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ArribaAbajo- V -

El abandono del marqués fue para Hortensia como un mazazo en pleno espíritu. Durante un mes vivió aplastada, embrutecida, sin darse cuenta cabal de su desventura. Al llegar la hora de sus entrevistas con Pedrañera, se encaminaba al cenador, de puntillas, dando atrás el rostro, procurando no hacer crujir la arena, guardando precauciones iguales a las de aquel, para siempre desvanecido entonces.

Caída contra el banco de césped, que sirviera de almohadón a su rendimiento, contaba los segundos; valíase para ello del tic-tac de su corazón. Poco a poco su cabeza iba desmayando en el pecho, la luz se apagaba en sus ojos, la esperanza en su espíritu. Dos lágrimas, cuajando entre los párpados, se tendían, sobre ellos, para transparentar la contracción dolorosa de las pupilas. Después se recogían, oscilaban en el pestañal y caían de golpe.

Otras dos lágrimas cuajaban lentamente en el espacio que las caídas dejaron libre.

En presencia de sus padres y hermanos, Hortensia permanecía abstraída, sin proferir frase, con pretexto de lectura o de labores. Temía que la delataran sus ojos, que la denunciara su palidez, que la verdad brotase impulsivamente por su boca, en borbotones de palabras.

Las noches eran de crueles insomnios, de visiones que se abocetaban en la obscuridad de su alcoba, con desdibujos espectrales.

Ya surgía en un ángulo, encogiendo los hombros, mofándose de su credulidad, la figura de Pedrañera, con sus claros ojos y su bigote borgoñón. Tendía ella los brazos en ademán de retenerle, y Pedrañera se eclipsaba, dejando tras su sombra el eco de una burlona risa. Otras veces era el hijo por nacer quien se la aparecía; pero no pequeño, sonrosado, gentil, con trazas de ángel, sino monstruoso, enorme, enderezando hacia la madre sus brazos amenazadores, engarfiando en ella sus uñas y arrastrándola al borde de un abismo, en cuyo fondo hormigueaba una multitud rencorosa, aguardando su caída para cebarse en ella. En otros momentos, eran sus hermanos, sus padres, quienes avanzaban a su encuentro, execrándola, maldiciéndola, pidiéndole cuentas de su culpa, condenándola sin apelación al abandono y a la infamia.

Y la condenarían en la realidad como en visión la condenaban. ¡Pobre de ella si su falta llegaba a descubrirse!... ¿Cómo evitarlo? ¿A quién acudir en demanda de apoyo?

¿A su familia? Fuera adelantar el castigo. ¿A sus amistades? Fuera anticipar los desprecios y las repulsas. Estaba sola, ¡sola! Entregada a sí misma. Quien debió protejerla había huido; el protector convirtióse en verdugo. ¡Infame!... Y el hijo del infame seguía golpeando en el vientre de la hembra abandonada, tomando carne y vida, disponiéndose a venir al mundo.

Pensando así Hortensia sentía apoderarse de su alma un espanto invencible, que traía aparejado un odio, invencible también, a la criatura en formación. ¡Ah si pudiera hacerla desaparecer! Pero ¿cómo? Estaba bien cogida a la entraña. Disimular hasta que el momento llegase, era el recurso único de Hortensia. Cuando el momento llegase ya resolvería. ¡Hasta entonces!... Menos mal que su hermana Concha estaba ausente en un viaje por el extranjero, del que tardaría en volver; menos mal que los ojos de su madre, casi del todo ciegos, compliceaban el engaño. Los hombres... Con ellos no es difícil el disimulo. ¡Ay si ella tuviera a quién dirigirse, a quién volverse en demanda de caridad y auxilio!...

A nadie tenía. Buena prueba de ello alcanzó una tarde en que, obligada por los suyos, hubo de salir a paseo. Acompañabanla sus padres, doña Jesusa y el hermano mayor.

Llegados al Retiro, tomaron padres y hermano asiento en un banco inmediato a una plazoleta.

Hacia la plazoleta se encaminó Hortensia, acompañada de doña Jesusa, y por la plazoleta vio desembocar a una señora que correteaba tras un chicuelo de dos años.

El chiquillo tropezó con las faldas de Hortensia y dio con su cuerpecito en el suelo. Alzóle Hortensia, llegó a ella la madre del rapaz en actitud de gracias, y al enfrontarse, al reconocerse, las dos mujeres exclamaron:

-¡Julia!

-¡Hortensia!

¡Fue irreflexivo impulso en las antiguas condiscípulas del Sagrado Corazón de Jesús. Con el recuerdo de su niñez relampagueándoles en los ojos y en la sonrisa, cayeron la una en brazos de la otra.

Doña Jesusa, con el asombro pintado en su fisonomía imbécil, retrocedió hasta el banco donde asentaba la familia.

-¡Hortensia... Hortensia!... -murmuró

-¿Qué? -preguntó Francisco.

Véanla ustedes. Está allí. Abrazada con doña Julia... Vamos, con aquella Julita...

A un tiempo se pusieron en pie los dos hombres y la madre de Hortensia. Don Antonio, avanzando hasta el grupo que formaban Julia y Hortensia, gritó a ésta con voz dura:

-¡Hortensia! ¡Pronto!... Ven aquí. Ese no es tu sitio.

-Sí, ve, ve -exclamó Julia-. Y gracias por este momento de sincera amistad. Ve con los que ni olvidan, ni perdonan, ni entienden.

Y cogiendo en brazos a su hijo, le alzó en alto y le hizo ondear en el aire, como una bandera de amor.

-¿Has olvidado -decía entretanto a su hija don Antonio, con asentimiento de los demás-, has olvidado que esas mujeres no deben ser tratadas, ni aun miradas por la gente de honor? Eso está fuera de la sociedad; eso no merece más que desdén y afrenta. A quienes hacen lo que Julia, se las vuelve la espalda y se las deja pasar de largo. Maldita ella y cuantas como ella proceden.

No era en aquellos padres, en aquellos hermanos, en aquella sociedad suya en los que hallaría Hortensia acogimiento y, compasión. Estaba sola. Perdida para todos y para todo.

Y la joven, dejándose caer en el diván que decoraba su antealcoba, rompió a llorar y apretó con rabia los puños en el hueco de sus caderas.




ArribaAbajo- VI -

Por su cuenta faltaban dos meses para que el suceso arribara; y, sin embargo, aquella noche, a poco de acostarse, sobre la una de la madrugada, experimentó Hortensia un extraño desasosiego, una convulsión en todo su organismo a la que siguieron sordos y espaciados dolores.

¿Sería...? Pero ¿cómo tan pronto? Ella pensaba en resolver, en determinar alguna cosa que salvara el conflicto. Sólo que había imaginado disponer de más tiempo. Si ello ocurría ahora, el conflicto resultaba más grave. ¡No, no era posible!... No podía haberse equivocado a tal punto.

¿Posible? Cierto era. La criatura se adelantaba en dos meses al tiempo natural. Las presiones, fajamientos y artes empleados por Hortensia para disimular su falta, aceleraban el advenimiento del infante. No como en claustro, como en cárcel vivió éste; sentía que le trataban mal, que no era amado en su nido de carne y se daba prisa a dejarlo, a buscar espacios nuevos donde vivir más querido y más libre.

Para conseguirlo desgarró la entraña maternal. Hortensia ahogó entre sus dientes un grito que se le encaramaba por la garganta arriba. El miedo la hizo fuerte; el terror, heroica. Aferrándose con las manos convulsas a los barrotes de la cama; mordiendo las sábanas para amordazar ayes; contrayendo fieramente los músculos para avivar el lanzamiento; a obscuras, sin ruido, buceando con los ojos la sombra, en criminal que realiza un atentado, no en madre que cumple un ministerio augusto, esperó el último dolor, el desgarramiento postrero.

Este advino con un crujimiento bárbaro de los huesos, con un brutal empujón de la entraña. El instinto obligó a la hembra a desprender de su carne al hijo, a darle cédula de criatura libre. Algo rodó sobre la cama. La mujer recoleta, inmóvil, puso hacia fuera la atención. Allí estaban sus enemigos; los que serían sus verdugos a descubrirse el hecho. Nada oyó; un gran silencio venía de los interiores de la casa; en el jardín cimbreaban, a impulsos del viento, las ramas de los árboles; la luna cabeceó por entre dos nubes. El tallo de un rosal trepador golpeaba contra la vidriera de la alcoba.

Súbito, un quejido tenue apenas perceptible, rompió el silencio de la noche. Era la criatura saludando a la vida. El quejido aquél, acentuándose gradualmente, se convirtió en sollozo. El chiquillo rompió a llorar.

Hortensia, al oír este llanto, saltó sobre la cama, trémula, dominada por el espanto. No tuvo en aquel segundo más que un pensamiento: hacer que el niño enmudeciera. ¿Cómo? De cualquier modo.

-¡Qué no llore! ¡Qué no llore más! ¡Qué no le escuchen!

Esta era la idea fija, incrustada a golpe de miedo en el cerebro de la madre; para lograrlo comprimió con mano nerviosa, terrible en el minuto aquel, la boca del recién nacido. Este procuró defenderse llorando con más fuerza. Hortensia, temiendo que oyeran sus padres el llanto, que éste la denunciara, apretó con la mano que le restaba libre la garganta del pequeñuelo. Fiebre y terror la enloquecían a la vez. Apretó, apretó con furia, con rabia, con frenesí de tigre que desgarra su presa. Sus uñas penetraban en la carne infantil, agujereándola, rompiéndola.

De pronto el niño cesó de llorar. Un rayo de luna que penetraba por el cristal de la ventana y caía sobre el infantito como una plegaria de nieve, se lo mostró a la madre.

La asfixia le había ennegrecido el rostro. Sus ojos protestaban desde unas pupilas desmesuradamente dilatadas, de aquella muerte que le sorprendía al nacer; sus labios se plegaban hacia los extremos de la boca, salpicados por una sanguinolenta espuma. Dos lágrimas -toda su vida- surcaron sus mejillas para caer como acerbo reproche sobre las manos de su madre.

Hortensia no se dio cuenta de estas lágrimas. Vio sólo que su falta se trocaba en delito, y, como procurara ocultar la primera, procuró borrar el segundo.

Ciñó al cuerpo una bata, envolvióse con un amplio mantón, ocultó bajo el mantón al muerto y, con paso febril, cauto e irregular, atravesó un pasillo. Cruzó la alcoba-dormitorio de doña Jesusa, abrió bruscamente la puerta de cristales que guiaba al jardín y echó a andar por éste, huyendo los rayos de la luna, deslizándose por un paseo embovedado con árboles, de hoja perenne.

Así, con marcha espectral, con vaguedades de fantasma, llegó hasta el cenador donde fue el hijo concebido. En un segundo de cruel desfallecimiento dejóse caer la hembra en el banco de césped donde se adueñaron de su virginidad los brazos del varón. Pronto se repuso; la fiebre y el miedo la empujaban. Casi a la carrera salvó el espacio que hasta la verja conducía. Descorrió el cerrojo, dio vuelta a la llave y se plantó en la calle desierta. No muy lejos, al volver de la esquina próxima, había un descampado, y a su fondo un muladar, un estercolero. Allí arrojaría su carga. Después... Después estaba libre. Nadie sabría de su culpa: ni sus padres, ni el mundo.

No fue marcha, fue carrera ciega la suya. El mantón flotábale sobre los hombros, abriéndose en dos anchos pliegues. Tomáraselos por dos enormes alas negras que iban y venían azotando el cuerpecillo del infantito muerto.

Dos guardias y el sereno, que platicaban en la esquina, al distinguir aquel bulto que a saltos locos la doblaba, avanzaron hacia él. Hortensia quiso huir, ocultar su carga. Fue inútil. Los aprehensores la obligaron a detenerse; el niño muerto pasó a sus manos desde los brazos de la madre, y ésta, lanzando un grito, cayó desmayada, de bruces, contra las piedras de la calle.

El pelo de oro, deshecho por el frenesí de la carrera, se extendía sobre la mujer, envolviéndola, ensudariándola...




ArribaAbajo- VII -

Restablecida de una fiebre que la tuvo en trance de morir, pasó Hortensia a la cárcel.

En ella aguardó, abandonada totalmente de su familia y de su mundo, la hora del juicio de los hombres.

Los Méndez-Urda renegaban en absoluto del vástago podrido que trajo la deshonra a su hogar. La compasión de una parienta que sin visitarla, está claro, fue menos cruel, atendía los gastos materiales de Hortensia. Su hermano menor fue un día, un solo día, para preguntarle el nombre del amante, del burlador de su honra. Al menos se cobraría en él. Hortensia calló.

¿A qué denunciar a Pedrañera? Repugnábale manifestar que se había entregado a un hombre tan vil. Además, ¿qué importaba el hombre?

Una sola visita recibió, para consuelo de su espíritu: Julia, su antigua compañera en el Sagrado Corazón de Jesús.

-¡Pobre! ¡Pobre! -exclamaba Julia acariciando fraternalmente a Hortensia-. ¡Desventurada niña! Todos los prejuicios del mundo, todas las losas del ambiente pesaron sobre ti. No tuviste valor para sustraerte a ellos, y te aplastaron sin piedad. Ánimo; todavía hay en ti juventud para sostener la lucha con la vida, bondad para dignificar la tuya con un noble arrepentimiento. ¡Ánimo, pobre Hortensia! Cuenta conmigo. Ya hallaremos quien te defienda. Hasta entonces, firmeza. No pierdas la esperanza, y no pierdas tampoco la resignación.

La resignación no la perdía; lo que perdía era la esperanza de obtener gracia para un delito común de la tierra y en los interiores del cielo.

-Había sido mala, muy mala. Había asesinado a su hijo. Ni aun siquiera la detuvo el ejemplo de maternal amor que le ofrecían diariamente las bestezuelas del corralillo de su hotel, los pájaros que revoloteaban en los árboles del jardín.

¡Los pajarillos del jardín!...

A su memoria venía entonces, para torturar su conciencia, la imagen de un árbol que se alzaba en aquel jardín, frente a la ventana de la alcoba a que la joven, en su despertar de virgen, solía asomarse con la bata a medio cerrar sobre el pecho y la cabellera rubia abriéndose en haces de oro sobre la carne de su espalda.

En aquel árbol levantaron dos jilgueros un nido.

Las ramas inferiores del árbol alzábanse como un metro sobre la arena del jardín, al alcance de las manos de Hortensia.

Dueño de un lugar modestísimo, fabricado sobre tales ramas, con pajas, plumas y hojas secas, era el alado matrimonio. Hojas, pajas y plumas servían a las crías de lecho.

Los padres revoloteaban sobre Hortensia. El macho vestía traje pardo con festones amarillos y rojos.

Era muy galán. Tenía el vuelo señorial, el cántico amoroso y dulce.

La hembra, más recogida de figura, menos rica en los matices del plumaje, estaba casi siempre en el nido. El cuidado de los pequeñuelos absorbía sus horas.

Los hijos eran cuatro. Aún no habían soltado el plumón. Todo en ellos era pescuezo y boca. Los ojos brillaban con glotona codicia. Los picos estaban siempre abiertos. Los pescuezos se estiraban como si hechos de goma fueran.

Hortensia fue trabando poco a poco amistad con la voladora familia.

Al principio, cuando vieron a Hortensia acercarse a su domicilio, pasaron los inquilinos un mal rato.

Las crías piaban angustiosamente. Los padres echaron a volar. Luego dieron vueltas y más vueltas en torno a la joven, con los picos amenazantes y las garrillas en tensión. La tomaban por un enemigo, por un animalucho rapaz que iba a robarles su libertad y su existencia.

Hortensia les sacó de su error. Prendada de aquel grupo hechicero, quiso ganar sus simpatías.

Para lograrlas pasó un día y otro por cerca del árbol, cada vez por más cerca, haciéndose la indiferente, sin indicar propósito alguno de aproximación a las crías.

Recostada unas veces contra el banco de piedra puesto cerca del árbol, inclinada otras sobre su labor, miraba al espacio con distraídas pupilas o seguía el correr de la aguja por el tirante cañamazo.

Los padres de los jilguerillos, viendo que el animalote humano no se ocupaba de ellos, fueron tomando confianza.

Huían del árbol cuando llegaba Hortensia, pero cada hora más convencidos de que no quería hacerles mal, se acercaban al nido, pasaban revoloteando por cima de la joven, y se cernían, trinadores, sobre las temerosas crías.

Más brava la hembra, acabó por meterse noblemente en el nido. El macho se hizo firme, durante la primer semana, en los altos del árbol. Sólo al caer la noche se juntaba a su compañera.

Acabaron por ser los mejores amigos del mundo.

El macho daba a Hortensia los buenos días con sus trinos; la hembra la saludaba sacudiendo las alas; las crías piaban al mirarla llegar y engullían las migajas de pan con que ella solía atender su apetito insaciable.

Ocasiones hubo, durante las cuales el jilguero macho se posaba sobre los cabellos rubios de Hortensia o paseó triunfalmente por las flores y los realces del bordado que lucía en el bastidor.

La joven puso bajo la bandera de su protección a la familia jilgueril. ¡Pobre de quien la molestara!... ¡Ay del chiquillo que tubiera la mala ocurrencia de encaramarse por el árbol, de atentar a la estabilidad y salud del nido!...

Era muy curioso el vivir de los pájaros. Curioseándolo pasaba Hortensia largas horas. Encantábale aquella familia que se balanceaba sobre una rama, al borde del estanque.

Ahora, en las tristezas de su celda, en las negruras de su crimen, se le aparecían, revoloteando sobre su conciencia, como un remordimiento.

Para aquellos jilgueros del jardín, el universo estaba encerrado en ellos y en sus crías. Se amaban; los amaban. Buscaban el sustento común por matas y arbustos; cantaban junto al nido el himno de la paternidad y calentaban con su plumaje el sueño de los hijos.

Cumplieron a su tiempo las leyes del amor, persiguiéndose de árbol en árbol, de ráfaga en ráfaga de aire. Ahora cumplían las leyes de la paternidad sin regatear al cumplimiento nada.

Para formar su nido rebuscaron en la campiña los más preciosos materiales; para mullirlo, arrancaron plumas a sus pechos. Al nacer las crías, ni el padre las desconoció, ni la madre se apartó de ellas.

El macho cantaba cerca de la hembra para que ésta sobrellevara la crianza en arrullo; la hembra endulzaba con sus piares los desvelos y fatigas del macho.

Uno a otro se substituían en el nido para que no faltara a los huevos calor. Cuando éstos se abrieron, cuando los jilguerillos asomaron por entre la cáscara, como un rebujo de algodones, hacia ellos se inclinaron los padres juntos; juntos prorrumpieron también en triunfales gorjeos.

Después a cuidarlos, a que no faltara alimento a sus bocas, a sus cuerpos abrigo. Durante el día a buscar, a conquistar la existencia de todos. Al llegar la noche a posarse en el nido, a volverse edredón sobre los pequeñuelos, a que los pequeñuelos durmieran mientras los padres no más entredormían, atentos al más leve rumor, prevenidos a la más remota asechanza.

Este fue el ejemplo que Hortensia, virgen aún, aprendió de aquella madre, para cuando la maternidad golpeara contra su vientre de mujer.

Este fue el ejemplo. Y, cuando la maternidad se hizo sobre un lecho carne viva de hijo, ¿cómo procedió?, ¿cómo respondió al ejemplo, al mandato, que por acciones de dos pajarillos le daba la naturaleza?

¡Cómo procedió! ¡Asesinando al hijo! ¡Estrangulándolo con dedos vueltos y garras! Corriendo a tirarlo después de estrangulado, como si fuera una carroña, en un muladar.

Ni para esto fue noble; y eso que aun para esto le dieron ejemplo los pájaros también.

Lo recordaba; como presente lo veía.

Uno de los jilguerillos murió.

Los padres aleteaban al borde del nido, sin entrar en él, contemplando con ojuelos tristes el cadáver minúsculo, acariciándolo con sus picos.

Al fin lo cogieron entre los dos picos, dulcemente, cuidadosamente, apenas tocándole; lo empujaron sobre la rama, y el pajarillo cayó como en una tumba de cristal, en las aguas del estanque, que se abrieron para recogerlo.

La madre, acurrucada sobre el nido, piaba con angustia...

Al evocar esta imagen de dolor y amor maternal, Hortensia, llorando sin ayes y sin voces, se dejaba caer de rodillas sobre las losas de la celda; extendía los brazos en dirección de la techumbre y pronunciaba esta palabra única:

-¡Perdón!

¿A quién se lo pedía?

A la criaturilla muerta que flotaba por la atmósfera de la celda, no acardenalada, no con los ojos de par en par abiertos, no con sanguinolentas espumas en la comisura de los labios sonrientes, llena de vida, posando sus manitas de ángel sobre la cabeza de la madre en señal de misericordia.




Arriba- VIII -

La multitud invadía «la Sala». Como cuña a mano era menester introducirse en el público para ganar las primeras filas. Los asientos de preferencia estaban ocupados por gente de buen tono. Al fin y a la postre no era en carne vulgar en la que iba a recaer sentencia.

La luz del sol, cernida por las sucias vidrieras, penetraba en «la Sala» hecha polvo gris. Este polvo formaba niebla en el espacio. Una gran tristeza bajaba con la niebla de la artesonada techumbre.

Al fondo, sobre el estrado, asentaban los jueces. Un Cristo de metal fijo en el centro de la mesa daba espalda a los juzgadores, encarándose con el banquillo, donde una mujer de cabellos rubios y ojos azules, enmatecidos por la pena contemplaba a la imagen, con la barba en el puño y el codo sobre las rodillas.

Aquella mujer era Hortensia. Su defensor la animó con una sonrisa de esperanza. Otra sonrisa fue también recogida por los ojos de la infeliz: la sonrisa de Julia. Hortensia bebió aquellas dos sonrisas como bebería dos gotas de agua un agonizante de sed.

En torno a los jueces tomaron asiento los jurados. Un murmullo sordo circulaba por la estancia sombría. El murmullo cesó al comenzar el interrogatorio del presidente a la acusada.

Ésta se puso en pie; su rostro, pálido y convulso, reflejaba la angustia; su pecho se alzaba y se deprimía con violencia; dio algunos pasos, y extendiendo las manos en dirección del Cristo, exclamó con acento donde temblaba el llanto y se estremecía el sollozo:

-¡Tuve miedo!... ¡Miedo del mundo, de mis hermanos, de mis padres!... ¡Estaba loca de miedo! ¡Ahora no sé nada! Sólo una cosa sé: ¡que he matado a mi hijo y que quiero morir!

Un grito ronco brotó por su garganta, y tambaleándose, oscilando pesadamente, cayó sobre el banquillo. Oculto entre las manos quedó el rostro, por los dedos resbalaban las lágrimas irisándose a los reflejos de la luz.

El fiscal examinó los hechos con rigidez escrupulosa; ateniéndose a ellos y al Código reclamó la pena consiguiente, y sin ensañarse con la culpable terminó su oración, fría y seca como los párrafos de un texto legal.

Tocó su vez al defensor. Era este un mozo joven, de frente espaciosa, ojos firmes y ademanes resueltos.

-Yo -dijo, luego de rebatir con breves frases los argumentos del fiscal- no voy a hablaros, señores jurados, de la ley escrita. Según ella, acaso y sin acaso hallaréis en mi defendida culpabilidad suficiente para un fallo condenatorio. Es a vuestra conciencia a quien recurro en tribunal de apelación; haced de vuestra conciencia Código, y de acuerdo con ella, juzgad, después de oírme, a la mujer que llora enfrente de vosotros.

»Esta mujer ha dado muerte a su hijo. El hecho es indudable. Ni ella lo niega, ni yo he de negarlo tampoco. ¡Una madre que mata a su hijo!... ¡Qué horrible! ¿Verdad?.. Parece imposible que tales horrores sucedan. Sin embargo, ahí está uno de ellos palpable, vivo, representado por esa mujer, por esa joven, hasta su culpa, modelo de virtudes; hoy, ejemplo para vosotros, con sus lágrimas y con sus frases últimas, de arrepentimiento hondo y de desventura incurable.

»Ahí está. Y yo me pregunto y os pregunto: ¿Es posible que la naturaleza yerre hasta convertir el más santo de los amores en el más cruel de los odios? ¿Puede el más perfecto y mejor organizado de los seres incurrir por su propio influjo y con no interrumpida frecuencia en crueldades ajenas a seres de más ínfima representación? La mujer, que fue siempre la imagen más acabada de la bondad y de la dulzura, la más completa encarnación de la maternidad, ¿puede, sin causas externas que la obliguen y que la empujen, contrariar esa su más alta significación y ese su más arraigado y noble afecto? ¿Cabe pensar que la mujer sea la menos madre de todas las madres?

»No; no es posible. Suponerlo valdría tanto como negar el perfeccionamiento ascendente de los seres; tanto como decir que el hombre, el organismo más remiso en su desarrollo, el que más atenciones y mayores cuidados precisa, es el más expuesto a no ser atendido por la ternura maternal. Esto es absurdo; esto no puede ser. La madre humana, por sí propia, por su esencia material y moral, es la más amante, la mejor de todas las madres. Si delinque, si atenta a la vida del hijo, hay que buscar los orígenes de su proceder en causas a su naturaleza ajenas; causas que, influyendo sobre esa naturaleza por modo invencible, llegan a modificarla, ápervertirla, a endurecerla, transformando el cariño en odio, la ternura en miedo, el amor, que vivifica y salva, en vergüenza que estrangula y destruye.

»Esas causas existen. Son producto de una organización social raquítica, antinómica, defectuosa, llena de contradicciones y anacronismos; organización aún rudimentaria, que se juzga perfecta en sus leyes, que olvida las imposiciones de la naturaleza y -por olvidarlas- crea conflictos y provoca crímenes de los cuales hace responsable al individuo, mientras ella colectivamente se exculpa.

»Ahí tenéis a esa mujer acusada de un horrible delito. Esa mujer ha nacido y se ha desarrollado en una atmósfera artificial, falsa, que vosotros, nosotros, todos creamos en nuestra ignorancia, en nuestro mal entendido concepto del deber y de la honra. Esa mujer ha oído repetir una vez y otra y otra a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a la sociedad entera, que cuando la hembra se da a un varón, sin cumplir tales o cuales requisitos, está deshonrada; que lo reputado en la mujer casada como santo y glorioso, es afrentoso e imperdonable en la mujer soltera; como si el matrimonio, ese matrimonio que los hombres instituyeron, fuese una consecuencia humana y no un accidente social, Esa mujer amó a un hombre, y llegado un momento, una circunstancia, un impulso que las leyes sociales no pueden impedir, se entregó a él, obedeciendo a exigencias de su organismo, a mandatos de la naturaleza, porque la mujer ha nacido para ser madre y no para ser virgen.

»Aquel hombre la abandonó sin dar importancia a su abandono. Estos abandonos se estiman hecho natural y corriente. Apenas exigís responsabilidades al hombre que abandona; en cambio, seguís arrojando sobre la mujer abandonada vuestras preocupaciones, vuestros odios y vuestros estigmas.

»La mujer abandonada tuvo vergüenza, miedo; vió la social censura caer a plomo sobre su fama; comprendió que según prejuicios, la humanidad gestante en su vientre era un padrón, de futura ignominia; temió a sus padres, temió al mundo, y cuando su hijo vino, impulsada por ese temor, asesinó a su hijo, creyendo que desaparecido el hijo, el testigo, el vocero de su ignominia, recobraba la honra, esa honra que la sociedad exige a las mujeres solteras para cedularlas de respetables.

»Sé que alguien me respondería: «Esa mujer lo pudo arrostrar todo por su hijo.» Verdad. Sólo que para sufrir el escarnio, la afrenta, el latigazo en el alma, mil veces más doloroso que en el cuerpo, precisa heroísmo de mártir o fortaleza de rebelde. Los mártires y los rebeldes son excepciones humanas. No abundan encima de la tierra.

»Esta mujer cometió un delito. Es cierto; no cabe negarlo. Pero hay que estudiar los móviles que la impulsaron al delito. Recordad sus palabras últimas, las que ha pronunciado ante vosotros: «Tuve miedo.» ¿De quién? De la sociedad, que escarnece y ultraja a la mujer que se entrega por amor libremente, como si el amor no fuese un afecto que está por encima de todas, absolutamente de todas las leyes sociales y legales.

»El delito que esta mujer ha cometido es grande. Urge evitar que otros de índole semejantes ocurran. Para ello es preciso que vosotros, entidades sociales, hombres serios, jueces sabios, muchedumbres curiosas, no abofeteéis con vuestro desprecio a la mujer caída; que le tendáis la mano; que amparéis su desdicha; que si esto no basta, modifiquéis vuestras leyes por impotentes y por defectuosas; que cuando una mujer o enseñe a su hijo no preguntéis cómo le tuvo y que, ajenos a toda ofensa, respetando a la madre porque es madre y. sólo porque es madre, os inclinéis ante su paso en reverencia.

»Si no hacéis, si no hacemos esto, serán muchas las madres que maten a sus hijos. Habrá que conducirlas a presencia del juez. Habrá también que castigarlas.

»Pero, obrando en justicia, sería justamente preciso coger por el cuello a la sociedad toda entera y sentarla de golpe en el banquillo de los acusados.

»Ahora, juzgad y sentenciad.»

Murmullos en que se mezclaban admiración y asombro acogieron el discurso del defensor de Hortensia.

Ésta continuaba llorando. De su cabeza, hundida entre las manos temblorosas, sólo quedaba al descubierto la cabellera rubia; en ella se reflejaba con áureos cambiantes la luz cernida por los vidrios.

Acaso bajo aquellos oros, el pensamiento de la infanticida se encaminaba hacia un futuro en el cual, libre de temores y de prejuicios, arrepentida y fuerte, podría mostrarse a los ojos del mundo, ó por lo menos a los ojos de Dios, como una buena madre de hijos.