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ArribaAbajoDiscurso del doctor Arturo Giménez Pastor

Representante de «La Nación» de Buenos Aires


Señores: En esta hora en que solemnemente entrega el océano a la tierra uruguaya los restos de José Enrique Rodó, mi voz va a pronunciar las palabras de homenaje y de recuerdo con que «La Nación» de Buenos Aires despide estas reliquias de una luminosa vida.

Para que esas palabras fueran un tributo de alto pensamiento y de noble sentir, bastaba la repercusión que este féretro les diera al caer sobre él despertando sus ecos funerales. Para que vibre en ellas el estremecimiento de sensibilidad herida que la meditación recordatoria, del bien perdido renueva en este acto, el gran diario argentino, en cuyas páginas dejara también Rodó el fecundo chispeo germinante de su verbo, ha elegido a uno que le conoció en bellos días de juventud, que fue su amigo, que como tal sintió directamente el calor generoso de aquel gran corazón tantas veces niño, como todos los grandes corazones, y que así, por personal conocimiento, supo de las mil excelencias íntimas que atesoraba en su grande alma buena José Enrique Rodó.

Imaginaos, pues, señores, lo que mi palabra no puede decir bien; lo que la palabra no puede tantas veces decir bien: la elegiaca elocuencia recóndita de esta despedida a lo que el mar nos devuelve de aquel que conocimos y vimos partir a las soñadas patrias del espíritu con el alma llena de voces, -las más nobles voces que hayan hablado en un alma de nuestra generación-, y con la mente centelleando la más espléndida germinación de luces que en una feliz hora de amor quiso sembrar en una juventud privilegiada el divino sembrador de esas serenas claridades de la inteligencia con que Rodó iluminó radiante su personalidad moral.

Había surgido a la luz de la revelación literaria como una de aquellas pariciones de balada que señalan en los cendales del horizonte un punto brillante a la mirada de los que, desde la orilla del cristiano río de las leyendas, interrogan la lejanía evocando apariciones de maravilla prometidas al afán de una mágica realización de ensueños.

Así esperaban en aquella época los espíritus deseosos de vivir la vida de un futuro que debía ser su presente, todavía indefinido en el campo abierto a las orientaciones intelectuales. Esperaban «lo que vendrá», según la fórmula que con el título de su primer escrito famoso había de dar el mismo Rodó, hasta entonces ignorado.

El vasto palenque en que realistas y románticos, espiritualismo y positivismo, se habían disputado la dirección de las inteligencias; el vasto palenque de las batallas que difundieron glorioso fragor homérico en memorables días del siglo XIX, había quedado sumido en inquietud de silenciosa obscuridad; los vencedores de ayer entraban ya en la sombra de las grandes cosas que han hecho su época. ¿Quién vendría a acaudillar las nuevas fuerzas que habían de continuar la lucha, a renovar la vida de las ideas?

El punto de luz aquel que diseñaba ya una figura a la distancia, traía buena nueva. Era el caballero de blanco y resplandeciente arnés, que venía a decir de justicia, de amor, de ideal generoso y libre. Así apareció Rodó, en un tranquilo rayo de sol, armado para siempre de todas sus armas de luz. Venía de un ignoto Santo Graal, consagrado ya paladín de una bella empresa de armonía moral, de simpatía inteligente, de superior fraternidad estética.

Era el predestinado a la nueva afirmación de juventud que había de hacerle, casi adolescente, el maestro de la nueva fe, -fe en la vida, fe en las eternas y siempre nuevas y siempre fecundas y gloriosas revelaciones de la belleza, fe en las fuerzas de serena esperanza inmarcesible en que florece esa primavera de las almas, que da eternamente flores de infinito; fe, por fin, en los destinos que al nuevo mundo de las patrias jóvenes asegurará una armoniosa fraternidad de todos los corazones, de todas las inteligencias, de todas las intuiciones espirituales que animan el pensamiento y la acción de futuro en todos los pueblos de América.

Cultivar las almas; llevar a ellas un hálito de la divina juventud que Grecia conoció y que fue en ella fresca levadura de inmortalidad histórica; reanimar los verdores de la esperanza ante el pesimismo de la duda o del desaliento; hablar del porvenir al presente ante el pasado; esto vino a enseñar Rodó con ese hermoso apostolado ético y estético cumplido sin dejo ni aún remoto de impertinente austeridad o presunción dogmática; amable magisterio de lo bello iluminado por la sonrisa de las Gracias; prédicas en que la noble gravedad pensadora de Próspero aparecía siguiendo complacida los alados giros de Ariel en los campos azules del éter.

«La Nación» de Buenos Aires requirió para sus páginas las claridades de aquella mente y el arte de aquella alta y serena elocuencia. Esa elevadísima tribuna de cultura no ha dejado de ofrecer la resonancia de su autoridad a ninguna de las voces cine, a través de su ya histórica existencia, han ido surgiendo en la incesante floración de espíritus que suscitan las ruchas de la idea. una de sus más bellas glorias es la de haber recogido sin descanso luces a su alrededor, para ofrecerlas en esplendorosa cosecha al continente.

El ilustre fundador del gran diario argentino quiso que fuese, -y de su puño y letra firmó esta ejecutoria-, «una tribuna de doctrina». ¡Pensad si se sentiría bien Rodó en ese hogar argentino de la inteligencia rioplatense, aureolado por el fulgor de las ideas!, él, que había sentido con tanta y tan fecunda riqueza de simpatía las dos grandes épocas literarias que irradiara el Buenos Aires de Mayo y el Buenos Aires de Rozas, -la grande era triunfal de la Revolución y la grande era trágica de la tiranía-, esas dos grandes épocas evocadas luego con insuperada belleza por su pluma en torno de la figura de Juan María Gutiérrez.

¡Oh, señores! ¡Cómo estos recuerdos de felices días de la clarísima vida de Rodó hacen cruel el contraste que les opone la realidad presente!

Henos aquí ante las fúnebres reliquias de esa vida, que devuelve a la tierra natal del poeta los restos del pobre vaso roto allá lejos, de las materiales formas que guardaron mal un tan noble y alto espíritu, ya difundido en el deslumbramiento del infinito, libertado de la mortal escoria de un cuerpo que siempre pareció sobrar a aquel espíritu de elección.

Vamos a entregarlas a la tumba. Pero tal es la superior energía de sobrevivencia que en sí llevan estas almas triunfadoras de la muerte, de tal modo persiste su vida mejor y más pura en el alma de los demás, que la triste ceremonia mortuoria se trasfigura en la augusta solemnidad de una apoteosis.

¡Oh, magnífico espectáculo! Los corazones de todo un pueblo han acompañado hasta aquí este féretro, batiendo con sus latidos el solemne ritmo de una inaudita marcha de honor. Y ese gran redoble de latidos alcanza a las fronteras todas de la uruguaya patria y se dilata más allá; sí, mucho más allá; rebasa, como el clamor de la imponente ola, las fronteras de las vecinas naciones y resuena al fin sobre todo el continente; porque debemos creer, señores, que en esta hora todos los corazones de la América están de pie, rindiendo a este noble muerto los honores de una universal aclamación.

¡Reliquias de José Enrique Rodó, que venís a descansar en el tibio seno de la tierra que os dio dulce cuna y os abre tumba consagrada por el amor de todos! Recibid de mi mano, al desaparecer para siempre en la sombra, el manojo de laureles y siemprevivas que «La Nación» deja caer sobre el ataúd que os lleva al silencio grandioso de la soledad sepulcral.