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ArribaAbajoJosé E. Rodó

José G. Antuña



Discurso pronunciado en la velada organizada por el Centro de E. Ariel, en el Teatro Solís, el 2 de Mayo de 1918, primer aniversario de la muerte de José E. Rodo

Señoras, señores.

«Todo acaba en tumba sobre la tierra, menos la palabra hermosa. Grecia ha muerto. Homero vive». Así termina el genial historiador de Sarmiento aquel capítulo diamantino de su libro, donde se propone demostrar y lo demuestra como nadie «como la hoja de papel animada por la palabra, puede transformarse en hoja de acero, laborioso y vengador, para ejecutar tiranos, hacer civilización, fundar naciones».

Existencias famosas han pasado entre el tumulto de las apoteosis; vencedores, estadistas y héroes se han despeñado en el olvido insondable, y así nos cabe contemplar con orgullosa admiración pero también con íntima congoja ciudadana, el esfuerzo de las generaciones nuevas, cuando se esfuma, junto con la invocación de los viejos adalides de la causa nativa, y el ritmo monótono de las efemérides, en el crepúsculo inmisericorde e injusto de la indiferencia o la ingratitud de las muchedumbres.

Y todo pasa menos la belleza eterna. En efecto, señoras y señores, ¿cuál es la fuerza que nos congrega aquí? ¿Qué entusiasmo noble, qué interés extraño, qué recóndita inspiración?

Que nunca muere la palabra hermosa lo confirma nuestra sociedad y nuestro pueblo en la brillante realidad de este homenaje.

Es que aquel hombre, humilde en su apariencia y en su intimidad, cuyo triste aniversario nos reúne esta noche, significa algo más que un ilustre compatriota desaparecido, que un prócer del sentimiento nacional, que un conductor de pueblos o que un maestro de la acción.

Rodó es el símbolo del pensamiento continental, porque desde la eminencia más conspicua sorprendió la fórmula espiritual de su grandeza; porque elevó mi voz serena antigua y armoniosa y sabia en medio a la hostilidad circundante; porque dijo su evangelio de amor, de confianza y de fe, frente a la duda omnipresente, frente a la confusión de las normas morales, frente a la opacidad de un medio sin tradiciones de cultura e inseguro en sus propios destinos; porque arrojó su luminosa siembra de esperanza sobre la «pampa de granito»; porque exaltó en América y para América los ideales nuevos y la nueva Belleza; porque afianzó la emancipación de su espíritu, por eso Rodó es el símbolo del pensamiento continental.

El alma de América no puede olvidar el recuerdo de su genial intérprete.

Las generaciones futuras, -capaces de abrigar en toda su latitud el verdadero sentimiento americanista-, han de volver a su obra con íntimo recogimiento patriótico, lo mismo que a una fuente familiar y sacra que contuviera la armonía de un mundo; lo mismo que a la fuente solariega hacia la que desciende por la noche el milagro de luz de las constelaciones.

Han de volver a su obra, señoras y señores, como al breviario de la liturgia común, porque si quieren escalar sus espíritus, la cima más alta de la epopeya originaria de América, a donde llegan tan sólo las iluminaciones ideales de un genio representativo, del visionario de su libertad y su grandeza integral, cuyas glorias, al decir de Carlyle, aguardan al Homero capaz de cantarlas; si las generaciones futuras necesitan llegar a esa cima «que se comunica con el infinito», y hasta donde transportara la ferviente gratitud de América a Simón Bolívar «la cabeza de los milagros, la lengua de las maravillas», es fuerza que sea con la palabra de Rodó, con el vasto concepto histórico de Rodó, con la armonía de sus cláusulas de mármol, con la magia incomparable de su estilo, con la prodigiosa unción de su pensamiento.

Y cuando los hombres de letras de mañana intenten el análisis crítico de las distintas etapas de la evolución artística del continente, y se afanen por investigar los orígenes de nuestra cultura literaria y de nuestro patrimonio intelectual, a través de la conquista, de la colonia, de la emancipación y la reforma; cuando se aboquen al estudio del fenómeno de nuestro renacimiento literario, y busquen el sentido crítico, agudo y preciso, que señale la clave de las transformaciones victoriosas, a pesar de todas las rutinas, del quietismo misoneista, de los comentaristas anquilosados y de la presión egoísta de los retardatarios, entonces es fuerza que vayan también hacia la palabra de Rodó.

Y cuando las generaciones futuras quieran llegar hacia el retiro inviolado, hacia el lago de esmalte del gran cisne de América, cuya armonía animaba el mármol de las diosas paganas; cuando quieran explicarse el impulso que consagró a Rubén Darío en América y fuera de América, es fuerza que vayan hacia la palabra de Rodó, capaz ella sola de acallar entonces con su gallarda resonancia y su acento invicto, el escándalo de celui qui ne comprend pas, empeñado en uncir el yugo de los vetustos códigos retóricos y las reglas vulgares al Pegaso formidable del primero de los poetas de América.

Y volverá a su obra la juventud, ahora y siempre que reclame la emulación de esos «sutiles visitantes de la celda del maestro: Pensar, soñar, admirar». Profesor de idealismo, continuará siendo el guía espiritual de los nuevos aún después que hayan caído muchas doctrinas consagradas por la actualidad; después que se hayan derrumbado sistemas y dogmas filosóficos, sociales o políticos que se creyeran perdurables; después de haber variado la enunciación y la oportunidad de muchos problemas de la hora presente, ante el conflicto incesante de las nuevas ideas, de las tendencias contradictorias agitándose tumultuosamente en el escenario de la realidad. Y continuará siendo el amable conductor de los espíritus jóvenes porque su obra será una proclama permanente, permanente porque jamás pretendió erigir con su esfuerzo una disciplina rígida y escolástica, ni una doctrina inconmovible, ni una capilla de arte, ni un régimen para el espíritu, ni una norma invariable para la conducta moral.

Y en esto radica precisamente, en esto que pudo confundirse alguna vez, con un diletantismo vaporoso y brillante, en eso radica la virtud fundamental de su obra. Porque no fue un sectario; porque consagró su intelecto a las solicitaciones más puras, más amplias, más desinteresadas del pensamiento humano; porque frente a la duda no tuvo la osadía afirmativa de los mediocres, ni la súbita resolución de los pedantes; porque no quiso que arrancara la consagración de su nombre de un proselitismo catalogado por el adocenamiento parcial; porque no necesitó de ningún modelo establecido por las religiones o las sectas para predicar su espiritualismo a la juventud amenazada por los bajos instintos o por las torpes seducciones de la vida material; porque no quiso ser uno de los tantos moralistas lamentables y ascéticos, apóstol de una ética impositiva y adusta; porque por el contrario prefirió «beber en los labios de Platón la miel de su sabiduría»; porque tuvo una musa eternamente coronada de rosas; porque su verbo nos sugiere en cada uno de sus períodos, la maravilla ateniense, las columnas jónicas, los mármoles desnudos, el enjambre de las abejas de oro, la corona de pámpanos; porque Rodó jamás resultó, señoras y señores, el pedagogo fastidioso, ni el didacta monótono, por eso mismo su obra ha de ser una proclama permanente para las nuevas generaciones americanas.

Profesor de idealismo he dicho, y también maestro de esperanza.

Frente al escepticismo de la época pregonó su evangelio de serenidad y de paz interior. «Recibió de Próspero un dulce amor por las cosas terrenales y el poder de evocarlas; de Proteo, esa íntima potencia de formas donde templase la virtud de su vida y de Ariel, el magisterio de su espíritu alado, salvando unidad y altura entre lo terreno y múltiple de su obra».

Por eso yo he hallado tema para el monumento que le debemos, en uno de sus motivos, en «La Respuesta de Leuconoe».

Frente al mar y en mármol blanco levantaríase la figura evocativa como un atributo de las ondas. Tal como surgiera del numen del maestro no «llevaría más que un traje blanco como una página donde no se ha sabido qué poner...»

Ni el peñón de granito, ni el bloque de bronce, podrían revelarnos la expresión de un genio.

Toda de candorosa blancura debe reproducir en sus formas, el prestigio misterioso del sueño, la remota corporización del perfume y la armonía...

Esperanza; su inscripción humilde, y su comentario el espacio azul.

He dicho.