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Homenaje a José Hernández (1834-1886)1

Academia Argentina de Letras






La Academia Argentina de Letras y la literatura gauchesca

Raúl H. Castagnino


A lo largo de una constante acción cultural, la Academia de Letras ha prestado permanente atención a manifestaciones fundamentales de las letras nativistas, sea en las variantes de literatura criolla, de literatura gauchesca o de expresiones de lo folclórico propiamente dicho.

Lo ha previsto en cuanto obligación institucional y lo han realizado individualmente los señores académicos, como camino de personales ahondamientos en ancestros y esencias integradores de una identidad; como búsqueda de elementos contribuyentes a la definición de un perfil argentino inconfundible en el mundo y a la legítima instalación, por bien ganado derecho, en un lugar dentro del contexto cultural moderno.

Desde los orígenes de la Corporación y a través de las sucesivas generaciones de académicos que ocuparon sus sitiales, las distintas muestras literarias de lo vernáculo les han suscitado permanente interés. Y en esta ocasión nos ha parecido pertinente recordar brevemente algunos significativos antecedentes y contribuciones en cada una de las ramas de la creatividad nativista.

En primer lugar, cabe la mención de los que se plantearon el problema de la llamada «lengua gauchesca». Entre ellos resultan insoslayables los varios estudios y libros de Eleuterio Tiscornia; tarea también abordada posteriormente por Rodolfo Borello y Emilio Carilla. En segundo lugar, se incluyen los que se inquietaron por la «literatura gauchesca»; en particular por su problemática y principales cultores, como Roberto Giusti, el mismo Rodolfo Borello, Elías Carpena o Juan Carlos Ghiano, exegetas de Bartolomé Hidalgo; los estudiosos de la vida y obra de Estanislao del Campo, como Rafael Alberto Arrieta, Ángel Battistessa, Roberto Giusti, Manuel Mujica Lainez y Elías Carpena. También los que abordaron el tema gauchesco desde perspectivas monotemáticas como Carmelo Bonet, Carlos Obligado, Gastón Gori, Germán García.

Finalmente los que específicamente se compenetraron del tema martinfierrista; sean quienes indagaron historia, estructura y estilo del poema en diversidad de enfoques analíticos y posiciones críticas, hasta quienes abordaron las contextuaciones, circunstancias y proyecciones de la obra y del autor. Entre los primeros han de citarse los aportes de Ángel Battistessa, Jorge Calvetti o Jorge Luis Borges, con variadas hermenéuticas que marcaron hilos fundamentales en los estudios hernandianos. Entre los segundos, trabajos que como los de Calixto Oyuela, Juan Pablo Echagüe, Álvaro Melián Lafinur, Emilio Carilla, Rodolfo Borello, Eduardo González Lanuza, Jorge Max Rohde, Antonio Pagés Larraya, Rafael Arrieta o Raúl Castagnino, ahondaron aspectos críticos e iluminaron posibles interpretaciones del poema fundamental al aplicar la diversidad de métodos críticos para la mejor comprensión del texto.

El proceso de desarrollo y definición de la literatura gauchesca corresponde al siglo XIX. Con la nueva centuria parece sufrir un relegamiento. Solo al traspasar el primer cuarto del siglo XX el advenimiento de Don Segundo Sombra marcó un rebrote singular. Ni la Academia Argentina de Letras ni sus miembros permanecieron insensibles a este fenómeno y es fácil verificar en las páginas del Boletín de la institución y en las publicaciones particulares de los académicos, un renovado interés por los escritos de Güiraldes y por su creador. Tales trabajos llevan las firmas de Carmelo Bonet, Ángel Battistessa, Jorge Luis Borges, Diego Pró, Jorgelina Loubet, entre otros.

Es justo recordar asimismo que la resonancia alcanzada por Don Segundo Sombra estimuló en general los estudios sobre lo vernáculo. En tal sentido, en lo concerniente a lo autóctono que se orienta por vía de lo folclórico, también la Academia y sus integrantes han hecho aportes de significación. Es pertinente traer a cuenta al respecto los nombres de Juan Alfonso Carrizo y sus Cancioneros; de Orestes Di Lullo y sus aportes al conocimiento del folclore del noroeste; de Juan Draghi Lucero y la contribución a las investigaciones del folclore cuyano; de Carlos Villafuerte y sus estudios sobre lo popular catamarqueño; de Bernardo Canal Feijóo y sus trabajos con enfoques socio-folclóricos y antropológicos; de Jorge Furt y sus compilaciones del Cancionero popular rioplatense.

No son estos ni todos los nombres ni todos los aportes académicos sobre el particular. Se trata apenas de un mínimo inventario provisional, entrevisto a vuelo de pájaro. Pero de las rápidas menciones surge la continuidad de la preocupación académica por lo vernáculo, confirmada en el acto público que en 1984 convocó a las conmemoraciones de José Hernández, Estanislao del Campo y de «Juan Moreira», y corroborada con la sesión de esta tarde en recordación del centenario de la muerte de José Hernández y del nacimiento de Ricardo Güiraldes.

No quisiéramos concluir las palabras introductorias reactualizadoras de esta vocación inalienable de la Academia Argentina de Letras, sin llevar al general conocimiento, como suele hacerse por lo menos una vez al año en acto público, algunas novedades académicas relativas a nuevas publicaciones que saldrán a la venta en el transcurso de 1986.

Se ha reanudado la impresión de la serie editorial del Boletín de la Academia, del cual están a punto de lanzarse cinco nuevos números: dos correspondientes a 1984, dos correspondientes a 1985 y uno al primer semestre de 1986.

También se han impreso los volúmenes V y VI de los Acuerdos del idioma y dentro de pocos días estarán a disposición los volúmenes VII y VIII. Estos Acuerdos llevan una novedad estructural: respondiendo a una necesidad técnica se han separado los estudios sobre el habla de los argentinos en tomos independientes de los acuerdos generales.

En otras series editoriales, ya están a disposición de los interesados: un tomo con el Vocabulario de Benito Lynch; otro de homenaje a Juan Bautista Alberdi, con sus Escritos satíricos y de crítica literaria. Dentro de pocos días también estará concluida la antología de Prosa Narrativa de Atilio Chiáppori. Con todo ello, la Academia Argentina de Letras incorporará doce nuevos títulos a su patrimonio bibliográfico. Patrimonio en el cual el interés por lo vernáculo -lengua y literatura- sigue siempre presente.

Señoras y señores: como está programado ahora nos dispondremos a escuchar a los oradores, por cuyos conceptos y voz la Academia tributará en este acto conmemorativo su homenaje a José Hernández al cumplirse el centenario de su muerte y a Ricardo Güiraldes, el de su nacimiento.




Hernández, en el centenario de su muerte

Juan Carlos Ghiano


La muy movida existencia de José Hernández concluyó el 21 de octubre de 1886 en su quinta de Belgrano, cuando le faltaban pocas semanas para cumplir cincuenta y dos años. Al día siguiente, en la inhumación de los restos en la Recoleta, Lucio V. Mansilla predijo: «Afirmo que cuando haya sido sepultada en el polvo del olvido la fama de muchos de nuestros grandes hombres de circunstancias, persistirá en la memoria del pueblo el nombre de Martín Fierro, y que José Hernández no habrá muerto, aunque sus despojos se hayan desvanecido». El más representativo prosista de la generación literaria del Ochenta concentraba de esa manera el juicio de una época norteña muy cosmopolita sobre el más popular de los poemas gauchescos, cuya difusión había dejado en segundo plano las actividades múltiples de Hernández: el periodismo y la política, la administración rural y la organización de una librería, los encuentros militares; todo lo que hace que la vida de Hernández ejemplifique una forma de existencia rioplatense que se había ido diluyendo después de Caseros.

José Rafael Hernández y Pueyrredón, segundo hijo de Rafael Hernández de los Santos e Isabel Pueyrredón Camaño, ambos de familias arraigadamente bonaerenses, había nacido el 10 de noviembre de 1834 en la chacra de Perdriel, hoy partido de General San Martín; tanto el lugar de nacimiento como el de la muerte estaban al margen de Buenos Aires, ciudad en donde viviría pocos años, los de su última madurez, en la cual se refuerza la conducta de un hombre que se consideraba representante del interior del país. La familia paterna de Hernández era federal y allegada al círculo de Juan Manuel de Rosas, mientras la materna estaba relacionada con los grupos unitarios que habían acompañado a Rivadavia; el futuro poeta vivió entonces un clima familiar en el que parecían concentrarse las diferencias que agitaban el panorama patrio; al mismo tiempo cumpliría temprana y prolongada experiencia en el campo: en Camarones y en Laguna de los Padres trabajó cerca de ocho años, a partir de los doce, cuando ya había terminado sus estudios en el Liceo Argentino de San Telmo, base de una formación que se fue enriqueciendo después del 58. En cuanto al militar, se iniciaría a fines del 54, cuando integró el contingente que derrotaría en el combate del Tala las fuerzas porteñas.

Complicado con uno de los grupos que pugnaban en la capital de la segregada provincia de Buenos Aires, Hernández tuvo que emigrar a la Capital de la Confederación en 1858. En sus años de residencia paranaense iniciaría actividades comerciales y definiría una vocación periodística, que habría de extenderse por varios años en distintas ciudades: Paraná, Corrientes, Rosario, Montevideo y, por último, en Buenos Aires; tal constancia se cumplió en él como posibilidad de introducción en la escena política, según se venía haciendo desde la primera generación romántica rioplatense y según la habían confirmado el advenimiento a la presidencia de la Argentina de Bartolomé Mitre primero y de Domingo Faustino Sarmiento después. Son los políticos más criticados por el periodismo hernandiano, quien acusaba a Mitre de haber convertido al país en «cuartel», y a Sarmiento, de querer transformarlo en «escuela»; frente a ellos, Hernández pensaba el país como una «estancia», organizada de acuerdo con una experiencia local ya secular y administrada ecuánimemente. Así marcaba distancias con respecto a los porteños y los porteñizados que se desentendían de los más pobres del país: los trabajadores rurales.

En sus extendidas campañas periodísticas Hernández rozaría una y otra vez un tema realmente original entonces, el que las diferencias entre unitarios y federales tenían origen en situaciones económicas, nunca enfrentadas con claridad por los gobernantes con sede en Buenos Aires, ciudad clave de la funesta historia social contemporánea.

La primera aproximación en libro a tales ideas se concretó en diciembre de 1863, cuando Hernández recogió los artículos que habían ido apareciendo en El Argentino paranaense al saberse la noticia del asesinato del general Ángel Vicente Peñaloza, ocurrido en Olta el 12 de noviembre. El folleto hernandiano alerta al vencedor de Caseros contra los procedimientos de la «barbarie» unitaria, reiterada atropelladora de los derechos del interior.

En ese folleto paranaense se ordenan ya las interpretaciones claves que Hernández dedicaría a la política nacional, como periodista y como poeta, en este último caso, en El gaucho Martín Fierro, de 1872, y La vuelta de Martín Fierro, de 1879; folletos cuyas ediciones se irían multiplicando generosamente durante los días del autor, con novedad incomparable en la breve historia de nuestra literatura. Desde entonces se ha ido formando un capítulo básico de la historia cultural argentina: el de los intérpretes del poema hernandiano, empeñados en definir sus valores argentinos y en justificar la lengua local que había servido de base a la elaboración del texto.

Los estudios más abarcadores del poema hernandiano se sucederían entre 1910 y 1916, años centenarios de las decisiones cívicas más importantes de la Argentina; centenarios que determinaron la busca justificante de valores culturales. Entre muchas iluminaciones certeras que pueden leerse en páginas de Martiniano Leguizamón, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez, no siempre se reconoció la actitud literaria en que había hecho hincapié el autor de Martín Fierro, tal vez por insistir demasiado en el sentido épico grecolatino que querían descubrir en el texto, desenfocando la estructura de una relación versificada, con valor testimoniante, que se sitúa sin sobresaltos en «la gauchesca», composiciones versificadas por escritores ciudadanos que imitaban los modos verbales de los campesinos bonaerenses. Tal modalidad se había inaugurado en los días de Mayo, para ser concretada felizmente por el oriental Bartolomé Hidalgo. Entre los gauchescos Hernández se impone por la verosimilitud en el tratamiento de la lengua poética y por el diseño cabal de los personajes que van protagonizando los distintos episodios de su argumento, especialmente Fierro y Cruz, como los hijos de ambos, quienes dominan un poema en el cual las mujeres ocupan una situación decididamente marginal. En los años que van de la primera a la segunda parte del poema el autor fue ampliando la proyección simbólica de sus protagonistas, hasta imponerlos como cifra de la condición humana.

El redactor de La vuelta de Martín Fierro ostenta una seguridad sobre los alcances de su estilo que supera la que había ensayado en El gaucho Martín Fierro, según lo declaraba en la carta prólogo a su amigo José Zoilo Miguens, antiguo compañero de empresas rurales. Ese texto del 72 explica abundantemente el origen de la concepción idiomática: «Me he esforzado [...] en presentar un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar». Esa modalidad engloba costumbres, trabajos, hábitos de vida, vicios y virtudes de los paisanos, elementos todos que componen «el cuadro de su fisonomía moral, y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes». Por lealtad a ese peculiar realismo, Hernández se concentró en el mundo de los paisanos, desdeñando el juego fácil de contrastes entre la vida rural y la urbana que habían frecuentado los gauchescos anteriores, desde Hidalgo a del Campo. El estilo del poema hernandiano se ajusta a «las imperfecciones de forma» que el arte tiene todavía entre los gauchos; concepción de la lengua abundante en metáforas y comparaciones, reflexiones aprendidas en la naturaleza y supersticiones; de esa manera ilustra el propósito de retratar lo más fielmente posible «ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es difícil de estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces, y que al paso que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo».

La lealtad poética a tal tipo humano aparece definida con plenitud en la estrofa primera. Sin indicaciones espaciales y temporales, sin describir un personaje y su atuendo, irrumpe una voz de primera persona que, a partir de sus experiencias, crea el ámbito ideal de la confesión de un hombre desgraciado y solitario: «Aquí me pongo a cantar / Al compás de la vigüela, / Que el hombre que lo desvela / Una pena estrordinaria, / Como la ave solitaria / Con el cantar se consuela». Esta sextina ilustra el poder de síntesis del poema, favorecido por una estrofa factible de ser dividida en tres núcleos, de dos versos cada uno, lo cual facilita los desplazamientos espaciales y temporales de la narración.

En la aparición del segundo de los protagonistas de la parte primera se hace mis refinada la técnica de Hernández; Cruz se hace presente en la acción nombrándose en referencia al acusado matrero Fierro: «¡Cruz no consiente / Que'se cometa el delito / De matar ansí un valiente!». Las vidas de Fierro y de Cruz coinciden en ilustrar el mundo social de la frontera entre «salvajes» y «cristianos»; territorio no claramente delimitado en el que abundan personas que alternan entre la civilización y la barbarie, pasando de paisanos afincados a matreros, por las injusticias de los mandones de turno; esos matreros son condenados por los blancos y no encuentran acomodo entre los indios. Este conflicto dual ofrece la materia narrativa básica a La vuelta de Martín Fierro, prevenida por el final de la primera parte, cuando Fierro y Cruz deciden trasladarse a los toldos: «Y ya con estas noticias / Mi relación acabé; / Por ser ciertas las conté / Todas las desgracias dichas: / Es un telar de desdichas / Cada gaucho que usté ve. // Pero ponga su esperanza / En el Dios que lo formó; / Y aquí me despido yo, / Que he relatao a mi modo, / Males que conocen todos, / Pero que naides contó».

El poeta ha asumido la asunción testimonial que evitan muchos de los que tienen conocimiento claro de la misma, incluyendo entre ellos a los anteriores poetas gauchescos. Los lectores cultos de la época se sorprendieron por tal originalidad y así lo dejan entrever los pocos comentarios aparecidos, sin que se cuenten entre ellos los de los críticos literarios más reputados de entonces, desde Juan María Gutiérrez a Martín García Merou. Si El gaucho Martín Fierro había presentado dos existencias paralelas, de Fierro y de Cruz, a partir de su situación de paisanos con asentamiento en la célula social que era el rancho hasta su conversión en matreros, sin posible recuperación inmediata. La vuelta de Martín Fierro multiplica los destinos en crisis, ya que dos hijos de Fierro y el de Cruz ejemplifican, desde sus respectivas orfandades, formas distintas de desamparo social, no ya solo en el ámbito campesino. El narrador poeta irá ilustrando situaciones claves, en las cuales se definen abreviadamente personajes que muestran una sociedad de notables altibajos espirituales y económicos. Usa variedad narrativa se proyecta a un sentido docente, expresado con jactancia en la carta prólogo que se dirige a «los lectores»; en ella se insiste en que los rasgos del texto son «copia fiel» de un original defectuoso y que «muchos defectos están allí con el objeto de hacer más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad»; recurso retórico que enriquece las alternativas del mensaje, propias de «un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura de una población casi primitiva».

Si la parte primera parece haberse pensado fundamentalmente para lectores ciudadanos, la segunda ha sido concebida teniendo en vista a lectores campesinos, esa población que ilustra localmente el desamparo y la injusticia; «La tierra es madre de todos, / Pero también da ponzoña» advierten dos versos del canto 3, precedidos por esta amarga definición existencial: «El mal es árbol que crece / Y que cortado retoña».

Las muchas formas en que se manifiesta la maldad humana son ilustradas por cristianos y por indios, por hombres del campo y por habitantes de la ciudad. Con ese criterio abarcante el poeta supera con holgura la modalidad romántica que dividía al mundo en dos sectores, el de los buenos y el de los malvados. Es este un ejemplo clave para entender de qué manera Hernández se alejó de los hábitos narrativos de la corriente literaria que dominaba en su época, a la vez que superaba otros estímulos mentales, no difíciles de rastrear. Todos ellos prueban que Hernández fue hombre de libros, pero que sus lecturas se iban poniendo al servicio de una concepción fuertemente personal, que en la parte segunda del poema encuentra un ejemplo magnífico en la relación del Hijo Mayor.

La historia contada en el canto 12 se abre con la definición de la situación marginal impuesta por la orfandad del personaje, cuyo padre le ha sido arrebatado por injusticias sociales; de entre las muchas experiencias dolorosas del Hijo Mayor la más trágica es la prisión en la que se le ha querido hacer purgar un delito del que se declara inocente.

La evocación de las repetidas jornadas carcelarias desemboca en reconocimiento tremendo de la soledad y el silencio, los castigos mayores que pueden sufrir los humanos, por tratarse de los dones divinos esenciales: «La palabra es el primero, / El segundo es la amistá». A partir de esa pesadumbre el personaje anhela la libertad primordial que merecen todos los hombres: «¡Qué diera yo por tener / Un caballo en que montar / Y una pampa que correr!».

El sentido docente de La vuelta de Martín Fierro se explaya en el canto 33, con los consejos de Fierro a sus hijos y al hijo de Cruz; repertorio de sabiduría práctica dirigida de rebote a todos los paisanos.

A pesar de esas recapitulaciones ejemplarizantes, el final del poema está abierto, tal vez previniendo una nueva salida, atenta a los males que en la Argentina no habían encontrado remedio: «Con mi deber he cumplido / Y ya he salido del paso; / Pero diré, por si acaso, / Pa que me entiendan los criollos: / Todavía me quedan rollos / Por si se ofrece dar lazo».

Si La vuelta de Martín Fierro tiene un final abierto, con todas las perspectivas que esto importa en el canto con opinión, no menos abierta resulta la serie de artículos políticos que se habían ido extendiendo desde la memoración del general Peñaloza hasta los meses finales de la existencia polémica de Hernández, reiterado en la denuncia de errores gubernamentales y del porteñismo abusivo de las autoridades con asiento en Buenos Aires.

Ya en sus años de vida paranaense Hernández había reconocido que no se había organizado una república federal, sino que se prolongaban e inclusive se intensificaban, las arremetidas porteñas sobre las autonomías provinciales; observaciones coincidentes aparecerían en su diario porteño, El Río de la Plata, publicado en la semana inicial de agosto del 69 y clausurado antes de cumplir un año por decreto del Presidente Sarmiento. En los editoriales de ese periódico fue amplificando el planteo político que respalda las denuncias de sus poemas; para concretar sus críticas tuvo que revisar la historia cercana y remota de Buenos Aires y de las campañas, la función nacional de los caudillos y los principios constitucionales del 53; todo un material que lo relaciona de manera directa con las predicas de Juan Bautista Alberdi, la mente más originalmente americana de nuestro siglo XIX. Esa relación ideológica guía consecuentemente los reparos a las gestiones de Mitre y de Sarmiento, por veces personalizadas con acritud, a pesar de que el periodista Hernández se declaraba opuesto a ocupar la atención pública con nada que le fuese particular. Declaración casi ociosa en una época en que las polémicas se originaban generalmente en diferencias personales.

Como culminación de las preocupaciones políticas de Hernández deben ser leídos dos testimonios de sus años últimos: la defensa de la capitalización de la ciudad de Buenos Aires, como diputado a la Legislatura provincial norteña de 1880, y el tratado Instrucción del estanciero, aparecido dos años después, como respuesta a una invitación del gobernador Dardo Rocha, quien, en reconocimiento a su competencia en «asuntos campestres», lo había designado para que se trasladase a Europa con el fin de estudiar métodos pecuarios y razas que pudieran ser aplicados en el medio rural bonaerense; Hernández no había aceptado la misión, pues opinaba que las formas y prácticas europeas no eran aplicables «todavía» a nuestro país, por las diferencias de condiciones naturales e industriales.

Si la defensa de la federalización de Buenos Aires colabora con el programa de pacificación nacional que se había propuesto el presidente Avellaneda, Instrucción del estanciero es otro aporte a las posibilidades educativas que reconocía en la organización rural, etapa clave de la historia argentina: «Es una verdad histórica, sino rigurosamente cierta, por lo menos universalmente aceptada, que la marcha de las sociedades en la senda de su progreso ha ido recorriendo penosa y lentamente la escala de pueblo cazador a pastor, de pastor a agricultor y de agricultor a fabril, como último término de la civilización». De tal manera resumía su experiencia personal, incluyéndola en el desarrollo patrio.

Si las múltiples actividades de José Hernández superan con creces la de poeta, no es menos cierto que sus méritos fundamentales para la posteridad derivan de ser el autor de ese texto impar formado por las dos entregas de Martín Fierro. El siglo transcurrido desde la muerte de Hernández ha dado razón a lo previsto por Lucio V. Mansilla a propósito del primer escritor argentino que asumió polémicamente la visión del hombre del interior, y con él de una clase desposeída.





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