Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- II -

Historia y psicología nacionales



ArribaAbajoEspaña, palenque de ajenas disputas

Nada nos queda nuestro sino el polvo de nuestros antepasados, que hollamos con planta indiferente; segunda Roma en recuerdos antiguos y en nulidad presente, tropezamos en nuestra marcha adondequiera que nos volvamos con rastros de grandeza pasada, con ruinas gloriosas, si puede haber ruinas que hagan honor a un pueblo; pero así tropezamos con ellas como tropieza el imbécil moscardón con el diáfano cristal, que no acierta a distinguir de la atmósfera que le rodea. Es demasiado cierto que sólo el orgullo nacional hace emprender y llevar a cabo cosas grandes a las naciones, y ese orgullo ha debido morir en nuestros pechos, juguete hace años de la intriga extranjera, nuestro suelo, es el campo de batalla de los demás pueblos; aquí vienen los principios encontrados a darse el combate; desde Bonaparte, desde Trafalgar, la España es el Bois de Baulogne de los desafíos europeos. La Inglaterra, el gran cetáceo, el coloso de la mar, necesitó medir sus fuerzas con el grande hombre, con el coloso de la tierra, y uno y otro exclamaron: Nos falta terreno; ¿dónde reñiremos? Y se citaron para España. Ventilada la cuestión, aniquilado el vencido, acudieron los amigos del vencedor y reclamaron la parte en el despojo. El huésped que había prestado su casa para la acerba entrevista reclamó siquiera el premio de su cooperación; y ¿qué le quedó? Lo que puede quedarle al campo de batalla: los cadáveres, el espectáculo de los buitres, y un letrero encima: Aquí fue la riña.

La América devolvió a su conquistadora, con creces y con usura, el principio democrático, cuyo germen le había lanzado imprudentemente la Europa de Luis XVI y Carlos IV. El grito resonó desde las columnas de Hércules hasta las orillas del Rhin; los pueblos solevantaron sus cabezas e hicieron vacilar los tronos que pesaban sobre ellos; la degradada Italia intentó dar de mano aquí y allí a sus muelles ocupaciones artísticas, y espasmos políticos se hicieron sentir hasta en el Etna, que pareció querer vomitar otra cosa que llamas fatuas y tibias cenizas. El Norte hubo de desenvainar la espada de Waterloo, y lanzó contra el principio democrático el credo de la Santa Alianza. Pero ¿dónde pelearemos?, se dijeron. Nuestras campiñas son fértiles, nuestros pueblos están llenos; ¿dónde hay un palenque vacío para la disputa? Y también se citaron en España. Pero esta vez no hubo necesidad de combate; los buitres, citados por el rumor de la próxima pelea, vinieron, y no pudiendo repartirse los muertos, se repartieron los vivos.

Más tarde, el derecho divino y la legitimidad por la gracia de Dios, han necesitado reunir sus últimas fuerzas para dar combate al derecho del hombre y la legitimidad por la gracia del pueblo, y esta última vez no ha sido necesario ya traer los principios al palenque; ellos han nacido en su terreno: el Norte y los torys, el Mediodía y los whigs han acudido al primer silbido de Watman, del hombre de la noche, y las provincias vírgenes de España han visto su velo desgarrado, y profanado su seno, que habían respetado los romanos y los godos, los hijos de Carlos Martel y los nietos de Omar, por las sangrientas manos de los liberales y de los carlistas. De tradición antigua es la España el palenque de las disputas ajenas: la España no ha visto limpio su suelo de las armas extranjeras, sino cuando ha empuñado el tizón de la discordia y cuando le ha lanzado con la atrevida mano de Carlos I en los demás pueblos, porque antes de ese corto período de conquista, ¿dónde sino en España ventilaron sus cuestiones Roma y Cartago, la cruz y la media luna, la Europa y el Asia? (III-545.)




ArribaAbajoPrincipio fatal en la psicología de los pueblos

Es una verdad eterna: las naciones tienen en sí un principio de vida que creciendo en su seno se acumula y necesita desparramarse a lo exterior; las naciones, como los individuos, sujetos a la gran ley del egoísmo, viven más que de su vida propia de la vida ajena que consumen, y ¡ay del pueblo que no desgasta diariamente con su roce superior y violento los pueblos inmediatos, porque será desgastado por ellos! O atraer o ser atraído. Ley implacable de la Naturaleza: o devorar o ser devorado. Pueblos e individuos; o víctimas o verdugos. Y hasta en la paz, quimérica utopia no realizada todavía, en la continua lucha de los seres; hasta en la paz devoran los pueblos, como el agua mansa socava su cauce, con más seguridad, si no con tanto estruendo, como el torrente.

El pueblo que no tiene vida sino para sí; el pueblo que no abruma con el excedente de la suya a los pueblos vecinos, está condenado a la obscuridad; y donde no llegan sus armas, no llegarán sus letras; donde su espada no deje un rasgo de sangre, no imprimirá tampoco su pluma ni un carácter sólo, ni una frase, ni una letra.

Volvieran, si posible fuese, nuestras banderas a tremolar sobre la torre de Amberes y las siete colinas de la ciudad espiritual; dominara de nuevo el pabellón español el Golfo de Méjico y las sierras de Arauco, y tornáramos los españoles a dar leyes, a hacer Papas, a componer comedias y a encontrar traductores. Con los Fernández de Córdoba, con los Espínolas, los Albas y los Toledos, tornaran los López, los Ercillas y los Calderones.

Entretanto (si tal vuelta pudiese estarnos reservada en el porvenir y si un pueblo estuviese destinado a tener dos épocas viriles en una sola vida), renunciemos a crear, despojémonos de las glorias literarias como de la preponderancia política y militar nos ha desnudado la sucesión de los tiempos. (III-546.)




ArribaAbajoNobleza antigua y nobleza nueva

La revolución francesa derribó la antigua nobleza y mató el prestigio hereditario; el hombre del siglo necesitó rodearse de una nobleza por dos razones: primera, porque habiendo dado en el capricho de descender y de trocar su corona de laurel por la de oro, le era necesario adaptarse a la pequeñez humana, creándose un palacio, y, por consiguiente, hubo de alhajarle con todo el ornato y mueblaje de tal; es decir, con palaciegos. Segunda, porque si el prestigio hereditario puede ser un absurdo, las diferencias de clases no lo son; están en la Naturaleza, donde no existen dos pueblos, dos ríos, dos árboles, dos hojas de un árbol iguales; ni se concibe de otra manera un orden de cosas cualquiera: Monarquías y Repúblicas, todas las formas de gobierno sucumben en este particular a la gran ley de la desigualdad establecida en la Naturaleza, por la cual un terreno da dos cosechas cuando otro no da ninguna; por la cual un hombre da ideas mientras otro no da sino sandeces; por la cual unos son fuertes mientras son débiles otros; ley preciosa, única garantía de alguna especie de orden con que selló la Providencia su obra, ley por la cual, ahora como antes, después como ahora, la superioridad, la fuerza, el mérito o la virtud se sobrepondrán siempre en la sociedad a la multitud para sujetarla y presidirla.

Y esta fue, precisamente, la única aristocracia que el hombre del siglo admitió, suplantando la antigua nobleza hereditaria con la nobleza de sus compañeros de armas, cuyos pergaminos había ido hallando, cada cual en los campos de batalla. (III-539 y 540.)




ArribaAbajoEl clima y los hombres

Razón han tenido hoy los que han atribuido al clima influencia directa en las acciones de los hombres. Duros guerreros ha producido siempre el Norte; tiernos amadores el Mediodía; hombres crueles, fanáticos y holgazanes el Asia; héroes la Grecia, esclavos el África; seres alegres e imaginativos el risueño cielo de Francia; meditabundos aburridos el nebuloso Albión. Cada país tiene sus producciones particulares; he aquí por qué son famosos los melocotones de Aragón, la fresa de Aranjuez, los pimientos de Valencia y los facciosos de Roa y de Vizcaya. (III-300.)




ArribaAbajoLos facciosos, producción española

Hay en España muchos terrenos que producen ricos facciosos con maravillosa fecundidad; país hay que da en un solo año dos o tres cosechas; puntos conocemos donde basta dar una patada en el suelo y a un volver de cabeza nace un faccioso. Nada debe admirar, por otra parte, esta rara fertilidad, si se tiene presente que el faccioso es fruto que se cría sin cultivo, que nace solo y silvestre entre matorrales, y que así se aclimata en los llanos como en los altos: que se trasplanta con facilidad y que es tanto más robusto y rozagante cuanto más lejos está de población. Esto no es decir que no sea también en ocasiones planta doméstica: en muchas casas los hemos visto y los vemos diariamente, como los tiestos en los balcones, y aún sirven para dar olor fuerte en cafés y paseos. El hecho es que en todas partes se crían; sólo el orden y el esmero perjudican mucho a la cría del faccioso, y la limpieza y el olor de la pólvora, sobre todo, le matan. El faccioso participa de las propiedades de muchas plantas; huye, por ejemplo, como la sensitiva al irle a echar mano; se encierra y esconde como la capuchina a la luz del sol, y se desparrama de noche; carcome y destruye como la ingrata hiedra el árbol a que se arrima; tiende sus brazos como toda planta parásita para buscar puntos de apoyo; gústanle, sobre todo, las tapias de los conventos, y se mantiene, como esos frutos, de lo que coge a los demás; produce lluvia de sangre como el polvo germinante de muchas plantas, cuando lo mezclan las auras, a una leve lluvia de otoño; tiene el olor de la asafétida, y es vano como la caña; nace como el cedro en la tempestad, y suele criarse escondido en la tierra como la patata; pelecha en las ruinas como el jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dientes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en ocasiones.

Es planta peculiar de España, y moderna, que en lo antiguo, o se conocía poco, o no se conocía por ese nombre: la verdad es que ni habla de ella Estrabón, ni Aristóteles, ni Dioscórides, ni Plinio el joven, ni ningún geógrafo, filósofo ni naturalista, en fin, de algunos siglos de fecha.

En cuanto a su figura y organización, el faccioso es en el reino vegetal la línea divisoria con el animal, y así como la mona es en éste el ser que más se parece al hombre, así el faccioso en aquél es la producción que más se parece a la persona; en una palabra, es al hombre y a la planta lo que el murciélago al ave y al bruto; no siendo, pues, muy experto, cualquiera lo confunde; pondré un ejemplo: cuando el viento pasa por entro las cañas, silba; pues cuando pasa entre facciosos, habla; he aquí el origen del órgano de la voz entre aquella especie. El faccioso echa también, a manera de ramas, dos piernas y dos brazos, uno a cada lado, que tienen sus manojos de dedos como púas una espiga; presenta faz y rostro, y al verle, cualquiera diría que tiene ojos en la cara, pero sería grave error; distínguese esencialmente de los demás seres en estar dotado de sinrazón. (III-300 y 301.)




ArribaAbajoLas memorias como auxiliares del conocimiento histórico

En los tiempos antiguos y antes de la invención de la imprenta, la historia, viviendo a la ventura de rebuscos y de eventuales hallazgos, más se podía considerar como un espejo mal azogado que sólo representaba a trozos objetos informes, que como un intérprete fiel y un juez severo de los hechos pasados. Apoyada en la tradición, las más veces fabulosa o exagerada, prestábase fácilmente a la falsedad y a la adulteración a que la quisiesen sujetar las pasiones de los pocos que en recoger y transmitir anales se ocupaban. Posteriormente, el orgullo de las testas coronadas hubo de conocer la importancia de la pluma para conservar a la posteridad sus grandes hechos o sus intrigas políticas, y cada rey mantuvo cronistas con el objeto de clasificar y glosar su reinado; pero fácil es conocer la poca confianza que a los pueblos debían merecer tales compilaciones, hechas a expensas de un rey por personas allegadas o agradecidas, y a quienes sólo podía el elogio ser lícito. Con pocas excepciones, la historia vino a ser no un cuadro fiel de las costumbres, de las necesidades, de las revoluciones de los pueblos, sino un retrato, favorecido como todo retrato, y de tamaño colosal, de cada príncipe o magnate, que reasumía en sí propio la importancia toda de sus gobernados. De tal suerte llegó a adquirir este carácter, que aun en tiempos modernos en que la tendencia de las ideas es muy otra, y en que han variado esencialmente los principios, en que se ha reconocido por fin que los reyes no son delegados de la divinidad sino apoderados del pueblo, todavía conserva la historia sus regios atavíos, y su especialidad insultante para la generalidad de los hombres. Aun en manos muy hábiles, la historia es apenas todavía la cronista de los pueblos: primer cortesana en los palacios y la última por lo visto que los ha de abandonar; tarda en comprender su verdadera misión y cree haber trasmitido a la posteridad los hechos y las costumbres de una nación cuando ha referido los caprichos o los usos de un príncipe.

Pero los tiempos han corrido, y la invención de la imprenta a la disposición de todo el mundo ha sido un puerto contra un naufragio para clases y generaciones enteras; hecha industria lucrativa, todo el que no ha tenido otro oficio, todo el que se ha creído con ojos para ver, con oídos para oír, todo el que se ha figurado tener las cualidades de testigo (cualidades más difíciles de poseer de lo que parece para no ser testigo a la manera de las paredes, dentro de las cuales pasan los acontecimientos), todo el que ha sentido dentro de sí o la pereza de obrar o la insuficiencia de producir cosas dignas de ser por otro escritas, ha asido de una pluma y ha exclamado: Yo, que no hago nada, escribiré lo que hacen los demás; escribiré lo que sobre ellos pienso, y hasta escribiré lo que yo hago, cuando no hago nada. De aquí multitud de libros, de novelas históricas, de historias novelescas, de viajes impresionales y de impresiones viajeras que atormentan al mundo moderno y le ahogan y le sofocan, como las demasiadas mantas que se echan sobre un constipado; de aquí la multitud de observaciones, relaciones, reflexiones y ojeadas, sin contar con el sinnúmero de anuncios que empiezan con De, como: De los acontecimientos de la guerra de tal, De la conjuración de cual, De la oportunidad, etc., etc.; de aquí ese torrente sin diques de memorias de la historia contemporánea, del contemporáneo del ayuda de cámara, del médico, del barbero, del portero, de la mujer, del padre, del hijo, del hermano, del sobrino, y de los amigos y de los enemigos del hombre que ha hecho, que ha sonado, que ha intrigado, que ha mandado algo; memorias de su cocinero, de su repostero, de su querida y de su viuda, acerca de la manera que tienen los hombres grandes de ponerse la corbata, de salir a paseo, de dormir, de estar despiertos; memorias de los que le han visto a todas horas, y de los que no le han visto a ninguna. De aquí, en fin, para la pobre historia otro escollo, no menos peligroso que el que en el principio de este artículo le hemos encontrado en los tiempos antiguos.

Entonces necesitaba de la linterna de Diógenes para buscar un hombre y un dato, y ahora necesita de todas las linternas del buen gusto y del sano criterio para desechar hombres y datos. Voces por un lado con una relación, voces por otro con la contraria; multitud de folletos y memorias, supuestos materiales para la historia, y en realidad verdaderos albañales que corren hacia un río para perderse en él, ensuciándole y entrabando su curso, y sólo por azar algún limpio manantial que le tributa su pura y cristalina corriente.

Si hemos comparado a la historia antigua con un espejo mal azogado, que sólo a trozos representa objetos informes, ahora podemos comparar a la historia moderna con una inmensa luna colocada en un salón de máscaras, y donde, mezclados, rebullen y se codean, se obstruyen y confunden en un disparatado conjunto de colores chocantes y chillones, sin juego ni armonía, reyes y vasallos, ricos y pobres, víctimas y verdugos, tiranos y tiranizados: ruido horrible y desapacible en que se aúnan y mueren la verdad y la mentira, la calumnia y la reparación, la algazara y el orgullo y el sollozo del pobre, el piano del magnate y el rabel del pastor, la jira del fastuoso convite y el gemido del hambre, el aullido de la envidia, el grito de la ambición y el desesperado lamento del virtuoso aborrecido o del mérito sofocado.

He aquí el sonido de la celebrada trompeta de la historia, encargada de transmitir la verdad a la posteridad, de quien se dice que aquélla es luz y ejemplo, norte y guía. (III-527 y 528.)




ArribaAbajoLa cultura monástica

Un corto número de espíritus, más pusilánimes o acaso más calculadores que sus contemporáneos, poseía la corta riqueza literaria griega y romana que de las ruinas del Partenón y del Capitolio habían podido salvar, en medio de la devastación desoladora de la irrupción de los bárbaros, algunas primitivas comunidades monásticas. El estudio todo que se hacía en los claustros estaba reducido, y debía estarlo, a la ciencia eclesiástica; la única que podía y debía salvar, como efectivamente salvó, a la Europa de su total ruina. Las bellezas gentílicas de los Homeros y Virgilios debían reservarse para otros tiempos; y los monasterios, conservando estos monumentos clásicos de la antigüedad, hacían a la literatura todo el servicio que podían hacerla. (II-78.)




ArribaAbajoVirtudes medioevales

El amor, el rendimiento a las damas, el pundonor caballeresco, la irritabilidad contra las injurias, el valor contra el enemigo, el celo ardiente de la religión y de la patria, llevado el primero alguna vez hasta la superstición, y el segundo hasta la odiosidad contra el que nació en suelo apartado, si no son prendas todas las más adecuadas al cristianismo, no dejan por eso de tener su lado hermoso por donde contemplarlas y aun su utilidad manifiesta, dado sobre todo el dato del orden de cosas entonces establecido, las hacía tan necesarias como deslumbradoras. (II-79.)






ArribaAbajo- III -

Crítica y sátira literarias



ArribaAbajoCasticismo

Si los jóvenes que se dedican a la literatura estudiasen más a nuestros poetas antiguos, en vez de traducir tanto y tan mal, sabrían mejor su lengua, se aficionarían más de ella, no la embutirían de expresiones exóticas, no necesarias, y serían más celosos del honor nacional. (I-25.)




ArribaAbajoPedantismo

Hombres conocemos para quienes sería cosa imposible empezar un escrito cualquiera sin echarle delante, a manera de peón caminero, un epígrafe que le vaya abriendo el camino y salpicarlo todo después de citas latinas y francesas, las cuales, como suelen ir en letra bastardilla, tienen la triple ventaja de hacer muy variada la visualidad del impreso; de manifestar que el autor sabe latín, cosa rara en estos tiempos en que todo el mundo lo aprende, y de probar que ha leído los autores franceses, prurito particular en una época en que no hay español que no trueque toda su lengua por un par de palabritas de por allá. Nosotros, como somos tan bobalicones, no sabemos a qué conducen los epígrafes, y quisiéramos que nos lo explicasen, porque, en el ínterin que llega este caso, creemos que el pedantismo ha sido siempre en todas las naciones el precursor de las épocas de decadencia de las letras. Verdad es que estamos muy seguros de que no ha de ir a menos nuestra literatura; esto es en realidad caso tan imposible como caerse una cosa que ya está caída; pero por eso mismo no quisiéramos tener los síntomas de una enfermedad cuyo único y verdadero antídoto acertamos a poseer. (I-25.)




ArribaAbajoLas dedicatorias

Los autores han descubierto el gran secreto para que no les critiquen sus obras. Zurcen un libro. ¿Son vaciedades? No importa. ¿Para qué son las dedicatorias? Buscan un nombre ilustre, encabezan con él su mamotreto, dicen que se lo dedican, aunque nadie sepa lo que quiere decir eso de dedicar un libro que uno hace a otro que nada tiene de común con el tal libro, y con ese talismán caminan seguros de ofensas ajenas. Ampáranse como los niños en las faldas de mamá para que papá no les pegue. (I-28.)




ArribaAbajoLa gloria y el interés

Mucho tiempo hemos considerado si debíamos hacer mérito del interés. Ciertamente que en un poema épico sería un pobrísimo episodio, y en una oda estaría tan mal colocado como el hospital en las Delicias. Pero en un papelucho de poco lucimiento y de menos provecho, nos parece que está tan perfectamente como una pedrada en el ojo de un boticario, y no ignora el vulgo, en cuya boca anda este caritativo refrán, la exactitud de nuestra comparación. Maguer que pobrecitos, bien traslucimos que los poetas que más gloria han alcanzado han comido, y no se nos diga que ésta es una paradoja. No pocas veces se complacía Homero en la descripción de los más suculentos banquetes; Horacio se burla amargamente de un mal convite. De nuestro Cervantes juramos que escribió con más que mediana hambre y apetito el capítulo de las bodas de Camacho. No hablemos de Anacreonte y de todos sus discípulos, porque sabido es que éstos han trocado siempre por una gota de zumo del Lico todo el jugo que puede dar el arbusto de Dafne.

Sabemos cuánto apreciaba nuestro Villegas el ruido de las castañas y el buen aloque y en qué consideraciones tenía Baltasar del Alcázar la oronda morcilla que nunca le dejó acabar su cuento. En fin, de los poetas bucólicos sabremos decir que no ha habido uno que no haya encumbrado a las nubes la dulce miel y la blanca leche. Así, pues, sostendremos a la faz de los partidarios de la aérea fama póstuma a quienes parezca mal la dirección que tomen nuestras habladurías, que si los grandes poetas no han escrito para comer, a lo menos han comido para escribir. (I-44.)




ArribaAbajoSátira de un poeta

No fuera tan literato como es y había de bastar aquella prenda para hacerle pasar por hombre de bien, ya que no por poeta, como le sucedía a don Eleuterio, Crispín de Andorra; y también vale mucho más ser hombre de bien y salvar su alma que hacer buenos versos, si no se pudieran reunir ambas cosas, lo cual sería lo mejor. Por ejemplo, ahí está un Aronet. ¿De qué le sirvió hacer su Zaira y su Mahoma, con otras frioleras de gusto, si a la hora de ésta debe de estar probablemente hecho un torrado en los profundos? Esto es lo que me da rabia cuando leo un hermoso trozo de Homero y aun de Virgilio; siempre arrojo el libro diciendo: ¿Qué lástima que esos hombres no fuesen buenos cristianos y hombres de bien, como D. Clemente Díaz! Pues ¿y cuando leo a Horacio, a Juvenal y a Persio y a Boaló, como alguno describe, o Boileau, como se llamaba él y escribimos nosotros? (I-73.)




ArribaAbajoLa susceptibilidad literaria

...A Madrid la république des lettres était celle des loups, toujours armés les uns contre les autres; et livrés au mépris aú ce visible acharnement les conduit, tous les insectes, les moustiques, les cousins, les critiques, les maringouins, les envieux, les feuilistes, les libraires, les censeurs et tout ce qui s'attache a ta peau des malhereux gens de lettres, achevait de déchiqueter et de sucer le peu de substance qui leur restait.


BEAUMARCHAIS, Le Barbier de Séville, acto I.                


Muchos son los obstáculos que para escribir encuentra entre nosotros el escritor, y el escritor, sobre todo, de costumbres, que funda sus artículos en la observación de los diversos caracteres que andan por la sociedad revueltos y desparramados. Si hace un artículo malo, ¿quién es él, dicen, para hacerle bueno? Y si lo hace bueno, será traducido, gritan a una voz sus amigos. Si huyó de ofender a nadie, son pálidos sus escritos, no hay chiste en ellos ni originalidad; si observó bien, si hizo resaltar los colores y si logra sacar a los labios de su lector tal cual picante sonrisa: «es un payaso», exclaman, como si el toque del escribir consistiera en escribir serio. Si le ofenden los vicios, si rebosa en sus renglones la indignación contra los necios, si los malos escritores le merecen tal cual varapalo, «es un hombre feroz, a nadie perdona, ¡Jesús, qué entrañas!». ¡Habrá pícaro, que no quiere que escribamos disparates! ¿Dibujó un carácter y tomó para ello toques de éste y de aquél, formando un bello ideal de las calidades de todos? ¡Qué picarillo, gritan; cómo ha puesto a Don Fulano! ¿Pintó un avaro como hay ciento? Pues ése es D. Cosme, gritan todos, el que vive aquí a la vuelta. Y no se desgañite para decirle al público: Señores, que no hago retratos personales, que no critico a uno, que critico a todos; que no conozco siquiera a ese D. Cosme. ¡Tiempo perdido! Que el artículo está hecho hace dos meses, y D. Cosme vino ayer. -Nada-. Que mi avaro tiene peluca y D. Cosme no la gasta. -¡Ni por esas! Púsole peluca, dicen, para desorientar; pero es él-. Que no se parece a D. Cosme en nada. -No importa; es D. Cosme, y se lo hacen creer todos a don Cosme, por ver si D. Cosme le mata; y D. Cosme, que es caviloso, es el primero a decir: «Ese soy yo». Para esto de entender alusiones, nadie como nosotros.

¿Consistirá esto en que los criticados que se reconocen en el cuadro de costumbres se apresuran a echar el muerto al vecino para descartarse de la parte que a ellos les toca? ¡Quién sabe! Confesemos, de todos modos, que es pícaro oficio el de escritor de costumbres. (III-282.)




ArribaAbajoAmor propio de los literatos

«Genus irritabile vatum», ha dicho un poeta latino. Esta expresión bastaría a probarnos que el amor propio ha sido en todos tiempos el primer amor de los literatos, si hubiésemos menester más pruebas de esta incontestable verdad que la simple vista de los más de esos hombres que viven entre nosotros de la literatura. No queremos decir por esto que sea el amor propio defecto exclusivo de los que por su talento se distinguen; generalmente, se puede asegurar que no hay nada más temible en la sociedad que el trato de las personas que se sienten con alguna superioridad sobre sus semejantes. ¿Hay cosa más insoportable que la conversación y los dengues de la hermosa que lo es a sabiendas? Mírela usted a la cara tres veces seguidas; diríjala usted la palabra con aquella educación, deferencia o placer que difícilmente pueden dejar de tenerse hablando con una hermosa; ya le cree a usted su don Amadeo, ya le mira a usted como quien le perdona la vida. Ella, sí, es amable, es un modelo de dulzura; pero su amabilidad es la afectada mansedumbre del león, que hace sentir de vez en cuando el peso de sus garras; es pura compasión que nos dispensa.

Pasemos de la aristocracia de la belleza a la de la cuna. ¡Qué amable es el señor marqués, qué despreocupado, qué llano! Vedle con el sombrero en la mano, sobre todo para sus inferiores. Aquella llaneza, aquella deferencia, si ahora damos en su corazón, es una honra que cree dispensar, una limosna que cree hacer al plebeyo. Trate éste diariamente con él, y al fin de la jornada nos dará noticias de su amabilidad: ocasiones habrá en que algún manoplazo feudal le haga recordar con quién se las ha. (III-278.)




ArribaAbajoEl literato insoportable

El estado de la literatura entre nosotros y el heroísmo que en cierto modo se necesita para dedicarse a las improductivas letras, es la causa que hace a muchos de nuestros literatos más insoportables que los de cualquiera otro país; añádase a esto el poco saber de la generalidad, y de aquí se podrá inferir que entre nosotros el literato es una especie de oráculo, que, poseedor único de su secreto y sólo iniciado en sus misterios recónditos, emite su opinión obscura con voz retumbante y hueca, subido en el trípode que la general ignorancia le fabrica. Charlatán por naturaleza, se rodea del aparato ostentoso de las apariencias, y es un cuerpo más impenetrable que la célebre cuña de la milicia romana. Las bellas letras, en una palabra, el saber escribir es un oficio particular que sólo profesan algunos, cuando debiera constituir una pequeñísima parte de la educación general de todos.

Pero, si atendidas estas breves consideraciones, es el orgullo del talento disculpable, porque es el único modo que tiene el literato de cobrarse el premio de su afán, no por eso autoriza a nadie a ser en sociedad ridículo. (III-278 y 279.)




ArribaAbajoLa gloria en España

Las estupendas rarezas que por acá nos vienen contando los viajeros de los Walter Scott, los Casimir Delavigne, los Lamartine, los Scribe y los Víctor Hugo, de los cuales, el que menos tiene, amén de su correspondiente gloria, su palacio, donde se da la vida de un príncipe, son cosas de por allá y extravagancias que sólo suceden en Francia y en Inglaterra; verdad es que no tenemos tampoco hombres de aquel temple; pero si los hubiera, sucedería probablemente lo mismo.

No siendo posible reunir, pues, honra y provecho, ha de quererse una u otro. En cuanto a saber, no sabiendo sino francés, tiene uno sólo con eso andada ya la mitad del camino. Haga unas cuantas poesías fugitivas; tal cual soneto, muy sonoro y lleno de pámpanos poéticos; no se apure sí no dice nada en él; corra entre los amigos, saque él mismo copias furtivas y repártalas como pan bendito; sean destinadas, sobre todo, sus poesías a las mujeres, que son las que dan fama; haga correr la voz de que está haciendo una obra grande, cuyo título se sabrá con el tiempo; procure, a fuerza de transposiciones y de palabras desenterradas del diccionario, no sabidas de nadie, que digan de él: ¡Cómo maneja la lengua! ¡Es hombre que sabe el castellano! Porque aunque lo menos que puede saber un literato es saber su lengua, éste es, sin embargo, el ápice de la ciencia en el país; y en cuanto vea que pasa por muchacho de esperanza, váyase a viajar; esté fuera diez o doce años, en los cuales puede vivir seguro de que se hablará de él más de lo que sea menester. Vuelva entonces; reúna en un tomo alguna comedia, media docena de odas y un romancito; diga en el prólogo que las hizo en los ratos perdidos que sus desgracias le dejaron libres; que las publica por haber sabido que algunas composiciones de ellas se han impreso en Amberes o en América, sin su licencia y con faltas, hijas de la incuria de los copiantes, y que dedica a su cara patria aquel corto obsequio, y déjelas correr. No vuelva a escribir nada: silencio y aristocracia literaria, y yo le respondo de que llegará a una edad provecta oyendo repetir a los pájaros: Es un sabio. Y entonces ya puede con seguridad darle al público comedias, folletos, comentarios: todo será bueno, ¡por ser suyo! (III-271.)




ArribaAbajoLas mujeres y las novelas

Es un error, en nuestro entender bastante general, creer que las novelas tienen la culpa de las locas bodas y desatinados enlaces que en el mundo se hacen y se han hecho. No está todo el daño en las novelas; la mayor parte está en el corazón humano. El amor, ora le llamemos, como nuestros abuelos, que no veían más que el lado hermoso de las cosas, una noble pasión; ora le llamemos, como nuestros despreocupados del día, que sólo ven el lado feo de las cosas, una vil necesidad rebozada; el amor existe en la naturaleza, y mientras exista podrá ocurrir en la vida frecuentemente que no se halle de acuerdo con el interés. Desde los tiempos fabulosos que se remontan a la más atrasada antigüedad, desde Píramo y Tisbe, desde Leandro y Hero, que ciertamente no habían leído ninguna novela moderna, son conocidos estos desastrados amores. La organización de una mujer es la verdadera novela perniciosa, y, por desgracia, es la que no se le puede quitar; éste es el libro donde aprende a amar. A una belleza fría, de quien nada reclame su insensible corazón, dénsele todas las novelas del mundo y dénselas sin cuidado; nosotros respondemos de su inalterable tranquilidad y de su eterna sensatez; aquélla, empero, que ha recibido de la Naturaleza el funesto don de una extrema sensibilidad, quítensele las novelas y será en balde: mientras no se le quiten los ojos, respondemos de que hará todas las locuras del mundo por seguir el objeto que una vez la haya deslumbrado. Por este estilo creemos que son la mayor parte de las locuras que hacen los hombres miserables; imperiosas leyes que impone la Naturaleza y que paga el hombre. (III-275.)




ArribaAbajoLa poesía y la crítica

No presta el cielo al mismo tiempo la fría severidad del crítico y la ardiente imaginación del vate, y mal pudiera prestarlas sin contradecir sus propias leyes. Si alguna vez, pues, se ven ambas calidades reunidas, puede reputarse fenómeno. Recorramos la lista de los primeros poetas; no hallaremos en ésa a los grandes didácticos; precepto será lo que en sus obras encontraremos, preceptos de inspiración; rara vez preceptistas. Homero, Virgilio, Anacreonte, Píndaro, Tasso, Milton, etc., etc., se contentaron con la parte que les tocó; verdad es que les tocó lo más, porque nunca harán los preceptos a un poeta. Recorramos, por otra parte, las obras de los grandes maestros del arte. Aristóteles hubiera probado a entonar la trompa épica; en balde hubiera ensayado a observar sus mismas reglas. Longino, que tan bien entendió lo sublime, no hubiera dado nunca con él. El severo Boileau quiso pulsar la lira, y Apolo la rompió en sus débiles manos; toda su oda a la toma de Namor puede darse por el peor concepto de su arte poética. La Harpe dio modelos, pero modelos de escuela. En una palabra, la cabeza puede aventajarse en el hombre, pero es, por lo regular, a costa del corazón. Dos nombres colosales, que son los que más acaso a la perfección se han acercado, pudieran citarse como poderosas excepciones de nuestro aserto: Horacio y Voltaire. Esto, sin embargo, podría ser objeto de larga discusión, en que no podemos entrar ahora; en ella aparecería tal vez que el Horacio del arte poético y de las sátiras no es el Horacio de las odas; que el Voltaire prosista es infinitamente superior al Voltaire autor cómico, trágico y épico. (III-288.)




ArribaAbajoCensura y reacción

Nada más temible en las conmociones políticas que las reacciones; ellas hacen desandar a los partidos por lo común mucho más camino del que durante su progresivo movimiento anterior lograron avanzar. La literatura no es la que menos se ha resentido en nuestro país y en varias épocas recientes de esta lastimosa verdad. Un nombre sólo de un hombre, envuelto en la ruina de su partido, suele bastar a proscribir una obra inocente; al paso que la suspicacia del vencedor, recelándose de su misma sombra, suele hallar en las frases más indiferentes alusiones peligrosas capaces de comprometer su seguridad. He aquí la razón por qué se ha escrito con más libertad e independencia en épocas ciertamente mucho más atrasadas que las que nosotros hemos alcanzado.

La mayor parte de las obras de nuestros autores, que han corrido y corren en manos de todos constantemente, no hubieran visto jamás la luz pública si hubieran debido sujetarse por primera vez a la censura parcial y opresora con que un partido caviloso y débil ha tenido en nuestros tiempos cerradas las puertas del saber. Y decimos débil, porque sabido es que tanto más tiránico es un partido, cuanto menos fuerza moral, cuantos menos recursos físicos tiene de que disponer. Desprovisto de fuerzas propias, va a buscarlas en las ajenas conciencias, y teme la palabra. Sólo un Gobierno fuerte y apoyado en la pública opinión puede arrostrar la verdad y aun buscarla; inseparable compañero de ella, no teme la expresión de las ideas, porque indaga las mejores y las más sanas para cimentar sobre ellas su poder indestructible. (III-312.)




ArribaAbajoEl don de la palabra

No sé qué profeta ha dicho que el gran talento no consiste precisamente en saber lo que se ha de decir, sino en saber lo que se ha de callar; porque en esto de profetas no soy muy fuerte, según la expresión de aquel que miraba detenidamente al Neptuno de la fuente del Prado, y añadía de buena fe, enseñándosela a un amigo suyo:

-Aquí tiene usted a Jonás conforme salió del vientre de la ballena.

-¡Hombre! ¿A Jonás? -le replicó el amigo-. Si este es Neptuno...

-O Neptuno; como usted quiera -replicó el cicerone-; que en esto de profetas no soy muy fuerte.

El hecho es que la cosa se ha dicho, y haya sido padre de la Iglesia, filósofo o dios del paganismo, no es menos cierta ni verosímil, ni más digna tampoco de ser averiguada en tiempos en que dice cada cual sus cosas y las ajenas cómo y cuándo puede.

Platón, que era hombre que sabía dónde le apretaba el zapato, si bien no los gastaba, y que sabía asimismo cuánto tenía adelantado para hablar el que no ha hablado todavía, había adoptado por sistema enseñar a sus discípulos a callar antes de pasar a enseñarles materias más hondas, y en esa enseñanza invertía cinco años, lo cual prueba evidentemente dos cosas: primera, que Platón estaba, como nuestras Universidades, por los estudios largos; segunda, que no es cosa tan fácil como parece enseñar a callar al hombre, el cual nació para hablar, según han creído erróneamente algunos autores mal informados, dejándose deslumbrar, sin duda, por las apariencias de verosimilitud que le da a esta opinión el don de la palabra, que nos diferencia, tan funestamente, de los más seres que creó de suyos callados y taciturnos la sabia Naturaleza. (III-320.)




ArribaAbajoPérdida de la influencia literaria de España

Olvidada la antigua influencia nuestra, levantadas otras naciones a ocupar el puesto privilegiado que vergonzosamente les cedíamos en el rango de los pueblos, la literatura no podía menos de resentirse de nuestra decadencia política y militar; callaron los cisnes de España; una nación vecina, de quien atinadamente dice el Sr. Maury: Le génie naquit français..., creó una literatura nueva, que debía adolecer, sin embargo, de la influencia regularizadora y acompasada, filosófica, del siglo en que aquélla prosperaba. Millares de preceptistas creyeron leer en Horacio lo que nunca acaso había pensado decir; Shakespeare y Lope fueron sacrificados en las aras de la nueva escuela, y el gusto se asentó sobre las ruinas del genio; el corto número de apasionados hubo de contentarse con admirarles en silencio; nadie osó alabarlos sin rubor. Entronizada la nueva escuela, que nada debía en verdad a la España; ésta debía quedar borrada del mundo literario, y un célebre crítico pudo decir de ella impunemente: Un rimeur sans péril delà les Pyrenées, etcétera, y llamarla bárbara sin que nadie se atreviese a sospechar que se podría volver por ella algún día victoriosamente...

Las épocas y los gustos se suceden, sin embargo, rápidamente, y el hombre debía volver a conocer que no había nacido sólo para un mundo de amarga y disecada realidad; escritores osados intentaron sacudir el yugo impuesto por los preceptistas; el mundo debía encontrar, al fin, en política como en literatura, la libertad para que nació; la literatura española debía surgir desde este momento y aparecer más radiante que nunca, como un inmenso fanal obscurecido largo tiempo por una espesa niebla. Los alemanes fueron los primeros que desenterraron vuestras bellezas, y Calderón vino a serles un objeto de culto. Había falta, sin embargo, todavía de una obra que hiciese conocer a la nación exclusiva que los españoles son hombres también y poetas. Tan grande empresa debía arredrar al más osado. No bastaba decir: «Aprendan ustedes el castellano.» Esto hubiera sido acaso reproducir la Casandra de Troya, y era preciso decir: «Aprendan ustedes en francés a leer el castellano.» (III-334 y 335.)




ArribaAbajoEl periodista

«El hombre propone y Dios dispone.» Gran cosa dijo el primero que anunció este proverbio, hoy tan trillado. Si hay proverbios que envejecen y caducan, éste toma, por el contrario, más fuerza cada día. Yo, por mi parte, confieso que a haber tenido la desgracia de nacer pagano, sería ese proverbio una de las cosas que más me retraerían de adoptar la existencia de muchos dioses; porque soy de mío tan indómito e independiente, que me asustaría la idea de proponer yo y de que dispusiesen de mis propósitos millares de dioses, ya que, desdichadamente, ha de ser hombre un periodista, y, lo que es peor, hombre débil y quebradizo. Ello no se puede negar que un periodista es un ser bien criado, si se atiende a que no tiene voluntad propia; pues sobre ser bien criado, debe participar también de calidades de los más de los seres existentes; ha menester, si ha de ser bueno y de duración, la pasta del asno y su seguridad en el pisar, para caminar sin caer en un sendero estrecho y agachar, como él, las orejas cuando zumba en derredor de ellas el garrote. Necesita saberse pasar sin alimento semanas enteras como el camello, y caminar la frente erguida por medio del desierto. Ha de tener la velocidad del gamo en el huir para un apuro, para un día en que Dios disponga lo que él no haya puesto. Ha de tener el perro olfato, para oler con tiempo donde está la fiera y el ladrar a los pobres; y ha de saber dónde hace presa, y dónde quiere Dios que hinque el diente. Le es indispensable la vista perspicaz del lince para conocer en la cara del que ha de disponer, lo que él debe poner; el oído del jabalí para barruntar el runrún de la asonada; se ha de hacer, como el topo, el mortecino, mientras pasa la tormenta; ha de saber andar cuando va delante con el paso de la tortuga, tan menudo y lento que nadie se lo note, que no hay rosa que más espante que el ver anidar al periodista; ha de saber, como el cangrejo, desandar lo andado, cuando lo ha andado de más, y como de esas veces ha de irse sesgando por entre las matas a guisa de serpiente; ha de mudar camisa; en tiempo y lugar como la culebra; ha de tener cabeza fuerte como el buey, y cierta amable inconsecuencia como la mujer; ha de estar en continua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo a quien salva la vida; ha de ser, como el músico, inteligente en las fugas, y no ha de cantarle contralto más que escriba con trabajo; y a todo, en fin, ha de poner cara de risa como la mona. Esto con respecto al reino animal.

Con respecto al vegetal, parécese el periodista a las plantas en acabar con ellas un huracán sin servirles de mérito el fruto que hayan dado anteriormente: como la caña, ha de doblar la cerviz al viento, pero sin murmurar como ella; ha de medrar como el junco y la espadaña en el pantano; ha de dejarse podar cómo y cuándo Dios disponga, y tomar la dirección que le dé el jardinero; ha de pinchar como el espino y la zarza los pies de los caminantes desvalidos, dejándose hollar de la rueda del poderoso; en días oscuros ha de cerrar el cáliz y no dejar sus pistilos como la flor del azafrán; ha de tomar color según le den los rayos del sol; ha de hacer sombra, en ocasiones dañinas, como el nogal; ha de volver la cara al astro que más calienta como el girasol, y es planta muerta sino; seméjase a las palmas en que mueren las compañeras, empezando a morir una; así ha de servir para comer, como para quemar, a guisa de piña; ha de oler a rosa para los altos, y a espliego para los bajos; ha de matar halagando como la hiedra.

Por lo que hace al mineral, parece el periodista a la piedra en que no hay picapedrero que no le quite una esquirla y que no le dé un porrazo; ha de tener tantos colores como el jaspe, si ha de parecer bien a todos; ha de ser frío como el mármol debajo del pie del magnate; ha de tener los pies de plomo; ha de servir como el bronce para inmortalizar hasta los dislates de los próceres; lo ha de soldar todo como el estaño; ha de tener más vetas que una mina y más virtudes que un agua termal. Y después de tanto trabajo y de tantas calidades, ha de saltar, por fin, como el acero en dando con cosa dura. (III-327.)




ArribaAbajoLa magia de las palabras

No sé quién ha dicho que el hombre es naturalmente malo: ¡grande picardía por cierto!; nunca hemos pensado nosotros así; el hombre es un infeliz, por más que digan; un poco fiero, algo travieso, eso sí; pero en cuanto a lo demás, si ha de juzgarse de la índole del animal por los signos exteriores, si de los resultados ha de deducirse alguna consecuencia, quisiera yo que Aristóteles y Plinio, Buffon y Valmonit de Bomare, me dijesen qué animal, por animal que sea, habla y escucha. He aquí precisamente la razón de la superioridad del hombre, me dirá un naturalista; y he aquí precisamente la de su inferioridad, pienso yo, que tengo más de natural que de naturalista. Presente usted a un león devorado del hambre (cualidad única en que puede compararse el hombre al león); preséntele usted un carnero, y verá usted precipitarse a la fiera sobre la inocente presa con aquella oportunidad, aquella fuerza, aquella seguridad que requiere una necesidad positiva, que está por satisfacer. Preséntele usted al lado un artículo de un periódico, el más lindamente escrito y redactado; háblele usted de felicidad, de orden, de bienestar, y apártese usted algún tanto, no sea que si lo entiende le pruebe su garra que su única felicidad consiste en comérsele a usted. El tigre necesita devorar al gamo, pero seguramente que el gamo no espera oír sus razones. Todo es positivo y racional en el animal privado de la razón. La hembra no engaña al macho, y viceversa; porque como no hablan, pondrán nombre a las cosas, y llamando a una robo, a otra mentira, a otro asesinato, conseguirán, no evitarlas, sino llenar de delincuentes los bosques. Crearán la vanidad y el amor propio; el noble bruto que dormía tranquilamente las veinticuatro horas del día, se desvelará ante la fantasma de una distinción; y al hermano, a quien sólo mataba para comer, matarale después por una cinta blanca o encarnada. Deles usted, en fin, el uso de la palabra, y mentirán; la hembra al macho, por amor; el grande al chico, por ambición; el igual al igual, por rivalidad; el pobre al rico, por miedo y por envidia; querrán gobierno y como cosa indispensable, y en la clase de él estarán de acuerdo, ¡vive Dios!; éstos se dejarán degollar porque los mande uno solo, afición que nunca he podido entender; aquéllos querrán mandar a uno solo, lo cual no me parece gran triunfo; aquí, querrán mandar todos, lo cual ya entiendo perfectamente; allí, querrán ser los animales nobles, de alta cuna, quiere decir... (o mejor, no sé lo que quiere decir), los que manden a los de baja cuna; allá, no habrá diferencia de cunas... ¡Qué confusión! ¡Qué laberinto! Laberinto que prueba que en el mundo existe una verdad, única cosa positiva, que es la única justa y buena, que esa la reconocen todos y convienen en ella; de eso proviene no haber diferencias. En conclusión, los animales, como no tienen el uso de la razón ni de la palabra, no necesitan que les diga un orador cómo han de ser felices, no pueden engañar ni son engañados; no creen ni son creídos. (III-340 y 341.)




ArribaAbajoEl purismo

Ni somos ni queremos ser puristas; en ninguna parte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre con la divinidad ni con la Naturaleza de usar de tal o cual combinación de sílabas para explicarse; desde el momento en que por mutuo acuerdo una palabra se entiende, ya es buena; desde el punto en que una lengua es buena para hacerse entender en ella, cumple con su objeto, y mejor será, indudablemente, aquella cuya elasticidad le permite dar entrada a mayor número de palabras exóticas, porque estará segura de no carecer jamás de las voces que necesite; cuando no las tenga por sí, las traerá de fuera. En esta parte diremos de buena fe lo que ponía Iriarte irónicamente en boca de uno que estropeaba la lengua de Garcilaso:


«Que si él habla la lengua castellana,
yo hablo la lengua que meda la gana.»



(III-422.)




ArribaAbajoLas palabras definitivas

Sentado el principio de que hay cosas buenas, hay palabras que parecen cosas, es decir, que hay palabras buenas.

A primera vista parece que buenas deben ser todas las palabras, puesto que sirven todas para hablar, o sea para gastar conversación, que es el fin que parecemos proponernos; esto es un error, sin embargo, y error grave. Palabras hay malas, profundamente malas por sí mismas, y sin necesidad de accesorios, que forman por sí solas oración y sentido, por más que suelan ellas no tener sentido común. Palabras que valen más que un discurso, y que dan que discurrir; cuando uno oye, por ejemplo, la palabra conspiración, cree estar viendo un drama entero, aunque no sea nada en realidad. Cuando uno oye la palabra libertad, sola ella, solita, cree uno estar oyendo una larga comedia. Cuando uno oye la palabra imprenta, ¿no cree ver, detrás de la censura, el imposible vencido, la cuadratura del círculo, la gran quisicosa? ¿No hay quién ve en ella el abismo, la anarquía, aquel qué sé yo, que nadie sabe explicar ni comprender? Cada una de estas palabras son verdaderas linternas mágicas: el mundo todo pasa al través de ellas. Una vez encendidas, todo se ve dentro.

Estas palabras, que encierran por sí solas una significación entera y determinada, son malas generalmente; las buenas son aquellas que no dicen nada por sí, como, por ejemplo: prosperidad, ilustración, justicia, regeneración, siglo, luces, responsabilidad, marchar, progreso, reforma, etc., etc. Estas no tienen un sentido fijo y decisivo; hay quien las entiende de un modo, hay quien las entiende de otro, hay, por fin, quien no las entiende de ninguno. Estas son buenas, porque, blandas como cera, adáptanse a todas las figuras; éstas son, en fin, el alimento de toda conversación. Con ellas no hay discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda probar, no hay pueblo a quien no se pueda convencer. Estas son las palabras que parecen cosas. (III-392 y 393.)




ArribaAbajoDecadencia literaria

Si bien luce algún ingenio todavía de cuando en cuando, nuestra literatura, sin embargo, no es más que un gran brasero apagado, entre cuyas cenizas brilla aún pálida y oscilante tal cual chispa rezagada. Nuestro siglo de oro ha pasado ya, y nuestro siglo XIX no ha llegado todavía.

En poesía estamos aún a la altura de dos arroyuelos murmuradores, de la tórtola triste, de la palomita de Filis, de Batilo y Menalcas, de las delicias de la vida pastoril, del caramillo y del recental, de la leche y de la miel, y otras fantasmagorías por este estilo. En nuestra Poesía, a lo menos, no se hallará malicia: todo es pura inocencia. Ningún rumbo nuevo, ningún resorte no usado. Convengamos en que el poeta del año 35, encenagado en esta sociedad envejecida, amalgama de oropeles y de costumbres perdidas, presa él mismo de pasioncillas endebles, saliendo de la fonda o del billar, de la ópera o del sarao, y a la vuelta de esto empeñado en oír desde su bufete el cefirillo suave que juega enamorado y malicioso por entre las hebras de oro o de ébano de Filis, y pintando a lo Gessner la deliciosa vida del otero (invadido por los facciosos), es un ser ridículamente hipócrita o furiosamente atrasado. ¿Qué significa escribir cosas que no cree ni el que las escribe ni el que las lee? (III-395.)




ArribaAbajoLa notoriedad literaria

Venir a aumentar el número de los vivientes, ser un hombre más donde hay tantos hombres, oír decir de sí: «Es un tal fulano», es ser un árbol más en una alameda. Pero pasar cinco y seis lustros oscuro y desconocido, y llegar una noche entre otras, convocar a un pueblo, hacer tributaria su curiosidad, alzar una cortina, conmover el corazón, subyugar el juicio, hacerse aplaudir y aclamar, y oír al día siguiente de sí mismo al pasar por una calle o por el Prado: «Aquel es el escritor de la comedia aplaudida», eso les algo; es nacer; es devolver al autor de nuestros días por un apellido oscuro un nombre claro; es dar alcurnia a sus ascendientes en vez de recibirla de ellos; es sobreponerse al vulgo y decirle: «Me has creído tú inferior, sal de tu engaño; poseo tu secreto y el de tus sensaciones, domino tu aplauso, y tu admiración; de hoy más no estará en tu mano despreciarme, medianía; calúmniame, aborréceme si quieres, pero alaba.» Y conseguir esto en veinticuatro horas, y tener mañana un nombre, una posición, una carrera hecha en la sociedad, el que quizá no tenía ayer donde reclinar su cabeza, es algo, y prueba mucho en favor del poder del talento. Esta aristocracia es, por lo menos, tan buena como las demás, pues que tiene el lustre de la de la cuna y pues que vale dinero, como la de la riqueza. (III-559.)




ArribaAbajoAfición al álbum

Esta afición, recién nacida, cundió extraordinariamente; los ingleses se asieron de ella; los franceses no la despreciaron, y todo hombre de alguna celebridad fue puesto a contribución; el valor de un álbum, por consiguiente, puede ser considerable; una pincelada de Goya, un capricho de David o de Vernet, un trozo de Chateaubriand o de Lord Byron, la firma de Napoleón, todo esto puede llegar a hacer de un álbum un mayorazgo para una familia.

Nuestras señoras han sido las últimas en esta moda como en otras, pero no las que han sabido apreciar menos el valor de un álbum; ni es de extrañar; el libro en blanco es un templo colgado todo de sus trofeos; es su lista civil, su presupuesto, o por lo menos, el de su amor propio. Y en rigor, ¿qué es una bella sino un álbum a cuyos pies todo el que pasa deposita un tributo de admiración? ¿Qué es su corazón muchas veces sino álbum? (III-422.)




ArribaAbajoEl monólogo del escritor español

Escribir y crear en el centro de la civilización y publicidad, como Hugo y Lherminier, es escribir. Porque la palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia. Escribir como Chateaubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno, es escribir para la humanidad; digno y noble fin de la palabra del hombre, que es dicha para ser oída. Escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo triste y desesperante para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan o son los despojados? (III-546 y 547.)




ArribaAbajoDe la sátira y de los satíricos

Tiempo hacía que deseábamos una ocasión de decir algo acerca de la mala interpretación que se da generalmente al carácter y a la condición de los escritores satíricos. Créese vulgarmente que sólo un principio de envidia y la importancia de crear un germen de mal humor y de misantropía, hijo de circunstancias personales o de un defecto de organización, pueden prestar a un escritor aquella acrimonia y picante mordacidad que suelen ser el distintivo de los escritores satíricos.

Confesamos ingenuamente que estamos demasiado interesados por la tendencia general de los nuestros en desvanecer semejante prevención; no diremos que hayan abusado muchas veces hombres de talento del don de ver el lado ridículo de las cosas y que no le hayan hecho servir algunas para sus fines particulares. Esto es demasiado cierto, por desgracia; pero ¿de qué don de la Naturaleza no ha abusado el hombre y quién será el que se atreva a sacar deducciones generales de meras excepciones?

Nosotros por eso no dejaremos de reconocer en los escritores satíricos cualidades eminentemente generosas; en cuanto a las dotes que de la Naturaleza debe haber recibido el que cultiva con buen éxito tan difícil género, ha de poseer suma perspicacia y penetración para ver en su verdadera luz las cosas y los hombres que lo rodean, y para no dejarse llevar nunca de las apariencias, que lo cubren todo con su barniz engañoso; profundo por carácter y por estudio, no ha de detenerse jamás en su superficie, sino desentrañar las causas y los resortes del corazón humano. Esto puede dárselo la Naturaleza; pero es forzoso, además, que las circunstancias personales lo hayan colocado constantemente en una posición aislada e independiente, porque de otra suerte, y desde el momento en que se interesa más en unas cosas que en otras, difícilmente podrá ser observador discreto y juez imparcial de todas ellas. Como es el que censura las acciones y opiniones de los demás, es el que, naturalmente, debe encontrar más dificultad en convencer y persuadir, necesita añadir a su clara vista el arte no menos importante de decir, lo uno, porque no hay verdad que mal o inoportunamente dicha no pueda parecer mentira; lo otro, porque rara vez nos persuade la verdad que no nos halaga; y el arte de decir es casi siempre obra del estudio. Son raras, además, las verdades que la Naturaleza nos presenta claras por sí solas y que no necesitan para ser comprendidas y desarrolladas gran copia de conocimientos. Ni son todas las épocas iguales y maneras de decir, que en un siglo pudieran ser, no sólo permitidas, sino lícitas, las que llegan a ser en otro chocantes, cuando no imposibles. Esta es la razón por qué el satírico debe comprender perfectamente el espíritu del siglo a que pertenece; y esta es la gran diferencia que entre los satíricos de las literaturas antigua y moderna choca al estudioso. El primer satírico de quien, rastreando en la obscuridad de los tiempos, hallamos fragmentos, es Aristófanes, que en sus Nubes, sátira dialogada e informe, más bien que comedia, se propuso ridiculizar nada menos que a uno de los primeros filósofos de la antigüedad, el divino Sócrates. Cualquiera que conozca la desnudez desvergonzada de aquella producción nos confesará que hubiera sido execrada en épocas de mayor cultura. Y dejando a un lado los tiempos remotos de la antigua Grecia, pasemos rápidamente la vista sobre el modo de decir de los escritores del siglo cultísimo (con relación, sin duda, a los anteriores) de Augusto; y dígasenos francamente si el obscuro Persio, si el acre Juvenal, usando de giros más cínicos que los mismos personajes imperiales que satirizaban, hubieran hallado lectores sufridos en nuestro siglo, de más hipócritas modales, amigo de giros más mojigatos. Y no hablemos de la licenciosa manera de Catulo y de Tibulo, de la desnudez de Marcial; contraigámonos al severo Cicerón, al dulcísimo y ameno Virgilio, al cortesano Horacio. Más de un pasaje de la Catilinaria o de la oración contra Verres, la égloga entera de Alexis y Coridón, la oda burlesca a Priapo y otros cien trozos de aquellos órganos del buen gusto romano hubieran provocado gestos de hastío y de indignación, no precisamente en nuestra moderna sociedad, pero aún en el siglo de Luis XIV, más aproximado a ellos que nosotros.

Y descendiendo a éste, el mismo Boileau, tan mirado, tropezaría con más de un improbador; es rara la comedia de Regnard y de Moliere en que no resaltan trozos, escenas que ruborizan en el día cuando se repiten al parterre francés del siglo XIX. (III-488 y 489.)




ArribaAbajoLos escritores de costumbres

Este género, tal cual le cultiva felizmente entre nosotros el Curioso Parlante, es enteramente moderno y fue desconocido a la antigüedad. Muchos escritores moralistas habían estudiado ya al hombre y la sociedad de su tiempo; esta especie de filosofía práctica encontró siempre numerosos sectarios bajo la diversidad de formas que adoptó para producirse; el teatro, en todas partes, se apoderó de las costumbres para retratarlas desde Aristófanes hasta nuestros días; algunos, no queriendo disfrazar tanto sus lecciones, dieron, desde Teofrasto hasta La Bruyère, los resultados de su observación del corazón humano, en caracteres ligeramente bosquejados, pero desembarazados de toda intriga que pudiese desleír en tintas degradadas y acumuladas el colorido principal. Otros sentenciosos y lacónicos, como La Rochefoucauld y Vauvenargues, se limitaron a colecciones de aforismos morales. Prefirieron muchos la sátira, verdadera composición poética de costumbres. Algunos, en fin, idearon el medio de urdir un cuento, una fábula más o menos intrincada, para desenvolver una lección moral, como lo hicieron Esopo, Fedro, Lafontaine, Samaniego, Marmontel, Mme. Genlis, Mme. Cottin, Fielding y otros, creando el apólogo, el cuento moral y la novela de costumbres. Conocidos ya y gastada la novedad de estos diversos géneros, pensó Montesquieu excitar nuevamente la curiosidad con una idea peregrina, lo que logró completamente adoptando la forma epistolar en sus Cartas persas, seguidas de numerosas imitaciones, de las cuales sólo las Cartas peruanas lograron sobrevivir, y que lograron tal éxito, que, según cuenta él mismo, llegó el caso de que los libreros no abrían la boca hablando con literatos, sino para decirles: Hágame usted cartas persas. Pero en cuanto a estos diversos géneros enunciados, nada tenía que envidiar la literatura española a las extranjeras; nuestro teatro, tan pródigo de fábulas estériles, encontró a veces en Calderón mismo, en Lope y sobre todo en Alarcón, Tirso, Moreto y los que le siguieron, escritores excelentes de costumbres. En la sátira, ni nos faltaron Juvenales ni Boileau. En la novela, en el cuento, en la fábula, la nación que puede citar a Cervantes, a Quevedo, a Mateo Alemán, a Luis Vélez de Guevara, al autor de La Celestina, del Gil Blas, sea quien fuere; a Samaniego, a Iriarte, a Isla, a Iglesias, no puede ser tildada de pobre; y por no faltarnos, hasta imitador tuvimos, si débil, justamente apreciado con todo, del Espíritu de las leyes en el coronel D. José Cadalso.

Empero cuantos autores hemos citado habían considerado al hombre en general tal cual le da la Naturaleza; pintores, habían retratado el mar con su bonanza y sus tormentas, cual en todas las zonas se ve; pero no le habían pintado tal cual esta o aquella marina lo ofrecen y lo modifican. Escritores cosmopolitas, filósofos universales, habían escrito para la Humanidad, no para una clase determinada de hombres. Esto era natural. Hasta que equilibrados los elementos diversos que habían reconstituido el mundo, hubiesen empezado a tomar las sociedades caracteres especiales que las distinguiesen, no era fácil retratar caras, sino especies. La religión cristiana, que vino a infundir en los pueblos el dogma de la igualdad y del equilibrio social, comenzó a darles nuevo aspecto creando individuos donde antes no había sino muchedumbres más o menos sujetas a la tiranía y al monopolio del poder y del mando. Los progresos mismos y las comunicaciones, creando el comercio y la industria, haciendo más necesarios los unos hombres a los otros, comenzaron a nivelarlo todo y a imprimir en los pueblos mayor movimiento, mayor cambio recíproco; entonces empezó a ser sociedad lo que hasta entonces no había sido sino reunión, y cada sociedad, entonces, tomó caracteres diferentes, según la altura a que se encontró en la escala de la gran reforma; cesó la uniformidad, que sólo podía hallarse en el principio y que sólo la llegada al mismo punto puede volver a traer. Viajeros los hombres de distintas tierras, a la caída del vasto imperio romano, que había abarcado el mundo, se separaron para hacer el viaje cada cual por el camino más en armonía con sus fuerzas y su inteligencia, dándose cita para el día de la nueva nivelación, de la igualdad completa; a ella caminamos y a la nueva uniformidad que en un escalón más alto de la civilización humana nos ha de volver a reunir algún día, como nos tenía reunidos a la caída del Imperio.

Unos empezaron más pronto a tener caracteres distintivos de los demás. En ellos forzosamente despuntaron escritores filósofos, que no consideraron ya al hombre en general como anteriormente se lo habían dejado otros descrito y como era ya de todos conocido, sino al hombre en combinación, en juego con las nuevas y especiales formas de la sociedad en que le observaban. El primero que en Inglaterra dio el ejemplo con admirable profundidad y perspicacia fue Addison en El Espectador, y si ninguno logra superarle, no dejó, con todo, de tener felices imitadores. Posteriormente, en Francia, país que siguió en el orden del gran viaje que todos hacemos las huellas de la Inglaterra, así que los trastornos políticos parciales acabaron de emancipar al pueblo y que la sociedad moderna se constituyó con las formas que por largo tiempo habían de distinguirla, así que empezaron a fijarse las nuevas costumbres y a suceder a la antigua Francia los modernos franceses, nacieron también escritores destinados a pintar las fases que empezaba la sociedad a presentar. Eran pintores de la sociedad francesa. Pero cualquiera conoce que semejantes bosquejos parciales estriban, más que en el fondo de las cosas, en las formas que revisten y en los matices que el punto de vista les presenta, que son, por tanto, variables, pasajeros y no de una verdad absoluta. No hubiera, pues, llegado nunca el género a entronizarse sino ayudado del gran movimiento literario que la perfección de las artes traía consigo; tales producciones no hubieran tenido oportunidad ni verdad, no contando con el auxilio de la rapidez de la publicación. Los periódicos fueron, pues, los que dieron la mano a los escritores de estos ligeros cuadros de costumbres, cuyo mérito principal debía de consistir en la gracia del estilo. Hay libro en este género que no es verdad más que el día que ve la luz; fundado sobre esa parte de los usos y costumbres condenada como el mar a eterno flujo y reflujo, muere la obra con la costumbre que ha pintado, y la reputación con ella del autor. De aquí tanta reputación pasajera, que no teniendo existencia propia, vive, como la oruga, lo que dura la hoja de la que se mantiene.

Es, pues, necesario que el escritor de costumbres no sólo tenga vista perspicaz y grande uso del mundo, sino que sepa distinguir además cuáles son los verdaderos trazos que bastan a darla fisonomía; descender a los demás no es retratar una cara, sino asir del microscopio y querer pintar los poros.

Pero al lado de estos escritores mirlitones ha visto la Francia, donde más cultivado es este género, gran número de reputaciones formarse, crecer, extenderse y venir a ser europeas. El libro famoso de los Ciento y uno, en que se propuso la literatura francesa, agradecida al arruinado librero Ladvocat, crearle un nuevo capital, dándole cada cual gratuitamente un artículo de costumbres, cuya reunión pudiese publicarse bajo el título general de París, es el cuadro más vasto, el monumento, más singular, ¿lo diremos de una vez?, la obra más grande que a cosas pequeñas han levantado los hombres.

Comparable a las pirámides de Egipto, colosales sepulcros erigidos por un gran pueblo, y ¿para qué? Para enterrar a un rey. Salvo la duración, pues las arenas literarias no dejarán más que alguna piedra de la obra de los Ciento y uno, al paso que las del Nilo respetan todavía las de los Faraones.

Imposible era que ciento y un hombres escribiesen todos igualmente bien; pero era difícil presumir que fuesen tantos los que escribiesen mal. No podremos menos, sin embargo, de citar los artículos de Alejandro Dumas, de Chateaubriand, el del duelo de Ducange, y sobre todo, los encantadores trozos titulados Les béotiens de Paris, de Luis Desnoyers, a quien pueden bastar para su gloria. Pero el genio infatigable que, como escritor de costumbres, no dudaremos en poner a la cabeza de los demás, es Balzac, después de admirado el cual, pues no puede ser leído sin ser admirado, puede decir el lector que conoce la Francia y su sociedad moderna, árida, desnuda de preocupaciones, pero también de ilusiones verdaderas y, por consiguiente, desdichada, asquerosa a veces y despreciable y, por desgracia, ¡cuán pocas veces ridícula! Balzac ha recorrido el mando social con planta firme, apartando la maleza que le impedía el paso, arañándose a veces para abrir camino, y ha llegado a su confín para ver asomado allí, ¿qué?: un abismo insondable, un mar salobre, amargo y sin playas, la realidad, el caos, la nada.

No citaremos ni a Eugenio Sué, ni a Alfredo de Vigny, ni a Jorge Sand, ni a otros que parecen rozarse con el fin moral de Balzac, porque, aunque pertenecientes a una misma escuela social, ni los creemos animados de buena fe, ni son, realmente, escritores de costumbres; y porque al examinar la tendencia espantosa de sus escritos y la funesta consecuencia que de ellos se deduce, puede ser objeto de un artículo más importante de lo que parece en el día para nuestro país.

Sólo concluiremos esta reseña cuando a Paúl de Kock para rebatir una opinión demasiado extendida en España por libreros ambiciosos o por lectores de poco criterio: careciendo de estilo y verdadero genio, Paúl de Kock, repetido en sus planes, sin objeto moral de ninguna especie, inmoral en sus formas, es en París el escritor de las modistillas; ni goza de otra consideración que la de un emborronador de papel con cierto chiste, y ese no todos los días. (III-513 y 514.)




ArribaAbajoEl costumbrismo como género

Por lo que del género hemos apuntado en general, puédese deducir cuán difícil sea acertar en un ramo de literatura en que es indispensable hermanar la más profunda y filosófica observación con la ligera y aparente superficialidad de estilo, la exactitud con la gracia; es fuerza que el escritor frecuente las clases todas de la sociedad y sepa distinguir los sentimientos naturales en el hombre comunes a todas ellas, y dónde empieza la línea que la educación establece entre unas y otros; que tenga, además de un instinto de observación certero para ver claro lo que mira a veces obscuro, suma delicadeza para no manchar sus cuadros con aquella parte de las escenas domésticas cuyo velo no debe descorrer jamás la mano indiscreta del moralista, para saber lo que ha de dejar en la parte oscura del lienzo; ha de haber comprendido el espíritu de esta época, en que las aristocracias todas reconocen el nivelador de la educación; por tanto, ha de ser picante, sin tocar en demasiado cáustico, porque la acrimonia no corrige y el tiempo de Juvenal ha pasado para siempre.

Pero la principal dificultad que para hacer efecto le encontramos es la precisión en que de decir las cosas claramente y sin rebozo nos pone el adelanto social y la mayor amplitud que en todas partes logra la Prensa. Géneros enteros de la literatura han debido a la tiranía y a la dificultad de expresar los escritores sus sentimientos francamente, una importancia que sin eso rara vez hubieran conseguido. La alegoría, por ejemplo, sobre cuya base se han fundado tantas obras eminentes, y acaso en las que más han brillado los esfuerzos del ingenio; la alegoría expira ya en el día a manos de la libertad de imprenta. La lucha que se establece entre el Poder opresor y el oprimido ofrece a éste ocasiones sin fin de rehuir la ley y eludirla ingeniosamente; y sobre vencerse tal dificultad, no contribuye poco a dar sumo realce a esas obras el peligro en que de ser perseguido se pone el autor una vez adivinado. Pero desde el momento en que no haya idea, por atrevida que sea, que no pueda clara y despejadamente decirse y publicarse; desde el punto en que no haya lucha, que no haya queja; desde el momento en que los demás sean los más fuertes; en dejando de haber verdad que decir y riesgo que correr, mueren el cuento alusivo, el poema satírico, el apólogo, la fábula, y la alegoría entera viénese al suelo como un resorte usado perteneciente a una mecánica antigua y sin uso ni aplicación posibles en la nueva máquina. Esto es lo que no ha conocido o lo que ha olvidado un momento el célebre Fenimore Cooper, el autor de El espía y de El bravo, el rival, vencedor a veces, de Walter Scott en su última y deplorable novela titulada The Monikins; escribe para un país completamente libre y donde todo se puede decir sin inconveniente, una alegoría en cuatro tomos, rebozando como con miedo verdades triviales y olvidadas ya de todo el mundo, en decir las cuales sólo el riesgo de fastidiar corría. Mezquino imitador de una idea ya desempeñada por otros felizmente, no ha conocido que Casti5, que los autores de los Viajes de Gulliver6 y de Wandon al país de las monas y otras alegorías semejantes, han sido escritores de circunstancias, y que esas circunstancias han pasado. El escritor de costumbres necesita economizar mucho, por tanto, las verdades, y como todo el que escribe en país libre de trabas para el pensamiento, formarse una censura suya y secreta que dé claroscuro a sus obras y en que el buen gusto proscriba lo que la ley permita. (III-515 y 516.)




ArribaAbajoImposibilidad del purismo en el periodismo moderno

Hemos dicho que la literatura es la expresión del progreso de un pueblo; y la palabra, hablada o escrita, no es más que la representación de las ideas; es decir, de ese mismo progreso. Ahora bien; marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza. Quisiéramos, sin ir más lejos en la cuestión, ver al mismo Cervantes en el día, forzado a dar al público un artículo de periódico acerca de la elección directa, de la responsabilidad ministerial, del crédito o del juego de bolsa, y en él quisiéramos leer la lengua de Cervantes. Y no se nos diga que el sublime ingenio no hubiera nunca descendido a semejantes pequeñeces, porque esas pequeñeces forman nuestra existencia de ahora, como constituían la de entonces las comedias de capa y espada; y porque Cervantes, que las escribía para vivir, cuando no se escribían sino comedias de capa y espada, escribiría, para vivir también, artículos de periódico, hoy que no se escriben sino artículos de periódico. Lo más que pueden los puristas exigir es que al adoptar voces y giros, frases nuevas, se respete, se consulte, se obedezca en lo posible el tipo, la índole, las fuentes, las analogías de la lengua. (III-475.)




ArribaAbajoLa nueva literatura que alborea

Si nuestra antigua literatura fue en nuestro siglo de oro más brillante que sólida, si murió después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía política, si no pudo renacer sino con andadores franceses, y si se vio atajada por las desgracias de la patria, esperemos que dentro de poco podamos echar los cimientos de una literatura nueva, expresión de la sociedad nueva que componemos, toda la verdad como es nuestra sociedad: sin más regla que esa verdad misma, sin más maestro que la naturaleza joven, en fin, como la España que constituimos. Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra, he aquí la medida con que mediremos. En nuestros juicios críticos preguntaremos a un libro: ¿Nos enseñas algo? ¿Eres la expresión del progreso humano? ¿Nos eres útil? -Pues eres bueno. No reconocemos magisterio literario en ningún país; menos en ningún hombre, menos en ninguna época, porque el gusto es relativo: no reconocemos una escuela exclusivamente buena porque no hay ninguna absolutamente mala. Ni se crea que asignamos al que quiera seguirnos una tarea más fácil, no. Le instamos al estudio, al conocimiento del hombre: no le bastará, como al clásico, abrir a Horacio y a Boileau y despreciar a Lope o a Shakespeare: no le será suficiente, como al romántico, colocarse en las banderas de Víctor Hugo y conservar las reglas con Molière y con Moratín; no, porque en nuestra librería campeará el Ariosto al lado de Virgilio, Racine al lado de Calderón, Molière al lado de Lope: a la par, en una palabra, Shakespeare, Schiller, Goethe, Byron, Víctor Hugo y Corneille, Voltaire, Chateaubriand y Lamartine.

Rehusamos, pues, lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas de circunstancias, que concede todo a la expresión y nada a la idea, sino una literatura hija de la experiencia y de la historia, y faro, por tanto, del porvenir; estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo, en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún, apostólica y de propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mostrando al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura, en fin, expresión toda de la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo. (III-476 y 477.)




ArribaAbajoLa aristocracia del talento

El autor del Trovador se ha presentado en la arena, nuevo lidiador, sin títulos literarios, sin antecedentes políticos; solo y desconocido, la ha recorrido bizarramente al son de las preguntas multiplicadas: ¿Quién es el nuevo y quién es el atrevido?, y la ha recorrido para salir de ella victorioso; entonces ha alzado la visera y ha podido alzarla con noble orgullo, respondiendo a las diversas interrogaciones de los curiosos espectadores: Soy hijo del genio y pertenezco a la aristocracia del talento. ¡Origen por cierto bien ilustre, aristocracia que ha de arrollar al fin todas las demás! (III-492 y 493.)




ArribaAbajoPenuria de historiadores

En España causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió a la tiranía religiosa, la tiraría política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático, investigador, filosófico, en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas: así que, aun en nuestro siglo de oro, es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar. Fuera de los escritos místicos y teológicos y de los tratados sutilmente metafísicos y morales, de que podemos presentar una biblioteca antigua desgraciadamente más completa que ninguna otra nación, si queremos encontrar prosistas nos habremos de refugiar en la historia. Solís, Mariana y algunos otros ilustraron en verdad la musa de Tácito y de Suetonio. Nos es fuerza, empero, confesar que aun esos se ofrecieron más bien como columnas de la lengua que como intérpretes del movimiento de su época: influidos por las creencias populares, no dieron un solo paso adelante; adoptaron los cuentos y las tradiciones fabulosas como verdaderas causas políticas; trataron más bien de lucir su claro ingenio en estilo florido que de desentrañar los móviles de los hechos que se veían llamados a referir. Más parecieron sus escritos una recopilación de materiales y fragmentos descosidos, una copia selecta de arengas verosímiles que una historia razonada. No sabiendo deslindar la crónica de la historia, la historia de la novela, llenaron muchos tomos sin llegar a hacer un solo libro. (III-474.)




ArribaAbajoEl poder de las palabras en política

Palabras del derecho, palabras del revés, palabra, simples, palabras dobles, palabras contrahechas, palabras mudas, palabras elocuentes, palabras monstruos. Es el mundo. Donde veas un hombre, acostúmbrate a no ver más que una palabra. No hay otra cosa. No precisamente a palabra por barba, tampoco. Despacio. A veces en uno verás muchas palabras; tantas, que aquél sólo te parecerá cien hombres; en cambio, otras veces, y será lo más común, donde creas ver cien mil hombres, no habrá más que una sola palabra.

Mira las palabras de dos caras: palabras-bifrontes, Jano, son las palabras de honor, llamadas así por apodo; según las necesites las verás así del bueno o del mal frente. A su lado, las palabras-promesas, palabras-manifiestos, regularmente coronadas, siempre escuchadas y creídas, pero tan ambiláteras como las otras; palabras-callos, endurecidas, incorregibles, que han de arrancarse de raíz si han de dejar de doler.

¿Ves esa multitud de figurillas que se agitan, se muerden, se baten, se matan?... Todo eso es la palabra Honor. ¿Ves ese sinnúmero de muchedumbre armada, toda erizada y hostil? Lo llamáis ejército, y no es más que ambición; palabra-monstruo, palabra-puerco espín, llena de púas; palabra-percebe, toda patas y manos. Mira qué de furiosas teas encendidas, sangre, saqueo, confusión; todo ese ruido son nueve letras: fanatismo, palabra-loco de atar; sin embargo, nadie la ata.

¡Ah! Aquí viene la palabra-arlequín, la palabra-camaleón. ¡Qué de faces, qué soltura! Todos corren tras ella: inútilmente. Mira cómo la quiere coger la palabra-pueblo, gran palabra. La primera tiene ocho letras: libertad. Siempre que el pueblo va a cogerla, se mete entre las dos la palabra-promesa, la palabra-manifiesto; pero la palabra-pueblo es de las que llamé palabras contrahechas; ciega, sordomuda, se deja guiar e interpretar, sin hacer más que dar, de cuando en cuando, palo de ciego; como no ve, da ciento en la herradura y ninguna en el clavo: por lo regular se da a sí misma. Pero todo ese vano ruido se apaga y se confunde. ¡Sitio, sitio! ¡Plaza, plaza! La gran palabra, la nuestra, la de nuestra época, que lo coge y lo atruena todo. En ella se cifra nuestro siglo de medias tintas, de medianías, de cosas a medio hacer: de todas las palabras que reinan en figura de hombres y cosas por allá abajo ésta es en el día la que reina sobre todas. Cuasi. Ese es todo el siglo XIX. Obsérvala: a cada una de sus facciones le falta algo; no es más que un perfil: ni está de pie ni sentada. Vestida de blanco y negro, día y noche. Más breve: palabra-cuasi, cuasi palabra. (III-453.)




ArribaAbajoPresagios del realismo y examen de la generación precedente

No es nuestra intención entrar a analizar el mérito de los escritores que nos han precedido; esto fuera molesto, inútil a nuestro propósito y poco lisonjero acaso para algunos que viven todavía. Después que algunos nombres caros a las musas hubieron, no levantado nuestra literatura, sino introducido en España la francesa, después que nos impusieron el yugo de los preceptistas del siglo ostentoso y compasado de Luis XIV, las turbulencias políticas vinieron a atajar ese mismo impulso, que llamaremos bueno a falta de otro mejor.

Muchos años hemos pasado de entonces acá sin podernos dar cuenta siquiera de nuestro estado, sin saber si tendríamos una literatura por fin nuestra o si seguiríamos siendo una postdata rezagada de la clásica literatura francesa del siglo pasado.

En este estado estamos casi todavía; en verso, en prosa, dispuestos a recibirlo todo porque nada tenemos. En el día numerosa juventud se abalanza ansiosa a las fuentes del saber. ¿Y en qué momentos? En momentos en que el progreso intelectual, rompiendo en todas partes antiguas cadenas, desgastando instituciones caducas y derribando ídolos, proclama en el mundo la libertad moral a la par de la física porque la una no puede existir sin la otra.

La literatura ha de resentirse de esta prodigiosa revolución, de este inmenso progreso. En política el hombre no ve más que intereses y derechos, es decir, verdades. En literatura no puede buscar, por consiguiente, sino verdades. Y no se nos diga que la tendencia del siglo y el espíritu de él, analizados y positivos, lleva en sí mismo la muerte de la literatura, no. Porque las pasiones en el hombre siempre serán verdades, porque la imaginación misma ¿qué es sino una verdad más hermosa?... (III-476.)




ArribaAbajoEl día de difuntos de 1836. -Fígaro, en el cementerio

Beati qui moriuntur in domino.



En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho, ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy día de difuntos de 1836 declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.

En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (reirán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía, pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero, cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España, y un rey en fin constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.

¡Día de difuntos!, exclamé; y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo: ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España, ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!

La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión... ¡Fuera, exclamé, fuera!, como si estuviera viendo representar a un actor español. ¡Fuera!, como si oyese hablar a un orador en las Cortes, y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.

Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

Necios, decía a los transeúntes, ¿os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta, y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la naturaleza que allí los puso, y esa la obedecen.

¿Qué monumento es este? exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio.

¿Es el mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados, o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:


Y ni los v... ni los diablos veo.



En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado.» En el basamento se veían cetro y corona, y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.

Y este mausoleo a la izquierda. La armería. Leamos.

Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R. I. P.

Dos ministerios: Aquí yace media España: murió de la otra media.

Doña María de Aragón. Aquí yacen los tres años.

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:

El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.

Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.

Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.

Algunos de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.

¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:


Aquí el pensamiento reposa,
en su vida hizo otra cosa.

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores, o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.

La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.

Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!

Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!

Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.

La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol. Este es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país, donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.

La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!

¡Mis carnes se estremecieron! Lo que va de ayer a hoy. ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?

Los Teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.

El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.


Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.

Sea por muchos años, añadí, que sí será; éste debió ser raquítico, según lo poco que vivió.

El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres, y su sepulcro en el Retiro.

El sabio en su retiro y villano en su rincón.

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital toda ella, se removía como un moribundo que tantea la ropa: entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de dinero. ¡Santo cielo! ¡También otro cementerio! Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él?... ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!

¡Silencio, silencio!... (III-536, 537, 538 y 539.)