar las referencias. Nos dice, por ejemplo: «Hay ángeles forzudos como gañanes, como el que luchó con Jacob toda una santa noche, hasta que se alzó la alborada». Alude aquí al episodio narrado en el Génesis 32, 22-31. Dice también: «Hay ángeles de cuartel, como ese capitán de la milicia de Dios que a Josué le salió al encuentro», aludiendo al episodio en el que un ángel con espada desenvainada aparece ante Josué y le manda que se quite las sandalias porque está pisando un lugar santo (Josué 5, 13-15). Y agrega: «Hay dos   —210→   millares de miles de ángeles en los belicosos carros de Dios», probablemente refiriéndose a la visión narrada en Daniel 7, 10, en la que el profeta contempla a un Anciano en su trono: «Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él». En general, los textos bíblicos y la doctrina patrística coinciden en que el número de los ángeles es muy numeroso101.

Continúa refiriéndose así a varios episodios del Antiguo Testamento y luego transita hacia el Nuevo con tono juvenilmente irrespetuoso: «Pero el angelario o arsenal de ángeles mejor abastecido es la Revelación de San Juan: allí están los ángeles fuertes, los que debelan al dragón, los que pisan las cuatro esquinas de la Tierra para que no se vuele, los que cambian en sangre una tercera parte del mar [...] los que son algarabía de águila y de hombre». Efectivamente, el Apocalipsis es pródigo en ángeles, por lo cual seleccionaremos para dar referencias más precisas solo algunas de las citas a las que alude el joven Borges: «los cuatro Ángeles de pie en los cuatro extremos de la tierra, que sujetaban los cuatro vientos de la tierra» aparecen en Ap. 7, 1; los mencionados «ángeles fuertes» son múltiples: ante el libro sellado aparece «un Ángel poderoso que pregona a gran voz» (5, 2); siete están de pie delante de Dios, con trompetas de oro y al sonido de esas trompetas acaecen infinitos horrores en el mundo (8, 2 y ss.); un Ángel con incensario de oro que está junto al altar, llena el incensario con fuego y lo arroja a la tierra (7, 5) y por fin, aparece en la visión de San Juan, el Ángel más poderoso de todos, el que «desciende del cielo revestido de una nube, con un arco iris sobre su cabeza, cuyo rostro es como el sol y cuyos pies son como columnas de fuego   —211→   [...] el pie derecho sobre el mar, y el izquierdo sobre la tierra», que clama «con voz grande, de la manera como ruge el león» (10, 1-3). Estos y otros ángeles apocalípticos son englobados con gran economía expresiva -que ya es característica desde este período juvenil- en un solo párrafo pleno de sugerencias.

Hace luego el ensayista, como anticipamos, una breve referencia a los ángeles en el Islam, donde los musulmanes «viven desaparecidos por ángeles [...] ya que según Eduardo Guillermo Lane102, a cada seguidor del profeta le reparten dos ángeles de la guarda o cinco, o sesenta, o ciento sesenta».

Luego menciona otro hito en la angelología: la Jerarquía Celestial, según él «atribuida con error al converso griego Dionisio y compuesta en los alrededores del siglo V». El escritor se refiere, no sin ironía, al «documentadísimo escalafón del orden angélico», aludiendo así a la doctrina ya esbozada por San Pablo (Efesios, 1, 21 y Colosenses 1, 16), luego establecida por Dionisio y modulada por otros teólogos posteriores, según la cual los ángeles están organizados en nueve coros, que se subdividen a su vez en tres jerarquías cada uno. Romano Guardini103 nos explica este orden diciendo que la existencia de los Ángeles, después de haber optado por Dios en un acto de libertad personal, consiste en la coejecución de la vida de Dios mediante la contemplación, el amor, la alabanza y el servicio. La «alabanza» significa el acto por el cual la criatura reconoce que Dios «es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la   —212→   fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Ap. 5, 12). El «servicio» es la actividad que cumplen los ángeles en la obra universal de Dios.

El hecho de que lo distinto encuentre justificación, pero forme parte de la unidad del todo, en el orden del santo dominio y del santo servicio, determina la «Jerarquía». En ella, los ángeles pertenecientes a las tres órbitas superiores viven en la contemplación directa de Dios, vueltos por entero hacia él. Son los Serafines, los ángeles cuyo acto existencial es todo amor, los Querubines, que tienen su esencia en el conocimiento de Dios y los Tronos, que la tienen en la realización del eterno presente de Dios. Los ángeles de la segunda órbita (Dominaciones, Virtudes y Potestades) representan distintas formas de una existencia que consiste en la realización contemplativa y amorosa de los designios universales de Dios, de la plenitud y de la ley de estos. Las tres últimas órbitas, los Principados, los Arcángeles y los Ángeles, viven en la realización del crear y del regir mismos de Dios, del acaecer del mundo y de la historia humana. Los ángeles viven en Dios pero son asimismo los enviados a través de los cuales Él obra en el mundo (Guardini, pp. 85-88). Borges selecciona de la descripción jerárquica atribuida a Dionisio, la distinción «entre los querubim y los serafim, adjudicando a los primeros la perfecta y colmada y rebosante visión de Dios y a los segundos el ascender eternamente hacia Él, con un gesto a la vez extático y tembloroso, como de llamaradas que suben» (pp. 64-65). Relaciona también la Jerarquía con unos versos de Alejandro Pope: «As the rapt seraph, that adores and burns» («Absorto serafín que adora y arde»).

Revisa luego la evolución de la angelología a través de los teólogos, deteniéndose en las especulaciones del teólogo alemán Rothe sobre las facultades y atributos

  —213→   angélicos, que incluyen la fuerza intelectual, el libre albedrío, la inmaterialidad, inespacialidad, la duración perdurable (con principio pero sin fin), la invisibilidad y la inmutabilidad.

Al resumir después la presencia de los ángeles en los cabalistas, menciona como sus fuentes bibliográficas para este punto el libro en alemán Los elementos de la cábala (Berlín, 1920) del doctor Erich Bischoff y la obra Literatura rabínica de Stehelin. El primero, nos dice, «enumera los diez sefiroth o emanaciones eternas de la divinidad, y hace corresponder a cada una de ellas una región del cielo, uno de los nombres de Dios, un mandamiento del decálogo, una parte del cuerpo humano y una laya de ángeles». Refuta la acusación de vaguedad hecha a los cabalistas, sosteniendo que, por el contrario, eran fanáticos de la razón y la causalidad.

Pasa luego a revisar el motivo angélico en la literatura, seleccionando ejemplos de Juan de Jaúregui, Góngora, Lope y Juan Ramón Jiménez. El ensayo termina manifestando el casi milagro que significa la supervivencia del ángel en la literatura a través de los siglos, hasta la actualidad. Dice el ensayista:

La imaginación de los hombres ha figurado tandas de monstruos (tritones, hipogrifos, quimeras, serpientes de mar, unicornios, diablos, dragones, lobizones, cíclopes, faunos, basiliscos, semidioses, leviatanes y otros que son caterva) y todos ellos han desaparecido, salvo los ángeles.


(p. 67)                


Los ensayos contenidos en El tamaño de mi esperanza (como los poemas de Fervor de Buenos Aires) tienen en germen su mundo literario posterior. Si bien Borges tenía valederas razones para no querer reeditar estos ensayos juveniles, adscriptos a premisas artísticas como   —214→   el criollismo voluntario que él superó en su obra madura, creo que fue acertada la decisión de María Kodama de ponerlos a nuestro alcance. En el párrafo que acabo de trascribir están en germen dos de sus libros posteriores: Manual de zoología fantástica (1957) y el Libro de los seres imaginarios. Si se tiene en cuenta el altísimo lugar que los ángeles ocupan en las Sagradas Escrituras, en la tradición teológica católica elaborada desde la Patrística y, en general, en las grandes religiones, la mezcla con otros «seres imaginarios» de naturaleza y categoría diversas puede tener cierto toque irreverente. También es verdad que en El libro de los seres imaginarios se recogen figuras con una muy rica tradición cultural, que con frecuencia tienen importantes simbolismos psicológicos e inclusive religiosos.

Pero la ironía borgeana se manifiesta también en otros niveles: en algunas de las opiniones intercaladas, en algunos adjetivos, en algunas imágenes. La más notable es la que asimila los ángeles a los pájaros104, que se desarrolla con voluntad artística pero también bromista, dispersa en diferentes párrafos: «Tanta bandada de ángeles no pudo menos que entremeterse en las letras» (p. 66), dice. Y más adelante añade: «pero a cualquier poesía, por moderna que sea, no le desplace ser nidal de ángeles» (p. 67). Y concluye: «son las divinidades últimas que hospedamos y a lo mejor se vuelan» (p. 67). Sin embargo, la actitud del ensayista hacia los ángeles no es permanentemente irreverente, es ambigua y   —215→   oscilante. El tema ha merecido su curiosidad intelectual, todo un trabajo de investigación, lectura, síntesis y elaboración artística105. A pesar de las notas irrespetuosas, se admira de la supervivencia de los ángeles y pone, finalmente, un toque personal, más íntimo:

Yo me los imagino siempre al anochecer, en la tardecita de los arrabales o de los descampados, en ese largo y quieto instante en que se van quedando solas las cosas a espaldas del ocaso y en que los colores distintos parecen recuerdos o presentimientos de otros colores


(p. 67).                


Este párrafo en el que el atrevimiento que ostenta el ensayo se arremansa y dulcifica, se relaciona con un poema muy juvenil del autor: «Campos atardecidos», que fue incluido en Fervor... (1923), pero que ya había sido publicado con leves variantes en Ultra (Madrid, núm. 21, 1 enero 1922)106 durante su período ultraísta:


El poniente de pie como un Arcángel
tiranizó el camino.
La soledad poblada como un sueño
se ha remansado alrededor del pueblo.
Los cencerros recogen la tristeza
dispersa de la tarde. La luna nueva
es una vocecita desde el cielo.
Según va anocheciendo
vuelve a ser campo el pueblo...


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El Arcángel no es aquí el referente, el ser del que se habla, sino el término comparativo que describe un atardecer, comparación que surge del atrevimiento vanguardista, empeñado en aproximar realidades disímiles. Sin embargo la imagen es tan llamativa, que el término metafórico se impone como imagen dominante.




«Los Ángeles de Swedenborg»

Esta breve obra en prosa está incluida en El libro de los seres imaginarios (1967)107, escrito en colaboración con Margarita Guerrero. En esta obra, que amplía y reelabora el Manual de zoología fantástica (1957), se insertan los dos trabajos referidos a Swedenborg, sus ángeles y sus demonios, entre las descripciones de otros seres más o menos fantásticos, muchos de los cuales fueron enumerados en el párrafo de «Historia de los ángeles» que transcribí más arriba. Los ángeles aparecen, pues, mezclados en el libro con seres mitológicos, fantásticos o folclóricos.

En este contexto, Borges hace una síntesis de las características principales que tienen los ángeles en la obra del hombre de ciencia y filósofo sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772)108. No indica en este ensayo la fuente de la que extrae este resumen aunque un breve cotejo permite inferir que se trata del libro Del cielo y sus maravillas y del infierno (Coelo et inferno, 1758)109.   —217→   En otras ocasiones menciona las tres principales obras de Swedenborg relacionadas con el tema: Los arcanos celestes (Arcana coelestia) publicada en Londres, en latín, entre 1747 y 1758; La verdadera religión cristiana (Vera christiana religio,1771) y la que acabamos de mencionar. Borges hace, a lo largo de diversas obras, no menos de veintiséis referencias al místico heterodoxo sueco110. Éste, en sus obras, «propone un sistema teosófico y salvacionista basado ante todo en una interpretación analógica y alegórica de las Escrituras y de los hechos sagrados, concepción que se vincula con toda la tradición del pensamiento esotérico. El autor refiere sus experiencias y visiones, en especial aquellas en las que sostuvo largas conversaciones con «los ángeles y otros seres celestes»111. Borges sintetiza:

Los Ángeles de Swedenborg son las almas que han elegido el Cielo. Pueden prescindir de palabras; basta que un Ángel piense en otro para tenerlo junto a él. Dos personas que se han querido en la tierra forman un solo Ángel. Su mundo está regido por el amor; cada Ángel es un Cielo. Su forma es la de un ser humano perfecto. La del cielo lo es asimismo...112



Estas y otras características definidas por Swedenborg y seleccionadas e interpretadas por Borges, difieren de la angelología judeo-cristiana ya que muchos de los caracteres del Cielo y de sus habitantes descriptos por el   —218→   místico, provienen -según él- de sus propias visiones y conversaciones celestiales.

Esta breve prosa borgeana es ampliada en su conferencia sobre el escritor sueco, pronunciada el 9 de junio de 1978 en la Universidad de Belgrano113. Sin embargo, en ella la focalización sobre el tema que nos ocupa es menos puntual, ya que se refiere a la vida y la obra de Swedenborg; después de presentarnos al autor, de seguirlo a través de su evolución biográfica hasta el momento en que Jesús se le aparece y le pide que cree una tercera iglesia, la de Jerusalén, el conferencista comenta la obra y refuta que sea la de un loco, como algunos opinan; considera que está escrita en un estilo muy sereno y que expone con mucha autoridad, que es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente. Borges atestigua haber leído los cuatro volúmenes de Swedenborg, traducidos al inglés y publicados por la Everyman's Library.

En «Otro poema de los dones» encontramos otra referencia a los ángeles de Swedenborg cuando da gracias «al divino / laberinto de los efectos, y las causas»: «Por Swedenborg, / que conversaba con los ángeles en las calles de Londres»114. Nuestro escritor, tan frecuentemente burlón, habla de la experiencia sobrenatural relatada por el vidente escandinavo con notable respeto y parece dar crédito a sus visiones y a sus ángeles.



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«El Ángel»

Este poema apareció -como dijimos- en La Nación del 25 de marzo de 1979 y fue luego incluido en La cifra (1981). La actitud del yo literario con respecto al ángel es muy diferente a la que analizamos en su ensayo juvenil. El poema está escrito ya hacia el final de la vida de su autor y denota un sustancial cambio de actitud frente al tema. Aunque no ignoramos los aportes de la teoría literaria que distinguen al autor del hablante lírico (teoría que el propio Borges contribuyó a establecer), postulamos que son muchos los vasos comunicantes entre el yo lírico y un Borges que imagina la dimensión espiritual de su vida, su momento final y el enfrentamiento con lo Sagrado115. La madurez humana alcanzada y la gravedad del momento que avizora excluyen la irreverencia e imagina al Ángel (cuyo nombre se escribe ahora sistemáticamente con mayúsculas) con serena pero fuerte grandeza.

El poema consta de dos núcleos o estrofas, la segunda muy breve. La primera agrupa una serie de oraciones desiderativas que pueden interpretarse básicamente como expresiones de deseo pero también como signos de una actitud de ruego religioso:

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Que el hombre no sea indigno del Ángel
cuya espada lo guarda
desde que lo engendró aquel Amor
que mueve el sol y las estrellas
hasta el último Día en que retumbe
el trueno en la trompeta.



En la primera oración se presenta al Ángel en relación con el hombre, marcando ya claramente la superioridad de la criatura celestial con respecto a aquel. El Ángel guarda al hombre, pero su figura está lejos de la dulce iconografía de los Ángeles de la Guarda producida para la recepción infantil. Por el contrario, la atribución de una espada le confiere en nuestra imaginación un aspecto erguido, imponente y guerrero, imagen de raigambre bíblica y con desarrollo iconográfico, muy alejada también de los rollizos ángeles del barroco o del arte rococó. La solemnidad de la presentación se refuerza por la evidente alusión a la Divina Comedia de Dante, en los versos que nombran a Dios como «el Amor / que mueve el sol y las estrellas» (Paraíso, Canto XXXIII). Esta alusión vincula también al Ángel con los que aparecen en la obra de Dante, delegados, mensajeros o contempladores de Dios116. La referencia al «último Día en que retumbe / el trueno en la trompeta», por sus resonancias apocalípticas, por su alusión al día del Juicio Universal y por la solemnidad del momento imaginado, solemniza también la figura sugerida del Ángel. Es notable la economía descriptiva ya que la imagen se presenta sin adjetivación, sólo a través de un sistema de relaciones culturales.

Si bien el Ángel de la Guarda es permanente compañero   —221→   del hombre y es el intermediario o mensajero de las mociones divinas, el hombre es libre y puede aceptarlas o desoírlas. Es por ello que, en el poema, es el hombre quien puede conducir al Ángel a lugares degradantes. Las tres oraciones desiderativas siguientes nos presentan una ética, que coincide con la ética cristiana, pero también con la particular concepción ética borgeana.


Que no lo arrastre a rojos lupanares
ni a los palacios que erigió la soberbia
ni a las tabernas insensatas.
Que no se rebaje a la súplica
ni al oprobio del llanto
ni a la fabulosa esperanza
ni a las pequeñas magias del miedo
ni al simulacro del histrión;
el Otro lo mira.



Con gran capacidad de síntesis se sugieren los pecados de la carne (lupanares, tabernas) y los pecados del espíritu (la soberbia). Desde el punto de vista de las técnicas literarias, es notable el uso de un recurso que Borges asimiló del expresionismo y que se convirtió en una constante de su estilo: el desplazamiento calificativo o hipálage: «tabernas insensatas», «fabulosa esperanza». Me refería antes a modalidades de la ética borgeana. Las expresiones: «el oprobio del llanto» o «que no macule su cristal una lágrima» nos recuerdan al «Nadie rebaje a lágrima o reproche» del «Poema de los dones», motivo que se reitera en poemas que atestiguan actitudes estoicas de antepasados y familares frente al dolor, la enfermedad o la muerte.

Cuando el hablante lírico nos exhorta o se exhorta a recordar «que nunca estará solo» pues «el Otro lo mira»,   —222→   de algún modo hace una opción teológica por la alteridad de Dios117. Las doctrinas gnósticas que penetraron el romanticismo, el simbolismo y sus derivados en el siglo XX, contribuyeron a instaurar en gran número de escritores un panteísmo indiferenciado: el yo del poeta era o es -de algún modo- parte de la divinidad. El hablante lírico es aquí categórico: Dios es el Otro (aunque existan infinitos puentes, canales de la vida divina y posibilidades de unión). Si bien Dios es Otro, penetra y mira permanentemente al hombre. El poeta concuerda con múltiples testimonios bíblicos, como el salmo 139: «Yahveh, tú me escrutas y me conoces; / sabes cuándo me siento y cuándo me levanto, / mi pensamiento calas desde lejos...»118. Por ello dice:


Que recuerde que nunca estará solo.
En el público día o en la sombra
el incesante espejo lo atestigua;
que no macule su cristal una lágrima.



La idea procede también de los Evangelios: nada quedará oculto. «El incesante espejo» es metáfora de la eternidad, de la Memoria divina, de la «Memoria que no acaba nunca», según palabras de Francisco Luis Bernárdez.

En la última estrofa el poeta pasa de la tercera a la primera persona gramatical en la oración desiderativa:


Señor, que al cabo de mis días en la tierra
yo no deshonre al Ángel.



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Hay una gradualidad en la confesión de la intimidad y aquí queda explícita la intención de ruego, que en la primera larga estrofa solo estaba sugerida.

¿Tiene el poema valor autobiográfico? Podría tratarse de un ejercicio retórico, de un modo de dar otra respuesta estética al desafío del tema angélico, que incitó a Borges desde su juventud. Pero también, de un aflorar sincero de tina de las facetas del espíritu borgeano: la sembrada por doña Leonor Acevedo de Borges, católica ferviente. «La discordia de sus dos linajes», la dicotomía interior entre los valores de la madre y los de su padre, librepensador, ha sido atestiguada por biógrafos como Emir Rodríguez Monegal119.

Como observó el mismo Borges, también la poesía contemporánea buscó esplendores en el tema angélico: Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, entre otros, poblaron sus poemas con diferentes textualizaciones y simbolismos de estas criaturas. La noticia de que Francisco Luis Bernárdez iba a dedicar un libro al Ángel de la Guarda motivó la nota de Borges «El Ángel de la Guarda en Avellaneda». En ella nos dice: «Por Carlos Mastronardi, en noche de discusión y de caminata, supe que Francisco Luis Bernárdez, compartida amistad, pensaba dirigir un poema al Ángel de la Guarda». Se plantea a continuación, con leve ironía, cómo podría esbozarse el poema: una aparición del ángel en ternura, en un lugar odioso e insípido120. Sin embargo, él mismo plasmó el tema años más tarde, con gran altura, enmarcándolo no en «un barrio de fábricas» sino en la superior atmósfera de la Divina Comedia del Dante.   —224→   ¿Había quedado el tema rondando en su mente como un desafío poético? Su hermana Norah hizo de los ángeles su tema preferido, con un estilo que Rafael Squirru ha considerado «visionario»121. Xul Solar, amigo de Borges, hizo también curiosos y bellos aportes a la iconografía angélica.

Aunque el ruego final del poema de Borges sea mucho más abarcador, nos es lícito afirmar que este texto «no deshonra al Ángel».





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ArribaAbajo «Como decía Borges...». Notas sobre sus ideas estéticas122

José Luis Víttori


La lengua es un sistema de citas.


Jorge Luis Borges, El libro de arena, 86.                



El lenguaje

El idioma es la sustancia de todas las formas de arte que llamamos literatura. A los escritores nos dijo Borges desde el comienzo, que «el idioma apenas si está bosquejado y que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos)   —226→   el multiplicarlo y variarlo», pues palabras hay «cuyo sentido dependen del escritor que use de ellas», de allí su deber de «engendrar vocablos que alcancen vida de inmortalidad en las mentes», más allá, con más audacia que la de quienes «sólo buscan en las palabras su ambiente, su aire de familia, su gesto», y bien lejos de «ese cambalache de palabras que no nos ayuda ni a sentir ni a pensar» cuando solo nos atenemos a la «autorizada costumbre» o a «un puñadito de gramatiquerías» («El idioma infinito», en El tamaño de mi esperanza, 39 y ss.).

Si el mundo aparencial «es un tropel de percepciones barajadas», el lenguaje «es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia» -nos dice-. De donde, «los sustantivos se los inventamos a la realidad», abreviándola. «En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de sombra, decimos atardecer» («Palabrería para versos», en loc. cit., 46-47).

Si los hechos (de la realidad) no requieren definición es «porque ya poseen nombre, vale decir, una representación compartida» (Evaristo Carriego, 54). Solo de ese modo la lengua es edificadora de realidades y de vocabularios en los que se especializa el conocimiento. Pero la poesía (también la narrativa), «arte de poner en juego la imaginación por medio de palabras» -según Schopenhauer- «es limosnera del idioma de todos» (del «español general» -dirá después), del sermo plebeius al que debemos prestarle un estreno de expresiones simbólicas -por ejemplo: diluviar, confluir, extremar, desalmar- cuya invención supere el «memorioso y problemático español de los diccionarios» (El idioma de los argentinos, 145), el fanatismo de quienes han reemplazado «el auto de fe con el diccionario de galicismos» (Carriego, 37) o las vanidades que los preceptistas quieren hacer pasar por lenguaje poético, «como corcel y céfiro y purpúreo   —227→   y do en vez de donde» («El idioma infinito», en El tamaño..., 48).

Sobre la aconsejada búsqueda de términos flamantes, en la esperanza de su posibilidad (de allí el «tamaño de la esperanza» que da título al libro), propone la adjetivación como «intención de belleza» (loc. cit., «Palabrería para versos», 45 y ss.).

«Los poetas actuales hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación», como lo afianzó Quevedo en su tiempo, al ubicar «epítetos tan clavados, tan inmortales de antemano, tan pensativos...» («humilde soledad», «viento mudo y tullido», «boca saqueada»), al contrario de «la adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare», «esa retahíla baratísima de sinónimos» como «tiempo devorador (o) gastador (o) infatigable» -dice-, amonestando en su exigencia las invocaciones del gramático Ricardo Spiller; de epítetos balbucientes: «Tu busto albar su delgadez de ondina», en Herrera y Reissig; de adjetivación embustera: «Apuntó en su matiz crisoberilo», en Lugones.

En suma: si los epítetos demandan siempre «un esfuerzo de figuración», «no hay que dejarlos haraganear». «Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones». Y asesta su ejemplo empático: unos versos del Fausto en los cuales, con adjetivación ajada («overo», «lindo», «rosao»), Estanislao del Campo inventa un caballo «overo rosao» y dispone una «agradabilísima interjección final: ¡Lindo el overo rosao!» que pasa también por una delicada codicia (loc. cit., «La adjetivación», 51 y ss.).

Llegados a El idioma de los argentinos, topamos en uno de sus trabajos, «Otra vez la metáfora», con la   —228→   denegación de esta figura (y de todas las figuras) tan postulada con anterioridad como representativa e impulsora de la manifestación poética. «La más lisonjeada equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas es tarea fundamental del poeta... Desde luego confieso mi culpabilidad en la difusión de ese error» pues, siendo la metáfora «asunto acostumbrado de mi pensar [...] ayer he manejado los argumentos que la privilegian [...]; hoy quiero manifestar su inseguridad...» (loc. cit., 49).

¿Debemos calificar la actitud contradictoria de un ayer que afirma con énfasis y de un hoy que niega con parecida ceremonia? Inclinados a cierta malignidad lo haríamos, pero preferimos la benigna explicación fenomenológica del aprendizaje sucesivo que permite descreer y cambiar en la no detenida perfección del yo y de su hipóstasis verbal, todo a título de una permanente denuncia de la facilidad, el descuido o la pereza. A las «contrarias lealtades» que más, adelante declarará, debemos sumar sus porfiados lectores estas razonadas apostasías: «Creo de veras que la metáfora no es poética; es más bien pospoética, literaria, y requiere un estado de poesía ya formadísimo» (loc. cit., 51) vinculado a nuestro vivir, a la costumbre de pensar las cosas «con devoción». En la fórmula de Unamuno: «Los mártires hacen la fe» (loc. cit., 50). Valga para él y también para nosotros el epílogo de su casuística metafórica: «Me parece bien que haya metáforas, para festejar los momentos de alguna intensidad de pasión. Cuando la vida nos asombra con inmerecidas penas o inmerecidas venturas, metaforizamos casi instintivamente. Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como él» (loc. cit., 55).

En un ensayo posterior, «sobrecaliente» diríamos: «La simulación de la imagen» (loc. cit., 77 y ss.) vuelve sobre el   —228→   debate para afirmar que «casi todas las que se dicen metáforas no pasan de incontinencias de lo visual». Y alega que «esas negligencias [...] cuentan siempre, con la complicidad del lector» (su haraganería o cortesía o visible superstición de creer en «las naturalezas distintas de la conversación y de la escritura...»).

Y nos parece cierto. De igual modo aceptaremos creerle cuando nos diga al acaso en un página de «La señora mayor» (El informe de Brodie, 1970) que «las metáforas comunes [como «había ido apagándose poco a poco»] son las mejores, porque son las únicas verdaderas» (79); las que ya han sido dichas, las sencillas invenciones del habla común, pensamiento melancólico y epilogal, si se quiere, de un escritor que brilló y asombró con la «efusividad retadora» de sus intuiciones. Baste señalar unas pocas al correr de las páginas: «Ignorar con plenitud», «fundamental vaguedad», «el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas», «con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido latía misteriosamente una brújula», «la fogosa caña», «el cóncavo recuerdo», figuras estas colectadas solo en las veintidós páginas de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», es decir, entre los cuentos de Ficciones, su libro de 1941. Y así fue siempre, entendiendo que, «dentro de la comunidad del idioma (es decir, dentro de lo entendible), el deber de cada uno es dar con su voz», y su voz se deja oír en un tono de cierta afectación «muy suya» (para decirlo con una sencilla atribución popular), cultivada, tal vez querida pero no impostada -no para escucharse como se escuchaban Darío o Lugones- sino para alcanzar una serena excelencia en el lenguaje que en un comienzo conoció la pasión creadora del desafío: «Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas caben en el cielo» -nos dijo en «Buenos Aires» (Inquisiciones)-, y también: «la enormidad de la   —230→   absoluta y socavada llanura», o «esos ponientes pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra» (89), al punto que declaraba: «Ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos...» (84).

Pero esas efusiones se van atenuando, en pos de la «serenidad eficiente»: «Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música...» («El fin», en Ficciones, 180).

Dicho así, así hecho y declarado en más de una confidencia, para no incurrir él mismo en los sagaces reproches que supo hacerle a Lugones -especie de «fijación edípica», escribimos alguna vez o más de una vez al palpar su encono-; Lugones, «cuyos libros despertaron la admiración, pero no el afecto, y que murió, tal vez, sin haber escrito la palabra que lo expresara», a fuerza de querer ser original y de no resignarse, en su falta de rigor, en sus deliberados juegos retóricos, en su barroquismo, a sacrificar el menor hallazgo (Leopoldo Lugones, 30 y ss.).

«La pompa de ciertas descripciones, algo mecánicas, traduce la fatiga del escritor y su alejamiento de los temas tratados» -acusa Borges en «Cuentos fatales»- esto es, la ampulosidad exterior del lenguaje disociada de la temática; la atención de la palabra escapándose de su necesidad; la habilidad técnica despegada de su inevitable cauce espiritual. «Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino un objeto elaborado por él...» (97).

Este diagnóstico no se limita a sopesar el «caso Lugones»; enuncia juicios válidos, esto es, aplicables, a toda la literatura argentina, a todo nuestro hacer o querer   —231→   hacer arte con la palabra, al lenguaje que es «materia» e «instrumento» de la literatura, y a la literatura en cuanto lenguaje de formas verbales capaces de animar historias y de comunicar emociones.

Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les faltaba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos adolecen del pecado original de ser innecesarios. Los leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.


(loc. cit., 95)                


El dictamen es provocador, es severo, es irreverente, pero en el real ensamble del lenguaje y del pensamiento, o del lenguaje y de la imaginación, o del lenguaje y el despojado sentir esto es, en el pleno obrar de la literatura, más de una vez se ajusta a la verdad. Muchos de nosotros y en particular los escritores de mi generación, seducidos al principio por la voz barroca de William Faulkner más que por su «mundo alucinatorio», cometimos el error de creer que la realidad es verbal, y para decirla ahuecamos la voz, embelesándonos con la audición de nuestro propio discurso y olvidando las honestas emociones de nuestra propia vida. El reproche de Borges puede admitirse no solo por el lado vano de la retórica, sino también por la arrogante sencillez de algunos seguidores del realismo, en las composiciones planas y envanecidas de reclamos políticos que empalagaron nuestro medio siglo. Y a casi toda la veleidosa versificación que ha producido este país,




El idioma de los argentinos

Si entendemos la literatura como un lenguaje en el   —232→   lenguaje, esto es, como el íntimo acuerdo del idioma y de la obra, acuerdo o ensamble mediante el cual encuentra su forma el modo de sentir del escritor, las precedentes observaciones de Borges, transcriptas en «buen español» y claramente aplicadas a un caso visible, son el fundamento de un oficio llamado a trascender el día. Otros lo habrán dicho antes, sin duda, en la espaciosa historia de la estética, pero él recreó esas ideas en justos términos de actitud y valor para las secuencias de la crítica argentina -tan o más carenciada que la poesía-.

El idioma y la consideración crítica del habla, de la escritura y de la obra fueron preocupaciones insistentes en Borges. ¿Es que esos tiempos del suceso literario eran incompatibles por algún motivo en nuestro país?

En El idioma de los argentinos, Borges se preguntaba:

¿Qué zanja insuperable hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina? Yo les respondo que ninguna, venturosamente para la entendibilidad general de nuestro decir. Un matiz de diferenciación sí lo hay: matiz que es lo bastante discreto para no entorpecer la circulación total del idioma y lo bastante nítido para que en él oigamos la patria.


Esto es lo esencial de su entender el lenguaje y lo sostendrá siempre: una saludable equidistancia de sus copias -«la dicción de la fechoría» y la del «memorioso y problemático español de los diccionarios»-; en suma, el idioma que nos dice, «el de nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad». El idioma de nuestros mayores, para quienes «su escritura fue la de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un mal humor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni   —233→   recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. Pienso en Esteban Echeverría, en Domingo Faustino Sarmiento, en Vicente Fidel López, en Lucio V. Mansilla, en Eduardo Wilde. [Ellos] dijeron bien en argentino [...] No precisaron disfrazarse de otros ni dragonear de recién venidos» (op. cit., 145).

Y rezonga un cargo que desde ayer a hoy nos toca: si aquella «naturalidad*123 se gastó», es que «dos deliberaciones opuestas, la seudo plebeya y la seudo hispánica, dirigen las escrituras. El que no se aguaranga para escribir [...] trata de españolarse o asume un español gasesoso, abstraído, internacional...» (op. cit., 146).

En estos días, me permito añadir, se está imponiendo acaso con mayor ensañamiento que en los días pretéritos, una tercera deliberación seudomundana o seudoculta; esta acompaña bien o mal (generalmente mal) la invasión de tecnicismos aportados por los medios electrónicos y adopta los prestigios del inglés con una pretenciosa pronunciación no fundada en el pleno conocimiento de ese idioma. Esta actitud frívola excluye no se sabe por qué (¿temerosos de lesa ignorancia o pudorosos de inferioridad?) la decisión optativa pero mejor de traducir por su nombre español aquellos tecnicismos. Al no hacerlo, nos acostumbramos a escuchar unas cadencias desvencijadas por el intérprete y a adoptar formas de construcción extrañas a la sintaxis del español y aun -como Borges advirtió (a la inversa) al imponerse en el cine y en la televisión el doblaje de filmes y vídeos-, a la espontaneidad de los gestos que, en la conversación (también en la escritura en cuanto transcripción dialogal), acompañan expresivamente al hablante (cf. «Sobre el doblaje», en Discusión).

Si fuese necesario acudir aquí a un ejemplo convincente de buena escritura en «español argentino» -como dice el poeta José Mascotti- citaríamos in extenso   —234→   un relato que Borges tituló «Dos esquinas: Sentirse en muerte». En esas páginas de admirable despojamiento están dados el pulso, el tono y el ambiente de nuestro lenguaje:

... una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia en mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo.


(El idioma de los argentinos, 124)                





Idioma, identidad y destino

Al examinar el idioma de los argentinos, Borges pensaba «en el ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no igual. No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras (españolas), pero sí su connotación», su «representación compartida».

«Dentro de la comunidad del idioma (español, es decir, dentro de lo entendible...) el deber de cada uno es dar con su voz. El de los escritores más que nadie*...» (148-149). «Dar con su voz» no es otra cosa para un escritor que hallar o descubrir su identidad. Y hallar la propia identidad significa aceptar o entender que «toda literatura es autobiográfica finalmente» -nos dice aquí como lo había dicho en El tamaño de..., p. 127 y ss.- que «todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él», refutando críticas aparecidas en los diarios a «unos versos que hacían memoria de dos barrios de esta ciudad que estaban entreveradísimos   —235→   con su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y padeció un amor que quizá fue grande».

«En la poesía lírica -remacha- este destino suele mantenerse alerta, bosquejado por símbolos que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo»: en el orden de ese «rastreo», parte de la esencial «explicación de textos» que los franceses ejercían con obstinado rigor, integraría décadas más tarde el repertorio bichador de las pesquisas fenomenológicas, hermenéuticas, semiológicas, estructurales, etc., sin escándalo de la crítica rotativa.

Años después, en el epílogo de El hacedor (1960), refirmará la idea de la índole autobiográfica de la literatura con experimentado convencimiento:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara*.


(109)                


En el poema «La luna», apuntala dicha intuición al invocar «...el maleficio / De cuantos ejercemos el oficio / De cambiar en palabras nuestra vida» (Cf. El hacedor, 67).

Y bien: en los remansos de su autobiografía -de los símbolos inventados para decirla-, evoca la imagen del suburbio (Palermo, Adrogué, el Sur), de Carriego, del lenguaje abastecido por Carriego y, siempre, de la «desaforada llanura».

La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación   —236→   argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y, ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa*.


(El idioma de los argentinos, 150)                





Referencias

Consta en primer lugar la fecha de las primeras ediciones de las obras anteriores al medio siglo. Las citas responden a las obras de Jorge Luis Borges editadas o reeditadas a partir de 1950 en volúmenes separados.

Evaristo Carriego [1930]. Buenos Aires, Emecé, 1955.

Leopoldo Lugones. Esta edición incluye «Las nuevas generaciones literarias» (cf. El hogar, 1937) y «Lugones» (cf. Nosotros, 1938). Buenos Aires, Troquel, 1955.

Ficciones (El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Artificios, 1944). Buenos Aires, Emecé, 1956.

Discusión [1932]. Buenos Aires, Emecé, 1957.

El hacedor. Buenos Aires, Emecé, 1960.

El informe de Brodie. Buenos Aires, Emecé, 1970.

El libro de arena [1975]. Barcelona, Plaza y Janés, 1977.

El tamaño de mi esperanza [1926]. Buenos Aires, Seix Barral, 1993.

Inquisiciones [1925]. Buenos Aires, Seix Barral, 1994.

El idioma de los argentinos [1928]. Buenos Aires, Seix Barral, 1997.





  —237→  

Arriba Borges y España

Emilia de Zuleta


Hablar de Borges y España es hacer la historia de una relación conflictiva que se extiende desde la adolescencia hasta la muerte del gran escritor. Esa historia debe ser percibida no solo como una evolución a través de los diversos momentos y circunstancias de su vida, sino también como un proceso cíclico que abarca en espiral una compleja, ambigua, cambiante relación de atracción y rechazo estructurada sobre tres factores principales. El primero corresponde a los condicionamientos sociales y culturales de las relaciones entre España y América, tales como eran vividos en el entorno en que Borges creció y vivió como persona y como escritor.

El segundo consiste en el desarrollo de su propia relación con la lengua española, conflictiva y problemática, y con su tradición cultural y literaria.

El tercero procede del propio temperamento de Borges, el carácter caprichoso y contradictorio de sus opiniones que apuntan, muchas veces, a provocar la   —238→   reacción de su interlocutor, y que llegarían a configurar el personaje Borges que se superpone a su persona, sobre todo en los últimos años de intensa exposición pública.

En cuanto al primer factor, es indudable que en el sector de los criollos cultos de mediana o alta posición social, los españoles fueron vistos como pertenecientes a los niveles más bajos. El mismo Borges recuerda en su Autobiografía: «En Buenos Aires, los españoles siempre tuvieron trabajos de nivel inferior, como sirvientes domésticos, o camareros, o peones, o eran pequeños comerciantes, y los argentinos nunca pensamos en nosotros mismos como españoles». En estas vivencias se crió y formó, y en la construcción de su propia biografía puso siempre el acento en que aprendió a leer en inglés antes que en español, y hasta llegó a insistir en que leyó el Quijote en una traducción inglesa antes de hacerlo en español. Quien haya oído hablar a Borges en inglés puede poner en duda estas afirmaciones: si bien tenía un amplio dominio del vocabulario y de la sintaxis inglesa, su entonación y su pronunciación no lo acreditaban como bilingüe, nivel de insuficiencia que, por otra parte, era común a los criollos cultos de su generación.

Paralelamente, en la Argentina discurría un proceso de asentamiento y de mejoramiento de las relaciones con España que he descripto en otras ocasiones. Primero, la llegada de un núcleo de inmigrantes ilustrados ya desde 1874; luego, aquellas acciones que, desde España, se encaminaban hacia un «hispanismo práctico» desde la celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, en 1892. Luego, vendrían los contactos directos de los viajes en una y otra dirección: Benavente, Valle-Inclán, los Ortega, Larreta, Reyles, Gálvez, Rojas. Hubo, además, dos centenarios argentinos en 1910 y 1916, celebrados con fuerte presencia española, la cual   —239→   se manifestaba, además, en nuestros grandes diarios y revistas, sobre todo a partir de 1898.

Sin embargo, hubo un importante sector de la intelectualidad argentina que se mantuvo ajena, indiferente o reticente a esta relación con España. Para otros, el hispanismo fue cosa adquirida que había que conquistar en medio del flujo y reflujo de simpatías hacia o contra España.

Otro factor que hemos mencionado es la personalidad, singular e independiente como pocas, del joven Borges, y eso es lo que trataremos de explorar a través de tres ciclos: la iniciación, la transición hacia la madurez y la madurez.


1. La iniciación

La experiencia española de Borges se inicia con su contacto directo con la vida en aquel país que, si bien fue breve y parcial, lo marcó decisivamente y quedó presente en su autoconciencia hasta los años finales.

Como se sabe, la familia Borges partió hacia Europa en 1914, poco antes de la primera guerra mundial y el joven Borges, con apenas quince años, reanudó su formación escolar en Ginebra. Luego, se trasladan a España, primero a Barcelona y Sevilla y luego a Palma de Mallorca y Madrid. Sevilla y Palma representan para Borges las primeras experiencias como integrante de grupos generacionales. En Sevilla entró en contacto con el ultraísmo y el grupo de la revista Grecia, donde publicaría varios poemas. Luego viene la primera estadía en Palma adonde llega como abanderado del ultraísmo, publica algunos poemas y, junto con otros poetas, firma un Manifiesto ultraísta. Entre 1919 y 1922 alcanzan a aparecer una veintena de poemas suyos, algunos de tema   —240→   político y otros sentimentales y eróticos que Carlos Meneses ha descripto y analizado124.

¿Cómo era el joven Borges a los veinte años, en el momento de su llegada a Madrid? Guillermo de Torre lo recuerda en su libro Literaturas europeas de vanguardia (1925) como un «espíritu genuinamente inquieto», como un «temperamento polémico» y con un «raro sentido del Verbo». Tres rasgos que componen un retrato que se mantendría a lo largo de su vida. Y agrega: «Llegaba ebrio de Whitman, pertrechado de Stirner, secuente de Romain Rolland, habiendo visto de cerca el impulso de los expresionistas germánicos, especialmente de Ludwig Rubiner y de Wilhem Klemm»125.

Escribía poemas de «cierta intención social o de comunión social o de comunión mística» con «una visión maximalista». Muestras de esta poesía, que debió integrar su libro Los salmos rojos, nunca publicado, se conservan en las revistas de la vanguardia española. Por entonces escribía, asimismo, un libro en prosa, también inédito, Los naipes del tahúr, hecho de reflexiones y relatos.

El ultraísmo se hallaba en su momento de auge. En este núcleo se reunían diversas corrientes de la vanguardia en cuanto corporizaba lo que llama Renato Poggioli el mito de lo nuevo126: en especial, el cubismo, el dadaísmo, el futurismo. Tuvo un promotor, Rafael Cansinos Assens y un abanderado entusiasta, Guillermo   —241→   de Torre, creador del nombre mismo de Ultra, poeta ultraísta y, luego, historiador puntual y erudito del movimiento. En noviembre de 1920 Torre publica un curioso Manifiesto vertical ultraísta, con grabados de Norah Borges, escrito en un lenguaje oscuro, cargado de caprichosos neologismos, una actitud vital enérgica y un auténtico vértigo de aspiraciones. Lo esencial de esta doctrina se había acuñado en la tertulia del café Lyon d'Or por obra de Torre, Eugenio Montes y Jorge Luis Borges.

El joven Borges participaba, además, de las tertulias de Cansinos Assens en el café Colonial y, ya en su segundo viaje a España, de las de Ramón Gómez de la Serna, opositor del primero, en el Café de Pombo. Como se sabe, las relaciones de Borges con Cansinos componen un curioso capítulo de su biografía. Desde el comienzo declara una admiración sin límites hacia este traductor y prosista, y reconfirma esta admiración hasta el final de su vida. La admiración por Ramón, también conservada, sufrió algunas rectificaciones.

Torre, por el contrario, ha calificado a Cansinos como un mero «inductor de entusiasmos», puesto que su obra poco tiene que ver, estéticamente, con el nuevo movimiento y más bien se caracteriza por su preciosismo y por un hebraísmo que la sitúan como más próxima al modernismo que a las vanguardias.

En marzo de 1921 la familia Borges se embarca rumbo a Buenos Aires. Apenas dos años y unos meses de residencia en España, aunque luego vendría un segundo viaje, en 1923, repartido entre Andalucía, Mallorca y Portugal.

De aquel primer viaje quedaría, además, un artículo importante, «Ultraísmo», reproducido en la revista Nosotros de Buenos Aires, en diciembre de 1921. Allí Borges define la misión de los poetas ultraístas: abolir   —242→   el rubenismo y el anecdotismo vigentes y, además, el sencillismo y, ya con la mirada puesta en la vanguardia argentina, la introducción de «palabrejas en lunfardo». Ratifica su admiración por Cansinos Assens y describe con tal acierto el programa ultraísta que Guillermo de Torre lo transcribirá en sus Literaturas europeas de vanguardia:

1.º Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora. 2.º Tachadura de las frases medianeras, los nexos y los adjetivos inútiles. 3.º Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada. 4.º Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia. Los poemas ultraístas constan, pues, de una serie de metáforas, cada una de las cuales tiene sugestividad propia y compendia una visión inédita de algún fragmento de la vida127.



Guillermo de Torre ha examinado estos antecedentes en su artículo «Para la prehistoria ultraísta de Borges». Aquel entusiasmo ultraísta de los años 1919 a 1922 «pronto se trocó en desdén y agresividad», dice. Y tras asombrarse de ese afán de pasarse rotundamente al extremo opuesto, documentado en el primer libro de Borges, Fervor de Buenos Aires, de 1923, de donde se excluyen todas sus composiciones ultraístas, salvo una de ellas, recoge los principales testimonios de aquella adhesión. En primer lugar, su repudio de Lugones, a quien años más tarde enaltecería hasta los mayores   —243→   extremos. En segundo lugar, la intensidad y frecuencia de sus colaboraciones en las revistas ultraístas, Grecia, Ultra, Tableros128.

Y, sin embargo, Borges había llegado a Buenos Aires conservando su entusiasmo ultraísta. Como tal lo recuerda Leopoldo Marechal al diferenciar su propia generación como «martinfierrista»: «En rigor de verdad sólo fueron ultraístas dos o tres compañeros que recién llegaban de España o que conocían ese movimiento de suyo tan objetable por su originalidad». Y agrega explícitamente que Borges era uno de esos pocos129.

Lo cierto es que, aunque pronto Borges rechaza su ultraísmo, conserva su devoción por Cansinos Assens. Marinetti, en su manifiesto El futurismo mundial, del 11 de diciembre de 1924, menciona entre los futuristas declarados o sin saberlo a Luis [sic] Borges130.




2. Hacia la madurez

Por entonces, hacia 1924, Borges, como sus camaradas argentinos, se hallaba en una nueva etapa de las vanguardias, muy diferente pero, a la vez, paralela con la que se iba delineando en España dentro del grupo de poetas y prosistas que se llamarían del 27.

Traía un rico repertorio de lecturas españolas que se mantendrían en Buenos Aires: «Sabíamos de memoria a   —244→   Fray Luis de León, a San Juan de la Cruz, a Quevedo, a Góngora, a Lope, a Darío, a Lugones»131, recordaría muchos años más tarde, en ocasión de la muerte de Francisco Luis Bernárdez.

Sus contactos con la Península continúan al comienzo de esta etapa y conservan, en general, un signo positivo. Su primer libro, Fervor de Buenos Aires, es comentado por uno de los mayores críticos de poesía de aquel momento, Enrique Díez Canedo, en la revista España, en un artículo que fue reproducido en Buenos Aires por Nosotros.

Señalaba allí su condición de poeta clásico, aunque indica como rasgo fundamental «un nuevo acoplarse de adjetivos y sustantivos», apuntando certeramente a lo que transparentaba la lucha por la expresión en que se hallaba empeñado el joven Borges132. El libro también fue comentado por Gómez de la Serna en la Revista de Occidente, quien destacaba su calidad de gran poeta y subrayaba su filiación gongorina.

En los años siguientes la crítica española prestó atención a sus libros de 1925: Luna de enfrente, comentado por Guillermo de Torre en la Revista de Occidente, e Inquisiciones, en el mismo lugar, por Benjamín Jarnés. Este último lo hace con una concisión, una profundidad y una perspectiva que parecen prefigurar el desarrollo posterior de la obra de Borges:

Lo plausible de este austero poeta que canta a los suburbios porteños en el mismo tono sentencioso con que inicia una escaramuza con Berkeley, es su patente   —245→   amor a la tradición castellana, que le convierte en nieto adoptivo de Quevedo, por quien forja sus páginas más intensas, y cuya esencia tan certeramente define133.



Recuerdo haberle leído este texto a Borges en 1963 y que lo rechazó sin mayores comentarios. ¿No le gustaba que hablaran de su obra? Posiblemente, porque hay otros testimonios de ello. ¿No le gustaba que se le atribuyera aquella filiación castellana y quevedesca? Ambas cosas son posibles.

Por esos mismos años Borges publica algunos artículos sobre autores españoles en revistas porteñas. El primero de ellos, «Acerca de Unamuno poeta» apareció en Nosotros, en noviembre de 1923. Allí confiesa: «Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de sus versos»134. Esa intimidad, prosigue, le permite bucear tanto en el carácter metafísico de esa poesía como en su orientación conceptista: «...hay una más entrañable y conmovedora valía en las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades del idioma», dice. Esos versos, según Borges, son tan españoles que, precisamente por ello, resultan humanamente universales. Como ocurre en el caso de otros poetas, con estas lecturas está autodefiniéndose por esos rasgos capitales en los cuales su propia obra converge con la de Unamuno: hondura metafísica, precisión conceptista, universalidad.

También escribió por entonces sobre Quevedo, Torres Villarroel, Cansinos Assens. Elogió el intelectualismo de Quevedo: «Fue perfecto en las metáforas, en la   —246→   antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia». Y agrega: «Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo»135. Prácticamente está caracterizando las notas que presiden sus propias búsquedas idiomáticas de aquel momento.

Todavía va más allá en esta filiación quevedesca al hablar de Torres Villarroel: «Quiero puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el amor de la metáfora». Compara, asimismo, la «atropellada numerosidad de figuras» con los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo, y afirma que Torres Villarroel está «enquevedizado»136.

En noviembre de 1924 había publicado en Martín Fierro un artículo titulado «Definición de Cansinos Assens», donde lo señala «como el más admirable anudador de metáforas de cuantos manejan nuestra prosodia»137. Continúa con un elogio desmesurado de la gran calidad literaria de Cansinos: su dominio de todos los géneros literarios, su conocimiento de lenguas, la «intensa y asombrosa emoción estética que provoca su obra».

Otra devoción suya de los años españoles que perduraba en los comienzos de la década de los veinte fue Ramón Gómez de la Serna. En enero de 1925 escribió   —247→   sobre el sentido de su obra en la revista Martín Fierro bajo el título de «Ramón y Pombo»: «Yo pondría sobre ella el signo de Alef», dice utilizando por primera vez este concepto que daría el título a su famosísima narración de 1949. Compara sus enumeraciones con las de La Celestina, Rabelais, Burton y Whitman138. Durante ese mismo año de 1925, Borges participará en un Homenaje que publica Martín Fierro con motivo de un viaje de Ramón a Buenos Aires que, en definitiva, no se realiza.

En 1927, y en el primer número de la revista Síntesis, Borges presenta a Rafael Cansinos Assens cuyo ensayo «El misterio de las cosas bellas» se introduce como la «primera página inédita publicada en América por este autor»139.

También es Borges el presentador de Primitivo E. Sanjurjo, intelectual coruñés, a quien califica como «una de las apasionadas e indignadas inteligencias de la España de esta época». De este autor se publican dos entregas del ensayo titulado «A toda la nueva estética»140.

Pero la nota más acusada de la obra de Borges durante este ciclo de mediados de la década de los veinte es su lucha denodada por la expresión lingüística. En la base de su actitud estaba aquella «austera desconfianza sobre la eficacia del idioma» que él atribuyera a Quevedo. Abundan sus textos en ese sentido. Me detendré únicamente en tres de ellos. El primero, incluido en noviembre de 1925 en la revista Martín Fierro, es el   —248→   prólogo de su libro de ese año, Luna de enfrente. Dice allí que sus poemas son hablados en criollo, no en gauchesco ni arrabalero, sino en «la heterogénea lengua vernácula de la charla porteña». Es decir, búsqueda de la lengua propia en el nivel coloquial de los porteños, lo cual no implica un rechazo del español, sino su modificación por el uso en la Argentina141.

El segundo texto, aparecido en Nosotros, en enero de 1926, se titula «Las coplas acriolladas». «Una de las tantas virtudes que hay en la copla criolla es la de ser copla peninsular», dice allí. Pero lejos de detenerse en las semejanzas, apunta a las diferencias: muchas de aquellas coplas no tienen parangón en español, por ejemplo, las que llama las coplas de hombría serena «en que se manifiesta el yo totalmente». La copia española pierde entre nosotros su envaramiento, afirma: «Pienso que sí: la de que hay espíritu criollo, la de que nuestra raza puede añadirle al mundo una alegría y un descreimiento especiales. Esa es mi criollez. Lo demás -el gauchismo, el quichuismo, el juanmanuelismo [se refiere a Juan Manuel de Rosas]-, es cosa de matemáticos». Y concluye con una fórmula que se ha hecho famosa: «Lo inmanente es el espíritu criollo y la anchura de su visión será el universo»142.

Esta idea de que el ahondamiento en el espíritu criollo, sin entorpecer «la circulación total del idioma», llevará al logro de la expresión idiomática propia y, por esa vía, a la universalidad, domina también en el tercero de estos textos, su muy conocida exposición sobre «El idioma de los argentinos», leída en el Instituto Popular   —249→   de Conferencias por su amigo Pedro Henríquez Ureña. (Aún no había nacido el Borges conferencista, con su singular elocución vacilante, entre dubitativa y asertiva, que potenciaba con su ritmo entrecortado el valor de cada palabra.)

Comenzaba señalando dos influencias antagónicas: «Una es la de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción». Ve en aquel arrabalero del sainete y de los tangos nuevos una divulgación del lunfardo, jerigonza de los ladrones que no puede arrinconar al castellano, pero que es utilizada con intención de añadir color local, cosa que no intentaron ni Fray Mocho, ni Carriego, ni Sicardi.

También es ilógico e inmoral el alarde de riqueza y la gran cantidad de palabras difuntas que usan los españolizantes. Cree, sin embargo, que «...algún ejemplo de genialidad española vale por literaturas enteras: don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes». Algunos, dice, añaden Góngora, Gracián, el Arcipreste. «El que no es genio es nadie; el único recurso español es genialidad». El resto es difuso y mediocre. El idioma argentino se halla entre ambas tensiones y así escribieron nuestros mayores, Echeverría, Sarmiento, Vicente F. López, Mansilla: en «el dialecto usual de sus días», sin recaer en españoles ni degenerar en malevos. «Dijeron bien en argentino: cosa en desuso». La diferencia está en el matiz, en las connotaciones. Y da diversos ejemplos de ello para concluir: «Quisiera que el idioma hispano, que fue de incredulidad serena en Cervantes y de chacota dura en Quevedo y de apetencia de felicidad -no de felicidad- en Fray Luis y de nihilismo y prédica siempre, fuera de beneplácito y pasión en   —250→   estas repúblicas»143. Quedan así declarados sus modelos idiomáticos españoles a esa altura -Cervantes, Quevedo, Fray Luis-, y su programa de distanciamiento: el uso coloquial de los criollos, tan alejado de casticismos como de aplebeyamientos degradadores y falsos.

En ese mismo año de 1927 se conmemoraba en España el Centenario de Góngora, como acto de reafirmación generacional de la joven vanguardia en evolución hacia un renovado clasicismo. Es sugestivo que esta celebración tuviera su eco en Buenos Aires en la revista Martín Fierro, que abre su número 41, del 28 de marzo de 1927, con colaboraciones de Pedro Henríquez Ureña y Arturo Marasso y unos sonetos de Góngora. Es, también, el momento en que en la revista porteña habían ido apareciendo colaboraciones de Benjamín Jarnés, Ramón Gómez de la Serna, José Bergamín, César Arconada, entre otros. Ya durante el año anterior Guillermo de Torre había publicado allí pedidos de colaboración para La Gaceta Literaria.

Sin embargo, se estaba gestando un nuevo distanciamiento entre el grupo porteño y su equivalente en España. Me refiero al llamado «pleito del Meridiano», motivado por una nota editorial sin firma, pero cuya autoría reconocería Guillermo de Torre, titulada «Madrid meridiano intelectual de Hispanoamérica», que había aparecido en La Gaceta Literaria, en abril de 1927. En ella se rechazaban por espurios los términos de «América Latina» y «Latinoamérica» y se exhortaba a estudiantes, intelectuales y artistas a penetrar en la atmósfera intelectual de España144.

  —251→  

La reacción en Buenos Aires fue inmediata y tuvo su foco central en Martín Fierro para extenderse luego a otras publicaciones rioplatenses y extranjeras145. En el número 42 de aquella revista, correspondiente al 10 de junio de 1927, y bajo el título general de Un llamado a la realidad, opinan sobre el asunto varios escritores, entre ellos Ricardo Molinari, Ildefonso Pereda Valdés, Nicolás Olivari, Santiago Ganduglia, Raúl Scalabrini Ortiz y el propio Borges. Me detendré únicamente en la breve nota de Borges, «Sobre el meridiano de una Gaceta», sumamente despectiva y tajante, donde de forma al parecer definitiva, divide no solo dos modalidades estéticas y lingüísticas enfrentadas a través del Atlántico. Dice allí:

Madrid no nos entiende. Una ciudad cuyas orquestas no pueden intentar un tango sin desalmarlo; una ciudad cuyos estómagos no pueden asumir una caña brasilera sin enfermarse; una ciudad sin otra elaboración intelectual que las greguerías; una ciudad cuyo Irigoyen es Primo de Rivera; una ciudad cuyos actores no distinguen a un mejicano de un oriental; una ciudad cuya sola invención es el galicismo -a lo menos en ninguna otra parte hablan tanto de él-; una ciudad cuyo humorismo está en el retruécano; una ciudad que dice «envidiable» para elogiar ¿de dónde va a entendernos, qué va a saber de la terrible esperanza que los americanos vivimos?146.



  —252→  

Greguerías, la alusión a Gómez de la Serna es inequívoca; retruécanos, la alusión al conceptismo también lo es; galicismo, vale decir purismo casticista. La enumeración es sintética, pero dura y arrasadora y culmina con una afirmación: ni en Montevideo ni en Buenos Aires hay simpatía hispánica, la hay en cambio italianizante. ¿Representa este texto el final de una evolución y, por ende, una posición irreversible de Borges? De ningún modo, porque asistiremos a varias rectificaciones posteriores.

Sin embargo, este estallido no parece haber sido accidental porque venía gestándose dentro del grupo desde hacía algún tiempo. Dos años antes, en mayo de 1925, Pablo Rojas Paz en un artículo titulado «Hispanoamericanismo», decía: «Posiblemente, este sentimiento de hispanoamericanismo debe existir en alguna parte para que se hable de él. Pero lo que es en nuestro país, creo que algunos fingen tenerlo por conveniencias personales». «El menos español de los países sudamericanos es la Argentina». «En definitiva, la Argentina no tiene nada que ver con el hispanoamericanismo»147.

Volviendo al año 1927, y más precisamente al mes de noviembre, encontraremos que un editorial firmado por «El Director» de Martín Fierro, cierra la discusión bajo el título de «Asunto fundamental». Allí se describen en detalle los antecedentes del americanismo de la revista, desde su primer número. Pero, simultáneamente, se rechaza la expresión hispanoamericanismo «vocablo imbécil que nada tiene que ver con nosotros». Y concluye: «Deseamos, sinceramente, que todo esto tenga el valor de una enseñanza útil para los españoles, entre quienes se impone una revisión urgente de sus ideas con   —253→   respecto a América y encarar un distinto sistema de relaciones»148.

Apenas un año después del famoso pleito, Guillermo de Torre, ya en Buenos Aires, reconocerá que aquel «entraña más bien un problema editorial y librero que una cuestión literaria»149, y se lanza con gran entusiasmo a la promoción de este tipo de intercambio entre España y América. Pero el abismo entre quienes poco tiempo después serían cuñados, al casarse Torre con Norah Borges, ya había comenzado a abrirse y debajo de la exaltación de Cansinos hecha por Borges, contra la opinión del español, y de las duras, excesivas palabras del argentino que he citado antes, creo que había más que meras disensiones literarias. Emir Rodríguez Monegal, en su Borges, una biografía literaria, menciona como documento de una indisimulable falta de simpatía de Borges hacia Torre, una filmación casera de 1934, hecha por Enrique Amorim150.




3. La madurez

Al ingresar a la década de los treinta y los cuarenta, el prestigio de Borges se había asentado en la Argentina y era una figura reconocida en el campo intelectual. Durante esa etapa, su relación con España se abre con nuevas referencias a la literatura española y al problema de la lengua.

  —254→  

Con respecto a lo primero, registramos los artículos que publicara a comienzos de 1937, con motivo de la muerte de Unamuno, los cuales sobresalen por el espíritu de justicia con que están encarados, sobre todo en un momento en que las contradicciones últimas del escritor español durante la guerra civil española habían provocado el rechazo de muchos intelectuales. Nos referimos a «Inmortalidad de Unamuno», publicado en Sur y a «Presencia de Unamuno», aparecido en El Hogar, el 29 de enero de 1937. En este último evalúa la obra unamuniana señalando su preferencia por El sentimiento trágico de la vida, obra capital, a su juicio, y por una obra menor, Rosario de sonetos líricos (la misma que había elogiado en 1923), porque en ella están todos los temas del escritor. Y reconfirma su admiración hacia él: «Yo entiendo que Unamuno es el primer escritor de nuestro idioma»151.

Con respecto al problema de la lengua, los artículos de esta etapa prolongan la posición sostenida en El idioma de los argentinos. Así, a propósito de un libro francés vuelve sobre la falsa disyuntiva entre dos dialectos, el arrabalero o sainetero y el académico:

Que discutamos o ignoremos las decisiones de los treinta y seis individuos de la Academia de la Lengua, domiciliados en Madrid, me parece bien; que los queramos sustituir por los treinta y seis mil compadritos, domiciliados en el almacén de la esquina, me parece pasmoso152.



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Pocos años después se enzarza en una polémica que tuvo cierta resonancia y, como veremos más adelante, una consecuencia inesperada. Me refiero al artículo que Borges publicó sobre «La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico» (1941), de Américo Castro, en la revista Sur, en noviembre de 1941, y luego recogido en su libro Otras inquisiciones (1952). Allí objeta la referencia que el filólogo español hace a jergas rioplatenses. Salvo el lunfardo, no hay jergas en este país, afirma Borges. Sostiene, además, que los españoles no hablan mejor que nosotros, aunque lo hagan en voz más alta y con mayor seguridad. Pero confunden el dativo con el acusativo y tienen dificultades para pronunciar palabras como Atlántico o Madrid. Luego, califica duramente la erudición, el estilo y el ejercicio del terrorismo en materia lingüística del autor y, por elevación, del Instituto de Dialectología. Amado Alonso, director del Instituto de Fitología, no tarda en salir al paso de cada una de estas afirmaciones: no hay un Instituto de Dialectología sino de Filología, el cual no ha inventado ninguna jerga ni ha reprobado nada, porque esa no es su misión. Y concluye calificando el escrito de Borges como de estilo excelente, información errónea y estimación injusta. Ello no impidió que el nombre de Alonso figurara al año siguiente entre los participantes de un Desagravio a Borges153.

Alonso se hallaba empeñado desde hacía una década en la labor de definir el castellano como lengua común de los hispanohablantes, había abordado repetidas veces lo que llamaba «el problema argentino de la lengua»,   —256→   había redactado en 1935 los nuevos programas para la enseñanza del castellano en las escuelas secundarias argentinas y había escrito, junto con Pedro Henríquez Ureña, una Gramática basada en las doctrinas lingüísticas más actualizadas. En este contexto hay que interpretar el sentido de la polémica.

Dije antes que tuvo una consecuencia inesperada. No hace mucho nos hemos enterado, a través de la correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén, del siguiente episodio. Borges había enviado una carta de aceptación para una cátedra en Baltimore a la cual había sido invitado por una profesora norteamericana, y allí se produjo la intervención de Amado Alonso. Le cuenta Salinas a Guillén:

Por fortuna Amado dijo con toda claridad que [Borges] es un enemigo profesional de la literatura española, y que no se le podría dar ningún curso sobre ella. ¡Es un pequeño inconveniente, entre otros, para un profesor de español!154.



Así fue como Borges no viajó a Estados Unidos en 1951, en un momento para él asfixiante debido al clima político instaurado por el peronismo. Lo haría en 1961, inaugurando el ciclo de viajes vinculado con la internacionalización de su figura y de su obra.

El juicio de Amado Alonso era excesivo: es evidente que Borges mantenía su lectura de autores españoles; de hecho había escrito nuevos artículos sobre Quevedo y Cervantes, durante la década de los cuarenta, que luego serían reunidos en su libro Otras inquisiciones (1952).   —257→   En 1946, como director de la revista Los Anales de Buenos Aires, dio cabida a autores españoles. En el ciclo de conferencias de la entidad homónima, sobre un total de trece, cuatro estuvieron a cargo de españoles: Gómez de la Serna, Amado Alonso, Niceto Alcalá Zamora y Manuel de Góngora. En la revista Los Anales se publicaron textos de Guillermo de Torre, Ramón Gómez de la Serna, Ramón Pérez de Ayala, Rosa Chacel, Ricardo Baeza, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Alejandro Casona y Arturo Barea, entre otros. Y en 1948, con motivo de la invitación a Buenos Aires de Juan Ramón Jiménez, se le dedicó un número especial, el último de la publicación.

Ya entrada la década de los sesenta, se ensancha una nueva vertiente para el registro de las lecturas españolas de Borges: sus poemas y textos líricos en prosa. No haré el inventario detallado de los mismos, desde el famosísimo relato «Pierre Ménard autor del Quijote», pero recordaré que en El hacedor (1960), se recoge una breve «Parábola de Cervantes y de Quijote» donde se contraponen el soñador en su mundo cotidiano y común del siglo XVII, y lo soñado, el mundo irreal de los libros de caballería. Y en el mismo libro se incluye «Un soldado de Urbina», poema sobre el mismo Cervantes en su dimensión épica, un aspecto de su biografía que siempre estuvo presente en las recreaciones literarias y en los comentarios de Borges.

En El otro, el mismo, de 1964, se recogieron los poemas «Baltasar Gracián», «Rafael Cansinos Assens» y «España». En El oro de los tigres, de 1972, hay un cuarteto dedicado a Cervantes y otro poema también muy conocido, que reeditaría en La rosa profunda, de 1975, «Sueña Alonso Quijano», y también en ese libro figura «Al idioma alemán», encabezado por dos versos que Borges repetiría muchas veces: «Mi destino es la lengua   —258→   castellana, / el bronce de Quevedo».

Ya hacia al final, en Los conjurados (1985), se incluyen «De la diversa Andalucía» y «Góngora». En el primero, una amplia enumeración abarca desde Lucano y los árabes hasta Góngora y Cansinos Assens. En el segundo, enunciado en primera persona, el poeta cordobés, que se presenta «cercado» por la mitología, confiesa al final: «Quiero volver a las comunes cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas...».

Revelador de una lectura comprensiva, en profundidad, que llevaba décadas, es también, en cierta medida, un testimonio del proceso que llevó al propio Borges desde la atracción por el barroco de su juventud, nunca abandonado del todo, a la depuración y contención de los poemas últimos. Decía Guillermo de Torre que todo el arte español es barroco y que eliminar esta herencia ha sido el esfuerzo de todo artista español155.

Este ciclo de la poesía de Borges, desde los años sesenta hasta el final, repetimos, documenta esa permanencia de sus devociones españolas y la creciente intensidad de sus lecturas: basta releer «Un soldado de Urbina», «Baltasar Gracián», «Góngora». El destino de Cervantes, soldado, cautivo, escritor; Góngora, cercado por la mitología; Gracián, prisionero de sus arquetipos, retruécanos y emblemas.

Paralelamente, Borges había comenzado a viajar por el mundo y a multiplicar conversaciones, diálogos, declaraciones, convertido en escritor «vedette», papel que desempeñaba con gusto y picardía, con evidente placer de sorprender a sus interlocutores. Por ello sus opiniones sobre España, los españoles y su literatura suelen resultar contradictorias y parecen contradecir, también, aquellas   —259→   devociones de lector acreditadas en su poesía.

Su primer viaje europeo de esta etapa se realiza en 1964, invitado por los Cuadernos por la libertad de la cultura y acompañado por María Esther Vázquez. De vuelta pasaron por Madrid y Santiago de Compostela: «Entre las ciudades más inolvidables que he visto, junto a Estocolmo, están San Francisco, Edimburgo, Ginebra y Santiago de Compostela», diría156. De vuelta de ese viaje le confesaba a María Esther Vázquez sus recuerdos más gratos de ese viaje: «De España, mi diálogo con mi maestro, el gran maestro judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens, a quien vi después de cuarenta años»157.

Pocos años más tarde le comentaba a César Fernández Moreno: «Estaba con los ojos llenos de lágrimas, la última noche en Madrid, oyendo a un cantaor de "cante jondo" andaluz, y al mismo tiempo [...] recordaba a los payadores de Buenos Aires», y confesaba que él nunca podría escribir una letra de cante jondo158.

En 1973 hubo un nuevo viaje a España y una conferencia suya en Cultura Hispánica. De esta década datan sus diálogos con M. P. Montecchia, donde vuelve a declarar su rechazo del barroco con ejemplos de Quevedo y Góngora, y emite juicios sobre otros escritores españoles. Entre ellos, sobre Ortega y Gasset, que repetiría en otras ocasiones: «...Ah, no. Ortega era de un mal gusto espantoso. Yo creo que ha escrito las peores prosas españolas». Pensaba bien, pero «era muy cursi». (Es muy conocida, también, la anécdota sobre Borges   —260→   sorprendiendo a sus interlocutores con un texto aprendido de memoria, efectivamente muy cursi, y que resultaba ser de Ortega.)

En el reportaje de Montecchia habla, también, de Gómez de la Serna, escritor a quien admiró mucho, pero a quien ahora consideraba frustrado: «Por ejemplo, Gómez de la Serna tenía talento, pero desgraciadamente leyó ese libro Regard, de Jules Renard, y nacieron las greguerías y se dedicó a hacer eso; al final era incapaz de reflexionar; todo su pensamiento se resolvía en aquellas burbujas»159.

En 1980 Borges recibe el Premio Cervantes, compartido con Gerardo Diego. Muchos se preguntaron entonces quién era Gerardo Diego, buen poeta del grupo del 27, pero relegado siempre a un segundo plano. Y muchos más, sobre el sentido de este premio, subdividido entre un poeta, narrador, ensayista de fama universal, traducido a muchos idiomas, admirado por escritores e intelectuales de todos los países, predilecto de la prensa internacional, asimilado ya por los sectores ideológicos que lo habían anatematizado antes, y ese otro poeta limitado al ámbito español, ni siquiera al mundo hispánico. ¿Razones políticas, refracción del siempre anunciado y nunca concedido Premio Nobel? ¿Resabio ante sus opiniones sobre la literatura y la lengua hablada por los españoles? El jurado era insospechable de parcialidad, las razones de su decisión nunca se sabrán, pero fue un premio a medias, pese a que Borges lo aceptó complacido como había aceptado muchos otros.

Han quedado innumerables entrevistas de aquellos días en periódicos españoles y argentinos. Me detendré únicamente en una de ellas porque se refiere exclusivamente   —261→   a España y a sus escritores. El periodista, Eduardo Zaratiegui, la ha titulado «Borges enjuicia a los grandes de la literatura española»160.

«No hay literatura española fuera de Cervantes y Quevedo», reconoce haberlo dicho, pero ahora le reprocha a Quevedo que esté cargado de dogmatismo y de barroquismo, y disiente, además, de sus ideas: «Quevedo sin duda no entendió su época. Yo siempre digo que si Quevedo viviera ahora, sería un insoportable nacionalista [...] no me cabe duda que si Quevedo hubiera vivido en la Argentina de estos años hubiera sido otro peronista». (Es bien sabido que para Borges «nacionalista» y, sobre todo, «peronista», no eran datos de filiación política, sino calificativos denigrantes en extremo.)

Incluso ahora considera a Góngora superior a Quevedo por su inocencia.

Del teatro del Siglo de Oro no salva a ninguna de sus figuras principales: «Calderón fue un versificador muy pobre, sus obras están demasiado afectadas de teatralismo, sus personajes no tienen perfiles, imposible distinguir a un personaje de otro [...] y este juicio me parece aplicable al conjunto del teatro clásico español», llega a decir. Lope le resulta «pesado, casi intolerable», pero lo juzga «infinitamente más valioso» como poeta.

Naturalmente, rescata el Quijote y algunas páginas de Fray Luis de León. El Cid es un poema pesado, torpe, sin imaginación, y lo mismo el Libro del Arcipreste. Garcilaso, San Juan de la Cruz se salvan en su inventario, más aún, habla de ellos con entusiasmo y admiración.

Juzga que el siglo XVIII fue muy pobre y que el XIX, «lamentable, una gran vergüenza».

  —262→  

Tampoco cree que luego haya un renacimiento de la literatura española, y piensa que los mejores escritores españoles «se nutrieron del modernismo y el modernismo vino de América».

Su juicio sobre los escritores del 98 también es severo: Azorín le parece «absolutamente deleznable» y las mejores páginas de Manuel Machado, «muy superiores a las mejores de Antonio». Incluso Unamuno, a quien reconoce haber tenido por un gran escritor, le resulta ahora «insoportable»: no tolera sus juegos bobos de palabras ni su afán de inmortalidad.

Vuelve a repetir su reconocimiento de la valía del pensamiento de Ortega, a la vez que lo califica de escritor lamentable, cursi y pedante.

También piensa que la obra última de Juan Ramón Jiménez evidencia su declinación como escritor. Y, para escándalo de los españoles, dice que Lorca es un «andaluz profesional», afortunado porque lo fusilaron, y que su andalucismo le parece «aburrido y falso». Seguramente, esta serie de afirmaciones -y no reproducimos todas-, y algunas de ellas en particular, sobre Antonio Machado y Lorca, confirmarían aquel remoto juicio de Amado Alonso y, sin embargo, Borges, maestro en el arte de desconcertar, emite una opinión global que contradice muchas anteriores: «Quisiera decir ante todo que no es cierto que los españoles y su literatura me resulten antipáticos. Creo que España tiene grandes defectos y grandes virtudes. Una gran virtud de España es que todo se da a lo grande». Y sigue: «No he conocido a un solo español cobarde. Tampoco he conocido a un solo español deshonesto. Pienso que comparativamente los españoles tienen una superioridad ética». Y, agrega, sentido del honor y coraje. Como se ve, es un elogio de España y de los españoles en las dimensiones que Borges admiraba más: la honestidad, el sentido del honor y el coraje.

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En 1983 Borges recibió la Orden de Alfonso El Sabio en la Universidad Menéndez Pelayo. Lo acompañaban el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal y María Kodama. Hubo nuevas salidas borgeanas que los medios de comunicación recogieron inmediatamente. Fue entonces cuando al ser interrogado sobre Antonio Machado, declaró que no sabía que Manuel tenía un hermano...161

A esta altura Borges era un personaje preferido del periodismo, que ya había asimilado sus opiniones políticas de un anarquismo conservador, y le preguntaba sobre todo lo divino y lo humano. Hay muchas entrevistas de los años finales, donde vuelve una y otra vez sobre la lengua y la literatura española. Me detendré especialmente en los Diálogos con Osvaldo Ferrari, para Radio Municipal de Buenos Aires, entre marzo y setiembre de 1985.

En cuanto a lo primero, la lengua, repite lo que ya había dicho muchas veces en los últimos años y había puesto en aquellos versos que encabezan su poema «Al idioma alemán»: «...mi destino es la lengua castellana y por eso soy muy sensible a sus obstáculos y a sus torpezas, precisamente porque tengo que manejarla»162. Como para los poetas barrocos, de quienes se había venido apartando, la preocupación por la lengua castellana, específicamente por el «idioma de los argentinos», seguía siendo una obsesión para él, aunque ahora ya no buscara la sorpresa verbal, los efectos de contraste, las asociaciones insólitas, sino la austeridad y la concisión eficaz. El barroco estaba presente en él, aunque   —264→   fuera para apartarse de sus formas más ostensibles y para conservar, sintéticos y esbozados, los recursos conceptistas.

Vuelve a hablar largamente del Quijote, un clásico donde cada línea «está justificada» y cuya figura protagónica «es parte de la memoria de la humanidad».

Revela, además, que quien tenía el culto del Quijote era Macedonio Fernández, a quien no le gustaba lo español, pero el Quijote sí. Dice: «Y demagógicamente, Macedonio Fernández propuso que todos los americanos del sur y todos los españoles nos llamáramos "La familia de Cervantes"; ya que Cervantes vendría a ser un vínculo [...] que atraviesa el Atlántico»163. Y a continuación comenta su poema «Sueña Alonso Quijano», donde prima una idea análoga a la desarrollada por Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho: Cervantes fue soñado por Dios, a su vez él sueña a Alonso Quijano y este sueña a don Quijote. En otro diálogo con Ferrari, Borges disiente de la idea de Unamuno de que don Quijote fuera un personaje ejemplar: más bien le parece un señor colérico e irritable.

Vuelve en estos diálogos sobre Quevedo y confiesa que ha ido apartándose de él porque, como a Lugones, se le nota demasiado el esfuerzo. Y comenta, una vez más, uno de sus poemas predilectos, el que comienza «Retirado en la paz de estos desiertos». Y vuelve sobre Góngora ampliando la idea de su poema anterior: «Veía mitológicamente, y veía mitológicamente a través de una mitología muerta para él»164.

Estos textos finales -Borges moriría un año y medio después-, ratifican la continuidad y la profundidad de   —265→   sus lecturas españolas, a pesar de las rectificaciones o rechazos más o menos lapidarios. A la hora del balance final, que es el que cuenta, aquellas lecturas de juventud, en medio del torbellino vanguardista, aquella decantación progresiva, desde la distancia, a la luz de muchas otras lecturas, aquellas luchas por la expresión, han cristalizado, no en la apreciación definitivamente serena, sino en el único equilibrio posible en un viejo genial que conservaba intacta la rebeldía adolescente.

España y Borges, ¿un amor complicado y difícil? Necesariamente lo fue en quien chocaban el rechazo por los aspectos bastos o cursis de ciertos españoles, su desmesura, pues cultivaba el pudor criollo, el distanciamiento irónico, pero que se sentía atraído por la grandeza española en sus virtudes y defectos.







 
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