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Contiene esta colección los 4 primeros concilios generales, los 5 particulares de Ancira, Neocesárea, Gangres, Antioquía y Laodicea, aceptados después en toda la Iglesia; el de Sárdica, 9 de África, entre ellos 7 de Cartago, 17 de Francia, con igual autoridad que los españoles. De los celebrados en España, el muy célebre de Elvira, Tarragona, Gerona, 3 de Zaragoza, Lérida, Valencia, los 17 de Toledo, 3 de Braga, 2 de Sevilla, 2 de Barcelona, Huesca, Egara y Mérida, resultando entre todos 4 concilios generales y 67 particulares, de ellos 36 españoles. Contiene además la colección española 103 decretales de los Romanos Pontífices.

 

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Bajo la dirección del sabio y laborioso bibliotecario de la Biblioteca Real, el presbítero D. Francisco Antonio González, empezó a publicarse en 1808 la colección canónico-goda, no habiéndose podido terminar hasta 1821 por causa de los trastornos y vicisitudes políticas que sufrió la monarquía. Antes de la publicación fue preciso hacer trabajos preparatorios de mucho estudio y detenimiento, como trasladar los manuscritos árabes a la letra usual y corriente, confrontar los códices, corregirlos unos por otros hasta poder presentar perfecto y bien acabado el que se había de dar a la prensa. Estos trabajos fueron encomendados a sabios distinguidos, y con ellos y los que de antemano tenían hechos los eruditos Ambrosio de Morales, Juan Bautista Pérez y otros españoles distinguidos en las letras, pudo el referido bibliotecario llevar a cabo felizmente empresa tan ardua e importante. Se tuvieron presentes nueve códices, según refiere él mismo en el prólogo, respetables todos, y algunos muy especialmente por su remota antigüedad, y son:

1º. El código Alveldense o Vigilano.

2º. El Emilianense, o de San Millán.

3º. El Toledano I.

4º. El Toledano II.

5º. El de la Biblioteca Real.

6º. El Escuraliense III.

7º. El Escuraliense IV.

8º. El de Urgel.

9º. El de Gerona.

El códice Alveldense o Vigilano fue escrito por Vigila, monje del monasterio de Albelda, en la Rioja, y fue concluido en 25 de mayo de 976, según manifiesta al final en varios sitios y de diferentes maneras. Además de su antigüedad y de haber sido este ejemplar el principal o archetipo, como dice el bibliotecario Sr. González, tiene de notable el comprender también el Fuero-Juzgo, que se encuentra al final del manuscrito.

El Emilianense, llamado así porque estuvo guardado algunos años en el monasterio de San Millán de la Cogolla, fue escrito por Sisebuto y Velasco en 984, según una nota que se encuentra al fin del códice. Los demás son todos del siglo X y XI, exceptuándose el segundo de Toledo, que Julián, indigno presbítero, lo escribió tal como está, con ayuda de Dios, viviendo en Alcalá de Henares, que se halla situada sobre el campo laudable, en un miércoles, a 25 de marzo, era 1133.

No debe omitirse hacer mención en este lugar de la Real Orden de 13 de mayo de 1807, dirigida desde Aranjuez por el ministro de Gracia y Justicia, marqués de Caballero, al fiscal del Consejo D. Nicolás de Sierra, en la cual después de recomendar la importancia y ventajas de la colección de cánones que se iba a publicar, le dice: «que había propuesto al Rey ser necesario que no se pasase a la impresión sin que primero se examine si esta obra contiene alguna cosa que pueda perjudicar a las regalías de la soberanía; habiendo resuelto S. M. que, como instruido perfectamente en la ciencia canónica, y como fiscal suyo, vaya examinando con esta idea los concilios que progresivamente se le vayan remitiendo. En 23 de septiembre del mismo año contestó el Sr. Sierra, entre otras cosas relativas al asunto, lo siguiente: Debo hacer presente a V. E. que nada he hallado, ni que se oponga a las regalías del soberano, ni que deba sepultarse en el silencio.

La colección canónico-goda ha sido traducida al castellano, y enriquecida con notas e ilustraciones muy eruditas por D. Juan Tejada y Ramiro.

 

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Varían mucho los escritores al fijar la época en que salió a luz esta colección; dicen unos, entre ellos Selvagio, que fue al concluir el siglo VIII, otros que muy a los principios del IX, y otros en fin, algunos años más adelante. Sin que sea posible señalar determinadamente el año de su publicación, podremos aproximarnos mucho a la verdad, teniendo en cuenta que en la colección se copia textualmente un canon del concilio VI de París, celebrado en 829; canon que trata de los Corepíscopos.

 

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Hinemaro, arzobispo de Reims, en Francia, uno de los mayores sabios del siglo IX, en su Opuse. 33, cap. 24, habla del libro Collectarum Epistolarum quem de Hispania allatum Riculpus Moguntinus... obtinuit, et istas regiones ex illo repleri fecit. El cardenal Aguirre, entro los modernos, a pesar de que con toda su diligencia no pudo encontrar ningún códice que al nombre de Isidorus añadiese Hispalensis, sostiene también que el verdadero autor fue el doctor español, si bien afirma que los cánones de los concilios de Toledo y otros posteriores son adiciones de ajena mano. Tampoco pudieron ser de un Isidoro conocido con el nombre de Pacense, ni Isidoro Setubense, obispo de Setúbal, a cinco leguas de Lisboa, que murió a principios del siglo IX, porque no es posible sospechar que la situación en que entonces se encontraba la Península a causa de la irrupción agarena, pensase ningún español en ocuparse en trabajos de esta naturaleza, no habiendo un motivo particular para ello, como tal vez lo hubo en otras naciones. Además, si hubiese tenido origen en España, parece que el colector no hubiera incluido únicamente cinco epístolas decretales dirigidas a los obispos españoles, existiendo muchas recogidas ya en la colección canónico-goda.

 

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Observan los anotadores de Selvagio, Inst. can. diatrib. Isagog., part. 3ª par. 9º, que los obispos españoles no acostumbraban subscribir añadiendo Peccator a su nombre, y que se encuentra una sola excepción de esta práctica en un concilio de Barcelona del año 599, en el que firma Joannes Episcopus Gerundensis Peccator, lo que no sucede respecto de los obispos franceses, como se ve por las actas del concilio I y II de Tours y del II de París.

 

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Es bien notable el haberse celebrado muchos más concilios provinciales en los cuatro siglos siguientes a la publicación de las Falsas Decretales que en los cuatro anteriores, prueba de que en esta parte no sufrió ninguna alteración la disciplina (véase el apéndice de los concilios). En la distinción 18 del decreto de Graciano, que trata de los concilios provinciales, y contiene 18 cánones, no hay una sola palabra que siquiera indique la necesidad del consentimiento pontificio para su celebración. He aquí los epígrafes de algunos de los cánones: Bini conventus per singulos annos ab Episcopo celebrentur. Que tempore concilia Episcoporum sint celebranda. Ad morum correctionem et controversiarum dissolutionem bis in anno Episcopale Concilium fiat. Semetipsos accusant qui vocati ad Synodum venire contemnunt. Corripiantur Episcopi, quid ad Concilium vocati venire recusant. Canonicis subjaceat poenis Metropolitanus qui saltem semel in anno celebrare Concilium negligit. Sine gravi necesitate Episcopus ad Synodum ire non tardet. Excussatorias litteras dirigant, qui gravati ad Synodum ire non possunt. A communione sit alienus qui Synodo adesse contemserit. En los demás cánones nada se dice tampoco en contra de nuestra doctrina.

En la distinción anterior, que trata de los concilios generales, hay algunos cánones cuyos epígrafes manifiestan que no pueden celebrarse concilios sin autoridad del romano pontífice: así, v. gr., Absque Romani Pontificis auctoritate Synodus congregari non debet. Can. 1.-Non est ratum Concilium quod auctoritate Romanae Ecc1esiae fultum non fuerit. Can. 2.-Non est Concilium sed conventiculum quod sine Sedis Apostolicae auctoritate celebratur. Can. 5.-Provincialia Concilia sine Romani Pontificis praesentia pondere carent. Can. 6.-Pero nosotros rogamos a los curiosos que se tomen el trabajo de leer estos cánones, y verán que, o se trata de concilios particulares de obispos cismáticos y heterodoxos, o se trata de concilios generales, o de concilios particulares para interpretar los puntos dudosos de los generales, o por fin, de concilios particulares también convocados para juzgar a un obispo cuando éste ha interpuesto ya apelación para ante la silla romana.

En la causa 3ª, cuestión 6ª, can. 9º, y en otras varias partes del decreto, se vuelve a insistir en que no se celebren concilios provinciales praeter conscientiam Romani Pontificis; pero esta prohibición es únicamente para la condenación de los obispos. Por consiguiente, no tiene razón Cavalario y los autores que han escrito en diferente sentido cuando hablan con tanta generalidad de que en las Falsas Decretales se prohíbe la celebración de los concilios provinciales sin autoridad pontificia. Una cosa hay cierta en este particular, y es la novedad introducida, no por las Falsas Decretales, sino por el decreto de Graciano de quitar a los concilios provinciales la potestad legislativa que ejercieron por espacio de muchos siglos; novedad que era ya indispensable en el siglo XII para uniformar en cuanto fuese posible la legislación eclesiástica, y evitar aquella especie de anarquía que resultaba por la variedad de colecciones que reglan en las distintas provincias. Con este objeto, digno de ser altamente apreciado, puso Graciano en la dist. 18 el primer canon tomado ex Cavilonensis Conc., que dice: Episcoporum igitur Concilia (ut ex praemissis apparet) sunt invalida ad definiendum, et ad constituendum, non autem ad corrigiendum... quae et si non habeant vim constituendi, habent tamen auctoratatem imponendi et indicendi quod alias statum est, et quod generaliter aut specialiter observari praeceptum est. El otro punto en que las Falsas Decretales insisten mucho es que no puedan ser depuestos los obispos sin conocimiento del romano pontífice. Parece imposible que esto haya podido ser motivo de acusación y de un cargo tan grave para el colector por espacio de tantos años y por parte de escritores tan sabios como Cavalario, Van-Spen y otros muchos que se han ocupado en esta materia. La resolución de esta cuestión parece muy sencilla. Por punto general, y salvas algunas excepciones, los concilios provinciales juzgaban a los obispos y los deponían, según la antigua disciplina, sin que tuviesen recurso a otro tribunal superior que revocase o enmendase la única sentencia que se habla pronunciado contra ellos. Es verdad que lo dispuesto en el concilio de Sárdica, cánones 3 y 7, era ya una garantía para los acusados, puesto que se les permitía recurrir al romano pontífice, y éste podía mandarse renovase el juicio ante los mismos obispos y los de la provincia inmediata; pero por de pronto este canon no fue jamás recibido en Oriente; en algunas naciones de Occidente se recibió tarde, y se comprende bien que el recurso a Roma se verificase pocas veces en los siglos VII y VIII, atendidas las circunstancias calamitosas en que se encontraba la Europa en esta época. La libertad e independencia de los obispos debió, por consiguiente, estar en ocasiones difíciles muy comprometida por intrigas de los comprovinciales, por intereses de localidad y hasta por influencia y parcialidad de los mismos reyes y señores feudales, que más de una vez se mezclaron en estas contiendas, o tomando la iniciativa, o cooperando con todo su poder a deshacerse de un obispo a quien miraban mal por cualquier causa. En buena jurisprudencia no puede ponerse en duda el derecho de apelación, no ante los mismos jueces asociados con otros, sino ante otro tribunal distinto y menos expuesto a influencias extrañas; las persecuciones que más de una vez sufrieron obispos virtuosos de parte de sus comprovinciales, como San Atanasio y otros más, particularmente en los siglos posteriores, son hechos consignados en la Historia. ¿Qué extraño es, pues, que el autor de las Falsas Decretales insista tanto y con tanto empeño en procurar sustituir la antigua legislación con otra más equitativa y que asegurase más la independencia de los obispos?

 

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Es indudable que el cambio de disciplina en las causas llamadas mayores no tuvo lugar hasta después de Graciano, y respecto de algunas, como la confirmación y consagración de los obispos, más adelante. Pero muchos escritores, fijando su atención en los siglos XII y XIII, observan que el romano pontífice está ejerciendo algunos derechos que en los tiempos anteriores los ejercían los concilios provinciales, y sin más detenimiento para examinar la fuerza de las circunstancias, las tendencias de la época y la influencia moral de los acontecimientos, atribuyen a las Falsas Decretales la causa de esta novedad: Post hoc, ergo propter hoc. La disciplina cambió, porque debió cambiar, cuando cambiaron los tiempos y circunstancias, y es bien seguro que, aunque jamás se hubieran publicado semejantes Decretales, las cosas hubieran llegado a donde llegaron por sí mismas, y siguiendo su curso regular y ordinario. Además, ¿tan fácilmente se verifican mudanzas tan grandes en la sociedad? Todavía no se sabe quién fue el tal Isidoro Peccator; se ignora cuándo publicó su colección, habiendo medio siglo de diferencia en la época que respectivamente fijan los escritores; tampoco ha podido averiguarse el lugar en que vio la luz pública por primera vez. Y porque apareciesen bajo tan malos auspicios unas cuantas Decretales falsas en nombre de los primeros pontífices, en las cuales se decía que estos habían ejercido tales y cuales facultades, ¿por eso las instituciones y la organización de los poderes eclesiásticos en el ejercicio de sus derechos sufren semejante alteración? Si no hubiera habido otra causa que ésta para el cambio de la disciplina, la respuesta hubiera sido muy sencilla: Si los romanos pontífices ejercieron esos derechos en los primeros siglos, muchos siglos hace que los obispos los estamos ejerciendo reunidos en el concilio provincial, y hubieran procurado sostener a todo trance el statu quo. Pero nada de eso: callaron los obispos; no hubo reclamación de parte de los reyes ni de los pueblos; no se alzó una sola voz por espacio de muchos siglos contra semejantes novedades; prueba fue, por consiguiente, de que la reforma era reclamada por la opinión general, y que en las Falsas Decretales no hizo su autor otra cosa que consignar en gran parte las ideas de la época, autorizándolas bajo el respetable nombre de los primeros pontífices.

 

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En España no fueron conocidas las Decretales de Isidoro Peccator hasta que fueron incorporadas en el decreto de Graciano, y principio éste a ser recibido en las escuelas y en el foro.

 

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El abate Andrés, en su Diccionario de Derecho Canónico, en la palabra Decretales Falsas, es también de opinión, con otros muchos, que el autor debió ser algún obispo que hubiese padecido mucho, al ver el calor y aun parcialidad con que abraza la causa de estos, y las seguridades y trabas con que procura hacer difíciles los juicios injustos. Es preciso que haya padecido, dice; solamente el recuerdo de la injusticia y opresión es lo que podía inspirar tantos temores y prevenciones, es lo que podía conducir a un juicio tal de precauciones y desconfianza. Es, pues, un obispo, probablemente uno de los depuestos en el concilio de Thionville, cuyo recuerdo parece haber dirigido constantemente la pluma del autor; mas es necesario al mismo tiempo suponer un hombre notable por su talento, por su ciencia y erudición. Ahora bien; no se conoce más que dos que tuviesen todas estas condiciones: Agobardo de Lyon, y Ebbon de Reims. El primero se retiró a Italia; el segundo al monasterio de Fulda, en Maguncia, donde pudo disponer del tiempo necesario y de una inmensa biblioteca. Habiéndose formado en esta ciudad las Falsas Decretales, según todas las apariencias, éste debió ser el que en el silencio de la soledad concibiese el proyecto de salvar el episcopado de la opresión y tiranía de que se veía amenazado.

 

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Tres Decretales hay del papa Anacleto ( 91), en las que se habla de apocrisarios, primados y patriarcas, y nótese que coincide con este Papa la segunda persecución que sufrió la Iglesia en tiempos del emperador Domiciano (81-96). No deja también de llamar la atención que en las Falsas Decretales nada se diga relativo a las circunstancias en que se escribieron, y que guarden silencio acerca de las calamidades que sufría la Iglesia, sin ocuparse jamás de los mártires para darles consuelos, animándoles para sufrir el martirio, ni de los obispos exhortándoles para que cuidase de su grey en tiempos tan difíciles, ni de los lapsos que dieron lugar a tantas controversias en los primeros siglos.