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ArribaAbajo- IV -

El niño contemplativo


La tercera inscripción del folio 205 del Libro 36 de Bautismos de la Iglesia Catedral de Montevideo es un documento precioso. Prueba que el nacimiento de José Enrique Camilo Rodó fue el 15 de julio de 1871, y nos da, así, el primer jalón seguro para seguir su vida a través del tiempo. La tradición del hogar decía, pues, la verdad; y el error de tantas noticias escritas que frecuentemente se han dado de él, en este punto, y que lo hacen nacer el 15 de julio de 1872, se patentiza, así, concluyentemente53.

Se estaba en la curva del año en que, no obstante irse haciendo sensible el alargamiento de los días, se instala de firme, en el Uruguay, lo más crudo de los fríos del invierno.

Para el bautismo fue elegida la fecha del 5 de octubre, cumpleaños de doña Rosario, y los padrinos fueron don Cristóbal e Isabel.

De las ternuras y el candor del lactante blanco y rubio quedó una huella duradera en el amor entrañable de su ama, María Aguerre de Cortio, la vasca limpia y honrada que seguiría luego paso a paso y con devoción los triunfos de su hijo de leche y guardaría más tarde a su memoria, hasta la muerte, un culto conmovedor. Pero de los dieciocho meses del niño queda un retrato que se diría un pasmoso anuncio del pensador. Espanta ese pequeñito que, vistiendo aún el pollerín de la inocencia balbuciente y retozona, está reconcentrado en un mirar abismado y casi ceñudo bajo la frente alta y amplia, cerrando la boca con seriedad que hace abultar los labios y dejando descansar la cabeza, en un abandono meditativo, sobre una de las manos, mientras apoya la otra en la mesa, como absorto, para mejor inmovilizarse: actitud que tomó espontáneamente, según recordaban sus hermanas.

*  *  *

Frecuentes debían ser en él esas posturas, porque empezaba a mostrarse ya, desde la primera edad, reposado, serio, poco dado a juegos violentos: desde esos mismos tiempos en que don José Rodó hacía construir su quinta en Santa Lucía, para pasar los veranos.

La pérdida de José había hecho que la familia no pudiese volver a la quinta del Camino Larrañaga, que era volver al cuadro de la desgracia. La muerte, aún más reciente, de María, hacía recrudecer horriblemente la pena. Santa Lucía era lugar de veraneo, distante muchas leguas de la ciudad, y capaz de proporcionar treguas sedantes y sanas para el dolor.

Era un pequeño pueblo, cándido y quieto, próximo al río, de aguas puras y tranquilas, que le da nombre, y se hallaba en boga entre las familias pudientes, que hacían allí sus quintas amplias a imagen de las de Montevideo, o pasaban la temporada en el hotel de la Llosa, de grandes patios florecidos, situado en una calle interior del pueblo. El primer veraneo de los Rodó en Santa Lucía fue en ese hotel, cuando José Enrique tenía pocos meses de edad. El siguiente se pasó en una casa arrendada, en la acera de enfrente. Ya queda don José vinculado al movimiento social de la localidad. Al amparo del paréntesis de paz, de tan promisorias ilusiones, que ofrece el efímero gobierno de Ellauri, su amigo don Alejandro Magariños Cervantes, el patriarca del pueblo, el poeta de la quinta de apacible encanto, cuya fuente inaugura Rosarito Rodó, preside, desde el 20 de julio de 1873, la comisión del vecindario constituida para prestigiar el pedido de creación de un nuevo departamento, que tendría por capital la villa de San Juan Bautista, oficial designación de Santa Lucía. El nombre de don José Rodó es uno de los primeros entre los integrantes de esta comisión, que fue elegida por unanimidad, y quedará transformada luego en Directiva del Club Libertad y Progreso. Don José dona árboles y plantas de su quinta en formación para embellecimiento del lugar, y los 8 tomos de la Historia de Turquía de Lamartine, para la biblioteca del nuevo centro54.

Las sucesivas temporadas de la familia en Santa Lucía fueron ya en la quinta propia. No había aún en ella la vegetación tupida que hoy rodea la casa haciendo bóvedas de frescura y dándole prestigios nostálgicos, pero los árboles estaban en crecimiento y el jardín formado, con sus canteros cerrados de boj y de santonina, porque don José había sido cuidadoso desde el comienzo en atender a las plantaciones. Y, sobre todo, la casa era la misma que puede verse todavía, con su color amarillento. No ha sufrido más injuria que el cierre de los arcos de su frente por semicírculos radiados de vidrios de colores, pero el vestíbulo del fondo, totalmente simétrico con el de la fachada principal, los conserva libres, y permite reconstruir idealmente el aspecto que ésta tenía entonces. Bajo la balaustrada uniforme que cierra la azotea por sus cuatro bordes, dos cuerpos paralelos de edificio se acusan claramente por la separación que entre ellos hace, en cada uno de los frentes, un vestíbulo al que da ligereza la serie de tres arcos que se apoya con gracia, en el medio, sobre dos ágiles columnas de hierro, y, a los costados, sobre los muros laterales. Unen ambos cuerpos de edificio, por en medio de la casa, el largo salón, que se abre hacia el vestíbulo del frente, y el largo comedor contiguo, paralelo y homólogo, que da sobre el del fondo. Nada notable en las hiladas de ventanas con rejas de barrote redondo que corren a ambos lados de la casa, a lo largo de los dos cuerpos regulares y sencillos, si no es el saber que la segunda de las de la izquierda, contando desde el frente, corresponde a la habitación en que dormía con sus padres el pequeño José Enrique Rodó: en el costado de la sombra. Nada notable en las pilastras adosadas de orden compuesto que recorren los cuatro lados de la casa llenando los macizos que quedan entre las ventanas. Pero ¡qué delicioso candor en algunos detalles! No sólo el zócalo de azulejos, en los dos vestíbulos, y, en el posterior, el aljibe y las contramarchas de la escalera, de azulejos también: la ingenuidad inigualable (tesoro para documentar la pericia de los viejos artífices del lugar) está en los relieves que adornan la parte superior de las ventanas de la fachada. Uno muestra dos serpientes enroscadas con movimiento duro y vacilante que no han logrado colocar sus cabezas en posición de reposo, dejándolas desesperantemente invertidas; otros ostentan parejas de caballos que, en vez de alcanzar la corrección que los haría vulgares, han preferido quedar en una zoología indefinida, en un primitivismo de original encanto, con algo de hipopótamos, de tapires, de canguros, de saurios antediluvianos...

La inexperiencia de estos trazos no quita señorío a la quinta de don José Rodó, amplia, firme, reposada, y de noble arquitectura: antes sirven para mejor ambientarla como casa de campo, y hoy sientan bien a su pátina añosa.

Unas descuidadas frases de un periodista español, Eloy Perillán y Buxó, que dictaba, en los propios días en que las escribió, una cátedra de Literatura en la Universidad, sirven para ambientarnos en una evocación de aquel lugar de veraneo y de la por entonces recién construida quinta de don José Rodó. Son de abril de 1874. Recordémoslas:

«MISCELÁNEA

Santa Lucía

I

Anteayer, de madrugada, emprendí mi expedición Dominguera al vecino y floreciente pueblo de Santa Lucía. Invitado para un almuerzo (aunque lo lleve a mal algún otro cronista) no pude negarme a la deferencia de Andrés Otero [...].

III

A orillas del Santa Lucía, había improvisado el dueño del Hotel Oriental, un verdadero menú de banquete [...].

Allí estaban los Srs. D. Ángel Méndez, Gefe Político del departamento de Canelones; Deal, Oficial 1.º de la Gefatura; el representante D. Felipe Lacueva, el representante D. Ernesto Velazco, D. Juan Ángel Zaballa; el representante D. Alejandro Chucarro (hijo); el Sr. Rodó, D. Antonio Suarez, nuestro querido amigo Juan Ramírez y otras personas, cuyos nombres desconozco.

[...]

Abandonando la mesa, penetramos en la hermosa villa que yo deseaba conocer.

IV

La casa de mi paisano el Sr. Rodó fué el primer punto de escala: había oído hablar de ella como de las magníficas posesiones de los Srs. Magariños y La Cueva, pero hablando francamente, no esperaba encontrar tan delicioso panorama»55.



Sin embargo, no todo fue inocencia y sosiego en aquellos primeros veraneos de Santa Lucía. Una día -seguramente el que siguió inmediatamente al hecho- se recibió allí la noticia del atentado sangriento y vil, consumado por forajidos de trabuco y puñal, que acababa de ocurrir en Montevideo el desde entonces célebre 10 de enero de 1875, y en el que, por defender las urnas en un día de elecciones de Alcalde Ordinario que eran de trascendencia, había muerto un núcleo de jóvenes principistas, y entre ellos un allegado de la casa, Antonio Gradín, primo de los Rodó. Era el prólogo del motín que tendría lugar el día 15. José Enrique no contaba todavía cuatro años, pero la sensación de algo trágico e inicuo, una angustia y un terror repulsivos, deben haber quedado desde ese momento vinculados en su sentimiento al recuerdo de la tiranía que estaba por nacer. Comenzó ya a oír junto a sí el gemir por la libertad. La tradición unitaria del hogar y la dignidad natural de su talento harán más tarde el resto. Pero ya el coronel Lorenzo Latorre será un complejo sombrío en el alma del niño.

Las idas a la quinta continuarán por cuatro años más, aunque las malas épocas se han iniciado ya para la familia desde ese año 75, el «año terrible» de la historia uruguaya.

*  *  *

De tiempo inmediato es un segundo retrato, que muestra a José Enrique Rodó a los cuatro años de edad, casi tan reconcentrado como le vimos cuando más pequeño, pero con un algo más dulce en la expresión. Su traje cuidadosísimo, el rico respaldar de largos flecos en que apoya los brazos cruzados, hacen imaginarlo en la casa de la ciudad, entre los finos muebles de caoba y los grandes espejos lucientes. Sigámosle ahora allí.

Es la edad en que Isabel empieza a enseñarle a leer. El pequeño autodidacta había comenzado por aprender las letras copiándolas de los diarios, pero bajo la dirección de su hermana sus progresos son rápidos, pues revela facilidad extraordinaria. Es curioso, preguntón, y obliga incesantemente a sus padres, su tío y sus hermanos a que le cuenten historias. «La ternura para el alma del niño está, así como en el calor del regazo, en la voz que le dice cuentos de hadas». Perrault arroba su imaginación con tanta fuerza, que el color de sus visiones perdurará hasta iluminar, después de muchos años, la emoción tibia de un plácido soneto. ¿Habrá sido realmente «su primer libro de lectura», como afirma Glicerio Albarrán Puente, ese de fábulas que obsequió al hoy profesor Carlos Lacalle?56

Don Cristóbal ha sido siempre pródigo en regalar a sus sobrinos los más hermosos juguetes, y en ser su proveedor obligado de revistas para niños. El turno de José Enrique llega, pues, ahora, pero él prefiere las revistas a los soldados, a los muñecos, a los carritos, a los animales, a los yesos y cartones pintados. Encontrará, desde luego, «Los niños», que año a año, desde la infancia de los hermanos mayores, el buen tío ha venido haciendo encuadernar cuidadosamente: bien ilustrada, y con sus narraciones amenas y sencillas, pero de pobrísimo estilo, no obstante incluir traducciones de Perrault; con sus versos insípidos, las biografías de niños célebres, los ejemplos de moral edificante, penetrados de intenso espíritu religioso, y las lecturas instructivas.

Cuando, llegado a los seis o siete años, tomen para él también como maestro a don Pedro José Vidal, que ha enseñado ya a Alfredo y a Eduardo, José Enrique tendrá una atmósfera espiritual de sugestiones entrevistas y una base de nociones adquiridas que le harán adelantar en sus estudios con seguridad asombrosa. El preceptor es de antigua escuela, muy concienzudo, muy exigente, y enseña la gramática de Codina, aritmética, geografía, urbanidad, caligrafía: casi todo de memoria, pero luego explicando cuando lo cree conveniente. Don Pedro José es colérico, aunque bien educado; mas no es sólo por esto que José Enrique no motiva las explosiones de aquel carácter: es, ante todo, porque el niño es dulce, sosegado, y a más de poseer privilegiada inteligencia, estudia con amor. Pero mira más lejos que el círculo de sus lecciones. Adora a Robinson, y dialoga con su libro, al que hace confidencias. El viejo ejemplar que fue testigo de esta amistad se conserva aún, con sus tapas negras y raídas, tal como él lo describió después con vivísima y emocionada pintura. Y están también los grandes tomos ilustrados por Gustavo Doré: El Paraíso Perdido, que le enciende inquietudes febriles trayéndole soplos del más allá en tempestades de luces y de formas, y Los Ecos de las Montañas, de José Zorrilla, que le estremecen de bosques oscurísimos y de castillos solitarios, de reyes bárbaros y doncellas ideales. Los domingos se lee, en rueda de hermanos, El Correo de Ultramar y La Ilustración española y americana: y éstos también han sobrevivido, con sus secciones de actualidades y de literatura y sus finos grabados, que muestran toda la tierra, el salón regio y la miseria, la calle hirviendo de humanidad, la guerra, escenas de Oriente, y un infinito de paisajes con alientos del trópico y de la selva virgen.

Sin duda es en esta época cuando don Cristóbal, venciendo, por condescendencia y por su amor al niño, las costumbres de su indiferentismo religioso, ha llevado a José Enrique a la iglesia, alguna vez que no ha podido hacerlo doña Rosario: porque Hugo D. Barbagelata cuenta de los que recuerdan cómo el pequeño iba entonces de la mano de su tío, «moviendo su cuerpo sobre sus delgadas canillitas y luciendo valioso traje de terciopelo con cuello de blancos encajes, al que realzaba un sombrero, que el tierno adolescente57 echaba con donaire hacia atrás para dejar descubierta la frente»...

La educación religiosa en que su madre lo viene iniciando es afirmación de amor para su bondad, calor de leyenda para su imaginación, y creencia con qué saciar su asombro ante el misterio. Doña Rosario lo lleva a misa y lo arrulla con historias piadosas. La Noche Buena, el niño Dios, el retablo de Navidad, hacen nacer, en el alma del pequeño, poemas interiores, mudos poemas de meditación candorosa, amanecidos, entre la diafanidad de los nimbos, de la efusión del inocente amor. Pero un día el asno del retablo abre el camino de la duda, que poco a poco irá minándole la fe. Oigamos cómo se le aparecerá, en el alejamiento de los años, y cómo lo meditará, el recuerdo de este comienzo de su descreimiento, con su tono moral que se adivina intacto, todo cálido todavía, todo húmedo de ternura:

«Asno del pesebre donde el Señor vino al mundo: yo te quería y te admiraba. Tú eras, en aquel espectáculo, el personaje que me hacía pensar. Iniciación preciosa que te debo. Tú, abanicando con los atributos de tu sabiduría, diste aliento a la primera chispa de libre examen que voló de mi espíritu. Tú fuiste mi Mefistófeles ¡oh Asno! Por amor a tí, por caridad y compasión con que me inundabas el alma, me hiciste concebir los primeros asomos de duda sobre el orden y arreglo de las cosas del mundo, y aún sospecho que, por este camino, me llevaste, con ignorancia de los dos, a los alrededores y arrabales de la herejía.

Verás cómo. Yo, prendado de la gracia inocente y dulce que hay en tí, y que no suelen percibir los hombres porque se han habituado a mirarte con la torcida intención de la ironía, me interesaba por su suerte. Viéndote allí, junto a la cuna de Dios, me figuraba que te era debido algún género de gloria. Entonces preguntaba cuál fué tu destino ultratelúrico, y me decían que para los asnos no hay eternidad. Para los asnos no hay en el mundo sino trabajo, burla y castigo, y después del mundo, la nada... La Nueva Ley no modificó en esto las cosas. El sacrificio del Hijo de Dios no alcanzó a tí. El viejo esclavo de Pompeya que debió de trazar, bajo tu imagen dibujada, en la pared, la inscripción de amarga ironía: Trabaja, buen asnillo, como yo trabajé, y aprovéchete a tí como a mí me aprovechó, dijo la desventura del asno pagano y del cristiano. De poco te valió estar presente en el nacimiento del Señor, ni, más tarde, llevarlo sobre tus lomos, en la entrada a Jerusalén, entre palmas y vítores. Ni mejoró en la tierra, ni, lo que es peor, se te franqueó el camino del cielo. A mí, este privilegio de la promesa de otra vida para el alma del hombre, con exclusión de la candorosa alma animal, capaz de inmerecido dolor remunerable y capaz también de una bondad que yo no había aprendido todavía a discernir de la bondad humana, porque aun no había estudiado libros de filosofía, se me antojaba un tanto injusto y me dejaba un poco triste. ¡Cómo! El perro fiel y abnegado que muere junto a la tumba del amo, acaso torpe y brutal; el león hecho pedazos en la arena infame; el caballo que conduce al héroe y participa del ímpetu heroico; el pájaro que nos alegra la mañana; el buey que nos labra el surco; la oveja que nos cede el vellón, ¿no recogerán siquiera las migajas del puro festín de gloria a que nos invita el amor de Dios después de la muerte?... De esta manera me acechaba la pravedad herética tras el retablo de Navidad»58.



Entre tanto, los veraneos se seguían pasando en la quinta de Santa Lucía. Los primeros viajes se hacían en ferrocarril hasta Las Piedras, y desde allí en diligencia. Pedro Leandro Ipuche recogió de labios de Isabel detalles de uno que dice haberse hecho en el coche familiar cuando José Enrique tenía cuatro meses de edad. Oigámosle:

«En cierta ocasión, rumbo a la granja de recreo, venían pasando el Canelón Grande.

Algo les hizo gracia. Y se pusieron a reír fuerte.

El patriarca, recordando que solían aparecer forajidos en los pasos les ordena y advierte: Guarden silencio. Miren que andan matreros.

Aquella voz de padre catalán apagó la algazara. Y como Josesito tomara la posta de la risa con sus vagidos, Isabel le tapó delicadamente la boca, meciéndolo con las tonadas de cuna en uso.

La escena rodante nos da al benjamín con cuatro meses de edad en las faldas de la madrina»59.



El viaje en ferrocarril, con su continuación en uno de esos coches, era la primera alegría de estas salidas. Las largas llanuras y el ondular moroso de las cuchillas, verdes y blanqueadas por el nimbo velloso de la flechilla o amarillentas y terrosas si eran tiempos de sequía, se aspiraban, entre las ásperas ráfagas de humo, junto con el olor a campo. Hacían por momentos más intenso el atractivo el estruendo del puente y el agua del arroyo tajando el verde de la maraña salvaje, y las mil curiosidades a la vista del ganado, del rancho, del arado, del molino de viento, del zancadeo zigzagueante de una fuga de ñandúes, hasta que la duración del viaje iba haciendo poco a poco más monótono todo aquello, y el niño caía rendido por el sueño.

Se llegaba por fin a la quinta, y allí era la nueva vida. De día eran las alegrías a la vista de los pájaros, que le atraían con pasión: seguir su vuelo, extasiarse frente a la gran pajarera que había en el fondo, y era el divagar por el jardín, aspirando las flores, cortándolas, deshojándolas, observando la trayectoria de las hormigas, o eran los otros juegos sedentarios: modelar casitas de barro, acariciar a León, el perdiguero color chocolate con rabo de punta blanca, que a él lo prefería entre todos. Luego llegaba la hora de hacerse arrastrar lentamente por las calles del pueblo con los hermanos mayores, en el pequeño coche tirado por carneros. ¡Inocencia tierna de los lomos mullidos y redondos! De noche, sus miradas al cielo eran tan hondamente absortas, que cuarenta años más tarde podrá todavía exclamar:

«¡Oh, limpia estrella de Régulo!, la mayor y más hermosa del León, que cuando niño escogí por mía, mirando al cielo, al sentir por primera vez la preocupación del misterio; limpia estrella que desde entonces evocas invariablemente en mí la imagen de la ventana de donde te miraba, el trepar de una enredadera claudicante y la forma de dos manchas de musgo»60...



Y otras veces eran las salidas en break por el campo. Alfredo va a caballo en su petizo moro, pero José Enrique nunca aprenderá a montar. Cuando los paseos eran al río Santa Lucía, ¡con qué feliz embebecimiento gozaría el niño reposado y contemplativo el lento embeleso de viajar con los suyos en la balsa, sobre las aguas remansadas, hasta la orilla opuesta, donde el monte era espeso y casi virgen, y hundirse luego allí, en el frescor de la penumbra verde y húmeda!

*  *  *

En 1879, a consecuencia de malos negocios en especulaciones, don José Rodó se verá obligado a vender su quinta. Y así acabarán los veraneos en Santa Lucía. En adelante, la vida del niño será ya exclusivamente en ambiente de ciudad. Pero guardará en las reservas de la memoria y del subconsciente, manando fuentes secretas para su sensibilidad estética, ocho años impregnados de naturaleza y de sol, y ocho años de sueños hundidos en el inmenso croar del silencio en las noches del campo, que entraba por la ventana abierta: en esa quejumbre sordamente crujiente y chirriante que tantas veces oyó jadear con sus mil pequeños silbos y soplidos entrecortados. Y en más de una parábola de su madurez hablarán los juegos del jardín lejano, y, más oculto, todavía, meditará el sosiego de sus noches.

Don Pedro José Vidal ha estado también algún verano en la quinta, alojándose en el cuarto de huéspedes. En la ciudad, el contacto del maestro con el niño sigue siendo asiduo, pero el horizonte mental del pequeño estudioso se ensancha cada día más por su propio desenvolvimiento interior al estímulo de lo que oye y ve en la vida de la casa, y, sobre todo, de lo que lee por su sola cuenta, en los aislamientos que busca quizás sin proponérselo, cuando se engolfa en aquellas ilustraciones, en los libros, los diarios y los papeles. Se le ve mucho callado, pensativo, sumido en sus adentros. Y sus juegos siguen siendo sedentarios y contemplativos: en la azotea remonta cometas, aquellas magníficas cometas, las más grandes de todas, que don Cristóbal gustaba regalar a sus sobrinos. Con la mirada prendida en lo alto, en el hilo que se alarga casi hasta perderse de vista, en los colores que van alejando cada vez más su alegría sobre la luz del cielo, la imaginación del niño tiene toda la holgura para hundirse en el infinito.




ArribaAbajo- V -

El niño pensador y escritor


El escenario de estos estudios y estos recogimientos ha cambiado. También la casa de la ciudad ha debido ser vendida en 1879, y la familia se ha instalado en una propiedad de don José Domingo Piñeiro, en la calle Pérez Castellanos61 120: en otra casa de altos, de azotea y sin mirador, como la que se acaba de dejar. La obligación de separarse de don Cristóbal, que alquila otra casa en la calle de los Treinta y Tres, más hacia el mar, es un motivo de tristezas, que la frecuencia de las visitas logrará apenas amortiguar.

El niño aspira ahora a ser periodista. Tendrá su diario: «-¿Como El Ferrocarril?», le pregunta su madre, para provocar una reacción que adivina, sabiendo que, compenetrado del ambiente de civismo principista que le rodea, repudiará el modelo que se le ofrece, de obsecuencia candombera al mal gobierno. «-No, como El Siglo, un diario serio!», exclama él. Y la repugnancia por la tiranía militar, que con Latorre había sido sombría y de terror para la seguridad personal del ciudadano pero constructiva en lo administrativo y austera en el manejo de las rentas, tomará en José Enrique Rodó una nueva perspectiva durante los períodos del predominio y del gobierno del general Máximo Santos, en que el despilfarro administrativo se pone al servicio del fausto oficial. Un Estado Mayor reluciente y cortesano, unos festines pantagruélicos, una escolta y un batallón de compadraje y de crueldad -el «Quinto»- que son el nervio pretoriano del poder, unos hacheros de híbrido exhibicionismo, entre francés y tropical, trajeados con altos morriones de piel, cueros de tigre y pantalones rojos con polainas blancas, eran los síntomas de aquel régimen, que no estuvo privado, sin embargo, en otros aspectos, como el que le precedió, de verdaderos alientos de progreso.

Aún no ha comenzado Santos a gobernar directamente por sí mismo, porque está haciéndolo todavía como Ministro de la Guerra bajo la cómoda y dócil máscara del Presidente de la República don Francisco Antonino Vidal, cuando José Enrique Rodó, niño de nueve años, entra en la crisis de la creación. Poco a poco empieza a quemarle la mente y la imaginación un fuego que le impulsa a escribir, que irá aumentando sin cesar hasta llegar a hacerse obsesionante y se adueñará definitivamente de su espíritu para no abandonarlo mientras viva. La vocación es impetuosa e inequívoca: José Enrique Rodó será escritor.

El anhelo periodístico, estimulado por el repudio de la mal disimulada tiranía, es el despertar de la vocación literaria del niño. Sus juegos preferidos serán, desde ahora, componer pequeños diarios manuscritos de oposición, divididos en secciones, con su editorial, su gacetilla, su revista de la prensa, su correspondencia, sus crónicas y variedades, todo dividido en columnas, y sin olvidar los anuncios, que a veces son ilustrados. Se conserva intacto y casi totalmente inédito el tesoro del enorme trabajo acumulado de este asombroso niño escritor desde sus nueve hasta sus catorce años: esa pequeña montaña de manuscritos, esos dos kilos de papel de los que nada, casi, se ha escrito ni hablado hasta ahora, porque nadie, salvo la familia de Rodó, conocía, hasta hace pocos años, su existencia. Y, sin embargo, estuvieron largo tiempo allí, en el mismo cajoncito de lata en que el amor materno los cuidaba, los doscientos cincuenta y dos pequeños diarios manuscritos, totalmente rellenos de caracteres casi jeroglíficos, de trazos finos, someros y muy desparramados. Porque no sólo no era conocida por los extraños la existencia de ese tesoro, sino que su lectura misma había sido casi totalmente imposible aún para aquellos que sabían de él, aún para los propios hermanos del escritor. Una imitación convencional del tipo de imprenta, en que se complacía el capricho del niño, se tradujo, en efecto, prácticamente, en un curioso alfabeto de signos semi herméticos, con cuyo sistema, casi constante por otra parte, es menester familiarizarse para descifrarlos. La emoción de este descubrimiento, el paso del deletreo a la lectura casi corriente, de las sorpresas triunfales al temor reverencial en este nuevo género de heurística, estaban reservados al autor de este libro. Pero todo el material, en el que ese convencional tipo de imprenta acabó por ser reemplazado por una letra cursiva que pretendía ser corriente pero que no es de menos torturante difícil lectura, por lo pequeña, apretada y descuidada, ha sido ya desbrozado. Espiguemos en él62.

¡Qué riquezas inauditas encierra! Toda la pedantería de la psicología infantil vulgar, todo el armatoste de los tests usuales, se estremecen y caen a su lectura. La medida de esta clase de súper-normales, que no son el manoseado niño prodigio de los prontos desengaños, sino el hombrecillo precoz, la seriedad precoz, la dignidad precoz, se adivina imposible, rompe todas las fórmulas, escapa siempre hacia arriba.

Desde el primer número de su primer diario, que lleva por nombre, como el de Carlos María Ramírez, que tomó sin duda por modelo, El Plata, y por indicaciones: febrero 2/1881, año I, n.º 1, 1.ª E, sus inquietudes dominantes son abstracciones morales y temas de orden público. Su artículo inicial, que se titula Introito y es brevísimo, espanta por la seguridad y la concisión con que plantea su posición en el problema que le obsesiona:

«El bando constitucional: eh ahí el bando del Plata diario que acemos hoy entrar a la arena del periodismo uruguayo.

El bien y la justicia será nuestro objeto supremo.

Y combatiremos El mal y todo lo que sea contrario al bien y la razón que será nuestro programa».



Sólo la ortografía peregrina, la ingenuidad del trazo de la pluma y alguna vuelta pesada de redacción, dentro de la seriedad de las ideas y la fundamental desenvoltura de la expresión, serían, si no bastara lo insospechable de la procedencia, capaces de disipar la inevitable incredulidad con que tiene que ser mirada la atribución de estas frases a un niño de nueve años.

Pero el lector acaba por habituarse y hasta por encontrar naturales, a fuerza de ser abundantes, párrafos y conceptos tan extraordinarios como estos, que aparecen ya en los días casi inmediatamente subsiguientes:

«Atrás, los viejos partidos, que es lo mismo que decir: atrás el crimen!» [...]

«Las revoluciones civiles son el fruto de los viejos partidos: los odios políticos y la confusión y desbarajuste de la patria. Y eso es lo que produce no unirse, no levantar la bandera de las instituciones; no aver unión, ni bien, ni justicia». [...]

«No le contesté entonces. Callaba y meditaba, pero hoy voy a contestarle y a publicar mis pensamientos».



Comentando un imaginario libro de un Dr. Candy creado por su fantasía, Del Canadá a la Tasmania, el estilo comienza a henchirse de rítmica elegancia:

«Repetimos: es una joya literaria. Bello libro para entretenimiento; útil para el geógrafo; de necesidad para el viajero la obra del Dr. Candy será siempre un modelo literario».



Es ésta la primera aparición de un motivo de literatura pura moviendo la pluma del niño escritor. Lleva por fecha 18 de febrero de 1881. Hasta entonces su preocupación casi única había sido política. Su primer verso, En el mar, que compondrá el 5 de marzo, no será sino una exaltación de la misma inquietud política: anatema a la dictadura y esperanza en la libertad. Es la despedida de un deportado, el Dr. Candy, en la que debe verse, como fuente indudable de inspiración, el relato, tantas veces oído en el hogar, del viaje de la barca Puig, en que fue infamemente deportado a La Habana, por la tiranía del año 75, un grupo de los mejores ciudadanos del país. Mucho ha debido hablarse en el hogar del niño de ese viaje de los principistas desterrados, desde los días mismos en que se consumó el atentado, y nuevamente varios meses después, porque a su regreso los deportados eligieron precisamente a don José Rodó para hacerle portador de una misión de singular belleza moral. Le dirigieron, en efecto, una carta en la cual le rogaban presentase a sus coterráneos catalanes los señores Puig, dueños de la barca, su agradecimiento por haber tomado éstos a su costa, en los días previos a la partida de la flotante cárcel, los trabajos de reparación que le permitieron llegar con felicidad a Charleston63, puerto en el cual desembarcaron al fin, y no en el de La Habana, al cual los había destinado inicialmente el tiránico gobierno. Precaución sin la cual la nave no habría tenido, acaso, las necesarias condiciones de navegabilidad, pues el rumor público aseguraba que, precisamente, se la había elegido por hallarse en mal estado, para que naufragase con su preciosa carga. Véase ahora el verso:


«Adios Montevideo-
Adios querida patria-
Un bruto tiranuelo-
Nos hace estar aquí.-
Pero oh mis compañeros-
Consuélense- no lloren-
Que algún dichoso día-
emos de pisarte- sí!»



Las estrofas que siguen son aún más cojas que el final de esta primera. Falta aquí la soltura que había en la prosa. La mano del niño es todavía inexperiente para el manejo de la materia nueva.

Y un nuevo devaneo literario, que asoma el 8 de marzo, en donde está la primera evocación de paisaje, tiene, no obstante su sentimiento poético, también un pretexto político. Es una descripción que hace el Dr. Candy desde la barquilla en que navega hacia el exilio:

«La luna rielaba en las plateadas ondas de la laguna.

Los pajarillos cantaban volando de rama en rama y el silencio de la noche mesclado con el ruido de las olas del frondoso mar y el canto de los grillos convertían aquello en un verdadero paraíso... en fin era tan hermoso aquel espectáculo que parecía ser nuestro consuelo en aquellas horas de profunda tristeza».



¿No es éste el influjo de Agustín de Vedia olvidando por momentos, hechizado por los cielos del trópico, en la cubierta de la barca Puig, el drama de su destierro?64

En estos números de El Plata de los nueve años, no todo son muestras de esa asombrosa precocidad. Mil menudencias baladíes, simplezas y chanzas inocentes, revelan bien al niño que no es un monstruo de madurez y de seriedad, sino que sabe también reír y retozar e incurre en repeticiones fastidiosas e infantiles desbarros. Pero los temas, con ser variados, no son todavía universales. El fuego central que todo lo anima es la propaganda a favor del partido constitucional y la execración de los bandos tradicionales. Es curioso que las inventivas del pequeño Rodó sean más frecuentes contra el partido colorado que contra el blanco, siendo así que su familia era colorada, como él mismo lo fuera en su más corta edad por el influjo del hogar, y como volverá a serlo desde muy pocos años después hasta el final de su vida. Y es esto mismo lo que explica en buena parte, si bien se medita, que se especializara, abundando en la crítica, en justificar por qué no quería ser colorado: esto tenía que demostrarlo con empeño porque era lo contrario de lo que reputaban natural y mejor aquellos que le envolvían con su cariño y con su ejemplo; lo contrario de lo que él mismo había admirado y querido hasta poco antes. En cambio, lo otro, no había por qué extenderse en razonarlo ni en ejemplificarlo: lo más lejano de su memoria le hacía saber que él no era blanco ni tenía por qué serlo, y aún mejor que él seguirían sabiéndolo los suyos. Su actitud crítica estaba determinada, además, por una solicitación directa de los hechos: el partido colorado era el que estaba en el gobierno. De él dimanaba, pues, el mal concreto y actuante.

*  *  *

El credo constitucional, de que venía haciendo profesión desde el primer renglón escrito de su primer diario, era la nueva fe del niño, el ideal revelado, el refugio seguro que se le ofrecía en medio de las zozobras de que se sentía rodeado. ¿Cómo no serlo para él si lo era ya, desde el año anterior, para los mejores, los más puros y más ilustrados talentos de la época, aquellos grandes discípulos de don Plácido -y aquí es donde puede medirse el árbol por sus frutos- de don Plácido, sí, a quien no contarían, con todo, en sus filas, porque él seguiría siendo colorado: José Pedro, Gonzalo y Carlos María Ramírez, Pablo De-María, Juan Carlos Blanco, Luis Melián Lafinur, José M. Sienra Carranza, Domingo Aramburú, astros de fulgurante y magnetizador influjo en cuya luz se embebecía?65

El desengaño había de ser tardío, y producido, no por culpa de estos cruzados del nuevo ideal, sino porque éste era ineficaz en aquellos momentos, y así veremos explicarlo en 1898 al propio José Enrique Rodó en carta al doctor Domingo Aramburú que éste publicó66. Mientras tanto, en este 1881 en que nos habíamos instalado, el atentado, el crimen, los turbios negocios administrativos, las cínicas maniobras políticas, el gobierno de la prepotencia y la postración de la fibra cívica de la masa, venían haciendo crónico el estado de violación de la constitución en que se vivía, y el remedio del mal no podía ser otro que la restauración constitucional y la pujante entonación de la abatida conciencia ciudadana. Pocos, muy pocos, de los jóvenes de alta inteligencia, de saber y de honor (y, de esos pocos, dos, entre los colorados, Julio Herrera y Obes y José Batlle y Ordóñez, y uno entre los blancos, Eduardo Acevedo Díaz, cuyos nombres vendrán a mezclarse, con los años, o se han mezclado ya, a la historia de José Enrique Rodó), creían posible que esa obra pudiese surgir de la acción de los partidos tradicionales, agotados en la barbarie o en la corrupción, y en cuya capacidad de regeneración política parecía, por lo mismo, insensato esperar. Se buscó, pues, crear una fuerza nueva, y ella nació bien pronto con ardimiento de convicción y de pasión allí donde había cerebro y voluntad desinteresada, en magníficas minorías cultas, pero no logró arrebatar a las multitudes, por entonces casi totalmente analfabetas, y, donde no, ineducadas e ignorantes, y, por lo mismo, todavía incapaces de pensar, de sentir ni de obrar por ideología, por principismo, incapaces de pensar, de sentir ni de obrar sino por blanco o por colorado.

El niño pensador y purísimo tenía que estar, en cambio, no obstante sus nueve años, en las alturas de aquella convicción y de aquella pasión. Es con el fuego de ellas que escribe sus diarios, pero no con el realismo del periodista de verdad, sino con la ficción del niño, y, más aún, de un niño dotado de portentosa imaginación literaria. La realidad ambiente le sugiere un mundo de creación interior, que, no obstante, la refleja en su total sentido y hasta con absoluta precisión de detalles: un mundo oprimido por mandones y militarotes que insultan y atropellan, que invaden las imprentas, coaccionan al elector, derrochan la hacienda pública en su provecho y se regalan con opíparos banquetes sin cuidar del atraso del pago de los maestros y las viudas. Los tiranos imaginarios, presidentes o ministros blancos y colorados, comenzarán a sucederse vertiginosamente, desde ahora en adelante, en la mente del niño: Goods, Jorge Washington, José A. Silva, Torino, Godoy; habrá una tregua de buen gobierno en abril de 1881, y la serie proseguirá con Beks, Goshnel, con retornos de alguno anterior, hasta que tres o cuatro años más tarde llamará al fin a Santos por su nombre...

Frente a los dictadores de ese mundo oprimido están los ciudadanos dignos y cultos, los tribunos del pueblo, alguna vez proscriptos y perseguidos. Son ellos quienes organizan las fuerzas de la resistencia altiva y elaboran ideales de justicia y de progreso. (José Enrique Rodó les pondrá por nombres, cómo a sus tiranos, los que sus hermanos mayores daban a los juguetes, o los de personas reales que hubiesen sorprendido a su curiosidad, e irá inventando la geografía de esta ilusoria región: además del Montevideo y el Salto de la realidad, habrá un Monte Caseros que no es el de la historia, un Arrabal, un Grande, una civilizada Selva Virgen, unas islas Yaguarí...). Las psicologías de los personajes de bien, con los cuales convivirá toda su infancia y que comienzan a ir apareciendo desde ahora, son simples. El Dr. José Eugenio Candy, el deportado que no tarda en repatriarse, es el espíritu más rico y vario. Es el primero de todos, aquel en quien el niño ve realizados sus propios anhelos de perfección, prefigurándose sin duda en su edad adulta, abogado, periodista, dirigente político, modelo de civismo, literato, poeta, en un autorretrato inconsciente e ideal, que en buena parte los años habrán de realizar de verdad, magnificado hasta lo inverosímil: es el director de El Plata, es decir, el autor de los pequeños diarios manuscritos... Los otros ciudadanos del bando de los buenos, todos ellos, por consiguiente, también constitucionalistas, Carlos M. y Víctor Candy, hermanos del anterior, Ossorio, Guido, Garibaldy, Pedro y José R Conejín, Diego García, Zoze, Carcolló, Caracciolo, son almas de una sola faz, que accionan de un modo casi constante: Zoze es el naturalista, Diego García el literato... Todos colaboran en El Plata.

Se reconoce claramente, a través de los cambios impuestos por el infantil capricho, en el trío inventado de hermanos notables constituido por José Eugenio, Carlos M. y Víctor Candy, dentro del cual, y en el sitio del primero, se ubicaba el niño, al verdadero que formaban, en orden decreciente de edad, José Pedro, Gonzalo y Carlos María Ramírez. Sólo el nombre de Gonzalo aparece totalmente sustituido por otro bajo el nuevo apellido común. Y si el del primero de los imaginarios remeda, a la vez que, notoriamente, el suyo propio, y, más disimuladamente, el de José Pedro, el de Carlos María quedó intacto, aunque la dilección de El Plata, que, como hemos visto, ejercía éste en la realidad, corresponda en la ficción al primero, con su nombre un tanto alterado para aproximarlo, por la segunda de sus iniciales, al del pequeño periodista.

Por lo demás, es patente, en el léxico y no solamente en la tesis, que la influencia de Carlos María Ramírez sobre el impúber José Enrique Rodó de entonces no procedía solamente de la propaganda que el eminente publicista realizaba desde las columnas de El Plata. Venía ya de las páginas ardientes y severas de su impactante folleto, al que nos hemos referido ya más lejos, La guerra civil y los partidos.

Oigamos la voz del Dr. José E. Candy en un discurso que es representativo, por la amplitud con que están expuestas las ideas del pequeño Rodó y por ser quizás lo más enjundioso y serio del pensamiento y del estilo de sus nueve años, aun cuando pueda reconocerse en él, hurgando en la prensa de la época, la fuente de donde proviene tal o cual párrafo que se ha deslizado intacto con su redacción de origen:

«Como Presidente de la Comisión nombrada para presidir el Partido Constitucional es mi deber pronunciar unas frases de aliento a la patriótica obra que hemos emprendido (aplausos). Los partidos tradicionales tienen la culpa de que vayamos soportando las sangrientas tiranías durante los últimos 12 años. El Constitucional es el que viene hoy joven pero decidido a levantar una bandera estropeada durante muchos años: la bandera del bien y la justicia!!... (aplausos, vivas, murmullos) aliamos reunidos en el Partido Constitucional: entre los abogados los mejores: Gambetta, Ossorio, y otros. Entre los que siguen la carrera militar sucede otro tanto=Fichena, Campos, etc. Y mientras tanto ¿quienes son Torino, Amarillo etc. que figuran en la 1.ª fila de los partidos tradicionales (aplauzos). Y esta es la única clase de gente que en ellos existe: la chusma y el caudillaje. Queremos, nosotros, hacer revivir aquellos gloriosos días en que todo el pueblo iva a las plazas públicas y todos los defensores del bien y la justicia, se confundían en las olas populares: los patriotas de junio. Y los patriotas de junio están retratados en los patriotas de agosto (aplausos, vivas, fuertes aplauzos). Decía yo al caso en las columnas editoriales de El Plata del 22 de febrero: las revoluciones civiles son el fruto de los viejos partidos: los odios políticos y la confusión y desbarajuste de la patria y eso es lo que produce no unirse, no levantar la bandera de las instituciones; no haver unión, ni bien, ni justicia». Eso lo decía ayer, y eso es lo que vuelvo a repetir hoy.

Don Enrique José García, que apesar de su CORTA INTELIGENCIA... (aplausos y vivas) ha comprendido que no deben existir los viejos partidos, se ha unido después de estar años y años sosteniendo con sus manos la bandera colorada llena de herrores y manchas que estarán escritas no con tinta sino con sangre en una página de la historia patria. A D. Julio Beks y Ekis le sucede lo mismo. Y otro tanto a su padre D. Juan Carlos Beks que más de una vez juró ser nada más que colorado (aplausos). Volviendo a tomar párrafos de mi artículo de febrero diré que el partido de las instituciones libres es el de la paz y la libertad de la Rea, como que los partidos tradicionales los son del mal de ella y violando la Constitución y el bien ponen en el sillón presidencial sea el ladrón sea el asesino. Lo que dije en febrero se cumplió en marzo= pusieron de Presidente a Juan Beks hombre oscuro y sin antecedentes y ese gobierno lo ataca como que era colorado Enrique García!! Y antes en el Patriota de estos últimos meses lo elevaba a los cuernos de la luna. Esto hace creer que algún interés lo hace ser constitucional. D. Julio Beks y Ekis fué constitucional D. Enrique García cuando salió de este partido... (aplausos, vivas, murmullos, felicitaciones) lo aplaudía y hoy ambos son constitucionales!!... ¿Qué hombre honrado procede así?... (vivas) Quiere decir que el Sr. Beks fué constitucional, fué colorado y ahora en el día - qué?... ostenta otra vez la divisa constitucional!!... Pasemos ahora a el partido blanco= Torino: su principal miembro bastante nos oprimió!!... (aplausos) mientras los blancos decentes, pocos, por cierto, se han unido: Víctor Marengo, Pedro Gómez, G. Méndez, A. M. Fichena!!... (aplausos y vivas). Seguía yo diciendo en febrero sobre este partido: que tanto el blanco como el colorado tienen sus herrores.

Queda avierta la sesión. He dicho. (Aplausos, vivas, felicitaciones, fuertes aplauzos!!...)».



El crecimiento del espíritu y de la cultura del niño va quedando estampado en los pequeños diarios que, sin cesar, continúa componiendo a lo largo de su infancia. No oculta lo que escribe, pero tampoco se ufana de ello y ni siquiera lo muestra a sus padres ni a sus hermanos. Menos aún les consulta dato alguno, pues prefiere buscar por sí solo todo el saber que necesita para documentarse, manejando cada vez con más seguridad los libros, las revistas y los diarios.

En abril de 1881 aparece el primer tema americano: la tiranía de Francia en el Paraguay y su sucesor Carlos Antonio López. Al mes siguiente José Enrique revela haber leído con entusiasmo Atala y René, y llama «inmortal cantor del cristianismo» a Chateaubriand. A los diez años recién cumplidos -20 de julio siguiente- vuelve a mostrar su preocupación americana celebrando el aniversario de Colombia; y el mismo día, para escarnecer a los situacionistas, que pisotearon la libertad, cita la frase de Mme. Roland. Menos de tres meses después transcribe una estrofa de Espronceda, y los primeros asomos de crítica literaria sobre materia verdadera se ensayan ingenuamente: en unos Diálogos que sirven para hacer el paralelo entre las obras de Lamartine y las de Hugo, y en el comentario de una imaginaria antología americana en la que figuran Gertrudis Gómez de Avellaneda, Bartolomé Mitre y Ricardo Palma, a quien el capricho del niño atribuye unas coplas cuyo rancio sabor del siglo XV es demasiado conocido para que pueda suponerse que la atribución haya sido creída de verdad.

*  *  *

En marzo de 1882 ingresa a la escuela Elbio Fernández67, el primer establecimiento laico de enseñanza primaria que existe por entonces en el país: es la fundación modelo de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, que en una casa holgada de la calle Dayman (hoy Julio Herrera y Obes), acera oeste, entre Uruguay y Paysandú, conserva y acrecienta el movimiento renovador de José Pedro Varela.

Tiene diez años, pero su matrícula, que lleva el número 27, indica una edad de nueve. ¿Venía ya de antes este error? Hay que suponer más bien que se trate de una confusión del momento, padecida por su primo Luis E. Piñeiro, que en su condición de miembro de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular se ha ofrecido sin duda para hacer la presentación del niño en la escuela, pues figura en una inscripción, aunque él también con un error, recaído esta vez en la inicial del segundo nombre, como la persona que lo tiene a su cargo, hasta que una segunda anotación, hecha en otro libro, pone las cosas en su verdadero sitio indicando como padre del pequeño a don José Rodó68. Pero de todos modos es curioso señalar que, desde entonces quizás, y, con seguridad durante todo el resto de su vida, José Enrique Rodó creerá que tiene un año menos que su edad real.

La clase B, a la cual se le destina, corresponde al segundo año de estudios, y está a cargo de la señorita Ángela Anselmi, que dirige al propio tiempo la escuela. ¡Oh, con qué lúcida nitidez supo captar entonces ella a su alumno en su totalidad para hacerle revivir en el recuerdo, medio siglo más tarde, con calor de realidad presente! Doña Ángela Anselmi de Laborde volverá a ver todavía en su memoria, reconcentrado en su interior y absorto, al niño rubio, pálido y muy blanco, flacucho, alto y de piernas delgadas, de aspecto fino y delicado. Ella iluminaba, todavía entonces, los mejores fuegos de su expresión vivaz y fresca, bajo su blanca aureola de abuela dulce y sonriente, al evocar animadamente, con su decir fino y espontáneo, al escolar extraordinario. Era vehemente al afirmar que José Enrique Rodó era el mejor alumno que haya tenido en su vida, habiéndolos contado muy notables. Recordaba con amor al niño callado, quieto, que parecía no atender en la clase, cuando de golpe se levantaba, pedía la palabra, y exponía sus ideas para ampliar o refutar; recordaba su enorme memorión en geografía, su poca vocación para la aritmética, que, no obstante, comprendía bien; recordaba el día en que Quintino Bocayuva, el gran republicano y periodista brasileño, visitó la escuela y quedó pasmado escuchando a aquel niño de diez años que sin previa preparación respondió amplísimamente a cuantas preguntas quiso hacerle sobre el Brasil, ocasión que fue -confirmaban las hermanas de Rodó- para que el pequeño fuese más tarde premiado en el colegio con mate; recordaba cómo, cuando irrumpía en el aula un examinador e interrogaba algo que a todos los dejaba callados, se ponía de pie José Enrique Rodó, contestaba y sabía refutar con convicción, escuchaba con reposo las réplicas e insistía, explicando y razonando serenamente; recordaba cómo la incredulidad de uno de esos examinadores, a quien leyó una composición, que acababa de hacer y parecía imposible fuese obra del niño, se rindió ante las pruebas que éste dio de ser su autor, superando con demostraciones las objeciones y dificultades que se le pusieron para hacerle ahondar en el tema; recordaba que esas composiciones eran las más extensas de cuantas hacían los escolares; cómo descollaba en los asuntos morales y patrióticos, unas veces impuestos y otras libremente elegidos; recordaba que la más extraordinaria, quizás, fue una que hizo sobre la caridad. Y decía que aún las conservaría en su poder, devotamente, como las tuvo hasta hacía algunos años, si el rodar de las cosas no la hubiera obligado a destruirlas, porque el desgaste del papel las había vuelto ilegibles69.

Pero los pequeños diarios de esa misma época sirven para hacernos saber cómo debían ser esas composiciones. Volvamos, pues, a ellos.

En el curso de los meses, la nota de política doméstica va dejando de ser la predominante; crónicas de teatro y comentarios de mil sucesos hacen inmenso el panorama que abarcan los escritos del minúsculo periodista. Tiene ahora once años; pero el fiar alguna vez estas cosas a la memoria le hace padecer trabucaciones que denuncian su corta edad. Llegará, aún bastante más adelante, a llamar a San Martín «Héroe de Ayacucho y de Junín», a asegurar que los aztecas eran incas, a confundir a Moctezuma con Maximiliano. ¡Felices errores, porque confirman la autenticidad de estos papeles! No obstante, desde ahora mismo, esta infantil miscelánea periodística va dando un revuelto reflejo del mundo, con todas sus inquietudes: la política internacional europea y americana comienza a ser seguida en muchos puntos paso a paso, y, es curioso confrontar las fechas de sus diarios con las de los sucesos de la realidad, y poder comprobar cómo coinciden, cómo ellos iban, de verdad, impresionando el espíritu del niño.

Los remesones de la duda, aquellos que el asno del retablo comenzó a poner en movimiento, le han ido socavando en lo hondo de la zona religiosa. Su labor demoledora sigue haciéndose en la sombra, pero por momentos la grieta queda abierta en lo claro de la conciencia. Súbitamente estalla su anticlericalismo. En un mismo día, el 18 de octubre de 1882, escribirá dos sueltos para darle expansión, en uno de los cuales arremeterá contra «los cuervos, la gente negra, los clérigos», que «gritan desde las columnas de su órgano diciendo que les dan poco dinero en el presupuesto». (El pequeño Rodó ha inventado un diario, La Fe, para polemizar con él sobre religión). Más de una vez declara palmariamente su racionalismo. Otro día, sin pronunciarse en materia de dogma, disputa sobre enseñanza laica, defendiéndola para las escuelas del Estado, porque no considera justo que los que no profesan creencias religiosas o las tienen diversas de la católica sean obligados a contribuir al sostenimiento de ideas contrarias; pero con amplia tolerancia admite que la religión sea enseñada en colegios privados... No es osado atribuir a la influencia del ambiente laico de la Escuela Elbio Fernández la iniciación de estos procesos espirituales.

Su pluma se agiliza. Son unos trozos de novelas, donde el diálogo tiene cierta animación y se adivinan argumentos de intriga; o es un filosofar sobre el tiempo, «la cosa más rápida que se ha conocido» pero también «la cosa más calma que se ha visto», aquella que todo lo trae y todo lo lleva, las alegrías y las penas... O son unas poesías amatorias, no se sabe si sentidas de verdad por inspiración de alguna pasión precoz, pero, en todo caso, ya rítmicas y plásticas:




A...


«Son tus ojos clarísimas estrellas
hebras de oro parecen tus cabellos
tu cutis fino cual el terciopelo
y son tus dientes que el marfil más bellos.

Sólo una cosa tienes fea, niña,
y ésa es el alma de Luzbel que tienes.
¿Por qué Dios al dotarte de hermosura
no dio a tu alma del rostro la dulzura?».



Su alma logra a veces el momento de gracia en que, casi despojada de ataduras, vierte en su prosa todavía aniñada la fluencia de poética meditación del venero naciente: morosa y ya casi densa, como un anuncio de la que andando los años cuajará en los ensayos y las parábolas. Son de tales momentos «El Sol», compuesta en octubre de 1882, y «Noche de luna», dos meses posterior.

«El sol

Abandono hoy para juzgarte, la lira en que te canté ha tiempo. ¡Oh, sol! Lámpara que nos alumbras, estufa que nos abrigas, beneficiosa estrella que nos proporcionas todas las bellezas de la Naturaleza, todos los elementos necesarios para nuestra vida! Y no solamente de la nuestra -de los vegetales también- la savia no correría por el tallo, la raíz no regalaría a sus compañeras los alimentos, la semilla no germinaría, en una palabra no existirían tampoco las bellas plantas, sin tu auxilio brillante y benéfico sol! [...]

Cual la Naturaleza muerta y horrible del invierno polar serían nuestros veranos tropicales, si tú no les proporcionaras el verdor, la vida y la belleza!

Cual el aspecto horrible del alejado Neptuno, sería el vago retrato de tu aspecto de la tierra, si tú no formaras los bosques, no dieras vida a las lindas lomas y las dilatadas llanuras.

Sin tí, sol, tampoco existirían los ríos, sin tí no se contemplarían los espectáculos imponentes de tu aparición y entrada, ni los diferentes grados porque pasan antes de ser de noche o día y que tienen el nombre de crepúsculos.

Sin tí, en fin, no habría nada de lo bello que existe en nuestro astro y todo lo horrible, y monótono que se pueda pensar! [...]

Qué bello es contemplarte cálido astro, cuando venciendo la oscuridad apareces en el horizonte o cuando declinas tus rayos hundiéndolos en el mar!

¡Qué bello es ver como caes y como te levantas siempre grandioso e imponente como el soldado que vencido o vencedor da muestras de su valentía!

Tú también bello y benéfico sol enseñas al hombre cuan ínfimo es! Cuando se atreve a levantar la cabeza para contemplarte tu brillo se la hace bajar, como diciéndole: "Atrevido mortal! tú eres demasiado ínfimo para apoderarte de los secretos [...]70 [...] Pero se los71 [...] al sabio, en premio de haber inventado el telescopio y tantos instrumentos útiles de la Humanidad".

Como vemos, pues, el sol es también un pensador».



«Noche de luna

El cielo no puede ofrecer espectáculo más bello: la luna destácase sobre un fondo azul con su séquito de plateadas estrellas que forman grupos más o menos grandes y algunos tan apeñuscados que ofrecen la vista de una nube blanca. Allí, Venus esa viajera de las noches de verano, que parece el page del sol; pues aparece con él y anuncia, apareciendo, su entrada. Más allá las 3 Marías rodeadas de puntos luminosos, estrellitas de la menor magnitud visible. Y más para acá Neptuno brillando con una luz dorada e intensa, acompañado de una mancha blanca, reunión de estrellas tan pequeñas y reunidas que forman una constelación.- Y si se toma un telescopio? Lo bello pasa a la categoría de precioso. Lo admirable a la de increíble. Qué confusión de Mundos, qué aglomeración de satélites, astros, soles, estrellas, constelaciones, planetas, mundos y lunas!- El cielo deja de ser azul.- Es más bien plateado -tanto es el número de estrellas.- Y si miramos a la tierra?- Otro espectáculo grandioso: un bosque lleno de murmullos, de ruidos, de melancolía. Los árboles mesclados con los pájaros y estos con las serpientes. Estas con los insectos que lo están con los más imperceptibles zoófitos.- Todos que buscan vida: alimento, habitación devorándose mutuamente.

Un arroyo desliza sus aguas sobre los arboles de ese bosque y su corriente suave y dulce arrastra las hojas secas de los arboles y los cadáveres de los animalitos ahogados.

Y en lontananza una colina cubierta de un manto de esmeralda que se presenta con sombras más o menos oscuras, cuanto menos o más las alumbre los rayos pálidos de la luna.

Y en medio de todas esas admirables obras de la Naturaleza, bajo yo la frente y considero la inferioridad del hombre en medio de ellas».



Con semejantes riquezas dadas ya en el espíritu, y en trance de incesante germinación, es llano que fuese él quien mereciese, al final del año, la medalla de plata correspondiente al mejor alumno de la clase. Ella siguió testimoniándolo muchos años más tarde todavía desde el reposo polvoriento del cofre familiar. Por otra parte, la señorita Ángela Anselmi había hecho respecto de José Enrique Rodó una anotación especial, que ningún otro de sus condiscípulos mereció entonces: «Este niño se ha distinguido todo el año no sólo por su buena conducta, sino también por su aplicación»72.

Comienzos de 1883. Antes había ensayado ya un paralelo entre la literatura francesa y la italiana. Ahora da una noticia de «la literatura del mundo», en la cual el autor se declara atemorizado por la magnitud del tema. Menciona en ella a Lamartine, Hugo, Voltaire, Mirabeau, Calderón, Larra, Cervantes, Dante, entre los europeos: y, pasando a los americanos, luego de exaltar a José Eugenio Candy, son citados Avellaneda, Mármol, Mitre, Palma, Montt, Vicuña, para terminar con una invocación profética al triunfo de las letras en América «que han de librarla del yugo ignominioso del tirano».

Es de estos mismos días otro momento de quieta meditación poética, dada en forma de verso: «La gota de agua y la arenilla». Lo infinitamente pequeño y la amistad -forma de amor- son concebidos y sentidos ya aquí como fuerzas creadoras: modalidad de pensamiento que será tan netamente rodoniana con el andar de pocos lustros más.

«La gota de agua y la arenilla

En medio del Atlántico oceano -una gota de agua se encontró- con una arena que hasta allí llevaron- las olas que formara el aquilón.

Juntas vivieron de la mar en fondo- sin que nada turbara su amistad.- Pasaron años y pasaron siglos- y nada vino a interrumpir su paz.

Las olas a su lado conducían- otras gotas de agua, otras arenas.- Y al cabo de años, lustros y hasta siglos eran ya tantas que formaron islas.- Y luego éstas grandes continentes.

¡Oh, noble, y santa amistad -cuán grande es vuestro poder- que haces lo que humilde ayer- hoy de ser grande capaz!».



*  *  *

En febrero de 1883 entra en la clase C73, y dejará de su paso por ella una huella imborrable. No importa que casi medio siglo más tarde, en 1927, el correr de los tiempos hubiese alterado algunos datos en al memoria del viejo profesor de matemáticas don José Gugliucci, que fue su maestro en aquella clase, haciéndole ver «negrísimo» el rubio cabello de su alumno y referir a 1881 los hechos de 1883; no importa que el viejo profesor sólo haya destacado entonces en el recuerdo, como rasgos notables del pequeño, que «en la composición brillaba al par de los mejores»: ¿no había escrito él mismo diez años antes, teniendo más cercanas las impresiones que rememoraba, que en la escuela José Enrique Rodó «fué siempre primero entre los primeros»?74 Y, con todo, la misma evocación hecha en 1927 por Don José Gugliucci es precisa en otros puntos:

«Ahí, en el fondo de la clase, en el último banco, por él mismo elegido, estaba el niño José Enrique Rodó. Bien trajeado, meticulosamente ceñido el cuello almidonado, el cabello negrísimo siempre perfumado por cariñosa mano materna. Silencioso pero nunca rebelde. Parecía vivir sin ambiciones, modesta y oscuramente. Las distinciones que merecía las aceptaba como una molestia [...] Debido a su carácter cerrado, no manifestaba lo que en su interior se ocultaba. En la resolución de los problemas aritméticos era lento, produciéndole fugitivos disgustos. Acertando no se inmutaba su semblante por cierto, regocijo inherente a los niños. Siempre sereno, calladito, impenetrable [...] Si alguna vislumbre se notaba en sus ojos, esto acontecía cuando, hablándose de Grecia geográficamente, se acoplaba un hecho histórico o biográfico. Me pedía a menudo consultar el Diccionario Biográfico que siempre me acompañaba en la mesa de clase»...



Y el viejo profesor explica luego a su manera el hecho, que bien recordaban todavía, en ese mismo 1927, los condiscípulos del pequeño alumno, de que éste «casi nunca jugaba», porque, estando como absorto en sus meditaciones, no se interesaba por los juegos. Le era de tal manera indiferente la algazara infantil, estaba tan ausente en medio de ella, que por más que «todos los niños eran sus amigos», que «todos lo estimaban», «nadie quería jugar con él» porque en los juegos «siempre había que repetirle dos veces la misma cosa para que comprendiera»75. Era la defensa automática de una mente que no quería desviarse del curso de sus pensamientos. De ese modo, sin proponérselo quizás, lograba que le dejasen solo, durante los recreos, en el salón de clase, entregado a pensar, a leer y a escribir.

El rendimiento de estos momentos de su espíritu vale para compensarle todos los ratos que robó entonces a los saltos, las rondas y el bullicio, porque la huella más profunda del paso de Rodó por el colegio ha quedado, precisamente, en papeles escritos en tiempos de la clase C. El niño introduce desde ella en la Escuela Elbio Fernández la novedad de los periódicos infantiles. Su juego preferido se hace ahora más serio porque adquiere publicidad y es ejemplo que cunde. Busca, además, generosamente, la colaboración de otros, y su modestia hace que, siendo él quien enseña en algo que es lo suyo propio, ocupe muchas veces lugares secundarios.

El primer periódico que se publica en la escuela se titula Lo cierto y nada más, y está litografiado con hermosa caligrafía cursiva, que no es la de nuestro niño y que anuncia: «Redactores J. Rodó, J. Colinas, M. Beretta»76. Lleva la fecha del 27 de marzo de 1883. Rodó tiene once años. Milo Beretta, que siente ya ansiedad de pintar el paisaje nativo con su luz, su atmósfera, sus tonos vivos y auténticos, como tan finamente llegará a hacerlo más tarde, mira con su pupila de plástico lo que Rodó traduce a ideas o busca poetizar. Durante el curso del año próximo, cuando estudien con don Jeremías Panizza en el aula de los altos, mientras uno esté concentrado sobre el banco de clase, el otro mirará por el ventanal del fondo las movientes escamas luminosas que hace el agua en la bahía. Pero desde esta misma clase C, y aun cuando su amistad venía del año anterior, los dos niños serán inseparables por todo el resto de la infancia. Estudian alternadamente el uno en casa del otro. En el refinado ambiente doméstico; sobre el patio de roja baldosa de la escuela; o entrando desde éste, por la primera puerta de la izquierda, al sencillo salón de clase, Beretta ve a su compañero, alto, flaco, algo caído hacia adelante, con los brazos flotando sobre el aire con movimiento de vaivén, como los remos en el agua. Admira su inteligencia, su enorme amor a la lectura y lo correcto de su lenguaje, circunstancia que encuentra aún más notable en Rosarito, Isabel y Julia Rodó, a quienes gusta grandemente escuchar. José Enrique le confía muchas veces su preocupación por escribir bien, pero él prefiere ilustrar los diarios en que colaborarán desde entonces, y atender sus secciones de charadas y logogrifos. En este primer número no hay nada nuevo que señalar para los que conocemos los dos años de periodista inédito que llevaba ya José Enrique Rodó. Buena parte del material está dedicado a polémicas con otros diarios infantiles, que, antes de publicarse éste, circulaban manuscritos en la escuela, al influjo de nuestro niño. La poesía «Espero», que aparece ahora con su firma, había sido insertada antes en El Plata bajo la de Diego García: es una nostalgia de emigrado, y aunque de menos sazón artística que otras que había logrado ya en meses anteriores, merece ser transcripta, por ser la primera producción literaria que publica Rodó, y por haber quedado los ejemplares de la época prácticamente ignorados hasta hoy.




Espero


«En medio del desierto
está el hermoso oasis
que al viajero descanso presta
satisface su miserable hambre
y su insaciable sed.

En medio a la tormenta
cuando en la mar desátase
y a la infeliz barquilla
las bravas olas baten,
el faro entre las brumas
el navegante vé.

Lo mismo yo, de mi patria proscripto,
a días placenteros
vislumbro con afán
en que las dulces ondas
del magestuoso Plata
a sus hermosas playas
feliz me tornarán».



Las inversiones son violentas, y hay algún verso mal medido, pero no importa: es un niño de once años que aparece ante el público mostrando verdadera imaginación poética, y, a través de una sucesión simétricamente ordenada de simbólicas evocaciones, sostiene una unidad de sentido, de carácter más intelectual, sin duda, que ensoñado, pero que es traducción de un sentimiento. En las tres imágenes, en efecto, hay siempre una situación de angustia y la confianza en un refugio salvador, y es esto lo que da toda su fuerza a la tercera, que condensa el estado del poeta. La edad del escolar hacía increíble que él fuese el autor de esos versos, y hubo, así, quienes llegasen a acusarle de plagio. La respuesta indignada de José Enrique estalló en el tercer número del periódico: «Desafío a esos calumniadores a que presenten las pruebas de sus infundados insultos»...

En el segundo número comienza la inserción de un largo artículo sobre Franklin, que continúa en el tercero, y que ampliará y retocará hasta hacerlo casi enjundioso y orgánico en el inicial de otra publicación, más seria: Los Primeros Albores, en que también trabajan juntos los dos amigos. Su portada, en efecto, luce así: «Los Primeros Albores. Periódico quincenal. Alumnos de la Escuela Elbio Fernández (Clase C). Director F. Herrera. Redactores J. Rodó y M. Beretta. Administrador F. Guglielmetti (hijo)»77.

La nueva hoja, que es impresa, nace el 18 de julio de 1883: el material del primer número ha debido ser compuesto, pues, necesariamente antes del 15 de ese mes, en que cumplió Rodó sus doce años. Es, pues, todavía labor de los once. Y, ésta, sí contiene valores de enorme importancia. El niño ha cuidado su trabajo como hasta ahora no lo ha hecho, porque empieza a sentir la responsabilidad de la letra de molde. El editorial, que firma La Redacción, y que, por si no bastaran para denunciarlo las ideas y el estilo, Beretta reconocía, además, ser de Rodó, es quizás el germen de Ariel: se habla ya en él, en efecto, del progreso moral e intelectual de la juventud, de llevarla por medio del estímulo, al amor al estudio y al trabajo; por medio del entusiasmo, a la senda del bien y de la educación. Y todo su sentido de progreso, de germinación, de adelanto insensible ¿no será, todavía, la célula infantil del reformarse es vivir de Motivos de Proteo? Oigámosle, en su pura e inocente gravedad.

«Lo único que ambicionamos

Al publicar nuestro infantil periódico solo nos impulsa el deseo de cooperar, si es posible, con nuestros débiles esfuerzo sal desarrollo del progreso moral e intelectual de la juventud; haciendo germinar en ella por medio del estímulo, el amor al estudio y al trabajo; haciéndola adelantar insensiblemente por medio del entusiasmo, en la senda del bien y de la educación.

No se crea que al lanzarnos en la carrera del periodismo abrigamos ideas ambiciosas que harían recaer sobre nosotros la burla y el ridículo, nuestras aspiraciones son modestas, pues comprendemos la insuficiencia de nuestros conocimientos y de nuestra edad; pero esperamos que nuestros esfuerzos nos hagan dignos de ocupar un lugar, más ínfimo y modesto entre nuestros colegas infantiles.

Como somos niños todavía, esperamos que nuestros lectores tendrán indulgencia para con nosotros por los errores que podríamos cometer; pues si los sabios mismos se equivocan y muy frecuentemente, ¿como no equivocarnos nosotros que recien pisamos los umbrales de la ciencia?

No concluiremos sin enviar antes un atento saludo a nuestros amables colegas, esperando se dignen honrarnos con su aprecio, cumpliéndose así nuestros deseos».



Del artículo biográfico sobre Franklin se destacan ya, en el comienzo, estos párrafos, que dan, por el ritmo de la frase y la madurada comprensión, ordenación y jerarquización de las ideas, un anticipo inconfundible de la voz del futuro Maestro:

«Entre los hombres que más profundas huellas han dejado de su paso por este mundo se encuentra el célebre norteamericano Benjamín Franklin. Pocos hay que como él hayan reunido a la austeridad del ciudadano, el talento del publicista y la ciencia del sabio. Nació Franklin en la ciudad de Boston en el año 1706».



En el segundo número publica El centenario de Bolívar que transcribe Víctor Pérez Petit en su Rodó78. Es bueno reproducirlo aquí por salvar las erratas con que aparece allí, y que el niño se apresuró a denunciar en el número tercero, que no ha sido conocido hasta ahora:

«El 24 de julio de 1883 será un día glorioso en los anales de la historia americana, historia que consignará en sus pajinas el justo regocijo con que los pueblos, los pueblos del nuevo continente acudieron en ese día a celebrar en masa el centenario del prócer de su libertad el inmortal Bolívar.

Los inspirados acentos del poeta, las dulces armonías de la rima se unieron en ese día con las palabras elocuentes de los oradores, para agregar nuevas flores a la brillante diadema que ciñe la frente del valeroso héroe de Junín.

Estos tributos pagados por la posteridad al guerrero más grande de su siglo, son honrosos, no sólo para él, sino también para los que los dirijen; pues prueban que el reconocimiento es un sentimiento innato en el corazón de los que se honran en llamarse sus descendientes; de los americanos en fin.

Sin embargo, ¿quedarán con esto suficientemente pagados los esfuerzos del inmortal libertador?

Creemos que no.

Celébrense en buen hora los festejos tributados a su memoria; pero no basta esto. Continúese la obra por él comenzada -no se desperdicien sus esfuerzos- límense, en fin, los hierros que aún sujetan a varios pueblos de la América, esclavos todavía de la dominación de un poder extranjero, y entonces podremos decir: «Hemos pagado a Bolívar la deuda con él contraída. Sigamos bendiciendo su memoria».



Los Primeros Albores terminan con el número tercero; el artículo sobre Franklin queda inconcluso en él. Pero Rodó ha compuesto en la escuela otros periódicos manuscritos: con Beretta y algún compañero más de la clase C, La Democracia, El Defensor y El Pampero; con Federico Morató, El Patriota; como único redactor, El Ideal, satírico-burlesco, en verso, para detractar a Artigas, de quien se muestra en un principio contrario en absoluto, aunque muy luego aparece dispuesto a esperar las revisiones desapasionadas. ¿Qué de extraño hay en ello, por más que se avalore el artiguismo del Rodó adulto, si la rehabilitación del prócer uruguayo, sobre quien pesaba todavía la leyenda negra, no se iniciaría para el gran público sino en septiembre de 1884, con la polémica de Carlos María Ramírez, y si, por el contrario, en la Escuela Elbio Fernández prevalecía la enseñanza del doctor Berra, una de las columnas de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular y fundamental enemigo de la figura del gran caudillo?

*  *  *

Entre tanto, en su casa, continúa, él solo, escribiendo sin cesar la interminable serie de El Plata. Pero antes de volver a ella, que es el diario íntimo del niño, sepamos de la resurrección de sus creencias religiosas. La grieta abierta en su conciencia se ha cerrado por ahora. El minar del descreimiento volverá a seguir siendo sordo y quedará ignorado por un tiempo para él. El 3 de mayo de 1883 había ingresado ya a la juvenil Congregación de San Estanislao de Kostka, que tiene su sede entre los muros quietos de la Catedral. El 15 de agosto entra a formar parte de su primera Junta Directiva, con el cargo de Celador, que desempeñará durante el período de un año. En el siguiente será Secretario, y en otros dos consecutivos, Consiliario y nuevamente Celador79... Pero estos tiempos no han llegado todavía. Estamos al final de 1883, y ya El Plata ha reflejado este cambio espiritual. El sol es ahora la «admirable obra de la providencia», y si su brillo nos hace bajar la cabeza, es para hacernos «comprender la superioridad de Dios sobre los hombres».

¿Cómo seguir en adelante el vertiginoso crecimiento del espíritu del niño, su avance a saltos en el dominio de la expresión literaria, la densificación de su cultura? Sabemos, por la huella de gratitud que dejó en su recuerdo hasta muchos años más tarde, que amó los versos de Ricardo Gutiérrez80, el poeta sincero y sin artificio a quien no conocía aún cuando bosquejó La literatura del mundo. Pero se hace ya imposible identificar sus otras lecturas de estos tiempos.

El veredicto escolar, que ha sustituido los premios materiales por la práctica democrática del voto de los alumnos, los maestros y los examinadores para indicar los tres discípulos más distinguidos de cada clase, no ha dejado, en este primer año de su implantación, no obstante la resonancia que la fiesta obtuvo en la prensa, huella escrita de sus resultados concretos: pero las palabras de don José Gugliucci concuerdan con el recuerdo de los hermanos de José Enrique Rodó para que pueda afirmarse que éste fue «primero entre los primeros» en la clase C.

Tiene aún doce años -febrero de 1884- y escribe estas frases de impetuoso aliento sobre la Revolución Francesa:

«La revolución Francesa, epopeya gloriosa que la Francia fija con fundado orgullo en las páginas más brillantes de su historia nacional. Esfuerzo heroico de un pueblo de titanes, que forzando el hierro despótico de la tiranía, se proclama libre e independiente de toda dominación autoritaria que pretenda imponérsele.

Alborada resplandeciente del día de la libertad -que envió sus rayos vivificantes del uno al otro polo- proclamando en mil hechos inmortales, los derechos del hombre, violados, escarnecidos, pisoteados por la planta alevosa del tirano y destruyendo con segura mano la desigualdad entre el hombre y el hombre, como si todos no fueran hijos de una misma raza y no estuviesen dotados de una manera análoga por la Naturaleza, ese rasgo heroico de un pueblo giganteo, no fué solo una epopeya de la Francia, fué un acontecimiento puramente europeo, que tanto influyó en la vida política de uno como otro país.

El orador de la Gironda, pues, el insigne Mirabeau y el tartajoso, son personajes históricos que pertenecen a la Europa entera: son más: son reformadores políticos que llevaron al dominio de la realidad, la idea sacrosanta de la república, legando a la posteridad una herencia inapreciable, que administró más tarde el malogrado Gambetta contra los vanos ataques de los enemigos de la libertad».



Es ahora un apunte de costumbres aldeanas de la Cataluña de 1842; es de esta época, también, quizás, un proyecto, curiosamente detallado y sistematizado, de fundación de un Instituto de Medicina, con estímulos para la producción científica, en el cual el espíritu de tolerancia del niño se empeña en hacer fraternizar a la alopatía con la homeopatía, montando sus respectivas secciones con perfecta igualdad, pero dejando abiertos la posibilidad y el deseo de la polémica razonada y culta, en la revista mensual y en la discusión académica.

Ha ingresado a la clase D de la escuela, en la que llega a componer con sus compañeros un nuevo diario manuscrito, El Aquilón, pero el veredicto de fin de año lo honrará como alumno extraordinario de la clase F. ¡Ha debido, pues, saltar en su solo año sobre las clases D y E, y llegar a la F para todavía descollar en ella como el mejor! Obtiene el primer lugar en el voto del maestro, que lo era don Jeremías Panizza, y el segundo en el de los alumnos, entre los tres más distinguidos por su conducta moral; el primer lugar también, en el voto de la mesa examinadora, y el segundo en el de la clase y en el del maestro, entre los tres más distinguidos por su aplicación al estudio81.

*  *  *

Tiene ahora trece años. Está por dar su primer examen en la Universidad, el de Geografía, pero le sobra tiempo, en los días anteriores, para escribir un asombroso juicio de censura implacable pero serenamente meditado sobre el general Santos, y un largo artículo en conmemoración de la batalla de Caseros, que por ser quizás el más vasto y completo de cuantos llegó a componer en su infancia, aún cuando haya dejado inconclusos en él algunos puntos de mera documentación, merece ser reproducido íntegramente aquí.

«MONTE CASEROS

Narración histórica

Hacía 20 años que D. Juan Manuel Rosas ejercía sobre la patria de San Martín y Belgrano, sobre la nación libertadora de la América, sobre la nación del 25 de mayo - la tiranía más omnímoda y odiosa que registran los anales de la historia americana.- Desde Jujuy hasta Buenos Aires, desde los Andes hasta el Plata, no imperaba más voluntad que la de Rosas, que a nombre del partido federal ejercía el gobierno más exageradamente unitario que pueda imaginarse. La ilustración, la inteligencia, el patriotismo, del gran pueblo de Rivadavia, representados por personalidades de la talla de Florencio Varela, de Miguel Cané, de tantos otros, se habían refugiado en Montevideo, que sitiada por los sicarios del déspota, resistía con perseverancia admirable y heroica fortaleza el ataque del tirano. En 9 años de sitio constante y poderoso, la valentía de la Nueva Troya no desmayó un instante,- y aunque en el pacto que dió fin a tan encarnizada lucha entre los sitiadores, los satélites de Rosas, y los sitiados, los defensores de la libertad platense, se constató que no hubo vencedores ni vencidos, toda la gloria de aquel sitio memorable corresponde a los que se sostuvieron 9 años consecutivos sin desmayar un instante dentro de los muros de la histórica ciudad.

En la provincia de Entre Ríos gobernaba en representación de Rosas D. Justo José de Urquiza, que rebelándose más tarde contra el déspota, hizo a la América entera el servicio eminente de derrocarlo del poder,- que tan odiosamente ejercía.


Llegó el momento en que las Provincias Argentinas debían mandar a Rosas la delegación de las Relaciones Exteriores.

Urquiza,- inspirado en parte por sus sentimientos patrióticos, que le impulsaban a combatir al tirano, inspirado en parte también por la ambición de poder y gloria,- se negó a mandar a Rosas la delegación de las R. E. de su provincia.

Esto equivalía a una declaración de guerra.

Buscó Urquiza el concurso del Uruguay y el Brasil, enemistados, como se sabe, con el déspota argentino.

Se organizó un ejército compuesto de orientales, brasileros y argentinos;- para combatir al tirano que durante 4 lustros había reducido bajo su pie despótico, al mismo pueblo que años antes tuviera valor y audacia suficientes para pelear y vencer al león ibérico.

La voz elocuente y entusiasta que se levantaba contra la tiranía del otro lado de los Andes y en la opuesta margen del Plata, la voz de Florencio Varela, de Miguel Cané, de Adolfo Alsina, de Bartolomé Mitre, de Juan Carlos Gómez, de Domingo Sarmiento, contribuyó muchísimo al desprestigio y la caída del tirano. Puede decirse que la pluma hizo en aquellos tiempos memorables, desde Chile y desde Montevideo -otro Monte Caseros que precipitó la caída del Nerón Argentino.

[...]

¡Oh fuerza irresistible del pensamiento! tú también tiras tus rayos impetuosos, con que abatir la frente del tirano, con que redimir a los pueblos esclavos!

[...]

El ejército de Rosas y el ejército libertador componían un total de 50.000 combatientes; correspondiendo 23.000 a las fuerzas del tirano, y 27.000 a los defensores de la libertad.

Los orientales que tomaron parte en la gloriosísima acción que había de inmortalizar el nombre de César Díaz y sus denodados compañeros,- iban al mando de este esforzado militar,- y componían un total de82 hombres. Las fuerzas brasileras tenían por jefe al83 los argentinos al general Urquiza.


En Monte Caseros se trabó el combate,- que había de decidir la suerte de Rosas y de los pueblos del Río de la Plata.

El84 mandaba las fuerzas rosistas.- Rosas contemplaba el combate desde un mirador lejano.-

Se trabó la lucha, encarnizada, terrible!

En los primeros instantes la victoria se mostraba indecisa.-

Las fuerzas orientales hacían verdaderos prodigios de valor.

La bandera del batallón Resistencia, al mando del malogrado capitán85, hecha girones por una bala de cañón; con la imagen del sol completamente destrozada, permaneció flameando al frente del valeroso batallón,- desde el principio hasta el término de la lucha.

Caía al empuje impetuoso de esa bala, pero momentos después volvía a levantarse hecha girones infundiendo con su presencia,- serenidad y valor a los soldados que la llevaban por insignia.

Al fin, la victoria más completa y espléndida coronó el noble y patriótico propósito del Ejército Libertador del Río de la Plata. Una nueva era de libertad y paz se inauguraba para la patria que baña y fecundiza el anchuroso río.

Terribles eran los efectos de la tiranía: millares de cadáveres servían de base a su derruido trono; el crédito de la Confederación, en los países extranjeros, era nulo, por no decir negativo, la barbarie había echado profundísimas raíces en toda la inmensa extensión de la campaña,- pero en las tiranías vuelve a crecer la libertad:- hoy eliminado Rosas en la patria de Belgrano, de San Martín, de Rivadavia,- el crédito del país aumenta de día en día, la civilización se difunde por la extensísima Pampa, la inmigración acude en inmenso número a las fértiles playas argentinas.

Fijemos ahora nuestra vista en la margen opuesta del gran río! Fijemos nuestra vista en la nación oriental - en nuestra desgraciada patria!

Que decir ante las vergüenzas por que atravesamos?

Sólo creemos oportuno reproducir lo que decimos en nuestro artículo editorial:

Olvidemos en este día memorable, las desgracias de nuestra actual situación política,- para recordar el glorioso acontecimiento que hoy se conmemora, tan glorioso, de tan profundos y felices resultados para las 2 naciones que baña y fecundiza el anchuroso Plata!

¡Sírvanos la batalla de Monte Caseros en esta época de calma como una elocuente prueba del valor y la virilidad de la noble raza oriental!

¡No olvidemos que ella, en aquel día glorioso, tuvo valor y abnegación bastantes para derrocar al tirano más poderoso y execrable que registra la historia de América!

No olvidemos que el pueblo que resistió 9 años el ataque de la odiosa tiranía, el pueblo que supo conquistar su libertad y la libertad de un pueblo hermano, a costa de su sangre generosa no ha podido perder completamente su virilidad y su energía,- ante el espectáculo del militarismo prepotente,- de la fuerza entronizada!

No olvidemos -en fin- que sobre pueblo tan heroico,- no puede pesar por mucho tiempo más el despotismo que lo subyuga desde hace algunos años!

[...]

Gloria a los valientes defensores de la libertad platense, a los derrocadores del tirano, a los héroes de Monte Caseros!».



Los vacíos de documentación que el niño ha dejado en el correr de la pluma, sin duda para compulsar más tarde los datos omitidos, son un índice precioso de la preocupación de su mente por los valores del espíritu y su desprecio por los otros: necesitará averiguar detalles de historia militar, nombres de generales y número de soldados, pero en la enunciación de escritores, pensadores y tribunos demostró que poseía ya de antes una seguridad muy diferente. No es ésta una infantil composición de colegial: son ya reflexiones de un joven. Y en la interpretación de los hechos, no se ve, ni aquí ni en su arrebato por la Revolución Francesa o en su fulminatoria a Santos, sino cómo se ha reforzado de pensamiento e inflamado con una exaltación más general y humana a través de algunos años, su medular criterio de libertad, de dignidad, de resistencia a la opresión.

El examen universitario de Geografía General, 1.º y 2.º años, que prestó en un solo acto, tuvo lugar el 14 de febrero de 1885, y en él fue aprobado con 24 puntos sobre 30: calificación bien satisfactoria para un buen estudiante, pero harto insuficiente para Rodó en materia que era de su fuerte. Cuantos le han conocido aseguran que no era temperamento para exámenes. «La idea de que pudiera salir reprobado me llenaba de espanto», confesó cierta vez a Pérez Petit86; y esto ha tenido que inhibirle naturalmente para desenvolverse en la prueba87.

El resultado ha sido, con todo, decisivo. José Enrique Rodó, que ha culminado, con la clase F, el plan de estudios de la Escuela Elbio Fernández, inicia este año sus cursos en la Universidad. Al final de ellos, el 17 de diciembre de 1885, en el examen de francés, obtendrá 27 puntos sobre 3088; dos días después, en el de primer año de Física, 23 sobre 3089: aprobaciones nuevamente satisfactorias, pero tampoco bastantes para él.

Rodó tiene en estos momentos catorce años. Sigue formando parte de la congregación de San Estanislao de Kostka. Es su Consiliario. Sin embargo... En uno de sus diarios manuscritos, que titula La Época, y es del día siguiente al de su examen de Física, exalta un imaginario partido liberal, al cual, por el sentido del artículo que ocupa el lugar de editorial (hermosísima pieza de brillante estilo oratorio) podríamos creer sólo el partido de la libertad política, enemigo de las tiranías; pero que deja asomar apuntamientos de rebeldía religiosa, haciendo pensar en un liberalismo que signifique posición de libre examen, en estas frases del suelto final, donde, junto con el elogio del cristianismo primitivo, se hace una cita en loor del martirio de los albigenses y los hussitas, y se siente la simpatía por la Reforma:

«El crimen es la afrenta, pero el cadalso no!

Como decíamos ayer... no importa que sucumba una personalidad en aras de una idea: la idea brillará más vigorosa al ser fecundada por el Martirio.

Así el Cristianismo primitivo se engrandeció cada vez más, agigantándose en las sangrientas hecatombes de sus neófitos hasta llegar a constituir la religión universal; dejando por la tierra, en todas partes, el rastro de su paso. Antes de la Reforma, ha dicho un escritor, perecieron los albigenses y fueron martirizados los hussitas.

El partido liberal del Río de la Plata ha crecido también con el riego de sangre del martirio: Florencio Varela es nuestro honor y nuestra gloria: es nuestro triunfo moral contra los sicarios y los tiranos...».



Este escrito evidencia que el catolicismo de Rodó vuelve a hacer crisis en lo subconsciente, y está ya destinado a durar poco. Pero muestra a la vez que su principismo político, que se retempla en el recuerdo del ilustre emigrado argentino, es en cambio el mismo.

Sin embargo, sus afectos banderizos hacen crisis también en estos tiempos. Bien está que no claudique de sus principios: pero sin quebrantarlos para nada, siente que los viejos amores por el partido colorado recobran en su espíritu el arraigo. Se adelanta, con esta reafiliación al bando originario, al camino que seguirán, tarde o temprano, casi todos los miembros del constitucionalismo. Y nos deja el testimonio de este regreso. El papel rayado, de libros comerciales, en que ha venido componiendo sus diarios, se le ha agotado. Ya no hace más de esos periódicos. Se ve obligado a utilizar los viejos números de El Plata, cuajados de sus signos jeroglíficos, para escribir ahora en sus huecos las notas críticas del presente, más meditadas, más densas, más pulcramente dichas, con letra suelta que se reconoce por el cotejo con la de los artículos que llevan fecha de 1885 en adelante. Y es con esta letra de ahora que estampa, al dorso de una vieja página, esta nota, que documenta su retorno al viejo partido:

«La Bandera Colorada.- Anuncia este colega su próxima desaparición. Desde ya la lamentamos».



*  *  *

Mientras Montevideo aventa apresuradamente sus musgos polvorientos de aldea grande para iniciarse en sus pretensiones de ciudad moderna y ostentosa, José Enrique Rodó irá entrando, pues, a la vida, a través de esos últimos años de una infancia de crisis ideológicas, en que sus ideas religiosas y políticas se han hundido y vuelto a levantar después de lentos procesos de renovación, cuya síntesis es: de la fe al racionalismo, y del racionalismo regreso a una fe vulnerada en lo subconsciente; del coloradismo al constitucionalismo, y del constitucionalismo regreso al partido colorado.

Pero de entre este inquietante deshacerse y rehacerse, quedarán firmes para toda su vida, integrando un decálogo vivo y armonioso, estas tendencias de su niñez, que irán acrecentándose y llegarán con el tiempo a definir totalmente su personalidad:

  1. Una bondad de alma, un reposo de talento, una pureza de carácter, una sencillez de vida, un pudor y una modestia para ocultar su interior.
  2. El culto de las ideas, y dentro de ellas, las del bien, la verdad y la justicia.
  3. La aptitud de renovarse siguiendo el llamado de la sinceridad, y el ideal del perfeccionamiento en el cambio.
  4. La actitud crítica para vigilar las propias convicciones.
  5. El sentimiento democrático y liberal, la altivez del ciudadano principista, el odio a los gobiernos tiránicos o prepotentes.
  6. El sentimiento americano.
  7. Un cristianismo que es independiente de la religión y podrá, así, quedar intacto cuando desaparezca ésta.
  8. Cierto vago ideal de llevar a la juventud por la educación hacia el bien.
  9. El amor universal, la tolerancia y la amplitud en la afirmación de la propia convicción frente a la ajena.
  10. Y, por encima de todo, la pasión de la literatura, en el triple aspecto de una enorme vocación de escribir, una enorme afición por las lecturas, y, realizando ese amor de escribir, una maravillosa aptitud innata del estilo, más llamada a la prosa que al verso, y, no obstante, consubstanciada con un don poético y un sentido rítmico y plástico de la frase que crecen impetuosamente cada día, un equilibrio en la composición que se complace en ordenar y enriquecer períodos de largo desarrollo.

En suma: un germen, integralmente activo, de escritor artista, de pensador, de esteta, de crítico, de moralista, y de político americano90.