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ArribaAbajoDiscurso del señor Juan Vicente Ramírez

Presidente de la Delegación de estudiantes paraguayos


Señores: Muchas veces, hojeando las páginas que guardan la palabra armoniosa de los oradores, ante la declaración de impotencia que casi todos hacen al tener que interpretar un sentimiento colectivo, una sonrisa de incredulidad se dibujó en mis labios, porque estaba en la creencia de que no se trataba sino de una simple coquetería intelectual, de una manifestación de falsa modestia, de un lugar común, en fin, del que nadie se creía autorizado a prescindir.

Pero hoy, que tengo que dar forma al sentimiento de la juventud estudiosa de mi pueblo, hoy, que en este sitio augusto, en este instante solemne, debo prestar mi voz al alma colectiva, sensible y vibrante, de la juventud paraguaya, hoy, señores, comprendo que, en verdad, existen momentos en que la capacidad individual se juzga impotente para el desempeño feliz del alto y noble cometido de interpretar el sentir y el pensar de una agrupación humana.

Sé decir de mí, señores, que al recibir el honroso mandato de mis camaradas, cuyo cumplimiento me tiene en este lugar, he quedado casi anonadado, ante la seguridad de que mis palabras no tienen la sonoridad necesaria, ni la armonía precisa, ni la flexibilidad indispensable para ser el órgano adecuado de todo lo que se agita y bulle en el alma de la juventud de mi patria, por la muerte de José Enrique Rodó, por esa puñalada aleve del destino que al destrozar el corazón del pueblo amigo y hermano, ha abierto también una ancha herida en el corazón del pueblo paraguayo, y, muy particularmente, en el de esa caravana juvenil que tiñe sus pupilas en el risueño color de la aurora, y hermosea su espíritu con la celeste claridad de esta trinidad gloriosa: Alegría, Fe, Esperanza.

Sin embargo, al reflexionar que la misión que se me confiaba, tenía que ser desempeñada en el seno del pueblo uruguayo, me tranquilicé y serené, porque no se me escapaba, señores, que el sincero afecto que une los corazones uruguayos y paraguayos, el verdadero cariño que enlaza las almas de estas dos colectividades, harían, en cierto modo, fácil el desempeño de mi cometido, pues donde reina el amor, como se sabe, basta a veces, para entregar un mensaje sentimental, acercar los corazones en un estrecho abrazo y dejar que de los ojos manen las lágrimas expresivas...

Señores: ¿quién ignora que Rodó fue el Maestro en el seno de las sociedades americanas? Desde la publicación de «Ariel» -ese estupendo «sermón laico», que contiene la Buena Nueva para la juventud- las generaciones vivientes de nuestra América reconocieron en él al «iniciado», al hombre de excepción, encargado de realizar la misión santa de ir ensanchando, con la lumbre excelsa de su potente cerebro, con el resplandor vivísimo de su privilegiada inteligencia, el círculo de luz que nos rodea, haciendo retroceder, en consecuencia, la movible línea oscura del Misterio...

Desde la alta cumbre donde le elevara su poderosa mentalidad, dejó oír su palabra serena y armoniosa, llena de unción y de gracia, verdadero bálsamo para calmar la inquietud sagrada de las almas, que se sentían consumidas por el deseo de conocer nuevas metas que conquistar, nuevas alturas que escalar, nuevos ensueños que acariciar, nuevas esperanzas en que confiar; que tenían necesidad, en fin, de sentir nuevamente la ardorosa y vivificante llama de entusiasmo por los grandes ideales de la raza.

Hizo, de esta preclara Montevideo el Sinaí glorioso, y en alas de una prosa musical y florida, de una prosa ataviada con los encantos subyugadores que las divinas Gracias le sugirieran, lanzó a los cuatro vientos sabias enseñanzas, que persiguen como finalidad suprema, perfeccionar a los individuos para mejorar las sociedades; señalar el verdadero objetivo de nuestros esfuerzos, para facilitar el cumplimiento del destino de estos pueblos; encontrar la segura senda de un progreso rápido y sin zozobra; rodear nuevamente de claridad solar los ideales de nuestra común estirpe, para que sean fácilmente reconocidos y pueda contribuir cada uno con todos sus entusiasmos y todas sus energías a su realización progresiva, y a su definitivo triunfo.

Además, sintió Rodó como muy pocos, como las grandes figuras de excepción de nuestra América -como Bolívar, como Artigas, como Montalvo, como Alberdi, como Martí- el patriotismo del continente, ese elevado sentimiento que por sobre todas las patrias particulares, extiende el manto luminoso de una patria grande, de una patria máxima, de una patria única, que cobije bajo sus amplios pliegues de todos los pueblos hispanoamericanos, y convierta a sus pobladores, a los que viven sobre su hermoso suelo, en verdaderos hermanos; en miembros eficientes y entusiastas de sociedades determinadas, sí, pero en soldados, al mismo tiempo, de una misma civilización, y en ciudadanos de una sola patria común.

Y porque Rodó fue un eminente civilizador y un fervoroso americanista, la juventud paraguaya, parte integrante de la juventud de este continente, ha llorado con honda pena la desaparición definitiva de esta lumbrera uruguaya.

Pero la juventud estudiosa de mi patria tiene, señores, motivos más íntimos para lamentar esta muerte.

Después de nuestra guerra cruenta; después de aquel encuentro de cuatro pueblos americanos, que duró un lustro y convirtió el territorio de mi patria en una gran necrópolis, en que quedaba sepultado todo un pueblo; después de aquella tempestad bravía que no dejó en el Paraguay nada en pie, excepción hecha de algunos espectros de mujeres errantes, de viejos enfermos, de niños escuálidos; después de esa pavorosa hecatombe que costó a mi pequeño pueblo, seiscientas mil víctimas, las nuevas generaciones paraguayas, nacidas entre tantas desgracias, entre tanto dolor, entre tanto infortunio, venían enfermas, trayendo graves males en el fondo del alma.

Venían sin la fe que conforta, sin el entusiasmo, que alegra y que multiplica las fuerzas; sin la energía, que ayuda a salir airoso en las batallas campales de la existencia; sin la esperanza, en fin, que pone celajes rosados en el horizonte de nuestra vida.

Verdad es que con cada día que pasaba, la fuerza vital de la raza conquistaba nuevas victorias, y que paulatinamente, una nueva luz empezaba a difundir su claridad en el seno del alma de mis compatriotas, oscurecida por las sombras de una infinita tristeza.

De pronto, resonó en América la voz potente y armoniosa de Rodó, de este gran taumaturgo del pensamiento, de este raro brujo de las almas enfermas, y empezaron a difundirse sus elocuentes discursos sobre las superiores energías del espíritu. Desde entonces, las nuevas generaciones de mi patria no apartaron el oído de la dirección de donde les llegaba música tan arrobadora, y desde entonces, también, cuidaron de abrevar siempre su sed ardiente de perfeccionamiento en las puras aguas del manantial perenne de su optimismo inquebrantable.

¿Cómo poder apreciar todo lo que significa para nosotros esta enseñanza?

Yo solo sé decir, señores, que las heridas del alma paraguaya van cicatrizándose, y que las negras sombras emanadas del desaliento, del escepticismo y de la duda, van sustituyéndose por los resplandores que producen la fe en sí, el entusiasmo por la vida y la esperanza de que días de prosperidad y de grandeza guarda el porvenir para la raza tan cruelmente tratada hasta hoy por el destino.

Y sé decir, también, que las fuerzas más eficaces a que se debe este prodigio de resurgimiento, son la potencialidad de la raza, la fúlgida luz que se desprende de la grandiosa epopeya de nuestro pasado, y las prédicas sugestionadoras de los optimistas, entre quienes hay que contar, en primer término, en el seno de mi pueblo, al gran Rodó.

Y porque él fue para nosotros no sólo el maestro, de mucho y hondo saber, sino también un médico de almas, piadoso y dulce, la juventud paraguaya gime dolorida por el silencio eterno de esta voz magistral y apostólica.

Pero hay algo más todavía, señores. Rodó ha sido también el amigo particular de mi patria. Como buen uruguayo, tuvo simpatías por el Paraguay.

Para los que somos de aquella tierra cálida y sonora, constituye motivo de satisfacción comprobar que es tradicional la amistad sincera y honda de estos dos pueblos de América.

Del fondo de la historia de los dos países, surgen hechos y acontecimientos que la ponen en evidencia.

Ya los padres de las dos patrias, los fundadores de estas nacionalidades lo sentían, y en lenguaje expresivo y con hechos elocuentes, como conviene a aquella época legendaria, se manifestaban sus afectos.

Fulgencio Yegros, el prócer paraguayo, acompañado de muchos centenares de compatriotas, antes de su empresa libertadora, derramó heroicamente su sangre en defensa de esta riente capital platina, al producirse la invasión inglesa, allá en las postrimerías del Virreinato, en el ocaso del coloniaje.

Y Artigas, el gran vidente, el patriarca uruguayo, el padre de esta nacionalidad y una de las más hermosas figuras de la epopeya de la independencia de América, miró siempre al Paraguay con cariño ardiente, y cuando terminó su misión histórica de sembrador y llegó el momento del infortunio, no aceptó el generoso ofrecimiento de la poderosa República nórdica, y fuese a reposar, en cambio, en el seno del pueblo paraguayo, del mismo pueblo que en aquellos lejanos tiempos, como testimonio de afecto para el gran caudillo, entonaba canciones Artiguistas por las calles de la histórica Asunción.

Desde entonces, flota en el ambiente de las dos patrias, una poderosa corriente de simpatía, que se apodera y adueña tanto del corazón de las masas populares, como del de los intelectuales y de los dirigentes de todas las clases sociales.

Rodó ha dado pruebas, en varias oportunidades, de que se mantenía consecuente con este tradicional cariño de pueblos, y de que una amistad firme y fuerte lo unía a la patria de los Comuneros.

Nosotros no olvidamos, ni olvidaremos nunca, señores, que cuando una simpática caravana de jóvenes uruguayos llegaron hasta nuestros lares en peregrinación, para murmurar su oración patriótica bajo el mismo árbol que escuchara las últimas confidencias de Artigas, nos envió Rodó un mensaje hermoso, en que dejó fluir libremente su ferviente amor por la América hispana, y, también, su íntimo afecto por el Paraguay.

Tenemos grabadas en el corazón, señores, todas las frases de aquel mensaje memorable.

De su contenido, no recordaré aquí sino lo que se refiere a la amistad de estos dos pueblos: «Única patria es América, dice; pero dentro de esta unidad hay pueblos que con más singular fraternidad se atraen y que más eficaz y claramente persiguen la armonía de sus destinos. Paraguayos y orientales forman, sin duda, el más cabal ejemplo americano de aquella "grande amistad" que Michelet soñaba ver consagrada en las relaciones de los pueblos. Reciprocidad de afectos y comunidad de intereses, los vinculan. El Uruguay es el Paraguay atlántico; el Paraguay es el Uruguay de los trópicos».

Rodó fue, pues, para nosotros, el maestro, el médico, el amigo.

Por eso, cuando el destino jugó esta mala pasada a los pueblos de América, silenciando la voz sonora y profunda del gran uruguayo, una de las más hondamente heridas por la tremenda desgracia, fue la juventud de mi tierra, circunstancia que le puso en condiciones de poder comprender el duelo inmenso de este pueblo viril y caballeresco y de compartir toda su pena con la pujante y gallarda juventud uruguaya.

Por eso, tan pronto como pasó el primer ímpetu del dolor, nos hemos apresurado a rodear la imagen bien amada del Maestro, y poniendo a contribución la belleza de nuestras flores y los encantos de nuestras mujeres, hemos celebrado, en arranques líricos, su funeral civil.

Y por eso también, señores, al tenerse allá conocimiento de que pronto arribarían a estas playas sus restos venerados, nos envía a nosotros para que, al lado de la juventud uruguaya, los escoltemos en su representación, y agreguemos nuestra voz modesta a la autorizada y potente de este pueblo hermano, para pregonar una vez más, por todos los ámbitos, la gloria excelsa del inmortal pensador. La misión está cumplida.