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Idealismo y técnica en Camilo J. Cela

Ricardo Gullón





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Con la publicación de La Colmena («zumbadora colmena» llama Balzac a París, en el penúltimo párrafo de Le Père Goriot) intenta Camilo José Cela la ambiciosa empresa de lograr una imagen de la vida madrileña actual: «humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad». Esta imagen resulta, por el momento, incompleta, pero La Colmena es tan sólo el primer volumen de una serie y seguramente en los sucesivos se remediará tal parcialidad. Ya desde ahora maneja Cela un número considerable de figuras, con diversidad más aparente que real, pues todas, por una u otra razón, coinciden en la preocupación erótica. El universo transcrito dista de ser total, pero si no engaña el giro de las últimas páginas, en el próximo tomo Cela reflejará otros aspectos de la realidad.

La Colmena ha sido competentemente reseñada en estas páginas por la pluma alerta de José Luis Cano y no pretendo volver sobre lo dicho por nuestro amigo. Quiero únicamente señalar dos o tres notas del libro de Cela que hasta ahora tal vez no fueron bastante destacadas.

La preferencia que muestra Cela por lo patológico y lo «pintoresco» ha servido para difundir entre el público lector una imagen del novelista, que si en algunos rasgos corresponde a su verdadero ser, en otros lo deforma y falsea. Desde el Pascual Duarte, la galería de sus personajes propende a lo monstruoso: busca en la vida y en cada persona lo que puede haber de anormal y aun las mejores cualidades se manifiestan en sus figuras de modo insólito. Nótese este sustancial cambio: en Pascual Duarte lo monstruoso era el tipo; en La Colmena los tipos pueden pasar por corrientes: lo monstruoso radica en la exclusividad de sus obsesiones. Empleo esta terminología a sabiendas de su inadecuación; para Cela los personajes que objetivamente parecen «anormales» no son sino la moneda común. Su mirada prefiere descubrir esos aspectos de la persona, porque piensa que el hombre es puro nido de instintos, refugio de voracidades absorbentes y dominadoras. Esta curiosa deformación de la realidad revela el idealismo del novelista (Cela, en la advertencia editorial, se encoge de hombros ante las etiquetas que cada cual pueda poner a su obra, pero el crítico tiene el deber de señalar las tendencias y el de explicarlas, si a ello alcanza). Un idealismo al revés, negativo y pesimista, pero idealismo sin duda. Exaltar lo feo y deformar la realidad oscureciendo ciertas parcelas de ella implica una pérdida de contacto y una deformación de las cosas en su esencia para acomodarlas a conceptos preexistentes: en este caso, a una supuesta idea de la vida sin caridad. La falta de claroscuro, la uniformidad en el matiz no responde a la auténtica complejidad de la existencia; en Cela se debe a cierta incapacidad para ver en el universo mundo los fenómenos contrarios a su peculiar concepción.

La vida no «discurre sin caridad», ni es simplemente un tejido de miseriucas y bajezas; ciertas son las pequeñas pasiones, pero no lo son menos las grandes, y la caridad, como la fuerza viva del amor, embellecen las páginas más tristes de la vida. Contra el Cela teórico busco el apoyo del Cela artista, del Cela intuitivo, que descubre en la aceptación del destino, realizada por Petrita o Victorita, impulsos generosos y apasionados.

Curiosa experiencia: a través de esta marea novelesca el pretendido cinismo de Cela, primera capa de su personalidad, queda compensado por una corriente de lirismo, que fluye sordamente y embellece circunstancias harto mezquinas. Este lirismo me parece espontáneo e incluso involuntario: es una eclosión irreprimible o que el autor deja brotar con la ironía de quien se sabe dueño de sus invenciones. El cinismo de Cela es un arma de auto-defensa, utilizada contra su romanticismo temperamental.

La Colmena está escrita objetivamente (una vez aceptemos la deformación impuesta por la especial perspectiva adoptada), pero no con impersonalidad. Cela es observador, hombre para quien el mundo existe, y al don de observar con detalle une el de expresar con acuidad. A lo largo de doscientas cincuenta páginas sostiene magníficamente el tono, tanto más difícil de mantener cuanto conseguido con lenguaje propio, reinventado sobre el conversacional, en el que frases populares y de argot y dicharachos madrileños ponen un sustancioso picante. Este lenguaje hablado tiene su retórica, y justamente una retórica que para dar fruto exige un cuidadoso tamizado de las expresiones: el riesgo de lo convencional sainetesco acecha en cada locución. Por eso es siempre arduo y quizá temerario el intento de caracterizar al personaje por el habla.

La técnica de Camilo José Cela alcanza en La Colmena un punto de eficiencia que no estamos acostumbrados a encontrar en la novelística española actual. Es adecuada al asunto y a las intenciones del autor, pues para reflejar la vida de una ciudad no existe, creo yo, mejor procedimiento que el simultaneísmo. No hay protagonistas y los tipos podrían ser sustituidos por otros análogos sin que la estructura y la significación de la obra cambiaran en nada esencial. La supresión del «héroe» es la primera condición de este género de narraciones, en donde la aventura individual, que constituye el núcleo de las anteriores novelas de Cela, cede el paso a la crónica de una colectividad, en este caso de la pequeña burguesía madrileña durante los años 1942-1944. Los personajes aparecen en función del grupo social por eso son sustituibles.

Utiliza Cela materiales copiosos, pero no muy variados. Antes de escribir su novela se dedicaría seguramente a observar con cuidado la realidad (una parcela de la realidad) y a cosechar anécdotas, diretes y frases que, llegada la ocasión, acudieron dócilmente a desempeñar el papel que les estaba atribuido. Manejados con singular destreza, no destruyen, pese a su abundancia, la impresión general de sobriedad. Es más: quizá esta abundancia impida la formación en el relato de puntos desustanciados y zonas muertas. El novelista realizó un notable esfuerzo para conseguir densificar la narración, concentrando el material y acumulando en una la sustancia de múltiples novelas.

Las anécdotas aparecen hábilmente montadas y contribuyen a dar a la obra el tono adoptado por Cela con feliz intuición de lo que ahora es posible hacer en el ámbito de la novela. Tiene razón cuando escribe: «hoy no es posible novelar más -mejor o peor- que como yo lo hago»; tiene razón si, como pienso, se refiere al tono y a la estructura, que en La Colmena son los apropiados para dar forma y consistencia «al inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea», como dijo T. S. Eliot hablando del Ulises.

Camilo J. Cela

Camilo J. Cela

En La Colmena los verbos están casi siempre empleados en tiempo presente, pocas veces en pretérito. Por esa «presencia» y por la abundancia de diálogos, el lector se enfrenta directamente con los personajes. El novelista es como un dictáfono que recogiera las palabras pronunciadas por los interlocutores, y en bastantes fragmentos no revela nada que no pudiera haber sido captado por el artilugio mecánico. Esta objetividad cede en ocasiones a la conveniencia de comunicar algún informe sobre deseos u opiniones de los personajes, referencias sólo captables «desde dentro», pero en general se mantiene en niveles de saludable rigor.

Los diálogos son rápidos, tornados «del natural», según se decía hace cincuenta años, pero refundidos y vertidos al ritmo de la narración. Por la brevedad y dinamismo de las conversaciones, por el frecuente desplazamiento de la escena y por la señalada concentración del material, ese ritmo es vivo, sin llegar al prestissismo, y constituye una de las cualidades que conviene destacar en este libro. Gracias a tal ritmo y a la prosa incisiva, veloz, pura fibra, cuidadísima (¡nadie se deje engañar por su popularismo y su desgarro!), precioso instrumento forjado con tanta tenacidad como conciencia del tipo de obra que el novelista aspiraba a crear; gracias a estas características y a la supresión del relleno, de las articulaciones descriptivas tan a menudo ociosas, La Colmena se deja leer con verdadero gusto y excita la voracidad lectora. La gracia verbal y la soltura de estas páginas es equiparable a la chisporroteante narrativa de don Pío Baroja, escritor con quien tiene algún parentesco Camilo José Cela.

Algún parentesco, sí, mas también considerables diferencias: la imaginación de Cela es mucho menos rica que la de Baroja, y en cambio la arquitectura de La Colmena da fe de un rigor constructivo y una atención que a don Pío tal vez le habrían parecido de pesada observancia. Esta arquitectura testimonia paciencia y aguda percepción de las rígidas líneas en que pretendía limitar el mundo caótico que trataba de describir; este caos, para ser conformado, solicitaba este tipo de construcción calculada y severa. Una vez más, el arte de novelar aparece como un ejercicio metódico, consistente en el sometimiento a un estilo: reducción de vivencias a expresiones, por medio de la composición.

Y el estilo de Cela -para resumir lo sumariamente apuntado- se caracteriza por la selección parcial, la condensación de los materiales, la severidad constructiva, la armonía tonal y el dinamismo. Estas cualidades no se dan con frecuencia reunidas en un escritor; su coincidencia en un hombre ambicioso, tenaz y trabajador como Cela, puede llevar a la creación y ordenación de un mundo novelesco propio.

En La Colmena quedan muchos cabos sueltos, aventuras iniciadas, personajes en esbozo... Seguramente en los volúmenes sucesivos de estos caminos inciertos irán completándose, dando razón de sí y de su existencia. Pero las líneas generales están trazadas y considero que los tomos siguientes no han de aportar ninguna desviación considerable, ningún cambio sustancial.





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