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Ingmar Bergman, resurrección de la pareja

Sergio Ramírez





Por semanas, mientras uno espera la oportunidad de conseguir entradas, se oye decir que Escenas de un matrimonio, la última película de Ingmar Bergman, es una gran obra maestra. Lo dice no solo la crítica de todos los países de Europa, sino el público mismo que abarrota las salas. Y pese a esta propaganda, a la desconfianza por las aclamaciones masivas, se sale también con la convicción de haber presenciado eso, una obra maestra. El paso adelante, la construcción de una nueva etapa en la carrera de uno de los genios del cine contemporáneo.

Escenas de un matrimonio es un film producido para la televisión, y de su duración original de seis horas, destinado a presentarse como una serie, Bergman reduce la versión cinematográfica a tres. De su extensión considerable, y del manejo de elementos televisivos (enfoques cercanos, escenarios interiores, casi siempre) resulta el primero de los milagros de que la obra consta: en un juego simple de rostros, estudios de manos, de movimientos, la cámara registra durante todo el tiempo, casi con exclusividad, los diálogos de una pareja, un matrimonio en la entrada a su edad madura, conversaciones circulares, banales a veces, con la riqueza de lo cotidiano otras, que construyen el drama. El cine, como un arte de las imágenes, que recurre a los recuerdos, a las vistas panorámicas, a la ilustración por medio de secuencias, desaparece aquí. Bergman borra a todo el Bergman anterior y logra el segundo de sus milagros: encantar a un público que sigue tensamente la sucesión de diálogos, dos rostros que conversan, como si se tratara de la mejor de las películas de aventuras. Se trata de la aventura de una pareja, o la pareja como aventura. La resurrección de la pareja.

El matrimonio como institución, es el punto de partida de esta aventura. En la primera de las cinco partes en que está dividido el film, (Primeros atisbos y amenazas), la pareja escucha con embarazo durante una comida íntima, cómo el matrimonio amigo se pelea amargamente, con saña, hasta el punto de los golpes y las lágrimas. Cuando al fin la visita se va, la pareja respira tranquila, despreocupada de cualquier querella. Es un mundo intocado e intocable, la perfecta redondez de la felicidad matrimonial probada tras largos años. La casa suburbana tranquila, los hijos dormidos en sus habitaciones, la seguridad económica (él es un profesor universitario, ella abogada especialista en divorcios).

En la segunda parte (Aprendiendo a esconderlo todo debajo de la alfombra), Bergman hace funcionar al matrimonio, ya no como institución de la segura tranquilidad intramuros, sino como la maquinaria dentada de las convenciones y las apariencias, la familia como juego de máscaras, los almuerzos obligados de los domingos en casa de la madre. Y el contrapunto se resuelve en la tercera parte (Paula). Él le anuncia una noche que tiene una amante hace tiempos, que se va ahora con ella por seis meses a París, que no sabe si va a regresar, una larga confesión, el clímax de la aventura que uno presencia como si se tratara de una de esas persecuciones en automóvil en los filmes de gánsteres. La tensión es la misma. El mundo cerrado y tranquilo, el mundo de las convenciones, se deshace, todo se quiebra vertiginosamente. A la mañana, cuando él se va, llama a ella a sus amigos íntimos a contarles, a pedirles apoyo. Todos lo sabían desde antes, se da cuenta entonces; el mundo no era ni tan seguro, ni tan cerrado, ni tan perfecto.

En la siguiente secuencia (Los analfabetos), Bergman entrega a la pareja a un reaprendizaje, profundo y radical, de cómo vivir. El matrimonio desaparece como traba, o como máscara, y la pareja, dividida, ensaya a acercarse despojada de sus lazos formales, ensaya el divorcio, no para separarse, sino para liberarse. Para poder encontrarse, al final, ya cuando después de diez años cada uno tiene su nueva familia; en esta última secuencia (Una casa solitaria en la playa, en una noche obscura), la pareja puede regresar al origen, solo como amantes, encontrándose lejos de las convenciones, de las ataduras, compartiendo el último y quizás el único verdadero de todos sus secretos. El amor, puesto a prueba de fuego, sobrevive intacto, purificado, a la aniquilación. En la soledad, en la noche junto a la playa, puede probar su resurrección, como en la primera de las noches, como en el origen.

Cada escena de esta película, es en sí una obra maestra, la seducción va repitiéndose, acrecentándose. Es teatro, es cine, es Bergman. No se puede en este espacio más que contar de lo que Escenas de un matrimonio trata. Lástima. Uno podría hablar de ella días de días. Y verla otra vez, por supuesto.

Berlín, mayo de 1975.





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