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ArribaAbajoOración fúnebre del doctor Víctor Pérez Petit

Pronunciada en nombre del Comité Nacional de Homenaje y del Centro de Estudiantes de Derecho, en el sepelio de José Enrique Rodó


Señores:

«Invoco a Ariel como mi numen. Quisiera ahora para mi palabra la más suave y persuasiva unción, que ella haya tenido jamás. Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada. -Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación».

¿Recordáis estas palabras? Son del mismo admirable Maestro que hoy traemos aquí, en nuestros brazos, para entregarlo a la tierra, para ofrendarle con todos los mirtos y laureles de nuestra inconmovible admiración. ¿Quién otro, sino él, podía labrar conceptos magistrales en formas tan serenas y puras, que no parece sino que la idea cobra relieves de mármol para ser más límpida y eterna?

Desde el pórtico de su templo deslumbrante, como un Partenón florido en la nieve del Paros; desde el pórtico do su Ariel soberano e indestructible, Próspero, el mismo Maestro, ha dicho las grandes palabras que caen en el surco de las almas juveniles como simientes de luz; y ahora, a manera de tributo recordatorio, el más digno de nuestro gran muerto, -porque sólo sus mismas palabras son dignas de él-, yo he querido recogerlas aquí, yo he querido ampliarlas, porque hablar de Rodó, porque hablar de la obra de Rodó al pueblo y a la juventud, es también «un género de oratoria sagrada».

Sé que algunos espíritus racionalistas, deslumbrados por las ideas nuevas que han hecho flamear a los vientos del septentrión los «profesores de energía», procuran amenguar la gloria de Rodó, discutiendo algunas de sus premisas o asaltándole en los detalles de su pensamiento, como si fuera posible disminuir el tamaño de una montaña arañándole partículas de arena o extinguir la lumbre de un astro analizándolo con el espectroscopio. Bien se me alcanza que en los dominios de la ciencia sabe la discusión de todos los postulados y que en el reino del arte, la crítica de todas las formas y escuelas. La ciencia, ha dicho Víctor Hugo, se corrige a sí misma continuamente, y esa es la condición esencial de su progreso; el arte, en su exteriorización, está sujeto a los caprichos de una época, de una doctrina y hasta de una moda. Pero, hay algo, señores, que es inmutable en el espacio y el tiempo, -y es el genio del hombre en la ciencia o en el arte; hay algo que está por encima de las preferencias personales y de las ideas transitorias de las multitudes, y es el ritmo de un pensamiento que, libres sus alas, escala las alturas, planea sobre los horizontes y ahonda en el porvenir como una aguja de diamante, imponiéndose a todos por la virtud de su propia fuerza, por la magia de su recóndita belleza. Y es por ello que, a pesar de la contradicción filosófica de aquellos espíritus racionalistas, todos los amantes de la belleza, todos los servidores de la ciencia, se inclinan, ante el varón excepcional que alza sobre la enorme cordillera humana el señorío y la dignidad de una cumbre.

Vosotros habéis venido a honrar aquí a Rodó: vosotros, los que en un gesto piadoso de reverencia patriótica, fuisteis a recoger sus restos allende el Atlántico para traerlos al seno del terruño; los que en caravana doliente habéis desfilado ante su túmulo de la Universidad; los que ahora os acercáis al panteón que guardará sus cenizas, reverentes y emocionados, porque habéis sentido allá en la entraña de vuestra conciencia libre que honrar a un gran hombre es también honrarse a sí mismos.

Es a vosotros a quienes hablo, pues, a los que habéis amado y reverenciado al Maestro; a los que habéis bebido en la clara linfa de su prosa transparente, aquella virginal frescura que fue un tiempo, en el cauce de la regia prosa castellana, en los jardines de Cervantes, de Quintana y de Quevedo; a vosotros, los que, vibrantes de entusiasmo, sedientos de ideal, trémulos de fe, os habéis aproximado religiosamente, con la divina emoción de los neófitos, al altar de su espíritu todo encendido de luces, todo embrujado de fragancias: es a vosotros a quienes hablo, a los que podéis comprenderme, porque habiendo creído en el Maestro os halláis en estado de gracia para comulgar con su doctrina.

En nuestra América y entre esa asamblea de cumbres grandes que son Andrés Bello. Domingo Faustino Sarmiento, José Martí, Rufino J. Cuervo y Juan Montalvo, nuestro Rodó es cumbre altísima que destaca su imperio y su grandeza. Su gloria ha sido proclamada, con una unanimidad absoluta, por todos los maestros, por todos los directores del pensamiento hispano-americano. Apóstol de la solidaridad de nuestros pueblos, soberbio profesor de idealismo, moralista que ha hurgado en la psiquis del hombre para desentrañar las virtudes de la energía, -y con todo eso, espíritu abierto, como ninguno, a la tolerancia y al eclecticismo, que son la doble grandeza del corazón y del cerebro-, su verbo clamó sobre el continente como un hossanna de gloria, despertando las almas a la vida del Amor, del Deber y la Belleza. Jamás escritor alguno, en tierras de América, hizo sonar su voz con más imperio, ni logró más prosélitos, ni se adueñó de más voluntades y simpatías. Jamás en el Uruguay, cuna de libres espíritus y de pensamientos claros, floreció artífice más incomparable, de una perfección verbal tan absoluta y pura, como este mago de la palabra, escrita. -Grande en todo, de un aliento homérico, de un vuelo arrebatado, su pensamiento se alzó un día sobre esta margen del Plata, donde se nieva el caserío de su ciudad natal, de su querida Montevideo, y fue a saludar, en la figura ática de Juan M.ª Gutiérrez, la radiosa intelectualidad argentina que culminaba, en el reino del pensamiento, la obra redentora de los soldados de Mayo; traspuso luego los horizontes, culminó los Andes con aletazos de cóndor y fue a rendir homenaje, con palabras de gloria, con palabras fraternales de honda y sincera solidaridad sudamericana, el Centenario excelso de Chile, el día inmarcesible del gran pueblo del Pacífico; siguió después su ruta encumbrada, batiendo en el azul sus rémiges poderosas, empapado de luz, ceñidas las sienes de astros, y allí «donde los Andes del Ecuador convergen al nudo de Pasto, en formidable junta de volcanes», para honrar a otro grande y noble pueblo hermano, cantó la reyecía de Montalvo con los acentos del que fue su digno par y del que, siéndolo, experimenta orgullo y no celos al honrarlo; prosiguió aun su vuelo caudal, infatigable y victorioso, y esta vez fue, para gloria de Colombia y Venezuela, que su himmo saludó a Bolívar, al épico soldado que, en los albores del día americano, iba ensanchando las fronteras de las patrias al galope arrollador de sus escuadrones libertadores; y descendiendo al fin de las alturas alucinantes, para planear un momento sobre aquel mar de las Antillas, donde descansan «como bandada de gaviotas» blancas islas que amó José Martí, soñando siempre con la unión fraternal de todos los pueblos que balbucearon en el mismo idioma sus primeras palabras en la cuna que meció la misma madre, grande como nunca, profético como siempre, arrebatado y juvenil, buscó el último baluarte de nuestra estirpe española, el más avanzado fortín de nuestra idealidad latina, erguido ante los hombres de otra ideología y de otra sangre, y allí en el corazón de Méjico hizo su nido, enarbolando su Ariel, para proclamar al mundo que los que han nacido en tierras de América y los que han abreviado en las fuentes de la latinidad, ni reniegan de su ideología excelsa, ni se avergüenzan de llamarse americanos.

Ese era Rodó, señores: el que predicó la unión y la confraternidad de todos los pueblos americanos; el que tuvo a orgullo celebrar los próceres y lumbreras del nuevo continente para evidenciar que ante los más altos y grandes del viejo mundo no les cedían ni en honra ni en grandeza; el que cantó el más soberano himno al ideal de nuestra raza que los tiempos hayan oído jamás; el que nos enseñó, en las páginas robustas y ciclópeas de Motivos de Proteo, a educar nuestro yo, a ennoblecernos, a reformarnos, a hacernos dignos de nuestra edad y de nuestros hermanos; el que, en el mismo libro, denso de virtudes positivas, celebró la magia y la virtud de la voluntad, del ejercicio de la energía humana, con ejemplos gráficos como el del pueblo de Holanda y con parábolas luminosas como la de «La pampa de granito»; ese fue Rodó el que nos dio ejemplo de tolerancia con su «Liberalismo y Jacobinismo»; el que nos enseñó a amar y respetar a nuestros grandes hombres, ensalzando la memoria de Juan Carlos Gómez, cuando la piedad nacional, en ocasión como la presente, trajo al solar nativo los restos de aquel gladiador del coso periodístico, que había combatido contra otros pujantes paladines, hermanos de él en la gloria del mármol; ese fue Rodó, señores, el que además de pensador y de maestro, el que, además de moralista y guía de la juventud, fue un incomparable artífice de la palabra escrita, legándonos, para gloria de su nombre y para orgullo de su patria, páginas inmortales de una tan sobrenatural belleza, que para encontrarles semejantes, fuerza nos es abandonar nuestros tiempos mezquinos, remontar el río enorme de la literatura castellana y llegar a la entraña misma del gran siglo de oro, al siglo de los señores y príncipes del idioma, los solos, los únicos iguales de nuestro gran Rodó.

Pero, ¿a qué insistir en lo que está en la conciencia de todos? La justa nombradía de que goza hoy, en América y España, nuestro ilustre escritor, está hecha, no por virtud de amigos complacientes o de analfabetas multitudes, sino por el consenso y el aplauso de los grandes escritores y críticos contemporáneos, por el acatamiento y veneración de los más ilustrados pueblos de América. -Don Juan Valera, Leopoldo Alas, Miguel de Unamuno, Cristóbal de Castro, Luis Araquistáin, Ramiro de Maeztu, Salvador Rueda, Rubén Darío, Blanco Fombona, Gonzalo Zaldumbide, Armando Donoso, Andrade Coelho, Ernesto A. Guzmán, Alberto Gerchunoff, Pedro Prado, Bunge, Quesada, cien otros aún, han entonado las loas de Rodó, y con ellos, los centros culturales, los más prestigiosos y dignos de Sud América, el grupo fulgurante y avanzado que escribe y combate en la gran revista argentina Nosotros, la sociedad de Santiago de Chile, las de Perú y Bolivia, aquella Atenas del Norte que es Caracas y sus dignas rivales Barranquilla y Bogotá en Colombia, el Ateneo del Salvador, la Habana, Méjico, todo lo que es pensamiento y arte, todo lo que es ilustración y progreso en nuestro mundo, en fin. Es una consagración única y formidable, altísima e indiscutible, que nos ratifica, en esta gran hora de dolor, lo que nos decía en el Parlamento, hace algún tiempo, al conocerse el deceso de nuestro malogrado amigo, el doctor Buero: «Rodó fue un ciudadano sincero y honesto, que prestó a su país el más grande de los servicios: el servicio de hacerlo célebre por la cultura eminente del arte y de la poesía».

Ahora, este gran corazón está mudo, esta soberana inteligencia, ha cesado de fulgurar. -Dolientemente, desamparadamente, sin unos ojos amigos que recogieran su postrer mirada, sin unas manos fraternales que despidieran la suya en el momento atroz de la partida, sola, aislada, quién sabe con qué mundo de añoranzas y de tristezas, su pobre alma solitaria se fue, allá, lejos, en una tierra extraña, en una revuelta cualquiera del camino. Mudo, reconcentrado, sin una protesta, sin un consuelo, se fue el grande, el luminoso espíritu, lo mismo que había vivido: en silencio, calladamente, terriblemente solo. Concluido está el ciclo de su pasaje por la tierra; la luz de su pensamiento se ha ahogado en la tiniebla sin fin; ya su pluma maestra, única, incomparable, no trazará jamás los conceptos inmortales que quedaron escondidos en el fondo de su alma; su nombre, su nombre inmenso y glorioso, será tan sólo un recuerdo en la historia literaria de su patria, un sollozo en el corazón de sus últimos amigos. Pero su obra, su obra soberana e indestructible; la luz que irradia de ella, imperecedera, persistirá a través del tiempo, sojuzgará las generaciones que vendrán, como el resplandor de esos astros, perdidos en un rincón del cielo, en las soledades del infinito, que muertos y apagados ha millares de años, continúan viviendo ante nuestros ojos con la luz que irradió de ellos en el período deslumbrante de su actividad.

Señores: en nombre del Comité Nacional de Homenaje a la memoria de Rodó, que me ha escogido para llevar su palabra en este acto, más que por mis títulos intelectuales, por la antigua y profunda amistad que me unió al ilustre muerto, y en nombre también del Centro de Estudiantes de Derecho, que me ha honrado con idéntico cometido, y que yo he aceptado por los respetos y simpatías que siempre me ha merecido la juventud estudiosa, yo me inclino reverente ante su tumba, saludando su memoria como la más alta de la literatura nacional. El lugar que deja vacío este espíritu enorme, no podrá ser llenado fácilmente, porque espíritus así, de una potencialidad tan excelsa, no son comunes en el siglo. Si en el reino de la letras rigieran las fórmulas cortesanas de las cortes palaciegas, nuestras pobres almas atribuladas se hallarían en el trance de no poder proclamar sucesor: ¡el Rey ha muerto!, ¿qué heraldo revelador podría ahora, desde las ventanas del palacio, regocijar los ámbitos con el grito de ¡viva el Rey!? Ya lo veis; este silencio nos dice lo inmenso e irreparable de nuestra pérdida.

Rodó, amigo de mi juventud, hermano mío, descansa en paz.

He dicho.