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La grave y severa juventud


Al final de la infancia de Rodó sobrevienen dos grandes acontecimientos para su historia afectiva.

El inicial es sin duda el que podemos adivinar como el comienzo de su primer amor: el purísimo que profesó por Luisa Gurméndez, que llegaría a ser durante varios años una persistente y enraizada presencia viva en su alma, como se verá, y del cual el propio Rodó nos dejó una prueba escrita de su mano de que lo embargaba ya por lo menos en mitad de sus catorce años: el canto a «Lu...», fechado en febrero de 1886. No mezcló esta página secreta con sus pequeños diarios. ¿En qué lugar la habrá escondido, de esa creciente montaña de papeles, pequeñas hojas sueltas y cuadernos, sobre los que iba descargando cotidianamente el enorme torrente nervioso de que actualmente, al recorrerla, puede comprobarse, por la multiplicidad de los temas, signos, fragmentos, pequeñas grafías y trazos indescifrables, era incesante presa su adolescencia?

Hoy nos es dado, sin embargo, leer ese poema en el Archivo Rodó de la Biblioteca Nacional de Montevideo91, a donde vino a parar cuando se incorporó a ésta, por donación de doña Julia Rodó, toda la inmensa papelería del Maestro. Y hasta podríamos ahora sacar ese canto a «Lu [isa]» a la plena luz sin temor de cometer una grande profanación, porque el secreto mayor ha sido ya violado, por tan inevitables como valederas razones de investigación científica, por otras manos, sin duda muy altamente reverentes: las de Roberto Ibáñez, al hacer éste pública revelación de la identificación, que alcanzara en sus búsquedas, de que era aquélla la persona en quien encarnaban el amor, y con él, el hasta entonces enigma, de Luisa92. Y es más: corroborando esta atribución de Roberto Ibáñez, creemos oportuno consignar que, por nuestra parte, hemos podido leer el nombre de Luisa Gurméndez trazado con letra clara, artificiosamente dura pero que es inequívocamente la de su adorador de entonces, en una hoja suelta existente en esa papelería, y debajo de ese nombre la firma manuscrita de José Enrique Rodó93. Ahora bien: aunque ese canto a Luisa ha permanecido y permanece inédito, sin duda debido a su escaso valor literario, su existencia y su texto se hicieron notorios desde que una vitrina de una exposición oficial lo exhibió al público en diciembre de 1947, y figura además fichado en el catálogo de la misma94. Pero no hemos considerado oportuno, aun no dudando de la autenticidad del texto que poseemos en la copia mecanografiada a que nos referimos en la nota 91, sacarlo aquí de su ineditez por estimar que su factura es puramente convencional y literaria, carente de valor poético, y sin que deje tampoco siquiera testimonio de un rasgo o matiz psicológico que permita penetrar en algo de los estados de espíritu por que atravesaba Rodó en los tiempos en que fue compuesto. Tan distante de la realidad estaba, en efecto, el poema, que, por un inexplicable artificio, meramente retórico, Rodó llega hasta celebrar en él el «áureo cabello» de su amada, siendo así que ésta, y desde niña, lo tuvo siempre renegrido95.

En cambio, lo largo y fuerte del arraigo de esa pasión que el Rodó adolescente sintió por Luisa Gurméndez han sido evidenciados en dos noticias, bellas y sobrias, con las que Roberto Ibáñez se refiere, en una de ellas sin dar todavía el apellido de la niña, a una carta a Luisa, de 18 de febrero de 1889, y en otra a «un cuaderno de adolescencia con renovada confidencia de amor (Luisa- Suiza. 1890)». Esas notas dicen relación con las fichas 112 y 113, respectivamente, del catálogo citado.

Oigamos ahora cómo nos da Roberto Ibáñez esas dos sucesivas noticias.

En la que se refiere al borrador de la carta a Luisa dice:

«Luisa fué, para el Maestro, el gran amor de su adolescencia» (V. Anotaciones y glosas, 20, así como las fichas 63 y 113)96. En distintos papeles, entre 1886 y 1890, Rodó la nombra o la disimula, evocándola o cantándola.

La carta comienza de repente, sin encabezamiento; pero un nombre -el de Luisa- aparece y reaparece en el texto, incluso tachado (ver la línea decimoquinta de la carilla que se expone). Creemos que interesará hondamente el conocer, por vez primera una de las cartas de amor escritas por el Maestro. Sus diecisiete años tímidos y graves, desbordaban de pasión (esa pasión secreta que hemos certificado repetidamente en el curso de esta obra y que es clave de la serenidad verdadera, donde se esconde pero no se elimina el cuerpo de la llama, y donde la luz visible y sosegada es fuego distanciado, no extinguido).

Como se advertirá, la carta no es precisamente un floreo de la imaginación ni un juego de madrigal ni una escaramuza de la audacia (Rodó ni siquiera llega al tuteo). Pero es el conmovido testimonio de un alma intensa y delicada, segura al menos de su destino creador. Empieza: «Debo ante todo pedirle disculpa por la demora-, injustificada para V.-, con que contesto a las líneas por mí mil veces leídas y un millón besadas, con que usted ha querido proporcionarme uno de los momentos más llenos de puras emociones de mi vida». Luego, sin anécdotas la palabra del joven se esfuerza por desvanecer las dudas de la mujer que ama. «Luisa, qué necesita V. para creer en mi amor...» [Hay líneas materialmente ilegibles, pero cuyo sentido se alcanza. Así, dejamos en blanco una palabra en el pasaje siguiente:] «Mi inteligencia... desde hoy se consagrará a luchar con más fuerzas, con más arrojo que nunca, porque habrá para mi [...] de sueño sobrehumano, e deseo de arrojar a sus pies las ofrendas que arrebate a la gloria». Todo lo haría por ella. Afirma: «[...] aunque hubiera de costarme un pedazo del alma o de la vida [...] la vida entera». Y añade, con unción becqueriana: «¡es que yo le diría [...] teniéndola a mi lado, o de rodillas a sus pies, estrechando una de sus manos entre las mías, que la amo, que la adoro, poniendo mis labios sobre su frente pura».

«La carta está signada por una inicial: J»97.

En la relativa al cuaderno de adolescencia de 1890:

«He aquí otro cuaderno que también integra el conjunto descripto en la ficha 109 y comentado en Anotaciones y glosas, 20. Su contenido, en general, no difiere del que determinamos en los anteriores, aunque en los trozos íntimos se observa un tono de extraña y creciente desolación.

Las páginas que exhibimos permiten verificar esa tristeza y confirman la pasión del adolescente por Luisa (v. ficha precedente). En la carilla de la izquierda, el joven escribió estas palabras (a los dieciocho años): "Todo lo he perdido, todo /s/ me han abandonado, nada me queda de mi felicidad mas que el recuerdo - pero sólo una ausencia..." Y estampó entonces en grandes caracteres, demasiado visibles: "Luisa! Luisa!". No obstante, como se observará, enmendó después la 'L' y la 's', intentando mudar esas letras, respective, en una 'S' y una 'z' larga. Así, temiendo acaso con el recelo de los tímidos que el cuaderno cayese en manos extrañas, quiso dar gráfico y geográfico disfraz al nombre amado, sorbo de soledad, para que se leyera: "Suiza! Suiza!". No advirtió, empero, como lo acredita un simple examen, que los trazos primitivos ("Luisa! Luisa!") habían dejado sus huellas en la página complementaria (entre los renglones sexto y octavo) sin rastros de la inicial usurpadora ni de las zetas largas y tardías.

(En 1890, según sabemos por otras cartas, Luisa se alejó de Montevideo y cesó de escribir a su enamorado. Rodó, varias veces, procuró inquirir las razones del silencio, sin que al parecer las obtuviera. En este mismo cuaderno, fuera de confesiones sueltas y de una carta en borrón, constan las siguientes palabras: "¡Adiós, Luisa! Adiós. Sum umbra". Ya nadie volverá a suponer que el corazón del elegido estaba en blanco]»98.



Agregamos por nuestra parte que Luisa Gurméndez era hija de don Rufino Gurméndez y doña Luisa Muñoz de Gurméndez. El viaje que la alejó de Rodó en 1890 ocurrió cuando la familia se trasladó por un tiempo a Paysandú99. Posteriormente ella contrajo enlace con el Dr. Amaro Carve Urioste.

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El otro grande acontecimiento que signa, sin duda ahora como final definitivo, la infancia de Rodó, es su «primer austero dolor»: la muerte de su padre, ocurrida el 5 de mayo de 1886. Don José Rodó cayó en la calle, fulminado, de un ataque cerebral100. Llevado de allí, ya sin vida, a lo de don Cristóbal, para dar tiempo a preparar el ánimo de la familia, la llegada posterior del cuerpo a la casa, en donde había de ser velado, no fue por eso menos cruel. Todo lo que sigue es horror o pesadumbre: el entierro, el vacío de la casa, la tristeza de los suyos...

José Enrique Rodó no tiene aún quince años. La crisis espiritual que sufre su adolescencia es recia y profunda: el súbito anonadamiento, la aguda sensibilización de los afectos, unas ondas de amargura que suben de las entrañas inundándole de desgano y enervándole todo, el peso extraño de la ausencia, la pérdida de uno de los ejes sobre los que giraba la vida, el doloroso recrudecimiento de recuerdos olvidados, de vagos estados de espíritu vividos, mil cosas que dejan de tener sentido, graves problemas morales que se plantean, y la angustia del más allá que se hace presente de golpe, al reclamo de la realidad, con una fuerza de abismo, de tragedia, de duda, que hasta entonces nunca había probado en los fríos devaneos metafísicos del libro ni en los verbalismos rutinarios del púlpito o de la congregación.

Con esta honda conmoción anímica queda marcado el comienzo de su juventud. Su iniciación en ella es, así, aún más severa. Hunde su vida en el gris de los interiores: en el escritorio que ha sido de su padre, o en el de don Cristóbal. Medita sobre los papeles. Antes de un mes y medio ya ha vuelto a escribir. El sentimiento religioso no se ha rendido aún, pero el desprecio por la gente eclesiástica reaparece: el mismo día en que aluda, en El Plata, a «la causa santa de la Iglesia», representará en un personaje de novela, D. Procopio, a «nuestro clero, vergüenza de nuestra sociedad».

Pero su tolerancia se afirma en otra dirección. Su republicanismo y su sentido de la libertad se ven heridos por el rigor con que, llegando a extremos que cree contraproducentes, han defendido la causa anti-monárquica, en Francia, las Cámaras y el gabinete, al aprobar la ley de expulsión de los príncipes:

«En tanto, lo que conseguirá el Gobierno de Mr. Freycinet con complacencias y medidas como las que mueven nuestra pluma, será rodear de una aureola de infortunio, siempre simpática, el nombre de los que son objeto de la expulsión. ¿Faltan esos Sres. a las leyes vigentes? ¿Se llaman Reyes y Soberanos de Francia en documentos públicos? Pues aplicarles el castigo que las leyes vigentes fijan y así, nivelando su condición ante la ley a la de todos y cualquiera, haréis verdadera democracia y humillaréis los falsos títulos de los delincuentes».



Es ese mismo tono equilibrado de su sentimiento democrático el que le mueve a escribir una carta a Santos, mero desahogo subjetivo, porque ella no llegó a ser enviada a éste, pero índice relevante de belleza moral, cuando el Presidente sátrapa fue herido gravemente de un tiro en el rostro con bala explosiva, al entrar al Teatro Cibils para una función de ópera, la noche del 17 de agosto de 1886, por el teniente Gregorio Ortiz, quien se inmoló casi en seguida de un balazo en la sien. La carta condena el atentado pero llama a la reflexión sobre sus culpas al gobernante herido y hasta avanza que por ellas llegara a conocer el arrepentimiento, aun cuando piensa que si éste alcanzara realmente a producirse, «en la esfera de los hechos no podría hacerlo palpable», es decir, que no podría ser creído, y se pregunta entonces, para terminar: «¿Será ése su castigo?»101.

No es un autorretrato el artículo inconcluso de estos mismos tiempos, titulado «Yo»: Rodó fue siempre notablemente alto y de ojos casi negros, y habla aquí, en cambio, un personaje de estatura baja y ojos claros. No puede, pues, tomarse como confesión, sino seguramente como ficción que había de formar parte de un capítulo de novela, el misticismo que expresa este extraño monólogo.

«Yo

Dicen los que me conocen, no sé si con razón o sin ella, pues no tengo por costumbre la mundana y anti-religiosa de consultar al espejo, - que mi estatura es baja, mi andar reposado y tranquilo, mi apariencia llena de religiosa unción y cristianísima mansedumbre, mis ojos claros, pequeños y medio entornados, mi cutis delicado y transparente, mi boca pequeña como la de aquellos que no pagan tributo a la abominable y anti-religiosa Gula, mi...».



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Las idas a la Universidad han sido también reanudadas después de la muerte de don José Rodó. Desde la calle Pérez Castellanos, por 25 de mayo, donde las vidrieras exhiben los modelos de moda y los artículos de lujo, luego por Uruguay, en ambiente más ancho, más modesto y más soleado, hasta llegar, en los primeros años, a la esquina de Convención, en los últimos a la de Queguay (hoy Paraguay) y doblar por ésta a la izquierda casi hasta Cerro Largo, el trayecto cien veces repetido a pie se vuelve monótono y permite a la mente meditativa proseguir abstraída en su interior. Pero el ambiente tibio del escritorio de don Cristóbal, con el brasero cubierto de ceniza, la añosa biblioteca y la amplia mesa de Jacaranda con sillones de esterilla continúa siendo su sitio preferido. Allí hay más holgura y mayor aislamiento que en la propia casa.

Más de una vez, cuando faltaba Eduardo, que era el encargado de atender a los que ocurrían allí por propiedades para alquilar, se ha visto a José Enrique, pálido y silencioso, alargado y flaco, cerrar el libro que leía, entregar el manojo de llaves de la casa solicitada al que venía por ellas, y volver a su lectura: quizás a su Valera, a su Galdós, a su Hugo, a su Lamartine, más que al texto universitario, quizás, sobre todo, a los artículos de El Iniciador de 1838, cuya decisiva influencia en su formación espiritual desde los primeros tiempos es bien conocida, especialmente por el calor con que prendió en él el contagio espiritual de Juan María Gutiérrez, uno de los ilustres emigrados argentinos que colaboró allí con Andrés Lamas y Miguel Cané: escritor de ideas, ático y pulcro, cuya estética se nutrió con deleite de los jugos de la tradición americana y que, reobrando a su vez sobre ellos para superiorizarlos, se hizo él mismo una potencia actuante de cultura sobre el medio.

Pero no obstante estos largos desvíos impuestos por la pasión literaria, el fin de año estudiantil de Rodó será honrosísimo. Después del examen de primer año de Química, en que obtendrá 24 puntos sobre 30, en el de Física, segundo curso, la Universidad le hará por primera vez cabal justicia, premiándole con 30 sobre 30102.

Comienza 1887. Hace su último diario: El Nuevo Pueblo. Un Emperador imaginario (¿quizás pensaba en el del Brasil, cuyo trono veía hundirse ya?) impone a las calles de su capital en construcción nombres entre los cuales están el de Jesucristo y los de las tres virtudes teologales. Pero el 27 de agosto se alejará para siempre de la congregación103. José Enrique Rodó no es más creyente.

La amistad, algo posterior a la tan entrañable que le uniera a Milo Beretta, pero que venía también de la infancia, con Baldomero Felipe Correa, fue mucho más que meramente anodina, mucho más que un simple nombre que su correspondencia nos ha trasmitido, porque sabemos hoy, gracias a las investigaciones de Roberto Ibáñez, que en 1886 Rodó leía con él «los mismos libros, redactaban obras en colaboración, coincidían en la voluntad de ser periodistas, en la abominación a Santos y en el entusiasmo por la filatelia»104. Además, esa correspondencia nos ha dejado, con fecha 6 de abril de 1889, el justamente señalado, en razón de su excepcionalidad, por Ibáñez105 y por Benedetti106, como rasgo de humor de Rodó, consistente en recomendar a su amigo, que iba a Buenos Aires, que visitara allí a Santos y le prendiese fuego a su fábrica de velas107.

Debemos decir, con todo, que, no obstante esa rareza así denunciada con acierto, los rasgos de humor no estuvieron ausentes por modo absolutamente general en la vida de Rodó. Es oportuno, para comprobarlo, recordar que envió desde Italia al Dr. Cesáreo Villegas Suárez, entonces estudiante de Derecho y funcionario de la Biblioteca Nacional, una postal con una vista de la torre inclinada de Pisa, en la cual, por alusión al reciente veredicto popular del 30 de julio de 1916, le decía: «Así quedó el colegiado después de las elecciones»108.

Con el atinado comentario que, al recogerla, le hace Mario Benedetti, damos a nuestra vez aquí noticia del descubrimiento que Roberto Ibáñez hizo de la que nos atrevemos a decir que fue la primera, y sin duda precocísima, vinculación contraída por Rodó con ambientes intelectuales de otros países de Hispanoamérica, vinculación que corresponde al período que estamos historiando, y precisamente a los mismos días de su últimamente citada carta a Baldomero Correa.

Sostiene Benedetti que «es posible que entre 1883 y 1895, o sea entre sus infantiles colaboraciones de Los primeros albores y las más formales de Montevideo Noticioso, Rodó haya publicado otros trabajos»; y expresa, en abono de ello:

«Cierta breve esquela, dirigida por Rodó el 24 de abril de 1889, a un tal Nemesio Escobar, director de El Autógrafo Americano, de Santiago de Chile, autoriza esa conjetura. Al parecer, Escobar había solicitado a Rodó, que por entonces tenía 17 años, alguna colaboración para su periódico. El joven estudiante de Secundaria le responde, con austera formalidad: "Puede Ud. contarme en el número de sus colaboradores, en la seguridad que haré lo posible por atender dignamente a la participación que me confía en su periódico -y que, aun cuando no puedo comprometerme a mandarle originales en determinados plazos-, trataré de hacerlo con la mayor asiduidad"109. Tanto el pedido de Escobar como el tono de la respuesta, parecen sobreentender la existencia de por lo menos un módico prestigio de Rodó. Por menos exigencias que tuvieran para sus colaboradores. El Autógrafo Americano o el tal Escobar, es razonable imaginar que nadie iba a pedirle desde el extranjero una colaboración a cualquier muchacho de diecisiete años que sólo tuviera en su haber impreso dos composiciones escolares»110.



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Su cultura, como la fuerza de su espíritu, se centuplican. Es ya rico de alma y de saber, y su frecuentación anhelosa de los libros comienza a hacerle descuidar el método ordenado en sus estudios. Es ahora estudiante libre.

Además, su tío Cristóbal le ha puesto a practicar en el bufete de abogado de su cliente y amigo el doctor Alberto García Lagos. Era un viejo conocido de José Enrique Rodó: era el mismo señor que, unos años antes, había permanecido incrédulo ante la precocidad del pequeño alumno de la Escuela Elbio Fernández. Si pudiese ahora volver a escudriñar en la mente de su practicante, el asombro llegaría al deslumbramiento. Pero a la reserva natural del temperamento de José Enrique Rodó la timidez de la adolescencia ha añadido un nuevo cerco que hace difícil alcanzar lo que encierra su abismo psicológico.

El joven practicante no gana sueldo, pues el deseo de su familia es sólo interesarle en la frecuentación de un ambiente que pudiera decidirlo a seguir la carrera de Derecho.

La pieza interior, chica y angosta, contigua al amplio estudio del doctor García Lagos en su casa de la calle Zabala, es llamada desde entonces «el escritorio de Rodó». Allí se le deja solo, todas las mañanas, y hay orden de no distraerle pues «está estudiando literatura». Llega siempre, correcto, fino, puntual, con su saco oscuro y sus pantalones grises, trayendo de su casa algún libro bajo el brazo. Por la tarde, que es la hora de trabajo en el estudio, alguna vez el doctor García Lagos le llama junto a sí para dictarle, y en cuanto queda libre, él vuelve a su escritorio, al libro que ha dejado abierto sobre la mesa. Las niñas de la casa juegan en la misma pieza en que él se halla engolfado, y comprueban con curiosidad cómo no hay modo de sacarle de su lectura o de los apuntes que escribe en papeles y hasta en la madera de los cajones, que dejará cuajados con indeleble tinta, hasta que los años destruyan el mueble, de datos, nombres, frases... El armario de los juguetes, de donde irrumpen torrentes de bullicio, está frente a él. Las niñas todo lo intentan para sacudir su atención: le sueltan algún verso, alguna chanza, algún súbito ¡Rodó! Él prosigue inmóvil en su silla, con los pies alargados por debajo de la mesa, con la frente sujeta en las manos sobre el libro. Le ponen entonces naranjas en los bolsillos, y él, sin impacientarse, sin moverse ni mirar a las pequeñas, sonríe suavemente y les da las gracias: ha sentido en la ofrenda ingenua un toque de candor y un vaho de aroma eglógico. La escena se repite cada vez que han traído fruta de la quinta. Si la remesa es de toronjas, hinchen con ellas entonces los bolsillos del sobretodo de Rodó, que pende de la percha: y él, nuevamente, sin moverse ni mirar a las niñas, sonríe, da las gracias y prosigue la lectura. Sin embargo, más de una vez le han visto apartarse de ella para recitar algún verso...

La casa es de hidalga tradición. Doña Faustina Gómez de García Lagos insiste en que Rodó haga rueda con la familia, en el comedor, a la hora del té, pero él declina sin remedio la invitación. Acepta sólo que su té le sea servido en su escritorio, sobre la propia mesa en que trabaja, y allí se le ve colocar verticalmente el libro detrás de la taza para poder seguir leyendo mientras bebe111.

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Es más reconcentrado y más solitario que nunca.

No obstante, en el examen de Matemáticas que dará en diciembre habrá otra vez quien logre valorarle, pues obtendrá la nota de sobresaliente con un voto de Bueno112. (El régimen de calificaciones ha cambiado en la Universidad, la palabra ha sustituido a la cifra). El alumno desganado o moroso en Matemáticas, descuella ahora hasta en esta misma materia, como lo hizo el año anterior en Física: disciplinas ambas tan alejadas, no obstante, de la vocación literaria, pero llamadas al razonamiento recio y ceñido, en el cual, con tanta fuerza, tendían ya a desatarse sus facultades lógicas.

Desde ahora, todo en él es vida interior. En varios años más no dará exámenes. Es imposible seguir el trance de su crecimiento espiritual. Lo que escribe en los tiempos que siguen ya no lo guarda más. Nos quedan apenas unos borrones ilegibles de versos de marzo de 1888, en los que se adivina, como tema, un drama del amor filial y del materno. Imposible es, también, seguir sus lecturas. ¿Será ahora cuando, después de Cervantes, su alma busca «sensación más ruda» en Balzac? ¿Será ahora cuando ha conocido a Gautier, ahora cuando «este sol» le «tenía deslumbrado», haciéndole probar esa embriaguez estética que confesará más tarde como cosa de su pasado, en el cual sólo podía gustar belleza desinteresada y despreciaba el arte cargado de ideas, de tesis, de sentido moral? Su reconcentramiento no le impide alguna vez tener explosiones de entusiasmo admirativo, leer para él solo en alta voz, con arrebato, como se lo hará hacer a Albatros en páginas de su madurez.

La figura de este voluntario recluso de los escritorios y las bibliotecas circula a veces, pálida y desgarbada, también al pleno sol de la calle, y habrá quien le recordará después llevando la bolsa en que ha cobrado los alquileres que administra su tío, sujeta por uno de los brazos, que pasaba por detrás del cuerpo y enganchaba en el otro113.

Rodó ha visto hundirse el poder del santismo: la partida en derrota del dictador herido, el gobierno de transición de Tajes, la disolución del «Quinto», que inician la evolución civilista del país. El 1.º de marzo de 1890, el ascenso a la Presidencia de la República de Julio Herrera y Obes colmará de esperanzas que parecen seguras a su conciencia cívica y su admiración por la cultura y el talento.

Pero no le tienta ahora la actividad política. Menos aún las disipaciones juveniles. Está todo para la vida del espíritu. Busca como un obseso la lectura. No le basta la que encuentra en su casa, ni en lo de don Cristóbal, ni en la Universidad, ni en los libros que adquiere. Frecuenta la biblioteca del Ateneo y la Biblioteca Nacional, y allí, comienza su relación con Carlos Martínez Vigil que estaba empleado en ella. Se anota como suscriptor de la Escuela Elbio Fernández, lo que le da derecho a llevarse los libros a su casa. Allí vuelve a encontrarse con su maestro don José Gugliucci, pero su compañía predilecta en las búsquedas bibliográficas que junto a él le llevan, son los hermanos Daniel y Carlos Martínez Vigil, con quienes ha contraído una íntima amistad. Su primera vinculación fue la que hemos recordado, la de Carlos, y ella arranca de 1889 o 1890. Por esos años confió a éste el pensamiento que abrigaba de escribir una obra fundamental sobre historia literaria rioplatense, para lo cual iba preparando ya los artículos sobre Juan María Gutiérrez y su época y sobre el americanismo literario, que maduraría hasta publicarlos en los tiempos, que se aproximaban, de la Revista Nacional114. La bohemia de estudiantes de los tres amigos no es tanta como para hacer que Rodó piense en dejar inconcluso el bachillerato. No obstante lo desorganizado de sus estudios, proyecta una preparación extraordinaria para su examen de literatura, y la va haciendo, en efecto, con incalculable exceso, a través de sus lecturas copiosísimas, que avalora su luminoso sentido crítico, en los recogimientos reposados y en las discusiones estéticas con sus cultos amigos. Paralelamente, su formación histórica se va haciendo no menos profunda.

Intentaremos determinar dónde y cuándo fue que Rodó, según informa, sin precisar fechas, Juan Carlos Gómez Haedo, estudió Filosofía con José Pedro Massera, e Historia Universal con Miguel Lapeyre115. El primero, ser admirable por múltiples motivos, mentalidad amplia, espíritu finísimo, jurista, músico, conciencia desvelada, probo e infatigable estudioso, que más tarde reaccionaría contra el positivismo orientándose hacia Bergson, y que consagraría, precisamente, a Rodó, después de la muerte de éste, uno de los mejores estudios que sobre él se hayan escrito116. El segundo, vocacionalmente llamado a la enseñanza, en cuyos cuadros llegaría a alcanzar el decanato de Enseñanza Secundaria, y que había sido formado desde joven por don Luis D. Destéffanis, de quien recibiera, junto con los tesoros de su biblioteca, que generosamente le hacía frecuentar, conceptos renovadores, como que, superando las estrecheces de la historia fáctica todavía prevalente en la docencia, le inició en el estudio de la por esos años recién llamada historia de la civilización, por el nombre de la conocida obra de Ducoudray, que maestro y discípulo tradujeron, editaron e impusieron en las aulas.

Y bien: los estudios de Filosofía con Massera ha debido realizarlos Rodó en la Universidad, cuando aquél fue designado, en 1890, para dictar esa materia117; y los de Historia con Lapeyre no habrán sido propiamente de Historia Universal, como afirma Gómez Haedo, sino de Historia Americana y Nacional, porque a Lapeyre se le confió esta materia, que se creaba separándola de la Historia Universal, mientras ésta debía continuar a cargo de Destéffanis, al solucionarse en esa forma, en 1889, el célebre conflicto suscitado unos años antes por las opiniones contrarias a Artigas del ilustrado profesor italiano118.

Refiriéndose a períodos de su juventud que no precisa pero que llegan probablemente a 1897, año de una de sus profundas crisis de tristeza («no la primera, no la última»)119, dice Emir Rodríguez Monegal:

«Abundan también en este período los poemas con que llena José Enrique un cuaderno pulcramente copiado a dos tintas (azul para los textos, roja para los versos) e ilustrado con inhábiles viñetas y dibujos. Estos poemas no fueron publicados. La timidez o la segura autocrítica impidió una difusión que hubiera resultado seguramente imprudente»120.



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En el devaneo fecundo y sin medida de aquellos juegos del espíritu a que -lo acabamos de ver- se entrega mientras tanto Rodó, y en los que una parte inmensa está consagrada a escribir, pero a los que ya desde 1890 su ingreso como empleado al Banco de Cobranzas, Locación y Anticipos121 retacea diariamente largas horas para consagrarlas a prosaicos menesteres, sobreviene un nuevo llamado brusco a la realidad: don Cristóbal enferma gravemente en agosto de 1893122 y muere el 24 de ese mes123. Otra sacudida anímica traída por el dolor, otra nueva crisis de disciplina y de severidad. Con todo, sólo el próximo año dará sus exámenes de Historia Universal y de Literatura. El 17 de noviembre de 1894 debe reiniciar su expediente de estudiante, para matricularse. Tiene 23 años, pero el error en que está desde su infancia le hace declarar uno menos124. El 22 de ese mismo mes comparece, ya hombre, cargado de saber, de talento, de ideas, a prestar, en un solo acto, el examen de Historia Universal 1.º y 2.º cursos. El tribunal, aun cuando está presidido por el probo y erudito profesor don Luis D. Destéffanis, no sabe verle y le aprueba con la nota anodina de bueno por unanimidad125. Rodó, no obstante su modestia, sufrió una decepción, y en su casa se quejó de la injusticia. Pero dos días después sacudirá el espíritu de los examinadores en la prueba de Literatura 1.º y 2.º años, que rendirá igualmente en un solo acto. Estaba allí otra vez don Luis D. Destéffanis, pero la mesa tiene una mentalidad nueva: es presidida por Samuel Blixén y la integran dos miembros más: Carlos Vaz Ferreira y Ángel C. Maggiolo126. Blixén y Vaz Ferreira son también dos jóvenes; aquél es apenas cuatro años mayor que Rodó, el otro es aún menor que él, pues no tiene más que 22 años. Pero son un sensorio sutil para percibir el aliento del espíritu. Blixén es ya el esteta refinado que, corriendo los años, será consagrado después de su muerte, por el mismo Rodó, como «maestro en el culto de las cosas bellas, delicadas y amables de la vida»127. Vaz Ferreira es todavía estudiante, pero es ya un abismo de profundidad y de originalidad. Sus compañeros de estudios se asombran ante él, y hay entre ellos, precisamente, dos notorios talentos, que recordarán años más tarde, conservando frescas sus impresiones de entonces, lo extraordinario de su personalidad. Para uno de ellos, «subía la escarpada cuesta del saber como un globo sin lastre mientras los otros jadeaban o desvanecían, y sin querer apartarse de nosotros estaba siempre por encima de nosotros», agregando que, cuando su aparición en las aulas, habían sentido que «las primeras explosiones de su vigoroso talento produjeron ese singular estremecimiento con que en el mundo físico se ha de anunciar la aparición de un planeta nuevo»128. El otro le consagrará sencillamente así: «[...] a breve lapso de su iniciación estudiantil llegó a conquistar general admiración, siendo unánimemente reconocido como el primero entre los primeros... el condiscípulo pasó bien pronto, desde el primer curso, a maestro de sus compañeros»129. El porvenir deparará a Vaz Ferreira el destino de culminar, en las zonas del pensamiento puro, entre los grandes espíritus de América, y de compartir con Rodó el magisterio de muchas generaciones. Pero ni Blixén ni Vaz Ferreira conocen aún a Rodó: éste no frecuentaba ya la Universidad desde hacía varios años. Don Luis D. Destéffanis sólo conserva de él, seguramente, la impresión descolorida del examen de Historia Universal de la ante víspera. Y, sin embargo, esta prueba, de Literatura no será una revelación deslumbradora, como sin duda lo habría sido si hubiese existido entonces parte escrita en los exámenes. Rodó diserta sobre autores italianos contemporáneos. Vaz Ferreira recordará mucho después, todavía, cómo, al discurrir sobre D'Azeglio, sobre De Amicis, habla con una corrección superior a la de todos los demás examinandos, y, especialmente, cómo es de personal y directa su convicción de lo que dice. Se siente, bajo aquella apariencia de joven tímido e inexpresivo, algo totalmente diverso de lo que desfila ante las mesas de exámenes: algo interior, una sustancia, un espíritu. No es alguien que ha venido preparado para un examen: es alguien que es, que ha hecho sus lecturas en las fuentes originales, y las ha meditado. Hay en su modo de decir una manera de Renan en ciertos pasajes que pueden quedar confundidos con la prosa de un buen periodista para quien no sepa ver que en su fondo hay otra cosa: pero esta otra cosa la percibe de inmediato Vaz Ferreira en este examen de Rodó. Blixén también la ha percibido. La nota de Sobresaliente por unanimidad no es ni siquiera discutida130. Blixén llegará más tarde, para satisfacer su asombro, a preguntar a Rodó con quién ha estudiado. Él responderá que se ha preparado solo131.

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Con todo, es seguro que esta prueba puramente oral, ese vuelo de la palabra obligada a concretar de improviso todo un complejo de conceptos y emociones largamente vividos, no puede haber dado la medida de ese Rodó de 1894 que era ya el estilista sin igual en el país, el crítico ya grave, sabio, maduro y con autoridad personal, y de quien sabemos ahora cómo escribía, cuánto sabía y cómo juzgaba entonces sobre literatura. Es de ese mismo año, en efecto, su artículo sobre «Dolores» de Balart, donde nos hace algunas confidencias de su estética. Sabemos así que no ama ya más el arte por el arte, y que coloca «sobre la poesía que es contemplación y recogimiento la poesía que es acción, la que orgullosa de los timbres de su antigua tradición civilizadora, aspira a representar en las sociedades humanas una fuerza fecunda y efectiva»: aunque, no obstante esa preferencia, se apresure a declarar que «uno y otro género de lirismo se dan la mano en cuanto signifique reivindicar para el fondo esencial de la poesía la superioridad que sobre lo puramente externo y material se le desconoce por las escuelas que prevalecen».

Por este mismo artículo, que tenía inédito aún, nos es posible catar hoy los primeros jugos de precoz madurez de aquel estilo que no volvíamos a probar desde sus muestras de los catorce años, cuando era sólo tempranísima promesa. Reconocemos la voz del niño pensador y escritor en esta entonación y este acento que empiezan ya a ser magistrales. Pero ¡qué finísimo adiestramiento, qué constante ejercicio de la pluma se adivina operado en esos nueve años, durante los cuales ha venido sin duda destruyendo o dejando perderse lo que escribía! No podemos, por ello, hurgar ahora en las intimidades de su laboratorio de artista de todo ese tiempo, y topamos de golpe con la forma ya lograda. Los largos períodos se han hecho aún más extensos; la interferencia de los conceptos, jerarquizados por una razón ordenadora, más nutrida y prolija; más vigoroso y señor el gobierno del ritmo, que hace a la vez severo, rico y armonioso el proceso sonoro de la frase:

«No es ciertamente la cuerda del sentimiento íntimo, delicado, que se manifiesta en la penumbra de resignadas tristezas, de suaves melancolías- que presenta atenuada la intensidad de los dolores considerándolos en el recogimiento de la meditación o en la perspectiva serena del recuerdo, y expresa las emociones del amor con menos fuego que ternura; la poesía que busca por natural afinidad el consorcio de la forma sencilla y opuesta a todo efectismo de estilo y de versificación, el género que da la nota dominante en el concierto de la lírica española de nuestro siglo»132.



Pero también es este artículo, del cual lo que queda transcripto es solamente el párrafo inicial, señal del estado espiritual de Rodó en este momento. Tienta ya en él la inquietud de un renacer idealista en el mundo: no en el sentido religioso, pues su falta de fe se ve bien clara cuando alude a «los halagos de la esperanza de la inmortalidad que finje un término a la ausencia» y cuando, para señalar la singularidad del misticismo de Balart en la lírica de esos días, confiesa que «la nota de suprema idealidad, la del amor de lo absoluto», la hubiera tenido, antes de leerle, «por incapaz de hallar ambiente propio en nuestro espíritu». Es «en el sentido más amplio e indeterminado» donde busca el «indicio de una nueva e inesperada tendencia de los espíritus en este nuevo ocaso de siglo, tan lleno de incertidumbres morales, tan angustiado por extrañas vacilaciones»..., tendencia «que sólo se manifiesta por la vaga ansiedad, por la medrosa indecisión de quien investiga horizontes y tienta rumbos, brillando trémula y apenas confesada en ciertas almas descontentas de lo presente, como el toque de un reflejo crepuscular...».

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Dará a la luz este artículo en marzo de 1895, en el primer número de La Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales133. Es indudable que cuando él fue escrito había nacido ya el propósito de fundar esa publicación, porque Rodó llama a su juicio sobre Balart «la primera de estas crónicas de vulgarización bibliográfica», y lo destina «a aquellos de nuestros lectores que desconozcan el libro que la ocasiona». Estando, pues, escrito en 1894, el propósito que revela de hacerlo integrar el primer número de la revista que estaba por nacer, induce a suponerlo compuesto en los últimos meses de aquel año: quizás en los mismos días del examen de Literatura, porque hemos visto más de una vez que las épocas de exámenes le eran como estimulantes para escribir artículos de aliento.

Pero ¿es que sabemos algo de lo que ocurría en tanto en sus abismos en este mismo 1894 en que su interior hermético venía sangrando sordamente desde antes, y todavía desde antes más, y volvería a sangrar con recurrencias traídas por indefinibles pero no siempre inexplicables angustias?

Pesquisando en otros papeles del niño, del adolescente y del joven, «sus sorprendentes diarios íntimos» (que no son ahora los números de El Plata), Roberto Ibáñez ha develado también «cómo se manifestaba un Rodó profundo, sensible hasta el desamparo, entregado en cerrada soledad a la desesperación y a las lágrimas»; y, refiriéndose a esos diarios íntimos, menciona «el de 1891, cuando cree cerradas las puertas de su porvenir, el de 1894, cuando padece la obsesión de la locura» y, entrando en períodos en que no corresponde ya a esta obra seguir el curso de los días del Maestro, pero iluminando sobre hechos posteriores que confirman su predisposición a los estados depresivos y sobre el secreto en que los hundía, «el de 1905 y el de 1906, cuando -en plena gloria- esconde hasta de sus familiares el drama de una quiebra que durante diez años lo transformó en víctima secreta de usureros profesionales»134.

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Ah, es desde esos pozos sin salida del yo, transidos de desolación, y con este peso horrendo sobre el alma, que acomete una empresa en que ha de poner todo el entusiasmo que puedan darle los alientos de su fe literaria.

Víctor Pérez Petit cuenta cómo surgió la idea de fundar la Revista Nacional, y dice que Rodó tenía ya, antes que los que habían de ser sus colaboradores, el deseo de crear un órgano que llegase a «ser el centro de la cultura nacional e irradiarla a todos los puntos cardinales de América».

Su amigo atribuye al ejemplo de El Iniciador de 1838, que Rodó había conocido algunos años antes, el carácter de fiat revelador para este hecho, como también para el nacimiento de la propia vocación literaria del Maestro. Pero sabemos ahora que hay que ir mucho más lejos para encontrar las fuentes de ambos acontecimientos. Todo está allí, en los tiempos de El Plata, desde los nueve años del niño: la vocación de escribir que no se apaga más, y que surge al impulso de su indignación contra las dictaduras vivas y concretas que vienen oprimiendo a su país y no contra lejanas tiranías leídas en el papel; y el anhelo de incluir en su periódico la colaboración de las plumas mejores y más dignas: las de José Eugenio Candy, de Diego García, de Caracciolo, de Zoze... Pero la publicación de Lamas y Gané fue sin duda, en el período de la juventud, la influencia que precipitó en formas serias y verdaderas aquellas predisposiciones ya ejercitadas como juego cotidiano en el diario íntimo de la infancia; y las propias confesiones de Rodó a Pérez Petit así lo abonan.

Con todo, no es Juan María Gutiérrez su maestro espiritual en estos momentos. Los temas del admirado colaborador de El Iniciador de 1838 son sin duda propicios para ulteriores desenvolvimientos, y sus tendencias hacia la tradición racial y el color del pasado nativo explicarán bien pronto los artículos sobre el propio Gutiérrez y sobre El americanismo literario. Pero esas inquietudes de conciencia del Rodó de estos días que, sin amar la religión, columbra el alborear de una nueva luz ideal en el agotamiento mortecino del siglo que se va, son retempladas en la dulce claridad de Renan. Y hay también dos influencias, la de don Juan Valera y la de Clarín, que en estos momentos se adivinan robusteciendo sus tendencias innatas de escritor artista en un sentido nuevo, de crecimiento, de enriquecimiento del idioma, de pureza estética lograda más por la maduración interior y viva del concepto que por la miope meticulosidad y el rebusco de amaños rutinarios. Por eso, si la primera idea de hacer de un grupo actuante de juventud la avanzada de las nuevas inquietudes literarias en el ambiente se orientó hacia la institución de una Academia Nacional que cuidase la lengua, el propósito se transformó en el de crear una revista quincenal que fuese órgano vivo de producción e irradiación superiorizadora. Eran pocos los amigos con quienes forjaba o comentaba Rodó estos proyectos de su profética ensoñación: los hermanos Martínez Vigil, Félix Bayley y Eduardo Pueyo le habían acompañado en lo de la Academia, cuya acta de fundación llegó a firmar aquel cenáculo de una bohemia limpia y culta. Cuando se trate de crear la revista, estará sólo con Daniel y Carlos Martínez Vigil, pero Rodó propone incluir un cuarto redactor cuyo nombre posea cierta notoriedad: su modestia le hacía suponer más necesaria esta etiqueta externa, para imponer la publicación en el ambiente, que la sola fuerza interior de su propia calidad literaria, cuyo valor acaso él mismo no había sabido medir totalmente todavía. Daniel Martínez Vigil indicó a Víctor Pérez Petit, de quien el público conocía artículos de crítica, una novela y un drama, pero fue preferido Benjamín Fernández y Medina, autor también leído ya en libros y en la prensa. La embajada ante éste, que fue introducida por Víctor Arreguine, otro de los buenos espíritus jóvenes ya notorios, fracasó, y se volvió entonces a pensar en el candidato primitivo.

Pérez Petit acogió con calor una idea que no hacía sino revivir proyectos propios anteriormente acariciados: había pensado ya él también en fundar revistas, una vez con Carlos Travieso, otra vez con Arturo Santana, otra vez con Juan Torrendell. «Quedó desde luego establecido que todo el material debería ser inédito; que los trabajos irían siempre firmados, excluyéndose los anónimos y los rubricados con un pseudónimo; que se concedería a los colaboradores la más amplia libertad para exponer sus ideas y doctrinas, no exigiéndoles más que la cultura de forma; finalmente, que procuraríamos reflejar en nuestra publicación todo el movimiento intelectual del país, sin distinción de círculos o banderías, sin reparar en simpatías o antipatías personales; y hecho esto, propender a la más estrecha vinculación espiritual de todos los pueblos de América»135.

Es Víctor Pérez Petit quien nos ha narrado toda la época de la Revista Nacional desde estos mismos instantes preludiales, dando sobre muchos de sus aspectos, infinitos detalles136; pero lo ha refractado todo, seguramente sin quererlo ni notarlo, desde puntos de vista casi autobiográficos y, en todo caso, egocéntricos, deteniéndose con delectación en reavivar recuerdos de su juventud, trabajando casi exclusivamente sobre datos de su memoria sólo por él confrontados e interpretados...

Es fuerza, pues, ahora, mirar estas mismas cosas del lado de Rodó.

La Revista Nacional aparece el 5 de marzo de 1895. Sus redactores son Daniel Martínez Vigil, Víctor Pérez Petit, Carlos Martínez Vigil, José Enrique Rodó. Son cuatro promesas. En aquel momento no le es fácil a cualquiera hacer profecía sobre los valores que había de dar cada uno de ellos en el futuro. Los tres primeros son bachilleres, estudiantes de Derecho y tienen más aplomo que él. En la nómina de los redactores el sitio de Rodó está, pues, fatalizado: será el último. Hasta su propia modestia habrá contribuido a escogerlo quizás. Su artículo sobre Balart ocupa el decimosexto lugar entre los del primer número, y quedan muy pocos más, después de él, para llegar al final. Pero ya hay quien sepa percibir, desde el primer momento, al escritor de raza que acaba de surgir. Carlos Reyles vuelve de Europa, joven, apenas tres años mayor que Rodó, ya inquieto de ímpetu renovador, rico de espíritu, hurgador de psicologías, diestro de pluma, armado para la polémica, tajante como un filo, con su incipiente experiencia de la tertulia literaria, en la que ha conocido a Valera, a Castelar, a Galdós, a Clarín... Algún amigo, algún colaborador de la Revista Nacional, le piden su impresión sobre el periódico: ¿Ha visto usted mi artículo? ¿Qué le parece la Revista? ¿Qué me dice del trabajo de Fulano?». «Sí, sí -responde Reyles-: pero, ¿quién es Rodó?». Es lo que le había interesado verdaderamente allí137.

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Y, sin embargo, la Revista Nacional era un hermoso esfuerzo de conjunto. La aparición de su primer número fue saludada por toda la prensa de Montevideo como un acontecimiento, en largos y alentadores comentarios. La reimpresión de este número inicial se hizo necesaria, en tanto se iba preparando el segundo. Desde ahora, José Enrique Rodó es nombre que empieza a entrar en el dominio público, aunque pocos sean quienes alcancen aún a valorar la calidad de su contenido, y comenzará a llegar al extranjero: a la Argentina, a las otras tierras de América, a España... La Revista Nacional irá penetrando cada vez más en los ambientes literarios del continente. Nombres que llegarán a ser famosos aparecen firmando sus colaboraciones: María Eugenia Vaz Ferreira y Carlos Reyles entre los uruguayos, Leopoldo Díaz, Enrique Gómez Carrillo, Leopoldo Lugones, Rubén Darío, José Santos Chocano y Rufino Blanco Fombona entre los americanos. Ricardo Palma, ya declinante, envía unas páginas olvidadas a esta promisoria revista de jóvenes.

Mucha hojarasca muerta entre cien notas de verdadero interés llenan gran parte de sus columnas; pero los artículos de Rodó van señalando en ella, casi número a número, casi sin tregua, en el ritmo de su quincenal aparición, intensas notas de pensamiento estético, de cultura orientadora y de belleza escrita. Ha adoptado decididamente una única actitud para crear: la de crítico literario. Sus veleidades de novelista, que apuntaron fragmentariamente en la infancia y la adolescencia, han pasado ya. Sus inquietudes poéticas, de las que él llegara a mostrar públicamente, todavía dos meses antes, cómo había intentado un largo vuelo de altura con la oda a La Prensa138, están adormecidas por ahora.

Digamos de todos modos que si esta oda vino a resultarle ampulosa de forma, hay en ella pensamientos de fondo que exaltan la pasión de «la Libertad», de «la Idea», y del «Civismo», pensamientos que, no solamente cifra, en un comienzo, en el recuerdo de Moreno, y, después de mayo, en Varela y en la execración de la tiranía del «Tiberio de América», sino que, más lejos, exhiben un credo democrático y una avanzada filosofía social que deben ser destacados.

Reconoce, en efecto, a «la plebe», al «vulgo», que «es necio pero paga», ser el «numen» de la prensa, y no teme afirmar que «al terminar el Siglo Diez y Nueve» no hay quien se atreva, porque «ya suena a aristocrático resabio», a

«tener por menos lúcido y profundo

el parecer del vulgo que el del sabio».



Ni teme tampoco, para rematar el poema, revelando desde ahora que no tiene prejuicios, y como para mostrar por qué se desató la lengua popular, «la sin hueso plebeya», «en perorar rotundo», afirmar que «ya obedece al Comunismo intelectual el Mundo»139.

Sin embargo, su pluma no fue hecha para el verso, y él seguramente lo sabe. Se da afanosamente a su prosa, juiciosa y reposada, doctoral y grave, pero en la que el sabio ordenamiento de las ideas, de que está henchida, parece efecto de una fluencia espontánea y cálida del lenguaje, entregado a complacerse en la efusión de un desenvolvimiento deleitoso, más que del curso de la razón operando por el rigor de los procesos lógicos. Y no obstante, cada palabra es allí la necesaria exteriorización de un concepto que pugna desde adentro por ocupar su lugar en el conjunto a que concurre a dar sentido, precisión, medida: sea por su densidad intelectual, si es elemento significativo, sea por su fuerza de sugestión, si es expresión de imagen o entraña de emoción. En cada uno de sus largos párrafos están, así, consubstanciados, ideación compleja, cimiento de erudición y una calidad poética que va de lo delicado y lo tierno a lo potente, pero sin jamás dejar percibir ni sutileza de mórbido extravío ni golpe en las sienes de latidos violentos. Muchos trozos de estos artículos seguirán viviendo junto a sus mejores creaciones, y el inventario que en pleno goce de su gloria haga de toda su producción, para incluir en El Mirador de Próspero una selección de lo mejor de su crítica, salvará, no obstante los necesarios retoques y las refundiciones, amputaciones y ampliaciones, más de una página intacta de la Revista Nacional.

La crítica es ya en él de una amplitud total: omnicomprensiva, tolerante y alentadora, no por debilidad que se atemorice ante el repudio de alguna tendencia, sino porque tiene la fuerza de admirar, las necesarias potencias de intuición y simpatía con qué penetrar los conceptos y las sensibilidades ajenas, aún los más opuestos o desemejantes, aún los intentos mal logrados, que aprecia entonces por lo que vale la inquietud que los ha movido. Sin apartarse nunca de particularizar lo característico y personal de los autores que comenta, gusta extraer de ellos lo que tengan de representativo y general, el valor de categoría estética o social que puedan traducir, y explayar sobre él su adoctrinamiento orientador y fecundo.

Son, después de «Dolores» por Federico Balart140, dos capítulos sobre «Juan Carlos Gómez»141, que da como introducción a un estudio sobre literatura colonial, y otros dos sobre «La crítica de Clarín»142. Y aquí, ya en abril de 1895, sabemos por el primero de ellos que el Calibán de Renan ha comenzado a trabajarle en la conciencia, porque escoge, precisamente, esta obra para señalar por ella a su autor, al referirse al comentario de Leopoldo Alas sobre la forma dialogada de «Le Prêtre de Nemi». Las meditaciones sobre el ideal y lo impuro, que llevarán a Ariel, están, pues, fermentando desde ahora, dando quizás un principio de concreción a aquellas vagas ansiedades del año anterior.

En el sexto número de la revista, el del 20 de mayo, ocupa Rodó por primera vez el sitio inicial con su artículo magistral sobre «Juan Carlos Gómez»143; luego, vuelve a los lugares secundarios, con notas tan hermosas, no obstante, como Los «Poemas cortos»144 y los capítulos sucesivos de «El americanismo literario»145 y «Un libro de crítica»146.

En tanto, conserva el ánimo de estudiante. Prepara su curso de Filosofía 1.º y 2.º años con Daniel Martínez Vigil, quien se hace lenguas de la solidez con que va a presentarse su compañero y alumno147. El 29 de octubre, Rodó solicita rendir este examen en la Universidad, y como ha vencido el plazo para la inscripción, paga la multa necesaria: tan decidido estaba a someterse a la prueba. Se le concede la autorización148, llega el día del examen y no comparece. No hay explicación que justifique esta deserción, más que la resolución que debe haber adoptado a última hora de abandonar los estudios universitarios para consagrarse por entero a la vida literaria. Si no nos bastara para suponer, por el conocimiento de su mentalidad y por el precedente de su examen de Literatura del año anterior, hasta dónde fuese de profunda su preparación filosófica en estos días, el testimonio de Martínez Vigil sería concluyente. La majadera interpretación según la cual no dio el examen porque, si dominó la, metafísica, la lógica y la moral «no pudo aprenderlas»149, es un gratuito absurdo. Es el llamado de la vocación, es quizás el sentirse ya maestro y no estudiante, lo que decide del bachillerato de Rodó. Desde ahora no pensará ya más en exámenes. De las doce materias que formaban el plan de estudios de 1884, que era el que venía siguiendo, ha dejado aprobadas cuatro en ocho exámenes, y no le preocupará ya, en adelante, el saber que le faltan otras ocho, que habrían debido, normalmente, traducirse en muchos exámenes más150.

¿Acaso en lo íntimo no empieza a tener una total conciencia de sí mismo? ¿Acaso Clarín no se ha detenido ya a señalarle, en estos precisos días, como «espíritu escogido y serio»?151 ¿Y sus propios camaradas no le respetan, desde este mismo 1895 que se extingue, como el mejor? Víctor Pérez Petit escribió entonces sobre él páginas que revelan la admiración y la justa valoración en que ya en esa época tenía a su amigo152. Y es de abril de 1896 su primera producción, publicada en Buenos Aires: «Por la Unidad de América», carta a Manuel Ugarte, que aparece allí simultáneamente con su edición en Montevideo, en la Revista Literaria153, y a la que pronto seguirá, en la misma revista, Crítica, al mes siguiente154. Entre tanto, los hermosos artículos de Rodó siguen apareciendo en la Revista Nacional. De dos poetas155: «Notas sobre crítica»156, «Menéndez Pelayo y nuestros poetas»157, «Por la unidad de América»158, en donde la visión de la fraternidad racial, que venía preparándose en él por una predisposición simpática de sus afectos desde los tiempos de su infantil americanismo y será en adelante uno de sus más fuertes ideales, toma ya conciencia de su método y de su fórmula concreta: «por la unidad de los espíritus, el triunfo de la unidad política vislumbrada por la mente del Libertador». «Sobre un libro de versos»159 y el soneto «Lecturas» van jalonando el camino que lleva a El que vendrá. El poema muestra un proceso de contención y afinamiento de la esencia lírica, que tan ampulosamente había dejado derramar en la oda a La Prensa. Ha logrado después justa y feliz divulgación, pero no es ocioso reproducirlo, por ser los únicos versos que insertó en la Revista Nacional:




Lecturas


A Daniel Martínez Vigil.




   De la dichosa edad en los albores,
amó a Perrault mi ingenua fantasía.
Mago que en torno de mi sien tendía
gasas de luz y flecos de colores.

   Del sol de adolescencia en los ardores,
fué Lamartine mi cariñoso guía.
Jocelyn propició, bajo la umbría
fronda vernal, mis ocios soñadores.

   Luego el bronce hugoniano arma y escuda
al corazón, que austeridad entraña.
Cuando avanzaba en mi heredad el frío,

   Amé a Cervantes. Sensación más ruda
busqué luego en Balzac... y hoy ¡cosa extraña!
vuelvo a Perrault, me reconcentro, ¡y río!160...



*  *  *

En el número 30, el del 25 de junio de 1896, se da por segunda vez la rareza de que sea de Rodó el artículo inicial de la revista. Y el honor era indisputable como nunca hasta ahora lo había sido: El que vendrá es un salto de su inquietud estética y de su arte de realizar. Un estilo tibio, undoso y lento, perlado de lucientes relieves, con giros de curso amplio y serpenteante, que se acompasan y se ordenan cuando están a punto de retorcerse, mientras van emanando humos sutiles de aroma austero y puro. Una elegía al ocaso literario del siglo, que es a la vez un himno; un anhelo de fe exhalado del ansia del desfallecimiento; un señalamiento de vacío y de impotencia de crear, denunciado por el crítico, mientras el profeta avizora un mesiánico advenimiento y el artista evidencia sin quererlo la realidad de una sustancia nueva, palpitante y robusta, con sólo hablar en su lenguaje de efluvios peregrinos. El agotamiento de todos los caminos de la literatura, cien veces recorridos y abandonados, la inanidad de todos los credos estéticos, el hastío de todos los filtros de belleza probados por la teoría infinita de los labios sedientos, son allí exhibidos, no como una comprobación pesimista, sino como tela opulenta donde los colores de un pintor de grandes perspectivas han logrado, acaso sin tener éste conciencia de ello, extraer de las sombras mortecinas la luz de un amanecer que ya alumbra y calienta. Sobre ese fondo, la invocación al que vendrá es un llamado tónico, un aliento fuerte y severo alzándose en medio del cuadro agonizante. Oigámosla:

«Sólo la esperanza mesiánica, la fe en el que ha de venir, porque tiene por cáliz el alma de todos los tiempos en que recrudecen el dolor y la duda, hace vibrar misteriosamente nuestro espíritu.- Y tal así como en las vísperas desesperados del hallazgo llegaron hasta los tripulantes sin ánimo y sin fe, cerniéndose sobre la soledad infinita del Océano, aromas y rumores, el ambiente espiritual que respiramos está lleno de presagios, y los vislumbres con que se nos anuncia el porvenir están llenos de promesas...

Revelador! Profeta a quien temen los empecinados de las fórmulas caducas y las almas nostálgicas esperan! ¿cuándo llegará a nosotros el eco de tu voz dominando el murmullo de los que se esfuerzan por engañar la soledad de sus ansias con el monólogo de su corazón dolorido?...

¿Sobre qué cuna se reposa tu frente, que irradiará mañana el destello vivificador y luminoso; o sobre qué pensativa cerviz de adolescente bate las alas el pensamiento que ha de levantar el vuelo hasta ocupar la soledad de la cumbre? o bien ¿cuál es la idea entre las que iluminan nuestro horizonte como estrellas temblorosas y pálidas, la que ha de transfigurarse en el credo que caliente y alumbre como el astro del día- de cuál cerebro entre los de los hacedores de obras buenas ha de surgir la obra genial?

De todas las rutas hemos visto volver los peregrinos asegurándonos que sólo han hallado ante su paso el desierto y la sombra. ¿Cuál será, pues, el rumbo de tu nave? ¿Adonde está la ruta nueva? ¿De qué nos hablarás, revelador, para que nosotros encontremos en tu palabra la vibración que enciende la fe, y la virtud que triunfa de la indiferencia, y el calor que funde el hastío?

Cuando la impresión de las ideas o de las cosas actuales, inclina mi alma a la abominación o la tristeza, tú te presentas a mis ojos como un airado y sublime vengador.- En tu diestra resplandecerá la espada del arcángel. El fuego purificador descenderá de tu mente. Tendrás el símbolo de tu alma en la nube que a un tiempo llora y fulmina. El yambo que flagela y la elegía constelada de lágrimas hallarán en tu pensamiento el lecho sombrío de su unión.

Te imagino otras veces como un apóstol dulce y afectuoso. En tu acento evangélico resonará la nota de amor, la nota de esperanza. Sobre tu frente brillarán las tintas del iris.- Asistiremos, guiados por la estrella de Betlem de tu palabra, a la aurora nueva, al renacer del Ideal -del perdido Ideal que en vano buscamos, viajadores sin rumbo, en las profundidades de la noche glacial por donde vamos, y que reaparecerá por tí, para llamar las almas, hoy ateridas y dispersas, a la vida del amor, de la paz, de la concordia. Y se aquietarán bajo tus pies, las olas de nuestras tempestades, como si un óleo divino se extendiese sobre sus espumas. Y tu palabra resonará en nuestro espíritu como el tañir de la campana de Pascua al oído del doctor inclinado sobre la copa de veneno.

Yo no tengo de tí sino una imagen vaga y misteriosa, como aquellas con que el alma empeñada en rasgar el velo estrellado del misterio, puede representarse, en sus éxtasis, el esplendor de lo Divino. -Pero sé que vendrás; y de tal modo como el sublime maldecidor de las "Blasfemias" anatematiza e injuria al nunciador de la futura fe, antes de que él haya aparecido sobre la tierra, yo te amo y te bendigo, profeta que anhelamos, sin que el bálsamo reparador de tu palabra haya descendido sobre nuestro corazón.

El vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva. -Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros, ni un abandono y una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y blanda almohada; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La duda es en nosotros un ansioso esperar; una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia... Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y obscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido.

En medio de su soledad, nuestras almas se sienten dóciles, se sienten dispuestas a ser guiadas; y cuando dejamos pasar sin séquito al maestro que nos ha dirigido su exhortación sin que ella moviese una onda obediente en nuestro espíritu, es para luego preguntarnos en vano, con Bourget: "¿Quién ha de pronunciar la palabra de porvenir y de fecundo trabajo que necesitamos para dar comienzo a nuestra obra? ¿quién nos devolverá la divina virtud de la alegría en el esfuerzo y de la esperanza en la lucha?".

Pero sólo contesta el eco triste a nuestra voz... Nuestra actitud es como la del viajero abandonado que pone a cada instante el oído en el suelo del desierto por si el rumor de los que han de venir le trae un rayo de esperanza. Nuestro corazón y nuestro pensamiento están llenos de ansiosa incertidumbre... Revelador! revelador! la hora ha llegado!... El sol que muere ilumina en todas las frentes la misma estéril palidez, descubre en el fondo de todas las pupilas la misma extraña inquietud; el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucear de un mismo anhelo infinito, y esta es la hora en que "la caravana de la decadencia" se detiene, angustiosa y fatigada, en la confusa profundidad del horizonte...»161.