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ArribaAbajoDiscurso del Presidente de la Delegación de estudiantes argentinos, señor Ventura Pessolano

Excelentísimo señor Presidente de la República:

Señores:

La juventud de mi patria no ha querido faltar en la hora de vuestra tribulación y vuestra pena; ¡por eso hemos venido, delegados de todos los núcleos estudiantiles de las universidades argentinas, a traeros para este nuevo y altísimo santuario del corazón uruguayo, el piadoso consuelo de nuestras flores y el amor sublime de nuestras lágrimas!...

Que otras voces mejores que la mía digan lo que fue y significa en la historia de la cultura hispanoamericana, la clara voz enmudecida para siempre, de José Enrique Rodó: que ellas interpreten el valor de sus libros -evangelios del amor, la belleza y la esperanza-, que nos expliquen su profundo sentido en la nueva modalidad espiritual del Plata; que nos hablen de su arcano de belleza, de su verdad de justicia, de su emoción inquietante; de la sugestión del bien que siembran, del consuelo que ofrecen, de la nobleza que exaltan y realizan.

Que otras voces más altas que la mía os digan por qué tienen esos libros acentos de misales, y trémolo de himnos; por qué exigen el religioso recogimiento de los templos o la apartada soledad de las escuelas o la austera gravedad de las academias; por qué ríen las aves o deslumbran sus visiones en algunos capítulos, por qué lloran, en otros, esas mismas aves... Que vuestros maestros, que podrían ser los míos os hablen con la unción de la sabiduría sobre la sabiduría de esos libros. Que vuestros políticos nos recuerden sus firmes virtudes ciudadanas, que sus amigos nos cuenten la estoica y heroica nobleza de su vida; que vuestros poetas nos digan en qué ritmo misterioso y con qué alas voló hasta las cumbres de la belleza eterna, y naufragó en los mares infinitos del poeta dolorido de la Italia; que hablen vuestros artistas sobre la gema poliforme de sus libros, sobre el colorido inimitable de sus obras, sobre el relieve armonioso de sus líneas, y sobre aquella luz misteriosa que pasa, como una claridad, sobre toda la obra del maestro... Ellos han de enseñaros con la ciencia que no tengo, por qué «Ariel» es bronce bien templado que vibra de coraje y de esperanza sobre el incipiente materialismo americano...; por qué tienen la gravedad discursiva y cristalina de los «simposis» ilustres, y la brevedad rotunda y enigmática de los Libros Sinópticos, aquellos «Motivos de Proteo», dechado de hermosura y cofre primoroso en que se guardan las más altas virtudes de la raza... Ellos os dirán quién es Próspero... y el cuadro que se mira desde su acrópolis moderna; y os dirán de la luz que inunda el panorama, y del huerto florecido que abarca la mirada y del cielo estrellado en que se abisma el espíritu...; ¡y dejadle a vuestros ancianos -que le vieron niño y le lloran muerto- que, sacerdotes laicos de su pueblo, nos expliquen por qué tenía videncias el Maestro, por qué fue profecía su voz solitaria, por qué le adoran los pueblos del Plata, en este irremediable estrado de la Gloria...!

Y a mí, señores, que soy joven, y portador de un mensaje que tiembla de ternura en mis labios, dejadme que os diga en lenguaje del corazón, únicamente, que aquel infausto día, en que próximo al mar aquel de Eneas, en las rías de Palermo, la tarde, cogió en su seno la última mirada del Maestro, bajó la noche en el alma de mi pueblo y hubo un estremecimiento de dolor en el corazón argentino... Como en la leyenda oriental, callaron las aves en sus nidos y se recogieron las flores, del otro lado del Plata... y la juventud que represento, ansiosa de justicia y ennoblecida por el culto de una honda gratitud espiritual que nos trajo hacia esta tumba, entonces como ahora, rezó en el santuario de su alma las preces de su pena y el «laudamus, Domine», de su místico entusiasmo; y entonces como ahora, noble pueblo del Uruguay, llegamos con el corazón arrodillado y en las manos la simbólica tea de los romeros antiguos, a deciros, así, sencillamente, que este muerto es nuestro muerto, que nuestra es vuestra angustia, y vuestra gloria, y esta desazón que nos embarga, y esta exaltación que consumamos, y esta justicia que cumplimos, nuestra, como el azul que nos cobija y como la tarde entristecida, sobre vuestro dolor de uruguayos, y sobre mi pena argentina.

Anoche, señores, frente al sublime espectáculo que ofrecía Montevideo, noble y dolorido, ante su muerto muy ilustre y muy amado, cuando exornasteis vuestras almas de suyo bellas, de religión y de ternura, y bajo las franjas enlutadas de vuestra noble divisa, junto al heráldico rojo, de Artigas, perfumasteis con el incienso milenario el túmulo sagrado, y en alas de la honda y desolada armonía con que Mozart ruega por los muertos, en sus sacrificios de ultratumba, valoran esas almas hasta la eternidad donde el Maestro mora, bajo el apremio de una emoción intensa, pugnando en mis pupilas por ser el ardor de una lágrima cautiva, salí a la calle y miré vuestro cielo...

Blancas nubes, como fantásticos cendales, velaban la luna triste del 28 de febrero... La Cruz del Sur, cual los cuatro símbolos del dolor hebreo, titilaban en las alturas del Uruguay... y sus dos brazos luminosos, piadosamente abiertos sobre el féretro adorado, ¡me sugirieron la idea de deciros, como prenda del amor que os traigo, que las federaciones universitarias argentinas tienen, allá, en mi patria, una bandera que es presunción de amor, de verdad y de belleza, para los días de gloria o las horas de la tribulación...

Sobre el campo azul de nuestros colores nacionales, la simbólica cruz -solitaria y blanda- del hemisferio Sur. Ya veis nuestra bandera: la misma áurea y generosa visión, señores, del último capítulo de Ariel...

En su nombre, y a la sombra de su purísimo paño, recogió, en el ánfora sagrada, esta lágrima que os mandan nuestros hermanos del otro lado del Plata.