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ArribaAbajoDiscurso del señor Antonio Bachini

Señor Ministro: A V. E., como representante en este acto de los altos Poderes de la Nación, y en V. E. a la Nación misma, hago entrega de los restos mortales de José Enrique Rodó. Dejo así cumplida la misión con que fui honrado por el Honorable Consejo Nacional de Administración, de restituir a la patria lo que nos queda de aquella existencia material, tan fugaz en su duración, pero afortunadamente tan fecunda para crear, en los dominios del genio, sus obras inmortales.

Debo confesar, señor Ministro, que si alguna vez he sentido en mi modestia una filtración de orgullo, ha sido en esta ocasión, viéndome investido de un mandato tan singularmente elevado y significativo, pues cuando se pertenece a un pueblo que sabe honrar así a sus muertos ilustres, a sus pensadores, a sus filósofos, a los que difundieron la idea sana, luminosa y guiadora, se puede abrir el corazón al orgullo patriótico, se puede confesar el envanecimiento, porque aquella virtud define la conciencia de una vitalidad nacional, que no se funda únicamente en cosas materiales; que revela la aspiración de una supervivencia más alta; que es la fe en un destino propio, ya demarcado, hecho de fuerza moral y por lo tanto incontrastable.

Junto al carácter penoso de la gestión, he sentido ese orgullo, y también lo he sentido transformarse luego en profundo reconocimiento a la patria, -reconocimiento de ciudadano y de hombre-, cuando los sentimientos de respeto, de admiración, de ternura fraternal hacia Rodó, fueron acentuados por una emoción más viva frente a la tumba humilde y lejana, que transitoriamente guardó estos caros despojos.

Juzgando en esa hora, he encontrado analogías de espíritu, de cultura, de idealismos, entre nuestra patria joven y los viejos núcleos de civilización europea, donde la labor mental y la depuración psicológica más hondamente han dignificado al hombre.

París, con sus monumentos públicos y la nomenclatura de sus calles, nos enseña cómo la Francia sabe honrar, en el mármol o con el recuerdo, no sólo a sus guerreros y políticos, sino especialmente a sus hombres de pensamiento, a sus escritores, a sus poetas, a sus artistas, a sus sabios. Y otras naciones y otras razas nos demuestran, también, con el ejemplo, que esta clase de honores al mérito intelectual, no proceden de impresionismos o gestos eventuales, sino de convicciones firmes, tranquilas, relacionadas con la gloriosa perpetuación de las razas mismas.

Así, la inspiración artística del viejo reino lusitano, entrega sus más bellas páginas escultóricas a la memoria de Camoens y Eça de Queirós; y cuando llega la hora de la apoteosis para el historiador Herculano, la patria le construye un templo suntuoso, dentro de la propia maravilla arquitectónica sugerida por las hazañas de Vasco de Gama, e iguala de este modo al autor de los hechos con aquel que supo ofrecerlos a la posteridad en narraciones portentosas.

Llena está la Europa de estas conquistas del espíritu, y es para nosotros una circunstancia venturosa la que nos permite contemplarlas ya desde un plano honorable, no por mérito de la imitación, sino por la prueba espontánea de nuestra capacidad moral.

El acto que realizamos se caracteriza, además, por un triunfo logrado sobre nuestras propias y múltiples imperfecciones. Quebranta, también, la tradición de la justicia tardía, porque nace de un pronunciamiento inmediato de la voluntad en la prensa, en el Parlamento, en la acción de todos los organismos nacionales.

Son los contemporáneos de Rodó aquellos que lo conocieron en vida, los que espontáneamente se unieron en ese movimiento de justicia, para honrarle apenas fue anunciado el hecho doloroso de su muerte; impulso nacional extraordinario, único, que, como una gran ola avasalladora, pasa sobre las discrepancias subalternas y ahoga las voces negativas o discordantes. He ahí el signo más hermoso de este homenaje al genio, y he ahí, también, lo que en esta hora debe ser causa de orgullo para nuestra joven nacionalidad.

No importa que la misión a mi cargo no haya alcanzado el brillo y la resonancia a que aspiraban los miembros del Parlamento, autores de la ley de homenaje. Esa misión ha sido conducida con decoro; y la resonancia, que no podía gestionar el comisionado, la obtuvo el solo nombre de Rodó, difundido en los centros literarios de Europa, glorificado en todas partes, honrado con manifestaciones tan elocuentes y sinceras, que, en verdad, constituyen una definitiva consagración internacional. La Academia de Letras del Brasil, en su más caracterizada representación, ha cerrado de manera conmovedora para nuestro patriotismo, esa serie de adhesiones recibidas en el largo camino, desde la extremidad Sur de Italia a la región privilegiada de nuestra América. Un himno a la intelectualidad uruguaya en el discurso magistral de Coelho Neto, que confirma a su autor como astro de primera magnitud en la más brillante constelación del pensamiento americano.

Yo demandaría, en este punto, la gratitud de nuestro país, -honrando, a la vez, objeto de leales simpatías en el exterior-; pero al formular el reconocimiento para todos, recordaría especialmente a Italia, por la actitud de su gobierno, por el noble gesto de su juventud universitaria, por la forma en que sus asociaciones artísticas honran a Rodó, y, sobre todo, señor Ministro, recordarle a Sicilia, a Palermo, a sus autoridades, a su generosa sociedad, que piadosamente se emociona, al saber que nuestro excelso pensador ha muerto allí ignorado, solo, en momentos en que practicaba un peregrinaje de admiración por la encantada tierra siciliana.

Cuando esa sociedad de Palermo llevó a su seno el nombre de Rodó, cual si quisiera incorporárselo en son de desagravio a las devociones de su propio culto, bien se pudo soñar, señores, que el suelo uruguayo se prolongaba hasta los pies del Etna, que nuestro Plata fundía sus aguas en los tres mares de la antigua Trinacria y que el alma de nuestro pueblo palpitaba en el ritmo de aquellos corazones hermanos. Para mantener ese recuerdo es que yo demandaría especialmente la gratitud de la Nación.

Frente a las visiones del soñado viaje, era natural que Rodó, con su brillante mentalidad y su imaginación sugestiva, diera preferencia a las atracciones de Italia, madre del arte y cuna de esa raza que nuestro filósofo, latino apasionado, estimaba como eterna potencia de renovación y perfeccionamiento; pero más allá de Roma, siguen los caminos por donde pasaban las artes y las ciencias remotas, en brazos de la civilización greco-latina; se suceden los escenarios clásicos del primer mundo organizado, y Rodó quiso ver con sus ojos lo que la historia y la literatura habían estenografiado en su memoria.

Fue ciertamente en esta época un peregrino en persecución de confirmaciones ideales; y fue peregrino como lo son los que realizan su jornada con fatiga, por la fe, sin halagos materiales, llevando en el zurrón un gran breviario, y en el alma el misterio de la soledad y las dudas que al viajero modesto infunde lo desconocido.

Todos sabemos, señores, que cuando Rodó emprendió el viaje, las únicas letras descontables las llevaba en los puntos de su pluma, y que para el transporte de sus valores le era suficiente la caja fuerte de su cerebro. Y fue valeroso y grande en esta postrera experiencia del noble soñador. Ni reproches, ni quejas, ni pesados sentimentalismos. Por arriba de todo estaba su serenidad filosófica, austera, que aún alcanzó a señalarle la forma de su propio alejamiento, no como designio vengador de los hombres, sino como fatal consecuencia de nuestros hábitos, todavía oscilantes, viciados de egoísmo y por el hecho propicio a la indiferencia y al olvido.

Desechemos, pues, las leyendas, pero recordemos con ánimo de aleccionarnos, que, si en todas partes el aislamiento es penoso, no hay aislamiento más frío, más desolado, más cruel, que el de nuestro ambiente político cuando se ha perdido el éxito, porque en tal caso las virtudes, los talentos, los méritos, los servicios, poco valen para disipar la penumbra que se abate sobre el momentáneo o durable ostracismo. ¡Fuertes son, sin duda, los que conservan su ánimo de labor y su voluntad de seguir adelante, bajo tales influencias!

En su altivez sin ostentaciones Rodó hizo su turno de prueba, con firmeza, afrontando las circunstancias como un destino natural. Tal vez fuera que en su alma sencilla, nutrida de abnegación, no existió siquiera la sospecha de que las horas adversas pudieran ser menos justas que los instantes pasajeros del éxito político. Y así, al partir, aunque triste, sus últimas palabras fueron de aliento patriótico para la juventud, de concordia nacional, de esperanza generosa, de confianza en las ampliaciones futuras del bien común.

Orientados sus pasos por la polarización de sus visiones, Sicilia, Venus del Jónico, le ofreció por entero sus encantos, como una amante comprendida y admirada, a quien el soñador que llega de lejanas tierras, le expresará su afección en apologías cristalinas, que, fatalmente, a manera de un nuevo canto del cisne, debían pagarse con la vida.

Digna tumba, al fin, de un corazón que unía a la inspiración latina, el amor de la belleza helénica, que era romano por su culto a la raza y griego por su adoración a las supremas deidades de la estética; porque, en realidad, Sicilia retiene la herencia de las viejas civilizaciones, de los múltiples orígenes del saber, de todos los prodigios de imaginación y pensamiento en el transcurso de las edades. Aún muestran allí su esplendor artístico los palacios sarracenos, moradas seculares de reyes y príncipes, los templos normandos de arte y riqueza incomparables; los mármoles griegos, las ruinas sugestivas; en sus bosques, al lado del naranjo de eterna flor, crecen los arrayanes y el mirto de las bucólicas; perdura allí la mitología con sus dioses, resplandecen aún los altares astronómicos; Eolo vive en su caverna, Vulcano maneja las fusiones étneas, los Titanes conservan su escenario; y cuando el mar se irrita, va a sacudir su cabellera de espumas sobre los negros frisos de Scila y Caribdis. Tras Virgilio, verdadero Ariel por la elevación de la mente y la humanidad del ideal, cruzan las evocaciones de Homero, de Ovidio, de Teócrito y Píndaro, pues cada piedra, cada montaña habla de ellos, así como ellos encontraron en aquella naturaleza extraordinaria, la fuente inagotable de sus fantasías e inagotables lirismos.

Es allí donde el poeta vence al tirano y el arte noble a la barbarie, cuando el normando cambia el cetro por la lira y las tragedias se transforman en idilios; es allí donde fracasa el invento infernal de Fallaris, cuando las rotas entrañas del monstruo, en vez de engendrar la esclavitud, producían, con la calcinación humana, las simientes de libertad, que más tarde debían florecer en Juan de Prócida y en los Barones de la Sicilia emancipada.

Digna tumba, sí, de nuestro glorioso pensador, humilde como su modestia, la que fue abierta allí, en la tierra, a modo del ara gramínea de los antiguos, vigilada por el gigantesco monte Pelegrino, a dos pasos de la onda marina, bajo el amor de una naturaleza eternamente dulce, que combina las maravillas del sol y del mar con el cielo sin nubes y las montañas desvanecidas en la inmensidad azul, mientras flota en la atmósfera, siempre igual, el perfume de los azahares perennes.

Refugiado en su meditación, sin interés por las comunicaciones verbales, Rodó fue singularmente falencioso y huraño en sus últimos días. A nadie dio acceso en la intimidad de su condición y de sus dolores. Se dejó abatir por aquel mal todavía sin calificación definida; envejeció de pronto, y una noche la caridad pública lo transportó a su lecho de muerte, donde terminó de extinguirse, sin hablar, ignorado, como simple guarismo de una hospitalización común, sin que los testigos del drama tuvieran siquiera el presentimiento de que allí finalizaba una vida singular y excelsa. Pero al desprenderse de la mísera desolación, su brillante espíritu, ave de las cumbres, debió ascender sobre las tierras mitológicas, sobre la cresta de los Titanes, sobre el sitial de los Dioses, para, entrar dignamente, majestuosamente, en el reino de las magnas sombras y de los signos inmortales.

Como fruto de un misterioso fatalismo, aparecen siempre, frente a esos talentos excepcionales, ciertos criterios dogmáticos, inflexibles, que, llevados de una acritud gratuita, llegarían, a veces, si pudieran, a macular la nieve de las alturas, a herir el ala del ave inabordable o a obscurecer las más puras fulguraciones del firmamento. Si algo de eso hubiera existido en el caso de Rodó, sería mejor; porque esas representaciones del contraste llenan su función en el mecanismo de la vida, y el fondo sombrío parece indispensable para realzar acentuadamente la obra luminosa de los genios.

No pudiendo enaltecer con mi elogio la obra de Rodó, no quiero empequeñecerla con mi defensa, ni creo que sea esta la hora de analizar en el sentido literario o sociológico. La realidad está ahí. Los autorizados la proclaman como hecho definitivo, invariable, en la certeza de que el tiempo y las sanciones futuras la confirmarán, -y aún harán más grande y más fulgente la gloria, que hoy recoge la República para agregarla al caudal de sus prestigios intelectuales.

Rodó, -primer estilista, en América, del habla castellana-, no puede hacer obra de regionalismo, porque era filósofo. Su pensamiento, en la amplitud de extensión y profundidad, pertenecía a todos los hombres, porque la condición humana era su materia, y, sin escribir particularmente para nadie, Rodó escribió para el mundo. No tuvo la pretensión de enseñar, pero la agudeza de su mente y las revelaciones de su espíritu, formaron esos textos de suprema enseñanza, que seguramente nuestras generaciones del porvenir encontrarán tan bellos, tan puros y saludables, como lo juzgamos y sentimos en el presente. En eso Rodó fue maestro.

Practicó la noble pedagogía del bien, de la perfección moral; soñó con la pureza psíquica de la especie; su mentalidad, expansiva y próvida, fue educadora de almas; combatió las rebeldías estériles, pero fomentó aquellas que forman el carácter y lo ennoblecen; enemigo de fórmulas y sistemas despóticos, estuvo al servicio del derecho y de la justicia: pensó en los humildes y enseñó el desprecio de las ventajas materiales cuando éstas no comprenden el goce de la libertad y del decoro.

Su espíritu magnánimo rebosaba en ideales democráticos, mantenidos con fe de creyente, pero había en él, al mismo tiempo, una suerte de aristocracia mental, de pulcritud psíquica, que lo apartaba de las nivelaciones demagógicas, señalándole el abismo existente entre la libertad y la anarquía, y la semejanza que también existe entre el despotismo en manos de la muchedumbre. Y como la democracia carece de una corporización fija y de preceptos positivos, -siendo más bien una aspiración sometida en la práctica a la voluntad variable de los hombres, Rodó fue demócrata en el sentido de su aspiración a mejorar la condición del pueblo, a aliviar la suerte de los desgraciados, a fortalecer los ánimos para las luchas de transformación fecunda; quiso dar fines nobles a la vida, embellecerla y aclararla en cuanto es posible; y con sus litros y con sus actos enseñó la fraternidad, la hidalguía, la rectitud y el desprendimiento. ¡He ahí su calidad de maestro!

Aquel hombre extraño que nunca fue joven, pues nació con la amarga madurez de todas las verdades, -que no conoció el encanto de la edad que la propia naturaleza ha destinado a la ilusión y a los sueños frívolos-, que quizá no conoció ni aún ese dulce engaño de las almas enlazadas por el amor, -vivió únicamente para sus creaciones internas, para la objetivación de sus ideas, para su obra, para elaborar con una obstinación mística, en medio de las luchas vulgares, esta gloria brillante que ahora recae, como augusto legado, en beneficio moral de la patria.

Y la patria, señores, ha empezado a pagar en este día, dignamente, su deuda de gratitud y justicia. Rindamos, pues, con unción patriótica, nuestro homenaje a la memoria de aquel insuperable obrero del pensamiento. Que este homenaje de justicia para él, que se ha ido, sirva también para los que vienen, tras las huellas de luz, con los atributos del talento. Y si el voto de concordia nacional formulado por Rodó al despedirse, no encuentra todavía confirmación práctica en nuestra vida cívica, que al menos sea una verdad cada vez que el destino nos convoque a glorificar el genio y siempre que el tiempo reproduzca, para honor de todos, la escena fraternal de este momento, en que el espíritu del maestro, acogido por el amor unánime de su pueblo, alcanza la realidad de sus augurios y perdura triunfante sobre el triste testimonio de la desaparición material.