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Informe presentado al Congreso penitenciario internacional de San Petersburgo

Segunda sección.-Cuestión sexta


¿Puede admitirse que ciertos criminales o delincuentes se consideren como incorregibles? Y en caso afirmativo, ¿qué medios podrían emplearse para proteger a la sociedad contra esta clase de penados?

Esta cuestión, como todas las graves, es muy compleja, y desde luego aparecen, entre otras, las siguientes:

1.ª ¿Qué se entiende por incorregible?

2.ª ¿Es lo mismo incorregible que no corregido?

3.ª ¿Qué, regla hay para declarar incorregible a un penado?

4.ª ¿Existe alguna relación entre la índole de la infracción legal y el hecho de que una misma persona la repita muchas veces?

5.ª ¿Hay incorregibles? ¿Son un peligro social?

6.ª ¿Hay complicidad social en la reincidencia?

7.ª ¿Qué debe hacerse con los incorregibles?


Primera parte


I. ¿Qué se entiende por incorregible?

La pregunta acaso parezca ociosa, porque todo el mundo sabe que incorregible es el que no se corrige; pero esta ciencia de todo el mundo deja a veces bastante que desear en la práctica, y cuando se trata de aquilatarla, como es preciso, para que se convierta en regla severa e inflexible, en ley penal, en esa ley que hace la dolorosa transformación del hombre en penado.

¿Qué es corregir? Acercarse a la perfección. Respecto al que de ella está muy distante, como acontece al delincuente, no se presenta al ánimo la idea de proximidad, sino de menor alejamiento; pero este modo de considerar la cosa no influye en su esencia, y corregir un manuscrito o un impreso, lo mismo que corregir un hombre, no es, en realidad, sino tratar de perfeccionarle.

Nótase una diferencia que parece esencial, pero no lo es, según que el problema se plantea en la esfera intelectual o en la moral, y más aún en la legal. La obra científica o artística puede tener, y de hecho tiene, defectos que corregir, aunque sea grande y bella; pero el hombre que está sobre cierto nivel moral se comprende que pueda perfeccionarse, pero no se dice que debe corregirse. La idea de corregir no se aplica sino al que está por debajo de cierto nivel moral establecido; mas como este nivel varía, lo perfectible pasa muchas veces a ser corregible, o viceversa, según los tiempos y lugares, lo cual no podría suceder si fueran esencialmente distintos.

La corrección forma una escala: en lo más bajo, como si dijéramos, en el cero, lo incorregible; en lo más alto, lo perfecto; cosas entrambas que no tienen existencia más que ideal, porque realmente no se concibe una persona que no pueda ser mejor, ni otra, si está en su cabal juicio, que no sea susceptible de mejorar en ningún sentido, aunque sea muy poco. Así, pues, la corrección no es algo absoluto sin condiciones ni grados; de modo que, o no existe, o es completa, sino que, por el contrario, tiene mucho de relativo y de graduado.

La conciencia pública establece un nivel moral, y, conforme dejamos indicado, al que sobre él avanza en el camino del bien dice que se perfecciona, no se corrige; este nivel es el mínimum de honradez exigible moralmente; de modo que la corrección es obligatoria, la perfección o el aproximarse a ella, no; al que está por debajo del nivel establecido se le califica de inmoral, y si persiste, de incorregible. El nivel legal está aún más bajo que el moral; hombres inmorales en alto grado no necesitan corregirse legalmente, porque no han infringido las leyes, y puede suceder, y sucede, que ante la ley penal aparezca corregido un hombre moralmente incorregible. Ya se trate de la corrección moral o de la legal, cualquiera que observe, y aun sin observar, se oye que un sujeto se ha corregido algo, otro bastante, y alguno completamente.

La corrección no varía de índole porque se realice en libertad o en cautiverio, y sea calificada por un juez, por un maestro o por la opinión pública; y puesto que es relativa y puede ser graduada, cuando se declaran legalmente incorregibles miles de hombres en masa compacta y homogénea, hay derecho para preguntar al legislador: ¿Qué es incorregible?, y para dudar si lo sabe.




II. ¿Es lo mismo «incorregible» que «no corregido»?

Un hombre, un joven, un niño, infringen una ley; la infracción no tiene carácter grave ni arguye perversidad; no obstante, al niño, al joven o al hombre, como medida preventiva, se les sujeta a un sufrimiento tan duro como la privación de libertad, se les encierra entre perversos, y al cabo de algún tiempo, tal vez de mucho, se les impone una pena que varía en la duración, en el nombre, acaso en la forma, pero que en la esencia, respecto a la mayor parte de los pueblos, viene a ser la misma, y, moralmente considerada, se reduce a desmoralizar al penado haciéndole peor de lo que era.

Consecuencia de la primera pena: alejar al penado de la perfección más que le había alejado la primera falta. Para empujarle a cometer la segunda, viene la tentación que le impulsó a la anterior; el recuerdo de no haberla resistido; la mala idea confusa o clara que de sí ha formado; la que tienen los demás que lo han retirado su aprecio, y las lecciones depravadoras que recibió en la prisión. Si las circunstancias exteriores no le favorecen mucho o no hay en su interior una energía rara, vuelve a caer.

Al segundo delito, segunda pena depravadora como la primera, y más, porque la semilla ponzoñosa halla mejor preparado el campo para germinar; consecuencia de la segunda pena: alejar al penado de la perfección aún más que lo estaba cuando extinguió la primera.

Vuelve a infringir la ley la tercera vez, la cuarta, la quinta, etc., y cada nueva caída lo deja más predispuesto a volver a caer. Va hundiéndose en el abismo penal; la ley le empuja para que baje más, y cuando ha descendido a un nivel que ella marca, lo declara incorregible. ¿Desde cuándo lo es? ¿Desde la primera vez que faltó? No. ¿Desde la segunda? Tampoco. La ley no declara incorregibles sino a los que la han infringido muchas veces; es decir, a los que ella ha contribuido a desmoralizar eficaz y directamente durante mucho tiempo. La ley los ve en el camino de la perdición, auxilia su marcha, señala las diferentes etapas, y cuando llegan a la última abre la terrible puerta, que, como la del infierno, no deja paso a la esperanza. Allí dentro está el incorregible, más bien que persona, cosa que inspira horror o desprecio, y la idea de que lo aparten, le alejen como objeto repulsivo. No obstante, aquel ser que la ley, y la sociedad con ella, declaran perdido, en descomposición moral tan absoluta que se desespera de vivificarle; aquel cadáver social, como el encerrado en el sepulcro de Arcadia, puede decir desde su prisión a los que gozan libertad: «Yo también fui hombre.» Y lo fue, y a veces durante treinta o cuarenta años, hombre honrado, que trabajaba para vivir, y vivía para trabajar, con derecho al aire, a la luz, al movimiento, al aprecio de los que no desprecian a los pobres y a que la ley penal no interviniera en su suerte. Un día tropezó en el camino, que era áspero, y cayó. ¿Quién sabe cómo? Ni él mismo: después volvió a caer otra vez, y otra, hasta que fue declarado incorregible. O acaso no ha caído; lo que hay es que no ha podido levantarse del abismo moral donde vino al mundo, rodeado de toda clase de miserias, abatido por toda clase de debilidades, y la primera mano fuerte que se extendió sobre él fue la del hombre armado, que en nombre de la ley lo dijo: «Estás preso.»

No siempre pasan así las cosas, pero las más veces suceden de una manera análoga; los que tienen fortuna y valimiento, si son malos y no se, corrigen, son incorregibles morales, viven en libertad y la aprovechan para hacerse perversos; engañan a mujeres y a hombres, deshonran familias y las arruinan, pero sin faltar a la ley; los incorregibles legales son pobres, groseros, que no tienen medio de disfrazarse de personas honradas, ni arte para burlarse de la ley. ¿Cómo sabe ésta que no son susceptibles de corrección, cuando, lejos de hacer nada para corregirlos, ha hecho mucho para depravarlos?

El charlatán que se dice médico y da al enfermo pócimas envenenadas que necesariamente han de hacerle daño, si no lo cura, ¿tiene razón para declararle incurable? Ni más ni menos que la sociedad y la ley que declaran incorregible al que no se ha corregido en las condiciones en que le han puesto, las más a propósito para que no se corrigiese.

De los declarados legalmente incorregibles, ¿cuántos podrán corregirse? ¡Quién lo sabe! Lo que hay de cierto, es que miles de hombres están en camino de esa total perversión; que ese camino es el mismo por donde otros miles de hombres han llegado a ella; que la sociedad lo sabe, los ve; que puede detenerlos, a muchos al menos, y que los deja ir a todos por la vía fatal que conduce al más terrible de los cautiverios, y del cual no podrán ser redimidos; la ley pregunta: ¿Qué hago con estos hombres? La sociedad da contestaciones diferentes, a veces contradictorias, o se encoge de hombros con gesto y ademán que quieren decir: «Haz lo que quieras.»

Hágase lo que se haga, lo que no se puede pensar, pensando rectamente, en vista de lo que se ha hecho, es que son una misma cosa incorregibles y no corregidos.




III. ¿Qué regla hay para declarar incorregible a un penado?

Esta regla varía según tiempos y lugares, pero en la forma nada más; la esencia consiste en calificar de incorregible al que reincide cierto número de veces. La calificación no es siempre legal; a veces puede llamarse administrativa o moral, según la Administración toma ciertas medidas respecto a los reincidentes, o los empleados son con ellos más precavidos y severos. Supongamos que para la declaración de incorregible, el número de reincidencias se fije en cinco; ocurre preguntar: A la segunda, a la tercera, a la cuarta infracción, ¿podía corregirse? La ley no lo sabe; sólo parece tener seguridad, porque obra como si la tuviese, de que a la quinta no se corregirá. A veces hay un reincidente que lo ha sido muchas veces por delitos relativamente graves, sin que la ley le tenga por incorregible; pero comete una falta leve, tan leve que no tiene más pena que un día, de prisión, y esta falta determina la calificación de incorregible. Y si, en vez de las reincidencias que determina la ley, el penado ha delinquido veinte, treinta, cincuenta veces, este hombre, ¿qué será? Incorregible igualmente, porque no hay más allá; el cinco es el último grado de la escala legal o administrativa, y que la moral marque doce, o veinticuatro, o cuarenta y ocho, no es cosa apreciable en la práctica. De manera que no se sabe desde cuándo ni en qué grado un hombre es susceptible de corregirse, y por un método que sería bueno para medir el alcohol que tiene el vino, se da fallo tan grave como declarar la imposibilidad de que un hombre sea susceptible de modificarse en sentido del bien.

Se dirá tal vez que, sin negar la posibilidad de que se modifique algo, se sostiene la de que sea lo suficiente para llegar a la corrección legal; pero la afirmación, si se hace, será bastante temeraria, porque la enmienda, como la culpa, tiene sus grados, y nadie sabe lo que podrá recorrer el culpable y el arrepentido. Parece mucho más fácil señalar el penado incorregible que el inocente, que llegará a infringir la ley; pero hay aquí mayor facilidad aparente que real, y con mucha frecuencia el problema se dice simplificado porque se ha suprimido. Cuando la intoxicación penitenciaria y el desprecio o la hostilidad social han puesto al caído en la imposibilidad de levantarse, parece muy sencillo adivinar que no se levantará; a tantas caídas incorregible, como se dice: a tantos accesos de fiebre perniciosa, muerto. Debemos desconfiar mucho de las soluciones sencillas cuando se trata de problemas complejos; a veces se dan por resueltos cuando, como decíamos, se han suprimido, no de la realidad, pero sí de la ley, que puede marchar resueltamente y con paso firme por un camino errado.

El que no se califica de incorregible hasta el quinto delito, acaso lo era desde el cuarto, el segundo o el primero, y es susceptible de corrección el que delinquió seis, ocho o más veces. Nos equivocamos teniendo por honrado a un hombre que al poco tiempo infringe la ley por primera vez cometiendo un crimen atroz; nos equivocamos suponiendo corregido a un penado que reincide; y ¿no nos equivocaremos calificándole de incorregible cuando nada hemos hecho para corregirle, cuando hemos hecho mucho para que no se corrija? No se negará la posibilidad del error, pero se tendrá tal vez por muy remoto, y sobre todo por inevitable, porque la reincidencia es la única regla posible en la práctica, y cuando la necesidad impone una regla no puede invalidarse por las excepciones.

La práctica es a veces muy temible (para nosotros al menos), y la necesidad una diosa cruel que impone todo género de sacrificios; limitemos su imperio cuanto sea posible; no la supongamos donde no está; no la llamemos siempre justicia, ni la hagamos sinónimo de práctica. Primero, se dice, lo necesario es práctico; luego lo práctico es necesario; después lo fácil es práctico, y como se había dicho o pensado que lo necesario era justo, viene a confundirse muchas veces, de hecho, la facilidad con la justicia. Y no se diga que hacemos artificiales o artificiosas combinaciones de ideas por afición a la gimnasia intelectual, no; en la legislación penal y económica de todos los países, aun de los más adelantados, hay leyes que no se tendrían por justas si no fueran o parecieran fáciles.

El hombre moderno quiere aprovechar los instantes; tiene el vapor y la electricidad y el aire comprimido, y no sabemos cuántas cosas más, que le permiten comer y dormir andando, y trasladarse en pocas horas a grandes distancias, y saber y oír lo que pasa donde no está. ¡Qué de sacrificios pecuniarios para enterarse un día antes, y con sus puntos y comas, de lo que diga un monarca en la apertura de las Cámaras o un criminal en la Audiencia! Los hábitos de ganar minutos se van formando, y tienen que trascender más o menos a todas las esferas de la vida; los ingleses han dicho: El tiempo es dinero; y se nota a veces cierta tendencia en la sociedad a decir: El tiempo es justicia; bien será hacer notar que en materia jurídica no se puede anclar de prisa sin ser ligero, y que los prodigios de las ciencias y de las artes y de la industria, y la intrincada contextura económica actual, y lo que se llama progreso moderno, lejos de simplificar la justicia penal, la hacen mucho más complicada y difícil. El legislador y el juez, a quien estos problemas parecen muy sencillos, no los ven más que por un lado, y la justicia expedita cada vez puede merecer menos el nombre de justicia.

La aritmética aplicada a los reincidentes para calificarlos de incorregibles es cosa muy expedita, pero muy injusta; hay que investigar cómo y por qué reincidieron, y lo que se ha hecho para corregirlos; porque si no se hizo nada o se hizo mucho, como suele acontecer, para que reincidan, es absurdo e injusto afirmar que no son susceptibles de corregirse. Masas de miles de hombres muchas veces reincidentes se consideran como homogéneas para los efectos legales o administrativos, cuando la verdad es que no lo son, que no pueden serlo. Los que no van por el camino recto se separan de él desigualmente, y esto es necesario, porque desde el momento en que se apartan de la regla y pierden el punto de apoyo y la norma que les daba, entran a sustituirla los elementos individuales tan varios, las circunstancias tan diferentes, y las desviaciones difieren al infinito en calidad y cantidad. Hoy está en uso, y es útil, representar muchas cosas gráficamente; si pudiera hacerse lo mismo con la moralidad de los reincidentes, se verían, separándose de la recta, infinidad de líneas que nunca o rara vez coincidían, porque, aun a distancia igual, formaban ángulos y curvas desiguales. Por fuera es muy parecido un penado a otro; por dentro no hay nadie más diferente, y es inevitable que sea así: la salud del espíritu, como del cuerpo, es una y la misma; las enfermedades varían al infinito por su intensidad, clase y complicaciones. El observador superficial ve uniformidades de traje, de movimientos, de aspecto, de apatías, de cóleras; nota la falta de algo que aplastó la maza legal, y concluye que todos aquellos hombres son iguales próximamente, y que es razón y justicia sujetarlos a una regla idéntica. El observador que merece este nombre, el que profundiza y reflexiona, debajo de aparentes semejanzas ve muchas y grandes diferencias. ¿Hay nada tan variado como la culpa, el dolor y la desgracia?

La propensión a considerar a los penados como masa compacta se acentúa respecto a los reincidentes, y más aún cuando se califican de incorregibles; entonces casi se consideran como un conjunto de cosas. Insensiblemente se va simplificando, se va facilitando la obra del discurso primero, y la legal después, y de facilidad en facilidad se llega al error, que, puesto en práctica, da por resultado la injusticia.

Debe renunciarse a los expedientes y a las facilidades en un problema tan difícil como calificar a un extraviado de incorregible; hay que comprender que esa masa que parece compacta porque se somete a una fuerte presión no es homogénea, y que para asegurar que un hombre no se corregirá, la reincidencia puede ser un dato, más o menos importante, pero no una infalible regla.




IV. ¿Existe alguna relación entre la gravedad de una infracción legal y el hecho de que una misma persona la cometa muchas veces?3

Por regla general, muy general, la reincidencia está en razón inversa de la gravedad del delito, de modo que los reincidentes diez, cincuenta y hasta cien veces, lo son de delitos leves. Se dice que esto es consecuencia de las largas condenas impuestas a los grandes criminales, que mientras las extinguen no pueden reincidir. Sobre que el hecho no es siempre cierto, porque en las prisiones pueden cometerse, y se cometen a veces, grandes crímenes, la consecuencia que de él pretende sacarse es menos cierta todavía; el criminal es una excepción en la sociedad, y el crimen un estado transitorio en el criminal. Se citarán como prueba en contrario algunos monstruos, casos patológicos una parte, y otras excepciones que no invalidan la regla. Ya sabemos que hay personas muy ilustradas e inteligentes que pretenden dar la excepción por regla; pero ellas, que tanto invocan los hechos, no nos parece que los han interpretado bien siempre, y que en muchos casos toman la fatalidad social por fatalidad orgánica. Entendemos por fatalidad social aquel conjunto de circunstancias que forman como la atmósfera moral, intelectual y económica que rodea a un individuo, tan desfavorables para su virtud que, si no es heroica, sucumbe. Esta fatalidad arrastra centenares y miles de hombres (a mi entender, la inmensa mayoría de los reincidentes) en quienes la honradez exigía una especie de heroísmo que no tuvieron.

Respecto a la fatalidad orgánica, si existe más que en casos evidentemente patológicos, tampoco constituye, por regla general, un estado permanente en el criminal. Suponiendo que no pudo menos de cometer el crimen en el momento que le cometió, la situación anormal de aquel momento no suele prolongarse: su organismo era el mismo antes de herir, de matar, de cometer una gran maldad, y no la había cometido, ni herido ni matado durante muchos años; las circunstancias exteriores que vinieron a combinarse con el organismo tienen que ser muchas, y muy especiales y poderosas, para producir el trastorno psicológico del crimen; es remoto que se repitan idénticas, y, aunque se repitieran, que produzcan el mismo efecto, porque el individuo tiene interiormente variaciones, no motivadas por la diferencia de circunstancias exteriores. ¿Quién no ha observado en sí y en los otros que, sin saber por qué, se halla la misma persona más triste o más alegre, es más paciente o está más irritable, etc., etc.?

Se dice a veces, hablando de una gran falta: Tuvo un mal momento, una mala hora, la persona que la cometió; también el criminal es posible y aun probable que tenga su hora y su momento malo, y no vuelva a tenerlos si se procura ponerle en situación favorable para que no los tenga, o solamente con que no se favorezcan sus malas tendencias o no se le empuje al crimen. Aun entre los reincidentes de crímenes que en apariencia podría reclamar la fatalidad orgánica, hay muchos que realmente son arrastrados a reincidir por la fatalidad social.

En España, por circunstancias que sería largo enumerar, mejor que en países que nos aventajan en cultura, puede estudiarse el crimen más del natural, si vale la frase, es decir, en aquella situación en que la ley penal tiene en él una influencia menor. Este estudio, si había de estar bien hecho, exigiría, no el informe que escribimos, sino un grueso volumen, y tiempo y datos que nos faltan; los que tenemos, aun incompletos, pueden utilizarse y contribuir algo a fijar bien las ideas en este asunto importante.

El bandolero español que cuenta las reincidencias por los días del año; que tiene una personalidad muy marcada; que roba y mata alegremente; que se burla de la ley y de la muerte, ¿será el tipo del criminal orgánico para el antropólogo, y del incorregible para el legislador? Es probable, es seguro si no observan bien; pero reflexionando respecto del criminal y de las circunstancias que le rodean, se forma la idea exacta de que el bandolerismo no es consecuencia de un estado orgánico perturbador de cierto número de hombres, sino de un estado social. El bandolerismo español es endémico de comarcas donde hay grandes despoblados, donde la tierra es rica, la gente pobre, la cultura muy escasa, el amor al trabajo no tan fuerte como la imaginación, y el respeto a la ley menor que la simpatía hacia los que la desafían y la vencen con ayuda de padrinos que tienen en todas las clases, hasta las más elevadas, elevadas por lo que pueden, no porque su nivel moral e intelectual sea muy superior al de los bandidos; éstos, celebrados en coplas y romances, no se llamaban ladrones ni asesinos, sino caballistas, muchachos, y hasta niños se llamaron los que componían la cuadrilla de los sanguinarios ladrones de Écija. Como las cuestiones sociales son circulares, y el efecto se convierte en causa, y viceversa, las complacencias de la opinión aumentaban el poder de los facinerosos; este poder, las complacencias de la opinión, y como además el juez era menos temido que los criminales, éstos extendían su imperio hasta donde semejante estado social se extendía.

El atractivo de la vida aventurera; el prestigio siniestro, pero prestigio, y la autoridad de que gozaba el bandolero; la simpatía que inspiraban a las mujeres que preferían a los guapos, que no eran pocas, aunque parezca mentira; una situación comprometida en que tal vez le habían puesto sin culpa suya los que le querían arrastrar al campo; el deseo de venganza o de eludir la pena del delito cometido: estas y otras muchas causas determinantes impelían al hombre que se convertía en bandolero, calificado de incorregible, de inadoptable a la vida jurídica, y con mucha frecuencia cazado como indomable bestia feroz. ¿Lo era siempre? ¿Lo era las más veces? ¿Qué sabían los que le cazaban?

No hace mucho tiempo han desaparecido de Andalucía dos célebres ladrones, secuestradores, asesinos, grandes malvados, terror y vergüenza del país. Díjose que habían muerto; las personas mejor enteradas lo niegan, y parece seguro que viven. ¿Dónde? No se sabe, o por lo menos el público lo ignora; pero dondequiera que vivan no se hacen notar por sus maldades, tienen honradez legal, y siendo los mismos, siendo mucho peores que antes de infringir la ley, no la infringen ya porque han podido reconciliarse con ella. Dícese que una persecución más activa, la mayor dificultad de sustraerse a ella, y quién sabe si facilidades para la evasión, han determinado su cambio de vida; dícese que vivirán de sus rentas; parece que las tienen, porque eran bandidos arreglados y previsores. Podrían citarse muchos ejemplos análogos, aunque menos notables por la menor importancia criminal de los sujetos que saldan sus cuentas pendientes con la ley, no pagando la deuda sino por medio de la impunidad, bajo algunas de las muchas formas que tiene en España. La impunidad no es ciertamente cosa recomendable, sino abominable; pero donde existe facilita el estudio del natural en hombres que cometen uno o muchos crímenes, y, no obstante, son susceptibles de adaptación social, de corrección legal, y corroboran la idea de que, aparte de excepciones (probablemente patológicas las más veces), el crimen es consecuencia de un estado anormal en el criminal mismo, y, por lo tanto, naturalmente pasajero.

En corroboración de lo dicho puede citarse un ejemplo, creemos que único, en los anales de la penalidad. Existe en España, o mejor dicho, en los dominios españoles, una plaza fuerte, Ceuta, que es a la vez un presidio, no porque dentro de sus murallas haya penitenciarías donde se recluyan los penados, sino porque éstos, en su mayor parte, tienen la ciudad por suya. Unos están dedicados al servicio doméstico; otros salen a trabajar, o bien a evacuar sus negocios de comprar, vender, acopiar materiales, etc., o porque obtienen permiso para salir de la prisión, o salen sin él; en realidad, los reclusos están casi todos diariamente en la calle, como dice un observador inteligente, testigo presencial de lo que refiere y en circunstancias apropiadas para poder observar bien4, añade:

«Los presos van y vienen como los transeúntes de bien, sin que nadie se fije en ellos, sin que nadie rehuya el encuentro, sea cualquiera el paraje en que se verifique, y sea cualquiera la hora del día o de la noche en que el encuentro tenga lugar.

»Pero hay algo más que esto, y es que el confinado tiene abiertas de par en par las puertas del hogar de todos los vecinos de Ceuta, y más particularmente las de aquellos hogares donde hay medios de sostener una adecuada servidumbre.

»El confinado lava y plancha la ropa blanca, sin que pierda más prendas que una lavandera de buena reputación. El confinado se emplea en las faenas domésticas, encomendadas generalmente a la mujer en España, y va a la compra, friega o aljofifa el suelo, hace recados, vive en familia con sus amos, y lo que es más estupendo, cuida con tierna solicitud de los niños que se le confían.

»Nadie pregunta a aquellos hombres por sus delitos, pero todo el mundo sabe que son reos de asesinatos y robos con violencia en cosas y personas; y sabiéndolo, mientras el presidiario no cometa un desmán, todo el mundo le llama buen preso, esto es, fiel, sobrio, trabajador, respetuoso e inteligente.

»De vez en cuando, el buen preso, como la gata vestida de seda de la fábula, se acuerda de lo que es, siente despertarse sus apetitos criminales, y roba o comete otra barrabasada; pero estos casos son poco frecuentes, y yo puedo asegurar que en más de un año no pasarían de tres o cuatro los presos contratados en el servicio doméstico que dieron que hacer de nuevo a la justicia.»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

De una parricida cuyo crimen tiene explicación en la cólera feroz encendida por un amor que el padre contrariaba, pero cuyas circunstancias son horripilantes, dice el Sr. Relosillas, después de enumerar la ejemplar conducta del parricida:

»Inexplicable parece el caso, y aun lo parecería más al lector si hubiese visto, como yo, a P. M. S. cuidar asidua, cariñosa, casi paternalmente, de un niño de pocos meses, hijo de un capataz del presidio, de quien el parricida era ordenanza. ¡Qué profundo y terrible contraste! El que asesinó a su padre, el que apisonó la tierra de aquella tumba [...] mostraba la ternura, el celo, el amoroso afán que se necesitan para llevar en brazos una débil criatura, besarla, cuidar de ella, gozar en sus sonrisas, y poner, en fin, todos los conatos de maternal solicitud en satisfacer todos los caprichos infantiles.»

Para apreciar mejor estos hechos debe tenerse muy presente:

1.º Que los presidiarios de Ceuta son, por regla general, grandes criminales, condenados a penas perpetuas o muy largas, a muerte e indultados, o a quienes no se impuso la pena capital por falta de prueba plena o aversión del juez a entregarlos al verdugo. Los condenados a penas perpetuas poco o nada pueden temer de la ley, caso de infringirla de nuevo; la pena de muerte, aun por crímenes, se les impone muy rara vez; las demás son nominales, y aun irrisorias, como condenar a dos cadenas perpetuas a un hombre, como si tuviera dos vidas.

2.º Que hay en Ceuta penados negros y chinos, como si, no bastando las maldades de Europa, se hubiera querido pedir al Asia y al África formas y modos diferentes de infamias y crueldades.

3.º Que además de los 3.000 penados5, hay en Ceuta muchos hombres y mujeres de mal vivir en relación con ellos, auxiliares y cómplices de todas sus culpables empresas.

4.º Que los soldados de la guarnición de Ceuta, la mayor parte al menos, son confinados, pertenecen al Fijo de Ceuta, es decir, a un regimiento adonde van castigados por ciertas faltas que, aunque no sean graves, la reunión de los que las cometen no forma un cuerpo a la altura moral del ejército español.

5.º Que la ciudad, donde viven muchos y por donde andan libremente casi todos los penados uno o muchos días de la semana, una o muchas horas del día, no tiene más que NUEVE MIL habitantes; de manera que, descontando los criminales, la gente de mal vivir relacionada con ellos y los niños, la población honrada, que apenas prepondera en número, no puede hacer que se pierda en ella la población penada, ni sanear la atmósfera moral, que han de viciar necesariamente tantos y tan endurecidos criminales.

6.º Que los edificios en que están recluídos los penados (que no viven fuera) de noche y una parte del día, o todo él, según los casos, no pueden llamarse penitenciarías, porque allí no son penitenciados los presos; la penitenciada, o más bien crucificada, es la justicia, la razón, la higiene, la moral, la decencia, la humanidad, y todo, en fin, lo que aman y respetan los que no son despreciables y aborrecibles6. El lector no puede formarse idea de lo que es el Cuartel principal de Ceuta, ni nosotros queremos darle detalles para que la tenga exacta; consignamos el hecho de la desmoralización sangrienta y asquerosa de la prisión, para que tenga un dato más y aprecie mejor otros hechos en la ciudad presidio.

¿Cómo se vive en Ceuta? Dados los elementos allí acumulados, ¿cómo entre sus habitantes pueden existir las relaciones necesarias, con aquel grado de moralidad indispensable para que la vida en sociedad sea posible? ¿Cómo no hay un robo en cada casa y un asesinato detrás de cada esquina? El hecho es que no sucede así, y que, por consiguiente, causas deba haber para que no suceda. A nuestro parecer, son dos las principales: una psicológica, otra social.

La psicológica es que la disposición al crimen no es un estado interno, permanente, en el criminal (salvo excepciones), sino pasajero, a menos que las circunstancias exteriores sean tan desfavorables que contribuyan poderosamente a reproducirle.

La social consiste en que la opinión, la sociedad en Ceuta, no rechaza al penado, no le mira mal; él no la ve agresiva, ni suspicaz siquiera, sino benévola y confiada.

Aunque fue condenado a trabajos forzados y a cadena temporal o perpetua, no hay fatigas abrumadoras, ni cadena, ni inquisición vejatoria, ni infamia; el penado, si no delinque, es casi un ciudadano, muchos siempre, otros algunas horas, todas aquellas que andan libremente por la ciudad y sanean un poco su espíritu con el hecho de su libertad y la idea de que no son una cosa que se oprime y se escarnece, sino una persona que vive en medio de las otras y como las otras.

El criminal español, ¿es muy distinto de los de otros países? No existe la criminalidad comparada que pudiera ilustrarnos sobre este punto; mas a pesar de las diferencias, si las hay, creo exactas estas dos afirmaciones:

1.ª Que la situación interna que impulsa al crimen no es permanente.

2.ª Que la predisposición a repetir las infracciones legales está en razón inversa de su gravedad.

Siempre salvo excepciones que deben tenerse en cuenta, pero no convertirlas en regla.

Las estadísticas de todos los países demuestran que el reincidente una, dos, veinte, cincuenta veces, lo es casi siempre por delitos que no tienen gravedad.




V. ¿Hay incorregibles? ¿Son un peligro social?

Si, considerados moralmente, sólo algún monstruo de maldad, o el que no está en su cabal juicio, son incorregibles en absoluto, es decir, incapaces de ser más o menos modificados en el sentido del bien, bajo el punto de vista legal hay que considerar como incorregible todo penado que, después de haberlo sido varias veces y puesto en condiciones de enmendarse, al recobrar libertad vuelve a infringir las leyes repetidamente. ¿Cómo ha llegado a esta situación, en que no puede andar solo sin caer? Por culpa, suya por desgracia, por culpa de otros, por culpa de todos. ¿Quién sabe? El hecho es que ha llegado, y que, o no lucha, o no lucha bastante, y sucumbe legalmente siempre que tiene libertad de acción: el hecho es que hay incorregibles. Pero ¿cuántos y cuáles?

En esos miles de reincidentes, ¿cómo se conocen los que lo son por voluntad perversa y persistente, por desgracia, por debilidad en la lucha con las malas influencias sociales y legales? ¿Quién penetra en la multitud para saber el estado de esos espíritus, que se considera idéntico y es tan vario? ¿Quién distingue en la masa el individuo capaz de volver a la vida legal, del que se ha divorciado definitivamente de la ley? El legislador y los jueces dicen que saben todo esto, y obran como si lo supieran; pero la verdad es que no lo saben ni pueden saberlo por los medios empleados para investigarlo, y que tienen que confundir muchas veces, y confunden, no corregidos con incorregibles.

En la masa de reincidentes, ¿hay incorregibles? Sí.

Por regla general, ¿se sabe bien cuáles y desde cuándo lo son? No.

Para investigarlo conviene que el legislador conserve la serenidad de ánimo, que suele perturbar la idea de los peligros sociales y el clamoreo del público que los teme: el miedo es tan mal consejero como el hambre; es inspirador de violencias en las colectividades como en los individuos, y las defensas innecesarias se convierten en ataques injustos. La sociedad debe, como el individuo, y puede mejor que él, proporcionar la defensa a la agresión; pero es muy común que no la proporcione llamando peligros a los perjuicios, y haciendo sinónimos conveniencia y existencia. Lo que es verdaderamente peligroso es la teoría de la defensa, porque su recta aplicación es tan difícil que el uso se confunde casi siempre con el abuso. Parece que si la defensa es justa y la justicia defiende, vienen a ser la misma cosa con nombre diferente; pero en la práctica no sucede así, y, dada la naturaleza humana, las colectividades, como los individuos, suelen conducirse mejor cuando se proponen ser justos que cuando quieren estar seguros.

La reincidencia pertinaz que puede calificarse de incorregible es un mal para la sociedad, ¿quién puede dudarlo?, pero no un peligro. La gran mayoría de reincidentes débiles de cuerpo y de espíritu, tomados en masa, más se parecen a una inmensa ruina que a un volcán.

Los peligros sociales no vienen de algunos centenares de culpables que la opinión condena, la ley castiga y la fuerza pública persigue y recluye, no; los peligros vienen de los malvados que no infringen las leyes o saben infringirlas impunemente; de los que al apoderarse de lo ajeno tienen la fuerza pública de su parte en vez de tenerla enfrente; de los que trafican con las ideas y con los principios, de los que compran conciencia después de haber vendido la suya; de los que doran sus vicios y desconocen o se burlan de las virtudes ajenas; de los que por dinero o por aplauso escriben lo que no puede leerse sin daño; de los que por apagar su sed de goces beben en los pantanos de todas las prostituciones; de los que predican cosas que desesperan o hacen concebir esperanzas imposibles de realizar; de los que se rebelan contra la realidad y llaman justicia a su cólera o a su conveniencia; de los que no se resignan con la pobreza inevitable, o insultan la miseria que podía evitarse; de los que han perdido la resignación de la fe sin adquirir la que es obra de la razón; de los que se irritan al oír predicar igualdad y consignarla en las leyes, y ver en los hechos mayor desigualdad que vieron nunca; de los que no comprenden que el progreso material sin el moral correspondiente hace imposible que las sociedades marchen sin sacudimientos; de los que ven un mal en que se ataque la propiedad, y no en que se haga odiosa; de los que piden lo imposible y de los que niegan lo justo. Cuando vemos en periódicos que todo el mundo lee la relación de banquetes espléndidos, de fiestas deslumbradoras, y recordamos que al salir de una habitación donde apenas había diez metros cúbicos de aire para un matrimonio con hijos, decía el Dr. Du Mesnil: «No es virtud, sino heroísmo, lo que necesitarían estos hombres para no contraer en estos tabucos odio a la sociedad»; esta frase, que llama effrayante Mr. Picot, que no es ciertamente ningún demagogo; esta frase, que podría repetirse en todos los países, resume más peligros sociales que la estadística de los reincidentes.

Repetimos, pues, que, en nuestra opinión, los reincidentes tenidos por incorregibles son un mal grande para la sociedad, pero no un peligro.






Segunda parte

¿Cómo se disminuiría el número de los incorregibles?



I. Complicidad social

El tema parece limitar la cuestión al hecho de los penados que no es posible corregir; pero no se puede apreciar bien un hecho prescindiendo de sus antecedentes y de sus consecuencias, ni tratar de incorregibles sin pensar por qué lo son y cómo se disminuiría su número. Se impone al ánimo la necesidad de esta investigación:

1.º Porque pudiendo hacerse tan poco respecto al verdadero incorregible, hay que esforzarse para que no llegue a serlo, lo cual no se logrará sin conocer las causas de la reincidencia repetida.

2.º Porque el conocimiento de estas causas puede auxiliar para distinguir el verdadero incorregible del que no lo es, aunque legalmente aparezca como tal.

3.º Porque, reconociendo la sociedad su culpa, no puede ser con la ajena excesivamente severa, es decir, injusta, y la justicia es el único remedio eficaz contra los que la atacan.

Por estas razones no podemos prescindir de la complicidad social; limitándola a las leyes penales y el modo de aplicarlas, para no salir de la esfera propia de un Congreso penitenciario, aun dentro de ella, la reincidencia es una cuestión social. (Entendemos por cuestión social todo problema que para resolverse necesita el auxilio directo de la sociedad.) Sin este auxilio no es posible evitar que caigan y vuelvan a caer miles y miles de débiles, ni conseguir que se levanten cuando una vez han caído. La sociedad no sólo se retrae más o menos de prestar este auxilio, y absolutamente en algunos países, sino que en todos es cómplice de la reincidencia, en mayor o menor grado, por lo que deja de hacer y, lo que es aún más grave, por lo que hace.

Digo complicidad, no influencia social: las influencias son a veces inevitables, y por tanto, no imputables aun cuando contribuyan al mal; si pueden evitarse, se convierten en complicidades más o menos eficaces y directas.

Por la necesidad de abreviar en asunto tan vasto, y porque el hecho es sabido de todos, no nos esforzaremos en probar que ningún pueblo, ni aun el más adelantado, está moral ni jurídicamente al nivel de sus progresos científicos, artísticos e industriales. Nos limitaremos a manifestar que hay leyes penales, y modos de aplicarlas y de cumplir las penas, que contribuyen directamente al delito y son cómplices de la reincidencia.

Como la máquina jurídica no tiene la perfección de otras máquinas, funciona mal muchas veces, y otras funciona demasiado, como cuando aplica indebidamente la pena de privación de libertad o la detención preventiva.

Para comprender todo lo perjudicial que puede ser un exceso de celo en este sentido, hay que tener presente, entre otras circunstancias, las siguientes:

1.ª Que nuestra civilización, con sus progresos materiales en desequilibrio con los morales, con su actividad febril, con la velocidad vertiginosa de sus movimientos, con su urdimbre interna, mezcla de red y de laberinto, con tanta libertad teórica y tanta fatalidad práctica; nuestra sociedad, idólatra y víctima muchas veces de la anarquía, mostrando a todos la copa deslumbradora del placer, que muy pocos pueden llevar a los labios, aumenta las relaciones de los hombres entre sí y con el Estado, la necesidad de reglas para que estas relaciones sean conforme a derecho, y los casos en que estas reglas pueden infringirse. Hoy vemos faltas y delitos que no sólo no se cometían en otros tiempos, sino que no podían cometerse. No habiendo billetes de Banco no pueden falsificarse; sin ferrocarriles no se ponen obstáculos en la vía para descarrilar los trenes, ni se infringen las Ordenanzas de policía urbana donde no la hay, ni se persiguen desertores en tiempo de paz cuando no se tienen ejércitos permanentes, etc. Multiplicándose necesariamente las reglas aumenta el número de los que las infringen, aunque este aumento no sea proporcional, aunque llegase a ser mínimo, o a no existir, si el progreso moral fuera proporcionado al material; como no es ese el caso en que hoy nos encontramos; como ni las costumbres, ni las leyes, ni los que las aplican, en general, pueden, por su bondad, justicia y sabiduría, neutralizar todos los efectos de la ocasión que se multiplica, de la tentación que aguijonea más, resulta que el número de delitos, en especial de los que no son graves, ha de ser mayor dondequiera que los progresos morales no estén a nivel de los materiales, es decir, en todos los pueblos.

2.ª No sólo hay necesidad de más reglas en un pueblo muy adelantado en artes, ciencias e industria, y con el número de leyes aumenta el peligro de infringirlas, sino que la facilidad de los medios de comunicación hace mucho más frecuente la de los hombres entre sí, y, multiplicándose las relaciones, habrá más que no sean cordiales ni lícitas.

3.ª La aglomeración creciente en las grandes ciudades y centros industriales aumenta del modo que todos sabemos las tentaciones, los casos y los peligros de infringir las leyes, y agrava las consecuencias de la infracción. Un muchacho coge en el campo una manzana de un árbol que no es suyo, y se la come sin que nadie lo sepa ni tenga consecuencia para él su leve falta: otro muchacho coge una naranja en el muelle de un gran puerto, y se le llevan a la cárcel, se le forma causa, se le condena, su nombre figura en el casillero judicial7, su existencia está ya entre el engranaje penitenciario, y será probablemente triturada por él: hechos como éstos se repiten a centenares, a miles.

4.ª Para la vida social claro está que han de existir entre los asociados condiciones de sociabilidad en cierto grado que tiene un mínimum indispensable: una de estas condiciones es la resignación, muy mermada hoy por causas que necesitarían un libro para analizarse, y que ni aun podemos enumerar aquí, pero que obran continua y eficazmente empujando al delito y a la reincidencia.

Por lo dicho, y por mucho más que omitimos, hay más infracciones legales; la policía mejor organizada persigue con más celo e inteligencia a los delincuentes, cuyo número aterra o por lo menos desconsuela. Y estas multitudes de acusados de delitos, la mayor parte no graves, ¿adónde van? A la cárcel, a presidio. Y las prisiones, ¿están por su perfección a la altura de los observatorios astronómicos, de los torpederos, de los gabinetes desde donde se oye la ópera o la comedia sin ir al teatro? La cárcel refleja más bien la perversión de las costumbres, la ignorancia y el error, que los progresos de las ciencias y de las artes; hay excepciones, pero tomando en conjunto todos los pueblos, ésta es la regla muy general.

Una de las causas de la reincidencia es la detención preventiva; algo se ha hecho para limitarla, pero muy poco y muy mal, porque el acusado que no tiene dinero permanece en la cárcel, y el rico o influyente, aunque sea mucho más culpable, disfruta de la libertad hasta la sentencia, y si la pena es grave se escapa; en España sucede así muchas veces, y, más o menos, creemos que en todos o la mayor parte de los países pasan cosas parecidas. La detención preventiva, que hoy es la regla, debería ser la excepción y limitarse a los acusados de delitos graves.

Así como todos los que entienden de corrección de niños se esfuerzan para que no pasen por el Tribunal, los que legislan para hombres deben procurar que el menor número posible pase por la prisión.

La complicidad social más directa en los delitos, la más repugnante, la más atentatoria a la justicia porque se ejerce en su nombre, es la acción depravadora de las prisiones; puesto que es costoso, difícil, obra de siglos, organizarlas como deben estar, sería económico y fácil suprimirlas en gran parte, si fácil fuera suprimir los errores y las preocupaciones. Dejando la prisión preventiva reducida a lo estrictamente necesario, no privando de libertad más que a los acusados de delitos graves, se haría un acto de justicia y una reforma trascendental. Esta reforma produciría, entre otros resultados, las grandes ventajas siguientes:

1.ª No corromper en la cárcel (en general más corruptora que el presidio) a los que serán declarados inocentes, evitando además la nota de infamia que resulta de haber estado preso. En algunos países su número se aproxima a la mitad de los procesados, y dondequiera se cuentan por miles las víctimas de los errores judiciales. Son inevitables hasta cierto punto, pero deben evitarse en cuanto sea posible sus funestas consecuencias. ¡Qué diferencia entre el acusado inocente preso y el que está en libertad! Éste, reconocido el error del juez, no ha recibido ninguna influencia perversa, no ha padecido su buena reputación, no se ha separado de su familia, que ha continuado auxiliando o sosteniendo, que no ha afligido con esta ausencia ignominiosa, que es muchas veces origen de disensiones, desórdenes y desgracias. Además, el acusado en libertad halla más medios de defensa, fáciles para el poderoso y para el perverso que tiene cómplices y experiencia de iniquidades, difíciles por lo común para el inocente pobre, encerrado y aislado, sin apoyo, sin consejo, y a veces sin idea de lo que debe hacer para que triunfe su justicia.

2.ª Reduciendo los presos a un corto número, a poca costa se podrían reformar las cárceles de modo que los edificios y el personal correspondieran a su objeto.

3.ª Las cárceles reformadas no serían depravadoras, y las evasiones, frecuentes en muchos países, serían casi imposibles.

4.ª Las economías que se obtuviesen serían grandes, tanto por la manutención de los presos como por su vigilancia, asistencia médica, edificios, etc.

5.ª La sociedad continuaría utilizando el trabajo de los presos, que en las cárceles trabajan poco y mal, o no trabajan nada.

6.ª Las familias de los procesados en libertad no se verían en la miseria si eran absueltos, o tardarían más en carecer de todo recurso si eran condenados, evitando o aplazando las deplorables consecuencias de la causa seguida al que es su sostén.

7.ª La indemnización, que en la casi totalidad de los países se rehúsa hoy como imposible por costosa al procesado preso que se declara inocente, sería fácil cuando fuese corto el número de los acusados que tuvieran derecho a ella, máxime cuando sobrarían fondos para esta reparación justa con las economías obtenidas limitando la prisión preventiva.

Y ventajas tan grandes, tan evidentes, de tanto valor en el orden moral y económico, ¿a qué se sacrifican? Al erróneo temor de que los procesados se escapen, que los culpables queden impunes, que la ley se burle y la sociedad quede indefensa. Temor erróneo, digo, y no es necesario reflexionar mucho para convencerse de ello. En general, ¿cuáles son los presos que se escapan? Los acusados de delitos graves; es decir, los que no pretendemos que se dejen en libertad durante el proceso. La inmensa mayoría tiene esperanza de que la pena no sea mucha, y no le conviene agravarla intentando una evasión, máxime si la ley que le dejaba libre durante el proceso era severa con él, como debía si abusaba de la libertad. Pocos habría que se perjudicaran tan conocidamente, y serían menos cada vez cuando la experiencia les enseñara el daño que se hacían rebelándose contra la justicia.

Hay una circunstancia muy importante, y que sin duda no se aprecia al reducir a prisión tantos miles de procesados por el temor de que se escapen. En general, ningún preso se escapa si no tiene la esperanza de ocultarse.

Hoy, en los países medianamente civilizados, pocos evadidos de las prisiones logran sustraerse, a la acción de la ley, y éstos son poderosos, o temibles, o hábiles en alto grado, es decir, excepciones. ¿Cómo miles de acusados, la mayor parte débiles y pobres, podrían comprar encubridores ni intimidarlos, sobre todo si la ley fuera, como debía, severa con ellos? ¿No se ve que sería materialmente imposible que se ocultaran tantos miles de acusados, ni centenares siquiera, si se empleaba en organizar una buena policía una parte de lo que se gasta en corromperlos en la cárcel? Se comprendo difícilmente cómo no se ve esto claro y no se obra en consecuencia.

La prisión preventiva, justa cuando es indispensable, es injusta en la inmensa mayoría de los casos, en que debería evitarse como el gran escollo legal donde van a estrellarse y naufragan muchas moralidades que sin él se salvarían.

La justicia humana, que se equivoca tantas veces, que admite el principio de que todo acusado se reputa inocente hasta que se pruebe su culpa, ¿cómo empieza por imponerle una pena tan grave y desmoralizadora que le aflige y le infama, y tanto más cuanto la merece menos? No; la injusticia no es un medio de defensa social; y el temor, ciego, egoísta, rutinario, que llena las cárceles, llena después los presidios, y en vez de defender la sociedad la ataca, porque ataca el derecho y contribuye directa y eficazmente al delito.

Si un pueblo, un solo pueblo, fuera bastante fuerte para sustraerse a las violencias de la debilidad, bastante justo para no abusar de la fuerza, bastante ilustrado para comprender que el interés de la sociedad no puede ser opuesto a su justicia; si un pueblo, un solo pueblo, redujera la prisión preventiva a lo estrictamente necesario, vería disminuir su criminalidad y daría un alto ejemplo, cuyas evidentes ventajas le convertirían pronto en ley universal. Para sustituir la prisión penitenciaria corta con otra pena, pueden alegarse dificultades; para reducir la prisión preventiva a sus justos límites (haciendo de ella una excepción, en vez de la regla como hoy lo es), para esta reforma, que piden la justicia y la conveniencia, y aun podría decirse el egoísmo, no se necesitaría más que prescindir de errores y de rutinas.

Respecto a las penas, cuando consisten en la privación de libertad por días o por semanas, que bastan para infamar y corromper, no para corregir y escarmentar, contribuyen, no a la enmienda, sino a la reincidencia. Con estos penados transeúntes se convierte la prisión en una especie de hospedería depravadora, muy onerosa para el que la establece, y que, no sólo desmoraliza a sus huéspedes, sino también a los encargados de asistirlos. En efecto, los empleados más activos tienen que desmayar ante la imposibilidad de influir para el bien en esa multitud de entrantes y salientes que a las pocas semanas o pocos días serán sustituídos por otros, que tampoco permanecerán el tiempo indispensable para que el empleado pueda conocerlos (más que apenas de vista), ni el maestro enseñarlos, ni nadie modificar una manera de ser que necesitaba modificación. Al que se le pide lo imposible descuida por lo común lo que podía hacer, y así es probable que acontezca a los empleados en las prisiones, que han de ver reducida su misión, respecto a los penados que podemos llamar transeúntes, a que no alboroten y a que no se escapen, es decir, descender al oficio de carceleros, que seguramente no es nada moralizador. Esto es de suma importancia; se sabe que el valor de un sistema penitenciario depende muy principalmente de los que le ponen en práctica; y como esta práctica, si ha de ser buena, es difícil, los principios que no pueden aplicarse, las reglas que no pueden seguirse, los obstáculos que no pueden superarse, todas las dificultades que ha de haber para el orden moral, y aun el material, con los penados a prisión corta, han de ejercer una perniciosa influencia en los encargados de su custodia y corrección.

Creemos que, cuando los empleados no moralizan a los penados, hay peligro de que éstos los desmoralicen a ellos; de modo que es de temer la mala influencia de esa masa flotante que no puede ser influida para el bien.

Si se, dice que la prisión preventiva y penitenciaria, cualquiera que sea su duración, siendo celular no es corruptora, responderemos que hoy, tomando en conjunto la totalidad de las naciones, la inmensa mayoría de los reclusos viven en comunidad deplorable, y donde hay clasificaciones suelen ser más de reglamento que de hecho, y tener más ventajas imaginarias que reales; que toda prisión, disminuyendo o privando al preso del aprecio público, disminuye también en él el aprecio de sí mismo, en gran parte reflejo de la consideración de los otros, lo cual es muy grave, porque todo lo que rebaja al hombre le debilita, y todo lo que le debilita le predispone al mal; y como la prisión pasajera deshonra pero no escarmienta, el que la temía antes de entrar sale sin grande, tal vez sin ningún temor de volver a ella. La prisión larga puede, aunque así no suceda en la mayor parte de los pueblos, educar, intimidar, modificar en el sentido del bien al recluso, cuya buena fama no empaña porque está ya manchada por la gravedad del delito; pero la prisión por causa leve, la prisión corta, es esencialmente perjudicial y más propia para aumentar la reincidencia que para contener el delito.

Esta multitud de reclusos, si no han de hacinarse en confusión depravadora, exige gastos enormes, con que no es justo abrumar al pobre contribuyente, que además pierde la fe en los sistemas viendo que, a pesar de todos sus sacrificios, la reincidencia no disminuye o aumenta; no ve que es efecto de muchas causas, que en ella influyen, no sólo elementos penales y penitenciarios, sino sociales, y con la propensión a creer en la eficacia de los remedios caros, viendo que el mal no disminuye, clama contra ellos con la mayor acritud del desengaño y se hace escéptico respecto a todo sistema, lo cual es un grande obstáculo para las reformas y un gran auxiliar de medidas absurdas e injustas, que suelen llamarse prácticas, no sabemos si porque se practican o porque no corresponden a ninguna racional teoría. Suprimiendo la pena de privación de libertad por días o semanas, sin grandes sacrificios pecuniarios podían hacerse o convertirse las prisiones en celulares, o apropiarlas al sistema que se adoptase, y aumentar el número de empleados y retribuirlos mejor, porque no es posible, tratándose de una misión tan difícil como la suya, que cumplan bien los que se pagan tan mal.

La reincidencia, como el delito, es efecto de muchas causas; una de las más poderosas son las prisiones corruptoras, y todo lo que facilite su reforma facilitará la corrección de los recluidos en ellas. La sociedad no tiene el deber de mejorarlos, sino de impedir que se hagan peores; esto sostienen los que creen decir cosas diferentes, cuando en realidad afirman la misma cosa. Si se profundiza en el interior de los hombres, de todos los hombres, reclusos o en libertad, se verá que ninguno (a no ser imbécil) es moralmente estacionario; que es progresivo o retrógrado; que cuando no camina hacia el bien, va hacia el mal; que ese estado neutro, en que ni se perfecciona ni se desmoraliza, no existe, y que necesariamente, si no es peor, ha de ser mejor, y viceversa. En la mayoría de los hombres, las gradaciones son poco perceptibles, y no se notan sino comparando su modo de ser con largos intervalos, y aun así difícilmente a veces; pero en cuanto se apartan de la línea media para el bien o para el mal, se ve cómo no se paran en el camino de la virtud, del vicio o del crimen: o retroceden o avanzan. Así, pues, cuando se dice que la sociedad no tiene más deber que impedir que los penados se hagan peores, es lo mismo que afirmar que está obligada a procurar que se mejoren. Cómo cumple esta obligación, todos lo sabemos; hay excepciones, pero la regla es, y todo el mundo lo conoce y lo dice, que las prisiones depravan en vez de moralizar.

Personas autorizadas por su ciencia claman de todas partes contra la pena de prisión por poco tiempo. Hay que insistir en que al imponer esta pena se parte de un error, y en que es un mal mucho más grave que todos los que puedan resultar de suprimirla.

Digo error, y debo decir errores. Uno es suponer en la justicia humana una flexibilidad, sutileza y poder de adaptación que puede penar con justicia las faltas más leves lo mismo que las graves, cuando en realidad no es posible que proceda sino grosso modo, que se le escapa todo lo muy tenue y delicado, y que, como la pena no debe ir donde no puede llegar la justicia, las infracciones muy leves no deberían ser objeto de penalidad. Otro error consiste en aplicar a las moralidades los métodos dosimétricos, y reducir hasta un día la dosis de pena correspondiente al delito a que se refiere. Esta relación es enteramente imaginaria, no teniendo más de real que el daño que resulta de tomarla como verdadera. Esas corrientes psicológicas, que pudiéramos llamar capilares, están a profundidades adonde no pretendemos llegar; pero sin aventurarse más allá de donde se puede ir con luz, parece claro que hay mucha mayor distancia del orden moral completo al más pequeño desorden, que de éste aumentado en una cantidad mínima; de modo que si al primero se le impuso un día de prisión, el segundo se pone con dos. Cuando falta balanza muy delicada y microscopio moral, tiene muchos inconvenientes la aplicación de los pesos y medidas de lo físico, y cuanto más detallada, más. Algo semejante acontece con las gradaciones supuestas de la libertad, que se pretende aumentar, poco a poco en el penado, como se disminuye la temperatura en locales adecuados para que sin inconveniente salga al aire libre el enfermo que tomó un baño de vapor. Un aumento de bienestar dado al preso, la comunicación con sus compañeros y todas las ventajas que puedan concedérsele en la prisión, no constituyen grados, no son escalones que eviten el gran salto (inevitable en todo sistema) de hallarse en completa libertad: la de la prisión, por más que se gradúe, es la del pájaro en la jaula, que se mueve más o menos, pero siempre enjaulado. Al abrir la puerta es inevitable un gran salto; para que no sea mortal puede hacerse mucho; para que no se dé, nada.

La dosimetría en las penas, y las graduaciones en el modo de aplicarlas, tienen de perjudicial lo que tienen de ilusorio, que, en nuestro concepto, es bastante.

¿Con qué se sustituye la pena de prisión de un día, de una semana, de un mes?

Ya sabemos que no es fácil, pero no será imposible si se parte del íntimo convencimiento de que es preferible para faltas y delitos leves una pena que mortifique poco, y hasta la impunidad, a la prisión corta. Hay facilidad para prender y para soltar, precisamente lo contrario de lo que dicta la razón y la experiencia; el legislador debe reflexionar mucho antes de privar a un hombre de la libertad, y mucho también antes de devolvérsela. Cuando se ha cumplido con el deber de respetar la libertad todo lo posible, hay el derecho de privar de ella todo lo necesario. La historia de muchos reincidentes, creemos que de la mayor parte, es una acusación contra las leyes penales.

Aquí se reincide hasta sesenta y tres veces, allá hasta ciento; en otra parte, a cincuenta reincidencias corresponden sesenta y ocho meses de prisión. Diríase que no ya razón falta a la ley, sino formalidad, porque no es serio su proceder y parece como si se propusiera ser burlada por los reincidentes y burlarse de la justicia.

La prisión más corta creemos que debería ser de un año. Y los delitos a que no se puede imponer pena tan grave, ¿quedarán impunes? No en cuanto sea posible, pero sin desconocer que no siempre lo será y aceptando resueltamente un mal cuando sea necesario para evitar otro mayo.

No pueden darse reglas detalladas aplicables a todos los países, porque, según las ideas, las costumbres, la riqueza, el estado social, en fin, variarán los medios que pueda emplear el legislador para reprimir las faltas y los delitos leves. Algunas reglas nos parece que pueden sentarse como generales:

1.ª La amenaza, que consiste en notificar al procesado la pena en que ha incurrido, cuya ejecución se suspende, pero que cumplirá muy agravada en caso de reincidencia; según la gravedad relativa de la falta o del delito, debe tolerarse una o más reincidencias, hasta que en justicia pueda aplicarse un año de prisión.

2.ª Imponer penas pecuniarias, siempre que se pueda en justicia; es decir, cuando el penado, dada la índole del delito, tenga posibilidad de pagarlas, graduándolas de modo que sean más pequeñas y mayores de lo que hoy son. Hay muchas faltas y delitos leves en que el culpable lo es como propietario; en todos estos casos la pena pecuniaria, no sólo puede hacerse efectiva, sino que es adecuada. Aun para el caso más desfavorable, el del procesado que no tiene nada más que su jornal, habría medios de descontarle una parte, que, por pequeña que fuera, le haría grande efecto. Hemos sido opuestos a las penas pecuniarias toda la vida, y al fin de ella las aceptamos como un mal menor y en cuanto pueden contribuir a evitar el mayor de la prisión corta.

3.ª Según los países, será más o menos eficaz la privación de ciertos derechos civiles y políticos y de ciertas ventajas, privación que debe durar por todo el tiempo de la pena suspendida.

4.ª Que la pena pecuniaria se destine preferentemente a resarcir al perjudicado, cuando le haya, si no en todo, en lo posible y por poco que sea, a fin de fortalecer en la conciencia pública el principio, no muy firme ni robustecido por las leyes, de que quien hace daño debe indemnizar al perjudicado hasta donde pueda.

5.ª La protección que dan los Gobiernos a las Sociedades de patronato para los que salen de las prisiones, convendría que fuese más decidida respecto a las que deben formarse con el fin. de patrocinar a los penados que no han sido presos. De los que han tropezado, para no caer muchos necesitan auxilio, más fácil y que sería más eficaz, porque no hay que luchar con la hostilidad pública, ni con la nota de infamia que la prisión imprime, ni con las maldades que enseña, ni con el hábito de infringir las leyes, ni, en fin, los patrocinados son personalmente temibles, cosa que puede retraer y retrae realmente a muchas personas bien intencionadas, pero que no vencen el miedo o la repugnancia que les inspiran los grandes malhechores. El patronato de los amenazados con la pena, que gozan libertad, es de grande importancia, de importancia capital, y lo que por ellos se hiciese daría mucho más fruto que lo hecho a favor de los licenciados. Es más fácil evitar la reincidencia antes de entrar en la prisión que después de haber estado en ella.

Además de evitar que se hundan en el abismo penal cierta clase de penados, sería necesario facilitarles la salida, o por lo menos no dificultarla poniendo obstáculos a su rehabilitación legal, y sobre todo a la social8.

Donde se conserva la vigilancia de la autoridad, debe limitarse al corto número de criminales peligrosos o reincidentes endurecidos; en los demás casos crea delitos en lugar de evitarlos, como lo prueban los numerosos penados que lo son por no haber obedecido lo que no debía haberse mandado.

El Casillero judicial tiene grandes ventajas; pero no debe deslumbrarnos hasta el punto de hacernos creer que carece de inconvenientes si no se usa con prudencia.

Hay una cosa más importante que comprobar la reincidencia, y es no contribuir a ella. Siempre que el Casillero dificulta la rehabilitación legal o social, causa un mal grave. Los Tribunales, la policía y la Administración pueden tener su punto de vista peculiar y un tanto exclusivo, que tal vez no coincida siempre con el social; pero elevándose todos lo bastante desaparecen los exclusivismos, que en último análisis no son más que modos de ver limitados. Considerando el problema en la totalidad de sus elementos, se comprende que el derecho que reprime no puede razonablemente hostilizar al derecho que facilita la enmienda, puesto que entrambos deben armonizarse y confundirse en la unidad superior de la justicia. Y la justicia, ¿permite poner dificultades a la acción de la conciencia para facilitar la de los Tribunales?

Creemos que el Casillero judicial es bueno; pero sería mejor si, aprovechando sus ventajas, se evitaran los inconvenientes. ¿No sería razonable tener dos, uno provisional y otro definitivo? En el primero se inscribirían los nombres de los delincuentes que lo eran por la primera vez, y se cortaría y quemaría la hoja, pasado el plazo que se fijase, si no reincidían; en el segundo se inscribirían los reincidentes. De este modo la justicia represiva tendría los datos necesarios, y la justicia que facilita la enmienda no dejaría vestigios legales ignominiosos en la vida del que infringe las leyes una sola vez sin perversidad ni crueldad. Nadie debería figurar en el Casillero judicial, ni aun en el provisional, por faltas o delitos leves. ¿Qué razón hay para que se inscriba en él un muchacho que ha robado una naranja? Todavía hay injusticia mayor que ésta, y es inscribir a los absueltos por falta de prueba. ¡Triste espectáculo el que ofrecen a veces los rigores injustos de las leyes y las injustas benevolencias de los Tribunales! ¡Lucha deplorable del legislador y el juez, entre los cuales se observa con frecuencia más hostilidad que armonía! ¿Por qué así? Si en los países regidos libremente la ley es el reflejo de la opinión pública y el juez se dice su intérprete, ¿por qué tales divergencias? ¿Consistirá en que la interpretación no es exacta de parte del que hace la ley o del que la aplica? ¿Consistirá en que no debe inspirarse la ley, ni el juez que la aplica, en la opinión pública, sino más bien en la conciencia pública, es decir, en algo más profundo, más arraigado en las entrañas de la sociedad, que una idea, a veces pasajera, superficial, que mientras no pasa se llama pomposamente la opinión? Cuestión es que merece estudiarse, y esclarecerse estas dudas, porque la falta de armonía entre todos los elementos que deben cooperar a la justicia favorece el delito.

Los que cometan delitos graves pueden desde luego figurar en el Casillero judicial definitivo, aunque no sean reincidentes, y aun en este caso los jueces podrían decidir si había circunstancias en el culpable que aconsejasen inscribirle en Casillero provisional.

En cuanto a poner el Casillero a disposición del público, que a esto equivale el que, por medio del interesado, una Compañía o un particular puedan saber quien está o no inscrito, somos de la opinión del abate Humbourg, que el Casillero judicial debe ser judicial, y de la de Mr. Desportes, que no se debe convertir en un medio de entregar el delincuente, no a la justicia, sino al rencor social.

Dificultar más una cosa tan difícil y tan meritoria como la enmienda; convertir la ley, que debe ser un medio de salvamento, en roca donde vayan a estrellarse los náufragos, es una obra antisocial, antijurídica, antihumana.

Tal vez se dirá que hay pocos que quieran corregirse. Nadie sabe cuántos hay; nadie sabe cuántos habría si fueran tratados como debían serlo; pero, aunque no hubiera más que uno, uno solo tendría derecho a que no se opusieran obstáculos a su enmienda; dificultársela es un atentado contra ese orden que se pretende defender.

Otras disposiciones se toman que, humillando e irritando a los que son objeto de ellas, se proponen comprobar la reincidencia y pueden favorecerla: me refiero a los retratos y a las medidas de los penados. No hay duda que, al tomar minuciosamente la medida de los miembros de un hombre para reconocerle si vuelve a delinquir, se le rebaja; es humillante esta operación. En cuanto al retrato, que todos los hombres envían a las personas que aman y de quienes son amados, se hace para que sirva de testigo de cargo; en vez de la esposa, de la hija o de la madre, que contemplen llorando la imagen del querido ausente, sí, querido, aunque sea culpable, la policía, con mirada recelosa y dura, comprobará la semejanza, y si no está satisfecha de ella, pedirá nueva copia, que se le dará para que el retratado, u otro que se le parezca, no pueda engañarla si delinque. Todo esto nos ha parecido siempre absurdo, repugnante o injusto. El argumento que se puede oponer es el usado en casos análogos, de que, midiendo los sentimientos de los delincuentes por los propios, se juzga erradamente del efecto que en ellos producirá ésta o la otra medida. Puede haber en el asunto dos causas de error: una consiste en creer que todos los malhechores sienten lo mismo que las personas honradas o de un modo parecido; otra, suponer que todos los que han sido objeto de una condena no se parecen en nada a las personas que no han infringido la ley: la verdad está entre estos dos extremos. Hay malvados que poco parecen tener de humano; pero gran número de delincuentes, la mayoría probablemente, tiene más semejanzas que diferencias con las personas honradas, y muchos conservan íntegros los sentimientos más elevados, el amor a la madre o a los hijos, la gratitud, la compasión, el amor a la patria, revelados a veces por actos de abnegación de que no serían capaces muchos que pretenden declararlos fuera de la humanidad. Estos sentimientos son el fuego sagrado que debe alimentarse cuidadosamente en vez de sofocarlo, porque así como un apetito vil basta a veces para perder a un hombre, un sentimiento noble puede salvarlo, poniéndole en comunicación íntima con el mundo moral y sirviendo de punto de apoyo para salir del abismo de la culpa. Además, la dignidad del penado, que es posible que la tenga, que muchas veces la tiene, ya sea a su modo, ya al nuestro, y en diversos grados, la dignidad, sobre ser más respetable allí donde es más difícil, constituye un elemento poderoso de regeneración; por eso, todo lo que rebaja al delincuente contribuye a hacerle incorregible. Bien están los casilleros, y los retratos, y las medidas, cuando se trata de grandes criminales muy peligrosos o de reincidentes empedernidos; pero aplicar estas degradantes precauciones a delincuentes que lo son por primera vez y que no son temibles, me parece injusto y contraproducente. Estas medidas, ¿no son una especie de marca despojada de brutalidad y pulida a la moderna, pero en la esencia marca, puesto que es señal indeleble? Mientras que el delincuente no nos haya dado motivos para desesperar de él, no debemos hacer ostensible nuestra desconfianza; para inclinarle irremisiblemente al lado del mal basta a veces añadir el más leve peso; no le arrojemos en la balanza nunca ni en ninguna forma, porque, como hemos dicho, hay una cosa más importante que comprobar la reincidencia, y es no contribuir a ella.

Aunque las leyes que más contribuyen a la reincidencia son las que prodigan la prisión preventiva y la penitenciaria contra justicia, y las que disponen o consienten prisiones depravadoras, otras disposiciones legales hay, como las relativas al contrabando, que crean delitos, o no siendo graves los castigan con exceso o con crueldad, como las que se suponen necesarias para mantener la disciplina militar. En le Étude sur l'état physique, intellectuel et moral des detenus subissant l'emprisonnement cellulaire dans les établissements pénitentiaires de Belgique, del Dr. A. Voisin, nos ha llamado la atención el hecho de que en la prisión de Lovaina, de treinta y cuatro suicidas, catorce eran soldados cuando ingresaron, y de veintinueve locos, seis. Ya sabemos que de estos números aislados nada se debe concluir; pero dan qué pensar y pueden ser un dato para investigar hasta qué punto los rigores injustos de las leyes contribuyen a trastornar las naturalezas mal equilibradas. En los Códigos penales más perfeccionados se ven disposiciones contra la justicia: según uno de los más perfectos (aplicado a la letra), es posible condenar a tres años de prisión al que eche agua en la leche, y equipara la falsificación de una medicina con la de un alimento cuyo valor y calidad disminuya por haberle añadido sustancias extrañas (no dice nocivas)9.

Puede decirse, en general, que hay leyes que combaten el delito: las que son justas; leyes que cooperan al delito: las que son injustas. Cuando se haya explicado bien el carácter y consecuencia de éstas; cuando tales explicaciones hayan tenido la publicidad necesaria; cuando se haga una activa propaganda; cuando los que pueden consagrar mucho tiempo a la lectura y los que disponen de muy poco aprendan en libros y en folletos, en resúmenes y en artículos, cuáles leyes cooperan al delito y cómo; cuando se establezcan concursos y se den premios a los autores que faciliten este conocimiento, entonces la conciencia pública ilustrada conseguirá modificar los Códigos.

No puede admitirse en favor de las leyes inmorales el argumento de que proporcionan a veces recursos al Tesoro, porque los ladrones podrían alegar la misma razón ante el Tribunal.

No es posible que el mejor sistema penitenciario dé buenos resultados con leyes que cooperen al delito o le penan con exceso e injusticia. El penado, en general, no analiza, no puede por lo común distinguir las partes que componen el todo, que resume con el nombre de pena, prisión, cautividad degradante que le oprime y en muchos casos le desespera. Si la ley ha sido injusta, si la fuerza pública le ha maltratado, si el juez no tuvo en cuenta su derecho, la penitenciaría, por bien organizada que esté, no será para él más que una fuerza que le oprime porque es débil. Consecuencia de esto la rebeldía material muchas veces, moral casi siempre, y la dificultad de infundir en el ánimo del penado la calma resignada, sin la cual no es posible influir en él para el bien de una manera eficaz. El empleado bien intencionado, que no halla de continuo sino desconfianza y rencor en el recluso, que, lejos de creer en su buena voluntad, le trata de hipócrita y de instrumento asalariado de la injusticia social, concluye por agriarse y ser injusto para los que lo son con él, a menos que no tenga virtud y abnegación a toda prueba. Esta hostilidad del penado llega a todo y a todos, hasta el punto de que hasta el visitador caritativo que quiere ilustrar su ignorancia y consolar su infortunio la halla y no logra siempre vencerla.

Es cierto que hay rebeldes a la justicia, que muchos condenados justamente se quejan, o porque no la comprenden, o porque su perversidad irritada la rechaza; pero esto no es lo general, y para el empleado que comprende y quiere cumplir su deber, y para el visitador caritativo, lo más grave es verse en la necesidad de dar la razón al recluso cuando se queja de que es víctima de una injusticia.

Nótese, porque importa mucho tenerlo presente, que, alejándose de la equidad, cuanto más se agrava la pena menos se siente la culpa, y la injusticia de que el penado es objeto justifica a sus ojos la que él ha cometido. Esto no es de razón, pero es cierto e inevitable; así, pues, las leyes injustas, no solamente cooperan al delito, sino que dificultan la enmienda.

Cada vez se generaliza más la opinión, fundada a nuestro parecer, que para la aplicación equitativa de la pena debe dejarse gran latitud al juez, a fin de que pueda sentenciar según las circunstancias individuales del acusado, y no sacrificarle a la letra de la ley; pero más poder necesita, más amor al bien y más conocimiento de la verdad, para que la libertad no degenere en arbitrariedad, necesita un juez muy recto y muy ilustrado. Y los jueces, en general, ¿están a la altura de este poder absoluto que se pretende darles, ni aun del más limitado que hoy tienen? Hay excepciones, pero, en general, al menos en España, carecen del género de instrucción que necesitan para juzgar con acierto; suponiendo que sepan las leyes, desconocen por lo común al hombre que las infringe.

Cuando se trata de aplicar las leyes penales, ¿en qué consiste la divergencia que se observa casi siempre entre los médicos y los magistrados? En que la instrucción de unos y otros es incompleta cuando se trata de juzgar y penar, y generalmente tienen puntos de vista excluídos, como siempre que son limitados.

El carácter de este trabajo no consiente que nos extendamos más sobre este punto, ni que formulemos un programa de los conocimientos que deben exigirse al juez; pero observaremos que debe estudiar al hombre física, moral e intelectualmente, así como la sociedad donde vive, y conocer, no solamente la historia de las leyes penales, sino también la que le importa más saber: la de sus infracciones, es decir, la del delito, y hasta qué punto se engendra y se modifica por las condiciones sociales, y hasta qué punto se tiene caracteres persistentes a pesar de ellas; nunca se encarecerá bastante la necesidad de la ciencia que no se exige al juez: la del hombre.

La mayor extensión de conocimientos da mayor elevación de miras cuando ningún interés tiende a rebajarlas; da también tendencias más humanas. Esas rigideces férreas o cadavéricas de magistrados rectos, inflexibles e injustos, sin saberlo y sin quererlo, son generalmente hijas de la ignorancia. Con más conocimiento del hombre, las sentencias (entiéndase bien, las sentencias, no los jueces, a quienes no hacen la ofensa de calificar de inhumanos) se humanizarían, combatiendo el argumento más sólido que se hace en favor del Jurado; la especie de mecanización o de endurecimiento de que se acusa al juez, consecuencia en parte de no ver bastante al hombre en el acusado, y de imponer penas sin estudiar bastante, ni saber sus consecuencias y las causas del delito. Aunque la influencia del conocimiento del hombre y de la sociedad fuese grande para bien de la justicia, no sería bastante, y convendría además constituir los tribunales de modo que una parte de los jueces fueran jóvenes, a fin de reunir las ventajas de la sensibilidad y de la experiencia.

Otra garantía indispensable de la justicia es el derecho de discutir las sentencias. ¿Para qué publicarlas con sus considerandos y resultandos si no pueden discutirse? La publicidad por una parte, y el silencio forzado por otra, es una contradicción y un resto de procedimientos inquisitoriales. Que la sentencia sea firme, pero no indiscutible. Si es injusta, no dejará de ser reprobada, y el prestigio del juez pierde más que gana en sustituir la murmuración a la crítica, la murmuración imprudente, calumniadora, irresponsable, que difama más y contiene menos. Las garantías que no da ni puede dar el Jurado, se obtendrían en gran parte discutiendo las sentencias y quitando a los jueces el privilegio (peligroso para ellos y para la justicia) de una infalibilidad que no existe. Sin mala fe, que sólo como excepción debe suponerse, puede haber obcecación, pasión, incuria, ligereza, y en muchos casos convendría reforzar la atención y la conciencia con el temor de la crítica. Imponiéndole justos límites de moderación y de respeto, o no sería nada, o sería necesariamente científica, y sus inconvenientes (no negamos que los tendría) estarían grandemente compensados con sus ventajas.

Es para nosotros evidente que disminuiría mucho el número de los incorregibles con las reformas propuestas, no pudiendo hacerse contra ellas el argumento de los sacrificios pecuniarios que exigían, puesto que de realizarlas resultarían grandes economías. La injusticia es siempre cara a la larga; pero la que resulta de prodigar la prisión preventiva y correccional por poco tiempo, es cara inmediatamente. En todos los países cuesta muchos millones este poderoso auxiliar de la reincidencia.




II. ¿Qué debe hacerse con los incorregibles?

Como es una ilusión, y de las más perjudiciales, suponer que la sociedad se defiende con injusticias, para saber lo que conviene hacer hay que investigar lo que debe hacerse.

Los reincidentes, muchas veces calificados de incorregibles, constituyen, como hemos dicho, un mal grave, no un peligro para la sociedad, cuyas severidades provocan, no por la gravedad de sus repetidos delitos, sino por el número de los delincuentes.

Un gran criminal subleva la conciencia y conmueve la opinión él sólo: un delincuente de la clase a que pertenece por lo común el que reincide, calificado de incorregible, no inspira temores personalmente, sino como parte de una colectividad, y más cuanto ésta es más numerosa; pero téngase muy presente que el gran número de infracciones legales, máxime si no son graves, indica mayor influencia social en ellas; de manera que al incorregible se le trata con más severidad cuanta menos parte tiene en el mal que ha hecho. En un año de hambre hay más robos; atendiendo a las influencias sociales, a los elementos ajenos a la persona y voluntad del ladrón, un juez recto apreciará como circunstancia atenuante el mayor número de ladrones. Con la reincidencia repetida se procede al revés: el rigor que pretende desplegarse contra los incorregibles se funda (dígase o no se diga) en que son muchos, más que en la gravedad de sus faltas. Pero como cada uno no cometió más que la suya, esto de multiplicarla por las ajenas y dar el producto como común denominador o clasificador, podrá recibir el nombre de justicia, pero está muy lejos de serlo.

Otra de las ilusiones de los prácticos (que tienen muchas) es creer que la sociedad puede desembarazarse de esos miles de delincuentes que reinciden repetidas veces, cuando lo positivo, lo inevitable, es que ha de vivir con ellos en comunicación, si no fisiológica, patológica, como la que se tiene con un miembro enfermo que no es posible amputar. Y no lo es porque la pena de muerte, que el sentimiento público va rechazando aun respecto de unos pocos malvados, crueles, feroces, temibles uno a uno, no ha de aplicarse a miles de penados, más propios en general para inspirarle desprecio o lástima, que miedo; en cuanto a llevarlos a lejanas tierras, sobre que, dígase lo que se diga y hágase lo que se haga, serán siempre en corto número (respecto al total) los deportados o relegados o como se diga, variando las palabras para significar una misma cosa, no se desembaraza la patria de ellos por alejarlos; no corta toda relación con estos hijos desheredados; en comunicación con ella están, por los sacrificios pecuniarios que le cuestan, por los soldados que emplea y muchas veces sacrifica para custodiarlos, por los empleados que sin haber cometido delito son con frecuencia víctimas de una necesidad cruel, y, en fin, por las consecuencias de una pena que, como injusta que es en alto grado, devuelve en concausas de delito y reincidencia todos los sacrificios que para aplicarla se hacen.

No podemos escribir aquí un libro contra la deportación, ni traducir10 el que hace muchos años hemos escrito11 demostrando, a nuestro parecer, que es expediente, medida que se toma en virtud de una ilusión del egoísmo, poco escrupuloso y poco reflexivo, no una pena en el sentido jurídico.

¿Se quiere defender a la sociedad sin reparar en los medios?

Aunque empleando los que no son justos pudiera defenderse, no se lograría el objeto, porque el número de expulsados será siempre corto respecto del total de los delincuentes; porque éstos la temen menos cuanto peores son, y cuando son muy malos, hasta la desean y cometen crímenes para merecerla.

¿Se quiero corregir al delincuente?

El régimen penitenciario de las colonias ultramarinas tiene que ser, por necesidad, más imperfecto que el de la metrópolis, la pena fue un expediente, y su aplicación es una serie de ellos impuestos por las circunstancias, o determinados por el carácter del jefe de la colonia, cuyas facultades son más fáciles de marcar sobre el papel que de limitar sobre el terreno, y cuyo poder es inevitable que sea más o menos arbitrario.

Ya prepondera la idea de la prosperidad material de la colonia; ya la del orden, que está o se cree amenazado; ya la de humanidad; ya quieren atraerse o escarmentarse con rigores o complacencias vecinos turbulentos: al compás de ideas o propósitos que varían con las circunstancias o las personas que mandan, varan los procedimientos, y no diremos el sistema penitenciario, porque no sólo no le hay, sino que de hecho no puede haberle. Los partidarios de la deportación quieren una que pudiéramos llamar ideal o imaginaria, ni realizada nunca ni realizable, y acusan a los reglamentos, a las autoridades y a los empleados de los abusos y males que no pueden negar, como si una teoría esencialmente mala pudiera hacerse buena por el modo de practicarla. Lejos de corregir los defectos del llamado sistema por el modo de aplicarle, es inevitable que se aumenten. La tropa que custodia a los deportados no ha delinquido, y de hecho resulta castigada llevándola lejos de la patria, a climas a veces mortíferos, rodeándola de una atmósfera moral viciada y con un nivel intelectual muy bajo, y poniéndola en la necesidad de ser severa para suplir con el rigor la falta de número: todo esto es muy propio para desmoralizar y depravar. Los empleados se hallan en las mismas circunstancias, agravadas por el trato más íntimo con los penados, los mayores riesgos que corren, su impotencia para establecer el orden moral, como deberían si fuera un deber lo imposible, y la facilidad de lucrarse del desorden. Los que vayan voluntariamente no serán los mejores, y como quiera que sean, tienen que empeorarse, a menos que se santifiquen, lo cual ya se comprende que, por regla general, no sucederá. A veces se pide como remedio más tropa, más empleados; que si no basta uno por cada veinte deportados, vaya uno por cada diez. ¿Y los sacrificios pecuniarios que esto supone, encarecen o mucho más un expediente ya carísimo? En el papel cuesta poco añadir unos cuantos ceros, convirtiendo los miles en millones, pero al cobrarlos se ve que es imposible hacer desembolsos tan cuantiosos. Aunque se hicieran no se lograría que la tropa no se rebajase moralmente en las colonias penitenciarias, y los empleados aun más, ni que los abusos no se multiplicasen por la distancia y la corrección se restara hasta quedar reducida a cero. Una prisión o una colonia penal es un lugar moralmente malsano: para sanearle se necesitan muchas influencias de la atmósfera intelectual y moral exterior, y estas influencias faltan casi del todo, o totalmente, o son perniciosas en los países adonde suelen ir los deportados, lo cual constituye una de las dificultades insuperables para que las colonias penitenciarias ultramarinas puedan llamarse penales en el sentido jurídico de la palabra. Otro obstáculo invencible para establecer orden en ellas es el régimen a que ha de someterse el deportado. Todo el que entienda de presos y de prisiones, sabe cuán difícil es que en la habitación, en el alimento, en el vestido, en el descanso, en la instrucción, en el recreo, en el castigo, en todo el régimen, evitar los extremos de dureza o blandura. ¿Se suaviza demasiado? Es faltar por muchos conceptos a las condiciones de la pena. ¿Es severo en demasía? Falta a la humanidad. Ninguna persona experimentada dejará de convenir en la gran dificultad de evitar estos extremos. Pues bien; esta dificultad es insuperable cuando se trata del régimen y disciplina de colonias penales establecidas en lejanas tierras.

¿Se quieren realizar economías?

La deportación es un expediente muy caro, aun como ahora se practica; ¿qué sería si se perfeccionara el procedimiento según quieren los que piden más soldados y más empleados y mejor retribuidos para las colonias penales? ¿Se quieren colonizar posesiones lejanas y despobladas?

Proponiéndose este fin sin reparar en los medios, se sale ya de la esfera jurídica: se trata de lo que se puede, no de lo que se debe hacer; pero aun en este caso no se logra el objeto. Con penados solos no se coloniza, aun siendo hombres fuertes, con aptitud física y moral para el trabajo, y resistencia para no sucumbir en climas a veces mortíferos, y en todo caso, en tierras tan diferentes de la suya y que no se sanean sin peligro para los nuevos habitadores. Pero los penados de que tratamos no tienen estas condiciones; los reincidentes repetidas veces calificados de incorregibles son, por regla general, genio débil física y moralmente, sin voluntad de trabajar ni aptitud para el trabajo, ni resistencia para aclimatarse en apartadas regiones. Querer colonizar con tales colonos sería intentar un imposible, comprar sepulturas muy caras allende los mares para los que, sin estar condenados a muerte, se llevaban a morir, dándoles por verdugo la larga navegación, el clima y los trabajos forzados.

Ni en justicia ni en realidad puede ningún país expulsar grandes masas de penados incorregibles, que además serían sustituídos por otros si no se secaba el infestado manantial de donde procedían. Sobre esto conviene reflexionar.

Todo país tiene lo que pudiéramos llamar tolerancia antijurídica para cierto número de malhechores: tolerancia mayor o menor, según su nivel moral o intelectual y la justicia de sus leyes y del modo de aplicarlas; mientras la criminalidad no traspasa los límites marcados por esta tolerancia, los malhechores viven en guerra con la sociedad, pero viven arrostrando los peligros del combate, vencedores unas veces, vencidos otras. Si la tolerancia antijurídica se traspasa, lo que se llama la conciencia pública se subleva, la opinión se alarma, la persecución se activa, y de un modo o de otro caen los rebeldes a la ley, hasta que disminuyen en cierta proporción.

Una comarca dada no puede tolerar más que cierto número de ladrones, pasado el cual, ni hallan bastantes descuidados o débiles a quien robar, ni bastantes encubridores, ni pueden sustraerse a la persecución más activa, ni evitar que su masa mayor ofrezca blanco más fácil a los tiros de la ley; en una palabra, no pueden vivir, trabajar, como ellos dicen, porque la competencia excesiva les priva de trabajo. Esto se ve más claro en los países más atrasados, donde, como decíamos más arriba, puede estudiarse el delito más del natural. En España, en algunas épocas y en ciertas comarcas, el número de ladrones se ha aumentado más allá de la tolerancia (con ser mucha) antijurídica; entonces la persecución se ha activado, los escrúpulos respecto a los medios para conseguir el fin han disminuido, y los malhechores, porque eran más, porque eran demasiados, han tenido que irse a sus casas, a la cárcel o al cementerio. Si la pena que se les impone en estos casos intimida, por de pronto, y por un plazo que varía mucho, según las circunstancias, se someten a la ley, si no vuelven a rebelarse ellos u otros.

Decimos otros, porque hay en todo país cierto número de malhechores en potencia que pasan a serlo de hecho si las circunstancias exteriores favorecen su mala predisposición.

La deportación, como es una pena que no intimida, al contrario, atrae, deja vacantes miles de plazas sin inspirar temor alguno a los candidatos que han de cubrirlas, y que lo serán los malhechores en potencia, o los de hecho que reincidan, hasta completar el número correspondiente a la tolerancia antijurídica, a menos que otras circunstancias y medidas independientes de la que lleva a lejanas tierras a los penados no los retraiga de reincidir o delinquir.

Nos parece, pues, que a las ilusiones de los partidarios de la deportación hay que añadir la de que tantos delincuentes como embarcan para las colonias penitenciarias, tantos disminuyen los que en la metrópoli quedan; es como calcular el tiempo que tardará en agotarse un pantano, teniendo en cuenta el agua que se saca y haciendo caso omiso de la que entra.

Si es preciso renunciar a deshacerse de los incorregibles embarcándolos para lejanas tierras, porque en derecho no es justo y de hecho no es práctico, ¿que se hará con ellos?

Hay que clasificarlos primero y ver:

Los que son temibles uno a uno.

Los que sólo se temen porque son muchos.

Para el reincidente de homicidio o de grave ataque a las personas, no queda más recurso que la reclusión perpetua. Sabemos lo terrible que es una pena perpetua; que tal vez en otras condiciones hubiera podido corregirse el que la merece; pero el hecho es que no se ha corregido; que cuando ya no existían las circunstancias en que cometió el primer crimen ha cometido el segundo, y es de temer que cometa el tercero y el cuarto; semejante temor no sólo autoriza, sino que obliga a incapacitarle para nuevos crímenes; la libertad de que abusa no es tan sagrada como la vida de las víctimas inocentes que inmolará si la recobra: hay que defenderlas de un ataque probable y aunque no fuese más que posible; las primeras tuvieron derecho a matar (defendiéndose) al que las mató; las futuras tienen derecho a que la sociedad imposibilite al matador de derramar más sangre, y, dados sus antecedentes, no hay medio seguro más que la imposibilidad material. Con los reincidentes que no son temibles pueden hacerse pruebas, puede aventurarse otra reincidencia que sea la vagancia, la mendicidad, la embriaguez, el hurto, hasta el robo; pero cuando esta reincidencia sea el homicidio, la ley no puede en justicia correr estos albures correccionales, cuyo resultado será o pueda ser la inmolación de nuevas víctimas.

Recluídos para siempre el corto número de reincidentes peligrosos, queda la gran masa, los calificados de incorregibles que provocan los anatemas de la opinión y las severidades de la ley, menos por su maldad que por su multitud.

Dada la complicidad social, que es posible, que es probable haya contribuido a sus faltas; dadas las reglas mecánicas o aritméticas más que jurídicas que sirven muchas veces para calificar de incorregibles a los reincidentes, es seguro que entre ellos hay muchos susceptibles de ser corregidos. ¿Cuáles son? La ley no lo sabe, los jueces no lo saben, la Administración no lo sabe, no lo sabe nadie; pero los empleados en las prisiones pueden averiguarlo.

Pueden, decimos; pero como la investigación es muy difícil, para hacerla hay que empezar destinando a ella a los hombres más inteligentes, más morales y más experimentados; esto es esencial. El distinguir los incorregibles legales de los verdaderos incorregibles exige un tacto, una paciencia, un espíritu de observación, una bondad, tales condiciones, en fin, de inteligencia y de carácter, que no han de hallarse en la mayoría de los que forman parte de la administración penitenciaria. Hay que variar las reglas que por lo común se tienen para determinar las categorías, o invertirlas: la más alta del empleado debe corresponder a la más baja del penado, llamando categoría en éste su aptitud para volver a adaptarse a la vida jurídica. Esto, que, como digo, es esencial, parece claro y sencillo; al más poderoso obstáculo, la mayor fuerza para superarlo.

Las dificultades para rectificar la clasificación legal son graves. El crimen, prescindiendo de sus causas, tiene un relieve siniestro, líneas bien determinadas que trazó con sangre, con lágrimas, y acento que es como el eco de las voces que piden socorro o claman venganza. El delito, a medida que va disminuyendo su gravedad, se dibuja menos claramente, de modo que en los grados inferiores llega a confundirse con el vicio, con el descuido, con la necedad terca extravagante, o tal vez con la resistencia a mandatos no muy justificados, a veces, no sólo ante la moral, sino ante la ley misma. Ayer la embriaguez era un vicio: hoy es infracción legal; con la vagancia, la crueldad con los animales, la mendicidad, etc., sucede lo mismo: en algunos países se pena, en otros no. La libertad de comercio suprime los delitos de contrabando, penados muy severamente donde el comercio no es libre. Podría hacerse una larga lista de penas, unas justas, otras no, impuestas a acciones no ha mucho lícitas, o que lo son según los lugares; pero basta lo indicado para comprender que, en los últimos grados de delito, éste se diferencia poco o se confunde con el vicio, con la pereza y el espíritu de resistencia a las reglas, etcétera, etc. Y no sólo según los tiempos y lugares, sin o que en los mismos, según la posición social de la persona y las precauciones que toma, cae o no bajo la acción de la ley. Un petardista pide prestado lo que sabe no poder pagar; un holgazán rico y vicioso es un vago moralmente, y de la peor especie, y ni a uno ni a otro alcanza la acción de la ley penal, nueva prueba de lo poco determinadas que están a veces las diferencias entro ciertas acciones lícitas y otras que no lo son.

El vicio: he aquí la nota saliente, si no la característica, en los delincuentes que reinciden muchas veces. Hay viciosos que no son criminales, hay criminales que no son viciosos; pero es raro, muy raro, que dejen de serlo los reincidentes pertinaces. Y su delito, afine o confundido con su vicio, toma de él su carácter de pertinacia, tiende a la cronicidad. Todo el mundo sabe cuán difícilmente se corrige un vicioso, aun en las condiciones más favorables de posición social, instrucción, aprecio público, sea o no merecido, medios de satisfacer gustos y tendencias buenas que pueden neutralizar y aun vencer la fuerza de sus tendencias y gustos depravados, respeto y amor debido a las personas a quienes deshonra y aflige con su proceder, y, en fin, cuanto influye en un hombre para no dejarse avasallar por un desordenado apetito. Con todos estos elementos de triunfo, el vicioso es casi siempre vencido: era posible, fácil tal vez, que no hubiera caído; es dificilísimo que se levante.

Teniendo presente esto que todo el mundo sabe, se comprende la dificultad de corregir al delincuente vicioso cuando su vicio entra como causa poderosa, tal vez principal, de su delito, y éste participa de la tenacidad persistente, del hábito de satisfacer gustos depravados. Además, los sentimientos esenciales de humanidad; los impulsos de simpatía y compasión; la repugnancia o el error a causar grandes e irreparables males, que son un dique para el crimen, no contienen al vicio ni al delito afine a él. La conciencia propia (ni la ajena) no se subleva contra el hecho de embriagarse, pedir limosna, vagar por campos y ciudades, y contravenir a las órdenes de residir en tal parte y no ir a tal otra, o introducir una mercancía sin pagar los derechos fijados en el arancel o en la tarifa de consumos, cometer un hurto, etc.; de manera que el delito leve afine al vicio no tiene el freno del horror que inspira, ni es tan anormal a la naturaleza humana, y puede con mayor facilidad convertirse en modo de ser permanente. ¡Qué de dificultades para clasificar un delincuente de esta clase y para corregirle!

Para rectificar si es posible la clasificación legal, hay que investigar las circunstancias en que se halló el penado cuando delinquió y cuando ha reincidido, y lo que se ha hecho para corregirle o para depravarle. De estas circunstancias, de la edad que tenía cuando faltó la primera vez, de la que tiene, del tiempo que ha mediado entre la primera infracción y la última, de la clase de ellas, de la conducta del penado en la prisión, de su disposición a trabajar o repulsión al trabajo, de las relaciones con su familia, de sus aficiones cuando se le deja (como debe)alguna libertad para manifestarlas, de su estado físico, sano o enfermo, robusto o anémico, de estas y otras circunstancias, el funcionario inteligente y bondadoso puede inferir cuáles penados reincidentes son susceptibles de corrección: hemos subrayado el bondadoso, por que conviene fijarse mucho o insistir en que esta obra sólo puede llevarse a cabo por hombres de corazón. Sin compadecer a los que tienen tanto o más de desgraciados que de culpables; sin creer firmemente que entre ellos hay muchos susceptibles de ser redimidos del cautiverio penal, no es posible distinguirlos ni salvarlos: en su caída hay una cantidad mayor o menor, a veces muy grande, de egoísmo social, y no pueden levantarse sin el auxilio de la abnegación. Si el egoísmo sigue empujándolos o dejándolos rodar, se perderán irremisiblemente.

Puestos en observación, los que resulten susceptibles de ser corregidos según observadores competentes deben colocarse, hasta donde sea posible, en condiciones opuestas, o al menos diferentes de las que han tenido durante sus repetidas infracciones legales. Con esta clase de penados, los Tribunales de justicia tienen que dejar mayor latitud a la Administración penitenciaria, a fin de que los proponga para la libertad condicional cuando los considere capaces de usar de ella sin abusar, y si no, no. Esta latitud no será excesiva si la Administración elige sus funcionarios mejores para distinguir entre los reincidentes los que son susceptibles de corrección y para corregirlos.

Respecto a esta clase de libertos, el patronato es más indispensable; porque si el malo es siempre un ser débil moralmente considerado, los reincidentes de faltas o delitos leves suelen tener, además de la debilidad moral, la intelectual, la física, la de carácter, todas las debilidades, y necesitan apoyo más constante y eficaz.

Eliminados de la masa de los tenidos por incorregibles los que, bien observados y dirigidos, resulten susceptibles de corrección, quedará un número mayor o menor que sean o parezcan incapaces de usar de la libertad conforme a derecho. ¿Qué hacer de ellos? Matarlos, no es posible; deportarlos, no es justo ni conveniente, aun prescindiendo de la justicia, ni practicable, aun prescindiendo de la conveniencia, sino respecto a un corto número. ¿Qué hacer, pues?

Hemos visto que no corregido no es lo mismo que incorregible, y que de entre los tenidos por tales puede sacarse un número mayor o menor, creemos que muy grande, que puede corregirse. Entre los que se tengan por peores podrá haberlos capaces de enmienda, y todos lo serán de modificación, con excepciones raras, probablemente patológicas. Esta modificación en sentido del bien, podrá llegar a ser corrección legal; es decir, aptitud para vivir en libertad sin infringir la ley, o podrá no alcanzar nunca este nivel. Cuando la modificación en sentido del bien se prolongue bastante para dar fundada esperanza de corrección legal, puede aventurarse la libertad provisional; si el penado reincide, la condena debe ser más larga; si después de otro período de reclusión y otra prueba vuelve a reincidir, prolongar todavía más la prisión, de modo que pueda llegar a ser perpetua para el que es delincuente tan pronto como es libre. Decimos tan pronto, porque si el reincidente pasa mucho tiempo en libertad sin volver a reincidir, no debe ser tratado como incorregible; y si media cada vez más tiempo entre delito y delito, puede considerársele como susceptible de corrección, suponiendo que la gravedad del delito disminuya o no aumente.

¿A qué régimen penitenciario deben someterse los calificados de incorregibles? Variando los sistemas en práctica según los países, es natural que cada uno aplique a los reincidentes el que tiene adoptado como mejor; no obstante, como la celda para las condenas que no son largas apenas encuentra opositores, convendría aplicar el sistema celular a los penados de que tratamos por todo el tiempo que la ley lo consienta. La comunicación de esta clase de delincuentes es de lo más depravador, y su clasificación de lo más difícil, si no de lo más ilusorio. Como en todos los sistemas cabe más o menos severidad, ¿será ésta grande para los incorregibles? Respecto de ellos es todavía mayor la dificultad, siempre grande, de evitar los escollos de sobrada blandura y excesiva dureza. Los hay que no son más que desdichados; los hay más desdichados que culpables; los hay perversos, cubiertos de una lepra moral contagiosa; por eso es indispensable que en la penitenciaría se haga una clasificación imposible de hacer en el Tribunal, y que para hacerla bien se elijan los empleados mejores. La legislación penal debe modificarse, como hemos dicho, en el sentido de dejar mayor latitud a la Administración, respecto a los incorregibles, tanto para clasificarlos debidamente, como para el modo de tratarlos, que es el medio de corregirlos. Los reglamentos no pueden tener la flexibilidad necesaria cuando han de aplicarse a sujetos que serán infelices no más, o perversos en alto grado. Los que se alarmen por las facultades que consideren excesivas dadas a los empleados, deben tener en cuenta que en toda prisión hay una cantidad inevitable de arbitrariedad que es auxiliar o enemiga de la justicia según la inteligencia de los empleados, y al pedir los mejores para tratar con los incorregibles se los da la mejor, casi la única garantía de que no tendrán motivo de razonable queja.

No hay que hacerse la ilusión de que con un régimen apropiado y funcionarios elegidos, todos los calificados de incorregibles se corregirán; puede contarse con que un número mayor o menor serán refractarios, si no a toda modificación en sentido del bien, a la necesaria para la corrección legal; es decir, a la aptitud de vivir en libertad sin abusar de ella. Pero aun con éstos, la humanidad ha de poner límites a la severidad; la crueldad en ningún caso puede ser un derecho, y ante las prescripciones del médico tienen que detenerse los rigores de la disciplina, que además sólo por excepción parecerán necesarios; más que de domeñar rebeldías, se tratará de despertar inercias.

Para los calificados de incorregibles deben establecerse penitenciarías especiales, tanto para evitar su depravadora influencia, como para facilitar la clasificación administrativa que rectifique la de los Tribunales, y poder dedicar a este servicio un corto número de empleados elegidos.

Resumiendo. Si lo dicho en este Informe es exacto, resultará:

1.º Que la corrección no es una cosa absoluta, sino muy relativa y graduada, de modo que la masa que legalmente se supone homogénea está lejos de serlo.

2.º De que un penado o miles de ellos no se hayan corregido en las malas condiciones en que los han puesto, no puede inferirse que sean incorregibles.

3.º La ley no tiene, o por lo menos no emplea, sino medios muy groseros (a veces con evidencia absurdos e injustos) para calificar de incorregible a un reincidente.

4.º Hay relación entre la gravedad de una infracción legal y la facilidad de cometerla repetidamente. El delito, cuanto más grave, es más anormal, menos conforme a la naturaleza humana y, por consiguiente, menos propio para constituir el modo de ser permanente del hombre.

5.º Que hay incorregibles, aunque no tantos como se supone, los cuales son un grave mal para la sociedad, pero que no constituyen un peligro social.

6.º Que en la reincidencia hay complicidad social por:

a) El mal estado de las prisiones, que depravan en vez de corregir.

b) El abuso que se hace de la prisión preventiva, que debía ser la excepción para los procesados, y es la regla.

c) La pena de prisión por poco tiempo, que deshonra, deprava y no intimida.

d) La dificultad de rehabilitarse, a que contribuyen medidas preventivas que se aplican a todos los delincuentes, cuando sólo debían ser objeto de ellas los muy peligrosos.

e) Las leyes injustas que cooperan al delito.

f) Los jueces, que no están en general, por su saber, a la altura de su misión.

7.º Que debe limitarse la prisión preventiva a los procesados por delitos graves; suprimir la prisión correccional corta, sustituyéndola con penas que podrán variar según los países, y en general con la amenaza de que la pena suspendida se aplicará agravada en caso de reincidencia. Que para esta clase de penados en libertad, el patronato es más fácil y sería más eficaz, evitando que la mayor parte de las veces la amenaza legal pasara a ser un hecho.

8.º Que deben desaparecer de los Códigos las leyes que, como las que penan el contrabando, crean delitos en vez de combatirlos.

9.º Que los jueces deben tener más instrucción de la que hoy se les exige; no basta que sepan leyes: es preciso que conozcan a los hombres que las infringen y la sociedad en que viven.

10. Que las medidas verdaderamente eficaces respecto a los incorregibles, son las que tienen por objeto evitar que los haya o disminuir mucho su número.

11. Que el sistema de librarse de los incorregibles deportándolos no es justo ni conveniente aun prescindiendo de la justicia, ni práctico (respecto al mayor número) aun prescindiendo de la conveniencia.

12. Que los reincidentes deben ser clasificados, ante todo, en peligrosos individualmente, como lo son los reos de homicidio consumado o frustrado: para éstos la reclusión perpetua.

13. Que los reincidentes no peligrosos individualmente deben ser clasificados de nuevo por la Administración, para distinguir los que pueden corregirse (que habrá muchos) de los incorregibles.

14. Que para clasificar y corregir a los reincidente a que legalmente aparecen como incorregibles debe haber penitenciarías especiales, y destinará ellas los empleados más inteligentes y bondadosos.

15. Que a los reincidentes repetidas veces no se les debe dar libertad más que provisional, hasta que no abusen de ella durante un período de tiempo bastante largo para que pueda suponerse racionalmente que se han corregido.

16. Que la reincidencia es una cuestión social, y, por lo tanto, necesita para resolverse el auxilio directo de la sociedad, que ampare en vez de rechazar al liberto. Inglaterra, que ha visto disminuir el número de sus delincuentes, no deporta: patrocina.

17.Que aun los penados que no parecen susceptibles de corrección legal no deben considerarse como incapaces de ser más o menos modificados en el sentido del bien, lo cual, aun prescindiendo de consideraciones de orden superior, hará su trabajo más productivo y su custodia más fácil.

18. Que cuando se haya intentado de verdad y por medios adecuados, corregir a los que han reincidido muchas veces, si éstos vuelven a delinquir, los períodos de libertad que se les concedan serán cada vez más cortos, según se vayan repitiendo las reincidencias, y la pena de reclusión cada vez más larga, y podrá convertirse en perpetua si se ve que el penado es incapaz de vivir conforme a derecho estando libre.

19. Que el sistema penitenciario más apropiado para los reincidentes es el celular.

20. Que en cualquier sistema que se les apliquen las severidades de la disciplina, no han de traspasar los límites de la humanidad, porque la crueldad no puede ser un derecho, y los rigores de la disciplina, aunque parezcan merecidos, deben detenerse ante las prescripciones del médico.

* * *

Las páginas que siguen no tratan directamente de reincidentes, ni de incorregibles; podrán parecer sin relación con el tema: lo advertimos para que no se lean o no se juzguen con severidad. Creemos que no se apartan del asunto, porque en todas debe procurarse que de la verdad incompleta no resulte el error, y del error motivos de desaliento en un combate rudo, para el cual es necesario confortar el alma, no con ilusiones, sino con la realidad analizada, verdadera, no aparente.

Hemos dicho que la civilización activa, la comunicación de los hombres entre sí, sus relaciones y el peligro de que no sean todos conforme a derecho, haciendo indispensable mayor número de leyes, multiplica las ocasiones de infringirlas, y que de hecho, por el momento actual, y en muchos pueblos, la criminalidad aumenta, la ola sube, como se dice. Por otra parte, hay muchas personas, aun ilustradas, que creen y escriben que el progreso favorece el mal; si esto fuera cierto, no debería llamarse progreso, sino retroceso, y una civilización que desmoralizase estaría condenada moralmente, es decir, absolutamente, como una máquina ingeniosa cuyo resultado fuera aumentar las comodidades, el número de malvados que las disfrutaran y de desesperados que se rebelaban porque no podían disfrutarlas: esto sería horrible pero no es cierto, y nos convenceremos de que no lo es reflexionando:

1.º Que, aun cuando haya más delincuentes, no debe concluirse que aumenta la criminalidad, que ha de graduarse, no por el número, sino por la gravedad de los delitos; cien vagos y cincuenta rateros no pesan en la balanza de la justicia tanto como un asesino.

2.º Que los números de la estadística no hay que leerlos como la cuenta del sastre, sin atender más que a la suma; no son fórmulas de la verdad, sino medios de llegar a ella, y si no se suman bien pueden conducir al error. En un mismo pueblo, con los mismos datos, un autor dice que la ola de la criminalidad sube, y otro que baja.

3.º Que habiendo pueblos de los más civilizados, como Inglaterra, en que la criminalidad disminuye, y estando conformes en que es así todos los que del asunto se ocupan, la civilización no lleva consigo necesariamente un aumento de crímenes, sino que, por el contrario, limita su número.

4.º Que se da por definitivo un estado social transitorio. El progreso es como el crecimiento del hombre, que en ciertas épocas resulta desproporcionado, porque no está formado. Cuando la civilización acabe de completarse (ya ha empezado) en todas las esferas de la actividad humana, el número de delincuentes disminuirá.

5.º Cuando se habla de aumento de la criminalidad se entiende la que persigue la ley, prescindiendo de la que en nombre de la ley se hace. Despojos con violencia y contra justicia, las confiscaciones, ¿no eran verdaderos robos porque las decretasen los Tribunales? La tortura, ¿no era un crimen cruel porque el juez fuera cómplice del verdugo? Los que morían en el cadalso o en la hoguera por una opinión o una creencia, ¿no eran víctimas inocentes porque los sacrificara el fanatismo de un sacerdote o el despotismo de un rey? No ha desaparecido del mundo civilizado la criminalidad legal, no, desgraciadamente; pero tiende a desaparecer y ha disminuido mucho; de modo que en los cargos que se hacen a la civilización puede presentar como data el menor número de crímenes que comete en nombre de la ley.

6.º El mayor número de delincuentes penados puede ser consecuencia de que la sociedad es mejor, de que tiene sentimientos más delicados y conciencia más severa. Ayer el juez presidía la tortura de un mísero inocente, de una infeliz mujer; hoy pena al que maltrata a un animal.

7.º A las sociedades, como a los individuos, se les ha de juzgar por todas sus obras, por todos sus sentimientos, y sería grave error y grande injusticia prescindir de los nobles esfuerzos para no consignar más que las debilidades, y tener presente una culpa y olvidar una virtud, una acción heroica.

8.º El abuso de la fuerza es una señal característica de la maldad; la compasión y el amparo de los débiles una señal característica de la bondad; en esto parece que no cabe divergencia de opiniones. Pues bien; en este siglo se han abolido la esclavitud y las servidumbres.

El niño es objeto de leyes protectoras como nunca lo ha sido, y la compasión multiplica las asociaciones que le amparan, y la inteligencia estudia lo que en su beneficio puede hacerse: alimentación más sana, cama más higiénica, gimnasia más apropiada, cómo debe ser el asiento en la escuela, por dónde conviene que reciba la luz, de qué modo se le arrancará al padre cruel que le maltrata o al desmoralizado que lo corrompe.

Se han promulgado leyes que protegen a la mujer, si no contra todos, contra muchos abusos de la fuerza, y las costumbres la amparan también más que nunca.

El náufrago, acechado, tal vez atraído (en tiempos no lejanos) por el rapaz ribereño para robarle e inmolarle; el náufrago, cuyos despojos constituían un derecho que no se avergonzaban de ejercer los reyes, el náufrago es hoy objeto de cuidados que parecen maternales; en cualquiera playa donde le arrojen las olas embravecidas, halla compatriotas, amigos, hermanos que velan por él desde la ribera, que se ingenian para hablarle dándole consejos y consuelos, y van en su auxilio con peligro de la vida, que muchas veces pierden.

El herido en los campos de batalla, sacrificado ferozmente en otros tiempos, es hoy auxiliado por el enemigo cubierto con la bandera internacional de la Cruz Roja, donde están escritas estas palabras, inspiradas en el Sermón de la Montaña: Hostes dum vulnerati fratres.

En las epidemias, ¡qué de espectáculos abominables no ofrecían antes las ferocidades del egoísmo, enloquecido por el terror! Hoy es raro que el apestado no encuentre quién le socorra; por regla general, se le auxilia con abnegación que no parece heroica porque es común, y la calamidad, que ofrecía un cuadro aun más que triste repugnante por la dureza que ponía al desnudo, hoy viene a revelar virtudes que son auxilio y consuelo.

Los débiles enfermos hallan humanidad y abnegación, no sólo en los santos y en los justos, sino en los pecadores y culpables. En España, durante la última invasión del cólera, no hubo presidio en que la epidemia hiciera estragos, que no ofreciese ejemplos de humanidad y abnegación por parte de los presidiarios, y numerosos expedientes se formaron proponiendo rebajas de condena, que se han hecho, en premio de los servicios prestados por los penados durante la epidemia. No continuamos, como podíamos, consignando hechos en prueba de que la compasión por los débiles es hoy mayor que ha sido nunca, y más eficaz el apoyo que se les presta; pero antes de terminar citaremos los Congresos penitenciarios y los trabajos que a la ciencia penitenciaria se refieren, obra sin precedente, asociación de las inteligencias y de los corazones de todo el mundo para remediar y consolar esa gran debilidad, la más terrible de las debilidades, la que no resiste a la tentación de hacer mal. ¡Qué de estudios, desvelos y sacrificios para procurar la enmienda del culpable, para consolar al triste, para que su alimentación sea suficiente, su instrucción adecuada, su régimen higiénico, para que la enfermedad no le aniquile y el dolor no lo abrume! Ese caído, a veces tan repulsivo, a veces tan horrendo, halla centenares, miles de personas que se afanan por levantarle, y se comunican y discuten los medios más propios para conseguirlo, y acuden desde los últimos confines de la tierra al lugar donde los cita el amor a la justicia y la humanidad. En la balanza moral de los siglos, ¿a cuántos delincuentes (entre los que habrá muchos que no son más que desdichados), a cuántos delincuentes podéis hacer equilibrio los que estáis ahí reunidos en la capital de Rusia, y tenéis la representación de todos los que estudian los delitos y las penas y se interesan por los penados?

El siglo que menos abusa de la fuerza, que más ampara y consuela a los débiles, no retrocede, avanza en moralidad; si tiene más culpas, tiene también más virtudes; no es como debía ser, pero es más humano que ninguno.

En medio de tantas verdades como afligen, veamos ésta consoladora; tengámosla presente, los viejos para no morir con el desconsuelo de haber vivido en vano; tenedla presente los jóvenes para que os aliente en la terrible lucha con el mal.








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Congreso internacional de Amberes 1890 para el estudio de las cuestiones relativas al patronato de los reclusos y protección de los niños moralmente abandonados

Cuestiones sometidas al Congreso



Sección primera.-Protección de la infancia

Primera cuestión.-Con qué régimen puede asegurarse mejor el desarrollo físico, intelectual y moral de los niños que por diferentes conceptos deben ponerse bajo la tutela de la autoridad pública, y especialmente

De los niños delincuentes, o autores de un hecho que la ley califica de delito.

De los niños vagabundos.

De los niños moralmente abandonados.

Segunda cuestión.-El sistema de agregarlos a una familia, ¿ofrece ventajas para los niños?

¿Cómo debe organizarse este sistema?

Tercera cuestión.-¿En qué casos debe privarse a los padres de la patria potestad?

Cuando así se determine, ¿qué regla se dará para la guarda del niño?

Cuarta cuestión.-¿Qué reglas deben seguirse para la reclusión de los niños por corrección paterna?

Resoluciones que han recaído.

1.ª En principio, y si la situación del niño lo consiente, el mejor sistema es agregar a los expósitos abandonados o huérfanos a una familia, si puede ser, en el campo.

2.ª Se entiende por niños moralmente abandonados los que, a consecuencia de dolencias, negligencia, vicios de sus padres u otras causas, se hallan sin apoyo y privados de educación.

3.ª Antes de hacerse cargo de los niños moralmente abandonados, y como regla general, se procederá a una investigación respecto a la conducta y carácter del niño, situación y moralidad de sus padres; y si es posible, se le someterá por algún tiempo a observación y estudio especial.

4.ª Los medios de educación que deben aplicarse a los niños moralmente abandonados, según su edad cuando se los admite y sus circunstancias, son:

Agregarlos a una familia, con preferencia en el campo, que entren en un establecimiento de enseñanza, de internos o a media pensión.

Colocarlos uno a uno por grupos.

Agregarlos a una familia es en principio el sistema reconocido como mejor.

5.ª La comprobación de discernimiento conforme a las legislaciones positivas en caso de procedimiento contra niños menores de dieciséis años, no puede servir de base legal para clasificarlos; esta clasificación debe hacerse por la Administración.

6.ª El Congreso opina que debe privarse de la patria potestad a los padres o ascendientes condenados por crímenes o delitos que puedan comprometer la moralidad, la seguridad o la salud del niño.

La privación de la patria potestad será obligatoria o facultativa, según la naturaleza o la gravedad de los crímenes o delitos, y podrá pronunciarse también contra los padres y ascendientes notoriamente viciosos, y que con su embriaguez habitual, malos tratamientos y abusos de autoridad pueden comprometer la moralidad, la seguridad o la salud del niño.

7.ª Los hijos privados de la patria potestad estarán bajo la tutela de la autoridad pública siempre que los tribunales no dispongan otra cosa.

8.ª Es de desear que la privación de la patria potestad no se pronuncie nunca de un modo absoluto, definitivo e irrevocable, sino que, en todos los casos, el que ha sido objeto de ella pueda ser rehabilitado jurídicamente, y volver al ejercicio de los derechos indispensables para cumplir, respecto a sus hijos, el deber de educarlos que le impone la naturaleza y la ley.

9.ª Debe suprimirse la prisión con carácter de corrección paternal.

10. La reclusión del niño, por vía de corrección paternal, no puede mandarse más que por el juez, que tiene siempre el derecho de disponer que cese.

Los niños recluídos quedarán bajo la tutela de la autoridad pública.




Sección segunda.-Patronato de los reclusos y libertos

Primera cuestión.-¿Cuál es el mejor sistema para el patronato de los reclusos y libertos?

Segunda cuestión.-La institución de los asilos provisionales, ¿debe recomendarse?

¿Cómo se deberían organizar?

Tercera cuestión.-La vigilancia especial de la policía, ¿puede conciliarse con la obra del patronato?

¿Puede reemplazarse la vigilancia de la policía? ¿Cómo?

Si debe conservarse, ¿cómo se ha de organizar?

Resoluciones que han recaído.

1.ª El patronato de los libertos es el complemento indispensable de todo sistema penitenciario normal.

2.ª Debe adaptarse a la forma que esté más en armonía con las tradiciones, las costumbres y la legislación de cada país.

Sin proscribir ninguna el Congreso, considera que, para producir todos sus efectos, el patronato debe ser obra de la iniciativa privada, estimulada y sostenida con el apoyo moral de los Gobiernos, y, en caso necesario, auxiliada con fondos del Tesoro público.

3.ª El Congreso desea que se creen asociaciones de patronato dondequiera que haya una penitenciaría, y que se organicen de modo que permita proteger a los libertos dondequiera que vayan.

4.ª El Congreso desea que formen parte del personal personas de todas clases y condiciones, asegurándose, no sólo de la cooperación de los directores de las industrias, sino también de los contramaestres y obreros o gremios.

5.ª Recomienda que se enlacen entre sí las instituciones de todos los países por medio de una organización central, de modo que, conservando cada una su carácter propio y su autonomía, multiplique sus medios de acción con la comunicación de ideas, el conocimiento de los hechos y la combinación de los esfuerzos.

6.ª Es, además, de desear que se establezcan relaciones entre las instituciones del país para favorecer la acción común en los términos expresados en el reciente Congreso de San Petersburgo.

7.ª El patronato debe prepararse antes de la libertad. Con este objeto se visitarán las prisiones por miembros de las sociedades autorizadas por el Gobierno, que respetarán los reglamentos y no usurparán así atribuciones que corresponden al servicio penitenciario.

8.ª El patronato consiste, ante todo, en proporcionar trabajo y, si es posible, organizarle.

La reconciliación con las familias o los antiguos patronos, la vuelta a la patria o la expatriación, y para los jóvenes el aprendizaje de un oficio o el servicio militar, se recomiendan igualmente, según las circunstancias y usos de diferentes países.

9.ª Los socorros en dinero no deben darse sino por excepción, para una necesidad determinada y más bien en calidad de préstamo.

10. El patronato, en cuanto sea posible, debe extender su protección a la familia que depende del recluso o del liberto.

11. Convendrá que el peculio del liberto se confíe a sociedades de patronato, para que se lo vayan dando poco a poco y según sus necesidades.

12. El Congreso considera, conforme a lo expresado por el Congreso de San Petersburgo, como una dificultad real para el patronato, como un obstáculo para volver al trabajo el liberto, y, por consiguiente, como una causa fatal de reincidencia, el divulgar fácilmente entre los particulares los datos del casillero judicial o los que tenga la policía.

13. Los refugios o asilos cuyo objeto es recoger, precisamente en calidad de provisionales, a los libertos sin recursos, y darles trabajo si no le hallan fuera, son un medio de acción necesario para las sociedades que tienen que auxiliar a gran número de patrocinados.

La división de los libertos en grupos poco numerosos debe recomendarse dondequiera que pueda establecerse sin grandes gastos.

Los principios esenciales para la organización de estos asilos, son: la libertad de entrar y salir de ellos; un reglamento que fije la duración de la permanencia y los motivos de prolongarla; un régimen sencillo; una disciplina en armonía con el fin moral que se intenta, y el crear medios de procurar trabajo a los refugiados.

14. La vigilancia de la policía es un grave obstáculo para la obra del patronato.

En el estado presente de la legislación penal, sería de desear que el individuo sujeto a la vigilancia especial de la policía quedara exento de ella en tanto que estuviese bajo la protección del patronato, ya hubiera sido indultado o estuviera con libertad condicional.




Sección tercera.-Mendicidad y vagancia

Primera cuestión.-¿Cuáles son los medios preventivos que deben emplearse contra la mendicidad y la vagancia?

Segunda cuestión.-Bajo este punto de vista, qué relaciones deben establecerse entre las instituciones benéficas y el patronato.

Resoluciones adoptadas.

1.ª

a) Todo individuo que resulte absolutamente imposibilitado para ganarse la vida tiene derecho a la asistencia pública, y no puede ser considerado como mendigo y vagabundo, ni incurrir en este concepto en pena alguna.

b) La beneficencia pública debe acoger y auxiliar a los convalecientes hasta que hayan adquirido la fuerza necesaria para ejercer su oficio o profesión.

c) Los establecimientos y asociaciones de beneficencia pública y privada deben completar su obra procurando trabajo a los indigentes que socorren, y mientras lo hallan, dedicándolos a alguna labor que cubra una parte de los gastos que originan.

Se invita a la Administración de las poblaciones a emplear en lo posible los socorridos en los servicios públicos.

d) Los establecimientos y asociaciones benéficas deben favorecer la vuelta a la patria de los extranjeros, y al campo, cuando de él proceden, a los indigentes de las grandes ciudades.

2.ª Como remedio a la vagancia y a la mendicidad conviene generalizar las instituciones de previsión y asistencia, no solamente de orden privado, sino también de carácter público, como cajas de seguros o establecimientos para los inválidos del trabajo, etc.

3.ª Una vez que un sujeto sea calificado de vagabundo reincidente según las leyes de su país, debe permanecer todo el tiempo posible bajo la tutela del Estado, sometido a un régimen más severo, y la autoridad podrá concederle la libertad condicional.

4.ª Conviene, para contener los progresos de la vagancia y de la mendicidad, estimular la organización de instituciones y promover medidas legislativas propias para combatir el alcoholismo.

Aspiración general.-El Congreso hace votos porque los poderes públicos favorezcan en tan grande escala como les sea posible la acción de la iniciativa individual en favor de todas las obras benéficas.

Tales son las cuestiones propuestas y las resoluciones adoptadas por el Congreso internacional de Amberes.

Los Congresos internacionales que nacieron ayer, pueden llamarse hoy una institución, no consignada en ninguna ley de esas que se escriben, y muchas veces no se cumplen o se atropellan, sino sentida y pensada según las aspiraciones y necesidades intelectuales y afectivas del mundo civilizado. Caerán imperios; se transformarán las instituciones políticas; los formidables aparatos homicidas inmolarán victimas sin cuento; se luchará por una provincia, por una idea, por lo justo, por lo imposible; pero después del fragor, y del estrago, y de la horrenda carnicería, vencedores y vencidos enviarán sus representantes a los Congresos internacionales, donde unirán sus votos los que cruzaban sus armas; donde no hay naciones de primero y segundo orden, sino razones atendibles o no, ni más categorías que las intelectuales y afectivas; donde tiene entrada el pensador obscuro del último rincón de la tierra que ofrece el concurso de su inteligencia y de su buena voluntad.

¿Qué hay en estas reuniones que así las vivifica, que las ha hecho, las hace, las hará invulnerables a los odios que envenenan y a las luchas que desgarran? ¿Qué talismán poseen para ser consideradas y agasajadas con especial benevolencia por los reyes constitucionales, por los déspotas y por los magistrados de las repúblicas? Es que allí está lo universal, lo humano, ante lo cual se sienten pequeños, razónenlo o no, los que no son mas que una parte, y acaso no la mejor, de la humanidad; allí está la verdad, que quiere convertirse en justicia; el sentimiento, que inspira ese amor para el que no hay fronteras ni extranjeros; y quién sabe si hay allí también invisibles y potentes gérmenes del porvenir, y si aquellos hombres venidos de toda la tierra son los precursores del gran Jurado universal que resolverá conforme a derecho las cuestiones que son ventiladas hoy a cañonazos! Aun los que consideren esto como un sueño, tienen que reconocer la realidad de que no hay cuestión importante que directa o indirectamente no sea tratada en asambleas internacionales. En la reunida en Estocolmo hace pocos meses, decía J. Stuart: «Creo que los principales miembros de la Federación convendrán conmigo en que ninguna gran cuestión moral o social puede tratarse bien por una nación aislada, y que, para resolverla con prudencia, en justicia y de un modo durable, debe tratarse como cuestión europea y aun como asunto que interesa al mundo entero12

En algunas de estas asambleas no se excluye a las mujeres, antes se las invita y considera; otro indicio de que hay en tales reuniones poderosos gérmenes del porvenir.

La mayor importancia, aunque no la más ostensible de estos Congresos, es la de ser universales; tienen después la de ilustrar la cuestión concreta que se proponen discutir, y, por último, ser estimulo, ilustrar y animar (cuando se trata de ciencias sociales) al pueblo en que se reúnen, ya por el deseo de parecer culto y humano, ya por la influencia vivificadora que recibe de los representantes de la humanidad.

El Congreso de Amberes, como todos los internacionales, tiene estas tres fases; pero la última está más determinada que en otro alguno. En el preámbulo del decreto que la convoca se dice: «Durante mucho tiempo, la obra del patronato de los libertos no ha prosperado en Bélgica... Naciones vecinas han obtenido, en este orden de ideas, triunfos propios para animar nuestros esfuerzos nacientes...; el Comité de Amberes ha tenido la idea de hacer un llamamiento a las inteligencias y a las abnegaciones de todo el mundo, convocando en el suelo belga un Congreso internacional, en que todas las cuestiones teóricas y prácticas relativas a las obras de patronato puedan discutirse y resolverse.

»Este pensamiento ha obtenido desde luego importantes adhesiones; responde a la necesidad que sentimos en Bélgica de animar nuestras tentativas con el ejemplo y la autoridad de los hombres eminentes que ha mucho tiempo se consagran a los estudios sociales, ejerciendo la más benéfica influencia en las instituciones caritativas y penitenciarias. Los trabajos del Congreso nos pondrán de manifiesto la experiencia que otros tienen y nos falta.

»Entre los comités de patronato belgas, el de Amberes ha emprendido su obra con una abnegación, una actividad y un éxito que desde luego le han dado el primer lugar: la elección de Amberes como punto de reunión del Congreso, se justifica, casi se impone.»

Como se ve, la tercera fase, que puede considerarse en los Congresos internacionales, se percibe mejor en el de Amberes, determinándola aún más algunas circunstancias de sus sesiones. Asistía a ellos el Ministro de Gracia y Justicia, que siguió con gran interés la discusión y parecía resuelto a tener en cuenta las resoluciones que se adoptasen al proponer a la Cámara un proyecto de ley relativo a las cuestiones que se discutían. Al tratarse la de la patria potestad, la sección hizo suyo el proyecto de ley presentado por el Ministro a la Cámara. Aquí debe notarse, no sólo el auxilio intelectual y moral que respecto a asuntos graves pide un pueblo a los demás pueblos, sino también un principio de cooperación mutua, inmediata y de inteligencia práctica entre los pensadores y los legisladores y hombres de gobierno: el Ministro se inspira en el parecer del Congreso; una sección del Congreso hace suyo un proyecto de ley del Ministro. Este hecho (sin precedente, que sepamos, en una asamblea de esta índole) es, si no lo más notado, lo más notable de la reunión de Amberes. A la larga, ya se sabe que estas manifestaciones repetidas de lo que piensan y sienten todos los pueblos han de influir en las determinaciones de cada uno; pero el hecho a que nos referimos revela la eficacia de esa influencia, y hace esperar como más próxima la armonía entre la teoría y la práctica, o, para hablar con más propiedad, el convencimiento de que no son cosas diferentes cuando a la razón se ajustan.

Hay otra circunstancia digna de mencionarse: el Rey de Bélgica convoca el Congreso internacional, no para la capital del reino, donde están los legisladores, el Monarca, los altos funcionarios, el Gobierno, los grandes dignatarios, etc., sino para la ciudad donde hombres caritativos, enérgicos y perseverantes emprendieron con éxito la ardua empresa de sacar del abismo penal a los que han caído en él. Convendrá que estos ejemplos se repitan y se sigan, y que las capitales, para las grandes cuestiones estén donde puedan tratarse mejor y con más resultado, marcadas por la ciencia y la caridad, no designadas por la política, que para todo quiere convertirse en cabeza, y suele presentar cerebros monstruosos por su tamaño y enfermizos por sus elementos y estructura.

Debe notarse también que en el Congreso de Amberes, habiendo sido convocado para el estudio de las cuestiones relativas al patronato de los reclusos y a la protección de los niños moralmente abandonados, se forma una sección para tratar de la mendicidad y la vagancia, y en ella se opina que los inválidos tienen derecho a la asistencia pública, y que deben generalizarse las instituciones de previsión y asistencia, no solamente de orden privado, sino también de carácter público, como cajas de seguros o establecimientos para los inválidos del trabajo. Es decir, que dondequiera que hay una reunión universal de hombres pensadores y benéficos, repercuten los latidos de la humanidad y hallan patronos los que tienen hambre de pan y sed de justicia.

Estas resoluciones parecerán contaminadas de socialismo a los que no están dispuestos a conceder derechos que no se armonicen con sus ideas y sus intereses. Y les preguntaremos: ¿Qué se hace con los inválidos indigentes? ¿Matarlos? Suponemos que la respuesta será negativa. Y si no se matan, ¿cuál será mejor, mantenerlos mendigos, andrajosos, degradados, corrompidos y corruptores, hambrientos unos días, ahítos y embriagados otros, o sustentarlos ordenada y decorosamente, haciéndoles comprender que su derecho a la vida implica el deber de arreglarla a razón y justicia, y de trabajar según sus fuerzas, porque hay pocos absolutamente inválidos? Parece claro que la segunda solución es la mejor y la más barata, si no para tal cual individuo que no da limosna, ni quiere pagar unos céntimos más de contribución, para la sociedad.

Lo que erróneamente se calificaba de socialismo se va llamando justicia; y se lo llaman, no los obreros anarquistas influidos por odios seculares y agudos dolores, sino las personas principales que acuden de todas las naciones convocadas por los reyes para Congresos en que los Gobiernos están representados. Lo que hace años llamábamos La Internacional de arriba y La Internacional de abajo13, es decir, las asambleas internacionales para discutir en la esfera serena de la razón los grandes problemas de la humanidad, y las que, al tratar estos problemas, se hallaban perturbadas por rencores, hijos del dolor, por errores, consecuencia de la ignorancia, estas Internacionales, que parecían separadas por un abismo, se van acercando: la una ha depuesto muchos odios y limitado muchas aspiraciones: la otra concede más y no escucha los oráculos del egoísmo.

Respecto a su importancia internacional, el Congreso de Amberes ha tenido que luchar con dos inconvenientes graves: la proximidad del de San Petersburgo, y el poco tiempo que ha mediado entre la convocatoria y la apertura. Los que habían acudido a la capital de Rusia, de España y de Turquía, de los Estados Unidos, de América y del Japón, no era probable que, apenas llegados a su país, emprendieran un viaje a Bélgica; a pesar de este grave inconveniente, y en prueba del poder de vida y de, atracción que tienen esas asambleas universales, puede citarse el hecho de ciento doce adhesiones de extranjeros, la mayor parte presentes en la de Amberes. No tenemos aún conocimiento14 de las discusiones ni de los trabajos escritos, que son el nervio de los Congresos internacionales, porque es lo más pensado y lo que queda.

Las conclusiones, en general, aceptables muchas, recomendables en conjunto, se inspiran en las ideas y sentimientos de las personas que son autoridad en los asuntos a que se refieren. En alguna, como la relativa a asilos para libertos, difiere del Congreso de Roma el de Amberes, y, a nuestro parecer, la razón está de parte de este último. Estas divergencias no deben redundar en descrédito de los Congresos internacionales, y consisten, no en que no sean capaces de dar grandes frutos, sino en que a veces quieren recogerse antes de que estén sazonados, y se nota como cierta impaciencia de dar por resueltas cuestiones que no lo están, y en algunos casos se hacen transacciones que en la práctica se comprenden, pero que razonablemente no nos explicamos en teoría. Tal vez fuera mejor, en vez de resoluciones, resultado a veces de conciliadores términos medios, publicar las cuestiones, según se votaron en pro y en contra, con los nombres de los votantes. Debe tenerse presente que las mayorías acaban, pero no empiezan por tener razón.






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Informe presentado al Congreso internacional de Amberes, 1890

Sección segunda



Primera cuestión

¿Cuál es el mejor sistema de patronato para los penados y libertos?

Antes de hacer algunas indicaciones respecto de la mejor organización del patronato, creemos útil repetir lo que decíamos al Congreso penitenciario internacional de Estocolmo:

«Para comprender bien la alta misión de la obra del patronato, hay que hacerse cargo de lo que ha de ser ante la opinión pública; se la acusa de rechazar al que sale de presidio, y de hacer imposible su enmienda suponiéndola imposible, empujándola a la reincidencia con los obstáculos que opone a su regeneración.

Concedemos que la acusación es en gran parte fundada; pero la cuestión debe considerarse por todas sus fases.

»Primeramente, ¿conviene que la sociedad reciba al que ha sido penado, sin desconfianza ni repugnancia alguna? Prescindiendo de los inconvenientes materiales, y en algunos casos de los peligros, y aun suponiendo que no haya ninguno, ¿es conveniente, es razonable, es justo no hacer distinción alguna entre el hombre siempre honrado y el que ha sido delincuente? Aunque se haya corregido, lo cual nadie sabe con seguridad, ¿merece la misma consideración y aprecio que quien ha perseverado en la virtud a pesar de las circunstancias más desfavorables y de las pruebas más duras? Nótese que la mayor parte de los trabajadores, pobres, miserables, viendo el lujo y la holganza, tienen grandes estímulos para hacer mal y resisten a ellos. ¿Qué pensaría el pobre honrado, que no se apropió nunca lo ajeno aunque sus hijos tuviesen hambre y frío, si se le considera absolutamente lo mismo que al que ha sido condenado por robo? ¿Es elevar o rebajar la moral pública, pasar un rodillo nivelador sobre las frentes puras y las frentes manchadas, y a fin de no conservar rencor, no hacer distinción entre faltas graves y grandes méritos? ¿Es un estímulo para perseverar en la práctica de virtudes difíciles ver que no inspiran más respeto que los delitos, una vez transcurrido el tiempo que se supone necesario para castigarlos?

»¿Se estrechará con la misma efusión la mano que enjugó las lágrimas del afligido, que aquella que vertió la sangre del inocente? ¿Puede concederse igual estimación al que aspira a borrar su pasado y al que desea que se tenga presente, al que necesita perdón y al que reclama justicia?

»El progreso se manifiesta por acciones y reacciones, consecuencia desdichada y probablemente inevitable de la imperfección humana; el horrible anatema que pesaba sobre el pecado, quieren algunos convertirle en candidatura a la estimación pública espontánea o inmediata: tan pronto como salga de la prisión, se equiparará al hombre siempre virtuoso, censurando a los que establecen diferencias que han de convertirse en dificultades para el que se ha apartado del buen camino y quiere volver a él.

»Debe tenerse muy presente que estas dificultades, en cierto grado al menos, están en la naturaleza de las cosas, y que esta igualdad ante la opinión que algunos pretenden establecer entre el hombre honrado y el licenciado de presidio no es natural ni es justa. Si bien se considera, hay más equidad en las severidades de la justicia que en las complacencias cuando son ciegas, que para favorecer la enmienda del criminal privan al hombre virtuoso de aquella consideración merecida, que con el testimonio de su conciencia constituye tal vez la única recompensa de grandes merecimientos.

»Hay dos hechos: la necesidad que tiene el que sale de presidio de que no se le cierren las puertas, y la propensión del público a cerrárselas, propensión hasta cierto punto necesaria.

»¿Quién conciliará estos extremos? ¿Quién armonizará discordancias que tienen raíces tan profundas? La caridad, nada más que la caridad: sólo ella, valerosa y amante, alarga sin vacilar la mano al culpable; se sienta a su lado, lo anima, le calma, le guía, le acompaña, llama con él a las puertas de la sociedad, que se las abre, viéndole bajo la custodia de esta divina protectora. Ama tanto, que no teme nada; su confianza generosa obliga al culpable, alienta a los que le temían, disminuye las repugnancias; con su amor prepara el perdón, el olvido, la rehabilitación, que tal vez se negaba a la justicia y obtiene la caridad. A ella corresponde restablecer la armonía rota entre el delincuente y la sociedad, y probar, por sus relaciones con él, que no ha perdido las cualidades esenciales de un ser razonable y moral.»

Definida la esencia del patronato, que es poner término a un conflicto necesario, trátase de hallar los medios más adecuados para lograr el fin; hay uno que para nosotros tiene importancia capital, y que indicábamos al citado Congreso de Estocolmo en los términos siguientes:

«...Es aún más importante reclutar miembros (para el patronato) en todas las clases de la sociedad, lo cual comprendemos que ha de ser difícil por muchas razones: la primera es el error de gran número de personas persuadidas de que sin dinero no se puede hacer obra de caridad; así se excluyen los pobres de muchas obras benéficas, privándolos de un medio de perfección, y a la sociedad de auxiliares poderosos. La fraternidad no consiste en conceder derechos que no pueden rehusarse ni en dar limosna, no; la fraternidad es el amor, el aprecio, las relaciones establecidas bajo pie de igualdad, es la unión de los corazones. Si queremos fraternizar con el pueblo, es preciso que comulguemos con él, y que comulgue con nosotros en el altar de las buenas obras: muchas pueden hacerse sin dinero; con dinero sólo no se hace ninguna.

»La cooperación del pueblo es indispensable para la obra del patronato de los libertos; de poco les servirá que los ricos y los sabios los protejan si son rechazados del taller: un protector allí les sería más útil muchas veces que todos los que puedan tener en los salones y en las academias. Los servicios que los socios de blusa podrían hacer a la obra del patronato son inmensos; se hallan más cerca de los protegidos, trabajan tal vez a su lado, ven si vacilan y están para apartarse del buen camino, observan las faltas que preceden a los delitos, pueden con el buen consejo neutralizar la pasión que ciega y tender la mano al que está en peligro de caer. Los protectores de una condición social que los aleja del liberto tienen pocas ocasiones de conocer a su protegido aunque las busquen, lo cual no es muy común ni muy fácil. Tal vez se crea que el protector de blusa carezca de autoridad; pensamos, al contrario, que su autoridad será mayor, porque su ejemplo vale más que todos los discursos. ¡No se sabe cuánta fuerza pierde la exhortación hecha a un desdichado por el que es dichoso o se lo parece! El que disfruta de todas las ventajas inherentes a una buena posición social, despierta en el ánimo del desgraciado que intenta persuadir la idea de que es fácil exhortar a la resignación de males que no se sufren, y pedir esfuerzos que no sería capaz de hacer el que los aconseja. Pero cuando la situación material del protector se aproxima mucho a la del protegido, cuando su tarea es ruda, cuando gana penosa y obscuramente su vida, sin lisonjas del mundo ni favores de la fortuna, entonces está autorizado para hablar de trabajo y de resignación, y ni hablar necesita; el ejemplo de un pobre honrado que lucha con la suerte adversa, es más elocuente que todas las doctas peroraciones. Se dirá tal vez que la cooperación de los obreros a la obra del patronato de los libertos es imposible; no nos lo parece, y debería intentarse, contentándose al principio con resultados mínimos, y considerando que la historia está llena de imposibles (que lo parecieron) realizados.»

Hemos citado lo que decíamos hace doce años, no por la pretensión absurda y ridícula de autorizarnos con nuestra propia autoridad, sino por la que da el tiempo a las opiniones meditadas y sinceras cuando las robustece con la experiencia; y todo lo que hemos observado desde el año de 1878, corrobora, a nuestro parecer, lo que dejamos expuesto.

En cuanto a la organización para el patronato de los penados y libertos, creemos que debería partir de las bases siguientes:

1.ª Habrá cinco clases de socios, a saber:

Socios visitadores.

Socios protectores.

Socios hospitalarios.

Socios suscritores.

Socios bienhechores.

2.ª Son socios visitadores los que visitan al recluso en la prisión.

3.ª Son socios protectores los que, una vez puesto el recluso en libertad (sea provisional o definitiva), le protegen según dispongan los reglamentos.

4.ª Son socios hospitalarios los que se comprometen a hospedar a los libertos por el tiempo que marquen los reglamentos o ellos indiquen mediante una retribución que se estipulará.

Esta base podrá parecer inútil, y acaso lo sea; pero creemos que debe intentarse el bien que con ella se podría realizar. Habría que hacer comprender (y no es fácil) que retribuir no es pagar en éste como en muchos casos. A la Hermana de la Caridad se le da el alimento y una asignación mensual: ¿habrá quien crea por esto que su misión no es caritativa? La indemnización material necesaria, porque lo es que el obrero viva de su trabajo, nada tiene que ver con la abnegación que exigen y el mérito que tienen cierta clase de servicios. Los que prestarían los socios hospitalarios serían de gran precio, pudiendo evitarse, merced a ellos, los asilos, que tantos inconvenientes tienen y tan indispensables son a veces.

5.ª Son socios suscritores los que se comprometen a dar periódicamente una cantidad para los gastos del patronato.

6.ª Son socios bienhechores los que, sin comprometerse a satisfacer una cantidad determinada, hacen uno o más donativos.

7.ª Un socio puede ser a la vez visitador, protector, hospitalario y suscritor o bienhechor.

8.ª Para ser socio visitador se necesita el beneplácito de la Administración, que admitirá o rechazará los socios que el patronato le designe.

9.ª Para ser socio protector u hospitalario basta ser admitido por el patronato en la forma que determinan los reglamentos. Los socios suscritores o bienhechores pueden pertenecer a uno o a otro sexo.

10. La visita debe preceder con toda la anterioridad posible a la libertad del recluso patrocinado, para contribuir a modificarle, para procurar conocerle, y para utilizar este conocimiento, ya por sí, o dando instrucciones al socio que se encargue inmediatamente de la protección del liberto.

11. La visita es la base del patronato, que debe fijarse en su importancia esencial para que se haga y se haga bien.

12. Si los medios del patronato lo consienten, debe extender su protección a las familias necesitadas de los reclusos, o al menos ponerse en relación con las colectividades o personas que los protejan, y, en todo caso, manifestar su simpatía hacia ellas del modo que sea posible. Aun hombres que han cometido grandes delitos conservan a veces vivos y puros los sentimientos de familia, y el bien que a ésta se hace es un medio eficaz para influir en ellos. Si en vez de hombres se trata de mujeres, hay mayor probabilidad de que agradezcan el bien que por su familia se haga, y la gratitud, como todo noble sentimiento, y tal vez más que ninguno, puede combatir las empedernidas reservas y abrir el corazón a la confianza, tan difícil de inspirar y tan necesaria para corregir y proteger con éxito.

13. Para que haya la cordialidad indispensable entre el recluso o liberto y sus protectores, es indispensable que exista la libertad más completa. El recluso ha de ser dueño de admitir o no al visitador en su prisión, de aceptarle como protector fuera de ella, y hasta de que se confíen o no al patronato, para que los administre, los ahorros fruto de su trabajo. Esto parecerá tal vez excesivo; sabemos el abuso que hacen con frecuencia los libertos del dinero de que disponen, que, combinado con la libertad, constituye un peligro grave; la Administración puede combatir este mal por los medios que juzgue mas adecuados, como dar a alguna autoridad del lugar de la residencia del liberto la administración de todo o de una parte de su peculio; pero el patronato no puede admitir este depósito contra la voluntad de su dueño sin el doble peligro de aparecer codicioso del dinero de su protegido y de connivencia con la Administración para tenerle bajo una tutela opresora e interesada: por más absurda que sea esta suposición, no dejarán de hacerla la inmensa mayoría de los patrocinados. El patronato debe procurar con el mayor empeño ser y parecer independiente de la Administración.

Así como los detenidos están en libertad de admitir o no la protección del patronato, éste también es libre para no acoger bajo su protección aquellos reclusos que, en su concepto, no la necesiten o no la merezcan. Si se hace la visita de los detenidos, los visitadores serán los mejores jueces de si el detenido debe ser patrocinado; si no hay visita, el patronato la suplirá por los medios que le dicte su prudencia.

La visita se organizará conforme lo determinen los reglamentos15.

14. Los socios visitadores necesariamente habrán de residir en los pueblos donde están las penitenciarías que visitan, o en sus inmediaciones; pero los socios protectores y hospitalarios, no sólo pueden vivir lejos de ellos, sino que conviene que así suceda en muchos casos, para que protejan a los libertos que se alejen de los grandes centros de población, como es de desear que lo haga el mayor número posible.

15. Cuando la importancia del patronato y los medios de que dispone lo permitan, tendrá uno o más miembros agentes retribuídos que se ocupen exclusivamente de los asuntos de la obra; la elección de este funcionario tiene una importancia capital, y no debe recaer en persona que no reúna, a una gran bondad, mucha actividad, firmeza y prudencia. Decimos que han de ser miembros del patronato, no sólo para que estén más identificados con él, sino para que tomen parte en las sesiones y den su parecer y oigan el de los consocios.

16. Cada patronato tendrá una circunscripción que se marcará, y en la cual su acción será directa; es decir, que por medio de sus miembros o de sus agentes protegerá y vigilará al liberto; indirectamente podrá favorecerle entendiéndose con otro patronato a cuya circunscripción pertenezca el pueblo adonde él vaya a establecerse.

17. La Junta directiva de cada patronato radicará en la población donde esté la penitenciaría de mayor importancia, y tendrá secciones en todos los pueblos en que puedan formarse: en aquellos en que no haya socios bastantes para una sección, se agregarán los que hubiere a la más próxima. Estos socios diseminados pueden ser de grande utilidad y contribuir a que los libertos no se agrupen en las grandes poblaciones.

Los reglamentos determinarán las relaciones de cada sección con la central, de que formará parte la Junta directiva, y de ésta con las de los demás patronatos si los hubiere en el país.

Los socios suscritores y bienhechores no pueden asistir a las sesiones.

Los reglamentos determinarán las relaciones de cada sección con la central, de que formará parte la Junta directiva, y de ésta con las de los demás patronatos si los hubiere en el país.

18. Los socios visitadores podrán llevar a la visita a los más jóvenes o menos experimentados a quienes convenga recibir lecciones prácticas, pero con dos condiciones.

La anuencia del recluso visitado, y que el número de los que le visiten no pase de dos.

19. Por regla general convendrá que un mismo socio sea el que visite siempre al mismo recluso, y le proteja cuando recobra la libertad, o le recomiende a su nuevo protector, a quien instruya de las circunstancias del protegido; pero habrá casos en que convenga variar de visitador, porque los penados, lo mismo que los demás hombres, tienen sus simpatías y sus antipatías, y reciben a veces influencias de una persona que habían rechazado de otra.

20. El patronato ha de procurar la más completa armonía con la Administración en cuanto se refiere a la visita, sin alterar la disciplina y orden establecido en la penitenciaría, ni censurarle, aunque le parezca defectuoso; pero no consentirá nunca la fiscalización de los empleados; en la visita no ha de haber más que penados y visitadores; la Administración puede rechazar a los visitadores que no le inspiren confianza; pero, una vez admitidos, tienen derecho a que no se mezcle la suspicacia oficial en las relaciones íntimas de la desgracia y la compasión.

21. Si el patronato da conferencias en la penitenciaría, deberá ponerse de acuerdo con el director, tanto sobre el asunto, como sobre la forma y modo de tratarle.

22. La Junta directiva del patronato pondrá en conocimiento de la Administración cuáles son los libertos que patrocina, y la Administración le dará respecto de ellos cuantas noticias puedan ser útiles para evitar que reincidan, como también si su libertad es provisional o definitiva, y si tienen ahorros y cuántos.

Cuando el patronato deje de proteger a un liberto, sea porque no necesita protección, porque la rehúse o sea indigno de ella, lo pondrá en conocimiento de la Administración.

23. Será muy conveniente fundar un periódico que, a la vez que trate las cuestiones que interesan al patronato, consigne hechos, recoja los frutos de la experiencia, y sirva para comunicar y estrechar las relaciones de las secciones con la central, y de unos patronatos con otros.

24. Sería de desear que el patronato pudiera subsistir sin el auxilio pecuniario del Estado; pero como esto sólo por excepción parece posible, por ahora al menos, pueden admitirse, y si es necesario solicitarse, subvenciones del Estado. Respecto a los libertos cuya libertad es condicional, hay razón para pedir mayor auxilio; el Estado, que había de sostenerlos en la penitenciaría, debe auxiliar más eficazmente al patronato que contribuye a que no vuelvan a ella.

25. El patronato, que debe manejar sus fondos con grande parsimonia y prudencia, ha de tener al mismo tiempo completa libertad respecto al modo de invertirlos, publicando anualmente cuenta detallada de su procedencia e inversión.

26. Deben reunirse con la mayor frecuencia posible los individuos de las secciones y los representantes de éstas con la central, máxime si no hubiese periódico que pueda servir de medio de comunicación.

27. El patronato debe procurar con el mayor empeño tener miembros de todas las clases de la sociedad.

28. Estas reglas son aplicables al patronato de las mujeres, sin más diferencia que la de que sean personas de su sexo las que forman el patronato.

* * *

Siguiendo estas reglas u otras mejores, y como quiera que se organice el patronato de los penados y libertos, no hay que esperar que funcione de un modo perfecto desde el primer día, porque de todas las obras benéficas es la más difícil. Indiferencia de la opinión; hostilidades, si no constantes, frecuentes del elemento oficial; contrariedades en la propia familia; desengaños e ingratitudes de los patrocinados; dudas sobre lo que debe hacerse; amarguras de que no está bien lo hecho; desalientos de no poder nada o poder poco; peligros, horrores del mundo moral vistos de cerca y analizados: todo esto hay o puede haber para el que tiende la mano al que cayó en el abismo penal. ¡Qué dificultades al intentar sacarle, pero qué mérito en intentarlo! ¡Caridad sublime la que se acerca a ese leproso moral de que todos huyen, abnegación que escarnecen a la vez el criminal que no se corrige y el egoísta que no se conmueve! Quien la practica aparta los ojos de esas dos monstruosidades, una que la ley persigue, otra que la ley tolera, y busca en su corazón, no en la estadística, alientos para intentar el salvamento de aquel náufrago social; prosigue su obra, honra de la patria, gloria del siglo; sostiene la más deplorable de las debilidades, y consuela la menos compadecida y la mayor de las desdichas: ¡bendito sea!




Segunda cuestión

La institución de los asilos provisionales, ¿debe recomendarse? ¿Cómo deben ser organizados?

Al discutir la utilidad de los asilos provisionales para los reclusos que recobran la libertad, hay que hacer una distinción, según que se trate de hombres o de mujeres, porque respecto de éstas es para nosotros evidente la conveniencia de los asilos provisionales.

La mujer que sale de la prisión, encuentra para vivir honradamente los obstáculos que tiene que vencer el hombre, aumentados, más otros que el hombre no halla. La dificultad de proporcionarse trabajo y el descrédito, es mayor para la mujer; el vicio que él paga ella lo cobra, y lo que para el uno es causa de ruina, para la otra puede ser un medio de vivir sin trabajar. El poco amor al trabajo y el libertinaje que la llevaron a la prisión, la esperan cuando sale, y la ignominia que la cubre estimula los atrevimientos más brutales. No es una excepción rara aquel jefe militar que se complacía en que sus soldados acechasen a las penadas al salir de la prisión y tuviesen íntimas relaciones con ellas porque las suponía sanas, evitando así bajas en el regimiento y estancias en el hospital.

En el modo de pensar y de sentir de la sociedad actual, en su modo de ser, se exige de la mujer una pureza que ni aun se sueña para el hombre; cuando la pierde es objeto de menosprecio, y, a poco que descienda por el camino de perdición, de persona se convierte en cosa para los que no la compadecen y están dispuestos, no a fortalecer su debilidad, sino a explotarla; al salir de la prisión la esperan el vicioso y el proveedor del vicio, el desamparo y la casa maldita, cuya hospitalidad mata el cuerpo y el alma. Si la caridad compadece aquella mísera, si quiere ampararla, ¿dónde la llevará? Tal vez le ha preparado albergue y trabajo, tal vez ha podido conseguir que su familia la reciba, pero acaso no tiene dónde recogerla, o no se atreve a llevarla a ninguna parte: los arrepentimientos de la prisión, aun cuando sean sinceros, no siempre son persistentes ni están a prueba de libertad. En una casa hay un muchacho que se puede seducir, en otra una niña o una joven que se pueden corromper, y mal entendida sería la caridad que por favorecer a la que fue delincuente, y tal vez viciosa, la introdujera en una familia honrada antes de tener pruebas de que se ha corregido, pruebas que sólo puede dar en libertad.

Este amparo para las absolutamente desvalidas, este lazareto moral para las que hay temor de que estén contagiadas, ¿dónde se establecería si no hay asilo?

La organización de estos asilos no debe ajustarse a reglas inflexibles, que no se podrán aplicar igualmente a todos los países, ni acaso a las diferentes localidades de una misma nación. Donde sea aplicable, nos parece excelente el sistema adoptado por la Société des libérées de Saint-Lazare, y de que Mmes. de Bareau y de Bogelot dan idea en estos términos:

«Creemos que es necesario para conseguir transformarlas (a las que han sido penadas), recogerlas en pequeños asilos, transitorios o temporales, especie de casas particulares donde no pase de seis u ocho el número de las asiladas. La Sociedad tiene ya dos asilos de esta clase, en el campo, en Billancourt, cerca de París: están organizados del modo más sencillo y en las condiciones más prácticas y económicas.

»Modestas madres de familia, mujeres respetables acostumbradas a trabajar, antiguas institutrices o profesoras que aun no han obtenido plaza, viudas de empleados, he aquí la clase de personas en que se hallan fácilmente excelentes directoras para casas de salvamento. Su dirección, si ha de ser lo que debe, exige personas que conozcan prácticamente la vida y tengan hábitos de orden y economía.

»No se exige a las asiladas sino aquellos esfuerzos que puedan estimular sus buenos sentimientos. Procuramos, sobre todo, que discurran sin ajeno auxilio, y darles o restablecer en ellas el hábito de dirigirse; por lo tanto, las dejamos en completa libertad de ir a buscar el trabajo según les parezca, limitándonos a facilitarles los medios de conseguir su objeto, indicándoles las casas donde pueden presentarse.

»Para apresurar su entrada en la vida normal tienen completa libertad de salir y de elegir la ocupación que prefieran, porque todos los oficios no exigen las mismas condiciones; vuelven a la casa a las horas de comer. La única cosa que entonces se les pide es que digan la verdad respecto al resultado de sus gestiones. Para comprobar sus relatos y apreciar con exactitud las noticias que dan, es necesaria la vigilancia de una señora del patronato.»

Como hemos dicho, hay que amoldarse a las circunstancias; en una localidad permitirán estas pequeñas agrupaciones, y en otra impondrán la necesidad de reunir mayor número de asiladas, o aconsejarán la conveniencia de confiarlas a algún instituto religioso.

Respecto a la organización de los asilos, pueden darse, como reglas generales, las siguientes:

1.ª Que el trabajo, sin ser abrumador, sea verdadero trabajo; habiendo tantas dificultades para proporcionarle, no se pueden dictar reglas que habría que infringir según las circunstancias; pero el establecimiento de talleres creemos que tendrá siempre más inconvenientes que ventajas.

2.ª Que el alimento, el albergue, el vestido, sean lo puramente necesario fisiológico.

3.ª Que la disciplina sea severa, inflexible, pero no dura, y que las asiladas tengan libertad para salir del establecimiento, libertad que podrá graduarse y limitarse según los casos, pero que es indispensable como cooperador de la enmienda o como prueba de que no existe.

4.ª Que el sentimiento religioso se considere como auxiliar principalísimo para que el arrepentimiento llegue a ser enmienda y para perseverar en ella.

5.ª Que en las horas de recreo y días festivos las distracciones no den pábulo a la frivolidad, sino que más bien eleven el ánimo o fortalezcan el cuerpo.

6.ª Que la instrucción que pueda darse sea práctica y de las cosas más indispensables.

7.ª Que se atienda mucho a la salud de las reclusas y a robustecerlas, porque los desórdenes del sistema nervioso tienen con frecuencia parte en los extravíos de las mujeres delincuentes.

8.ª Siendo la entrada y la permanencia en el asilo voluntaria, la asilada que no se conforma con el orden establecido, de que debe enterarse antes de entrar, se entiende que renuncia a permanecer en la casa: no debe haber penas disciplinarias; alguna amonestación, la pérdida de alguna ventaja, es todo lo más que puede emplearse para corregir faltas que, repetidas, darán lugar a la expulsión: en ningún caso el asilo debe confundirse con la penitenciaría; en él hay libertad para entrar, para salir, para rechazar a las que no conviene que entren, y para despedir a las que hayan entrado si no se conducen bien.

9.ª Qué la permanencia en el asilo se prolongue cuanto sea necesario, que suele ser más de lo que comúnmente se cree; porque la reincidencia de las mujeres es más bien en el vicio que en el delito, y el vicio es más pertinaz, más fácil de convertirse en hábito y necesita más tiempo para desarraigarse.

Ya se comprende que la aplicación de estas reglas dependerá en gran parte de los medios de que dispongan las asociaciones protectoras de las mujeres desamparadas.

La cuestión de los asilos provisionales para hombres ofrece mayores dificultades: en pro y en contra se ha dicho mucho, y probablemente se dirá, hasta que la práctica y la teoría se pongan de acuerdo, cosa que, a veces, tarda años o siglos en realizarse tratándose de problemas arduos.

Se citan modelos como Couzon; se cita algún asilo que puede llamarse hospedería del delito, o, por lo menos, del vicio; pero estos casos excepcionales no deben tener mucho valor ni en pro ni en contra: los asilos que ha habido que cerrar por medida de buen gobierno son una excepción; hombres como el abate Villion son otra: si hubiera uno inmortal para cada asilo, esta institución tendría menos adversarios; pero hay que atenerse a la regla, a lo que por un orden regular se puede esperar o se debe temer de los asilos provisionales, prescindiendo de héroes que los transformen y purifiquen, y de miserables que los corrompan.

Hay que distinguir los asilos según que reciben libertos de las penitenciarías celulares o de, aquellos cuyo régimen es vivir en común o graduado, de modo que durante la condena, o al fin de ella, comunican con sus compañeros: respecto de estos últimos, no tiene valor la objeción de que se emplea mucho trabajo y mucho dinero en aislar a los penados en la penitenciaría para luego reunirlos en el asilo.

Convenimos en que nunca es conveniente reunir los libertos, que es preferible diseminarlos lo más y lo más pronto posible; pero ¿y cuándo no se puede? Sobre el papel es fácil la lógica, y la consecuencia y las simetrías intelectuales, pero sobre el terreno la realidad se impone. El liberto sale de la prisión; las personas honradas le rechazan; no hay asilo donde recibirle; se encuentra sin hogar y sin techo: ¿adónde va? La sociedad se encoge de hombros, como diciendo: que vaya donde pueda; y como no puede ir sino adonde se le recibe, y no se le recibe sino en casas donde hay gran peligro en que esté, donde se reúne con gente viciosa o criminal, lo probable es que vuelva a serlo. «Se deplora con razón el enorme número de reincidentes, dice el profesor Prins; pero debiera maravillarnos que este número no sea mayor.» El hombre honrado tiene razones para alejarse del delincuente; éste tiene motivos para volver a serlo cuando se ve rechazado por las personas honradas: el problema así planteado sin culpa de nadie o por culpa de todos, sólo puede resolverlo la caridad. Y cuando la caridad no encuentre ninguna casa honrada donde albergar al que sale de la prisión, ¿no es preferible que le acoja en un asilo provisionalmente y hasta que halle colocación? Allí se reúne con otros criminales, dicen los adversarios de los asilos. Y en la casa de mal vivir, ¿se reunirá con personas honradas? En el asilo están, por lo común, los menos malos de entre los delincuentes, y su régimen severo y moralizador le da indiscutible ventaja sobre la casa de mal vivir. Alarma la reunión de delincuentes donde están vigilados, disciplinados, amonestados y sostenidos, y no alarma que se agrupen abandonados a sí mismos en focos purulentos, en lupanares de la última categoría, donde el vicio más grosero y repugnante aloja a los candidatos del crimen.

Creemos que los asilos tienen graves, gravísimos inconvenientes (también los tienen los hospitales, que, no obstante, son un bien para el enfermo que está en la calle), y estos inconvenientes aumentan si los libertos han extinguido su condena en una prisión celular; por eso sería necesario que los patronatos pusieran el mayor empeño en tener socios hospitalarios, según hemos dicho al tratar la primera cuestión; sin esto, no vemos que el problema pueda resolverse satisfactoriamente.

Debemos advertir a los adversarios a todo trance de los asilos, que la comunicación en ellos no tiene tantos inconvenientes como en la prisión. El asilado está en libertad, debe disfrutarla una parte, del día, y la libertad, que es peligrosa para el incurable, fortalece y posee un poder vivificador para el que es susceptible de curación: la esclavitud tiene fermentos nocivos; no hay animal tan manso que atado no se irrite, ni hombre cautivo que más o menos no se deprave, a menos que no se purifique con una resignación excepcional: esta influencia bienhechora de la libertad debe tenerse muy en cuenta para no atribuir a los asilos más inconvenientes de los que tienen.

En cuanto a que el Estado subvencione los asilos de mujeres y hombres libertos, no nos parece conveniente. Se dirá tal vez que no es lógico auxiliar al patronato para que individualmente los socorra, y no al establecimiento donde se albergan; pero la lógica no es siempre la razón, porque hay que considerar, no sólo una institución en sí, sino por el efecto que puede producir en otras y en el público, y este efecto no creemos que sería bueno respecto de los asilos subvencionados.

Parece bien que se sostenga la prisión, pero parecería mal que se subvencionase el asilo; y hasta llegaría a creerse que era un insulto al buen proceder y un aliento al delito proporcionar tantas ventajas al delincuente. La cuestión, que tiene muchas fases, habría de ser considerada por ésta, principalmente por los miserables honrados, y mientra no se evite que existan no puede prescindirse de su modo de discurrir.

Los asilos han de ser obra de la caridad y sostenidos por ella, al Estado incumbe la inspección por lo que al buen orden se refiere y como garantía de que no habrá aglomeración de libertos, ni en su reunión peligro para la sociedad; por eso debe aprobar los reglamentos y cerciorarse de que se cumplen. Fuera de esta vigilancia, toda ingerencia será abusiva y contraproducente. La caridad necesita libertad siempre, y cuando ejerce una obra tan misericordiosa y difícil como amparar al delincuente para que no vuelva a serlo, serían altamente injustas las suspicacias oficiales.

En cuanto a la organización de los asilos para hombres, pueden aplicarse las reglas que hemos dado para los de mujeres, advirtiendo que la permanencia en ellos debe ser más breve para los hombres, y que en ellos la influencia de los sentimientos religiosos será menor y exigirá más tino y circunspección al procurar ejercerla que respecto a las mujeres.

Los asilos deben estar dirigidos por personas del sexo de los asilados.

Tercera cuestión.-La vigilancia especial de la policía, ¿puede conciliarse con la obra del patronato?-¿Es posible reemplazar la vigilancia de la policía? ¿Cómo? Si debe conservarse, ¿cómo se ha de organizar?

Lo que diríamos para manifestar nuestra opinión respecto a las relaciones del patronato de los libertos con la policía, lo ha dicho mejor que podríamos hacerlo Moreni, secretario del patronato de las provincias toscanas, citada por Pratesi en su informe al Congreso penitenciario internacional de Estocolmo.

«...La vigilancia de la policía, como pena legal que debe necesariamente imponerse sin distinción a todos los penados, como se hace entre nosotros, y cuyos inconvenientes no se procuran evitar, tiene tantos, que ciertamente reclaman la atención de los publicistas. Un mismo delito no indica siempre el mismo grado de moralidad. Hay penados respecto a los cuales la autoridad no puede, no debe hacerse ilusiones, y tratándose de ellos es doloroso, pero necesario, que, si es preciso, la ley se inspire solamente en su propia defensa; pero hay otros para los cuales la prudencia política y la moral pública reclaman ciertas consideraciones de equidad que es peligroso desconocer. Someter a la vigilancia de la policía al joven que el primer delito no ha corrompido, o que la pasión extravía, o que está en la prisión expiando faltas que no son suyas, denunciarlo de este modo al descrédito universal; renovar para él la pena infame de la marca; hacer de modo que, despreciado por los demás, acabe por despreciarse a sí mismo; en fin, que la vigilancia de la policía lo señale como licenciado de presidio, dondequiera y para todo el mundo, en el taller donde pide trabajo, en la posada donde pide albergue, ¿cuál será él resultado más positivo de esta forma de penalidad? ¿Una garantía de seguridad social, o un peligro más, creado para la moral pública? ¿Se aumentan o se disminuyen los males de la reincidencia? ¿Se reprimen las tentaciones, o se las estimula a recorrer de nuevo el camino del crimen? Si la vigilancia de la policía puede producir todos estos efectos, ¿cómo puede tolerarse la regla absoluta que sin distinción da la ley? ¿Por qué se vacila en confiar al tacto e ilustración del magistrado la decisión de si debe o no aplicarse? Basta lo dicho para probar que nuestra obra (la del patronato) no tiene nada de común con la vigilancia de la policía; diré más: no puede coexistir con ella.

»El patronato rehabilita: la vigilancia degrada; el uno intenta devolveros un nombre respetado: la otra os lo señala a la desconfianza general; aquí el propósito de borrar todo vestigio de la pena: allí el deber de recordarla, de continuarla, como el apéndice de otra pena. Pongo de manifiesto la naturaleza de los dos sistemas; no denuncio abusos, ni menos acuso ninguna intención; no obstante, dejo a vuestro juicio, señores, si los dos sistemas pueden conciliarse.»

Los hechos prueban que el patronato de los libertos puede coexistir con la vigilancia de la policía; pero prueban también que esta coexistencia es perjudicial al patronato, a los patrocinados y a la sociedad. El patronato puede vivir, no por la vigilancia de la policía, sino a pesar de ella; es una dificultad más, y grande, con que ha de luchar obra que ya encuentra tantas. ¿Es justo, es racional suscitársela? Lo dicho por Moreni nos parece evidente, y a la pregunta: ¿La vigilancia de la policía puede conciliarse con el patronato?, no vacilamos en contestar negativamente.

Moreni prescinde de los abusos y del celo indiscreto; pero no puede prescindirse en la práctica, porque es imposible que deje de haberlos. La policía no es un cuerpo cuyos individuos son todos impecables, sabios y circunspectos; sus atribuciones, por más que se haga, no pueden determinarse con toda exactitud en la práctica, y los que quieren generalizar y pregonar las excelencias de su vigilancia se parecen algo a los proteccionistas, que echan cuentas sin tomárselas al contrabando.

Pero como no depende de las personas caritativas e ilustradas suprimir la vigilancia de la policía, y como no deben esperar para constituir los patronatos a que se suprima, procuren al menos limitar su esfera de acción cuanto posible sea, y pidan lo que ya en algunos países se concede a los patronatos, cuyos patrocinados, por el hecho de serlo, están exentos de la odiosa y perjudicial inquisición.

A la segunda pregunta de la cuestión tercera contestamos que la vigilancia de la policía puede y debe reemplazarse por la protección del patronato. Éste también vigila; pero su vigilancia caritativa honra, ampara, sostiene, no es suspicaz ni implacable, ni exige instantáneas imposibles transformaciones. Cuando sus patrocinados se hagan indignos de su apoyo, o se sustraigan a él, o no le necesiten, lo pondrá en conocimiento de la Administración, dirigiéndose a la autoridad que marquen los reglamentos, nunca a la policía, con la que directa ni indirectamente debe tener relación alguna.

Tal vez se dirá que, por sustraerse a la vigilancia de la policía, grandes criminales que no tengan propósito de corregirse buscarán hipócritamente el apoyo del patronato. El éxito de la hipocresía es inevitable en cierta medida; pero esta medida es pequeña cuando se observa bien y por personas experimentadas. El que ha observado al recluso en la prisión, y tiene los necesarios antecedentes de su vida anterior a la condena y de las circunstancias del delito, y sabe cómo se conduce en libertad, no es tan fácil de engañar y está en mejores condiciones que la policía para distinguir el hipócrita que medita nuevos crímenes, del arrepentido que se propone respetar las leyes.

La tercera pregunta de la cuestión tercera queda contestada con lo dicho respecto a las otras dos; pero debemos añadir que, cuando se trata de criminales muy peligrosos o de reincidentes empedernidos, nos parece bien la vigilancia de la policía; lo que nos parece mal es la especial. ¿A qué se reduce ésta? En último análisis, a ahorrar trabajo al que vigila y poner al vigilado en condiciones favorables para la reincidencia. Si es un liberto que se conceptúa peligroso, la policía debe saber cuándo sale de la prisión, observar lo que hace, adónde va, y si se dirige adonde le está prohibido ir; en qué emplea el tiempo, con qué personas anda, etc., etc. Si le ve en mal camino, debe amonestarle secretamente de que está vigilado, de que se le siguen los pasos, de que se halla en gran peligro de infringir la ley y que no la infringirá impunemente. Esta vigilancia secreta, positiva, esta amonestación severa pero no pública, serán más eficaces para contenerle que las presentaciones a la autoridad, las prohibiciones de cambiar de domicilio y todas las vejaciones con que se denuncia al público el secreto que el culpable quiere y necesita guardar de su vida anterior. Se dirá que esta vigilancia constante y disimulada exige más trabajo y, por consiguiente, más personal; pero responderemos que, sustrayendo a ella los miles de libertos que no deben vigilarse, queda personal de sobra para vigilar, sin perseguir ni infamar, a los centenares que deben ser vigilados.







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