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ArribaAbajoAlgo sobre Rodó. El artista y el hombre

Ismael Cortinas


Desde luego, sería absurdo pretender uniformar el comentario con respecto a la obra de Rodó, que por lo mismo que es compleja, admite variedad de juicio. Unos encontrarán el trazo superior en éste o aquel ensayo o en aquella parábola, o en la pureza de la euritmia verbal o en la serenidad de una filosofía amable y optimista. ¿Artista, pensador, poeta?... ¿Por qué no todo a la vez, cuando alma, cerebro y corazón coincidieron en las expresiones originales de quien tal vez no llegó a rimar versos, pero a través de cuya prosa palpitaron vibraciones armónicas, capaces de justificar la sentencia paradojal de André Chenier: «L'art ne fait que des vers; le coeur seul est poéte»...

En nuestros días, ante la diversificación del gusto literario, sería pueril catalogar las manifestaciones artísticas como pudieran pretenderlo los discípulos de Platón o Aristóteles, catalogados, a su vez, por otros críticos, como «aeronautas que desde un globo contemplaban y juzgaban las cosas de la Tierra o como físicos dados al análisis, parecidos a los mineros que buscan el oro en las entrañas del planeta». Y de entonces acá, ¡cuánto se ha dicho y polemizado para fijar las definiciones por excelencia hasta llegar a las correlaciones entre el autor y la obra que habían de erigirse más tarde en teorías literarias!

Pero, ¿es que habría de tenerse en cuenta para hablar de la prosa de Rodó la influencia del medio, de la herencia o del momento a lo Saint-Beuve, Taine o Faguet, como pudiera creerse, a juzgar por alguna alambicada exégesis que ha merecido los honores de la letra impresa? Eso sería sencillamente desconocer el divorcio absoluto existente entre nuestra civilización americana y la calidad de la labor de Rodó. Me explico que se piense en las sugestiones de la Pampa, para juzgar a nuestros poetas primitivos, o que se analicen ciertos vestigios localistas que inspiraron los acentos proféticos de Alberdi o de Sarmiento. Pero buscar puntos de contacto entre las sugestiones del ambiente y las producciones del autor de «Ariel» para determinar influencias directas, es tan absurdo como pretender encontrar afinidades entre el perfume quintaesenciado y el agua que cae por el despeñadero. Precisamente, si algún espíritu pudo libertarse en absoluto del medio circundante fue Rodó, quien, sin guarecerse en el desdén aristocrático de Vigny, realizó el milagro de ser actor en nuestras luchas, conservando cerrado el huerto de lo íntimo, donde florecía la mimosa vegetación de invernáculo, hasta la que jamás llegó el vaho ni el ruido de la calle. Así pudo nutrir su espíritu selecto de la más copiosa erudición, no para reflejarla pedantemente en sus escritos, sino para tener contactos puramente ideales con el testamento civilizado de los siglos, prescindiendo de toda sugestión subalterna, para expresar sus ideas, independientemente, coincidiendo, acaso, con el dicho clásico de San Agustín, que «en todo lo bello hay algo que no tiene ni grandeza de máquina, ni ruido de voces, ni espacio de lugar ni tiempo». Claro está que no fue un misántropo ni un indiferente. Vivió, luchó, sufrió, soportando con raro estoicismo todos los embates de la adversidad, pero sin que ella llegara a turbar lo apacible del refugio en que habían de culminar las perfecciones de su numen.

De tal modo, sus escritos tuvieron una serenidad inconfundible, como inconfundible es la forma en que engarzó su pensamiento. Cierto que no fue un creador, porque las modalidades de su temperamento tendieron desde los primeros ensayos al análisis y a la crítica; no a la crítica menuda y episódica, sino la crítica, que huyendo de lo dogmático y sentencioso opera a modo de delicado prisma, a través del cual la generalidad puede percibir matices extraños a su pupila. Pero no se diga por eso, como alguien ha dicho, que Rodó fue simplemente «un mero teorizador en materia filosófica, un buen teorizador, pero nada más que un teorizador, lo que en el caso significa que ha comulgado con el palabrerío más o menos sonante y nos ha dejado bien poco de aprovechable en sus "tratados" filosóficos».

Tan desprovista de todo sentido es la afirmación, que ella misma se condena. ¡Rodó escribiendo tratados!... Es necesario desconocer en absoluto la índole de su labor para discutir su influencia docente como ocurriría con Kant o Spencer. En ese caso, habría que condenar a Gruyau, a Emerson, a James y hasta al mismo Bergson, porque no han tentado de concretar fórmulas definitivas y porque pensaron hondo, sin necesidad de clavar jalones aprovechables en un sentido didáctico.

Por lo demás, no toda la obra de Rodó es absolutamente ajena a épocas y lugares y los rastreadores de la verdad histórica pueden encontrar en ella magníficos capítulos aprovechables con fines docentes.

¿Que no interesan al «momento» americano los flecos de luz que trascienden de la labor especulativa, ni la majestad del período, ni la pureza del vocablo, ni la belleza de la imagen, ni la eufonía del ritmo, ni la amplitud del concepto, ni la admirable plasticidad de la página cincelada? Bien; admitamos por un instante que la admiración colectiva no se intensifique con tan delicados estimulantes y que ellos sean más aparentes para causar las delicias del cenáculo. Pero aún así, quedaría de la obra de Rodó lo que tiene estrecha relación con nuestra incipiente vulgarización histórica, en la que se ha colaborado más sobre los hechos que sobre los fenómenos políticos y sociológicos que los determinaron. Y entonces, hasta los más recalcitrantes tendrían que aceptar como vestigios imperecederos de un gran cerebro, los estudios magníficos sobre diversas modalidades americanas, en las que se perfilan como talladas en bronce las siluetas de Bolívar, Montalvo, Gutiérrez y hasta el propio Darío, aun cuando su musa parezca extraña a la selva o a la pampa o a las cosmópolis de modernísimo atavío. ¿Y qué decir de la prédica de la juventud y del famoso fallo en el pleito del sectarismo y la razón y de tantos otros alegatos formidables? La verdad es que pecaríamos de pródigos si malgastáramos en diferenciaciones pueriles el acervo que nos legó aquella pluma estupenda, siendo más consolador comprobar que los distingos sobre el gran escritor han sido apenas insinuados, vibrando, en cambio, como un inmenso coro las voces admirativas, plenas de emoción ante el espectáculo de un cerebro luminoso que se apagó para siempre, cuando podíamos esperar las irradiaciones definitivas de la plenitud.

Algo también hay que decir sobre el hombre, ya que la improvisación de algunos juicios suele conducir a la inexactitud, o lo que es peor, a la leyenda maliciosa. ¿Es que todos los espíritus superiores, por cualquier manifestación aislada o esporádica del sujeto humano, están congeniados a cruzar como fuegos fatuos que al apagarse han de dejar torpemente marcada la huella de su paso? ¿Es que no se concibe lo anormal dentro de lo normal, o sea la manifestación de ideas y sentimientos superiores, dentro de una vida regular sometida como todas al ritmo de lo trivial y lo corriente? ¿Es que aún preocupa a la mayoría el mito de la inspiración estimulada por agentes divinos o perversamente terrenales? De otro modo no se explicaría que se atribuyeran a Rodó, modalidades ajenas en absoluto a su temperamento, modalidades que lo exhiben muy distinto de lo que fue, ya que su vida podría citarse como modelo de austeridad y nobleza. Ved lo que dice un escritor conocido, haciéndose eco de leyendas inverosímiles:

«Tenía Rodó singulares puntos de contacto con Darío, siquiera en su desdén por el concepto burgués de la vida metódica y arreglada y en su amor por la tendencia a cierta bohemia literaria que malgasta pródigamente la vida, la despilfarra y entrega a toda clase de excesos, consumiendo en ellos los días y las noches y concluyendo por complacerse con visible fruición en desafiar el criterio de lo que se llama gente equilibrada y normal, llegando a cierta exaltación de alma artificialmente sacada de sus casillas por excitantes perniciosos...»



La semblanza, de la que reproduzco el párrafo más inofensivo, no puede ser más extraña al original y necesariamente tiene que sorprender a quienes conocimos de cerca al maestro.

Rodó fue, puede decirse, una armonía viviente, existiendo grandes puntos de contacto entre su vida austera y la serenidad de sus escritos, cuya calidad, por otra parte, requerían una transparencia de espíritu que es imposible conservar a través de una vida borrascosa y atormentada.

José Enrique Rodó

José Enrique Rodó y el Dr. Juan Zorrilla de San Martín con el comandante Bravo, en los Andes, durante el viaje en que llevaron la representación del Uruguay a las fiestas del Centenario de Chile

Si es explicable que Milton, Tasso o Dante, viviendo entre sombras, persecuciones y destierros, impregnaran de dolorosa inquietud a sus creaciones, ¿se concibe que a base de excitantes pueda operarse el milagro de cincelar páginas en que no se sabe qué admirar más, si la serenidad del concepto o la transparencia del estilo?

Claro que Rodó, como todos los humanos, vivió horas de decepción y desaliento, de las cuales salió vencedor con la voluntad firme y decidida de quien tiene clara visión de sus destinos. Y fue así que le vimos a diario afectuoso y tolerante, frugal y hasta inocente en su vida íntima, capaz de emociones purísimas y de sinceros afectos, a los que llegó hasta sacrificar posiciones materiales, como aconteció en un período de su vida. Y jamás una queja, jamás un reproche, jamás un arrebato o iracundia, pues todo su desdén por las humanas flaquezas y por los humanos errores se exteriorizaba en la sonrisa benévola y en el gesto bonachón que transcendían en su rostro. Desaliñado, sí; indiferente al brillo exterior, también; y hasta si se quiere, despreocupado de sí mismo, al extremo de que su silueta angulosa y severa parecía revestida más por un sayal de monje laico que por la indumentaria del hombre mundano; ¡lo cual no impide que el crítico a que me refiero hable de «su poder de seducción con la mujer...»! He aquí el único aspecto misterioso de la vida de Rodó. Ni sus más íntimos supieron a ciencia cierta si aquel corazón se estremeció por el acicate de algún encanto femenino y no podrán señalarse en sus escritos huellas de pasión, ya que ni en una sola línea se percibe la traición de agentes anímicos que abrieran los ventanales del reino interior... Y así como no es necesario ser poeta para revelar la existencia de Laura y de Beatriz; ni ser Goethe para merecer la gracia de diversas musas, es lo cierto que en nuestro Montevideo nadie puede afirmar que haya habido encantamientos sentimentales para Rodó, a quien, sin embargo, la leyenda ya comienza a atribuirle tan heterogéneas y cultivadas preferencias... Lo que hay, en realidad, es que Rodó tuvo un concepto tan alto de lo que es y debe ser la convivencia afectiva, que no osó jamás mezclarla a la vanidad circundante, ocurriéndole con su vida privada lo que con su estilo: que no admitieron la confusión vulgar, ni la malicia, ni la ficción ni el alarde vano. La misma gallardía que trasciende de las páginas inmortales y la misma nobleza que impregna a las parábolas, trascienden de su paso por la vida; pues si pisó flores o guijarros, si sintió mordeduras o caricias, si experimentó emociones agrias o dulces, nada de ello se exteriorizó ruidosamente ni fue motivo de desviación en su culto por los más nobles ideales: la belleza y el bien, a los que consagró las excelencias de su talento y la integridad de sus convicciones. He ahí por qué los uruguayos lamentamos no solamente la desaparición del escritor eximio, sino del ciudadano ejemplar, y he ahí también justificadas estas consideraciones sobre Rodó, cuya silueta intelectual y moral debemos perfilar con nitidez, sin rasgos caprichosos que alteren los severos perfiles de quien a justo título hemos considerado como un maestro de la juventud americana.