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Idealismo, positivismo, espiritualismo en la obra de Emilia Pardo Bazán



Según las palabras iniciales del documento que sirvió como convocatoria de este encuentro, «el Congreso Idealismo, Positivismo y Espiritualismo en las letras españolas del siglo XIX pretende encauzar una reflexión que, más allá de la historia de la literatura y del estudio de los grandes movimientos literarios (...), tenga por objeto las grandes orientaciones de pensamiento que rigen la vida intelectual en aquella centuria y condicionan los movimientos o las escuelas literarias decimonónicas»1. Pues bien, sin desdeñar tan acertada propuesta metodológica, aludiré aquí más a los movimientos literarios decimonónicos (Romanticismo, Realismo, Naturalismo, Simbolismo, Modernismo) que a las corrientes de pensamiento o actitudes ideológicas orientadoras de aquellos. Mi intención es mostrar cómo tales tendencias y corrientes (que son también momentos sucesivos de un discurso literario colectivo) pueden advertirse en el proceso de una obra literaria individual, cuando ésta es tan dilatada y varia como la de Emilia Pardo Bazán. Una escritora que, entre otras censuras, tuvo que soportar la de que -la donna è mobile, qual piuma al vento- pretendía estar siempre «a la última moda» (...de París, claro): en la correspondencia cruzada entre algunos de sus colegas -y no muy amigos: Valera, Menéndez Pelayo, Pereda, Clarín- hay abundantes muestras de tal reproche, que por ser bien conocidas no hará falta recordar aquí. Mi interpretación, aunque reconozca en los sucesivos cambios estéticos de la escritora coruñesa una cierta superficialidad, quiere ser más justa: al margen de las motivaciones psicológicas de aquellos cambios (que aquí no me importan), creo que en pocas figuras de las letras españolas de su tiempo puede advertirse de una manera más pedagógica el proceso ideológico y estético cuyas etapas u orientaciones en este Congreso estudiamos.

Sin ánimo (ni tiempo) de repasar ahora su ingente producción literaria -en parte todavía pendiente de inventario y recopilación-, es conveniente para la argumentación   —142→   de mi tesis reconstruir el desarrollo de aquella obra en los cincuenta y cinco años que duró, desde los relatos y poemas adolescentes de 1865-1866 (y aún antes, si encontrásemos las quintillas patrióticas que en sus Apuntes biográficos recordaba haber escrito a los ocho años2) hasta los últimos cuentos y artículos, casi inmediatos a su muerte en mayo de 1921. Ese repaso a la obra pardobazaniana nos permitirá -espero- mostrar cómo se advierten en ella las tendencias ideológicas y estéticas que sucesivamente marcaron las letras españolas del siglo XIX.

Hasta no hace mucho eran casi desconocidos los escritos de la joven Emilia; aparte de los rescatados por Clémessy, Paredes y Hemingway, a los que enseguida me referiré, investigaciones recientes (entre ellas, las del equipo que dirijo en la Universidad de Santiago de Compostela) están permitiendo acceder a bastantes textos, inéditos o poco difundidos, de sus 15 a 30 años, antes de la consagración literaria que significó Un viaje de novios en 1881.

Por lo que hasta ahora conocemos, sus escritos más tempranos son el cuento «Un matrimonio del siglo XIX» (aparecido en el Almanaque para 1866 de La Soberanía Nacional y recuperado por Paredes Núñez en 19793); la novela inconclusa Aficiones peligrosas (publicada por entregas en el diario pontevedrés El Progreso en el verano de 1866, descubierta por Nelly Clémessy4 y editada por Paredes Núñez en 19895); y varios poemas de 1865, 1866 y 1867 exhumados por Maurice Hemingway (permitidme que le dedique un emocionado recuerdo, seguramente compartido por muchos de los aquí presentes) en su edición póstuma de Poesías inéditas u olvidadas de Emilia Pardo Bazán6.

Pues bien, todos esos textos manifiestan, al margen de las deficiencias propias de los catorce/dieciséis años de la autora, la huella de sus lecturas románticas y una muy determinada concepción de la literatura y su función: la notoria ejemplaridad de las historias (más bien anécdotas) contadas en los relatos de 1866 muestra su inequívoca adscripción a la tendencia, muy en boga por aquellos años, que rechazaba el concepto de arte por el arte y que defendía una dimensión moral para la obra literaria7; así lo muestran las palabras con que se abre Aficiones peligrosas:

Antes de empezar a contar esta pequeña historia a mis lectores, quiero, por el especial cariño que les tengo, decirles dos palabras preventivas.

Estas van dirigidas principalmente a la juventud que toma en sus manos las novelas con ese afán, ese entusiasmo que constituye uno de sus más encantadores defectos. Me figuro estar viendo a mis jóvenes lectores [y lo dice quien tiene quince años] impacientes porque no   —143→   empiezo tan pronto como podrían desear; pero yo, como la mayor parte de los novelistas, no tengo únicamente el objeto de mostrar las escenas como podría hacerlo con la vistas de un estroboscopio, sino de dirigir las reflexiones del lector hacia el fin moral que me propongo; y en este concepto, suplico a los míos atiendan más al fondo que a la forma, pues ésta les dejará mucho que desear.



Las huellas románticas son todavía más patentes en los versos de esos mismos años: romances, fábulas pedagógicas, composiciones religiosas, barcarolas, orientales, brindis, dedicatorias en álbumes y otros poemillas de circunstancias, odas dedicadas a personalidades tan significativas como Zorrilla, Maximiliano de Méjico, el pretendiente carlista y su augusta esposa... Característicamente romántico es, sobre todo, el largo poema narrativo El Castillo de la Fada. Leyenda fantástica (publicado como folleto en Vigo en 18668), que se atiene rigurosamente a las convenciones del género anunciado por el subtítulo: desde el asunto («un hecho que me contó / mi madre cuando era niño / en una larga velada, / melancólica balada / que jamás se me olvidó») a la variedad métrica y estrófica (cuya deuda esproncediana parece muy clara en los versos que evocan la danza macabra: «Aumenta el rüido, / y apuran la danza, / y se precipitan / y vienen y van. / Y chócanse cráneos / y cóncavos ojos / y pálidos huesos / con furia tenaz. / La prisa / se aumenta; / ¡qué rara / fusión!; / se lanzan, / se pierden / con ansia / veloz. / La danza / los junta, / y Álvaro / ve / que cerca / los tiene / y vanle / a envolver. / Lanza / grito / de terror; / cae / al suelo / con dolor», etc.), pasando por la imaginería y la dicción, como bien ejemplifican los versos citados.

Todavía pendientes de rescate, aunque en su mayoría localizadas en las páginas de revistas gallegas y madrileñas, hay un buen número de colaboraciones (reseñas de libros, cuadros costumbristas, artículos de historia y crítica literaria o de divulgación científica) fechadas en la segunda mitad de los años setenta, cuando nuestra joven autora empezaba a hacerse un nombre en aquella sociedad literaria. El incipiente realismo estaba afianzando ya su andadura, pero estos textos aún participan, en asuntos y temas, de presupuestos ideológicos y estéticos románticos (o vagamente prerrealistas): así se advierte, por ejemplo, en los artículos «El único amigo de Byron», «El norte y la balada», «Las civilizaciones muertas», «Pastor Díaz», «Fernán Caballero»; y en los apuntes costumbristas «Bocetos al lápiz rosa», «La evolución de una especie», «El cacique»9. Algo menos definidos parecen sus ensayos de índole científica para La Revista Compostelana y La Ciencia Cristiana, en 1876 y 1877: si en la primera publica una serie de divulgación, «La ciencia amena» (sobre el calórico, la luz, la electricidad y la circulación del movimiento) que revela una cierta mentalidad   —144→   positivista, para la segunda escribe unas polémicas «Reflexiones científicas contra el darwinismo» que parecen situarla en el bando contrario10.

En esos últimos años setenta la coruñesa publicó dos libros a los que también quiero aludir: el Estudio crítico de las obras de Feijoo (1877), por su adhesión a lo que el sabio benedictino significó en la lucha contra el oscurantismo; y la novela de 1879, Pascual López, por su curiosa mezcla de modalidades y estéticas (autobiografía picaresca, relato gótico, novela de anticipación científica, comedia de magia, romanticismo fantástico, realismo costumbrista), según explico en la edición que he preparado con Cristina Patiño Eirín y que aparecerá dentro de algunos días11.

Pues bien: si los textos comentados revelan, según voy mostrando, cómo en su etapa de aprendizaje la autora participa de los últimos resabios del idealismo romántico (aunque apunten ya indicios de realismo y positivismo), tal rasgo se confirma -de manera más notoria si cabe- en otros escritos suyos de esa misma época desconocidos hasta ahora. Me refiero a los inéditos sobre los que, como dije, estoy trabajando con el equipo que dirijo en mi Universidad (y de los que he dado sucinta noticia en el reciente Coloquio de la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX, Del Romanticismo al Realismo, hace tres semanas en Barcelona12).

Entre los poemas de los años setenta, (unos, diferentes y otros, variantes de los reunidos en la citada edición de Maurice Hemingway), cabe mencionar por su romanticismo los titulados «Porvenir de la poesía», «La almohada del héroe», «Dualismo» e «Imitaciones de Byron» (todos ellos publicados por Cristina Patiño en el número 3 [otoño de 1995] de la revista El Extramundi y Los Papeles de Iria Flavia13). Hay también varios textos teatrales en verso, seguramente los que en sus Apuntes autobiográficos recuerda haber escrito -y casi estrenado- en su juventud, a imitación de los dramas románticos que veía representados en su Coruña natal14.

En prosa citaré unos extensos Apuntes de un viaje. De España a Ginebra, de 1873 (de los que di noticia en el Simposio Internacional sobre Literatura de Viajes celebrado el pasado septiembre en Toledo15), primer escrito suyo en ese género que tanto habría de cultivar y que nos da una imagen ideológica de la autora -ferviente carlista, hostil a la Gloriosa- muy distinta de la forjada por sus escritos posteriores. Y un cuento de hacia 1878, titulado «Cómo empieza y cómo acaba... todo, en España» (acaso el que se daba por perdido con el título de «La mina», que publico y comento en el volumen colectivo de Estudios sobre Emilia Pardo Bazán In memoriam Maurice Hemingway que, reunido   —145→   por mí, publica la Universidad de Santiago16 ), muestra representativa, en su temática y estilo, de esa tendencia que algunos historiadores de nuestra narrativa han denominado prerrealismo.

De esa misma época juvenil son algunos textos de índole ensayística, muestra de la inicial vocación de la autora, quien -como es sabido- antes de dedicarse a la literatura de ficción, soñó con ejercer de sabia: varios capítulos redactados del borrador de un tratado sobre teoría política, ambiciosamente titulado Teoría del sistema absoluto en el siglo XIX filosófica y racionalmente considerado (y cuyo detenido estudio nos ayudaría a dibujar el perfil filosófico y político de la primera Pardo Bazán); y varios artículos de divulgación histórico-literaria o de costumbres, similares a los que antes cité como publicados en revistas de Galicia y Madrid entre 1876 y 1879, y para los que son válidas las mismas apreciaciones ya apuntadas.

Si todos esos materiales inéditos no alcanzaron la publicación fue, entre otras razones, porque muy pronto su autora consideró tales escritos como propios de una etapa ideológica y estética que tenía ya por superada; y la misma causa explica que tampoco rescatase para el libro nada de cuanto publicó antes de 1881: poemas, cuentos, reseñas, artículos, ensayos... Ello resulta especialmente curioso en trabajos críticos tan interesantes como el dedicado a Pérez Galdós en la Revista Europea (y también en la Revista de Galicia, que dirigía en La Coruña) en 188017»: las opiniones no del todo favorables al escritor canario -a quien apreciaba entonces menos que a Fernán Caballero, por razones más ideológicas que estéticas- serían pronto matizadas y sustancialmente rectificadas18.

Y es que, al iniciarse la década del ochenta, Pardo Bazán, sin abandonar del todo su querencia romántica, se aproxima a la nueva escuela (que tanto llama realismo como naturalismo), primero con la citada novela de 1881, Un viaje de novios, y luego con sus dos libros de 1883, La Tribuna y La cuestión palpitante: no repetiré ahora lo que hace tiempo escribí acerca de ambas obras y su más que discutible realismo (práctico o teórico)19. Avanzada la década, la autora afianzará su dominio de aquella estética con Los pazos de Ulloa o La madre Naturaleza, novelas tan realistas como puedan serlo La desheredada o La Regenta. Y dejemos al margen, aunque sea pertinente recordarla ahora, la añeja discusión acerca del presunto naturalismo (que hubo quien calificó paradójicamente como católico), tanto en sus relatos como en sus ensayos críticos de los años ochenta.

Cuestión también debatida es la del giro o inflexión estética que marca la publicación de su novela en dos partes Una cristiana-La prueba (1890), y que tiene su correspondencia en la obra crítica (primero, en su descubrimiento de los novelistas   —146→   rusos20 ; luego, en los artículos de Nuevo Teatro Crítico sobre la novela novelesca, o sus reseñas a novelas de Daudet, Loti, Bourget, Rod, Huysmans y Barrés21) y que en cierta medida no es sino eco o consecuencia de lo que en Francia se llamó por esos años la bancarrota del naturalismo22. Para lo que en este encuentro nos importa resulta significativo que la crítica pardobazanista haya acuñado la etiqueta de espiritualista para designar esa etapa de su producción literaria; espiritualismo o misticismo que no es incompatible con otras preocupaciones, según muestran ensayos tan significativos por su dimensión ideológica y social como «La educación del hombre y la de la mujer» (1892) o «La nueva cuestión palpitante» (1894), sobre las teorías de César Lombroso y Max Nordau23.

Esa etapa alcanza hasta bien entrado el nuevo siglo, cuando -siempre atenta a los vientos del pensamiento y del arte- la veleta coruñesa apunta hacia ese Norte decadentista, simbolista o modernista de que sería ejemplo su novela La Quimera (1905); la concepción estética y el repertorio de motivos fin-de-siècle que inspiran el asunto, la presencia de unos referentes artísticos que superan la mera función ambiental, la escogida galería de personajes que se mueven por sus abigarrados escenarios, y -sobre todo- la cuidada prosa en que todo ello se expresa, dan muestra una vez mas de la atenta curiosidad (o de la capacidad mimética) de doña Emilia.

Pero no se agota con ello esta tercera etapa de su producción: los escritos de doña Emilia entre 1895 y 1905 (años en que, significativamente, cultiva más el artículo, la conferencia y el ensayo que la ficción narrativa) muestran una notable complejidad -por veces, contradicción y ambigüedad- ideológica y estética, que sólo con un cuidadoso deslinde podemos entender e interpretar. Ello nos resulta especialmente interesante aquí, en la medida en que confirma la validez del planteamiento con que se nos ha convocado: caracterizar -según suele hacerse y he repetido deliberadamente como decadentista, simbolista o modernista la penúltima etapa de la obra pardobazaniana es una simplificación que olvida la pertinencia de otros conceptos (por ejemplo, regeneracionismo o noventayochismo) en la mayor parte de lo publicado por la Condesa en el cambio de siglo. Dejando aparte sus colaboraciones de prensa, innumerables en estos años, libros como Por la España pintoresca (1896), El Niño de Guzmán (1899), La España de ayer y la de hoy (1899), Cuarenta días en la Exposición (1900), Cuentos de la patria (1902), Por la Europa Católica (1902) o De siglo a siglo (1902), constituyen un notable ejemplo de escritura muy contaminada por los grandes debates ideológicos y políticos que agitan la sociedad española en tan crucial momento de su historia.

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Está aún por estudiar el noventayochismo de doña Emilia; si se me permite la autocita, hace poco más de un año, en un encuentro convocado por la Fundación Duques de Soria en Valladolid y dirigido por el Profesor Romero Tobar, presenté una ponencia en la que, con abundantes -y a mi juicio, convincentes- pruebas, demostraba el papel no menor de la Condesa de Pardo Bazán en aquel movimiento24. Por citar sólo algunos ejemplos, recordaré cómo en ciertas crónicas andariegas de los años 90 (Por la España pintoresca) se adelanta a ese redescubrimiento de la vieja Castilla, sus pueblos, villas, monumentos y gentes cuya invención suele atribuirse a los maestros del 98; y cómo sus viajes al extranjero (Cuarenta días en la Exposición, Por la Europa Católica) le dan pie para intervenir en el debate españolizar/europeizar. Por otra parte, sea mediante el tratamiento metafórico que permite la ficción (El Niño de Guzmán, Cuentos de la Patria), sea con la reflexión directa que exigen el ensayo, la conferencia o el artículo (La España de ayer y la de hoy, De siglo a siglo), nuestra escritora asume su papel de intelectual, tomando postura ante la gravísima crisis social, económica y política que precede y sigue al llamado desastre; postura que, con todos los matices que procedan, no está muy alejada de la que conocemos como regeneracionista.

Todavía doña Emilia Pardo Bazán continuará publicando hasta 1921; pero, salvo contadas excepciones, ya no es tan fácil percibir en esta parte de su obra aquella impresión de actualidad -de estar a la última- que había sido su rasgo más característico. Entre tales excepciones cabe citar una novela injustamente preterida, Dulce dueño (1911), que si participa de la estética que inspiró La Quimera, en ciertos episodios y personajes presenta una percepción de notable modernidad; y -según el dictamen de quienes han manejado su manuscrito (cosa que yo no he hecho)-, parece que podría decirse lo mismo de Selva, la novela de 1913 aún inédita25. Síntoma también de su preocupada atención frente a los graves acontecimientos que asolaron Europa es su conferencia de 1916 Porvenir de la literatura después de la guerra, que resistiría bien la comparación con reflexiones similares de ciertos intelectuales coetáneos26.

Para concluir, y aunque sólo sea como curiosidad significativa, mencionaré algo poco recordado, que comenta mi compañero el Profesor Luis Miguel Fernández en un artículo de próxima publicación27: en medio del general desdén con que los escritores de su tiempo consideraron el cine, la autora de Los Pazos de Ulloa se interesó en varios artículos periodísticos por aquel invento; y, tras un primer momento de prevención o   —148→   desconfianza, pronto elogiaría sus posibilidades y logros. Sirvan de muestra dos citas (que tomo del aludido trabajo), pertenecientes a sendos artículos publicados en La Ilustración Artística y en La Ilustración Española y Americana, en 1915.

Del cinematógrafo no se hacen encomios, pero ha llegado a la perfección, y entrado en los dominios del arte. Mejor que el teatro, nos da la plástica y la mímica, y en cuanto a la escenografía, pone en juego elementos de realidad, imposibles de llevar a las tablas.

No conviene desdeñar mucho las películas cinematográficas. Hay, quien en nombre del arte, las condena. No me persuaden los razonamientos de quienes opinan así. Si el cinematógrafo presenta, en tantos aspectos, la auténtica realidad, ¿cabe algo mejor?28



Recordemos que quien formula tan modernas opiniones es la misma autora que cincuenta años antes todavía mojaba su pluma en la tinta romántica, ya algo desteñida. «De Byron al cine»: puede ser una válida síntesis del proceso ideológico, estético y literario que en este Congreso nos viene ocupando.





 
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