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1361

Regla 30 de cancelería.

 

1362

Regla 21.

 

1363

De Praeb., etc. cap. 4.º

 

1364

Para comprender lo que hemos dicho en el texto sobre la tendencia de la centralización del poder en la silla romana, debe recordarse lo que dijimos al tratar del romano pontífice y de los metropolitanos. La decadencia del poder de estos y de los concilios provinciales está en razón directa de la extensión que adquiría la autoridad pontificia. La antigua organización de los poderes eclesiásticos, tal cual estuvo hasta el siglo XI, ya no satisfacía, dijimos, a las necesidades de la Iglesia; el estado de las cosas exigía dar más cohesión a las partes y fortalecer la unidad, y como los metropolitanos, primados y patriarcas hasta cierto punto no eran más que unos delegados del romano pontífice, se concibe bien que la jurisdicción volviese a su fuente, cuando así lo exigió el bien de la Iglesia.

 

1365

Ya hemos visto que por un concepto u otro la mayor. parte de los beneficios llegaron a estar reservados al romano pontífice; pero respecto de los que todavía quedaron a la libre colación de los ordinarios, fue por una especie de condescendencia que con ellos se tuvo, a juzgar por el lenguaje de algunas decretales. Véase en prueba de ello lo que decía Bonifacio VIII, cap. 2.º, de Praeb., in Sexto: «Licet Ecclesiarum, personatum, dignitatum, aliorumque beneficiorum ecclesiasticorum plenaria dispositio, ad Romanum Pontificem noscantur pertinere...» Si se reconociese la exactitud de esta doctrina, la autoridad de los obispos, en cuanto a la colación de beneficios, sería una pura delegación pontificia, lo cual es de todo punto incompatible con los buenos principios canónicos. Por lo demás, las palabras que acabamos de copiar de la decretal de Bonifacio VIII prueban bien la exactitud de lo que hemos dicho en el texto. Esta doctrina viene a ser consecuencia de la consignada en otra decretal del papa Nicolao 11, dist. 22, cap. 1.º de Graciano, en la que se afirma «que la Iglesia romana instituyó todas las iglesias patriarcales, metropolitanas y episcopales, y las dignidades de las iglesias de cualquier orden», con cuyo lenguaje se da a entender que el romano pontífice fue el fundador de todos los beneficios.

Véase lo que dijimos en los párrafos 103 y 230 y sus notas. Las discusiones de los concilios de Constanza y Basilea, varios de sus decretos, y otros acuerdos que no pasaron de proyectos, prueban el espíritu que allí prevaleció, con más o menos fundamento, de favorecer los derechos episcopales y de restringir los del romano pontífice. Basta para nuestro objeto al presente consignar el hecho, sin necesidad de entrar en otras consideraciones.

 

1366

En la sesión 40 se propuso un decreto que contenía 18 artículos de reforma, que se habían examinado antes por las comisiones con mucha madurez, uno de ellos relativo a las reservas, cuyo decreto, o más bien proyecto de reforma, se dejó para el futuro pontífice, a cuya elección debía procederse inmediatamente, lo hiciese con el concilio: reforma in capite et in membris, se decía en él. Pero elegido Martino V en la sesión 41, que era la grande y perentoria necesidad de la época, y celebradas otras tres sesiones más, se dio por terminado el concilio, sin volver a ocuparse en aquel asunto.

 

1367

Concilio de Basilea, ses. 12.

 

1368

Ídem, ses. 31.

 

1369

Ídem, ses. 25.

 

1370

El papa Eugenio IV convocó un concilio general en Basilea; mas sabiéndose al instante que los griegos no querían internarse tanto en Europa, le trasladó primero a Ferrara y después a Florencia. La unión de los griegos, separados lastimosamente de la Iglesia romana después del cisma, era el grande negocio que había entonces de interés para la cristiandad; negocio de que ya hacía tiempo venían ocupándose por ambas partes, aunque sin fruto alguno; pero en aquella ocasión las negociaciones iban tan adelantadas, que se creyó no debía omitirse medio alguno para la realización de tan importante pensamiento. Así lo comprendió el papa Eugenio cuando mandó trasladar el concilio desde Suiza a Italia, lo cual no fue ciertamente un pretexto ni por un capricho, puesto que los griegos, desembarcando al instante en Venecia, y recibidos allí con una pompa y aparato sorprendentes, llegaron a Ferrara cuando todavía se estaba celebrando la segunda sesión. La importancia que justamente se daba al acontecimiento podrá comprenderse al considerar que al frente de los griegos venía el emperador de Constantinopla Juan Manuel Paleólogo y su hermano Demetrio, el patriarca de la misma ciudad, los representantes de los otros tres patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, entre todos 21 prelados de primer orden, y una comitiva que se hace subir por los historiadores a 700 individuos, entre las cuales venían las personas más esclarecidas que por diferentes conceptos encerraba entonces el Oriente. El resultado de estos esfuerzos, debidos a la política y celo religioso del pontífice, fue el más completo, porque la unión llegó efectivamente a realizarse, y se proclamó con la extraordinaria solemnidad que correspondía a la importancia de un acontecimiento tan fausto para las dos Iglesias. Pero ¡qué triste espectáculo de las miserias humanas estaban dando al mismo tiempo en Basilea algunos obispos y presbíteros que no habían querido oír la voz del pontífice, que los llamaba a Ferrara!... Allí, erigidos en asamblea cismática, pero sin dejar de titularse concilio general, aún después de haberse retirado el cardenal presidente Julio Cesarini, continuaron deliberando sobre gravísimos asuntos de disciplina, y dieron por fin al mundo el escándalo de deponer al legítimo pontífice Eugenio IV, nombrando para sucederle a Amadeo, duque de Saboya, que tomó el nombre de Félix V. El concilio de Basilea es tenido por ecuménico hasta la sesión 26; después continuó como asamblea cismática hasta el número de 45. En la 38 fue nombrado Amadeo, en 5 de noviembre de 1439.