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ArribaAbajoDe la grandeza del alma

Infinita fuerza del alma


(Cap. V)

AGUSTÍN.-  Hasta aquí vas bien. Ahora te pregunto: ¿piensas acaso que el alma está sólo en el cuerpo?

EVODIO.-  Naturalmente.

AGUSTÍN.-  Dentro de él, como en un odre; o fuera de él, a semejanza de un envoltorio; o, ¿por dentro y fuera a la vez?

EVODIO.-  Creo que está del último modo que mencionaste. Por dentro y por fuera a la vez. Pues, si el alma no estuviera dentro del cuerpo, los órganos viscerales no tendrían vitalidad alguna. Y si no estuviera también por fuera de él, no sentiríamos cuando la piel es punzada.

AGUSTÍN.-  Ya puedes calcular la fuerza del alma. Es tanta, cuanta tienen las partes del cuerpo.

EVODIO.-  Si esto enseña la razón, nada más hay que hacer.

AGUSTÍN.-  Sientes rectamente al decir que nada más hay que hacer fuera de lo que enseña la razón. Pero, ¿te parece muy firme la razón?

EVODIO.-   Cuando no encuentro algo más firme que ella, creo que sí. Ya investigaré a su debido tiempo algo que me preocupa bastante, a saber: si permanece esta forma una vez que haya concluido el cuerpo. Dejo esta cuestión para lo último. Pero como me parece pertenecer a la cantidad el investigar sobre el número de las almas, no lo pasaré por alto ahora.

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AGUSTÍN.-  Está bien lo que piensas. Pero, antes, desearía que habláramos del espacio del alma, si te agrada. Es algo que me tiene preocupado y en lo cual podré aprender algo más.

EVODIO.-  Como quieras. Pues esta disimulada duda tuya me ha hecho dudar, en verdad, sobre algo que ya me parecía terminado.

AGUSTÍN.-  Dime, ¿no te parece un nombre sin sentido eso que se llama memoria?

EVODIO.-   Creo que nadie piensa así.

AGUSTÍN.-  ¿Y es una facultad del alma o del cuerpo?

EVODIO.-  Dudar de esto me parece hasta ridículo. ¿Quién creerá que un cuerpo inanimado puede conservar recuerdo de algo?

AGUSTÍN.-  En fin, ¿recuerdas la ciudad de Milán?

EVODIO.-  Y mucho.

AGUSTÍN.-   Ahora que la hemos nombrado, ¿recuerdas su grandeza y configuración?

EVODIO.-  Verdaderamente que sí. Y nada rememoro más reciente y completo.

AGUSTÍN.-  Y como no la puedes ver ahora con los ojos, ¿la verás con tu alma?

EVODIO.-  Exactamente.

AGUSTÍN.-  ¿Recuerdas, del mismo modo, qué distancia nos separa de ella?

EVODIO.-  También lo recuerdo.

AGUSTÍN.-  Pues, ¿con tu alma puedes ver también la distancia de los lugares?

EVODIO.-  La veo.

AGUSTÍN.-  Pues bien: siendo que tu alma está donde está tu cuerpo y le es imposible extenderse más allá de él, ¿cómo puedes ver todo esto?

EVODIO.-  Creo que mediante la memoria aunque el cuerpo no esté presente en aquellos lugares.

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AGUSTÍN.-  Luego, ¿las imágenes de todos esos lugares están contenidas en la memoria?

EVODIO.-  Así parece. Es verdad que ignoro cuanto sucede allí. Pero lo sabría si mi alma se dilatase hasta esos lugares y sintiera su presencia.

AGUSTÍN.-  Creo ser cierto cuanto dices. Mas, estas imágenes son los cuerpos.

EVODIO.-  Necesariamente; puesto que las ciudades y la tierra no son sino cuerpos.

AGUSTÍN.-  ¿Has mirado alguna vez con espejuelos, o visto tu rostro reflejado en las pupilas de otros ojos?

EVODIO.-  Muchas veces.

AGUSTÍN.-  ¿Y por qué aparece allí mucho más pequeño de lo que es en realidad?

EVODIO.-  ¿Y cómo quieres que se vea de distinta dimensión que la del espejo?

AGUSTÍN.-  ¿Luego es necesario que las imágenes de los cuerpos nos parezcan pequeñas, si los cuerpos que las reflejan también lo son?

EVODIO.-  Es de absoluta necesidad.

AGUSTÍN.-  ¿Por qué, entonces, el alma, cuya extensión no es más grande que la del cuerpo que la contiene, puede reflejar imágenes tan enormes como las de las ciudades, la extensión de las tierras y todo lo más grande que ella pueda imaginar? Yo quisiera que pensaras detenidamente en la grandeza y multitud de objetos que contiene la memoria y, por lo tanto, nuestra alma. ¿Qué profundidad, qué abismos y qué inmensidades podrían contener todo esto? ¡Y pensar que el alma, conforme lo enseñó la razón más arriba, no tiene mayores dimensiones que las del cuerpo animado por ella!

EVODIO.-   No tengo qué responder ni acierto a explicar cuánto me preocupa todo esto. Y me río de mí mismo al recordar con qué facilidad y prontitud concedí a la razón que el alma tenía las mismas dimensiones que el cuerpo.

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AGUSTÍN.-  Luego, ¿ya no te parece la velocidad del alma como la del viento?

EVODIO.-  Imposible; pues este aire, aunque probablemente levanta los vientos, pudiera llenar todo el universo, todavía el alma puede imaginar muchos más mundos, a tal punto, que ni siquiera puedo sospechar cuántas imágenes y qué espacio tenga ella.

AGUSTÍN.-   Luego es mejor que convengas conmigo, como antes me habías concedido, que el alma no es larga, no ancha, ni alta.

EVODIO.-  Fácilmente asentiría, si no me preocupara tanto el saber cómo las innumerables imágenes de tantos espacios puedan estar sin longitud, altura y ancho.


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ArribaAbajoLibro del maestro


Que aprendemos según la verdad que nos dirige desde el interior, y no por las palabras que vienen desde fuera

(Cap. XI)

AGUSTÍN.-  Hasta aquí hemos tratado principalmente de las palabras, las cuales, en resumen, no tienen, otra importancia que amonestarnos para que investiguemos y busquemos las cosas, pero no nos las dan a conocer. Se puede decir que me enseña algo aquel que pone ante mis ojos, o ante alguno de los sentidos de mi cuerpo, e incluso ante mi alma misma, aquello que deseo conocer. Las palabras no son más que el previo conocimiento de las cosas. Pero quien sólo oye palabras, ni aún estas podrá comprender... No sin razón se dice que cuando se profieren las palabras, o conocemos su significado o no lo conocemos. Si lo conocemos, entonces sólo recordamos algo más que aprendemos mediante ellas. Si lo ignoramos, ellas no hacen más que instarnos a indagar lo que significan.

Todas aquellas cosas que se narran en los Libros Santos, más bien pienso que las creo, antes que las sé. Y los mismos que las escribieron ciertamente no ignoraron esta diferencia. En efecto, el profeta dice: Nisi crediteritis, non intelligetis (Is., VII, 9). Y seguramente no habría dicho tal si no hubiera notado la gran diferencia de lo que hablo. Luego lo que entiendo, también lo creo; pero no todo lo que creo, entiendo. Todo lo que entiendo, lo sé; pero no todo lo que creo, sé. Ni por eso niego la inmensa utilidad que reporta el creer muchas cosas que ignoro...

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Sobre todo cuando entendemos, no consultamos a quien desde fuera nos habla, sino a la verdad que preside en el interior de nuestras almas. Las palabras inducen a consultar esta verdad. Y aquel a quien consultamos, ese mismo es quien nos enseña. Y este que nos enseña, es Cristo que habita en el interior de cada hombre, es decir, la inconmutable Virtud y Sempiterna sabiduría de Dios. Toda alma racional consulta a esta Sabiduría. Y ella es derramada, no sobre cualquiera, sino sobre aquellos que son capaces de recibirla en la posibilidad de su buena o mala vida. Y si alguien se engaña, no es por cierto por culpa de esta Verdad consultada, como tampoco es culpa de la luz el que muchas veces nuestros ojos corpóreos se engañen.


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Cristo, la Verdad, enseña interiormente

(Cap. XII)

Consultamos esa verdad interior sobre el color de los cuerpos, los elementos del mundo, los sentidos del cuerpo -de los cuales usa el alma para conocer toda esa materialidad-, y de tal modo que las palabras externas no son para nosotros más que sonidos. Todo lo que percibimos, o lo percibimos por los sentidos del cuerpo, o por el alma. Si lo primero, entonces se trata de las cosas sensibles. Si lo segundo, de cosas inteligibles, es decir, usando el tecnicismo de nuestros autores, por los sentidos percibimos lo carnal, por el alma, lo espiritual. Cuando somos interrogados sobre las primeras, respondemos si están presentes aquellas que sentimos, como cuando se nos pregunta dónde está y cuál sea la luna nueva. Si aquel que nos interroga no la ve, cree en nuestras palabras. Como así también, muchas veces no presta crédito a estas. Pero de ningún modo aprende algo, a no ser que vea lo que se le dice, y en este caso aprende, no ya por las palabras, sino por los sentidos y en presencia de las cosas mismas. Igualmente el mismo sonido tienen las palabras para aquel que las ve, como para el que no las ve. Mas, cuando no se nos interroga sobre aquello que está presente a nosotros, sino que sobren lo que antes habíamos sentido, entonces respondemos según la imaginación y el recuerdo de aquellas cosas, el cual se conserva en la memoria. Aunque en ese caso no sé cómo podamos llamar verdadero a lo que falsamente miramos; a no ser únicamente porque respondemos, no como que vemos y sentimos tales cosas, sino como que antes las sentimos y   —123→   vimos... Mas, al tratarse sobre aquellas cosas que se en ven con la razón (mens) mente, esto es con la razón y el entendimiento, entonces hablamos mirando con la luz interior de la verdad, mediante la cual se ilustra y con la cual goza lo que llamamos el homo interior. Y si todo el que me escucha, ve también lo mismo que yo con esa vista secreta y simple, entonces comprende, no mediante mis palabras, sino mediante lo que él ve en su contemplación interior de la verdad. Luego, ni aun en este caso enseño algo con mis palabras; sino que el que ahora enseña, son las mismas cosas interiormente manifiestas en la proyección íntima de la verdad divina. Y si el que me escucha fuera interrogado, de seguro que también podría responder. Y por supuesto que nada más absurdo que pensar que ese señor ha sido enseñado por mis palabras, cuando así él también podría responder sobre lo mismo, antes que yo hablase...





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ArribaAbajoDel libre albedrío


De la ley eterna y de la temporal

(I, XV)

AGUSTÍN.-  Quien desea vivir honestamente, pregunto yo, ¿ama la ley tan sólo porque le parece recta, o la encuentra llevadera y hermosa porque, mediante ella, viene a los hombres de buena voluntad la felicidad, y a los malos, la miseria?

EVODIO.-  La ama con toda su alma, y, precisamente, vive bien porque la observa.

AGUSTÍN.-  Pues bien; al amarla, ama algo mutable y temporal, o a algo estable y sempiterno.

EVODIO.-  Es evidente que en ella ama una cosa eterna e inmutable.

AGUSTÍN.-  Y los que viven mal, ¿juzgas que, deseando ser felices, aman esta ley eterna?

EVODIO.-  Pienso que de ninguna manera la aman.

AGUSTÍN.-  ¿Y aman alguna otra cosa?

EVODIO.-  Aman muchas cosas: Desde luego aman aquello que les causa una vida poco recomendable.

AGUSTÍN.-   ¿Te refieres a las riquezas, honores, placeres, vanidad del cuerpo?

EVODIO.-   Y no a otras.

AGUSTÍN.-  Y esas cosas perniciosas para una vida breve, ¿son eternas?

EVODIO.-  Decir eso, sería un absurdo.

AGUSTÍN.-  Hay pues, dos clases de hombres: unos,   —125→   que aman lo transitorio; y otros, que aman lo eterno. Conviene también que haya dos leyes: una eterna y otra temporal. Pues bien; ¿qué clase de súbditos pondrías en cada una de esas leyes?

EVODIO.-  Es muy fácil responder a tu pregunta: los que viven espiritualmente felices, están bajo la ley eterna; los miserables, bajo la ley temporal.

AGUSTÍN.-  Eso está bien, pero siempre que añadas que, los que están bajo la ley temporal, no se librarán de la ley eterna. De ahí que todo lo que es justo, y lo que justamente va variando, puede ser ordenado. Por lo demás, los que de buena voluntad viven según la ley eterna, no necesitan una ley temporal.

EVODIO.-  Esa es también mi opinión.

AGUSTÍN.-  La ley eterna ordena no amar lo temporal, y que todos se conviertan al amor de lo eterno.

EVODIO.-  Exactamente.

AGUSTÍN.-   Y respecto a la ley temporal, pienso que ella tiene por objeto primario, el conceder que se posea justamente lo necesario a esta vida, sin que haya perturbación de la paz en la sociedad humana, en cuanto pueda preservarse esta paz. Ella abarca los siguientes puntos: este cuerpo y lo que se llama bienes, en orden a la salud, la cultura de los sentidos, las fuerzas, la hermosura y las demás cosas necesarias a las artes, en parte y en parte viles. En segundo lugar, la libertad, que en rigor sólo merece este nombre aquella de que gozan los que viven felices en su integral adhesión a la ley eterna. Pero también me refiero a aquella otra libertad que se dicen tener los que no viven bajo la dominación de ningún humano, o a la que aspiran tener los esclavos. Después, los padres, los hermanos, los esposos, los hijos, los parientes, los familiares y todos aquellos que por una u obra razón viven junto a nosotros. También la ciudad, que es, a veces, como una madre; los honores, la fama y la gloria humana. En último término el dinero, las riquezas, con lo cual significo todas aquellas cosas de que, en justicia, somos   —126→   dueños y podemos disponer de ella para su venta o compra... Me es difícil explicar cómo la ley temporal pueda atender a tantas atribuciones. Pero tampoco es necesario hacerlo aquí. Baste decir que en su aspecto vindicativo esta ley no puede excederse a tal grado que pueda arrebatar alguno de estos bienes a quien castiga. Es una ley que se hace respetar por el temor y su observancia por parte de aquellos a quienes está destinada, va acompañada o precedida de inminentes urgencias y amenazas. Y gracias a este temor, es posible que cada cual tome sólo aquello que le pertenece y conservar así el vínculo de la sociedad.


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La presciencia divina no coarta nuestra libertad

(III, II)

Mucho me intranquiliza y preocupa el problema de cómo no hay contrariedad ni repugnancia alguna en que Dios tenga presciencia de lo futuro y sin embargo nosotros pequemos libremente. Pues quien diga que las cosas sucederán de un modo distinto a como Dios lo sabe, destruye impíamente la misma presciencia divina. Por lo tanto, si Dios sabía de antemano que el primer hombre iba a pecar, como necesariamente debe concedermelo todo aquel que convenga conmigo en la presciencia divina, esto no significa nada contra Dios que del pecado cometido sacó un gran bien. Aun más, no sólo al crearlo, sabiendo desde ya lo que iba a suceder, demostró su inmensa bondad, sino que además su justicia al castigar, y su misericordia al redimirlo. Por lo tanto, si Dios conocía de antemano ese pecado, no digo solamente que ha hecho, no obstante, un bien al crearlo, sino que digo más, precisamente porque sabía Dios que necesariamente tenía que ser así. Y, por lo tanto, ¿cómo puede haber libertad donde hay una tal fatal necesidad?

AGUSTÍN.-  Has clamado con vehemencia: Dios se digne asistirnos con su misericordia y abra su corazón a quienes claman. En verdad creía yo que este asunto era una dificultad más para los hombres con el fin de excusarse de sus pecados, que confesarlos piadosamente. Pues los hay quienes placenteramente niegan la providencia divina en los asuntos humanos, mientras comprometen sus almas, entregando sus cuerpos a toda clase de liviandades, negando la justicia divina, engañando a la humana y sobornando a quienes los acusan. Consideran   —128→   que es mejor la providencia con la cual ellos viven de acuerdo y que ciegamente se fingen y aun tiene el descaro de proclamarlo así en su misma ceguera. Y hay finalmente otros que creen, sí, en la providencia,' pero la creen muy débil, injusta, errada, en vez de confesar humildemente sus pecados. Todos estos, cuando piensan en la Omnipotencia y Justicia divinas, si pensaran con fe, ciertamente creerían que la bondad, justicia y poder de Dios es mucho más grande aún de lo que se puede pensar. Y al reconcentrarse en sí mismos, deberían dar infinitas gracias a Dios, sean como fueren, y clamar con todas las fuerzas de su alma y de su conciencia: Ego dixi, Domine, miserere mei, cura animan meam, quia peccavi tibi (Ps., LX, 5).

(Cap. III)

Y volviendo sobre tu intranquilidad. Decías que no encontrabas cómo eliminar la contrariedad y repugnancia que velas entre la presciencia divina y la libertad de pecar. Dices: si Dios ya sabe que pecarás, luego, necesariamente se peca; y si necesariamente se peca, no hay tal libertad, sino una inevitable y determinada necesidad. Y temes deducir de ahí, o la negación de la presciencia divina, o la necesidad de pecar. ¿No es así?

EVODIO.-  Exactamente.

AGUSTÍN.-  Luego piensas que todas las cosas que sabe Dios de antemano, han de suceder necesariamente.

EVODIO.-  Esa es mi opinión.

AGUSTÍN.-  Fijaos bien: ¿puedes calcular qué voluntad tendrás mañana, si la de pecar o la de vivir bien?

EVODIO.-  No lo sé.

AGUSTÍN.-  Y Dios, ¿lo sabe?

EVODIO.-  Naturalmente que lo sabe.

AGUSTÍN.-  Luego, si Dios sabe qué harás tú mañana y qué harán todos los hombres, ya sea los que actualmente   —129→   viven o los que vivirán después, con mayor razón sabe qué harán los impíos y qué harán los justos.

EVODIO.-   Y no solamente eso; sino que también sabe que hará él mismo.

AGUSTÍN.-  Pues bien; ¿y no temes decir que todo cuanto ha de hacer Dios, porque ya lo sabe, lo ha de hacer con necesidad y no con libertad?

EVODIO.-  Pero mi intención es referirme solamente a lo que harán las criaturas, y no lo que hará Él, cuyas obras no tienen principio, porque son eternas.

AGUSTÍN.-  Luego Dios no hace nada en las criaturas.

EVODIO.-  Ya he señalado antes cómo rige Dios desde la eternidad, el orden temporal en las cosas creadas. Dios no tiene hoy un nuevo parecer.

AGUSTÍN.-  Y Dios, ¿hace todavía feliz a alguien?

EVODIO.-  Evidentemente.

AGUSTÍN.-  Luego entonces, obra Dios cuando hace a alguien feliz.

EVODIO.-   Es verdad.

AGUSTÍN.-   Luego si después de un año te hará feliz, ¿después de un alío obrará Él en ti de ese modo?

EVODIO.-  Así lo creo.

AGUSTÍN.-  Luego ya sabe hoy, Él, lo que hará después de un año.

EVODIO.-  Y siempre lo supo. Y sostengo que hoy ha de saber lo que tú dices si llegare a suceder.

AGUSTÍN.-  ¿Y eres tú una criatura de Él, o la felicidad no la realizará en ti?

EVODIO.-  Creo en ambas cosas a la vez.

AGUSTÍN.-  Luego tu felicidad se seguirá necesaria, y no libremente.

EVODIO.-  La voluntad de Dios es necesidad para mí.

AGUSTÍN.-  Luego, quiéraslo o no, serás feliz.

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EVODIO.-  Si en mí estuviera el ser feliz, ya lo sería. Actualmente deseo serlo, y no puedo, porque es Él quien me hará feliz.

AGUSTÍN.-   La verdad clama en ti de un modo maravilloso. No puedes tener conciencia de lo que está en nuestro poder, más que cuando obramos según queremos. Por lo cual, nada está más cerca de nosotros que nuestra voluntad. Siempre está ella con nosotros. Y si bien podemos decir con justa razón que envejecemos necesariamente, que moriremos necesariamente, sin embargo sería ridículo decir que queremos necesariamente. Pues, aunque Dios ya sepa lo que haremos nosotros, no se sigue de ahí que lo dejaremos de hacer libremente. Dijiste que no te harías a ti mismo feliz, como si yo lo hubiera pretendido negar. Pero yo te digo más, serás feliz, no en contra de tu voluntad, sino queriéndolo tú mismo. Y así, al saber ya Dios que tú serás feliz, es claro que necesariamente lo serás, que de otro modo no habría presciencia divina. Pero eso es muy distinto de decir que serás feliz no deseándolo tú mismo. Así como la presciencia divina no quita tu voluntad actual de ser feliz, así tampoco en el caso en que Dios es sabedor de tu voluntad culpable, y no podrá por lo tanto quitar tu voluntad para el mal futuro.

Piensa con cuánta ceguera se grita: Si Dios ya sabe lo que yo haré, necesariamente debo obrar según Él piensa y así no obraré libremente, sino por necesidad. ¡Oh, singular estupidez! Dios no puede saber de antemano las cosas de un modo distinto a como Él lo sabe en la voluntad humana. Omito el otro modo monstruoso de clamar: Yo no podré querer más que lo que por necesidad he de querer... Nuestra voluntad no sería tal si no estuviese en nuestro poder el querer o no. Y porque esto es de nuestra potestad, por eso somos libres. Pues no seríamos libres si no estuviera en nuestra potestad.   —131→   De donde, Dios es omnisciente en nuestra potestad y de nuestra potestad...

EVODIO.-  Por fin estoy cierto de esto. No puedo negar.




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ArribaAbajoDe las costumbres de la iglesia católica


Condiciones del supremo bien integral

(I, 3)

Ciertamente que todos los mortales deseamos ser felices. Y nadie habrá que no esté pronto a afirmar esta verdad aun antes de ser enunciada. Pero no puede ser feliz ni el que no posee lo que ama, ni el que ama lo nocivo, ni el que no ama lo que posee aunque esto sea lo mejor. Quien desea lo que no puede alcanzar, se atormenta a sí mismo. Quien alcanza lo que es peligroso poseer, está en el error; y quien no apetece lo que se ha de apetecer, está enfermo. Y todo esto con su secuela de trágicas miserias, siendo esto imposible cohabitar con la felicidad. Ninguno de estos puede, por tanto, ser feliz. Resta una cuarta posibilidad, con la cual el hombre puede ser feliz: amar y poseer lo que tiene de mejor el hombre. Gozar de algo, es poseer lo que se ama. Nadie puede ser feliz si no goza de lo mejor que hay en el hombre; y nadie que goce de este supremo bien, puede ser miserable. Luego si pensamos ser felices, hemos de poseer en nosotros lo que hay de mejor en nosotros.

Hemos de detenernos aquí que sea lo mejor del hombre, lo que por lo menos no podrá ser inferior al hombre mismo. Pues todo el que es inferior a sí mismo, se hace en sí mismo inferior. Pero como conviene al hombre buscar lo mejor, resulta que eso que hay de mejor en el hombre no puede ser inferior al hombre mismo. ¿Y acaso será igual al hombre? Así lo sería si ningún bien fuera del hombre mismo hubiera que gozar. Pero   —133→   si encontramos algo mejor que el hombre mismo y que está más cercano al hombre que se ama a sí mismo, no hay duda alguna que entonces el hombre, para que sea feliz, debe tender hacia aquellos que por lo mismo que resalta en él, manifiesta que le es más próximo. Y ese es el bien llegando al cual el hombre es feliz, eso es también lo mejor que hay en el hombre... Y hay más: ese bien debe ser de tal naturaleza que no se pueda dejar a pesar nuestro. De lo contrario, nadie puede confiar en un bien que podría ser arrebatado a pesar de que queremos de todos modos retenerlo.



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El sumo bien es aquel a quien compite el sumo ser

(II, 1)

El sumo bien es aquel fuera del cual nada hay ni mejor ni más grande y al cual se adhieren las almas puras y perfectas. Así comprendido, el sumo bien es aquel que tiene el sumo ser. Sumo ser es aquel que siempre permanece igual a sí mismo, invariable en su estado, que no tiene parte corruptible, fuera de tiempo, que no puede dejar de poseer hoy lo que tenía antes. Es el ser como ningún otro realiza en sí mismo la plenitud del ser, es el ser exactamente realizado: una naturaleza que permanece invariable en sí misma. Y este ser sólo compite a Dios, quien no tiene contrarios o principios de corruptibilidad. Lo contrario al ser es el no-ser. Dios, plenitud del ser, no puede tener contrario...



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Lo esencial del mal y el error maniqueo

(II, 2)

A todos cuantos persuadís con vuestras herejías, oh maniqueos, siempre les interrogáis de dónde viene el mal. Pensad que soy yo el primero que salgo ahora contra vosotros, y dignaos, si os place, investigar aquí conmigo, depuesto todo prejuicio, qué sea ese mal que vosotros presumís conocer. Preguntadme de dónde viene el mal, que yo, a mi vez, os pregunto qué es el mal. ¿Y cuál posición es más justa? ¿Acaso la de aquellos que interrogan en dónde reside el mal, ignorando lo que es, o la de aquel que piensa que primero se debe investigar qué sea una cosa, a fin de no ir en busca del origen de algo que se ignora, lo que es demasiado absurdo? Os concedo que obráis rectamente al decir que el mal es algo contrario a la naturaleza afectada por él. Y nadie será tan ciego que no vea la verdad en esto. Pero ya aparece vuestra herejía: el mal no es ninguna naturaleza, sino lo contrario a ella. Y vosotros asimiláis el mal a una naturaleza-substancia. Todo lo que es contra la naturaleza, quiere decir que es algo adverso a la naturaleza y que procura destruírla. Tiende a lograr su fin, a convertirla en un no-ser. Por naturaleza se entiende lo que en su género tiene que ser. A esto llamamos modernamente, esencia, y, también, substancia. Los antiguos, que ignoraban en el uso estos nombres, llamaban naturaleza a la esencia y substancia. Luego, si atendéis sin pertinacia, el mal es únicamente un desfallecer de la esencia, una tendencia al no-ser.

Con la Iglesia católica sostenemos que Dios es el autor de toda naturaleza y substancia. De ahí fácilmente   —136→   se deduce que Dios no es autor del mal. Porque, ¿cómo puede Aquel que da el ser a todas las cosas para que existan, que es la causa de todo ser, sea nuevamente la causal para que se realice el desfallecer de la esencia y las cosas devengan no-ser? Y la razón sensata ve en esto una ruina total (un mal general). Si vuestro mal, decís que es una naturaleza, una substancia, ¿cómo podrá ser contra la naturaleza o la substancia? Iría contra sí misma, ella misma dejaría su ser; y si va a su perfección, sería finalmente sumo mal. Mas, según vosotros, ella no se perfecciona porque es sempiterna. Luego no puede ser sumo mal lo que es substancia.



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El mal como corrupción

(II, 5)

Decís vosotros que el mal es una corrupción, y decís bien. La corrupción es la que daña. Pero la corrupción no es algo en sí misma sino que es algo que está en la substancia que corrompe. Luego aquella cosa que corrompe no es mala, no es la cosa corrupción. Pues corromper algo es deformar su integridad, quitar algo a su perfección, y lo que no tiene perfección no se corrompe, no puede corromperse. Y la cosa que tiene esta perfección, la tiene por participación, que es un bien. Lo que se corrompe, se pervierte, lo que se pervierte pierde su orden, y el orden es un bien. Luego lo que se corrompe no carece de bien y este bien es el que pierde en la corrupción. Luego aquel fantasma de las tinieblas que decís carecía de todo bien, no puede corromperse, pues no tenía aquello que se pierde por la corrupción, y si no lo tenía, no tenía de qué corromperse.

Y pensad si tengáis razón para continuar diciendo que el reino de Dios puede ser corrompido, cuando no sabéis decir cómo puede ser corrompido el reino de satanás.



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El hombre como tal, necesita de Dios

(De pecc. m. et remis.)

(II, 5)

Por supuesto que no somos ayudados por Dios al pecar. Sin embargo en el cumplimiento de toda justicia y en la observancia de todo precepto, es indispensable el socorro divino. El ojo humano, cuando está ciego, no es ayudado por la luz cuando se retira de esta. Mas para que vea es ayudado por la luz en tal grado, que sin esa ayuda no podría ver. Así también Dios, que es la luz del hombre interior, viene en socorro de la vista del alma para que obremos, no según nuestro capricho, sino según su justicia, algún bien. Y de nosotros depende el separarnos de esa luz, haciendo lo cual seguimos las sugestiones de la carne, consintiendo en su concupiscencia. Dios ayuda a cuantos se vuelven a Él, pero se aleja de aquellos que le dan las espaldas. Su luz aventaja a la del ojo humano, en cuanto ella ayuda hasta el extremo de que nos volvamos a ella, mientras a tanto poder no llega la luz corporal. En efecto, Dios nos obliga cuando nos dice: Convertíos a mí y Yo me convertiré a vosotros (Zac. I 3). Y cuando nosotros le respondemos: Conviértenos a ti, oh Dios, de nuestra salud (Ps. LXXIX, 5), o bien: Conviértenos a ti, oh, Dios de las virtudes (Ps. LXXXIV, 5), que otra cosa hacemos sino pedirle: Da Tú lo que mandas... ¿A quién hemos de pedirle que nos harte y nos sacie de justicia, sino a Aquel que la prometió a aquellos que sienten sed y hambre de ella?

Rechacemos pues, de nuestros oídos y de nuestras almas a quienes osan decir que no basta el libre albedrío   —139→   que tenemos, y que, por lo tanto, no tenemos necesidad de rogar a Dios para que nos libre de la caída en el pecado. Ni el mismo fariseo estaba enceguecido por tales tinieblas, porque si bien erraba al creer que poseía la plenitud de la justicia, sin embargo daba gracias a Dios por no ser como los demás hombres, injustos, ladrones, adúlteros, como el publicano, porque él ayunaba dos veces el sábado y daba las primicias de lo que poseía. Él creía que nada le quedaba ya por añadir a su justicia, pero al dar gracias al Señor por todo lo que él creía tener, confesaba que todo lo había recibido de Dios. Y sin embargo fue reprobado, no solamente porque juzgaba que ya nada le faltaba y que ya nada debía de pedir, sino porque además insultaba al publicano que confesaba su indigencia y su hambre. (Luc. XVIII, 10-14). ¿Y qué diremos ahora de aquellos que, si bien confiesan que o nada tienen o que no poseen la plenitud de la justicia, sin embargo presumen de poder obtenerla por sí mismos y de sí mismos y no del Creador fuente y depósito de ella? Por supuesto que el asunto de la buena vida no debe tratarse de tal modo que se niegue toda eficacia a nuestra voluntad. Dios es llamado Ayudador nuestro (Ps. LXI, 9). Y por cierto que no se dice que es ayudado más que aquel que espontáneamente intenta hacer algo. Dios no obra en nosotros la salvación a modo que la obraría en las piedras o en aquellos seres que han sido creados sin voluntad ni entendimiento.

Mas, ¿por qué Dios ayuda a uno y no a otro? De este modo a uno y de este otro modo a otro, en su alta sabiduría está la razón de tan secreta equidad y la excelencia de tan perfecta potestad.



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Del libre albedrío y reinado de la gracia

(De Sp. et lit. 30)

No se crea en modo alguno que la gracia destruye el libre albedrío. Por el contrario, encontramos que más se afianza mediante ella. Así como la ley mediante la fe no se destruye, sino que se fortalece más, así también el libre albedrío. Por la ley sobreviene el conocimiento del pecado; por la fe se impetra la gracia contra el pecado. Por la gracia se obtiene la salud del alma y por la salud del alma se obtiene la libertad del albedrío. Por el libre albedrío viene el amor a la justicia, y por el amor a la justicia el cumplimiento de la ley. Y precisamente, porque por la fe no se destruye la ley, sino que se afianza más, pues la fe impetra la gracia por la cual es posible el cumplimiento de la ley, así también el libre albedrío no se destruye por la gracia, sino que se fortalece más, porque la gracia sana la voluntad haciendo así posible el libre amor de la justicia. Y todo esto que he concatenado, lo encontramos expreso en las escrituras. La ley dice: no tengas concupiscencia (Ex. XX, 17). Y la fe dice a su vez: Sana mi alma porque he pecado contra ti (Ps. XL, 5). La gracia dice: Sé sano y no vuelvas a pecar, no sea te suceda algo peor (Jo., V, 14). La Santidad dice: Señor, Dios mío, clamé a ti y fui sano (Ps. XXXIX, 3). El libre albedrío: Con toda libertad he sacrificado a ti (Ps. LXIII, 8). El amor a la justicia: Los injustos se arrastraban a sus placeres, pero placeres no semejantes a tu ley, Señor (Ps. CXVIII, 85). ¿Luego porque los hombres miserables se ensoberbecen de su albedrío antes de ser liberados, o de sus fuerzas si ya han sido liberados? Ni siquiera   —141→   se detienen a pensar que en el mismo libre albedrío está implicada la libertad. Donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad (II Cor., XIII, 17). Luego, si son siervos del pecado, ¿por qué razón se jactan de su libertad? Quien es vencido por el pecado, siervo se hace del pecado (II. Pet., II, 19). Y si son libres, ¿por qué se jactan como de su propia obra, y se glorían como si nada hubieren recibido? Tal vez si de tal modo se creen libres, que ni quieran tener por Señor a quien les dice: Sin mí, nada podéis hacer (Jo., XV, 5); y: Solamente seréis verdaderamente libres, cuando el Hijo os haya librado (Jo., VIII, 36).



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Sobre ochenta y tres diversas cuestiones

De las ideas


(Q. 46)

Es probable que Platón haya sido el primero en usar este nombre: ideas. No en el sentido de que antes de él no haya existido este hombre, o no hayan existido las cosas a las cuales él llama ideas o que nunca antes hayan sido comprendidas. Sino en el sentido de que antes, tal vez, se las designaba con otro nombre. Y es permitido dar nombres a las cosas desconocidas que antes no los tenían. Por cierto que, antes de Platón hubo otros sabios, y tal vez comprendieron estas cosas a las cuales él llama ideas. En efecto, ellas son de tal valor y grandeza, que sin su comprensión nadie puede ser llamado verdaderamente sabio. Es muy verosímil que fuera de Grecia hubo otros sabios, de los cuales hace mención el mismo Platón en la narración de sus viajes culturales y en la narración de sus mismos libros. Y creo que estos sabios no ignoraban las ideas, aunque las llamaban con otros nombres. Esto en cuanto a la designación. Pasemos ahora al asunto mismo implicado en él. Cada cual tiene libertad para elegir el vocablo que más le agrade.

En latín podemos traducir ideas por especie o forma (forma vel species), atendiendo a la filología del vocablo. Si la traducimos por razones, no está bien, porque en griego decimos logos, no eidos. Aunque no estaría muy errado quien deseara hacer la variante. Las ideas son las formas principales, las razones estables e   —143→   invariables de las cosas, que en sí mismas son ella a no formatas, y por eso son eternas, siempre permaneciendo de un mismo modo en el divino entendimiento. No nacen ni mueren, sino que según ellas se forman todas las cosas que pueden nacer o existir y las que en realidad nacen y perecen. No toda alma, sino el alma racional las puede intuir con aquella parte más excelente que tiene y que se llama ente o razón, como con una especie de ojo o vista interior e inteligible. Aun más, esta intuición de las ideas no las logra un alma racional cualquiera, sino el alma pura y santa, que tiene una vista sincera, serena, sana y semejante a las cosas que intuye en su inteligibilidad. Y nadie que se precie de hombre religioso podrá negar porque no alcanza la intuición anotada, que las cosas que existen en su género y naturaleza propios, son obra de Dios y viven porque su autor les da vida, como tampoco se atreverá a negar que todas las cosas mutables siguen un curso universal de evolución dentro de un orden admirable bajo las leyes que le asigna el gobierno de Dios. Establecido y concedido esto, ¿quién se atreverá a decir que Dios creó todas estas cosas de modo irracional? Luego sólo resta la afirmación de que todas las cosas fueron hechas con razón, y que la razón del hombre no es la razón de creación del caballo, lo cual no puede menos de parecer un absurdo evidente. Luego cada cosa tiene su razón. ¿Y dónde colocar la razón de las cosas sino en el entendimiento del Creador? Pues es sacrílego decir que Dios las contemplaba fuera de sí al crearlas. Y si la razón de todas las cosas está en la mente del Creador, se deduce que la razón de cada cosa es eterna e inconmutable. Y a estas razones principales de las cosas llamó Platón ideas: pero no se crea que son puras ideas, sino que en sí mismas estas ideas son verdaderas porque son eternas y porque permanecen invariables en su modalidad. Mediante la participación de estas ideas, sucede que todo lo que es, sea, y que sea del modo como es. El alma racional supera todas las cosas que fueron hechas por   —144→   Dios; y está próxima a Dios, cuando es pura, y cuando más se adhiera a Él por la caridad, tanto más participará de la luz inteligible y tanto mejor podrá ver por la vista de su inteligencia esas razones de las cosas con cuya contemplación se hará inmensamente feliz. Y aunque muchos puedan llamar a su antojo a estas razones, ideas, especies, formas, sin embargo son muy pocos los que alcanzan su verdadera contemplación.





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ArribaAbajoDe la doctrina cristiana


Dios no goza, sino que usa de nosotros

(I, XXXI-XXXII)

Nosotros gozamos de aquello que amamos por sí mismo, y sólo hemos de gozarnos de aquello que nos hace feliz. Lo demás presenta para nosotros un mero valor de uso. Dios nos ama, y, según las Escrituras, nos ama muchísimo. ¿Pero cómo es este amor divino? ¿Para gozar o usar de nosotros? Porque si es para gozar de nosotros, en algún modo es evidente que tiene indigencia de nuestro bien. Y nadie que tenga su razón en buen estado puede soltar tal disparate. Todo nuestro bien o está en Él o procede de Él. Y no hay duda alguna que quien ilumina todas las cosas no necesita, por cierto, del resplandor de estas. Por otra parte, el mismo Profeta ha dicho. Dijo el Señor, Tú eres mi Dios porque no tienes necesidad de mis bienes (Ps. XV, 8). Luego Dios no goza, sino que usa de nosotros. En efecto, si no goza ni usa de nosotros, no encuentro cómo pueda entenderse su amor por nosotros.

Mas no se crea que Dios usa de algo del mismo modo como usamos nosotros. Cuando nosotros usamos de algo, lo hacemos con referencias a gozar de la bondad divina. Y Dios refiere el uso de nosotros a su bondad. Tenemos ser porque Él es bueno; y nosotros somos buenos en cuanto tenemos ser. Y porque Dios también es justo, no somos malos impunemente. Y cuando somos malos, tenemos menos ser. Sólo Aquel es el ser pleno y primero, el que es inconmutable y que con toda verdad puede decir: Yo soy el que soy; y: Dirás a ellos,   —146→   me ha enviado a vosotros Aquel que es (Ex. III, 14). Todas las demás cosas que existen, no solamente existen por Él, sino que son buenas en cuanto han recibido el ser de Él. Por lo tanto, ese uso que hace Dios de nosotros, no ha de referirse a la utilidad de Él, sino que a su bondad y a la utilidad nuestra. Mas, cuando nosotros sentimos compasión por alguien y le dispensamos nuestro socorro, lo hacemos sólo en atención a su utilidad; pero resulta aquí algo que no alcanzo a comprender cómo, y es que eso también redunda en beneficio nuestro, pues la misericordia que dispensamos a un indigente, Dios no la deja sin recompensa. Y esta recompensa inmensa consiste en gozarnos de Él mismo; y todos cuantos nos gozamos de Él, al gozarnos mutuamente de nosotros, hemos de gozarnos de Él.



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Los grados de la sabiduría

(II, 7)

Ante todo es necesario que con divino temor atendamos al conocimiento de la voluntad de Dios, investigando qué hemos de desear y de qué hemos de huir. Este temor debe darnos el conocimiento de nuestra mortalidad y de la muerte futura, a la vez que, como teniendo clavado nuestro cuerpo, debe fijar en el madero de la cruz todos los movimientos de nuestra soberbia. En segundo lugar, hemos de procurar la piedad. No contradecir jamás las Escrituras cuando llegamos a comprenderlas y nos ponen de manifiesto nuestros vicios, y cuando no las comprendemos, no tengamos la osadía de contravenirlas pensando que nosotros podemos establecer mejores disposiciones que ellas. Al contrario, hemos de pensar y creer siempre que mucho mejor y más verdadero es para nosotros, aquello que allí está escrito, aunque para nosotros permanezca oculto, que aquello que podemos saber por nosotros mismos... Después de estos dos grados, viene el tercero, la ciencia, del cual vamos a tratar. Y a esta ciencia debe llegar todo estudioso de las Escrituras, no encontrando en ellas más que esto: que se ha de amar a Dios por Dios y al prójimo por Dios; y amar de todo corazón, con toda el alma, con toda la mente. Y amar al prójimo como a sí mismo, es decir, que tanto el amor del prójimo como el nuestro se ha de referir a Dios. De estos dos preceptos ya he hablado en el libro anterior. Luego todo aquel que frente al estudio de las Escrituras se encuentra lleno de amor a este mundo, a las cosas temporales, ha de pensar cuán lejos se halla del amor a Dios y al prójimo que allí prescribe.   —148→   Y entonces, aquel temor que tiene presente el juicio de Dios, y aquella piedad que nos hace ceder y creer a la autoridad de los Libros Santos, vendrán a él, lo cogerán y le darán lágrimas. Pues esta ciencia crea la buena esperanza no en el jactancioso, sino en el que llora. Y con ese afecto surgido del dolor, el hombre pide el consuelo del divino socorro para no desesperar, estableciéndose así en el cuarto grado de la sabiduría, el grado de la fortaleza por el cual hay hambre y sed de justicia. Pues llevado de ese afecto, el hombre huirá del placer mortal de las cosas transeúntes para convertirse al amor de las eternas, de la unidad inconmutable, de la misma Trinidad.

Cuando luego advierte la luz que brilla en la lejanía y que por su flaqueza no puede alcanzarla, entra en el quinto grado, o sea en el consejo de la misericordia, donde purifica su alma del estrépito y ansiedad de los bajos apetitos. Se ejercita asiduamente en el amor al prójimo, perfeccionándose en él. Rebosante de esperanzas y de nuevas fuerzas, y habiendo logrado el amor al enemigo, entra al sexto grado, donde purifica la vista de su alma para poder ver mejor a Dios, en cuanto pueden hacerlo los que mueren a este mundo, porque los que viven para él, no logran ver. Y entonces ya pueden ver con más seguridad, fortaleza y placer los fulgores de la luz. En verdad que esta visión es como en un enigma y espejo (I Cor. XIII, 12), porque es alcanzada más en aras de la fe que por representación de las figuras mientras peregrinamos en esta vida (II, Cor. V, 6-7), aunque nuestra conversación esté en el cielo (Fil. III, 20). Y sube a tan alto grado en la purificación del corazón, que ya ni al mismo prójimo pueda preferir la verdad, y por lo tanto ni a sí mismo se prefiere, pues no prefiere a quien ama como a sí mismo. Y se constituye en varón tan simple y puro de corazón que al agrado de los hombres antepone siempre la verdad, y por ella es capaz de ir por sobre todas las incomodidades con que esta vida tropieza. Este buen hijo asciende   —149→   por fin a la sabiduría, el grado supremo, gozando de ella tranquila y sosegadamente. El principio de la sabiduría es el temor del Señor (Ps. CX 10 y Eccl., I, 16) y desde este grado comenzó su viaje tras ella, hasta lograr alcanzarla.





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ArribaAbajoDe la verdadera religión


Cuán despreciables son los filósofos apegados al mundo sensible

(Cap. IV)

No faltan razones para rechazar a quienes consideran malo e inútil el despreciar este mundo sensible y someterse a Dios, cuyas doctrinas han sido ya manifestadas a todas las naciones para ser creídas. Y si pueden estos lograr por sí mismos, lo harán; mas, si no lo hacen, no podrán evitar el crimen de la envidia. Ríndanse por lo tanto a Aquel por quien fue hecho el mundo, y no permitan que la vana presunción y la curiosidad les impida observar la diferencia tremenda que existe entre las orgullosas conjeturas de unos pocos y la manifiesta salvación y corrección de los pueblos. Si hoy resucitaran todos aquellos cuyos nombres son ilustres entre estos, al ver iglesias repletas en cambio de los templos desiertos, y al considerar cómo hoy el género humano sigue en pos de una alta vocación, llevando una esperanza eterna y un cálido amor por los bienes espirituales e inteligibles, en vez del amor por las cosas temporales, tal vez exclamarían (si ellos son tales cual hoy se nos presentan): Esto es precisamente lo que no nos atrevíamos a enseñar a las naciones, prefiriendo ceder a sus costumbres en lugar de atraerlas a nuestra fe y voluntad.

Si tales hombres volvieran a participar de esta vida con nosotros, verían ciertamente la grandeza de aquella autoridad con la cual se vela mejor por los hombres, y rectificando un poco sus palabras y sentencias, podrían   —151→   ser cristianos como ha sucedido con algunos platónicos de nuestro tiempo. Y si no confesaren esta verdad y no obraren conforme a ella, sumidos en su soberbia y envidia, no sé cómo, enlazados con estas pequeñeces, podrían volar hacia aquellos bienes que dicen ser apetecidos y deseados...



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Los bienes que sufren mengua, no son bienes supremos

(C. XIX)

Todo aquel que tiene despejada su mente y no pretende una vanagloria, no podrá menos de reconocer que todas las cosas que se corrompen y mueren, son buenas, aunque la corrupción y la muerte sean males. Y que si esas cosas no fueren privadas de alguna salud, ni la corrupción ni la muerte les podrían hacer daños. Luego, si la corrupción es contraria a la salud y si nadie duda que la salud es buena, buenas son todas las cosas a las cuales ataca el vicio, aunque este logre corromperlas. Buenas son, pues, las cosas atacadas por el vicio, pero no sumamente buenas. Y porque son buenas, son de Dios. Mas, porque no son sumamente buenas ellas, no son de Dios. Y las cosas que se vician por sí mismas, se vician porque de suyo nada son, aunque sean de Dios. Y es por Dios como algunas de ellas no se vician (corrompen) y otras, al corromperse, son sanadas.



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La ley de la razón

(C. XXXI)

No cabe duda alguna que sobre el alma racional existe una inconmutable naturaleza, que es Dios, como tampoco que en Él se encuentra la primera vida y la primera esencia, así como la suprema sabiduría. Y esta verdad siempre igual a sí misma es la ley suprema de todas las artes del Artífice omnipotente. Cuando el alma se sienta incapaz de juzgar por sí misma sobre las figuras y movimientos de los cuerpos, debe reconocer al mismo tiempo que siempre será superior su naturaleza a la naturaleza de aquello que juzga, pero que la naturaleza de aquella verdad según la cual puede juzgar y de la cual nunca podrá hacerlo, es superior a la suya. Si yo puedo averiguar sobre la uniformidad de los miembros de cualquier cuerpo, por ej., es porque yo amo la armonía suma, que por cierto no logro captarla con mis ojos corporales sino con los del alma. De donde resulta que tanto mejor juzgaré de aquellas cosas que ven mis ojos, cuanto estén más próximas por su naturaleza a aquellas cosas que comprendo por mi alma. Nadie puede saber la razón de esto, aunque nadie puede atrevidamente negarlo.

Tampoco nadie podrá dar adecuada razón de por qué cuanto mejor conocemos algo, con más vehemencia lo amamos. Nosotros, como todas las almas racionales, guiados por la verdad, podemos juzgar rectamente de las cosas inferiores, mas de nosotros sólo ella nos puede juzgar, cuando a ella nos adherimos. Hasta el mismo Padre no puede juzgar de ella, sino que juzga según ella, pues esta verdad no es menor que Él. En efecto, todo aquello que tiende a la unidad, sigue una regla,   —154→   una forma, un ejemplo o como se lo prefiera llamar. La sola verdad realiza plenamente la semejanza de aquel de donde recibió su ser; y si es recto el decir que lo recibió, también es recto cuando se la significa con aquel nombre que lleva el Hijo, porque no de sí mismo es, sino del principio supremo y absoluto que se llama Padre, del que toda paternidad toma el nombre en los cielos y en la tierra (Ef. III, 15). El Padre, pues, a nadie juzga, sino que todo juicio entregó a su Hijo (Jo. 5, 22), y, el hombre espiritual juzga de todas las cosas, pero él no es juzgado por ninguno, es decir, por ningún hombre (I, Cor. 2, 15), sino tan sólo mediante aquella ley mediante la cual es juzgado, como lo da a entender aquello de Todos nosotros seremos presentados ante el tribunal de Cristo (II, Cor., 5, 10). Cuando esta ley de la verdad está con Dios, juzga de todo porque está por sobre todas las cosas. Y está con Dios cuando el grado de inteligencia es inmensamente puro y cuando ama lo comprendido con una caridad inmensamente amplia. Y cuando en Dios la ley se realiza de este modo, entonces se confunde con el mismo Dios que juzga de todo según ella, pero que nadie puede juzgar de ella. Es como las leyes humanas; cuando el legislador las va a establecer, puede juzgar de ellas, pero una vez promulgadas ya no le es lícito juzgar de ellas, sino según ellas. Si el legislador humano es un varón sabio y bueno, por cierto que consultará la injuzgable ley eterna, para ver a la luz de sus reglas inmutables, qué cosa se ha de permitir y cuál otra se ha de prohibir según los tiempos. Es lícito a las almas conocer la ley eterna, mas no juzgarla. Efectivamente, hay esta diferencia entre el conocer y el juzgar: para lo primero basta que veamos que esto es así o no es así; pero en el juzgar agregamos algo más, diciendo que esto puede ser de otro modo, como cuando decimos: Así debió ser, así debe ser, así deberá ser, como hacen los artífices en sus obras.



  —155→  
El Verbo, verdad trascendental

(C. XXXVI)

Quien entiende que la falsedad consiste en creer lo que una cosa no es, fácilmente comprenderá que verdad es aquello que una cosa es. Si naturalmente creemos que los cuerpos engañan en cuanto no realizan la unidad que parecen manifestar, es decir, la de aquel principio por la cual es uno todo lo que existe y a cuya semejanza aspira todo lo que es, sencillamente porque por naturaleza rechazamos todo lo que disiente de la unidad y tiende a su desemejanza: se da a entender de aquí que existe algo de tal modo capaz de la semejanza de aquella sola unidad de cuyo principio recibe unidad todo lo que es uno, que llegue a realizarla tan plenamente que sea una misma cosa con ella. Y esta es la Verdad y el Verbo en el principio, el Verbo Dios en Dios. Si la falsedad resulta en aquellos que imitan uno, no precisamente por el hecho de imitarla, sino porque no la pueden realizar, la verdad será entonces lo que realiza esa unidad haciendo que sea lo que es y manifestando realmente lo que es como es: de ahí resulta que sea su Verbo y su Luz en el sentido más exacto (Jo. I, 9). Las demás cosas son semejanza del Principio en cuanto son y en cuanto son verdaderas; mas, esta es la misma semejanza total de Él, y por lo tanto la Verdad. Pues así como las verdades son tales por la verdad, así las semejantes son tales por la semejanza. Luego así como la verdad es la forma de las cosas verdaderas, así también la semejanza es la forma de las cosas semejantes. Y así como son verdaderas en cuanto son, y tanto son en cuanto son semejantes a lo Uno   —156→   (De lo Uno); aquello será la forma de todo lo que existe, la que es semejanza suprema del principio; y esta es la Verdad pura, porque en ella no existe desemejanza alguna con el Principio.

Ahora bien: la falsedad no resulta propiamente de las cosas mismas que engañan, las cuales no hacen más que manifestar su forma a todo el que siente; ni provienen tampoco de los sentidos, los que a su vez no hacen más que presentar al alma sus afecciones, influenciados como están por la naturaleza del cuerpo. Sino lo que propiamente engaña al alma son los pecados cuando se busca lo verdadero, dejada u olvidada la misma verdad. Y quienes aman más las obras que al Artífice o al arte mismo, son castigados con este error para que se apliquen con diligencia a buscar en las obras al artífice y al arte; pero al no poder encontrarlos (pues Dios no está con los cuerpos sensibles, sino que trasciende la mente), creen que las obras son el arte y el artífice.



  —157→  
Hay que trascenderse a sí mismo

(C. XXXIX)

Y qué, ¿acaso el alma pudiendo acordarse de sus vicios, no podrá acordarse también de su prístina hermosura? De tal modo la sabiduría de Dios dirige fuertemente sus obras desde el fin hasta el fin (Salp. VIII, 1) el sumo Artífice ejecuta sus obras ordenadas al fin del decoro, y la bondad no tiene nada que envidiar a la hermosura que concede desde las más ínfimas hasta las más excelsas de sus criaturas, para que nadie sea abandonado por la verdad engañándose con la imitación de ella. Lo que agrada en el cuerpo es la conveniencia de sus partes: la resistencia engendra dolor, la conveniencia produce agrado. Reconoce, pues, cuál sea la conveniencia suma. No salgas afuera, vuelve dentro de ti mismo. La verdad habita en el interior del hombre. Y si encuentras mudable tu naturaleza, trasciéndete a ti mismo. Mas acuérdate que cuando te trasciendes, es tu alma la que al razonar, te trasciende. Tiende por lo tanto hacia donde brilla la luz de tu razón. ¿Porque un buen razonador, a dónde llega si no es a la verdad? La verdad no llega a sí misma razonando, pero los que razonan quieren llegar a ella misma. Piensa en la conveniencia suprema, mayor de la cual no la hay, y aplícate a convenir tú también con ella. Confiesa que tú no eres lo que ella es, porque ella no se busca a sí misma. Mas tú llegaste a ella buscándola, no en distancia de lugares, sino con el afecto de tu alma, a fin de que el hombre interior convenga con su inhabitador, en un placer, no carnal y miserable, sino sumo y espiritual.

Si no ves claramente lo que he dicho, y dudas sea   —158→   verdad, piensa por lo menos si no dudas que dudas de estas cosas. Y si tienes certeza de tu duda, indaga de dónde viene esta certeza. Y de ninguna manera será la luz del sol la que encuentres, sino la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jo., I, 9). Y esta luz no puede ser vista con los ojos corporales; ni siquiera con aquellos otros ojos con que se observan los fenómenos y por los cuales estos son impresos en el alma; sino que es vista por aquellos otros mediante los cuales se dice a los fantasmas: No sois vosotros a quienes busco, ni sois vosotros aquello con lo que veo; desapruebo lo indecoroso que hallo en vosotros, y apruebo lo hermoso que tenéis. Mucho más hermoso que vosotros es aquello por lo cual os apruebo o desapruebo; por lo cual más estimo a ello que a vosotros, anteponiéndolo a vosotros y a todos los demás cuerpos de donde habéis venido. En seguida, enuncia del siguiente modo la regla que tú ves. Todo aquel que comprende que duda, comprende una cosa verdadera y está cierto de esta cosa que comprende. Es de una cosa verdadera que está cierto, luego, cualesquiera que dude de la existencia de la verdad, posee en sí una verdad de la cual no duda. Ahora bien, nada es verdadero más que por la verdad. Luego no debe dudar de la verdad aquel que ha podido dudar de alguna manera. Y allí donde se ve todo esto, allí está la luz que no tiene dimensión de espacio ni de tiempo ni imagen alguna de estas dimensiones. ¿Acaso serán destruidas estas verdades al perecer todo razonar o al inveterarse en el bajo mundo de la carne? El razonamiento no crea estas verdades; las descubre. Luego antes del razonamiento, ellas existían ya en sí mismas, y al descubrirlas nosotros, ellas nos transforman.





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ArribaAbajoSoliloquios


¡Nada más deseo!

AGUSTÍN.-  Ya he orado a Dios.

LA RAZÓN.-  Y ahora, ¿qué deseas conocer?

AGUSTÍN.-  Todas aquellas cosas que he mencionado en mi oración.

LA RAZÓN.-  ¿Puedes resumirlas brevemente?

AGUSTÍN.-  Deseo conocer a Dios y el alma.

LA RAZÓN.-  ¿Y nada más?

AGUSTÍN.-  Absolutamente, nada más.

LA RAZÓN.-  Comienza por investigar. Primeramente explica de qué modo hay que demostrar la existencia de Dios para que llegues a decir: Basta.

AGUSTÍN.-  Francamente no sé; porque no creo que yo conozca algo en la misma forma como deseo conocer a Dios.

LA RAZÓN.-  ¿Qué hacer entonces? ¿No piensas que primero has de saber hasta dónde será suficiente conocer a Dios, para que llegando a ese límite puedas decir: Basta?

AGUSTÍN.-  Claro que lo creo. Pero no veo en qué forma puede ser. Porque no tengo idea de haber conocido algo tan semejante a Dios, que pueda yo decir: Así como conozco esto, así deseo conocer a Dios.

LA RAZÓN.-  Pero si aún no has conocido a Dios, ¿cómo puedes saber que no has conocido nada semejante a Él?

AGUSTÍN.-  Sencillamente porque si hubiera conocido algo semejante a Él, por cierto que ya amaría eso.   —160→   Mas ahora nada amo sino a Dios y mi alma, aunque no conozco a uno ni a otra.

LA RAZÓN.-  Luego, ¿no amas a tus amigos?

AGUSTÍN.-  Si amo mi alma ¿cómo no podría amarlos a ellos?

LA RAZÓN.-  ¿Y de este modo amas también las pulgas y las chinches?

AGUSTÍN.-   He dicho que amo mi alma, y no los animales.

LA RAZÓN.-  O tus amigos son hombres, o no los amas: todo hombre es animal, y acabas de decir que amas los animales.

AGUSTÍN.-  Y son hombres y los amo. Pero no los amo en cuanto son animales, sino que en cuanto son hombres, esto es, en cuanto tienen alma racional, como amo hasta los ladrones. Y aunque es la razón la que amo en cualquiera, sin embargo también odio con el mismo derecho a quien hace mal uso de aquello que amo. Por lo tanto, en cuanto yo amo a mis amigos, por lo que ellos hacen buen uso del alma racional, o por lo menos en cuanto ellos desean hacer buen uso de ella.


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Condiciones de la visión racional

(I, VI)

LA RAZÓN.-  La razón que habla contigo te ha prometido que te demostrará a Dios en tu alma, del mismo modo como el sol se presenta a los ojos. Las facultades del alma son como los ojos de ella. La certeza de los sentidos viene por la ilustración que el sol hace de las cosas para que puedan ser vistas, como sucede con la tierra y demás cosas terrenas. Mas es Dios mismo quien ilumina el alma. Yo, la razón, soy para las almas, lo que la visión para los ojos corpóreos. No es lo mismo tener ojos y mirar, como tampoco es lo mismo mirar y ver. Luego tres condiciones se imponen al alma para que pueda ver: que tenga ojos aptos, que mire y finalmente que vea. Sus ojos serán sanos si ella es incontaminada del cuerpo, esto es, si ya se ha purificado y alejado de sí el deseo de las cosas mortales. Y esto sucede mediante la fe. Porque si, llena de vicios, nada le puede ser aptamente demostrado, pues sólo el alma sana puede ver, y si no cree que debe ser de otro modo para que pueda ver, por cierto que no procurará su salud. Mas puede suceder que crea el alma en todo esto, que crea que debe ser ella de otro modo para lograr ver, ¿de qué le aprovechara esta creencia si desespera de su salud? ¿No arrojará más bien de sí todo esto, no lo despreciará y no desobedecerá a las prescripciones del médico?

AGUSTÍN.-  Así es, especialmente porque es necesario que la enfermedad sienta esas duras prescripciones.

LA RAZÓN.-  Luego a la fe hemos de agregar la esperanza.

  —162→  

AGUSTÍN.-  Así pienso.

LA RAZÓN.-   Pero, ¿de qué le aprovechará creer y esperar, si después de todo no ama la luz prometida, ni siquiera la desea y si piensa que ha de seguir viviendo mientras tanto en aquellas tinieblas que por la costumbre ya le son gratas? ¿No es, a pesar de todo, un desprecio que hace del médico?

AGUSTÍN.-  Dices verdad.

LA RAZÓN.-  Luego, en tercer lugar hemos de poner la caridad.

AGUSTÍN.-  Nada más necesario que ella.

LA RAZÓN.-  Luego estas tres condiciones son indispensables para que toda alma sane y pueda ver a Dios, esto es, para que pueda entenderlo. Y una vez que tenga sana la vista, ¿qué más hace falta?

AGUSTÍN.-  Que mire.

LA RAZÓN.-  La vista del alma es la razón. Mas como no se sigue que todo aquel que mire, vea, la mirada recta y perfecta se llama virtud. Pues virtud es la recta y perfecta razón. Y no basta tener una vista apta, sino que es necesario que vaya acompañada de las tres condiciones antes señaladas: de la fe, por la cual crea que sólo de este modo puede ver aquello a lo cual ha de volver su mirada. Y esta visión la hará feliz; la esperanza, por la cual debe confiar que llegará a ver aquello que mira si tiene vista apta; la caridad, por la cual desee ver y gozar de lo que vea. A la mirada sigue la visión de Dios, término del mirar, no en el sentido de que ya deje de existir, sino en el sentido de que no hay otra cosa a donde pueda extenderla. Y esta es la verdadera y perfecta virtud, la razón llegando a su fin, que como consecuencia le traerá la felicidad. La visión del alma es el entendimiento, resultante del sujeto que entiende y de la cosa entendida, así como en los ojos del cuerpo la visión resulta del sentido y del sensible; quitado uno de los dos es imposible la visión.


  —163→  

El camino de la duda y la aspiración inmortal

(II, I)

AGUSTÍN.-  Hemos interrumpido bastante nuestro trabajo, y el amor está impaciente porque no se le ha dado lo que ama. Ya ni lágrimas tiene. Comencemos, pues, el libro segundo.

LA RAZÓN.-   Comencémoslo.

AGUSTÍN.-  Creamos que Dios llegará con su presencia.

LA RAZÓN.-  Sí, creámoslo, en caso de que esto esté bajo nuestra potestad.

AGUSTÍN.-  Nuestro poder es Él mismo.

LA RAZÓN.-  Antes, ruega del modo más breve y perfecto que puedas.

AGUSTÍN.-  Oh, Dios, siempre igual, que me conozca a mí y que te conozca a ti. Ya he rogado.

LA RAZÓN.-  Tú que deseas conocerte, ¿sabes por lo menos que existes?

AGUSTÍN.-  Lo sé.

LA RAZÓN.-  ¿Y de dónde lo sabes?

AGUSTÍN.-  Lo ignoro.

LA RAZÓN.-  ¿Te sientes un ser simple, o un ser múltiple?

AGUSTÍN.-  No lo sé.

LA RAZÓN.-  ¿Sabes que te mueves?

AGUSTÍN.-  No lo sé.

LA RAZÓN.-  ¿Sabes que piensas?

AGUSTÍN.-  Lo sé.

  —164→  

LA RAZÓN.-  Luego es verdad que tú piensas.

AGUSTÍN.-   Es verdad.

LA RAZÓN.-  ¿Sabes que eres inmortal?

AGUSTÍN.-  No lo sé.

LA RAZÓN.-  ¿Que te interesa saber lo primero de todas estas cosas que has confesado ignorar?

AGUSTÍN.-  Acaso soy inmortal.

LA RAZÓN.-  ¿Amas el vivir?

AGUSTÍN.-  Es claro que sí.

LA RAZÓN.-  ¿Qué sucederá, si llegas a saberte inmortal? ¿Será esto suficiente?

AGUSTÍN.-  Sería una gran cosa, pero para mí aún sería poco.

LA RAZÓN.-  ¿Cuánto te alegras con esto que hallas poco?

AGUSTÍN.-  Muchísimo.

LA RAZÓN.-  ¿Ya no te quedará nada por llorar?

AGUSTÍN.-  Nada más.

LA RAZÓN.-   Y si llegas a descubrir que la vida es tal que nada más se puede saber de lo que ya sabes, ¿se acabarían tus lágrimas?

AGUSTÍN.-  Por el contrario, lloraré como si no existiera vida alguna.

LA RAZÓN.-   De donde se deduce que no amas la vida por el vivir mismo, sino por el saber.

AGUSTÍN.-  Concedo.

LA RAZÓN.-  ¿Y si el conocimiento mismo de las cosas sirve sólo para hacernos miserables?

AGUSTÍN.-  No lo creo desde ningún punto de vista. Mas suponiendo lo que dices, nadie puede ser feliz. Y como la causa actual de mi miseria es la ignorancia en que estoy de las cosas, resultará que seré eternamente miserable en caso de que el mismo conocimiento de las cosas sirva para hacerme más miserable.

  —165→  

LA RAZÓN.-  Comprendo lo que deseas. Crees que el conocimiento de las cosas a nadie puede hacer desgraciado. De esto se deduce que la inteligencia es capaz de hacer feliz. Pero nadie es feliz sin que primero viva, y sólo vive el que es. Tú quieres ser, vivir y entender. Luego sabes que eres, que vives y que entiendes. Ahora quieres saber también si todo esto durará eternamente o no. Si algo permanecerá y si algo perecerá: si algo disminuirá y si algo aumentará.

AGUSTÍN.-  Exactamente.

LA RAZÓN.-  Si, pues, llegáramos a la conclusión de que nosotros viviremos siempre, se seguiría que siempre seremos.

AGUSTÍN.-  Eso mismo se seguiría.

LA RAZÓN.-  Nos queda por ahondar en el entender.


  —166→  

Y siempre permanece la verdad...

(II, II)

AGUSTÍN.-  Veo un orden ya manifiesto, aunque pequeño.

LA RAZÓN.-  Presta gran atención de modo que puedas responder firme y cautamente.

AGUSTÍN.-  Estoy listo.

LA RAZÓN.-  Supón que este mundo ha de permanecer siempre: ¿es verdad que este mundo va a permanecer siempre?

AGUSTÍN.-  ¿Quién dudará?

LA RAZÓN.-   Y supón ahora que este mundo va a perecer: ¿es verdad que este mundo va a perecer?

AGUSTÍN.-  Me parece evidente.

LA RAZÓN.-   Y si está destinado a perecer, supongamos que ya pereció, ¿es verdad que este mundo pereció? Pues si es verdad que el mundo no se ha terminado, es porque no se ha terminado. Igualmente repugna que habiéndose concluido el mundo, no sea verdad que el mundo se ha concluido.

AGUSTÍN.-  También lo concedo.

LA RAZÓN.-  ¿Y qué? ¿Te parece que pueda algo ser verdadero si no existiere la verdad?

AGUSTÍN.-  De ningún modo.

LA RAZÓN.-  Luego siempre continuará existiendo la verdad aunque el mundo se acabe.

AGUSTÍN.-  No puedo negarlo.

LA RAZÓN.-   Y supón que la misma verdad, ahora   —167→   perezca, ¿acaso no será siempre verdad que ella pereció?

AGUSTÍN.-  Así es, verdaderamente.

LA RAZÓN.-  Mas si no hay verdad, nada puede ser verdadero.

AGUSTÍN.-  Recién te he concedido esto.

LA RAZÓN.-  Luego, la verdad de ningún modo puede perecer.

AGUSTÍN.-  Continúas como has comenzado, que nada hay más exacto que esta conclusión.




  —168→  

ArribaAbajoContra la epístola maniquea llamada del fundamento

Argumentos externos de la fe católica


(C, IV)

Existe una alta sabiduría que justifica la fe católica, y a la cual en esta vida poquísimos hombres espirituales pueden llegar, ya porque somos hombres, ya porque a la mayor parte del pueblo, faltándole la vivacidad de la inteligencia, le basta para ser firmes la simplicidad de creer. Omitiendo aquí esta alta sabiduría que negáis encontrarse en la Iglesia Católica, hay en ella muchísimos otros argumentos que fortalecen en demasía mi fe. Desde luego me convence de ella el consentimiento de los pueblos y naciones. La autoridad cimentada en los milagros, mantenida con la esperanza, aumentada con la caridad y confirmada por la antigüedad. La Sede de Pedro el apóstol, que desde el día en que Cristo resucitado encomendó a Pedro el cuidado de su rebaño, se mantiene hasta hoy en fiel continuidad mediante la sucesión de los obispos; y, finalmente, el mismo nombre de Católica, que sólo ella ha logrado mantener exacto en medio de tantas herejías, y a pesar de que los herejes a veces pretenden llamarse católicos, sin embargo no pueden mostrar como nuestra Iglesia, basílicas y monasterios diseminados por todas partes a quien les pregunte la razón de la universalidad (catolicidad) que dicen tener. Tan grandes argumentos son por demás suficientes para fortalecer la fe en la Iglesia católica, aunque por nuestra limitada inteligencia, o por culpas de la vida, no se nos muestre claramente toda la verdad. Mas, en vuestro credo nada de esto existe; sino sólo una promesa   —169→   de la verdad, la que por cierto si llegarais a demostrar tan palmariamente que no deje lugar a dudas, yo la antepondría a todos los argumentos que sostienen mi fe en la iglesia Católica. Pero si sólo la ofrecéis y no la mostráis, nadie me moverá de esa fe que ata mi alma a la religión cristiana con tantos y tan grandes nexos.




Es la autoridad de la Iglesia la que me hace creer

(C. V)

Pasemos por lo tanto a examinar lo que enseña el maniqueo, y, especialmente la carta que llaman del fundamento, en la cual se contiene toda la creencia maniquea. Precisamente fue la lectura de esta epístola, en el tiempo en que todavía éramos miserables, la que nos mereció de vosotros el título de iluminados. Comienza así: «Maniqueo, apóstol de Jesucristo por la providencia de Dios Padre. Estas son palabras saludables que manan de la fuente eterna y viva». Si os place, prestad paciente atención a lo que voy a preguntar. No creo que este sea apóstol de Cristo. Ruego que no me irritéis ni me maldigáis. Ya sabéis que he determinado no creer, ni mucho menos en ninguna cosa que vosotros decís. Pregunto quién es este Maniqueo. Y respondéis: Apóstol de Cristo. No creo: y ya no tenéis nada que decir o hacer, comoquiera que prometíais la ciencia de la verdad, y ahora pretendéis que crea lo que ignoro. Tal vez me leeréis el Evangelio intentando sacar de allí la persona del maniqueo. Mas si os encontráis con alguien que todavía no crea en el Evangelio, ¿qué haríais si os dijere: «No creo»? Por mi parte, no creería en el Evangelio, si a ello no me moviera la autoridad de la Iglesia católica. ¿Y a quiénes he de hacer caso de cuantos me dicen: «Cree en el Evangelio»? ¿Por qué más bien no he de obedecer a los que me dicen: No   —170→   creas en los maniqueos? Elegid vosotros. Si me decís: Cree a los católicos, os advierto que ellos ya me han aconsejado no dar fe a vosotros, y por lo tanto no puedo dar fe en ellos más que no creyendo en vosotros. Mas, si me decís: No queráis creer en los católicos, no hacéis bien en pretender cogerme en la fe del maniqueo mediante el Evangelio, pues he creído en ese mismo Evangelio por la prédica de los católicos. Y si todavía me decís: Habéis creído rectamente en los católicos cuando alabáis el Evangelio, pero no habéis creído rectamente cuando vituperan al maniqueo; ¿no pensáis todavía que yo voy ser tan necio para que, sin razón alguna, crea en lo que a vosotros se os antoje y no crea en lo que vosotros no queréis que yo crea? Obro mucho más justa y prudentemente, cuando, después de haber creído en los católicos, no me traslado a vuestra fe, a no ser que vosotros me ordenéis no creer clara y manifiestamente siempre que me hagáis saber algo de la verdad. Si queréis proceder razonablemente conmigo, dejad el Evangelio a un lado. Porque si te atienes a él, yo me atengo a aquellos por cuya autoridad he creído en el Evangelio y no he creído en vosotros.

Te adelanto que si encontráis patentemente, aunque no sea más que algo, sobre el apostolado del maniqueo en el Evangelio, lograrás debilitar mi fe en la autoridad de los católicos, quienes me han ordenado no creer en ti. Y entonces ni siquiera creería en el Evangelio, pues antes había creído en él por los católicos, quienes me han mandado no creer en ti. Y entonces ni siquiera creería en el Evangelio, pues antes había creído en él por los católicos, y ya nada de cuanto me digas tendrá valor para mí. Si por el contrario, nada hay en el Evangelio sobre el apostolado del maniqueo, prefiero no creer a los católicos antes que a ti. Pero si hay algo en favor del maniqueo, ya no creeré en ellos ni en ti. No en ellos, puesto que me han mentido respecto de ti; no en ti puesto que tratáis de convencerme por medio de una escritura en la cual antes había creído mediante el   —171→   engaño de aquellos. Mas, lejos de mí no creer en el Evangelio.

Pues creyendo en él, no encuentro razón alguna para creer en ti. El nombre del maniqueo no se halla entre los nombres de los apóstoles, (Mat., 10, 2-4), (Mrsc. 3, 13-19), (Luc., 6, 13-16), como tampoco se dice haya sido el sucesor del apóstol traidor, sino otro conforme se lee en los Actos de los Apóstoles (1, 26), en el cual libro debo creer si necesariamente creo en el Evangelio pues ambas escrituras me imponen la autoridad de la Iglesia católica. Y en este mismo libro se narra el apostolado y vocación de Pablo (sin mencionar a Manes), (Id. IX). Busca pues el nombre de maniqueo en el Evangelio o en cualquier otro libro en los cuales creo. ¿Acaso es uno de aquellos, a quienes fue prometido el Espíritu Santo por el Señor? Mas precisamente allí encuentro cosas tan grandes e interesantes que me inducen a aborrecer y abominar de la fe maniquea.





  —172→  

ArribaAbajoSobre la santísima trinidad


Una imagen de la Trinidad en el hombre que se ama y se conoce a sí mismo

(IX, IV)

Cuando el alma se ama a sí misma, hay en ella dos cosas: alma y amor. Igualmente cuando se conoce a sí misma, hay alma y conocimiento. Luego alma, conocimiento y amor son tres cosas distintas, pero forman una sola nada más y cuando son perfectas, resulta que son iguales entre sí. Porque en el caso de amarse a sí misma en un grado inferior a su naturaleza, con el mismo amor con que ella al cuerpo, por ej., el cual es inferior al alma, ciertamente peca y su amor no es perfecto. Igualmente cuando se ama con un amor superior a su naturaleza, como cuando ama con un amor sólo debido a Dios, incomparablemente superior a ella, también peca y tampoco puede ser perfecto su amor. Y por supuesto que hay mayor perversidad e iniquidad cuando ama a su cuerpo tanto cuanto se ha de amar a Dios. Con el conocimiento sucede otro tanto. No será un conocimiento perfecto cuando se tiene un conocimiento inferior a lo que se conoce pudiendo conocerse plenamente; mas, cuando el conocimiento sobrepasa el objeto conocido, porque entonces la naturaleza que conoce es superior a quien conoce, como es mayor el conocimiento del cuerpo que el cuerpo mismo conocido. Porque este conocimiento es una cierta vida en la razón del que conoce, y el cuerpo no es vida. Cualquier vida es superior a cualquier cuerpo, no por su dimensión especial,   —173→   sino por su poder. Mas cuando el alma se conoce a sí misma, no se supera con su conocimiento, porque uno mismo es el sujeto que conoce y el objeto conocido. Por tanto, cuando se conoce plenamente a sí misma y a ninguna otra cosa con ella, el conocimiento resultante, es igual a ella misma, porque no proviene de otra naturaleza, sino de sí misma. Finalmente se contempla toda en sí misma, ni se hace mayor ni menor, por lo cual rectamente expresamos que cuando son perfectas el alma, el conocimiento y el amor, son por consiguiente iguales...



  —174→  
Sabiduría y ciencia: contemplación y acción

(L. 12, c. 14)

La conciencia también tiene su bien, cuando el amor por lo eterno que no infla logra vencer la hinchazón que a veces produce en quien la posee. Sin la ciencia ni siquiera se pueden poseer aquellas virtudes necesarias para vivir honestamente y mediante las cuales es necesario gobernar esta vida sujeta a tantas miserias, en vista a la auténtica felicidad de la vida eterna.

Mas, hay diferencia entre la contemplación de lo eterno y la acción en el buen uso de los bienes temporales. Lo primero es sabiduría; lo segundo es ciencia. Y aunque la sabiduría es llamada también a veces ciencia, como sucede cuando san Pablo trata de la contemplación de Dios, supremo galardón de los santos, y dice: Sé que ahora tengo de ello un conocimiento parcial, mas día llegará en que lo conoceré como me conozco yo (I Cor., XIII, 12). Sin embargo el mismo Apóstol escribe en otra parte: A unos por el espíritu se da la palabra de sabiduría, a otro la palabra de ciencia según el mismo Espíritu (I Cor., XII, 8), donde se ve cómo él hace también la diferencia entre ciencia y sabiduría aunque no de razón de tal diferencia ni muestre cómo se pueden distinguir. Por lo demás, escudriñando repetidas veces las Escrituras, encuentro, por ejemplo, en el libro de Job y en boca de este mismo santo varón: He aquí que la piedad es sabiduría y la abstención del mal, ciencia (XXVIII, 88). Por esta diferencia hemos de entender que la sabiduría pertenece a la contemplación, mientras que la acción a la ciencia. Pues piedad es culto a Dios, y en griego se dice Teosedeia, usada con esa   —175→   significación en los escritos griegos. ¿Y qué hay más excelente que Dios entre las cosas eternas, cuya sola naturaleza es inmutable? ¿Y qué es el culto a Él, sino su amor, por el cual en esta vida deseamos verle, y creemos y esperamos que algún día le veremos; en cuanto caminamos lo vemos como en enigma y en espejo, pero entonces veremos su real manifestación?... Por lo tanto creo que aquí se trata de la sabiduría y aquella abstención del mal, a la cual Job llama ciencia, se entiende de las cosas temporales. En el tiempo, efectivamente estamos rodeados de males, de los cuales hemos de abstenernos si queremos llegar a los bienes eternos. Obrar, pues, con fortaleza, temperancia y justicia es propio de aquella ciencia por la cual hemos de practicar el bien, y evitar el mal, es decir, la acción...

Luego pienso que debe distinguirse la palabra ciencia de la palabra sabiduría, en la cual entran aquellas cosas que no fueron ni serán, sino que siempre son, y a causa de la eternidad en que están, dice que fueron, son y serán libres de la mutación de los tiempos. Pues, no existieron de modo que alguna vez dejen de existir, ni existirán de modo que ahora no existan; sino que siempre tuvieron y tendrán su mismo ser. Ellas no tienen distancia de lugares como la tienen los cuerpos; sino que en su substancia incorpórea por la cual son más inteligibles a la mente, como las cosas materiales diseminadas en el espacio son más visibles o tangibles a los sentidos. Aquí advierto que no sólo las corporales e intangibles razones de las cosas materiales diseminadas en espacio permanecen sin distancias espaciales, sino que también -y por cierto de un modo sensible, sino que igualmente inteligible- las razones de los movimientos en los cuerpos permanecen allí sin tránsito temporal. Verdad es que pocos son los capaces de llegar a comprender esto. Y aun llegando, en cuanto es posible, el que llega no permanece en las razones, sino que por la misma grandeza de la mente es rechazado, estableciéndose así un pensar meramente transitorio, pasajeros,   —176→   es dejado en poder de la memoria, mediante la disciplina del espíritu, de manera que se pueda volver otra vez sobre él. Y si no se logra retener en la memoria entonces hay que volver rudamente como la primera vez a donde le había captado anteriormente, a saber en aquella verdad incorpórea, y fijarlo nuevamente en la memoria.





  —177→  

ArribaAbajoAgustín a Proba

Cuando oráis, hacedlo con mucha caridad y pocas palabras


año 412

...Desear siempre la misma fe, la misma esperanza, la misma caridad, es orar siempre. Mas también rogamos a Dios con palabras, en ciertas horas y a cierto tiempo. Estos ejercicios nos advierten, nos ayudan a comprender qué progreso hemos hecho en nuestro religioso deseo de los bienes eternos, y nos excitan a su aumento en nuestras almas. La oración es tanto mejor cuando va precedida de un más ferviente amor. Cuando el Apóstol nos dice: «Orad sin cesar», es como si dijera: Pedid sin cesar la vida feliz, que no es otra cosa que la vida eterna, a Aquel que solamente puede darla. Por lo tanto, pidámosla siempre al Señor, y siempre oremos...

...Orar siempre, no es, como muchos piensan, orar con muchas palabras. Una cosa es un largo discurso, y otra un largo amor. Está escrito que el Señor ha pasado la noche en oración y ha orado largamente. Así pedía Él por nosotros en el tiempo, el mismo que eternamente escucha con su Padre nuestros suspiros... Mucho hablar al rogar, es hacer una cosa necesaria con palabras inútiles. Rogar mucho, es golpear con un largo y piadoso movimiento del corazón a las puertas de aquel a quien imploramos. Es un negocio que se trata mejor con los gemidos que con largos discursos, mejor con las lágrimas que con pláticas. Dios pone nuestras lágrimas ante su presencia; nuestros suspiros no son ignorados   —178→   por quien ha creado todo con su palabra y que no necesita de palabras humanas para hacer algo.

Las palabras, nos son necesarias para reconocer lo que pedimos, y no para enseñar a Dios nuestras necesidades ni para aplacarlo...



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ArribaAbajoAgustín a Marcelino

¿Es incompatible el cristianismo con los intereses del Estado?


año 412

Veamos las otras objeciones que habéis reunido en vuestra carta. Se dice: «que la predicación del Evangelio de Cristo y su doctrina son incompatibles con las necesidades del Estado. No devolver a nadie mal por mal; después de haber sido herido en una mejilla, presentar la otra; dar nuestro vestido a quien quiere tomar nuestra capa; si un hombre quiere obligarnos a caminar con él, hacer el doble de la distancia que se nos pide: todo eso es contrario al buen orden de los Estados. ¿Quién podrá soportar que un enemigo le arrebate alguna cosa, o que, por el derecho de guerra, no devolver mal por mal al devastador de una provincia romana?»

Si no tratara yo por cartas con un varón instruido, tal vez me vería obligado a poner gran cuidado en refutar estas objeciones inspiradas, sea por odio al cristianismo, sea por un deseo sincero de esclarecerlas. ¿Pero qué necesidad hay de buscar tanto? Que se nos responda cómo los romanos, que preferían perdonar una injuria a vengarla, han podido llegar a gobernar y acrecentar su república, y de pobre y pequeña que era, la han podido hacer grande y rica. Que se nos responda cómo Cicerón, enalteciendo hasta los cielos a César y sus costumbres, alaba al jefe de la república por no querer recordar las injurias a él inferidas. O estas palabras de Cicerón encierran una gran alabanza, o una   —180→   gran adulación: en el primer caso, era simplemente porque había conocido así a César; en el segundo caso, era porque quería demostrar que el jefe de un gobierno debía tener las cualidades que falsamente pregonaba de César. ¿Qué es no devolver mal por mal? Es deponer el deseo de la venganza, preferir perdonar que vengar, saber olvidar el mal que se ha recibido.

Cuando se leen estas sentencias en autores paganos, se las admira y aplaude; no se deje de alabar estas costumbres generosas, y se encuentra como una república que practica tales máximas ha sido muy digna de dirigir a otras naciones. Pero cuando es la autoridad divina quien enseña no devolver mal por mal, cuando esta saludable exhortación viene desde lo alto a todos los pueblos y como a todas las escuelas públicas de todo sexo, edad y condición, entonces se acusa a la religión de ser enemiga de la república. Si esta lección fuera escuchada como debiera serlo, ella establecería, consagraría, fortalecería y engrandecería una república mucho más que Rómulo, Numa, Bruto y otros ilustres hombres de la nación romana. En efecto, ¿qué es una república, sino la cosa del pueblo, la cosa común, la cosa de la ciudad? ¿Y qué es una ciudad, sino una multitud de hombres reunidos por los lazos de la concordia? Se lee en los libros de los romanos, que en poco tiempo «una multitud errante y dispersa llegó a ser una ciudad por la unión». Y los romanos, ¿juzgaron alguna vez a propósito leer en sus templos estos preceptos de unión? Ellos se velan miserablemente obligados a buscar medios de honrar a sus diversos dioses sin agraviar a ninguno, porque todos estos dioses no se entendían entre sí; si los romanos hubieren querido imitar las discordias de sus dioses, su nación habría perecido en sus desgarramientos; como se vio poco después por las guerras civiles que siguieron a la alteración y corrupción de las costumbres.

... El corazón no ha de separarse jamás de los preceptos de paciencia, y la buena voluntad debe estar   —181→   siempre presta a ponerlos en práctica para que no se devuelva mal por mal. Mas a veces sucede que es necesario emplear cierta severidad que tiene su principio en el deseo mismo de hacer el bien; entonces se consulta, no a la voluntad, sino a los intereses de aquellos que se castiga: los autores paganos han alabado en gran manera esta conducta en un jefe de república. Por muy ruda que sea la corrupción infligida al hijo, sin embargo el amor paternal está siempre ahí. Es haciendo lo que no se quiere y lo que es doloroso, como se busca curar por el dolor. Así, pues, si las sociedades políticas observaran estos preceptos cristianos, las guerras mismas no se harían sin una cierta bondad, y los vencidos serían más fácilmente atraídos a la justicia. La victoria es útil cuando quita al vencido el poder de hacer el mal. Nada más desgraciado como la prosperidad de los malvados; alimenta la impunidad, fortifica la voluntad perversa como un enemigo interior. Pero los mortales, en el extravío de su corrupción, creen que las cosas humanas prosperan cuando se alzan fantásticos palacios mientras los espíritus se arruinan; cuando se edifican grandes teatros, mientras se derriban los fundamentos mismos de las virtudes; cuando se cifra toda la gloria en locos despilfarros, mientras se ridiculizan las obras de misericordia; cuando los histriones se enriquecen con las prodigalidades de los ricos, mientras los pobres apenas sí tienen lo necesario; cuando los pueblos impíos blasfeman contra el Dios que, por intermedio de sus predicadores, condena este mal público, mientras alrededor de los dioses se pretende honrar a las divinidades con representaciones teatrales que deshonran al cuerpo y al alma. Es sobre todo permitiendo estas cosas, como Dios demuestra su cólera; dejándolas impunes, ya se encargará de castigarlas terriblemente. Cuando Él destruye lo que ayuda a sostener los vicios, cuando substituye la pobreza a las indebidas riquezas, entonces hiere misericordiosamente. Es necesario, si es posible, que las gentes de bien hagan misericordiosamente   —182→   la guerra para domar licenciosas ambiciones y para destruir vicios que la autoridad pública debiera extirpar o reprimir.

Si la doctrina cristiana condenara todas las guerras, entonces se habría respondido a los soldados de que habla el Evangelio, que arrojaran sus armas y se sustrajeran al servicio militar. Mas, muy por el contrario, (Cristo) se ha limitado a decirles: «No hagáis extorsiones a nadie, ni uséis de fraude, y contentaos con vuestra paga» (Lucas, 3, 14). Al prescribir a los soldados contentarse con su paga, el Evangelio no les ha prohibido la guerra. Que aquellos que pretenden que la doctrina de Cristo es contraria a los intereses del Estado, que nos den un ejército alistado según las prescripciones del Evangelio: que nos den jefes de provincias, maridos, esposas, padres, hijos, maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes y exactores animados de cristianos sentimientos, y que después nos digan que nuestra religión es contraria a los intereses de los Estados. Ah, no temerán decir entonces que la práctica sincera del cristianismo es la mejor garantía de salud para los imperios.



  —183→  

ArribaAbajoLa Ciudad de Dios


Libro primero

La devastación de Roma no fue castigo de los dioses debido al cristianismo



(Capítulo primero)

De los enemigos del nombre cristiano, y de cómo estos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos en el saqueo y destrucción de la ciudad.


En esta obra que va dirigida a ti, y te es debida, mediante mi palabra, Marcelino, hijo carísimo, pretendo defender la gloriosa Ciudad de Dios, así la que vive y se sustenta con la fe en el discurso y mudanza de los tiempos, mientras es peregrina entre los pecadores, como la que reside en la estabilidad del eterno descanso, el cual espera con tolerancia hasta que la Divina Justicia venga a juicio y ha de conseguirle después completamente en la victoria final y perpetua paz que ha de sobrevenir; pretendo, digo, defenderla contra los que prefieren y dan antelación a sus falsos dioses, respecto del verdadero Dios, Señor y Autor de ella. Encargo es verdaderamente grande, arduo y dificultoso; pero el Omnipotente nos auxiliará para efectuarlo como lo exige su dignidad y naturaleza. Por cuanto estoy suficientemente persuadido de las copiosas luces, nervio y eficacia que son necesarias para dar a entender a los soberbios cuán estimable y magnífica es la virtud de la humildad con la cual todas las cosas terrrenas,   —184→   no precisamente las que usurpamos con la arrogancia y presunción humana sino las que nos dispensa y hace merced la Divina gracia, trascienden y sobrepujan las más altas cumbres y eminencias de la tierra, que con el transcurso y vicisitud de los tiempos, están ya como presagiando su ruina y total destrucción. El Rey, fundador y legislador de la Ciudad de que pretendemos hablar, es, pues, aquel mismo que en la Escritura indicó con las señales más evidentes a su amado pueblo el genuino sentido de aquel celebrado y divino oráculo cuyas enérgicas expresiones claramente expresan «que Dios se opone a los soberbios, pero que al mismo tiempo concede su gracia a los humildes». Pero este particular don, que es propio y peculiar de Dios, también le pretende el inflado espíritu del hombre soberbio y envanecido, queriendo que entre sus alabanzas y encomios se celebre como un hecho digno del recuerdo de toda posteridad, «que perdona a los humildes y rendidos y sujeta a los soberbios». Y así tampoco pasaremos en silencio acerca de la Ciudad terrena que mientras más ambiciosamente pretende reinar con despotismo, por más que las naciones, oprimidas con su insoportable yugo, la rindan obediencia y vasallaje (el mismo apetito de dominar viene a reinar sobre ella) nada de cuanto pide la naturaleza de esta obra, y lo que yo penetro con mis luces intelectuales, hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas, si cuando huían el cuello de la segur vengadora de su contrario, no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes, por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron   —185→   la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número no sólo se comprendieron los gentiles sino también los cristianos. Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo; pero allí mismo se amortiguaba o apagaba el furor del encarnizado asesino, y al fin a estos sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que hallados fuera de los santos asilos, habían perdonado las vidas para que no cayesen en las manos de los que no usaban ejercitar semejante piedad: por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas partes se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde le estaba prohibida su profanación, así como ejercer las violencias que en otras partes le fueran permitidas por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada, desprendiéndose igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron sus vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno respectivamente hacía depender este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o de su buena suerte, cuando si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir las molestias y penalidades que sufrieron por la mano vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia Divina, que acostumbra corregir y aniquilar con los funestos efectos que presagia una guerra cruel, los vicios y las corrompidas costumbres de los hombres, y siempre   —186→   que los buenos hacen una vida loable e incorregible, suele a veces ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la aureola de su mérito; y cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajos a otro lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios, que nuestra limitada trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores, atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro respeto que por iniciar su sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen super abundantemente los rasgos de su misericordia y piedad. De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del fuego eterno, así como de su presente destrucción; porque muchos de estos que veis, que con tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo, no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia con dañado corazón se opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus infortunios le sirvió de antemural; irritando de este modo la divina justicia y dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida.



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(Capítulo V)

Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando entran por fuerza en las ciudades


Julio César, en el dictamen que dio en el Senado sobre los conjurados, insertó elegantemente aquella norma que regularmente siguen los vencedores en las ciudades conquistadas, según lo refiere Salustio, historiador tan verídico como sabio. «Es ordinario, dice, en la guerra, el forzar las doncellas, robar los muchachos, arrancar los tiernos hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de familia, y practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los vencedores; saquear los templos y casas, llevándolo todo a sangre y fuego y, finalmente, ver las calles, las plazas... todo lleno de armas, cuerpos muertos, sangre vertida, confusión y lamentos». Si César no mencionara en este lugar los templos, acaso pensaríamos que los enemigos solían respetar los lugares sagrados. Esta profanación temían los templos romanos les había de sobrevenir, causada, no por manos de enemigos, sino por la de Catilina y sus aliados, nobilísimos senadores y ciudadanos romanos; pero ¿qué podía esperarse de una gente infiel y parricida?





  —188→  
Libro segundo

(Capítulo XXIX)


Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses


Esto es lo que principalmente debes desear, ¡oh generosa estirpe de la antigua Roma! ¡Oh descendencia ilustre de los Régulos, Escévolas, Escipiones, y Fabricios! Esto es lo que principalmente debes apetecer; en esto es principalmente en lo que te debes apartar de aquella torpe vanidad y engañosa malignidad de los demonios. Si florece en ti naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona si no con la verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor de la justicia. Acaba ya ahora de escoger el medio que has de seguir para que seas sin error alguno alabada, no en ti, sino en el Dios verdadero; porque aunque entonces alcanzaste la gloria y la alabanza popular, sin embargo, por oculto juicio de la divina Providencia, te faltó la verdadera religión que poder elegir. Despierta ya este día como has despertado en algunos, de cuya virtud perfecta y de las calamidades que han padecido por la verdadera fe nos gloriamos; pues, peleando por todas partes con las contrarias potestades y venciéndolas muriendo valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria. A ella te convidamos y exhortamos para que acrecientes el número de sus ciudadanos, cuyo asilo en alguna manera podemos decir que es la remisión verdadera de los pecados. No des oídos a los que desdicen y degeneran de ti; a los que murmuran de Cristo o de los cristianos y se quejan como de los tiempos malos buscando épocas en que se pase, no una vida   —189→   quieta, sino una en que se goce cumplidamente de la malicia humana. Esto nunca te agradó a ti, ni aun por la eterna patria. Ahora, echa mano y abraza la celestial, por la cual será muy poco lo que trabajarás, y en ella verdaderamente y para siempre reinarás, porque allí, ni el fuego vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el que es uno y verdadero Dios, que sin poner límites en la grandeza que ha de tener, ni a los años que ha de durar, te dará un imperio que no tenga fin. No quieras andar tras los dioses falsos y engañosos; antes deséchalos y desprécialos, abrazando la verdadera libertad. No son dioses, son espíritus malignos a quienes causa envidia y da pena tu eterna felicidad. No parece que envidió tanto Juno a los troyanos, de quienes desciende según la carne, los romanos alcázares cuanto estos demonios, que todavía piensas que son dioses, envidian a todo género de hombres las sillas eternas y celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a estos espíritus cuando los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo ministerio celebraste los mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en libertad del poder de los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus cervices el yugo de su ignominia para consagrarla a sí propios y celebrarla en su nombre. A los que representaban las culpas y crímenes de los dioses los excluiste de tus honores y privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que excluya de ti aquellos dioses que se deleitan con sus culpas, verdaderas, que es mayor ignominia, o falsas, que es cosa maliciosa. Si bien, por lo que a ti se refería no quisiste que tuviesen parte en la ciudad los representantes y los escénicos. Despierta y abre aún más los ojos; de ningún modo se aplaca la divina Majestad con los medios con que se desacredita y profana la dignidad humana. ¿Cómo, pues, piensan tener a los dioses que gustan de semejantes honras en el número de las santas potestades del cielo, pues a los hombres por cuyo medio se les tributan estos honores, imaginaste que no merecían que   —190→   los tuviesen en el número del más ínfimo ciudadano romano? Sin comparación es más ilustre la ciudad soberana donde la victoria es la verdad, donde la dignidad es la santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la eternidad, mucho menos que no admite en su compañía semejantes dioses, pues tú en la tuya tuviste vergüenza de admitir a tales hombres. Por, tanto, si deseas alcanzar la ciudad bienaventurada, huye del trato con los demonios. Sin razón e indignamente adoran personas honestas a los que se aplacan por medio de ministros torpes. Destierra a estos y exclúyelos de tu compañía por la purificación cristiana, como excluiste a aquellos de tus honras y privilegios, por la reforma del censor, y lo que toca a los bienes carnales, de los cuales solamente quieren gozar los malos, y lo que pertenece a los trabajos y males carnales, los cuales no quieren padecer solos. Y como ni aun en estos tienen estos demonios el poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con todo, deberíamos antes despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los demonios, y adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos nos envidian; pero ni aun en esto pueden lo que creen aquellos que por esto nos procuran persuadir que se deben adorar): esto después lo veremos, para que aquí demos fin a este libro.



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Libro cuarto


(Capítulo XXXIII)

Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios


Aquel gran Dios, autor y único dispensador de la felicidad; esto es, el Dios verdadero, es el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos no temerariamente y como por acaso, pues es Dios, y no fortuna, sino según el orden natural de las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a Él, al cual orden de los tiempos no sirve y se acomoda, como súbdito, sino que Él, como Señor absoluto, le gobierna con admirable sabiduría, y como gobernador le dispone; mas la felicidad no la concede sino a los buenos, por cuanto esta la pueden tener y no tener los que sirven; pueden también tenerla y no tenerla los que reinan, la cual, sin embargo, será perfecta y cumplida en la vida eterna, donde ya ninguno servirá a otro; y por eso concede los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, para que los que le sirven y adoran y son aún pequeñuelos en el aprovechamiento del espíritu, no deseen ni le pidan estas gracias y mercedes como un don grande y estimable. Y este es el misterio del Viejo Testamento donde estaba oculto y encubierto el Nuevo, porque allí todas las promesas y dones eran terrenos y temporales, predicando al mismo tiempo, aunque no claramente, los que entonces eran inteligentes y espirituales, la eternidad que significaban aquellas cosas temporales y en qué dones de Dios consistía la verdadera felicidad.



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(Capítulo, XXXIV)

Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó el que es solo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión


Para que se conociese también que los bienes terrenos, a que sólo aspiran los que no saben imaginar con más utilidad espiritual, estaban en manos del mismo Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los cuales creían los romanos antes de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto su pueblo, que era en número muy corto, de donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos prodigios y señales; y, con todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que, de un modo admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de las manos y furias de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas sus criaturas, sin la diosa Rumina, mamaron; sin la Cunina, estuvieron en las cunas; sin la Educa y Potina, comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses de niños, se criaron; sin los dioses conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno se les dividió el mar y concedió paso franco y anegó, tornando a juntar sus ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni consagraron alguna diosa Mannia, cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando estando muertos de sed, la piedra herida de la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua, adoraron a las linfas y ninfas; sin los desaforados misterios de Marte y de Belona emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin   —193→   la victoria no vencieron, mas no la tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios. Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona, bueyes, miel, sin Melona; pomos y frutas, sin Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían acudir a suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y abundancia de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra él con curiosidad impía, acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los gentiles y a sus ídolos, y, últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran en la posesión del mismo reino, aunque no tan espacioso; pero sí más dichoso. Y si ahora andan tan derramados por todas las tierras y naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios verdadero, para que, viendo cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques y templos de los falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se pruebe y verifique por sus libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque leyendo en los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero lo que se sigue es necesario que lo veamos en el libro siguiente.







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ArribaAbajoEl hado y la providencia divina

Libro quinto


(Capítulo XV)


Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos


Aquellos a quienes no había de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el culto que los griegos llaman de latría si no es a un solo Dios verdadero; si a estos no les concediera ni aún esta gloria terrena, dándoles un excelente imperio, no les premiara y pagara sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de aquellos parece que practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres, dice también el Señor: «De verdad os dije que ya recibieron su recompensa». Pues bien, estos despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de su patria viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con todas estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al imperio y a la gloria, y así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes, y en la actualidad tiene mucha gloria y fama en los libros e   —195→   historias por casi toda la redondez del universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.



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ArribaAbajoPrincipio de dos ciudades en la tierra

Libro decimoquinto


(Capítulo IV)


De la guerra o paz que tiene la ciudad terrena


La ciudad terrena, que no ha de ser sempiterna, porque cuando estuviese condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del cual se alegra como pueden alegrar tales cosas; y porque no es tal este bien, que libre y excuse de angustia a sus amadores; por eso la ciudad de ordinario anda desunida y dividida entre sí con pleitos, guerras y batallas, procurando alcanzar victorias o mortales, o a lo menos efímeras; pues, por cualquiera parte que se quiera levantar haciendo guerra contra la otra parte suya, pretende ser victoriosa y triunfadora de las gentes, siendo cautiva y esclava de los vicios; y si, cuando vence, se ensoberbece, es mortífera.

Pero si considerando la condición y los casos comunes se aflige más con las cosas adversas que le pueden suceder, que se alegra y regocija con las prósperas que le acontecieron, entonces es solamente perecedera esta victoria, pues no podrá, por no ser eterna, dominar siempre aquellos que pudo sujetar venciendo.

Pero no es acertado decir que no son bienes los que apetece esta ciudad, puesto que, en su género, ella misma es un bien, y más excelente que aquellos otros bienes. Para gozar de ellos desea cierta paz terrena y con   —197→   tal fin promueve la guerra; pues si venciere y no hubiere quien resista, tendrá la paz, que no tenían los partidos que entre sí se contradecían y peleaban por cosas que juntamente no podían tener.

Esta paz pretende las molestas y ruinosas guerras, y esta alcanza la que se estime por gloriosa victoria, y cuando vencen los que defendían la causa justa, ¿quién duda que fue digna de parabién la victoria y que sucedió la paz que se pudo desear?

Estos son bienes y dones de Dios; pero si no haciendo caso de los mejores, que pertenecen a la ciudad soberana, donde habrá segura victoria en eterna y constante paz, se desean estos bienes, de manera que ellos solos se tengan por tales y se amen y quieran más que los que son mejores, necesariamente resultarán de ello miserias o se acrecentarán las que ya existan.



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ArribaAbajoFines de las dos ciudades


Libro decimonono


(Capítulo VII)

De la diversidad de lenguas que dificultan las relaciones entre los hombres, y de la miseria de las guerras, aún de las que se llaman justas


Después de la ciudad sigue el orbe de la tierra, adonde ponen el tercer grado de la política humana, comenzando en la casa, pasando de esta a la ciudad, y procediendo después hasta llegar al orbe de la tierra. El cual, sin duda, como un océano y abismo de aguas, cuanto es mayor, tanto más circundado está de peligros.

Adonde lo primero la diversidad de los idiomas enajena y divide al hombre del hombre, porque si en un camino se encuentran dos de diferentes lenguas, que no se entienda el uno al otro, y no pueden pasar adelante, sino que por necesidad, hayan de estar juntos, más fácilmente se acomodarán y juntarán unos animales mudos, aun de distinta especie, que no ellos, a pesar de ser hombres. Porque cuando los hombres no pueden comunicar entre sí lo que sienten, sólo por la diversidad de las lenguas, no aprovecha para que se junte la semejanza que entre sí tienen tan grande de la naturaleza; de forma que con mayor complacencia estará un hombre asociado de su perro, que con un hombre extranjero.

Pero dirán que por lo mismo la imperiosa ciudad de Roma, para la conservación de la paz política en las   —199→   naciones conquistadas, no sólo les obligó a recibir el yugo, sino también su idioma, por lo cual no faltaron, sino sobraron intérpretes. Es verdad; mas esto, ¿con cuántas y cuán crueles guerras, y con cuánta mortandad de hombres, y con cuanto derramamiento de sangre humana, se alcanzó? Y con todo, no por ello, habiendo acabado todo esto, acabó la miseria de tantos males; pues aunque no hayan faltado ni falten enemigos, como lo son las naciones extranjeras con quienes se ha sostenido y sostiene continua guerra, sin embargo, la misma grandeza del imperio ha producido otra especie peor de guerras, y de peor condición, es a saber, las sociales y civiles, con las cuales se destruyen más infelizmente los hombres, ya sea cuando traen guerra por conseguir la paz, ya sea porque temen que vuelva a encenderse.

Y si yo quisiese detenerme a decir, como lo merece el asunto (aunque sería imposible), tantos y tan varios estragos, tan dura e inhumanas necesidades de estos males, ¿cuándo habría de concluir con este nuestro discurso? Dirán que el sabio sólo hará la guerra justamente. Como si por lo mismo no le hubiese de pesar más, si es que se acuerda de que es hombre, la necesidad de sostener las que sean justas; porque si no fueran justificadas, no las declararía, y, por consiguiente, ninguna guerra declararía el sabio; y si la iniquidad de la parte contraria es la que da ocasión al sabio a sustentar la guerra justa, esta iniquidad debe causarle pesar, puesto que es propio de los corazones humanos compadecerse, aunque no resultara de ella necesidad alguna de guerra.

Así que, todo lo que considera con dolor estas calamidades tan grandes, tan horrendas, tan inhumanas, es necesario que confiese la miseria; y cualquiera que las padece, o las considera sin sentimiento de su alma, errónea y miserablemente se tiene por bienaventurado, pues ha borrado de su corazón todo sentimiento humano.



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(Capítulo XII)

Cómo los hombres, aun con el crudo rigor de la guerra y todos los desasosiegos e inquietudes, desean llegar al fin de la paz, sin cuyo apetito no se halla cosa alguna natural


Quien considere en cierto modo las cosas humanas y la naturaleza común, advertirá conmigo que así como no hay quien no guste de alegrarse, tampoco hay quien no guste de tener paz. Pues hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer, y, guerreando, llegar a una gloriosa paz. ¿Qué otra cosa es la victoria sino la sujeción de los contrarios? Lo cual conseguido, sobreviene la paz. Así que, con intención de la paz se sustenta también la guerra, aun por los que ejercitan el arte de la guerra siendo generales, mandando y peleando. Por donde consta que la paz es el deseado fin de la guerra, porque todos los hombres, aun con la guerra, buscan la paz, pero ninguno con la paz busca la guerra.

Hasta los que quieren perturbar la paz en que viven, no es porque aborrecen la paz, sino por tenerla a su albedrío. No quieren, pues, que deje de haber paz, sino que haya la que ellos desean.

Finalmente, aun cuando por sediciones y discordias civiles se apartan y dividen unos de otros, si con los mismos de su bando y conjuración no tienen alguna forma o especie de paz, no hacen lo que pretenden. Por eso los mismos bandoleros, para turbar con más fuerza y con más seguridad suya la paz de los otros, desean la paz con sus compañeros.

Aun más; cuando alguno es tan poderoso y de tal   —201→   manera huye el andar en compañía, que a ninguno se descubra, y salteando y prevaleciendo solo, oprimiendo y matando los que puede, roba y hace sus presas, por lo menos con aquellos que no puede matar y quiera que no sepan lo que hace, tiene alguna sombra de paz. Y en su casa sin duda procura vivir en paz con su mujer y sus hijos, y con los demás que tiene en ella; y se lisonjea y alegra de que estos obedezcan prontamente a su voluntad; porque si no, se enoja, riñe y castiga, y aun si ve que es menester usar de rigor y crueldad, procura de este modo la paz de su casa, la cual ve que no puede haber si todos los demás en aquella doméstica compañía no están sujetos a una cabeza, que es él, en su casa. Por tanto, si llegase a tener este debajo de su sujeción y servidumbre a muchos, o a una ciudad, o a una nación, de manera que le sirviesen y obedeciesen, como quisiera que le obedecieran y sirvieran en su casa, no se metiera ya como ladrón en los rincones y escondrijos, sino que, como Rey, a vista de todo el mundo se engrandeciera y ensalzara, permaneciendo en él la misma codicia y malicia. Todos, pues, desean tener paz con los suyos, cuando quieren que vivan a su albedrío; porque aun aquellos a quienes hacen la guerra, los quieren, si pueden, hacer suyos, y en habiéndoles sujetado, imponerles las leyes de su paz.

Pero supongamos uno como el que nos pinta la fábula, a quien por la misma intratable fiereza le quisieron llamar más semihombre que hombre, aunque el reino de este era una solitaria y fiera cueva, y él tan singular en malicia, que de ella tomaron ocasión para llamarle Caco, que en griego quiere decir malo; y aunque no tenía mujer que le divirtiese con suaves y amorosas conversaciones, ni pequeños hijos con quienes poder alegrarse, ni grandes a quienes poder maridar, ni gozarse del trato familiar y conversación de ningún amigo, ni de la de su padre Vulcano (a quien sólo en esto podemos decir que se le aventajó, y fue más dichoso; en que no engendró otro monstruo como él); y aunque a ninguno diese cosa alguna, sino a quien podía   —202→   le quitase todo lo que quería, con todo, en aquella solitaria cueva cuyo suelo, como le pintan, siempre estaba regado de sangre fresca o recién vertida, no quería otra cosa que la paz, en la cual ninguno le molestase, ni fuerza ni terror de persona alguna le turbase su quietud. Finalmente, deseaba tener paz con su cuerpo, y cuanto tenía, tanto era el bien de que gozaba, porque mandaba a sus miembros que le obedeciesen puntualmente. Y para poder aplacar su naturaleza, sujeta a la muerte, que por la falta que sentía se le rebelaba, y levantaba una irresistible rebelión de hambre para dividir y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba y engullía, y aunque inhumano y fiero, miraba fiera y atrozmente por la paz y tranquilidad de su vida y salud. Y así, si la paz que pretendía tener en su cueva y en sí mismo la quisiera tener también con los otros, ni le llamaran malo, ni monstruo, ni semihombre. Si la forma de su cuerpo, con vomitar negro fuego, espantaba a los hombres para que huyesen y no se asociasen con él, quizá era cruel, no por codicia de hacer mal, sino por la necesidad de vivir. Pero tal hombre, o nunca le hubo, o, lo que es más creíble, no fue cual nos le pinta la ficción poética. Porque si no cargaran tanto la mano en encarecer y exagerar la malicia de Caco, fuera poca la alabanza que le cupiera a Hércules.

Así que, como dije, más creíble es que no hubo tal hombre, o semihombre, como tampoco otras ficciones y patrañas poéticas; porque las mismas fieras crueles e indómitas, de las cuales tomó parte de su fiereza (pues también le llamaron semifiero), conservan con cierta paz su propia naturaleza y especie; juntándose unas con otras, engendrando, pariendo, criando y abrigando a sus hijos, siendo las más de ellas insociables y montaraces, es decir, no como las ovejas, venados, palomas, estorninos y abejas, sino como los leones, raposas, águilas y lechuzas. Porque, ¿qué tigre hay que blanda y cariñosamente no arrulle a sus cachorros, y tranquilizada su fiereza no los halague? ¿Qué milano hay, por más solitario que ande volando y rodeando la caza para   —203→   cebar sus uñas, que no busque hembra, forme su nido, saque sus huevos, críe sus pollos y no conserve con la que es como madre de su familia, la compañía doméstica con toda la paz que puede?

Cuánto más inclinado es el hombre y le conducen en cierto modo las leyes de su naturaleza a buscar la sociedad y conservar la paz en cuanto está de su parte con los demás hombres, pues aun los malos sostienen guerra por la paz de los suyos; y a todos, si pudiesen, los querrían hacer suyos, para que todos y todas las cosas sirviesen a uno; y, ¿de qué manera podría conseguirlo sino haciendo, o por amor, o por temor, que todos consientan y convengan en su paz?

Así pues, la soberbia imita perversamente a Dios, puesto que debajo del dominio divino no quiere la igualdad con sus socios; sino que gusta imponer a sus aliados y compañeros el dominio suyo, en lugar del Dios; aborreciendo la justa paz de Dios, y amando su injusta paz. Sin embargo, no puede dejar de amar la paz cualquiera que sea; porque ningún vicio hay tan opuesto a la naturaleza que cancele y borre hasta los últimos rastros y vestigios de la naturaleza.

Advierte que la paz de los malos, en comparación de la de los buenos, no debe llamarla paz el que sabe estimar y anteponer lo bueno a lo malo, y lo puesto en razón a lo perverso. Y aun lo perverso, es necesario que en alguna parte, por alguna parte y con alguna parte natural, donde está, o de qué consta, esté en paz; porque de otra manera nada sería. Como si uno estuviese pendiente cabeza abajo, sin duda que la situación del cuerpo y orden natural de los miembros y articulaciones estaría invertido, porque lo que naturalmente debe estar encima, está debajo, y lo que debe estar abajo está encima, y este trastorno, como turba la paz de la carne, le es molesto. Sin embargo, como el alma está en paz con su cuerpo, y mira por su salud, de aquí que se duela; y si por el rigor de sus molestias desamparase al cuerpo y se ausentase de él, entretanto que dura la unión y trabazón de los miembros, lo que queda no está   —204→   sin cierta tranquilidad de las partes, y por eso hay todavía quien esté colgado. Cuando el cuerpo terreno inclina y tira hacia la tierra, y cuándo con el lazo que está suspenso resiste, entonces igualmente aspira al orden natural de su paz, y con la voz de su peso en cierto modo pide el lugar en que poder descansar; y aunque está ya sin alma y sin sentido alguno, con todo, no se aparta del sosiego natural de su orden, ya sea cuando la tiene, ya cuando inclina y aspira a ella. Porque si le aplican medicamentos y cosas aromáticas que conserven y no dejen deshacer y corromper la forma del cuerpo muerto, todavía una cierta paz junta y acomoda las partes con las partes y aplica e inclina toda la masa al lugar terreno conveniente, y por consiguiente quieto y pacífico. Pero cuando no se pone diligencia alguna en embalsamarlo, sino que lo dejan a su curso natural, todo aquel tiempo está como peleando por la disgregación de humores cuyas exhalaciones molestan nuestros sentidos (porque esto es lo que se siente en el hedor) hasta que combinándose con los elementos del mundo, parte por parte y paulatinamente se reduzca a la paz y sosiego de ellos. Pero en nada deroga las leyes del sumo Creador y ordenador que administra y gobierna la paz del universo, pues aunque del cuerpo muerto de un animal grande nazcan animalejos pequeños, por la misma ley del Creador, todos aquellos cuerpecitos sirven en saludable paz a sus pequeñas almas. Y aunque las carnes de los muertos las coman otros animales, y se extiendan y derramen por cualquiera parte, y se junten con cualquiera, y se conviertan y muden en cuales quiera cosa, al fin encuentran las mismas leyes difusas y derramadas por todo cuanto hay para la salud y conservación de cualquiera especie de los mortales, acomodando y pacificando cada cosa con su semejante y conveniente.



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(Capítulo XIII)

De la paz universal, la cual, según las leyes naturales, no puede ser turbada, hasta que por disposición del justo juez alcance cada uno lo que por su voluntad mereció


La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, la ordenada conformidad y concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida metódica y la salud del viviente. La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obediencia en la fe, bajo la ley eterna. La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en mandar y obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad celestial es la ordenadísima y conformísima sociedad establecida, para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden, y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar.

Por lo cual los miserables (que en cuanto son miserables sin duda no están en paz), aunque carecen de la tranquilidad del orden, donde no se halla turbación alguna, más porque con razón y justamente son miserables, tampoco en su miseria pueden estar fuera del orden, aunque no unidos con los bienaventurados, sino apartados de ellos por la ley del orden. Estos miserables, aunque no están sin perturbación, donde se encuentran, están acomodados con alguna congruencia,   —206→   así hay en ellos alguna tranquilidad de orden, y, por consiguiente, también alguna paz. Con todo, son miserables, porque si en cierto modo no sienten dolor, sin embargo no se hallan en parte donde deban estar seguros y sin sentir dolor. Pero más miserables son si no viven en paz con la ley que gobierna el orden natural. Cuando sienten dolor, en la parte que lo sienten, se les perturba la paz; pero todavía hay paz donde ni el dolor ofende, ni la misma trabazón se disuelve.

Resulta, pues, que hay alguna vida sin dolor, pero no puede haber dolor sin alguna vida; hay alguna paz sin guerra alguna, pero guerra no la puede haber sin alguna paz; no en cuanto es guerra, sino porque la guerra supone siempre hombres o naturalezas humanas que la mantienen, y ninguna naturaleza puede existir sin alguna especie de paz. Hay naturaleza sin mal alguno, o en la cual no puede haber mal alguno, pero no hay naturaleza sin bien alguno. Por lo cual, ni siquiera la naturaleza del mismo demonio, en cuanto es naturaleza, es cosa mala, sino que la perversidad la hace mala. No perseveró en la verdad, pero no escapó del juicio y castigo de la misma verdad, porque no quedó en la tranquilidad del orden, ni tampoco escapó de la potestad del sabio Ordenador. El bien de Dios, que tiene él en la naturaleza, no le exime y saca del poder de la justicia de Dios, con que le dispone y ordena en la pena; ni Dios allí aborrece o persigue el bien que crió, sino el mal que el demonio cometió. Porque no quita del todo lo que concedió a la naturaleza, sino que quita algo y deja algo, para que haya quien se duela de lo que se quita. Y el mismo dolor es testigo del bien que se quita y del bien que se deja. Pues si no hubiera quedado bien alguno, no se pudiera doler del bien perdido, puesto que el que peca es peor y se complace con la pérdida de la equidad; pero el que es castigado, si de allí no adquiere algún otro bien, siente la pérdida de la salud. Y porque la equidad y la salud, ambas son bienes, y de la pérdida del bien antes debe doler que alegrar, con tal que no sea recompensa de otro mejor bien (porque mejor bien es   —207→   la equidad del ánimo que la salud del cuerpo), sin duda con más justo motivo el injusto se duele en el castigo, que se alegró en el delito. Así, pues, como el contento del bien que dejó cuando pecó es testigo de la mala voluntad, así el dolor del bien que perdió, cuando padece en el castigo la pena, es testigo de la naturaleza buena. Pues el que se duele de la paz que perdió su naturaleza, siente el dolor por parte de algunas reliquias que se le quedaron de la paz, que le hacen amar la naturaleza.

Y sucede con justa razón en el último y final castigo de las penas eternas, que los injustos e impíos lloren en sus tormentos las pérdidas de los bienes naturales, y que sientan la justicia de Dios, justísima en quitárselos, los que despreciaron su liberalidad benignísima en dárselo s. Así, pues, Dios, que con su eterna sabiduría crió todas las naturalezas, y justísimamente las dispone y ordena, y como más excelente entre todas las cosas terrenas, formó el linaje mortal de los hombres, les repartió algunos bienes acomodados a esta vida, es a saber, la paz temporal, de la manera que la puede haber en la vida mortal; y esta paz se la dio al hombre en la misma salud, incolumidad y comunicación de su especie; y le dio todo lo que es necesario, así para conservar como para adquirir esta paz como son las cosas que convenientemente cuadran al sentido, como la luz que ve, el aire que respira, las aguas que bebe y todo lo que es a propósito para sustentar, abrigar, curar y adornar el cuerpo, con una condición sumamente equitativa, de modo que cualquier mortal que usare bien de estos bienes, acomodados a la paz de los mortales, pueda recibir otros mayores y mejores, es a saber, la misma paz de la inmortalidad, y la honra y gloria que a esta le compete en la vicia eterna para gozar de Dios y del prójimo en Dios; y el que usare mal, no reciba aquellos, y pierda estos «hasta que pase esta iniquidad y calamidad y se reforme y deshaga todo el mando y potestad de los hombres, viniendo a ser Dios todo en todas las cosas».



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(Capítulo XXVI)

De la paz que tiene el pueblo que no conoce a Dios, de la cual se sirve el pueblo de Dios, mientras peregrina en este mundo


Así como la vida de la carne es el alma, así la vida bienaventurada del hombre es Dios, de quien dicen los sagrados libros de los hebreos: «Bienaventurado es el pueblo cuyo Señor es su Dios». Luego miserable e infeliz será el pueblo que no conoce a este Dios. Sin embargo, este pueblo ama también cierta paz que no se debe desechar, la cual no la tendrá al fin, porque no usa, y se sirve de ella bien antes del fin.

Pero goza de ella en esta vida; y también nos interesa a nosotros, porque entretanto que ambas Ciudades andan juntas y mezcladas, usamos también nosotros y nos servimos de la paz de Babilonia, de la cual se libra el pueblo de Dios por la fe, de forma que entretanto anda peregrinando en ella. Por eso advirtió el Apóstol a la Iglesia, que hiciese oración a Dios por sus reyes y por los que están constituídos en algún cargo o dignidad pública, añadiendo: «Para que pasemos la vida quieta y tranquila, con toda piedad y pureza». Y el profeta Jeremías, anunciando al antiguo pueblo de Dios cómo había de verse en cautiverio, mandándoles de parte de Dios que fuesen de buena gana y obedientes a Babilonia, sirviendo también a Dios con esta conformidad y resignación, igualmente les advirtió y exhortó a que orasen por ella, dando inmediatamente la razón: «porque en la paz de esta ciudad, dice, gozaréis vosotros de la vuestra», es a saber, de la paz temporal y común a los buenos y a los malos.





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Libro XXII


(Capítulo XXVIII)

Las opiniones de Platón, Labeón y Varrón reunidas, confirman lo que creemos de la resurrección de la carne


Algunos de nuestros cristianos, aficionados a Platón por cierta, excelencia que tiene en el decir, y por algunas máximas ciertas que estableció, dicen que opinó también algo que frisa y corresponde con lo que nosotros opinamos acerca de la resurrección de los muertos. Así lo toca Tulio en los libros de República, dando a entender haberlo dicho Platón, más por vía de ficción y fábula que porque quisiese decir que era verdad. Porque supone que revivió un hombre, y refirió algunas particularidades que convenían con la doctrina de Platón. También Labeón refiere que en un mismo día acertaron a morir dos, a quienes después les mandaron volver a sus cuerpos, y encontrándose después en la encrucijada de una calle, pactaron mutuamente vivir en perpetua amistad, y que así se verificó, hasta que, pasado algún tiempo, volvieron a morir. Pero estos autores nos refieren que acaeció la resurrección de estos del mismo modo que fue la de aquellos que sabemos resucitaron y volvieron a esta vida, pero no para que nunca ya muriesen.

Un prodigio más admirable cuenta Varrón en los libros que escribió sobre el origen de las familias del pueblo romano, cuyas palabras tuve por conveniente insertar aquí: «Algunos astrólogos escriben, dice, que hay para renacer los hombres la que llaman los griegos Palingenesia o regeneración: esta escriben que se hace   —210→   en cuatrocientos y cuarenta años, para que el mismo cuerpo y la misma alma que una vez estuvieron juntos en un hombre, vuelvan otra vez a incorporarse».

Este Varrón, o aquellos no sé qué astrólogos, porque no declara los nombres de aquellos cuya opinión refiere, dijeron algo que, aunque sea falso (porque en volviendo las almas una vez a los cuerpos que tuvieron, jamás las han de volver a dejar después), con todo, deshace y destruye muchos argumentos relativos a la imposibilidad de la resurrección, con que se irritan contra nosotros. Porque a los que opinan u opinaron esto, no les pareció imposible que los cuerpos muertos que se convirtieron, o resolvieron en exhalaciones, en polvo, en ceniza, en agua, en los cuerpos de las bestias o fieras que los comieron, o de los mismos hombres, vuelvan nuevamente a lo que fueron. Por lo cual Platón y Porfirio, o por mejor decir, cualquiera de sus adictos que todavía viven, si creen con nosotros que las almas santas han de volver a los cuerpos (como lo dice Platón), y que no han de volver a pasar males algunos (como lo dice Porfirio), de forma que de aquí se siga lo que predica la fe cristiana, que han de volver a cuerpos de tal calidad en que vivan bienaventuradamente para siempre, sin ningún mal, tomen también de Varrón que han de volver a sus mismos cuerpos en que estuvieron antes, y entre ellos quedará resuelta la cuestión de la resurrección de la carne para siempre.



  —211→  
(Capítulo XXX)

De la eterna felicidad y bienaventuranza de la Ciudad de Dios, y del sábado y descanso perpetuo


¿Cuán grande será aquella bienaventuranza donde no habrá mal alguno, ni faltará bien alguno, y nos ocuparemos en alabar a Dios, el cual llenará perfectamente el vacío de todas las cosas en todos? Por qué no sé en qué otra ocupación se empleen, donde no estarán ociosos por vicio de la pereza, ni trabajarán por escasez o necesidad. Esto mismo le insinúa también aquella sagrada canción donde leo u oigo: «Los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa, para siempre te estarán alabando».

Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptibles que ahora vemos repartidas para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena, cierta, segura y eterna felicidad) se ocuparán y mejorarán en las alabanzas de Dios. Porque todos aquellos números de la armonía corporal de que ya he hablado, que al presente están encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo, por dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con la suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan grande artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos, no me atrevo a definirlo, por no poder imaginarlo. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma hermosura, será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea decente. Sin duda que donde quisiere el espíritu, allí   —212→   luego estará el cuerpo, y no querrá el espíritu cosa que no pueda ser decente al espíritu y al cuerpo.

Habrá allí verdadera gloria, no siendo ninguno alabado por error o lisonja del que le alabare. Habrá verdadera honra, que a ningún digno se negará, ni a ninguno se le dará; pero ninguno que sea indigno la pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no sea digno. Allí habrá verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de sí propio ni de mano de otro. El premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio la virtud, pues a los que la tuvieren les prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque, ¿qué otra cosa es lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino yo seré su satisfacción, yo seré todo lo que los hombres honestamente pueden desear, vida y salud, sustento y riqueza, gloria y honra, paz y todo cuanto bien se conoce? De esta manera se entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». Él será el fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio, y le elogiaremos sin cansancio. Este oficio, este afecto, este acto, será sin duda como la misma vida eterna, común a todos.

Por lo tocante a los grados de los premios que ha de haber de honra y gloria, según los méritos, ¿quién será bastante a imaginarlo, cuanto más a decirlo? Pero es indudable que los ha de haber, y verá también en sí aquella ciudad bienaventurada, aquel gran bien que ningún inferior tendrá envidia a ningún superior, así como ahora los ángeles no tienen emulación de los arcángeles. No apetecerá cada uno ser lo que no le dieron viviendo unido con aquel a quien se le dieron con un vínculo apacible de concordia, como en el cuerpo no querría ser ojo el miembro que es dedo, hallándose uno y otro con suma paz en la unión y constitución de todo el cuerpo. De tal suerte tendrá uno un don menos que otro, como tendrá el de no desear ni querer más.

No dejarán de tener libre albedrío porque no puedan   —213→   deleitarse con los pecados. Pues más libre estará con la complacencia de pecar el que se hubiere libertado hasta llegar a conseguir el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que dio Dios al hombre cuando al principio le crió recto, pudo no pecar, pero pudo también pecar; mas este último será tanto más poderoso cuanto que no podrá pecar. Este privilegio será igualmente por beneficio de Dios, no por la posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa es ser uno Dios, otra participar de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; pero el que participa de Dios, de Dios le viene el no poder pecar. Fue conforme a razón que se observasen estos grados en la divina gracia, dándonos el primer libre albedrío con que pudiese no pecar el hombre, y el último con que pudiese no pecar, a fin de que el primero fuese para adquirir mérito y el segundo para recibir el premio. Mas porque pecó esta naturaleza cuando pude pecar, con más abundante gracia la pone Dios en libertad hasta llegar a aquella libertad en que no puede pecar. Porque así como la primera inmortalidad que perdió Adán pecando fue el no poder morir, y la última será no poder morir, así el primer libre albedrío fue el poder no pecar, y el último no poder pecar. Así será inadmisible y eterno el amor y voluntad de la piedad y equidad, como lo será el de la felicidad. Pues, en efecto, pecando, no pudimos conservar la piedad ni la felicidad, ni aun perdida la misma felicidad la perdimos. Por cuanto el mismo Dios no puede pecar, ¿habremos de negar que tenga libre albedrío?

Tendrá aquella Ciudad una voluntad libre, una en todos y en cada uno inseparable, libre ya de todo mal y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos, olvidada de las culpas, olvidada de las penas, y no por eso olvidada de su libertad, por no ser ingrata a su libertador.

En cuanto toca a la ciencia racional, se acordará también de sus males pasados; pero en cuanto al sentido y experiencia, no habrá memoria de ellos; como un médico perito en su facultad sabe y conoce casi todas   —214→   las enfermedades del cuerpo según se han descubierto y se tiene noticias de ellas por esta ciencia, pero no sabe cómo se sienten en el cuerpo muchísimas que él no ha padecido. Así como se pueden conocer los males de dos maneras, una con las potencias del alma y otra con los sentidos de los que los experimentan; porque en efecto, de una manera se saben y se tienen noticia de todos los vicios por la doctrina de la sabiduría, y de otra por la mala vida del ignorante; así también hay dos especies de olvido de los males, porque de un modo los olvida el erudito y docto, y de otro el que los ha experimentado y padecido, el primero olvidándose de la pericia y ciencia y el otro dejando de sufrirlos. Según este género de olvido que puse en último lugar, no se acordarán los Santos de los males pasados, porque carecerán de todos los males, de forma que totalmente desaparezcan de sus sentidos.

Con aquella potencia de ciencia, que la habrá muy singular en ellos, no sólo no se les encubrirán sus males pasados, pero ni aun la eterna miseria de los condenados. Porque de otra suerte, si no han de saber que fueron miserables, ¿cómo conforme a la expresión del Real Profeta, «han de celebrar eternamente las misericordias del Señor, puesto que aquella Ciudad, en efecto, no tendrá objeto de más suavidad y contento que el celebrar esta alabanza y gloria de la gracia de Cristo, por cuya sangre hemos sido redimidos»?

Allí se cumplirá: «descansad y mirad que yo soy Dios», que dice el Salmo, lo cual será allí verdaderamente un gran descanso y un sábado que jamás tenga noche. Este nos lo significó el Señor en las obras que hizo al principio del mundo, donde dice la Escritura: «descansó Dios al séptimo día de todas las obras que hizo, y bendijo Dios al día séptimo y le santificó, porque en él descansó de todas las obras que comenzó Dios a hacer». También nosotros mismos vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación.

Allí, estando tranquilos, quietos y descansados, veremos   —215→   que él es Dios, que es lo que quisimos y pretendimos ser nosotros cuando caímos de su gracia, dando oídos y crédito al engañador que nos dijo: «seréis como dioses», y apartándonos del verdadero Dios, por cuya voluntad y gracia fuéramos dioses por participación y no por rebelión. Porque, ¿qué hicimos sin él sino deshacernos, enojándole? Por él, creados y restaurados con mayor gracia, permaneceremos descansando para siempre, viendo cómo él es Dios, de quien estaremos llenos cuando él será todas las cosas en todos. Aun nuestras mismas obras buenas, que son antes suyas que nuestras, entonces se nos disputarán para que podamos conseguir este sábado y descanso, porque si nos las atribuyéramos a nosotros, fueran serviles, puesto que dice Dios del sábado: «que no practiquemos en él obra alguna servil». Y por eso dice también por el profeta Ezequiel: «les di mis sábados en señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Señor que los santificó». Esto lo sabremos perfectamente cuando estemos descansando y perfectamente veamos que él es Dios.

El mismo número de las edades, como el de los días, si lo quisiéramos computar conforme a aquellos períodos o divisiones de tiempo que parece se hallan expresados en la Sagrada Escritura, más evidentemente nos descubrirá este Sabatismo o descanso; porque se halla el séptimo, de manera que la primera edad casi al tenor del primer día venga a ser, desde Adán hasta el Diluvio, la segunda desde este hasta Abraham, no por la igualdad del tiempo sino por el número de las generaciones, porque se halla que tienen cada una diez. De aquí, como lo expresa el evangelista San Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Jesucristo, las cuales cada una contiene catorce generaciones: una desde Abraham hasta David, otra desde este hasta la cautividad en Babilonia, y la tercera desde aquí hasta el nacimiento de Cristo en carne. Son, pues en todas cinco. La sexta es la que corre ahora, la cual no la podemos medir con número determinado de generaciones, por lo que dice la Escritura: «que no nos toca saber los tiempos   —216→   que el Padre puso en su potestad». Después de esta, como en séptimo día, descansará Dios, cuando al mismo séptimo día, que seremos nosotros, le hará Dios descansar en sí mismo. Si quisiéramos ahora discutir particularmente de cada una de estas edades, sería asunto largo. Con todo, esta séptima será nuestro sábado, cuyo fin y término no será la noche, sino el día del domingo del Señor, como el octavo eterno que está consagrado a la resurrección de Cristo, significándonos el descanso eterno, no sólo del alma sino también del cuerpo. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved aquí lo que haremos al fin sin fin; porque ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino que no tiene fin?

Me parece que, auxiliado de la divina gracia, ya he cumplido la deuda de esta grande obra; a los que se les hiciere poco, o a los que también mucho, les pido que me perdonen; y a los que pareciere bastante, no a mí, sino a Dios conmigo, agradecidos, darán las gracias. Amén.

Y así termina La Ciudad de Dios.







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ArribaAbajoEl entendimiento y la fe

Sermón XLIII


Nisi credideritis, non intelligetis


(Isaí., 7)                



Necesidad de la fe

El principio de una vida santa, digna de una recompensa eterna, es la fe, que consiste en la creencia de lo que todavía no ves, para que merezcas llegar a ver lo que crees. No desfallezcamos mientras tengamos que vivir bajo esta impresión, porque es este el tiempo de la siembra; no desfallezcamos, hermanos, y sigamos sembrando sin cesar, hasta que llegue la hora de la cosecha. Después que el género humano se separó de Dios, quedando postrado y sumido en miseria por causa de sus delitos, vino a encontrarse, respecto de la santificación, en el mismo caso en que se encontraba respecto de la creación. Sin esta, no hubiera existido; sin la redención, no se hubiera santificado. La justicia de Dios se vio obligada a castigar la rebeldía del hombre; pero hay también en Dios una misericordia tan infinita como la justicia, por la cual se dejó vencer en favor nuestro. El mismo Dios de Israel dará la virtud y la fortaleza a su pueblo; bendito sea su Santo Nombre. Pero es de advertir que esos dones se dan a los que creen, no a los que desprecian la misericordia.

Ni siquiera podemos gloriarnos de nuestra fe, como si algo pudiéramos por nosotros mismos. No solamente es la fe un don, sino que es una merced muy grande; y si la tienes, es porque la recibiste. ¿Qué tienes que no   —218→   hayas recibido? Ved, hermanos míos, cómo estáis obligados a dar gracias a Dios, y a no ser ingratos por cualquier otro don, para que no os hagáis indignos de conservar lo que se os dio. Yo no puedo ponderaros el gran beneficio de la fe, porque no alcanza a tanto el humano lenguaje; pero lo que no sabe decir la lengua, puede hacerlo cada cristiano dentro de su corazón. Por otra parte, si se medita en este beneficio, como es ley que se haga, ¿cuán preferido no debe ser a todos los otros que hemos recibido de Dios, aunque sean muchos? Si estamos en el deber de ser agradecidos a los dones menores, ¿con cuánta mayor razón no debemos serlo por este, que supera a todos los demás?




Beneficio que el hombre debe a Dios

Todo lo que tenemos se lo debemos a Dios. ¿Sabéis que debamos a algún otro lo que somos? Pero sucede que también los árboles y las piedras deben a Dios su existencia, dando ello motivo a que se nos pregunte: ¿en qué son esas criaturas menos que nosotros? Son menos que nosotros, porque ellas no viven y nosotros sí. Pero, si hemos de hablar con propiedad, los árboles tienen también su vida, y producen sus frutos correspondientes; y en lo que a la vida se refiere, por lo menos, algo tienen de común con nosotros. Se dice con razón que las vides viven; de otra suerte, no se hubiera podido afirmar que las mata el granizo. Vive el árbol cuando florece, y se seca cuando muere; pero es la suya una vida privada de sensación. Aun así, se nos vuelve a preguntar: ¿en qué somos nosotros más que el árbol? Nosotros sentimos, y sentimos de cinco modos: vemos, oímos, olemos, gustamos y tocamos. Todo eso, se nos replica, lo tienen también las bestias. Pero nosotros tenemos más todavía; mas, aun ateniéndonos solamente a lo que acabamos de enumerar, ¿cuántas gracias no debemos a nuestro Creador? ¿Es cierto que tenemos algo más? Tenemos entendimiento, y somos capaces de raciocinar   —219→   y de dar consejos. Esto no lo tienen las bestias, ni las aves ni los peces; lo tenemos solamente nosotros, y en ello somos semejantes a Dios. Cuando en las Santas Escrituras se nos hace la historia de nuestra creación, no solamente se nos dice que fuimos antepuestos a todos los animales, sino que se nos puso por encima de ellos, y quedaron ellos sujetos a nuestra voluntad. Hagamos al hombre, dice, a nuestra imagen y semejanza, y tenga potestad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los animales que andan por la tierra. ¿En qué se funda esa potestad? En la semejanza que el hombre tiene con Dios. De ahí que se increpe a muchos, diciéndoles: no queráis haceros como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento. Entendimiento y razón, son dos cosas distintas, en cuanto que esta la tenemos antes de que entendamos, a diferencia de lo que con el entendimiento sucede, que no lo tenemos, ni podemos tenerlo, sin que preceda la razón. Animal racional es, por consiguiente, el que por su naturaleza está dotado de razón, antes de que pueda entender.

Estamos en el caso de estudiar debidamente esta característica que nos diferencia en absoluto de los animales, y de grabarla y reformarla de nuevo en nosotros. ¿Habrá en este mundo quien pueda hacer eso, a excepción del mismo que nos formó? Hemos podido deformar la imagen de Dios, pero no hemos podido ni podremos reformarla. Digámoslo de una vez y en pocas palabras: tenemos algo de común con las piedras, que es el ser; tenemos vida como los árboles, sensación como los animales y entendimiento como los ángeles. Según esto, juzgamos de los colores, por los ojos, de los sonidos, por el oído, por la nariz, de los olores, de los sabores, por el gusto, del calor, por el tacto y de las costumbres por el entendimiento. Entended bien: no hay hombre que no quiera ser inteligente; pero hay muchos que no quisieren creer. Me dicen unos que creerán cuando entiendan; y yo les respondo que para entender es necesario creer. Entablada la cuestión entre ellos y yo, acudamos al juez sin que haya presunción por parte de ninguno   —220→   de que he de ser favorecido en la sentencia. Pero ¿dónde encontraremos el juez que necesitamos? Creo que entre todos los hombres, ningún juez mejor que aquel por cuya boca habla Dios. No vayamos, pues, a dirimir esta contienda ante los sabios del siglo; no son los poetas los que entienden de estas cosas, sino los Profetas.

Subió San Pedro al monte conducido por Jesús, y acompañado de Santiago y de Juan. Una vez allí, oyó una voz que sonaba en el cielo y decía: Este es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias; oíd lo que os enseñe.

Refiriendo el Apóstol esta escena, dice que estas palabras se pronunciaron en el cielo cuando ellos estaban con el Maestro junto al monte santo; y añade que está muy cierto de lo que dice. Sonó aquella voz desde el cielo, y se hizo más cierta la palabra profética.

Atended, hermanos amadísimos, e implorad del Señor la gracia que nos es necesaria, a vosotros, para que no quede defraudada la esperanza que habéis puesto en lo que voy a deciros, y a mí, para que pueda hablaros lo que quiero en la forma que deseo. ¿Quién no se admira de que la voz que se dejó oír desde el cielo confirmase al Apóstol en las profecías? Fijaos en que no dice que las encontró mejores ni más verdaderas, sino que encontró en aquella voz una confirmación de lo que ya creía. En cuanto a verdad, tanto lo es la palabra del Profeta, como la que sonó en el cielo; lo que se hace notar únicamente aquí, es que la del cielo fue una simple confirmación de la del Profeta, como hemos dicho. ¿Y por que esto?, preguntamos ahora. Porque hay hombres infieles que atribuyen a obra de encantamiento los prodigios que hizo Jesús. Cierto, que lo mismo pudieron decir de esta voz venida del cielo; pero los Profetas vivieron antes que se efectuase el misterio de la Encarnación del Verbo, y con esto queda rechazado el juicio de los infieles respecto de las maravillas obradas por Cristo; porque si fue mago cuando apareció en la tierra, revestido de carne mortal, y, por su magia, se hizo adorar   —221→   como Dios, tendrán que confesar que era mago antes de nacer, puesto que de Él hablaron los Profetas, según lo que les fue inspirado. He ahí por qué dice San Pedro que la voz del cielo vino a confirmar la palabra de los Profetas. De donde resulta, que esta voz es el testimonio de que lo dicho por los Profetas merece toda fe. Creo, hermanos, que basta con lo dicho para la debida comprensión de lo que nos ha querido significar el Apóstol.




Razón de haber sido escogidos para Apóstoles unos pobres pescadores

¿Cuánta no ha sido la bondad de Cristo? Este Pedro que hablaba como acabamos de oír, fue un pobre pescador. Grande honor es para un orador el poder dar a conocer al pescador. Hablando San Pedro de los primeros cristianos, dice: «considerar vuestra vocación, hermanos, porque entre nosotros no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos del mundo, ni muchos nobles, porque Dios ha escogido lo más miserable de la tierra, para confundir a los fuertes; y ha puesto su mirada en los ignorantes, para que sirvan de confusión a los sabios». Si Cristo hubiera escogido antes que a nadie a los oradores, fácil es que ellos atribuyeran la elección a su elocuencia; si hubiera elegido a los senadores, los senadores se hubieran jactado de su dignidad anterior, como de causa motiva para la dignidad nueva; si hubiera dirigido sus miradas al Emperador, este hubiera juzgado la elección tan natural, como si él sólo pudiera ser llamado a tales destinos, en virtud de la autoridad de que se hallaba investido. Descansen, descansen todos tranquilos y dejen que otros los aventajen. No serán ellos pasados en silencio, ni serán objeto de desprecio, pero tengan un poco de paciencia, y esperen, porque no pueden ser los primeros los que están en peligro de gloriarse de algún mérito que reputan propio. Dame a aquel pescador; quiero a aquel idiota, a   —222→   aquel ignorante, a aquel con quien no se digna hablar el senador, ni siquiera cuando le compra peces. A ese es al que escojo, porque tan pronto como se vea cambiado, sabrá y confesará que he sido Yo quien lo cambió. Aunque pienso hacer lo mismo que con este, con el orador, y con el senador y con el Emperador, quiero que sea preferido el pescador. Aquellos pueden gloriarse de sí mismos; el pescador no podrá gloriarse más que de Cristo. Venga el que ha de enseñar el espíritu de humildad; venga el pescador; por medio de él, será más fácilmente atraído el Emperador.




Es preciso creer para entender

Acordaos del pescador santo, justo y bueno, que henchido de Cristo, y por Cristo enviado, extiende su red por el mundo con ansia de apresar muchos peces, entre los cuales estáis vosotros. Acordaos de este pescador, repito, y de las palabras que ha dicho: tenemos más certeza de los vaticinios de los Profetas. Al Profeta quiero por juez en esta controversia. ¿Sobre qué versaba? Decías tú que para creer necesitabas entender; y te decía yo que para entender es preciso creer. Surgió la disputa, y se nos ha hecho necesario apelar al juez, el cual no puede ser otro que él mismo Profeta, o Dios por él. Callemos ambos, porque ya han oído lo que pensamos; entienda yo, dices, para creer; cree, te digo yo, para entender. Responda el Profeta: nisi credideritis, non intelligetis. No podréis entender si no creéis.

¿Consideráis cosa baladí el decir que debe preceder el entendimiento a la fe? ¿Qué es lo que hacemos ahora sino procurar que crean, no los que creen, sino los que todavía creen poco? No estarían aquí si no tuvieran algo de fe. Pero la poca fe que tienen los ha traído aquí para que oigan la palabra de Dios. Es una fe la suya demasiado débil todavía; y es preciso regarla, nutrirla y fortalecerla. Eso es precisamente lo que hacemos nosotros. Yo, dice el Apóstol, planté; Apolo regó, y el Señor   —223→   dio el incremento; y estamos convencidos de que nada son ni el que planta, ni el que riega. Nosotros podemos plantar y regar, hablando; y hablamos para exhortar, para enseñar, para persuadir; pero no podemos dar incremento ninguno. Acordaos del que viene a Jesús a pedirle que libre a su hijo del espíritu mudo. Sabe perfectamente que tiene poca fe, y sabe que no lo ignora Aquel con quien habla; pero, deseoso de ser auxiliado, exclama: Creo, Señor; ayuda mi incredulidad. Habéis podido oír lo que antes de estas palabras se dice en el Evangelio. Si puedes creer, advierte Jesús al padre del joven, todo será posible. Fue entonces cuando mirándose a sí mismo, y ante sí mismo humillado, vio que había dentro de su alma algo de fe, y que aparte de ser poca, estaba combatida por la duda. Confesó, pues, una cosa, y pidió otra. Creo, Señor, dice; y teniendo en cuenta la idea que de su propia fe se había formado, parecía muy natural que añadiera: ayuda mi fe. Pero no es eso lo que dijo; creo, Señor, exclama; creo, y digo la verdad, porque veo la fe dentro de mí; pero veo también otra cosa que no acierto a explicarme y me desagrada; quiero estar firme, pero aun me bamboleo; estoy de pie, y porque creo no he caído, pero siento vértigos, ayuda mi incredulidad.

Sacamos en consecuencia, hermanos míos, que aquel discutidor en cuya compañía me he presentado ante el juez, no está del todo distante de la verdad cuando dice que necesita entender para poder creer. Yo mismo estoy hablando entre vosotros para que crean los que todavía no creen; los cuales no podrán creer si no entienden lo que les digo. En parte, por consiguiente, es verdad lo que él dice, pero también es verdad lo que yo digo. En resumen: concluiré asegurándoos que ambos decimos bien; es decir, que necesitamos de la inteligencia para la fe, y que no podemos llegar a la fe sino por medio del entendimiento. Se acabó la controversia: entended, para que creáis la palabra de Agustín; creed, para que entendáis la palabra de Dios.









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