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Ni en el Fuero Juzgo, ni en las Partidas, ni en ninguno de los antiguos códigos españoles hay una sola palabra que indique el ejercicio ni el derecho de retención de las bulas y breves pontificios. En la Real Cédula de los Reyes Católicos de 1497, por la que se mandó observar la cédula de Alejandro VI expedida a suplicación de los Reyes Católicos, se dispuso: «Que estén suspensas e no se prediquen ni publiquen bulas ni qüestas apostólicas algunas, salvo seyendo primeramente examinadas por el ordinario de la diócesis do se hayan de publicar, é por el nuncio apostólico, é por el capellán mayor de sus Altezas, é por uno o dos prelados de su Consejo por sus Altezas para estos diputados.» Nov. Recop., lib. II, tít. III, nota 1.ª a la ley 2.ª Como se ve por las palabras de la Real Cédula, el examen versaba únicamente sobre las bulas, muchas de ellas falsas, que tenían por objeto la publicación de indulgencias y exacción de limosnas para fines piadosos, y el examen no lo hacía ni el Rey ni sus Consejos, sino los prelados. Las leyes recopiladas, dos de los Reyes Católicos, una de D. Carlos y doña Juana, y otra de Felipe II, únicamente versan sobre la misma materia, y hasta Fernando VI en 1747, no hay ninguna relativa a otro asunto. La bula In coena Domine, a pesar de su remota antigüedad, no consta que se retuviese en España hasta en los tiempos del emperador, en 1551; es decir, que pasaron casi trescientos años sin que los reyes se atreviesen a oponerse a su admisión en estos reinos, y lo contrario hubiera sido un anacronismo inconcebible. Don Juan Luis López, del Consejo de S.M., en el Sacro y Supremo de Aragón, en su Historia legal de la bula In coena Domine, hace subir su primera publicación en Roma al año 1254.

 

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Nov. Recop., lib. II, tít. III, ley 9. La Importancia de esta ley y su frecuente aplicación por un concepto u otro en España nos ha movido a poner sus artículos por apéndice, para la más fácil inteligencia de los lectores, como puede verse en el lugar correspondiente.

Por el art. 90 del reglamento provisional de la Administración de Justicia pasaron al Tribunal Supremo las atribuciones que en lo relativo al pase de las bulas correspondían antes al Consejo de Castilla. En el día, el exequatur se concede por el Ministro de Gracia y Justicia, después de oído el Consejo Real, con arreglo a la ley orgánica del mismo de 6 de julio de 1845, art. 2.º, pár. 2.º, y Real Decreto de 21 de septiembre del mismo año, art. 9.º, pár. 7.º

 

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Véase al fin el apéndice relativo al Código Penal.

 

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Generalmente sucede lo mismo en toda sociedad naciente. Roma al principio se gobernó sine jure certo, sino lege certa, como dice el jurisconsulto Pomponio; ley 2.ª, part. 1.ª, Elig. de orig. jur. Lo cual no quiere decir sino que había leyes escritas, y que los reyes disponían lo conveniente en los nuevos casos que iban ocurriendo, como dice el mismo jurisconsulto: Apud romanos omnia a Regibus manu fuisse gubernata.

 

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De las actas de los concilios del segundo y tercer siglo no han llegado a nosotros más que fragmentos. En el segundo se celebró uno en Roma, bajo el papa San Víctor; otro en Lyon de Francia; otro por San Ireneo, y otros tres en el Ponto, Osroe y Acaya, todos para fijar el tiempo de la celebración de la Pascua. En Hierópolis también se celebró uno contra Montano, y en Pérgamo otro contra Colorbasio, de la secta de los Valentinianos. Algunos más se celebraron en el tercero, pero tampoco trataron de disciplina, sino sobre las cuestiones de la época, como del Bautismo conferido por los herejes, y lo relativo a los lapsos o que habían caído en la idolatría durante la persecución. Con este motivo se celebraron nueve en África, algunos en Roma y otros en varias ciudades del Asia.

 

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Evang. de San Mateo, cap. 22, v. 21.

 

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Las máximas cristianas sobre la caridad, sobre la limosna como medio de expiación de los pecados, sobre el uso de las riquezas, todo el conjunto, en una palabra, de preceptos de la moral evangélica, estaba en contradicción con las ideas y costumbres de la sociedad romana, sobre todo de los hombres poderosos, que en nada creían ni en nada pensaban sino en sí mismos y en sus sensuales placeres. La doctrina de San Pablo (Epístola a los de Éfeso, cap. 6, v. 5 y sig.) sobre el modo con que debían tratar los señores a sus esclavos, también debió ser oída con indignación por parte de aquellos, puesto que se establecía una especie de igualdad que engrandecía a los unos y humillaba a los otros. «Estando ciertos de que cada uno, ya sea libre, ya esclavo, recibirá del Señor la paga de todo el bien que hiciere, vosotros los señores haced otro tanto con ellos, excusando las amenazas y castigos, y considerando que unos y otros tenéis un mismo Señor allá en los cielos, y que ante Él no hay acepción de personas.» Los que con el azote siempre levantado miraban a los esclavos como cosas que formaban parte de su patrimonio, y leían en sus códigos que tenían sobre ellos el derecho de vida y muerte, ¿cómo no habían de resistir a una doctrina que por de pronto mitigaba los rigores de la esclavitud, y que para más adelante tendía a romper las cadenas que venía arrastrando una gran parte del género humano? Por eso nos dice la Historia que, por punto general, las gentes del pueblo que estaban menos corrompidas fueron las primeras que recibieron el Cristianismo, porque éste les daba consuelos y esperanzas que no echaban de menos los que en la abundancia y la disipación estaban adormecidos en los placeres.

 

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El edicto de paz fue publicado en el año 313. Proclamado emperador Constantino el Grande por muerte de su padre Constancio, supo desde York, en Inglaterra, que las guardias pretorianas habían dado a Majencio en Roma el título de Augusto; otros dos rivales más, Licinio y Maximino, se presentaron también a disputarle el cetro imperial, y a todos los fue venciendo después de largas y sangrientas guerras. La mano de Dios obró visiblemente en todos estos acontecimientos, preparándolo todo para el triunfo del que estaba destinado a ser el libertador de la Iglesia; en cuyo hecho hasta motivos de gratitud pudieron mover el corazón de Constantino, puesto que los cristianos generalmente se pusieron de su parte en la lucha que como legítimo emperador tuvo que sostener para quedar jefe único del Imperio.

 

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Pueden verse los cánones apostólicos en el cuerpo del Derecho Civil romano, después de las novelas del emperador León. Allí, como en varios tratadistas que también los consignan, se pone a la cabeza de ellos: Canones Sanctorum, Apostolorum per Clementem a Petro Apostolo Romae ordinatum Episcopum in unem congesti.

 

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En el canon 36 se manda celebrar dos veces al año el concilio provincial, lo cual se mandó por primera vez en el concilio general de Nicea. En el 39 se hace distinción entre los bienes patrimoniales y profecticios del obispo, lo cual no deja de ser un anacronismo bien chocante tratándose de los tiempos apostólicos. En el 42 se habla de las órdenes menores, y en el 12, de la distribución de las parroquias.