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«How To Make Films With Words». Sobre los comienzos de la escritura fílmica en la literatura hispanoamericana

Katharina Niemeyer





Xavier Abril, el vanguardista peruano, dice en la «Notice» que abre su libro Hollywood. Relatos contemporáneos (1931):

Los viajes modernos han de llevar a HOLLYWOOD (a Los Ángeles o a mi libro) para ver la pura imagen del mundo, la originaria imagen del mundo. Así las aventuras os arrastrarán al Polo a no ver nada sino blanco. El límite. El frío lineal del mundo que se pierde. Él cinema [sic] del futuro y ya de los ciegos contemporáneos.


(1931: 9)                


Se suma así, al equiparar la propia escritura con el «cinema del futuro» a través de la marca común de lo moderno, al coro de voces que en los años 20 y 30 del siglo XX subrayaron el papel fundamental del cine para la formación de las estéticas de la modernidad. Ya poco después de la introducción del cinematógrafo en América Latina a finales del s. XIX, autores como los mexicanos José Juan Tablada y Amado Nervo especularon sobre la influencia que el nuevo medio podría tener sobre el futuro desarrollo de las artes y las letras (Duffey 1996: 13s.). Sin embargo, recién a principios de los roaring twenties se deja rastrear este impacto1. En aquel entonces empieza un proceso de paulatina «intermedialización» de la literatura que abarca desde la referencia al cine como fenómeno de la vida (urbana) contemporánea hasta la elaboración de lo que se suele llamar «escritura fílmica».

Aunque este término ya se haya convertido en, moneda corriente de la crítica, goza todavía de notoria imprecisión. Con razón ha advertido Christian von Tschilschke (1999: 207) que la expresión «escritura fílmica» se refiere a una escritura literaria. El término señala todas aquellas estructuras textuales que remiten explícitamente al cine y que, por ende, se pueden caracterizar (metafóricamente) como «fílmicas». ¿Pero qué quiere decir «fílmico»? Primero, se habrá que distinguir entre lo general y lo particular, para evitar la identificación de lo fílmico con una estética cinematográfica concreta (ibid., 208). Y, segundo, habrá que tener en cuenta que las llamadas estructuras fílmicas de un texto literario no suelen apuntar hacia una película singular -que entonces funcionaría como hipotexto-, sino a un conjunto de películas más o menos delimitado: a un género, una vertiente y/o un código fílmicos. Estas referencias «arquitextuales» (Genette 1982) o «sistémicas» (Pfister 1985) resultan, empero, mucho más difíciles de reconocer. Sobre todo son apenas detectables si no se hallan combinadas con otras que explícitamente remitan al cine o si se trata de estructuras que también pueden reclamarse como originariamente literarias. ¿Cómo distinguir, faltando indicios unívocos, entre una analepsis y la imitación de un flashback (Tschilschke 1999: 210), o entre la fragmentación narrativa y la transposición literaria del montaje?

En estos casos de una intermedialidad encubierta, las estructuras en cuestión se explicarán mejor como coincidencias «transmediales», debidas al marco histórico-cultural común. Dentro del contexto de los años veinte, la dinamización y la fragmentación de las percepciones, la velocidad, la simultaneidad y, en suma, la predominancia de lo visual fueron fenómenos generales. Se cifraron en el automóvil, la luz eléctrica, los anuncios publicitarios etc. no menos que en el cine. Ya antes del primer auge de la «cinemanía», el Futurismo y el Cubismo habían presentado contenidos y modos de expresión que reivindicaban estar a la altura de estas experiencias modernas. Un texto que pretendía comunicar movimiento o simultaneidad no necesariamente había de recurrir al cine para encontrar técnicas de «esculpir lo fluido»2, si bien con los años valía cada vez más como el arte paradigmático al respecto. Y aun cuando hay indicios suficientes para entender las estructuras textuales como apropiación de técnicas cinematográficas, resta aclarar a partir de qué tipos de referencias o a partir de qué cantidad de ellas se debe/puede caracterizar la escritura de un texto literario como escritura fílmica. Franz-Josef Álbersmeier (2001: 19) distingue, por consiguiente, entre la escritura fílmica sensu strictu, que resulta de referencias temáticas y/o narrativas aisladas, y la escritura fílmica en el sentido amplio de la palabra, aplicable cuando el cine configura el «objeto central y hasta exclusivo de la mimesis literaria» (ibíd., la traducción es mía).

Pero si en algo se quiere rescatar el significado original del término «escritura», no se puede hacer depender su carácter (supuestamente) fílmico del asunto tratado. Es decir, en cada caso hay que tener en cuenta la función estético-comunicativa concreta de las referencias fílmicas. Esta función no necesariamente ha de consistir en la creación de intermedialidad, ya sea como carácter textual, o como campo de referencias externas. También podrá orientarse por finalidades muy distintas. Entre ellas se hallan los objetivos tradicionalmente literarios del realismo, como es el caso de las novelas que tratan el mundo del cine al igual que tratarían el mundo de la bolsa, del deporte o cualquier otro fenómeno contemporáneo. En oposición a ellas se ubican las finalidades estéticamente revolucionarias, así en algunos textos vanguardistas que integran las referencias fílmicas en su cuestiona- miento general de las nociones vigentes de la literatura y del arte. Pero en este caso la intermedialidad configura más bien un medio que un fin. Para resumir: la llamada escritura fílmica no es solamente una cuestión de los procedimientos textuales, sino también de la intención de sentido.

Históricamente el acercamiento de la literatura al cine puede entenderse como respuesta a la institucionalización del cine (mudo) en su doble función de práctica cultural masiva y de medio artístico propio. La amplia gama de respuestas dadas ejemplifica, empero, no sólo la creciente complejidad del cine como fenómeno de la realidad socio- cultural. También y ante todo manifiesta la diferenciación dentro del sistema literario, la diversidad a veces conflictiva de las posiciones estéticas e ideológicas que se desarrollaron en el campo literario latinoamericano de las primeras décadas del siglo XX3. Es así como se puede distinguir entre varias vertientes de la apropiación literaria del cine4, vertientes que se diferencian entre sí tanto respecto del qué de la apropiación como en cuanto a sus medios y objetivos. A través de estas apropiaciones se construyen no sólo distintas imágenes del cine -como fenómeno y como arte- sino que se presentan asimismo distintas nociones de la literatura, y en particular de la literatura narrativa.

La literatura hispanoamericana de los años 20 empieza a referirse al cine -a ciertas películas y figuras fílmicas, a estrellas y a lugares de producción y de consumo- precisamente en cuanto insignia del mundo y la cultura modernos. En la Historia de arrabal (1922), de Manuel Gálvez -por cierto nada sospechoso de simpatías por la gran urbe moderna y cosmopolita en la cual se acababa de convertir Buenos Aires-, la visita «asidua a los cinematógrafos mal reputados» (Gálvez 1993: 76) forma parte del modo de vida enajenado al cual la modernidad «bárbara» condena a sus víctimas. Algo de este recelo antimoderno trasluce todavía en novelas como Vidas de celuloide. La novela de Hollywood (1934), de la peruana Rosa Arciniega. Narra la historia melodramática de una pareja de actores que fracasa ante la inautenticidad que la industria de Hollywood impone a sus estrellas. El mundo del cine con su artificialidad y sus estructuras de poder es el tema obligatorio de la llamada novela de Hollywood (Morris 1988: 156) o novela crítica del medio cinematográfico («kritischer Filmmilieu- Roman», Albersmeier 1999: 191), que tiene una de sus primeras manifestaciones internacionales en Cinelandia (1923), de Ramón Gómez de la Sema. Estrella del día (1933), de Jaime Torres Bodet, cofundador del grupo vanguardista mexicano de los Contemporáneos, parece participar también de este subgénero. El texto narra cómo un joven mexicano se enamora de una actriz compatriota, elevada a diosa hollywoodense, y logra rescatarla de la falsedad de la fantasía cinemática y de la superficialidad de la cultura norteamericana (Duffey 1996: 44). Pero mientras que en la sátira del escritor español prevalece una perspectiva moral bastante unívoca, en la novela del mexicano se insinúa una valoración mucho más ambigua. Vacila entre la fascinación por la capacidad mitopoética de la industria cinematográfica y la burla de sus mecanismos, así como entre la simpatía por lo mexicano y la ironización de sus reivindicaciones de autenticidad. Alejada ya del modelo de la «novela de Hollywood», XYZ. Novela grotesca (1934), del peruano Clemente Palma, hace de la técnica de proyección fílmica el núcleo de una ficción fantástica en tomo a unas estrellas hollywoodenses y a un científico loco que parece anticipar La invención de Morel (1940), pero que se presenta a través del discurso narrativo convencional de la novela de aventuras.

No cabe duda de que las novelas mencionadas han de contarse entre las primeras novelas hispanoamericanas sobre el cine. Pero el reto principal que representaba el cine no consistía en su incorporación al mundo narrado, como señal de la «actualidad» de la apropiación de realidad así manifestada. No, el reto estribaba ante todo en la apropiación literario-narrativa de los cambios y posibilidades de percepción, imaginación y expresión que el cine, en cuanto práctica artística y cultural específica, significaba en y para la sociedad moderna.

Así, al menos, lo entendió la Vanguardia. Ya en La Creación Pura (1921), Vicente Huidobro celebra el cine como «el pensamiento mecánico» y, en cuanto tal, como apogeo del desarrollo moderno. El texto introductorio de la revista brasileña Klaxon (1922-1923), redactado por Mario de Andrade, es aún más explícito al respecto. Al igual que «vida», «humanidad», «naturaleza», «progreso» y «laboratorio», también el «cinematógrafo» le merece un apartado propio para precisar el concepto de arte moderno que la revista se propone defender:

Klaxon sabe que el cinematógrafo existe. Perla White es preferible a Sarah Bemhardt. Sarah es la tragedia, romanticismo sentimental y técnico. Perla es razón, instrucción, deporte, rapidez, alegría, vida. Sarah Bemhardt = siglo 19. Perla White = siglo 20. El cine es la creación artística más representativa de nuestra época. Es preciso observar la lección.


(citado según Schwartz 1991: 237)                


El hecho de que precisamente las Vanguardias históricas buscaran un acercamiento entre literatura y cine, se explica por la autovisión y los objetivos de este movimiento. Tiene que ver con su intención de responder críticamente a la experiencia de la modernidad y de influir activamente en su desarrollo, revolucionando la práctica artística y, con ello, la función del ámbito estético para la sociedad. En y para América Latina, esta empresa crítico-cultural de las Vanguardias adquiere, empero, un cariz particular. La experiencia de «una modernidad periférica» (Sarlo 1988) no sólo planteaba el problema de cómo, desde dónde y con qué finalidades la literatura de la periferia se podía o debía integrar en la modernidad. También ayudó a crear visiones más diferenciadas del contexto propio, visiones que a su vez repercutieron en la percepción y valorización de la modernidad (europea). Lo que así estaba en juego no era nada menos que el concepto mismo de la modernidad, su remodelización desde la perspectiva latinoamericana.

El cine fue el arte que por su génesis reciente y su vinculación consustancial y continua al progreso tecnológico se consideraba el «más nuevo» y el «más moderno». Y su posición todavía precaria en el canon de las artes, defendido por la llamada «cultura alta», configuraba sin duda un motivo más para que la Vanguardia, programáticamente irreverente ante los códigos culturales tradicionales, lo apreciara. El cine se presentaba como cifra de la cultura coetánea. De manera prototípica expresaba y promovía las tendencias entendidas como específicamente modernas: la masificación e industrialización de la producción y recepción culturales, la profesionalización y especialización técnicas, el cambio de los modos de percepción visual, sobre todo en cuanto a movimiento, velocidad y simultaneidad, la creación e institucionalización de nuevas mitologías e imaginarios, vinculados a las expectativas y los sueños del público masivo. Todo ello se plasmaba en la gran pantalla gracias a un nuevo sistema semiótico que relacionaba la autonomía de sus medios -ya Macedonio Fernández había elogiado el cine mudo sin leyenda ni membrete como «arte puro precioso» (Fernández 1974: 237)- con una comprensibilidad y una divulgación inalcanzadas por las otras artes. El cine estaba cambiando la imagen del mundo -y a la vez se estaba estableciendo como imagen de un mundo cambiante.

No obstante, parece que la elaboración de técnicas literarias que observaran «la lección» del cine, como decía Andrade, no resultaba tan fácil. En su libro La poésie d'aujourd'hui (1921), Jean Epstein había propuesto toda una serie de criterios para evaluar la influencia del cine (norteamericano) en la literatura (europea). Estos criterios se refieren, ante todo, a la presentación de movimiento, planos distintos e imágenes fragmentadas y cunden en una serie de estéticas -de lo momentáneo, de la sucesión, de la sugestión, de la sensualidad, de las metáforas etc.-, que Epstein supone debidas al impacto del cine. Sin embargo, por los motivos ya expuestos resulta difícil ver en tales estructuras y procedimientos -que en su mayoría corresponden a las renovaciones estéticas de la literatura del fin de siècle, en el caso hispanoamericano del Modernismo- los indicios unívocos de una escritura específicamente fílmica5.

Por cierto, en la década de los veinte se publicaron no pocos textos hispanoamericanos cuya hechura discursiva permitiría, desde una perspectiva actual, establecer paralelos con técnicas cinematográficas. La fragmentación de la historia y del discurso narrativo en la novela Débora (1927), del ecuatoriano Pablo Palacio, podría recordar al montaje fílmico experimental (Thorpe Crissman 1987), mientras que la insistencia en la velocidad y/o la simultaneidad que ostentan los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), de Oliverio Girondo, y los 5 metros de poemas (1927), de Carlos Oquendo de Amat, bien pueden leerse como huellas del cine (cfr. Schwartz 1993: 80-85). En otros casos, así en Margarita de niebla (1927), del ya citado Jaime Torres Bodet, y en Dama de corazones (1928), de Xavier Villaurrutia, las referencias fílmicas son más obvias. Comparaciones con técnicas cinematográficas impregnan las descripciones de paisajes y personajes: «a cada lado del automóvil, un paisaje que parece el escenario de cartón enrollado con que el cinematógrafo, al girar, simula el movimiento de los viajes» (Torres Bodet 1985: 67). Es decir, en las dos novelas las referencias al cine sirven para señalar, a veces metafóricamente una manera de visualización específica, nueva y artificial. Pero precisamente a través de las comparaciones explícitas el texto reivindica su carácter genuinamente literario: lo fílmico aparece como «punto de referencia», no como procedimiento «transpuesto» de un arte a otro. Es una particularidad de las impresiones descritas -y nombrada como tal-, mas no de la descripción misma.

Novela como nube (1928), de Gilberto Owen, ya da un paso más. En esta novela altamente metaficcional, la visita al cine desencadena en los protagonistas un proceso imaginativo que les hace sentirse trasladados a la película. Y este proceso se narra de modo que las diferencias (intraficcionales) entre el mundo de la novela y el del film se borran también para el lector. No obstante, también aquí las referencias al cine y sus técnicas aparecen integradas en todo un conjunto de rasgos de contenido y expresión orientados hacia la innovación narrativa vanguardista. Y las dominantes de ésta -como el cambio de la relación entre ficción y realidad, la vuelta hacia el discurso, la remodelización de la modernidad (americana) y la insistencia en la autonomía del texto literario como resistencia frente al dominio de la racionalidad moderna burguesa- engloban la referencia fílmica como medio, no como fin. De ahí que el fuerte interés de la Vanguardia por la apropiación literaria del cine se combinara, en la práctica, con la no menos obvia reserva ante toda identificación fácil entre lo fílmico y la escritura (narrativa) moderna.

Con todo, los primeros textos que realmente ensayaron lo que se podría llamar escritura fílmica, surgieron dentro de la Vanguardia. Pero no fueron tan numerosos como podría suponerse y, además, se escribieron bastante tiempo después de que se hubiera proclamado la importancia del cine -¿de qué cine?- para el proceso de la modernidad estética. A todas luces, el primer texto que reivindica ya desde el título esta nueva transposition d'art es «El amor es así: cuento cinematográfico» (1926), de Xavier Villaurrutia, un esbozo parodístico de una típica historia de amor hollywoodiense. Aparte del tema destaca el uso del montaje, sobre todo a lo largo de una escena de persecución narrada al estilo de D.W. Griffith, haciendo cortes alternos entre las tomas del perseguido y el perseguidor (cf. Duffey 1996: 33s.).

Aún más explícito en su intención de hacer coincidir contenido y expresión en «una forma realmente cinematográfica» (Huidobro 1993: 26) es la novela Cagliostro, de Vicente Huidobro. Se trata de una «novela-film», como la llama el autor en el «Prefacio» (Huidobro 1993: 26). Huidobro empezó a escribirla en 1921; después de una serie de reelaboraciones publicó la versión castellana definitiva en 19346. Por boca de un narrador heterodiegético, la novela presenta unos episodios (ficticios) de la vida del médico y ocultista Cagliostro, ocurridos durante su estancia en el París prerrevolucionario. Inspirándose en la fama popular y algunos de los textos sobre esta figura misteriosa7, la novela recrea la actuación del protagonista y el ambiente aristocrático de la época, y ello con bastante «fidelidad» para con los conocimientos comunes (no-científicos) sobre la vida suntuosa del ancien régime. Pero ya desde las primeras páginas la lectura como novela histórica que sugiere el título es relativizada por la integración del elemento fantástico -las facultades sobrenaturales de Cagliostro-, y, más aún, por la escritura «fílmica», a veces explícitamente tematizada por el narrador-autor. Ya en el «Prefacio» el autor expone estos propósitos. Aparte de satisfacer su propia fascinación por lo maravilloso, se ha propuesto escribir «una novela visual» en la que «la técnica, los medios de expresión, los acontecimientos elegidos, concurren hacia una forma realmente cinematográfica», cosa que espera que el público coetáneo, acostumbrado al cine, vaya a entender fácilmente (Huidobro 1993: 26).

De hecho, «Suponga el lector que no ha comprado este libro en una librería, sino que ha comprado un billete para entrar al cinematógrafo» comienza el texto (ibíd., 29). Renglón seguido aparece el título tal y como aparecería al comienzo de un film y después de éste el convencional subtítulo explicativo del argumento. En lo que sigue, como ya queda dicho en el «Prefacio», no sólo se trata de una escritura fílmica, sino también de un tema y una trama muy al gusto del cine de la época: una historia fantástica ubicada en un pasado histórico -que da motivo suficiente a poner en escena decorados y vestidos lujosos- y protagonizada por un héroe de mirada magnética y poderes extraordinarios. La ambientación «historizante» de la acción, así como la belleza de la heroína Lorenza -mujer y médium de Cagliostro quien la ama sin que ella le corresponda sino en estado hipnotizado- y otros ingredientes convencionales se hallan ironizadas por el narrador-autor. Es así como dice sobre uno de los decorados que es «un gran salón de estilo (del estilo que más le guste al lector, a condición de que sea anterior a Luis XVI)» (ibíd., 86s.); subraya que Cagliostro aparece en una noche de tormenta muy a propósito (ibíd., 31) y presenta a la heroína con la apelación siguiente: «Lector, piensa en la mujer más hermosa que has visto en tu vida y aplica a Lorenza su hermosura. Así me evitarás y te evitarás una larga descripción» (ibíd., 46). Cagliostro, su misterio, sus hechos maravillosos y su larga narración de su iniciación a la magia en Egipto, sin embargo, nunca son objeto de tales comentarios metaficcionales, como tampoco lo es el carácter realmente melodramático de la historia. Finalmente, Cagliostro se ve injustamente acusado de magia negra y aprovechamiento personal por otro mago más poderoso -el Gran Rosacruz-, quien le exige salir de París. Al mismo tiempo se suicida su mujer por no poder aguantar más vivir a su lado. Este suceso causa su profunda desesperación: «Y ahora comprende, y ahora ve claro. Preparó todo para su triunfo; como el general en la batalla, no quiso olvidar ningún detalle; sólo olvidó el amor. El amor [...], la única palanca que puede cambiar los mundos» (ibíd., 129). Con el elixir para resucitar a los muertos, su fiel sirviente y el cadáver de la esposa escapa en una carroza, al fondo del camino (visible) cae una nube y el «gran mago se pierde a los ojos del mundo, detrás de esa nube misteriosa» (ibíd., 134).

La crítica actual ha visto en Cagliostro en tanto que representa el cuestionamiento (fantástico) de las limitaciones espacio-temporales una elaboración de «la constante utópica» que caracterizaría toda la obra de Huidobro (Pérez López 1998: 65). Además representaría otra encarnación del «aventurero» en la línea del ensalzamiento del héroe a lo Thomas Carlyle y del superhombre nietzscheano, un aventurero- superhombre dotado de rasgos autobiográficos del propio Huidobro (Pérez López 1998: 84-87)8. Sin embargo, en atención tanto a los posibles hipotextos fílmicos como al desarrollo de la trama y su presentación, hay que pensar mucho más en la figura del «científico loco», de anhelos entre fáusticos y demiúrgicos, que se estaba imponiendo como ingrediente típico del film fantástico de la época. Con razón de Costa (1984; 1993) y Verdevoye (1994) recuerdan El gabinete del Dr. Caligari (1920), pero también hay que pensar en las películas coetáneas Drácula, Frankenstein y Dr. Jekyll and Mr. Hyde. Son; todas de 1931 y se basan en novelas cuyos protagonistas ya desde tiempo atrás y antes de ser llevados a la pantalla se habían convertido en mitos populares. En la novela de Huidobro, el «tipo» del científico loco se fusiona con la trivialización de nociones entre románticas, finiseculares y hasta algo creacionistas del poeta/genio. Aparece como un ser que se halla en relación con poderes superiores y cuyo derecho a la profecía (o creación autónoma) viene dado por su libertad interior y su independencia de las obligaciones y convenciones sociales. Mas esta libertad también le hace sufrir la marginación y la soledad, un sufrimiento necesario por otra parte para la autocomprensión de su particular don creativo demiúrgico9. Así, a Cagliostro sus poderes (creativos) misteriosos le dan todo menos lo que más desea, que es el amor humano «normal». En caso de que la novela se hubiera filmado en Hollywood, indudablemente más de una espectadora hubiera suspirado por encontrarse en el lugar de Lorenza...

Pero la escritura fílmica, aspecto en el cual se suele centrar la crítica actual, no sólo sirve para rodear al protagonista y sus acciones con un halo de misterio, sino que se convierte hasta cierto punto en objetivo mismo. Así, la atención a lo visual se halla presente en toda una serie de rasgos escritúrales. Destacan los rápidos cambios de escena que a veces introducen un efecto de simultaneidad en la narración lógico-cronológica de la historia, pero también la descripción del engrandecimiento o empequeñecimiento de los personajes y objetos según se acercan o alejan de los ojos del narrador/espectador, las escenas de cióse up y fade out como en el final ya citado, y la marcada preferencia por la narración en presente. El comienzo del texto ofrece el ejemplo más ilustrativo y «denso» al respecto. A la vez expone muy a las claras que aquí la técnica fílmica aludida es, ante todo, la de presentar objetos y figuras en movimiento ante una cámara de posición fija. Esta técnica, que en la segunda mitad de los años 20 ya estaba superada por la técnica de los pan shot, tilt shot y tracking shot, o sea, la dinamización de la cámara, empleada de manera llamativa por ejemplo en Berlin. Sinfonie einer Großstadt (1927), remite a los comienzos del cine y mantiene vivo el gran deslumbramiento que significaba para el público la representación de movimiento.

Una tempestad siglo XVIII retumbaba aquella tarde de otoño sobre la Alsacia adormecida, sobre la dulce Alsacia rubia a causa de sus hojas y de sus hijas.

Grandes nubes negras y llenas como vientres de focas sobrenadaban en los vientos mojados en dirección hacia el oeste [...]

Era una noche especial para el martillo de los monederos falsos y los galopes de los lobos históricos. A la derecha del lector, la lluvia y la fragua activa de la tempestad; a la izquierda, una selva y colinas.

La selva magnífica se queja agitada por el viento como un órgano o una gruta marina, se lamenta como si todos los niños perdidos llamaran a sus madres. Toda esta página que acabamos de escribir está atravesada por un camino lleno de fango, de charcas de agua y de leyendas.

Al fondo del camino aparecen de pronto dos linternas paralelas balanceándose como un borracho que canta en el horizonte. Una carroza misteriosa, a causa de la forma y el color, avanza sobre el lector al galope compacto de sus caballos, cuyos enormes cascos de hierro hacen temblar toda mi novela.


(Huidobro 1993: 31-32)                


En otros aspectos del discurso narrativo se hace sensible la orientación hacia el cine mudo: la relativa escasez de diálogos; frases sueltas en cursiva que indican lugar o tiempo y que bien podrían servir de subtítulos; el hecho de que la narración intradiegética de Cagliostro sobre su iniciación en la magia por el Gran Hierofante pronto sea continuada -visualizada- por el narrador hetero-extradiegético (ibíd., 98), con lo que se efectúa un cambio de voz y perspectiva narrativa que sí recuerda al flashback, por lo general asumido por la cámara. Típica para el cine mudo es también la oscilación de la focalización del narrador entre cero (cf. p. ej. ibíd., 77-79) y externa, sobre todo respecto de Cagliostro de quien casi nunca se llega a saber sus pensamientos (cf. también Pérez López 1998: 108-111). La presentación frecuente de los ojos y las miradas de los personajes remite a una técnica convencional del cine mudo para caracterizar a los personajes y codificar metafóricamente sus sentimientos (cf. de Costa 1993). No obstante, seguir el hilo de la narración no resulta nada difícil, debido también a la escasez del «élan lyrique» del lenguaje (Verdevoye 1994: 113).

El suspense, tan patente en el comienzo citado, y el entretenimiento raras veces se hallan «frenados» por los comentarios (auto)irónicos del narrador-autor, que en rigor afirman el poder sugestivo de una escritura y estructuración fílmicas. De ahí que junto a pasajes marcadamente cinematográficos se hallen siempre otros más convencionalmente narrativos. Y los procedimientos «fílmicos» a menudo llaman la atención precisamente sobre lo que el autor-narrador dice querer hacer olvidar: el texto. Frases como «Toda esta página que acabamos de escribir está atravesada por un camino lleno de fango, de charcas de agua y de leyendas» (Huidobro 1993: 31) exponen el carácter verbal de la ilusión visual, o sea, el poder creativo del lenguaje y de una narración que lo sabe aprovechar.

Con todo, el objetivo «intrínseco» de esta novela-film y en particular de su llamativa mas nunca hermética configuración del discurso reside, primero, en su evidente modernidad. A ello se agrega su carácter experimental con respecto a las posibilidades de la novela de contestar el reto que significaba para ella el «séptimo arte» en su mismo terreno estético-temático. La apropiación de las nuevas técnicas cinematográficas por una obra de arte puramente verbal se realiza aquí sin intención crítica con respecto al tema tratado, a la visión de la realidad subyacente o a estas técnicas mismas10. Ellas se utilizan afirmando la novedad del cine -y para poder reivindicar así la modernidad de la propia obra según los criterios de un público burgués «moderno». Este público es el mismo que se cortaba el pelo a la garçonne, jugaba al tenis, llevaba una kodak en sus excursiones de domingo y frecuentaba las lujosas salas de cine los sábados por la tarde. Y en su sentirse protagonista de la modernización económica y sociocultural no podía sino verse afirmado por una novela que con tan amable guiño humorístico se hacía cómplice de sus gustos y expectativas con respecto a lo que valía ya como cifra de la modernidad cultural, pero que todavía tenía que luchar por la aceptación de su status como arte equivalente a la literatura y al teatro (cf. Schlickers 1997: 18). Cagliostro emprende así una estrategia doble: dignificación literaria del cine y sus estrategias visuales y estructurales para crear suspense, evasión, imágenes suntuosas y figuras sugestivas, por una parte, concomitante modernización de la escritura narrativa «al alcance de todos», por otra parte. Su mezcla de novela histórica, narrativa fantástica -en la línea de Rolmberg y Lugones (cf. Verdevoye 1994: 113)- y escritura fílmica no cuestiona las convenciones genéricas ni mucho menos las (supuestas) diferencias de función estética, sino desemboca en una interesante pero bastante inofensiva innovación del género novela y sus posibilidades de entretenimiento «elevado». Romance goes Hollywood - ello no tenía por qué provocar a nadie, sino como demostración de que también la Vanguardia hispanoamericana -¡uno de sus máximos y más conocidos representantes!- era capaz de asumir con miras hacia el éxito internacional y cierta actitud irónica las reglas del mercado de la nueva cultura masiva11. Ello significaba una considerable «desacralización» de lo nuevo y, para decirlo así, la versión light de los experimentos intergenéricos e intermediales de la Vanguardia12. Y puede que en este cuestionamiento de los criterios elitistas de la modernidad estética se manifieste, por fin, la intención crítico-cultural típicamente vanguardista - dirigida también contra la misma Vanguardia.

Volviendo ahora a los problemas de la intensión y la extensión del término «escritura fílmica», esta novela de Huidobro resulta significativa en más de un aspecto. Primero, en ella predominan efectivamente las referencias arquitextuales o sistémicas sobre las singulares: lo que importa es el cine, no una película en particular. Es decir, interesan la técnica y el imaginario, las nuevas y pronto estereotipizadas estrategias para crear suspense, caracterizar personajes, organizar la trama, visualizar lugares y ambientes tópicos, no la obra concreta. ¿Pero cómo enjuiciar este fenómeno? ¿Se trata realmente de un rasgo típico y hasta necesario de la escritura fílmica, presente desde sus comienzos? ¿O se explica por la particular configuración e intención del texto de Huidobro, tal vez en correlación con el estado del cine coetáneo, todavía exento de películas que metonímicamente puedan representar al cine en su totalidad (sincrónica)?13 Segundo, la novela de Huidobro expone la importancia de las referencias explícitas como marco imprescindible para reconocer las implícitas. Pero a la vez subraya el hecho de que tal explicitez, sobre todo si atañe a estrategias narrativas, a situaciones y a personajes, fácilmente se puede convertir en un rasgo autorreflexivo y hasta metaficcional. Pues así se llama la atención sobre el carácter construido del texto, más aún, sobre su construcción en el modo del «como si» («Als ob»), del como si se tratara de una película. Y esta insistencia a fin de cuentas no hace sino recordar lo que tiene el lector ante sus ojos: un texto, no un film. Tercero, en su marcada orientación hacia las convenciones del cine mudo y el género del film fantástico, Cagliostro hace vislumbrar el carácter eminentemente histórico de las intencionadas referencias fílmicas. El desarrollo rápido del cine, debido a los avances tecnológicos, los cambios de estética y los mecanismos de innovación que pesan sobre todo producto de consumo, también deja su rastro en la escritura fílmica. Es decir, ella surge de una conjunción variable y siempre renovable de distintas series históricas, con lo cual los rasgos supuestamente específicos de la escritura fílmica lo serían sólo para una determinada codificación y concretización de ella. Por último y para concluir: ya la primera «novela-film» demuestra, con su reivindicación de la modernidad narrativa, su crítica de las jerarquías culturales y su autoinserción en un desarrollo céntrico desde la periferia, algo de la amplia gama de intenciones de sentido que promueven la formación de una escritura fílmica como posibilidad marcadamente literaria. Su desarrollo posterior sigue y seguirá dependiendo de la perspectiva desde la cual se emprenda la apropiación textual de técnicas, estructuras e imaginarios fílmicos y se ponga en escena este juego entre un libro y un billete de entrada para el cinematógrafo. En tiempos en los que este juego está por desaparecer en las virtualidades del web y las pantallas del metro, un texto vanguardista como el de Huidobro podrá hacer experimentar algo que siempre sospechábamos, pero que no será demás recordar frente al aluvión de imágenes hechas: que el mejor cine se halla en la cabeza del lector - y de la lectora.






Bibliografía

    Textos

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    Estudios

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