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Iconostas y fragmentarium. Sobre el entarimado frío de ladrillo

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

1

Sobre el entarimado frío de ladrillo húmedo de la prisión se designan en franjas entrecruzadas los barrotes de hierro de la ventana alta y arqueada, la luna flota sobre las nubes fugitivas que visten su cuerpo de oro. Un solo pilar blanco vestía la bóveda alta de la prisión y, apoyada sobre el pilar, se veía una figura alta de mujer, blanca como la cal, con los ojos turbados y fijos -ella retorcía sus manos en las cadenas y de vez en cuando se atusaba su pelo enmarañado, que caía hasta las caderas en cepas y enredado completamente-. A sus pies yacía el cadáver como de cal de un niño desnudo puesto sobre paja -un cadáver delgado que iluminaba a la luna, atado al cuello con un cordelito rojo-. La mujer apoyada en el pilar era tan blanca que parecía una estatua del pilar.

Después de repente se sentó. Puso al niño en su regazo y sus labios morados sonrieron -ella le hablaba tranquila en voz baja, asombrado y loco:

-¡Oh!, estrella mía, ángel mío, mi hermoso ángel, escucha, escucha. Para el templo de Sion1 caído en ruina, para los muros de Jerusalén que fueron derribados, para la grandeza del pueblo de Israel, para sus reyes que le despreciaron -queda en soledad y llora-. Pero llegará el día en que se levantará un héroe que traerá nueva grandeza y nuevo poder. Y tú eres ese héroe. ¡Tú eres Mesías, ángel mío! Tu padre lleva corona, tu madre es esclava. Niño de esclava -niño de rey que te corona.

Ella se desprendió del cuello una cadena de oro y la apretó sobre la frente del niño.

-Dónde está ahora tu padre, aquel hombre pálido, hermoso, ¡oh!, demasiado hermoso, alto, con su vestido negro, con la corona cara sobre la frente, que te miraba a ti en la cuna -emperador del mundo entero-. Sonríe, sonríe con tu boca pequeñita... los ángeles hablan contigo -los ángeles te muestran el manto, el trono, tu cetro... ¡Sueña! ¡Sueña lo que serás!... ¡Mi dulce Señor!

De repente ella se levanta. Su sombra se arrojó a la pared. Ella estiró su mano delgada y fina hacia la sombra, con la otra se despejó el pelo de la frente y dijo con alegría:

-¡Tú eres... Esteban... Qué hermoso eres tú, ¡Señor! ¡Dulce Señor! Acuérdate de aquella noche... ¡Oh! ¡Tú sabes aquella noche, cuando en tu cama te abracé por primera vez con mis brazos... cuando enlacé mi cuerpo a tu cuerpo! ¡Y mírala! A la flor de nuestro amor... ¡Señor!... Duerme, duerme, amor mío, ¡la flor de mi amor!

La luna se deslizaba despacio y las sombras de las rejas y del pilar se mudaban poco a poco sobre el solado húmedo y sobre el muro grisáceo.

2

Extraña como una carta en jeroglíficos estaba la callejuela hebrea de Sucevea bajo la luna. Hiladas de casas pobres, remendadas, aquí uniformes como las leyes del Pentateuco, allí abigarradas y mezcladas como las ropas rotas y los trastos viejos del bolso de un judío. En las ventanas, trozos de cristal colorados, pegadas con papeles desgarrados de Guemará2, con los que se cuecen las roscas de fiesta. Las cortinas de satén rojo enfiladas a uno hilo de hebra y el único espectador, la luna, miraba aquí en una casa, allí en otra, en todas al mismo tiempo y a la vez. Él vio libros viejos, en armarios viejos, candeleros de latón, niños que dormían en el suelo, caftán de satén y caftanes pobres. De ese modo la luz reveía a la vez estos cuartos de una abigarrada diferencia, aunque las casas parecían uniformes. En el medio del arrabal adormecido, el templo grisáceo -el Sion arruinado- el contorno apuntalado por travesaños de roble y, ante la casa de la aljama, un buey degollado como para sacrificio. Tenía un aspecto triste como una visión de Isaias, como una lamentación de Ezequiel. Gris era el templo por fuera, callado dentro, la ley sobre la balaustrada del medio, ropas blancas sobre los bancos. La cancela del corro de las mujeres retrataba en pared una flotante sombra. Eloimii sobre las entradas brillaban como escritos con estrellas... No tenía esta bóvedas orgullosamente altas, con iconos luminosos en ellas, con hiladas de pilares santificados con cantares melodiosos -era una arquitectura simple, fría, vacía- estaba tan desierta de belleza como el pecho de un hombre muerto...

Bajo los muros de aquella sinagoga se deslizaba despacio, con un saco en el espinazo, un judío joven. Había pasado de media noche. La luna plateaba el empedrado de la callejuela que podías contar, y la sombra del judío, pegada a las paredes, lo seguía como si... En una casita pequeña se veía por la ventana empolvada y ahumada ardiendo una colilla. Él se acercó y golpeó despacio. Un anciano con la barba grisácea y larga apareció en el umbral. Eran Rubén y Levy.

-Las trajiste -dijo él en voz baja-, ¿y qué tal está mi Hagar, yerno? -Dijo él en voz baja, ¡Hagar la hermosa!

-¿Hagar? ¿Me llamas yerno y me preguntas cómo está Hagar? -preguntó el joven desalentado.

-¿Y por qué no, yerno? ¿Porque vendí a Hagar al cristiano? Te voy a pagar porque vendí a tu mujer, ¿y no está mi Hagar en la torre? ¡Pobre Hagar!

-¿Y por qué no me la ha devuelto el cristiano? -dijo el joven y una lágrima le mojó los ojos-, la hubiera recibido de nuevo... No habría estado triste. Yo soy un judío pobre y la quería... ¡Qué me importa que ella gana dinero también de otro modo, solo quiero que sea también mía!... Que me la hubiera vendido a mitad el precio, como una ropa vieja, la hubiera vuelto a comprar... Por qué la encierra...

-Porque es suya... la ha comprado, está harto de ella... la ha encerrado... ¿Se lo coges tú, Rubén? Pobre chica, cómo estará llorando ella en la soledad y me estará maldiciendo, porque yo he sacrificado a mi Hagar como Iepth a Gibud3... Pero calla... callemos -dijo el anciano atusándose la barba-, que repartiremos el oro que me dio el cristiano, treinta monedas venecianas, repartámoslo como parientes de sangre.

Él se levantó el regazo del caftán y sacó una bolsa vieja de piel, la puso en la mesa, sacó una silla y se sentó.

-Me ha dado treinta... toma tú quince.

-Trae aquí -dijo Rubén medio arrodillado y con la cabeza entre las manos.

El anciano contó hasta quince. Rubén las sopesó un tiempo en la palma. Después dijo oprimido:

-¿Al final solo quince? ¿Acaso la chica no era entera mía? -Levy metió despacio la bolsa con el resto en el bolsillo-. No te doy el resto del dinero... dame los quince, porque son míos.

Levy no respondió ni una palabra. Él miró a la colilla de la vela fijamente e inconmovible, luego abrió el cajón de la mesa vieja, negra y sucia, miró a la luz que, mientras había estado contado, había apartado...

-No te dejo el dinero -dijo Rubén con voz más alta-. Bastante he estado llorando noches enteras, he vuelto mis pies a la cabecera por Hagar, y ahora ¿no quieres darme la suma entera?

El anciano miró extrañado. La lámpara estaba a punto de apagarse.

-La luz se apaga -dijo Rubén-, antes de que se apague la luz, cuéntame el dinero...

Levy sacó un cuchillo del cajón y jugó con su filo en la luz de la lámpara. La luz rielaba más fuerte.

-Te juro por el Dios de Sion, esta noche esta no pasará sin que tenga todo el dinero. ¿Eres sordo, anciano, no oyes?

-La luz aún arde -dijo Levy.

-He dicho, la luz entre tú y yo, ya está -dijo Rubén, y la tiró al suelo.

Se apagó, solo el cirio ya centelleaba. Él extendió sus manos encima de la mesa y cogió al anciano de la barba. El anciano no dijo nada. Con una mano le agarró la cintura, con la otra golpeó con el cuchillo al contrario y le atravesó el cuello, de modo que la sangre le disparó en la mejilla. El joven cayó con la silla y su sangre corría a chorros sobre el solado cubierto adrede con mucha arena. Su oro cayó al suelo esparcido por el charco de sangre. Despreocupado del joven, Levy recogía moneda a moneda, las limpiaba de sangre y arena y se las ponía en su bolsa vieja... Después permaneció mucho en silencio, parecía computar algo.

Después saltó de la silla y cogió el saco que Rubén había traído, lo desató, sacó y puso sobre la mesa lo que había en él... eran trajes llevados por un Señor, que una vez de gran valor debían haber sido. Levy murmuraba en la barba que se la levantaba con la mano a los labios.

En la callejuela no había nadie. La luna se había puesto, parecía que el corazón de la noche escurría su sangre luminosa, porque había tinieblas...

Miró si la puerta estaba bien cerrada, estiró una manta vieja sobre el muerto y se acostó.

Pero solo se adormilaba y no podía dormir. Él se retorcía de dolor en la cama y de vez en cuando se golpeaba con el puño en la cabeza. Empezó a suspirar y gemir, se levantó de la cama, largo y delgado, y tentó en la tiniebla hasta llegar a la mesa en la que había distinguido las ropas de Señor.

-Tengo que ir a ver a Hagar en la torre -susurró él monótono-. ¡Hagar! ¡Hagar! También a mi nieto Ismail, le haga Dios manantial en el desierto de la prisión, porque sus enemigos han secado el agua del cántaro.

Empezó a vestirse con las ropas de Señor. Las ropas pendían sobre su cuerpo delgado, las correas del sable se le abrochaban al revés y en la vaina metía una (***espada) vieja. Parecía extraño este Señor. Se puso un gorro de príncipe viejo sobre la cabeza y se miró al espejo. Él se asustó.

«Me he convertido en Señor, el ungido de los infieles, el que ha vendido a su hija, Dios me perdone. Necesitaba dinero para ir a Jerusalén, porque soy anciano y Rabino. Ahora me he convertido solo en Señor, he profanado a mi hijo como Lot en la borrachera. ¡Y me he convertido en Señor! Me has ungido, Señor, con el aceite del trono de Sion. Y mi Hagar en la torre, iré a verla y le cantaré un salmo, el de los niños de Assaph y le alegraré con la canción de harpa de Sion».

Él estaba loco. Cogió un cántaro lleno de en la mano y se fue por las callejuelas estrechas del arrabal de los judíos. Pero el camino no se lo encontró. Llegó a un lugar vacío, entre los muros de la fortaleza de Suceava y los muros de la cárcel. A este lugar solo podías llegar por travesías estrechas y pasos entre las casas, por pocos conocidos.

3

La luna se había puesto y la joven judía estaba en la ventana y miraba en la noche negra, la sombra gigantesca de su cárcel había desaparecido y la luz de las estrellas era débil. Su cara blanca brillaba como la de una muerta de granito gris de la ventana de la cárcel. Llegó el anciano con su ornato... Él era todavía más extraño y más fantástico que antes. El bonete le quedaba torcido en la cabeza, su pelo largo y gris ondeaba al viento.

Cuando la judía le vio empezó a reír reventada de alegría.

-¿Has terminado tu palacio nuevo? -Preguntó ella-. Con estancias hermosas revestidas con seda roja, con espejos altos de siete codos en los que me vea desnuda desde la coronilla hasta los talones... Sí, desnuda, blanca como la nieve en sus agujas vestidas en púrpura señorial. ¿No soy yo tu flor de nieve, Ștefane?

Ella le tendió la mano delgada, pequeña, fina por los barrotes.

-¡Ștefan! ¡Mira tú al rey de los judíos! ¿Le has preparado la silla imperial y el cetro para sus manos para juzgar a Israel como Samuel el juez? Pero has adelgazado, mi joven amigo -dijo ella entristecida mirándole de nuevo-, y parece que has envejecido mucho... por qué ayunas, no ayunes, Príncipe Azul que eres.

Pero de repente ella pareció reconocerle.

-¿No eres tú por casualidad Levy Canaan? -exclamó ella-. ¡Halila! apártate de mí.

Ella retiró su mano hacia atrás, la que el anciano había apretado a la suya.

-¡Soy Levy Canaan! -dijo el anciano hipando-. Los paganos dejaron que se seque el manantial de agua. Yo traje un cántaro lleno y vine a ver a mi Hagar en la torre.

-Vaya, Ștefan -dijo ella en voz baja-, te odio ahora. Has desaparecido mucho tiempo de mí y de mi niño, te dejaste barba de tristeza, no la has cortado, de tanto que has tenido en nuestro palacio el nuevo... Y eras tan hermoso, Ștefane, y tus besos en la boca era como el vino de Chipre, y tus ojos, como los ojos de paloma.

-Hagar, mi Hagar... Yo soy Levy Canaan, el judío rico.

-¿Tú eres Levy Canaan, el judío rico? ¡Halila! ¡Aléjate de mí!... ¿Pero ves tú, querido Ștefane, al niño de tu amor? Me diste a beber vino dulce y dejaste que se ahogue con aroma de mirra en tu palacio y me has besado mis labios. Pero tómame, tómame solo, el palacio nuevo será mucho más hermoso que el viejo. El anciano le tendió el cántaro.

-¡Halila! Aléjate de mí.

Levy soltó el cántaro sobre las piedras de se hizo cascajos. Sus ojos se abrieron -él miró en vano a la ventana y sacudió con las manos la reja. El bonete se le cayó de la cabeza y él también.

-Adormeciste, mi hermoso novio -dijo Hagar-, adormeciste en tu palacio, en la almohada de púrpura, en el dosel dorado.

Ella tendió su mano con cariño al anciano caído, después cantó en voz baja, como si hubiera querido adormecer a su niño:

-¡Duerme dulce, mi amor, duerme dulce!

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