Imágenes "vivientes": idolatría y herejía en las "Cantigas" de Alfonso X el Sabio1
Alejandro García Avilés
Universidad de Murcia
En el siglo XIII se asiste a una inusitada eclosión de imágenes «vivientes». Una imagen «viviente» está infundida de un poder que en griego se llamaba energeia o dynamis, y que se traduce al latín por el término virtus2. Desde la perspectiva eclesiástica, esta virtus puede ser una virtus sancta o bien una virtus magica. La virtus sancta proviene de un prototipo sagrado, normalmente la Virgen, los santos o el propio Cristo, y en este caso su acción es milagrosa. La virtus magica emana de un dios pagano, o lo que es lo mismo según los teólogos cristianos, de un demonio, y en ese caso su poder es ilusorio y produce el engaño mágico. Mientras que la imagen santa es digna de veneración, la imagen mágica es un ídolo pagano y sólo merece reprobación. Un ejemplo de este segundo tipo es una estatua de la Luna, un ídolo habitado, como no podía ser menos, por un demonio, que es exorcizado por San Judas en un templo de los magos de Persia, tal y como aparece en los mosaicos de San Marcos hacia 12003. El hecho de que se considere que las estatuas paganas están poseídas llevará eventualmente a la representación de los ídolos bajo formas demoníacas, una creencia muy extendida en el siglo XIII, como podemos ver en un salterio francés de hacia 1260-12704, o en una biblia inglesa de hacia 1270-1280 conservada en Princeton5. La vinculación entre la creencia en la posesión y la forma exterior de diablo se muestra en un manuscrito de hacia 1325-1335 en el que es destruido un ídolo con forma demoníaca, y de su interior sale el auténtico demonio que lo posee6.
En cuanto al primer caso, las imágenes santas, al cobrar vida se hacen aceptables y legítimas, porque reafirman su papel mediador con lo sagrado. La teoría del transitus, enunciada por Basilio de Cesarea y adoptada por Juan Damasceno7, hace de las imágenes válidas mediadoras entre el fiel y el personaje sagrado. De otra parte, en el ámbito mágico se recuperará la tradición hermética de la animación de las imágenes de culto para aplicarla a un nuevo objeto: el talismán, al que se insufla el poder de los astros. Ambos tipos, las imágenes santas que hacen milagros y las imágenes mágicas, constituyen aspectos fundamentales de la cultura visual de la corte de Alfonso X. Impulsadas por el Rey Sabio se desarrollan dos empresas artísticas de carácter muy distinto: la ilustración de los milagros de la Virgen y las miniaturas astromágicas que nos muestran el proceso de creación de los talismanes. Uno de los objetivos comunes a ambos proyectos ilustrativos es otorgar verosimilitud a lo narrado, inducir a sus espectadores a ver para creer8.
En el siglo XIII las imágenes santas se legitiman como mediadoras cobrando vida ellas mismas o propiciando la aparición de los personajes sagrados a los que representan, respondiendo así a las oraciones de los fieles. En otras ocasiones, es el ataque de los infieles lo que hace que las imágenes den señales de vida, mostrando que merecen respeto porque existe un vínculo entre la representación y lo representado. Los iconos -cuya llegada masiva desde Oriente se produce tras la conquista de Constantinopla en 1204-, los crucifijos y las estatuas de la Virgen son las imágenes que con más frecuencia muestran signos de estar animadas. Aunque los milagros de imágenes constituyen un fenómeno bien conocido en la Alta Edad Media9, el resurgimiento de las imágenes «vivientes» tiene como trasfondo el IV Concilio de Letrán de 1215. Como respuesta a la herejía cátara, que consideraba al mundo como obra del demonio y por tanto negaba la vertiente humana del Hijo de Dios, este concilio había supuesto un cambio profundo en cuanto al acento puesto en la figura de Cristo, y la doctrina de la transustanciación supuso, asimismo, un énfasis en la materialidad del ritual litúrgico. La «presencia real» del cuerpo y la sangre de Cristo se trasladaba a los fieles en términos sencillos como una presencia casi física, y no sólo con una función mediadora como era canónico. Una consecuencia del énfasis en el lado humano de Jesucristo es que se verán potenciadas especialmente las imágenes que nos recuerdan su humanidad, sobre todo el crucifijo y las estatuas de la Virgen como Madre de Dios, que eran particularmente despreciadas por los herejes y los infieles.
El carácter
milagroso de las imágenes de culto apuntala la legitimidad
que le niegan los enemigos de la fe, sean judíos,
musulmanes10,
o, aún peor, herejes que surgen del seno de la Iglesia para
acusar de idólatras a los devotos del crucifijo y de las
efigies marianas. En el siglo XII un judío, escandalizado
por la visión de una imagen de Cristo en la Cruz, lo
había llamado «ídolo monstruoso», y
había dicho de él que era una efigie que no se
diferenciaba de los «simulacros» paganos11.
A ello repondrá Ruperto de Deutz que los cristianos no
veneran como una divinidad al crucifijo, sino que bajo la forma de
la cruz los cristianos se representan la Pasión de Cristo:
«Cuando por la semejanza de la Cruz
ofrecemos una imagen exterior de su muerte, estamos
inflamándonos interiormente de amor por
Él»
12.
En el siglo XIII los argumentos a favor de las imágenes no
se basarán sólo en su capacidad de emocionar al fiel,
sino que adoptarán un cariz material13.
Las historias de imágenes que cobran vida para convertir a
los infieles comienzan a plasmarse en términos visuales. La
historia del Cristo de Beirut narra cómo unos judíos
vejan un crucifijo repitiendo la Pasión de Cristo, y
cómo se desangra de forma milagrosa y esa sangre es capaz de
obrar curaciones. Es significativo que sea en el mismo año
del IV Concilio de Letrán cuando se realiza la primera
representación conservada del milagro de Beirut, el retablo
del Maestro de Tressa, que Baert ha relacionado con el nuevo
énfasis en la Eucaristía14.
A ambos lados de una Maiestas Domini se representan dos leyendas que
respaldan la legitimidad del crucifijo. A la izquierda de la figura
central se desarrolla la historia de la Vera Cruz, esto es, la
leyenda del hallazgo de la Cruz por Santa Elena, que pretende
atestiguar la existencia histórica de la crucifixión
de Cristo y la autenticidad de las reliquias del Lignum crucis. A la izquierda,
se representa la historia de la «Passio
imaginis», el crucifijo de Beirut.
No es casual que la leyenda de la Passio imaginis se encuentre por primera vez en las actas del Concilio de Nicea, cuando la legitimidad de las imágenes se hallaba en entredicho15. Las imágenes de Cristo crucificado que cobran vida serán comunes en el siglo XIII, especialmente en los relatos hagiográficos16. En las primeras décadas del siglo, Cesáreo de Heisterbach es el primero en incluir un gran número de estas historias de crucifijos «vivientes» entre sus exempla17. Las leyendas hagiográficas de los principales santos de la época, entre ellos Francisco de Asís, Tomás de Aquino o Domingo de Guzmán, incluyen este tipo de historias, que se plasman en el arte de la época (figura 1)18. Una de las primeras se cuenta a propósito de San Bernardo varias décadas después de su muerte, y en ella un crucifijo abraza al santo después de que éste le dirija una oración19. San Bernardo es también el protagonista de otra historia en la que una imagen cobra vida. La leyenda de la lactación de San Bernardo se difunde a finales del siglo XIII, más de un siglo después de su muerte. El santo de Claraval se duerme orando ante una estatua de la Virgen, y en sueños ve como ésta le ofrece de su pecho la leche que le proporcionará la ciencia infusa, gracias a la cual logra la sabiduría y la elocuencia que le dieron fama. Es significativo que uno de los más tempranos testimonios de esta leyenda sea figurativo, el Retablo de los Templarios, en Mallorca20. La plasmación visual de las historias milagrosas atestigua la realidad de lo sucedido. Ver para creer, ésa es una de las primeras funciones de la ilustración de los milagros en general, y en particular de los milagros de imágenes. La intrusión de lo sobrenatural en la vida cotidiana se hará visible a través de la ilustración del milagro.
Figura 1. Giotto (?): San Francisco y el crucifijo «viviente» de San Damiano. Basílica superior de Asís, c. 1295
En las
Cantigas de Santa María, el propio rey Alfonso se
sitúa como garante de la veracidad de los hechos narrados en
episodios como el de la Cantiga 29, en la que el rey
guía a los espectadores para que vean por sí mismos
el milagro ocurrido en Getsemaní, donde se dice que
aparecieron unas imágenes «ni
pintadas ni talladas»
, es decir, no hechas por mano
humana21.
Se muestra aquí con particular claridad esta función
de las miniaturas que consiste en hacer presente una realidad que
de otro modo resultaría poco verosímil. En el siglo
XII había dicho Pedro el Tragón que el recurso a la
imagen constituía un auténtico argumento de autoridad
allí donde la Escritura no era suficientemente
explícita22.
Los coetáneos de Alfonso X van más allá:
Tomás de Aquino o Guillermo Durando afirman que la
devoción se excita más fácilmente por las
imágenes que por las palabras. Pero no se trata sólo
de mostrar la historia sagrada para enseñar, refrescar la
memoria o despertar la empatía del espectador, como
afirmaban con frecuencia los teólogos en el siglo
XIII23,
sino también de dar verosimilitud a los hechos legendarios:
en suma, de transformar lo maravilloso en cotidiano a través
de una narración visual fehaciente. Digámoslo con los
propios versos de la Cantiga 297, cuyo estribillo reza:
«Igual que es buena creencia, / la del
hombre que no ve y cree, / también es de mal creyente / no
creer lo que se ve»
24.
Pero ¿qué es lo que el fiel tiene que ver para creer? El tema de este estribillo, y por ende de esta Cantiga, es la virtus (vertude), el poder de las imágenes de la Virgen. Como mediadoras del poder de María, sus estatuas eran susceptibles de poseer cualidades apotropaicas, e incluso taumatúrgicas. En las Cantigas se cuenta como el padre de Alfonso, el rey Fernando III, había sanado cuando era niño de una grave enfermedad tras rogar su madre en el monasterio de Oña ante una imagen de María25. Más tarde, el padre del rey Alfonso adquirió la costumbre de poner una estatua de la Virgen en la puerta de las mezquitas tras arrebatar una ciudad a los musulmanes, de tal modo que las convertía simbólicamente en iglesias, protegiendo el edificio de los enemigos de la fe cristiana26. Este modo de apropiación, de enculturación simbólica, se repetiría siglos más tarde en la conquista de América27.
Desde la
Antigüedad Tardía se atribuyó a los iconos de la
Virgen y los santos un poder apotropaico, como antes había
sucedido con ciertas estatuas paganas28.
Cuando los cruzados entran en Constantinopla en 1204 se apresuran a
destruir una antigua estatua de Atenea que protegía la
ciudad de los ataques extranjeros29.
En períodos de guerra no era extraño que las ciudades
se protegieran colocando iconos en sus murallas30,
como se ilustra en la Cantiga 185 (187 en ms. Escorial, T.I.1; figura 2). En la Castilla
del siglo XIII hay varias estatuas de la Virgen que se conocen como
«Virgen de las Batallas», que se presume que
acompañaban a los devotos caballeros cristianos en la guerra
para conjurar la derrota y protegerlos frente a los
infieles31.
El citado poder apotropaico exige que la imagen de la Virgen posea
una virtud sobrenatural, pero esa virtus ¿es solamente
profiláctica? ¿se limita a proteger del ataque del
mal o sus cualidades milagrosas pueden ser dirigidas contra los
malvados y los incrédulos? Precisamente la historia que se
narra en la mencionada Cantiga 297 se refiere a una de
estas «Vírgenes de las Batallas», y cómo
la imagen causó la caída en desgracia de un hereje
que no creía en su poder. La historia se refiere a cierto
rey que llevaba consigo «una estatua muy bella» de la
Virgen -como veremos más tarde, la relación entre la
belleza de la imagen y su carácter milagroso no carece de
interés. A través de esta estatua «muy
bella» Dios obraba muchos milagros cotidianamente. Un
día que el rey volvía de una batalla con su imagen
mariana se cruzó con unos frailes. En una de sus obras,
hacia 1236, el obispo Lucas de Tuy afirma que era costumbre de los
cátaros disfrazarse de frailes para confundir a los
fieles32,
y en efecto el protagonista aquí es uno de esos falsos
frailes, puesto que, según dice la Cantiga,
«no creía en Dios»
. Este
hereje comenzó a ridiculizar la imagen de la Virgen
diciendo: «ningún hombre en sus
cabales creería que tiene poder una madera tallada que ni
habla ni se mueve... Quien no vea esto es que está
ciego»
. Tras hacer esta afirmación, se
volvió al falso fraile que iba con él para murmurar
algo que el rey, que estaba muy cerca, alcanzó a oír:
«Tengo para mí que este rey cree
en los ídolos»
(«Este
rey tenno que enos idolos cree»
). Al escuchar
tamaña insolencia, el rey maldijo al hereje, pronosticando
que, por mofarse de su estatua, la Virgen lo arruinaría y lo
volvería loco, más demente aún de lo que ya
demostraba estar al dudar así del poder de la imagen. Fue de
este modo como Dios, a través de la efigie mariana,
castigó al fraile hereje que no creía en la Virgen,
pues no creía en el poder de sus imágenes. Concluye
el episodio diciendo que debemos creer que el poder de Dios es
absoluto, y que actúa a través de aquello que
Él desea. Ésa es la razón -se nos dice- por la
que aquél que cree halla poder en una estatua: porque la
imagen recibe su poder del santo al que representa, aunque el
hombre no lo vea.
Figura 2. Alfonso X, Cantigas, 187 (Mettmann 185). El Escorial (Madrid), Real Biblioteca de San Lorenzo, ms. T.I.1, fol. 247r.
Se puede suponer
que el episodio refleja una realidad social33,
dado el rechazo de los cátaros a la figura de la Virgen y a
las imágenes que la representan. En 1025 Gerardo de Cambrai
había reunido al sínodo de Arras para condenar a los
herejes que ponían en tela de juicio los usos y costumbres
de la Iglesia, entre ellos el culto de las
imágenes34.
Desde entonces tenemos varios testimonios de que los herejes
consideraban idólatras a los fieles de la Iglesia.
Así lo indican en la primera mitad del siglo XIII autores
como Pedro de Vaux-de-Cernay, Moneta de Cremona o Salvi Burce en
sus obras contra la herejía cátara. Por ejemplo,
Salvi Burce nos dice que los herejes llamaban a los fieles
católicos «adoradores de
ídolos, y por tanto, paganos»
(«cultores idolorum, ergo...
gentiles»
)35.
También Lucas de Tuy nos dice en su obra contra los
albigenses que éstos solían irrumpir en las iglesias
cantando himnos a Venus («Veneris carmina»), mofándose
así de que se dirigieran cánticos y plegarias a la
imagen de la Virgen, que consideraban en la misma categoría
que un ídolo pagano36.
El tudense cuenta también la historia de unos herejes que
para burlarse de los pretendidos poderes taumatúrgicos de
las imágenes marianas tallaron una escultura deforme de la
Virgen, y simulando enfermedades fingían ser curados de
forma milagrosa por la estatua, de suerte que muchos sacerdotes,
llevados por su piedad, colocaban estatuas idénticas en sus
iglesias, con la consiguiente mofa de los herejes37.
Pero tenemos además un valioso documento inquisitorial que
nos da testimonio del repudio de los cátaros al poder
milagroso de las imágenes. Se trata de una historia que
sucede también en la Península Ibérica, aunque
fuera del reino de Castilla, y algunas décadas
después de la muerte de Alfonso X. La conocemos a
través del célebre Registro de
Inquisición de Jacques Fournier38,
obispo de Pamiers y más tarde papa con el nombre de
Benedicto XII. Según declara Arnaldo Cicredi, hacia 1318
llegó a España con el objetivo de buscar herejes y
delatarlos ante la Inquisición para enjugar una condena que
tenía pendiente su familia. Como declarará
después Arnaldo ante el tribunal inquisitorial, tras un
periplo por la Corona de Aragón recaló en San Mateo,
donde vivía una colonia de cátaros occitanos huidos
de Montaillou. Allí halló al hereje Guillermo
Bélibaste y trabó relación con
él39.
Un día éste, al ver una estatua de la Virgen,
empezó a mofarse del pequeño tamaño de la
escultura y de la costumbre de entregar ofrendas a estas
imágenes marianas, diciéndole a Arnaldo con sorna:
«da un donativo a esta
Marieta»
. Ya preso Bélibaste, Arnaldo
declarará ante la Inquisición que después el
hereje le había hablado de las imágenes de Cristo y
los santos que hay en las iglesias refiriéndose a ellas como
«ídolos». Y añadirá que
Bélibaste le había explicado que la Virgen y los
santos no hacen milagros en este mundo. Arnaldo afirmará
ante el tribunal que juzga a Bélibaste que él le
respondió que había oído hablar de milagros
obrados por las imágenes de los santos en muchas iglesias, a
lo que el hereje le espetó airado: «¿Tú los has visto?»
.
«No -dijo Arnaldo-, pero he oído a
muchas personas que decían haber sido beneficiarios de
algún milagro»
. El hereje, enfadado ya por la
credulidad de su compañero, finalmente le replica:
«Ay, cretino, cretino ¿Cómo te crees que unos
troncos de madera pueden hacer milagros?»40.
Las reticencias
sobre la veracidad de las leyendas de imágenes milagrosas se
muestran ya en Cesáreo de Heisterbach, quien escribe a
comienzos del siglo XIII un Diálogo de milagros en
el que el propio monje y su discípulo, Apolonio, conversan
sobre las historias que relata el maestro. Una de éstas
versa acerca de una antigua imagen de la Virgen con el Niño,
sobre la que el narrador comenta: «en
verdad que no es una escultura perfectamente tallada, pero sin
embargo, sí que está dotada de gran poder
(virtus)»
41.
Cuenta Cesáreo cómo cierto día una mujer que
estaba sola en la capilla donde se veneraba la imagen
comentó ¿por qué estará esta vieja con
esos trapos tan viejos? La Virgen, ofendida por el comentario
despectivo, le dijo a otra de las fieles: «puesto que esa señora me ha llamado vieja
arrugada, siempre será desgraciada mientras viva»
.
Pocos días después, el propio hijo de la mujer la
despojó de todos sus bienes, y desde entonces va mendigando
de forma muy lastimosa, pagando así la culpa de su
estupidez. Sobre este episodio comenta el maestro: «Aquí tienes cómo la Virgen Bendita
ama y honra a quien la ama y cómo humilla y castiga a
quienes la desprecian»
. A lo que responde el
discípulo: «Si quienes desprecian
a las sagradas imágenes merecen tan grande castigo, pienso
que quienes las veneran merecerán una gran
recompensa»
.
Figura 3. Alfonso X, Cantigas, 59. El Escorial (Madrid), Real Biblioteca de San Lorenzo, ms. T.I.1, fol. 87v.
Un poco más
adelante, el maestro dice: «Muchos son
los favores que obran los santos por medio de sus imágenes,
sobre todo en los lugares en que son
venerados»
42.
Y refiriéndose a un milagro ya narrado en su obra, y que
encontraremos también en las Cantigas (figura
3)43,
continúa: «¿Te acuerdas de
aquella monja que recibió aquella bofetada de una imagen
suya y se vio libre de una tentación tan
peligrosa?»
. El discípulo responde: «Bien me acuerdo (...) y me llena de estupor el
oír que en una talla de madera se oiga una voz que habla,
que haya una mano que golpea, un cuerpo que se inclina, o que se
levante o se siente y que haga los demás movimientos como si
tuviera vida. Mucho más me extraña esto que el que
hablara la burra contra Balaam. Por lo menos aquélla
tenía un alma con la que podía moverse, pero en un
trozo de madera o de piedra y en los metales no hay vida
alguna»
. El maestro Cesáreo le responde: «Dios está en todas las criaturas por
esencia, presencia y potencia. Para él nada hay imposible, y
no es de extrañar que para honra de sus santos obre cada
día estas cosas y otras semejantes»
44.
Figura 4. Alfonso X, Cantigas, 42. El Escorial (Madrid), Real Biblioteca de San Lorenzo, ms. T.I.1, fol. 61v.
De las palabras de Cesáreo se deduce con claridad que las imágenes son sólo un medio por el que se manifiesta el poder que Dios otorga a la Virgen y los santos. Pero las dudas sobre el peligro de idolatría que entrañaba esta creencia tienen antigua raigambre entre los escritores eclesiásticos. Ya Tertuliano decía que los supuestos milagros en los que creían los gentiles servían sólo para confundir las piedras con dioses45. En el Concilio de Letrán del año 769 se aseveraba que las imágenes artísticas no deben adorarse del mismo modo que se adora a Dios, aunque son santas las imágenes de Cristo, María y los santos, y pueden obrar milagros o pueden ser hechas de forma milagrosa, y merecen la misma veneración que se da a la cruz, las reliquias de los santos o las basílicas dedicadas a los santos46.
Figura 5. San Silvestre muestra a Constantino los iconos de Pedro y Pablo. Roma, Santi Quattro Coronati, Capilla de San Silvestre (dedicada en 1246)
La
discusión sobre si la veneración de las
imágenes desembocaba en la idolatría será
recurrente en esta época47.
En el siglo IX, dos clérigos se enzarzan en una
discusión sobre la idolatría: Agobardo de Lyon dice
«Según nuestra opinión, no
hay nada de divino en la imagen que adoramos: es solamente para
honrar lo que ella representa que la adoramos con tal
veneración»
48.
A lo que el obispo Claudio de Turín repondrá:
«Aquellos que han repudiado el culto de
los demonios venerando las imágenes de los santos no han
repudiado los ídolos, sólo le han cambiado los
nombres. Pues si tu dibujas o pintas en un muro las imágenes
de Pedro y Pablo, de Júpiter o Saturno, o aun de Mercurio,
éstos no son más dioses que aquellos
apóstoles: ni los unos ni los otros son hombres. Aunque
cambia el nombre, el error permanece...»
49.
La
comparación de las imágenes de culto cristianas con
los ídolos de los dioses paganos también fue
común en Oriente. El autor de la vida de Miguel el
Synkellos (siglo IX) pregunta de forma retórica a
los iconoclastas: «¿Acaso es el
icono de Cristo... un ídolo como lo es una imagen de Apolo?
¿Y es el icono de su madre, la bendita Madre de Dios, como
un ídolo de Artemis?»
50.
En los Libri
carolini, redactados bajo la dirección de Teodulfo de
Orléans a petición de Carlomagno51,
se contaba cierta historia de un hombre que veneraba
imágenes a quien le enseñaron dos idénticas, y
se le dijo que una había sido pintada como imagen de la
Virgen María y la otra representaba a Venus. Al preguntarle
al artista cómo se diferenciaría una de otra, el
pintor se limitó a enseñarle las dos inscripciones
que las distinguirían. La imagen de Venus sería
despreciada y calumniada, mientras la de la Virgen sería
bendecida y adorada, aunque ambas se diferenciaban sólo por
su epígrafe52.
Un cambio de nombre es suficiente para distinguir una estatua
pagana de una cristiana. Como veremos después, a pesar de
las prevenciones tradicionales, en las Cantigas una
historia referida a una estatua de Venus experimentará una
enculturación cristiana al ser aplicada a una
estatua de la Virgen sin grandes variaciones.
La cuestión
de si el culto se dirige a la imagen misma o si la imagen es
sólo un medio para dirigir el culto a los seres sagrados
será motivo de controversia durante muchos siglos, y con tal
argumento los herejes acusarán a la Iglesia católica
de idólatra. Esta cuestión preocupará a los
pensadores cristianos, que eventualmente dilucidarán la
cuestión de forma concisa, e incluso en algunos monumentos
encontramos frases sentenciosas que se refieren a esta
cuestión que han sido interpretadas en el contexto de la
lucha contra la herejía. Para defenderse de la
acusación de idolatría durante el período
iconoclasta, Teodoro Estudita había defendido en Bizancio la
iconodulía diciendo que aunque llamamos «Cristo»
a la imagen de Cristo, ambas, la imagen y su prototipo, se
distinguen por su naturaleza53.
Esta postura será la adoptada hacia el año 1100 por
autores como Baudri de Bourgueil, Hildeberto de Mans o Gero de
Reicherberg54,
que difundirán unos versos que encontramos de forma
recurrente en epígrafes como el que hallamos por estas
mismas fechas en San Marcos de Venecia: «La imagen instruye acerca de Dios, pero no es
Dios mismo. Contempla la imagen, pero adora a aquél al que
conoces a través de ella»
55,
o más tarde en inscripciones como la de la Portada de los
meses de Ferrara o en San Miguel de Estella (Navarra)56:
«No es Dios ni hombre el que está
presente en la imagen que contemplas, pero es Dios y hombre al que
representa esta imagen sagrada»
57.
En el siglo XIII, Felipe el Canciller o Alberto Magno
reiterarán esta postura, e incluso Guillermo Durando
repetirá los versos que antes hemos visto inscritos en
ciertas portadas en una disquisición sobre la
idolatría en su Rationale divinorum officiorum: los infieles -dice
Durando- «dirigen contra nosotros fuertes
acusaciones por este motivo; pero nosotros no las adoramos (las
imágenes) ni las llamamos dioses, ni ponemos en ellas la
esperanza de nuestra salvación, pues ello implicaría
idolatría; ahora bien, las veneramos para recordar y
rememorar hechos ocurridos en otros tiempos. En esta idea se basan
los versos siguientes: "cuando pases ante una imagen de Cristo
hónrale con una inclinación de cabeza, pero no adores
la imagen, sino lo que simboliza, pues carece de sentido que sea
Dios aquello a lo que la piedra proporciona su entidad material y
la mano del hombre su figura. La imagen que ves ante tus ojos no es
Dios ni hombre, pero es Dios y hombre Aquél a quien la
imagen representa". Y en otro lugar: "Pues es Dios lo que la imagen
representa, pero ella en sí misma no lo es. Debes contemplar
la imagen y reverenciar mentalmente lo que conoces a través
de ella"»
58.
Figura 6. Historia de Teófilo, Salterio de Ingeburg, Chantilly, Museo Conde, ms. 9/1965, fols. 35v. y 36r. (Francia, c. 1200)
Estos versos se
utilizaron de forma reiterada en el contexto de la lucha contra los
herejes, y aún en el siglo XVII un erudito de la corte de
Cristina de Suecia podrá decir que versos semejantes se
solían dirigir contra «judíos, herejes y sarracenos, que dicen
que nosotros adoramos a los ídolos»
59.
La polémica de los herejes contra la imagen, y sus
consiguientes acusaciones de idolatría, hacen que en el
siglo XIII se haga necesario reafirmar que es pleitesía
(dulía), y no adoración
(latría), lo que se presta a las imágenes de
la Virgen, que son objeto de culto por la figura a la que
representan. En las Cantigas se expresará esta idea
en los términos siguientes: «Las
imágenes de la Virgen sin par / debemos mucho honrar / pues
honra nuestra merecen, / y nuestra gran devoción, / no por
ellas, a fe mía / mas por la figura que
representan»
(Cantiga 162; de modo que
«quien honra a la imagen de la Virgen y su hijo / será
muy honrado por ellos» (Cantiga 353).
La relación entre la imagen y el prototipo discurre en el siglo XIII en una difícil tensión que provocará no pocas contradicciones. Mientras que la teoría del transitus propugna la invocación del prototipo mediante la imagen, la creencia en que el objeto material puede cobrar vida y moverse, llorar, sangrar y expresar emociones va cobrando fuerza60. Ello se plasmará en términos figurativos con distintos matices. En unas ocasiones las esculturas adoptan diferentes posturas o insinúan movimientos que apuntan a su intervención directa; en otras se trata de visiones, ya que se aparece el prototipo sagrado en el sueño, e incluso en la vigilia. Las apariciones de la Virgen tratarán de defender la autenticidad de las imágenes, lo que suscita la identidad de la apariencia de la imagen y su prototipo61.
La proximidad que se produce en el siglo XIII entre la imagen de culto cristiana y la concepción pagana de la imagen es suficiente para que una historia pagana pueda ser adaptada sin apenas variaciones. Tan sólo un cambio de nombre separa la historia a la que me refiero desde los primeros relatos que la han transmitido, en la que la protagonista es una estatua de Venus, de la que se hizo popular en el siglo XIII, cuyo personaje central es una estatua de la Virgen62. Mientras que a comienzos del siglo XII la pretensión del predicador flamenco Tanchelm de comprometerse en matrimonio con una imagen de la Virgen María se consideraba como un uso herético de las imágenes63, en el siglo XIII el tema del «matrimonio con la estatua» se había hecho tan común que una variante referida a Santa Inés aparece en la Leyenda Dorada64. Cuando en 1279 Alfonso X manda labrar un sepulcro para su padre, ordena que la estatua del rey fallecido apareciese colocando un anillo en la estatua de la Virgen, para mostrar así la devoción de Fernando III a la Madre de Dios (Cantiga 292)65.
La historia de la esposa sagrada a la que me refiero, originada como la leyenda de una estatua de Venus que cobra vida, se ha convertido ya en las Cantigas en una historia milagrosa de la Virgen. Se trata de un joven que se encuentra jugando con unos amigos y con el fin de no perder su anillo lo mete en el dedo de una estatua de la Virgen. Cuando regresa a por su anillo, se da cuenta de que no lo puede sacar porque milagrosamente la estatua ha cerrado el dedo. De este modo se ha prometido simbólicamente con la Virgen. Tiempo después, el joven celebra sus esponsales, y en la noche de bodas es incapaz de consumar su matrimonio. La Virgen se le aparece recordándole su compromiso, y el joven asume su destino dedicado a la Madre de Dios, abandona a su esposa y se retira para llevar una vida religiosa (figura 4). En el desarrollo visual de este milagro que se despliega en las Cantigas nos fijaremos en algunos aspectos en particular, especialmente la plasmación del movimiento de la estatua y la aparición de la Virgen en el sueño.
En realidad, la imagen no presenta signo alguno de movimiento, puesto que la narración no indica que el joven estuviera presente cuando ocurre el milagro. No obstante, el ilustrador parece apelar a un principio psicológico básico en el espectador66, ya que si en la escena inicial la Virgen y el Niño miran al frente, en la del anillo ambos parecen dirigir su mirada al joven. En general, en la ilustración de las Cantigas se expresa con sutileza la potencial capacidad de movimiento de las estatuas. Se trata más bien de apelar a la imaginación del espectador, que, situado frente a una de estas imágenes, puede intuir la sensación momentánea de un movimiento sutil, o de que la mirada de la estatua sigue al espectador. En algunas Cantigas, un cambio de posición de la imagen sugiere esta apelación a la imaginación del fiel, que quiere expresar también que la efigie es receptiva a las súplicas o el agradecimiento.
Si comparamos este sutil movimiento con lo que podemos ver en otros manuscritos coetáneos, veremos que en algunos de estos últimos se puede apreciar una indicación más explícita de la capacidad de las estatuas de cobrar vida, como sucede en el manuscrito de Besançon de los Miracles de Notre Dame, donde el movimiento de la estatua es explícito, y la estatua extiende su mano para recibir el anillo67. Si pensamos en qué tipo de manuscritos contienen milagros de la Virgen en el siglo XIII, el repertorio es bastante limitado68. Es cierto que determinadas escenas, como el milagro de Teófilo, habían adquirido un protagonismo en los sermones que las llevaría a aparecer en medios diversos, como la escultura monumental, las vidrieras o manuscritos no dedicados a recopilar milagros marianos69. Pero obviamente es en otras colecciones de milagros donde tendríamos que encontrar los paralelos más directos. Entre las más conocidas en el siglo XIII la primera es el Diálogo de milagros de Cesáreo de Heisterbach. De esta obra apenas conocemos manuscritos ilustrados en esta centuria, y de los que conocemos, como el de Stuttgart, estudiado recientemente por Walter Cahn70, sólo se ilustran algunas iniciales. En este caso se encuentra también el Speculum historiale de Vincent de Beauvais, del que únicamente se conservan algunos manuscritos del siglo XIII decorados con iniciales historiadas71. Los paralelos más cercanos de las Cantigas se encuentran sin duda en los Miracles de Notre Dame de Gautier de Coincy, que en la segunda mitad del citado siglo empiezan a decorarse con profusión, ornamentando las iniciales y luego describiendo las historias más complejas en recuadros sucesivos, llegándose a ilustrar algunas leyendas con doce recuadros72. De todos modos, no se alcanzará el desarrollo ornamental de las Cantigas, cuyas ilustraciones ocupan una página completa dividida en seis recuadros y en ocasiones hasta dos páginas, con un total de doce recuadros.
Si comparamos otros manuscritos, especialmente los de Gautier de Coincy de la segunda mitad del siglo XIII73, con las Cantigas, podemos establecer tres modalidades diferentes relacionadas con las imágenes dotadas de virtus sancta.
1. En primer lugar, veamos la modalidad que aparece en el milagro de la Virgen y el anillo. En él encontramos una aparición. La Virgen se aparece en sueños al chico que tiene con ella una deuda matrimonial. El carácter sobrenatural de la aparición queda remarcado por la presencia del ángel que suele aparecer junto a ella. Pero la aparición tiene mucho que ver con la licitud de la representación, porque suscita el problema de la identidad. La Virgen se aparece con una presencia física idéntica a la que muestra su efigie esculpida, y ello respalda la legitimidad de la imagen. Ya que las imágenes no están hechas por un testigo directo, como en el caso de las legendarias efigies realizadas por Lucas o Nicodemo, su verosimilitud viene dada por la aparición. El sueño es uno de los medios de legitimación preferidos en esta época, como ha mostrado Jean-Claude Schmitt74. Me gustaría hacer hincapié en este punto con un ejemplo en el que las imágenes se legitiman al servir como identificación para unos personajes sagrados que aparecen en sueños. La escena se diseñó en la segunda mitad del siglo XIII para decorar los arcos del nártex del viejo San Pedro del Vaticano, y de ella sólo conservamos unos dibujos tardíos75. Pero contamos una escena idéntica realizada en esta época para una iglesia romana: Santi Quattro Coronati76. Se trata de la leyenda según la cual San Pedro y San Pablo se aparecen a Constantino. El emperador no los reconoce en el sueño, mas cuando el papa Silvestre le muestra unos iconos con los rostros de los dos apóstoles los identifica de inmediato (figura 5).
Figura 7. Alfonso X, Cantigas, 87. El Escorial (Madrid), Real Biblioteca de San Lorenzo, ms. T.I.1 fol. 128r.
Pero si en el siglo XIII la mera representación de las apariciones de la Virgen podía consolidar la autenticidad de las imágenes, no cabe duda de que el imaginario de la Baja Edad Media estuvo poblado por la inquietante posibilidad de que la propia imagen de la Virgen se encarnara en su prototipo.
2. El segundo caso que encontramos en las Cantigas es el de la encarnación de la imagen, y desde luego no carece de paralelos en la miniatura francesa del siglo XIII. Ya en el Salterio de la reina Ingeburg77, hacia 1200, vemos como en la escena de Teófilo se le aparece un demonio con el que firma el pacto diabólico. Arrepentido, Teófilo implora a la imagen de la Virgen que recupere su contrato (figura 6). La imagen es aquí un busto de tamaño natural, de modo que su tamaño es idéntico al de la aparición y así se incrementa el efecto de identificación entre la imagen y su prototipo. En la siguiente escena, la Virgen arrebata el papel que condena al maldito, y por último la imagen de María se encarna en sueños para cumplir el deseo de Teófilo y restituirle su contrato. Una vez más, como sucede con frecuencia en el siglo XIII, la nebulosa entre la vigilia y el sueño desempeña un papel fundamental en el imaginario medieval de las estatuas «vivientes».
Figura 8. Historia de Teófilo, Gautier de Coincy, Miracles de Notre Dame, Besançon, Biblioteca Municipal, ms. 551, fol. 15v. (Francia, finales del siglo XIII)
En las Cantigas no es infrecuente que la imagen de María se encarne en la misma Virgen. A veces se combina la encarnación con la aparición (figura 7). La encarnación se produce en el interior del templo tras responder a las súplicas del enfermo, y la aparición tiene lugar en el lecho del doliente. Hay que observar que la presencia del ángel refuerza el hecho de que se aparece la Virgen misma, al contrario que en el caso de la escultura «viviente», en el que el ángel está ausente.
Figura 9. Historia de Teófilo, Gautier de Coincy, Miracles de Notre Dame, San Petersburgo, Biblioteca Nacional de Rusia, ms. Fr.F.V.XIV. 9, fol. 45v. (Francia, c. 1260-1270)
3. El tercer caso expresa quizá mejor que ningún otro la teoría del transitus. Como he señalado, en el siglo XIII se difunde la creencia de que las imágenes marianas poseen una virtud sagrada, un poder que proviene de su prototipo, que puede ser invocado por el fiel. La plasmación figurativa de esta teoría a través de las imágenes dobles es una muestra de que el temor a la idolatría ocasiona vacilaciones a la hora de conferir un movimiento propio a las estatuas. En este caso las efigies se limitan a transmitir la súplica, pero quien interactúa con el fiel es el prototipo.
En el manuscrito de Besançon de los Miracles de Notre-Dame de Gautier de Coincy, Anna Russakoff ha estudiado recientemente la presencia de las imágenes dobles, que como veremos no es exclusiva de los manuscritos del poeta francés78. En el caso de la historia de Teófilo (figura 8), vemos cómo la santidad del prototipo, la Virgen misma, se denota por el halo circular que rodea su cabeza, pero la aparición sobrenatural no es potenciada por la presencia de los ángeles, al contrario de lo que suele suceder en las Cantigas. En otros manuscritos de la segunda mitad del siglo XIII de la obra de Gautier de Coincy, como el de San Petersburgo (figura 9), encontramos el mismo procedimiento de las imágenes dobles, pero a pesar de que el despliegue narrativo de este manuscrito desarrolla la historia en cinco viñetas, siguen sin aparecer los ángeles. En las Cantigas las imágenes dobles no son desconocidas, pero una vez más vemos que el mayor desarrollo narrativo de la página completa permite que los ángeles remarquen el carácter sobrenatural de la aparición del prototipo sagrado (figura 10).
Recordemos que
Guillermo Bélibaste se reía de la imagen de la Virgen
llamándola «Marieta», o que en una
narración de Cesáreo de Heisterbach la Virgen se
enfadaba porque una parroquiana hablaba con desprecio de su aspecto
desaliñado. En la Cantiga 162 encontramos una
historia al respecto79.
Cierto obispo de Cuenca tenía una estatua en su iglesia que
era muy milagrosa, pero ordenó que la retiraran del altar
principal «porque no le parecía
que tuviera buena apariencia»
80.
Una vez más, es posible que esta insistencia tenga alguna
relación con las acerbas críticas de los herejes. El
ya mencionado Lucas de Tuy arremete en su De altera vita contra los que pintan a
la Virgen fea, y acusa a los herejes de representar a la Virgen
deforme, con un solo ojo, como un ser monstruoso81.
Es posible que, como en otros comentarios que hace sobre la licitud
de ciertas fórmulas iconográficas, el conservador
obispo de Tuy sólo pretendiera evitar la transgresión
de la norma tradicional, que exigía la frontalidad en la
representación de las imágenes de la
Virgen82.
Sin embargo, lo cierto es que para defender esta postura atribuye a
los herejes el desprecio por la imperfección de las
imágenes marianas.
Sin duda, la belleza es un atributo material esencial que se identifica con la perfección de la Virgen: la pureza interior se refleja en la belleza exterior83. ¿Acaso no soy yo la belleza por excelencia?», pregunta María en una de las apariciones dominicas84, y en sus leyendas milagrosas no falta alguna alusión puntual a que la Virgen se complace por el hecho de que la representen bella, y lo manifiesta haciendo que su imagen cobre vida. Me refiero a la célebre historia del pintor y el diablo, que en el Stella Maris de Juan de Garlandia (de mediados del siglo XIII) se cuenta justo antes de una loa que se titula: «De cómo la Santa Virgen María supera a todas las bellezas del mundo»85.
La leyenda narra cómo cierto pintor se esmeraba en pintar a la Virgen muy bella, mientras que al diablo lo retrataba tan feo como su arte le permitía. Un día, el diablo apareció para reclamar del artista que no lo pintara como un ser repulsivo. Pero el piadoso pintor no hizo caso de sus amenazas, y otro día mientras estaba absorto en su trabajo subido a su andamio, el diablo hizo que éste se rompiera, y el pintor, angustiado al ver que se caía, estiró la mano en busca de un lugar donde sujetarse. Milagrosamente, la imagen de María extendió su mano y salvó al pintor de la mortal caída hasta que, alertada por el estruendo de la escalera, la gente del pueblo pudo entrar a ayudarle, siendo así testigos visuales de la milagrosa intervención de la Virgen86.
La invención de esta historia se atribuye a Fulberto de Chartres87, y en el siglo XIII se haría muy popular como exemplum con diversas variantes: por ejemplo, en Vicente de Beauvais el diablo se aparece al pintor en un sueño. Aunque Alfonso X disponía de un ejemplar del Speculum historiale que le había regalado su primo el rey de Francia, Luis IX, la aparición diabólica de las Cantigas se desarrolla en la iglesia. Sin embargo, la intención de ambas obras es similar: mostrar el contraste entre la repulsiva fealdad del diablo y la virginal belleza de María. Como vemos en las Cantigas o en un manuscrito tardío del Speculum historiale, el ilustrador ha querido reafirmar que las imágenes reflejan la realidad, aunque esa realidad sea invisible88. De forma casi humorística el artista ha querido representar a un ridículo diablo que se niega a reconocer su fealdad, aunque tiene unos rasgos idénticos a los de su imagen. Sin embargo, esta función autentificadora de la realidad sobrenatural se diluye en versiones tardías. Las grisallas que en el siglo XV decoran la obra de Jean Mielot ocultan al diablo bajo el disfraz de un hombre cualquiera, desnaturalizando así la función original de la ilustración de la leyenda. Como vemos en las Cantigas89 (figura 11), y también en obras posteriores, como una iglesia finlandesa del siglo XIV90, la imagen «viviente» desempeña un rol protagonista, y también el papel del público es importante porque autentifica la realidad del milagro.
Figura 10. Alfonso X, Cantigas, 3. El Escorial (Madrid), Real Biblioteca de San Lorenzo, ms. T.I.1., fol. 8r.
Esta escena se
hizo muy popular en Inglaterra a comienzos del siglo
XIV91,
y se ha querido ver ya en el frontispicio del Apocalipsis de
Lambeth, iluminado en la década de 1260, donde aparece un
pintor decorando una imagen de la Virgen (figura 12)92.
Si fuera así, lo que es muy improbable, en esta época
el relato debía ser muy conocido, puesto que la imagen
sugeriría muy vagamente la escena: se representa tan
sólo a un pintor decorando una estatua de la Virgen, y por
tanto se trata de la escena previa a los momentos de mayor
interés dramático. En efecto, también
aquí la estatua cobra vida, pero es sólo para
inclinarse hacia el pintor, respondiendo a su oración, que
encabeza el folio: «Acuérdate de
mi, bienamada de Dios»
(«Memento mei, amica Dei
»). Es más
plausible, como ha dicho Suzanne Lewis, que se trate de una llamada
de atención en términos visuales sobre el poder de
las imágenes para generar la eficacia de la
oración93.
Figura 11. Alfonso X, Cantigas, 74. El Escorial (Madrid), Real Biblioteca de San Lorenzo, ms. T.I.1., fol. 109r.
Esta última
nos puede servir como una imagen sinóptica de lo que subyace
a las escenas de imágenes «vivientes» en las
Cantigas: la eficacia de la oración para suscitar
la acción de las imágenes marianas como mediadoras de
su prototipo sagrado. La mediación de las imágenes
para obtener la acción milagrosa de sus prototipos se suele
obtener a través de la oración, pero también
hay otros medios para obtener esta acción milagrosa,
especialmente las donaciones o la peregrinación a los
santuarios. Más insólito es que la Virgen se vea
obligada a intervenir debido a las amenazas proferidas a sus
imágenes, pero no deja de haber algún ejemplo.
Cesáreo de Heisterbach narra una historia en la que la hija
de una mujer de gran devoción es arrebatada por las garras
de un lobo94.
Cuando los vecinos que lo han visto adentrarse en el bosque con la
niña la dan por muerta, la devota madre se dirige al templo
y tiene una reacción sorprendente: arranca al Niño de
los brazos de María, y le dice: «Señora, nunca volveréis a tener a
vuestro Hijo si no me devolvéis sana y salva a mi
hija»
. Dice Cesáreo que entonces la Virgen, como
si tuviera miedo de perder a su Hijo si aquella mujer no recobraba
a su propia hija, al momento ordenó al lobo que liberara a
la pequeña. Para dar testimonio del milagro, la niña
apareció con señales de que el lobo le había
clavado los dientes en la garganta, a pesar de lo cual estaba
perfectamente sana. Tras recobrar a su hija, la madre volvió
a colocar al Niño en el regazo de la Virgen,
diciéndole: «como me has devuelto
a mi hija, he aquí que yo te devuelvo el
tuyo»
.
Figura 12. Oración de un monje que pinta una imagen de la Virgen, Apocalipsis de Lambeth. Biblioteca del Palacio de Lambeth, ms. 209, fol. 2v. (Inglaterra, ¿Londres?, c. 1260-1267)
Lo habitual es pedir, implorar; lo excepcional es amenazar, pero después de implorar y tal vez de amenazar, el siguiente paso es obligar. ¿Cómo obligar a la Virgen a actuar a través de su imagen? El hombre religioso se limita a solicitar la mediación divina, mientras que el mago trata de forzarla. En una época en la que la posibilidad de intervención de los personajes sagrados a través de sus imágenes se daba ya por descontada, no tardaría en darse el paso final: intentar forzar a la imagen sagrada para actuar gracias a un ritual mágico. Poco después del año 1300, un monje francés, Juan de Morigny, relata cómo mediante un ritual de animación de imágenes consiguió que la estatua de la Virgen de Chartres cobrara vida y le proporcionara la ciencia infusa95, obteniendo a través de los ritos mágicos del arte notoria lo que Bernardo de Claraval, según la leyenda de la lactación, había conseguido a través de una vida santa.
El relato de Jean
de Morigny plantea el resurgimiento de una tradición pagana
de vivificación de estatuas sagradas. Quizá no sea
casualidad que al mismo tiempo que se empiezan a popularizar las
imágenes dotadas de virtus sancta se produzca la recuperación
de los rituales para vivificar las imágenes que se
conocieron en la Antigüedad. Pero estos rituales se
aplicarán ahora no a vivificar las antiguas imágenes
de culto paganas, sino a los talismanes, que adoptarán
rituales derivados de la magia hermética para insuflar en
ellos los espíritus de los astros, y serán
considerados como «la peor forma de
idolatría»
(idololatria
pessima)96.
Alfonso X dedicará la otra gran serie de ilustraciones de su
scriptorium,
la miniatura astromágica, a ilustrar el proceso de
creación de los talismanes, y plasmará en
términos visuales los ceremoniales para atraer los poderes
del cosmos sobre ellos97.
Si la creencia en el poder milagroso de las imágenes
marianas situará al Rey Sabio en el umbral de la
idolatría, no cabe duda de que ese límite lo
traspasará al profundizar en el estudio de las «falsas
estatuas», como había llamado a los talismanes el
obispo de París, Guillermo de Auvernia, en las primeras
décadas del siglo XIII98.