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ArribaAbajoRodó y la crítica impura

Eduardo de Salterain Herrera


¿Qué celebrado escritor de la universal cultura, no recibió la afrenta del juicio injusto?, ¿qué noble del pensamiento, la villanía de la ignorancia o del odio? Recuerdo ahora a La Rochefoucauld. censurado violentamente por su nieto «el oráculo de Condorcet», que cita Sainte-Beuve; Shakespeare, también, maldecido por el despecho de los criticastros; Goethe, denigrado por un agrio maestro de la escuela de Münster, aficionado a las letras; Byron, escarnecido, humillado por Jeffrey o Lord Brougham, cuando Inglaterra toda se deleitaba con la lectura de las «Hours of Idlness»; Heine, desdeñado con olímpica placidez; Wilde, discutido y negado como escritor por los hierofantes del mal, cuando la dura prisión de Reading le encerró en sus celdas malditas; Flaubert, puesto ahora en ridículo por el avinagrado autor de «Juventud, egolatría»; Balzac, tenido a menos en Francia con «La comedia humana»; en España Larra, por Mesonero y Espronceda por Toreno; Leopardi, calumniado sin piedad por Gioberti y Sergi; Benavente agraviado por Gómez Carrillo cuando «La comida de las fieras», y Zola por medio mundo en todos los tiempos; Ricardo León, sobre cuya obra escribe Casares cien páginas de vituperios, etc., y mil más escritores de Europa, que adrede olvidamos para no pecar de prolijos, en tanto que viene a la memoria uno que otro americano, negado también por la baja crítica: Alberdi, que recogió altos desdenes sin cuento; Allan Poe, menospreciado por sus propios amigos; Asunción Silva, callado intencionalmente por Darío y Santos Chocano; Enrique Larreta, vituperado por Vila Ohávez en «El caso de la gloria de don Ramiro», etc., y por ahí siguen los agravios de la crítica inútil, cuya misión es equivocarse siempre.

Y, pues algunas glorias literarias hemos evocado, ¿cuál de ellas no fue puesta en litigio? Triste espectáculo presentaron las letras, cuando tanta graciosidad condenaron los maestros de la incomprensión, los incapaces del bien, los insensibles del arte; pero, ¿qué logró tanto mal, sino enaltecer con el tiempo la gloria que combatió? El ruiseñor canta siempre en la selva, después que pasa la tempestad.

Hace pocos días, que el más grande poeta español de la actualidad, escribía noblemente unas líneas, explicándome cierto vilipendio de otro poeta: «¿Un poeta que habla mal de otro poeta? Eso es lo natural, mi amigo, y lo humano». Y agregaba: «Con lo que furiosamente en contra mía han escrito ciertos poetas españoles, se podría formar una biblioteca, todo una biblioteca, y esto es para confundir, porque de lo que nada vale no hay por qué decir nada; y si de lo que nada vale se llega a escribir una biblioteca, por los mismos del oficio, es un trajín y un trasiego, y un trabajo incomprensible. Yo, en cambio, no he escrito nada acerca de ellos. Me he contentado toda mi vida, con escribir humildemente mis versos, con mis nervios propios, mi sangre propia, sin recurrir al arte de la mecanografía, ni de la dactilografía poéticas. Eso es todo, y por eso es todo».

Tal dice, un poeta genial del idioma castellano; ¿qué no dirán otros, que no son geniales? -pero no, pues lo innoble de esa crítica plebeya, es denostar a uno grande-, y nunca a los pequeños, a los simuladores del talento, que andan a saltos de mata por la literatura; que la tal crítica, siempre tiene para estos, calurosas alabanzas y elogios sin medida, porque de ellos necesita para vivir, como las plantas letales que protegen la ciénaga donde crecen. Como en la vida los necios, triste misión de juicio tienen en literatura los pobres de espíritu, de los que no es dable esperar más que fieros desmanes de error y pasión. Así, pues, ¿hay por qué pedir de ellos la justicia que no conocen y la simpática comprensión que les falta? Porque no llevan luz en la mente, calor de sentimiento en el alma, ni en el corazón penetrante fuerza de amor, -por eso no es para ellos la belleza y el espíritu de los grandes temperamentos y por eso toman las gemas por pedernales y por azulejos las lozas de la literatura, como en la vida los insensatos, que ciegos ven siempre en el dolor una culpa.

En fin, a semejanza de algunos escritores nombrados, no podía Rodó escapar al comentario frívolo y juicio unilateral. Él, que en el estudio luchó tranquilo y humilde, para salir luego sin vano alarde, sin humos ni lamparones de sapiencia intelectual, a blandir por el mundo las nobles armas del ingenio que en el silencio forjó; él, que apartado del necio vulgo, no fue nunca a la conquista de devociones populacheras, que no las buscó jamás, ni menos esperó en el vivir cotidiano el palmoteo bizantino de los alarifes; él, que siempre estuvo libre de esclavitudes espirituales, y dogmas del pensamiento que detienen la expansión de las ideas; él, que en días serenos y prolijas noches limpió de impurezas el espíritu humano, dignificó su labor magnífica, y cinceló una vida ejemplar; él, que fue sabio y culto y virtuoso y artista, en la más amplia significación del vocablo, no puede ser comprendido por los que no le alcanzan. «Eso es todo y por eso es todo».