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ArribaAbajoLibro tercero


ArribaAbajoCapítulo I

I. Avisa que el presente libro no contiene materias tan gustosas como las demás que siguen.-II. Trata de los retóricos, tanto griegos como romanos.


I. Supuesto hemos ya tratado de la esencia y fin de la retórica, y hemos hecho ver, según nuestras fuerzas, la utilidad y ventajas de esta arte, señalando por materia suya todo aquello de que puede tratar, hablaremos ahora de su origen, de las partes que la componen, de la invención de las cosas y del modo de tratarlas; lo que estuvieron tan lejos de tratar los autores que escribieron de retórica que Apolodoro sólo se ciñó a las causas judiciales.

No ignoro que los aficionados a la oratoria aguardan que trate de la diversidad de opiniones en esta materia: obra tan dificultosa como desagradable a los lectores, según me temo. Porque ésta es una materia, donde no se trata más que de preceptos y reglas. En los demás libros he procurado mezclar alguna cosa que diese brillo a la obra, y esto no por hacer alarde de mi ingenio (pues para esto hubiera escogido materia de más campo), sino para aficionar más por este medio a los jóvenes al conocimiento de lo que pienso interesarles para su estudio; pues engolosinados,   —138→   y movidos de lo sabroso de la lección, aprenderían con más gusto aquellas cosas, las que tratadas fría y secamente me temía que fastidiarían sus ánimos y oídos delicados. Razón que movió a Lucrecio a tratar en verso de la filosofía, valiéndose de esta semejanza a todos notoria:


   Cual madre cariñosa,
Cuando al infante ajenjos dar intenta,
Si la lombriz dañosa
Le roe el intestino siempre hambrienta,
Para que menos sienta
De la fatal bebida la amargura,
Unta el borde del vaso de dulzura, etc.


(Libro 4, II)                


Pero lo que yo me temo es que este libro tenga poco de miel y mucho de ajenjos para el paladar de algunos; aunque será más útil para el estudio que sabroso al paladar.

También me temo, que dé menos gusto, porque la mayor parte de lo que trata, no son cosas inventadas por mí, sino enseñadas ya por otros; y porque contiene opiniones de muchos, que sienten entre sí muy distintamente; puesto caso que muchísimos autores, aunque caminen al mismo fin, siguieron caminos distintos, por donde quisieron llevar a otros. Ellos aprueban el camino que siguieron, cualquiera que sea, y no es fácil en los niños hacerles mudar de rumbo, y desimpresionarlos de las opiniones en que los imbuyeron: porque no hay ninguno que quiera antes olvidar lo que aprendió, que aprender de nuevo. Andan muy encontrados los autores, como manifestaré en el discurso de este libro; primeramente, porque los escritores quisieron añadir algo de suyo a aquellos primeros principios imperfectos y toscos; y después mudar aun lo bueno, porque pareciese que ponían algo de su casa.

II. El primero que, después de aquéllos de que hicieron   —139→   mención los poetas, trató algo de retórica, fue Empédocles, según dicen. Los más antiguos escritores de sus preceptos fueron Corax y Tisias, sicilianos; a quienes siguió Gorgias Leontino, también siciliano, quien dicen fue discípulo de Empédocles. Éste por beneficio de la larga edad de ciento y nueve años que vivió, floreció con otros muchos; fue émulo de los que arriba nombré y vivió más que Sócrates. Juntamente florecieron Trasímaco de Calcedonia, Pródico de Quíos, Protágoras de Abdera, quien dice que enseñó a Evatlo por diez mil denarios el arte que dio a luz, Hipias de Élide y Alcidamante Eleata, llamado por Platón Palamedes. Antifonte fue el que comenzó a escribir oraciones retóricas, y escribió también un arte: de quien se dice que peroró muy bien en defensa de su persona. Júntase a éstos Polícrates, el que compuso, como dije, una oración contra Sócrates; y Teodoro Bizantino, uno de aquéllos a quienes Platón llama Logodaidalous105. Los primeros que comenzaron a tratar de los lugares oratorios, fueron Protágoras, Gorgias, Pródico y Trasímaco. Cicerón en el Bruto dice que antes de Pericles no se compuso ninguna oración retórica y que en nombre suyo andaban algunas composiciones. Mas yo no encuentro cosa que corresponda a la fama de tan grande orador. Por donde no me admiro digan algunos que no escribió una letra y que esas obras fueron compuestas por otros.

A éstos sucedieron otros, pero el más insigne fue Isócrates, discípulo de Gorgias, aunque no concuerdan en esto los autores; pero yo creo a Aristóteles. Aquí comenzaron en cierto modo diversas sectas. Porque los discípulos de Isócrates se distinguieron en todo género de estudios; pero habiendo éste envejecido (pues llegó a noventa y nueve años), comenzó Aristóteles a enseñar retórica por las tardes,   —140→   repitiendo frecuentemente aquel verso de Filoctetes106 de Sófocles:


El que Isócrates hable, y nos callemos,
Cosa es, si bien se mira, vergonzosa107.


Uno y otro escribieron su arte, pero Aristóteles lo comprendió en más libros. Floreció en el mismo tiempo Teodectes, de quien hablamos arriba. Teofrasto discípulo de Aristóteles, escribió de retórica con bastante esmero. Y después trataron la materia los filósofos con más cuidado que los retóricos, principalmente los corifeos de los peripatéticos y estoicos. Después Hermágoras tomó distinto rumbo, que siguieron muchísimos; de quien parece que Ateneo fue émulo, y aun le igualó. Escribieron en adelante a la larga Apolonio Molón, Areo, Cecilio y Dionisio de Halicarnaso.

Entre todos se llevó la atención Apolodoro de Pérgamo, que enseñó a Augusto en Eriso; Teodoro Gadareo, que quiso ser tenido por natural de Rodas, de quien aprendió, según dicen, Tiberio César, cuando fue a aquella isla. Éstos siguieron opiniones diversas, de donde dimanaron las sectas de apolodorianos y teodorianos al modo de las de los filósofos. Pero los preceptos de Apolodoro se conocen por sus discípulos, de los que los mejores fueron G. Valgio,   —141→   que enseñó en latín, y Ático, que enseñó en griego, del cual se conoce ser el arte que escribió y dirigió a Macio; porque en la carta a Domicio no reconoce los demás que le atribuyeron. Mucho más escribió Teodoro, a cuyo discípulo Hermágoras conocieron algunos que hoy viven.

El primero de los romanos, que yo sepa, que sobre esta materia compuso alguna cosa, fue Marco Catón el Censor, después del cual comenzó Marco Antonio. Ésta es la única obra que nos quedó de él y está truncada. Siguiéronse otros, pero de menos nombre, de los que hablaremos cuando ocurra. Pero el principal en dar lustre a la elocuencia, ya con sus preceptos, ya con las oraciones retóricas que compuso, fue Marco Tulio Cicerón, singular maestro en la oratoria; después del cual ninguno debería tener la arrogancia de escribir, a no confesar él mismo que sus libros retóricos los compuso de mozo; y si no hubiera omitido de intento, como dice, en los del orador estas menudencias, que echa de menos la mayor parte de los aficionados. De lo mismo escribió a la larga Cornificio, algunas cosas Estertinio y Galión el padre: pero con más cuidado que todos Celso y Lenas, anteriores a Galión, y en nuestros días Virginio, Plinio y Rutilio. Hay también hoy en día excelentes maestros de retórica; los que si no hubieran omitido nada me hubieran ahorrado el trabajo. Pero no hago mención de los que viven al presente; tiempo vendrá que los alabe, pues la posteridad los apreciará y no tendrá envidia de su mérito108.

No me avergonzaré yo de dar mi voto después de tantos y tan consumados autores. Porque no me he propuesto   —142→   el seguir supersticiosamente ninguna secta: y quise dejar a cada cual la libertad de seguir lo que más les acomode. Pues yo solamente he cuidado de juntar en uno lo que muchos discurrieron; ya que no hubiere lugar de poner algo de mi cosecha, me contentaré con merecer la alabanza de este trabajo.



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ArribaAbajoCapítulo II. Origen de la retórica

El principio del decir se debe a la naturaleza. El arte a la observación.


No me detendré mucho en descubrir el origen de la retórica: porque ¿quién duda que el decir que es el principio de ella, se lo inspiró al hombre la naturaleza? ¿que la que la utilidad fue causa de su estudio y aumento? ¿que el ingenio y ejercicio le dieron su complemento? Ni hallo razón para que digan algunos que el hallarse los hombres en peligro de la vida, hizo que procurasen hablar con más esmero para defenderse. Porque dado que este fue un motivo razonable, mas no es el primero; mucho más cuando la acusación precede a la defensa; a no decir que las espadas fueron inventadas primero por los que se defendieron de los insultos de otros, y no por los que invadieron a los demás.

El principio del decir se debe a la naturaleza y los preceptos a la observación. Porque a la manera que los hombres, observando que unas cosas eran provechosas a la salud, otras no, formaron la medicina; así, viendo que había ciertas expresiones y maneras de decir útiles, y otras al contrario, notaron las útiles y desecharon las demás; añadiendo otras después, que hallaron por su ingenio. Éstas se continuaron con el uso, y cada cual enseñó lo que sabía. Cicerón atribuye el principio de perorar a los fundadores de las ciudades y a sus legisladores, los que es preciso que tuviesen energía en el decir: pero no sé por qué   —144→   causa señala este origen a la retórica; pues al presente hay naciones, que ni tienen domicilio fijo, ni leyes, y con todo eso los que nacieron de este modo, no sólo tienen sus embajadores, sino acusadores y abogados, y finalmente disciernen quién aventaja a otro en explicar sus pensamientos.



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ArribaAbajoCapítulo III. Cinco son las partes de la retórica

Toda la oratoria, como dicen muchísimos de los autores más insignes, se reduce a cinco partes: invención, disposición, elocución, memoria y pronunciación, o ademán, pues tiene estos dos nombres. Todo discurso que explica lo que sentimos, consta por necesidad de dos cosas, de materia y palabras. Y si es breve y reducido a una sola oración, no necesita de más; pero cuando el razonamiento es largo, ha de tener mucho más, pues no solamente importa saber expresar los pensamientos y el modo de proponerlos, sino las circunstancias del lugar. Así es que necesitamos de la disposición. Pero no podemos decir cuanto pide el asunto, ni a su tiempo, sino ayudados de la memoria. Por lo que ésta constituye la cuarta parte. Y como todo esto lo echa a perder una pronunciación desarreglada por la voz y por el ademán, se sigue que ella debe entrar en quinto lugar.



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ArribaAbajoCapítulo IV. Tres son los géneros de causas

Dudan algunos si son tres o más los géneros de causas. Casi todos los antiguos de mayor nombre, siguiendo a Aristóteles, se contentaron con esta división, sin más diferencia que llamar conminatorio al deliberativo. Yo tengo por más seguro (porque así lo dicta la razón) el seguir a los más. El género que abraza la alabanza o vituperio de alguna cosa, es uno mismo; aunque por la parte que alaba, le llaman laudativo y otros demostrativo. El segundo es el deliberativo, y el tercero el judicial. Los demás géneros se reducen a los dichos, y entre ellos no hay alguno por el que no alabemos o vituperemos, aconsejemos o disuadamos, abracemos o desechemos alguna cosa.

Ni sigo a los que dicen que lo honesto109 es materia del laudativo, lo útil del deliberativo, y del judicial las cuestiones sobre lo justo; haciendo una división más pronta y redonda que verdadera: pues todos los géneros mutuamente se ayudan los unos a los otros. Porque en las alabanzas se trata también de la justicia y utilidad; en las deliberaciones de lo honesto; y por maravilla hallaremos alguna causa judicial en la que, o en parte o en todo, no tenga lugar lo que arriba dijimos.



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ArribaAbajoCapítulo V

I. Tres son los oficios del orador.-II. Las cuestiones son finitas o infinitas.


I. Consta toda oración de dos cosas: unas que son significadas, otras que significan; esto es, de pensamientos y de palabras. La perfección de la oratoria depende de la naturaleza, arte y ejercicio. Añaden algunos la imitación, pero nosotros la reducimos al arte. Tres cosas debe hacer el orador: enseñar, dar gusto y mover: aunque no todas tres se verifican en todas las materias que trata. Hay asuntos en que los afectos no tienen lugar: pero así como éstos no siempre tienen entrada, así donde tengan cabida, son el todo en la oratoria.

II. Las cuestiones110, o son infinitas o finitas, en lo que todos convienen. Infinitas son las que no se ciñen a ninguna circunstancia de lugar, tiempo o persona; lo que llaman los griegos thesis, y Cicerón pregunta particular. Finitas son aquéllas donde interviene alguna de las circunstancias dichas, llamadas en griego hypothesis, y en latín causas. En todas ellas parece se trata determinadamente de cosas o de personas. La infinita siempre se extiende a más, y la finita a cosas menos universales. Por ejemplo, infinita será esta cuestión: si el hombre debe casarse; y será infinita, cuando se duda: si conviene que Catón se case.

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En toda cuestión finita va incluida la general, como que es primera. Lo que no sé determinar es si será general también cualquier cualidad de las que entran en la cuestión particular. Milón (por ejemplo) mató a Clodio; y le mató justamente, porque conspiraba contra él. No diremos que aquí tácitamente se duda ¿si es lícito matar al agresor?

¿Qué más? Aunque en las causas que miran a una persona, no basta el tratar la cosa en común, es cierto que no podemos llegar a la cuestión particular, sino ventilando primero la general. Porque ¿cómo Catón deliberará si le conviene tomar mujer, a no saber primero que el hombre debe casarse? Y ¿cómo se formará la cuestión de si debe casarse con Marcia, si primero no se da por sentado que Catón debe tomar mujer?



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ArribaAbajoCapítulo VI. De tres maneras es el estado de la causa

Estado de la causa llamamos aquello que principalmente intenta el orador, y de lo que, como punto cardinal, el juez debe informarse; pues en esto consiste la causa.

Muchísimos sientan tres estados de causa general, de conjetura, de definición y de cualidad. De éstos se vale Cicerón en su Orador, y dice que a ellos se reduce todo cuanto se pone en cuestión, verbigracia: Si existe la cosa, qué es la cosa y cómo es la cosa111.

Yo confieso ser ahora de opinión algo diferente de la que antes seguía. Y quizá era lo más seguro en uno que busca gloria el mantener aquella opinión en que había estado muchos años, y que yo tenía por la mejor. Pero no me parece cordura seguir mi propio juicio lisonjeando mi opinión, y más en una materia en que se interesa el aprovechamiento de la juventud. Pues me parece que aquel célebre médico112 Hipócrates obró con mucha hidalguía,   —150→   cuando, para que otros no errasen, él mismo confesó haber cometido algunos errores. Aun el mismo Cicerón no tuvo reparo en escribir algunos libros para corregir otros que antes había publicado, condenando él mismo sus errores. Tales son el Catulo113 y el Lúculo, y aun aquellos mismos de que acabo de hablar, que tratan de retórica. Pues en vano era afanarnos en estudiar si no pudiéramos adelantar nada sobre nuestros primeros conocimientos. Ni tampoco fue ocioso nada de lo que entonces enseñé, pues cuanto ahora dijere en la materia será en sustancia repetir lo que entonces dije. De este modo a nadie le pese el haberlo aprendido. Sólo pretendo recoger y coordinar con más claridad aquello mismo. Y quiero que todos entiendan para satisfacción suya, que al punto que he conocido mi error he procurado manifestarlo a los demás enseñando la verdad, de que yo mismo estoy persuadido.

Hemos de estar, pues, al dicho de aquéllos a quienes siguió Cicerón, diciendo que a tres cosas tan solas se reduce cuanto entra en disputa: si es la cosa, qué es y cómo es, lo que aun la misma naturaleza nos enseña. Pues ante todo debe haber sujeto en la cuestión; porque no podemos ver lo que es, ni cómo es, si primero no existe. Y así ésta es la primera cuestión. Mas supuesto que no sabemos lo que es la cosa, aunque estemos ciertos de su existencia, por tanto todavía resta el indagar sus cualidades; pero apurada esta cuestión, ya no queda más que averiguar.

Sigamos ahora el orden que hemos sentado de los tres géneros de causas.



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ArribaAbajoCapítulo VII. Del género demostrativo

I. Entre los latinos pertenecen a este género los negocios.-II. Alabanza de los dioses.-III. Alabanza y vituperio de los Hombres. Importa mucho para las alabanzas considerar el lugar donde se alaba.-IV. Alabanzas de regiones y ciudades.


I. Daré principio por el género que consiste en alabar y vituperar. El cual parece que Aristóteles excluyó de aquel género que los griegos llaman de negocios, sino que todo lo redujo a recrear a los oyentes, cuya opinión siguió Teofrasto. Este género ciertamente toma su nombre de la ostentación y pompa114; pero, según la costumbre de los romanos, tiene también lugar en los negocios; porque las oraciones fúnebres dependen ordinariamente de los cargos que alguno tuvo en la república, y el senado es el que los confiere a los magistrados. Alabar o vituperar a un testigo va a decir no poco para los asuntos forenses, y aun es permitido señalar a los reos sus panegiristas. Por otra parte, los libros publicados contra los competidores   —152→   en las pretensiones, verbigracia: contra Lucio Pisón, Clodio y Curión, contienen el vituperio de ellos, y en el senado se tuvieron como sentencias. No niego que hay oraciones en este género que no tienen otro fin que la pompa, cuales son las alabanzas de los dioses y héroes de la antigüedad.

Pero así como en los discursos sobre negocios de importancia la alabanza requiere sus pruebas, así las que sólo sirven para hacer alarde del ingenio tienen a veces alguna manera de confirmación. Así el que quiera tratar de que Rómulo fue hijo de Marte y criado por una loba, alegará en prueba de que su nacimiento fue celestial que, echado en un río, no murió, y que en todo cuanto hizo acreditó ser hijo del dios que preside las guerras; y, por último, que los hombres de su tiempo no tuvieron la menor duda de que fue admitido en el cielo. Algunas de estas alabanzas hay donde entra algún género de defensa si el orador, tratando de Hércules, le excusa de haber trocado de traje con la reina de la Lidia, y de haberse puesto como una mujer a hilar, como cuenta la fábula.

Pero es propio de las alabanzas el adornar y amplificar, cuya materia son los dioses y héroes, aunque también los irracionales e insensibles.

II. En los dioses, generalmente hablando, veneraremos la majestad de su naturaleza y su virtud propia de cada uno, por la que inventaron cosas útiles al género humano. En Júpiter la virtud con que gobierna el mundo, en Marte el poder en la guerra, en Neptuno el imperio del mar. La invención de las artes en Minerva, de las letras en Mercurio, de la medicina en Apolo, de cultivar las mieses en Ceres y del vino en Baco115: trayendo también a la memoria   —153→   las acciones ilustres que de ellos cuenta la antigüedad. Añaden honra a los dioses los padres, de que tuvieron principio, como ser uno hijo de Júpiter. La antigüedad, como el haber tenido principio del caos. Los hijos, como Diana y Apolo, que fueron hijos de Latona. En algunos debe alabarse el haber nacido inmortales, en otros el haber conseguido la inmortalidad a fuerza de brazo, como la consiguió la piedad de nuestro príncipe, honra del siglo presente116.

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III. Mucho más varias son las alabanzas de los hombres, porque se dividen en los tiempos que les precedieron y en los que vivieron. En los que murieron, atendemos al tiempo que siguió a su muerte. Antes de la existencia del hombre consideraremos su patria, padres y antepasados, y esto de dos maneras. Porque o manifestaremos que correspondieron a la nobleza heredada o que, habiendo nacido en las malvas, se la ganaron por sus puños. Al tiempo antes de su existencia pertenecen los pronósticos117 y oráculos que anunciaron su fama venidera. Así dijeron éstos que el hijo de Tetis sería mayor que su padre.

Al hombre se le debe alabar por los bienes del alma, del cuerpo y por los que están fuera de él. Los corporales y de fortuna son de menos monta118, y no se han de alabar de una misma manera. La hermosura y fuerzas corporales las alabamos también, como hace Homero con Agamenón y Aquiles. Y sucede a veces que las pocas fuerzas corporales contribuyen no poco a la admiración; como cuando el mismo pinta pequeño de cuerpo a Tideo,   —155→   pero guerrero. Los bienes de fortuna unas veces dan lustre a las personas, como si son reyes o príncipes (materia la más abundante para manifestar la virtud); otras, cuanto menos hubo de estos socorros, tanto mayor gloria reciben las obras de beneficencia. Pero es de advertir que los bienes de fortuna, que da a los hombres la casualidad, no acarrean gloria a éstos, sino el buen uso de ellos; pues como las riquezas, valor y valimiento ayudan para lo bueno y lo malo, su uso es la regla más segura del mérito o demérito del sujeto, siendo cierto que por este uso somos mejores o peores.

Los bienes del alma siempre son laudables, aunque esta alabanza no se forma de un mismo modo119. Ocasiones hay en que es mejor seguir las edades del hombre y el orden de sus hechos, de forma que en la primera alabemos la buena índole, después la enseñanza y educación, y luego la serie de acciones y palabras. Otras dividir el panegírico en varias virtudes, fortaleza, justicia, templanza y las demás, comprobándolas con hechos particulares. Cuál de estos dos métodos sea mejor, la materia del panegírico lo ha de decir, sabiendo que aquello da más gusto al auditorio que uno hizo solo o primero que otros o con pocos, y más si es cosa que no se esperaba,   —156→   principalmente cuando esto se hizo más por el interés ajeno que por el propio.

No siempre ocurre el tratar del tiempo que sigue a la muerte del hombre, no solamente porque a veces los panegíricos son de los que aún viven, sino porque rara vez hay honores divinos y decretos del senado sobre erección de estatuas que poder contar. Aquí se reducen los monumentos del ingenio que merecieron aprobación por muchos siglos. Pues a algunos más honor y justicia hizo la posteridad que los de su tiempo, como a Menandro.

Los hijos buenos contribuyen a la alabanza de los padres, las ciudades a la de sus fundadores y legisladores, las artes a la de sus inventores, y cualquier establecimiento a la de su autor, como escriben que Numa Pompilio instituyó el culto de los dioses120, y que Publícola fue el primero que comenzó a rendir las insignias consulares al pueblo.

Para vituperar se observará el mismo orden, pero por la parte contraria. Porque el bajo linaje a muchos les sirvió para infamarlos; a otros su claro nacimiento les hizo más visibles por sus vicios y más odiosos; y a veces fue causa de la ruina de algunos, como dicen de París. A unos acarrearon desprecio los defectos corporales y la fealdad, como a Tersites; cuando a otros les hicieron odiosos las prendas del cuerpo afeadas con los vicios; así los poetas nos pintan afeminado a Nireo, y a Plistenes deshonesto. Los vicios del ánimo son tantos como las dotes, y se alaban o vituperan así como los del cuerpo. Algunos hombres fueron deshonrados después de la muerte, como Melio, cuya casa fue arrasada, y como Marco Manlio, cuyo apellido se borró para siempre de toda su familia. Los   —157→   padres de los malos son odiosos. También resulta infamia a los fundadores de las ciudades de haberlo sido de alguna nación perniciosa a las demás, como sucede con el primer autor de la superstición judaica121, y con los Gracos, cuyas leyes son odiosas. Pero en los que viven al presente es argumento de sus costumbres el juicio de los demás hombres, y el honor o ignominia es el fundamento para alabarlos o vituperarlos.

Importa mucho, dice Aristóteles, el lugar donde uno es alabado o vituperado122, pues va a decir muchísimo saber las costumbres y modo de pensar del auditorio para persuadirlos que el sujeto a quien alabamos tuvo lo mismo que aprueba, o que estuvo muy distante de lo mismo que aborrece. Y así no se les hará cosa dura el juicio que ya ellos tenían antes de oír al orador. Por lo cual siempre se ha de mezclar alguna alabanza de los oyentes, porque esto los hace benévolos; y así, permitiéndolo la materia de que se trata, no se ha de omitir. Caminemos en el supuesto de que en Lacedemonia merecerán menos aprecio las letras que en Atenas, aunque mucho más el   —158→   sufrimiento y valor. Pueblos hay donde se vive de lo que roban, otros donde se guardan las leyes. Tratar de frugalidad entre los sibaritas no sería bien admitido, cuando entre los primeros romanos el lujo era pecado capital. La misma diferencia hay en todo lo demás. El juez que oye lo que frisa con su modo de pensar, nunca es contrario.

Enseña el mismo Aristóteles (en lo que se propasó después Cornelio Celso) que, habiendo entre las virtudes y vicios cierta semejanza, que los equivoca, el orador debe valerse de esta equívoca inteligencia de las voces, de modo que llame esforzado al temerario, manirroto al pródigo, frugal al avariento; pero este argumento también puede volverse al revés. De esto nunca se valdrá el buen orador sino cuando le mueva a ello el bien común.

IV. Las ciudades son también materia de alabanza, como las personas, porque a los fundadores se les reconoce por padres, a los cuales la antigüedad les concilia honor, como a aquellos que se dice haber nacido de la tierra123. En las hazañas hay sus virtudes y vicios; consideración que conviene a todas las ciudades. Contribuye a la alabanza particular de los pueblos la situación y murallas, que los hacen fuertes; los ciudadanos, que les dan tanto lustre como los hijos a sus padres. También se alaban los edificios, en los que se atiende al decoro, utilidad, hermosura y al artífice. Al decoro, como en los templos; a la utilidad, como si son murallas; y en todos ellos a la hermosura y artífice. También alabamos a los lugares, como Cicerón alaba a Sicilia; en los que atendemos también a la hermosura y utilidad. A la hermosura, como si son llanos, costas de mar y amenos; y a la utilidad, si son saludables y abundantes en frutos. Los dichos y hechos   —159→   buenos también se alaban en común; y, por último, cualquier cosa. Hay algunas oraciones en alabanza del sueño y de la muerte; y algunos médicos alabaron ciertas comidas124. Y así como no convengo en que sólo se atienda a lo honesto en el género laudativo, así creo que en lo que más se versa es en la cualidad. Bien es verdad que pueden entrar los tres estados que dijimos, como notó Cicerón en la invectiva de César contra Catón. Considerado todo él, tiene algo de semejante a los discursos del deliberativo, pues por lo común lo mismo que en éste aconsejamos alabamos en el primero.



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ArribaAbajoCapítulo VIII. Del género deliberativo

I. Este género no atiende precisamente a lo útil.-II. Del exordio y narración propia de este género.-III. Tres cosas deben atenderse en el aconsejar: 1.ª, la cosa de que se delibera. Sus partes son tres: lo honesto, lo útil y lo posible: lo necesario no tiene cabida; 2.ª, las personas que deliberan. Dícese el modo de aconsejar lo bueno a los malos, y a los buenos lo que tiene visos de malo; 3.ª, quién es el que aconseja.-IV. De las prosopopeyas, o declamaciones del género deliberativo.-V. Del estilo en este género.


I. Me admiro de que algunos pretendan que el deliberativo sólo tiene por fin la utilidad. Si en esto hubiera de seguirse una sola cosa, abrazaría mejor el dictamen de Cicerón, que le hace consistir en la bondad; pues aun los que siguen la primera opinión, creo que (si quieren acertar) no tendrán por útil sino lo bueno. Razón la más segura si suponemos que se habla en presencia de hombres buenos y sabios. Pero entre los ignorantes, que es donde ocurre más veces el hablar, y principalmente delante del pueblo, que por la mayor parte se compone de gente sin letras, es menester hacer diferencia y hablar según las ideas comunes. Porque hay muchos que no porque una cosa sea buena, la tienen por bastante útil; y a veces aprueban, movidos de una aparente utilidad, lo que tienen por malo positivamente, como la alianza numantina y las horcas caudinas125.

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II. El género deliberativo, que llaman suasorio, se reduce a persuadir o disuadir alguna cosa. No necesita de exordio como el judicial, pues quien persuade ya se supone tiene ganada la voluntad de aquél a quien aconseja: bien que la oración debe tener su entrada semejante al exordio, porque no debe comenzar repentinamente, ni por donde se le antoje al orador, habiendo naturalmente en todos los asuntos unas cosas que anteceden a otras.

En el senado, y cuando se habla al pueblo, se ha de cuidar ganarse la benevolencia de los oyentes como si fuera delante de los jueces. Ni esto es cosa extraña, puesto caso que se hace lo mismo en los panegíricos, que no tienen más utilidad que el alabar a un sujeto. Aristóteles juzga, y no sin razón, que el exordio de semejantes oraciones debe tomarse por lo común de la persona del orador y de los contrarios, valiéndonos en esta parte de las reglas de las causas judiciales y a veces para exagerar o disminuir la importancia de la cosa. En los exordios del demostrativo da más ensanche y libertad, pudiéndose tomar ya de cosa muy remota de la materia, como Isócrates en la alabanza de Helena, ya de lo que tenga con ella algún parentesco, como él mismo lo hizo en el panegírico, cuando se queja de que se aprecian más las prendas del cuerpo que las del alma; y Gorgias en el olímpico, cuando alaba a los primeros inventores de semejantes juntas. Siguiendo a los cuales Salustio comenzó sus historias de la guerra catilinaria y jugurtina por una idea muy distinta de semejante asunto. Pero volvamos a las oraciones del deliberativo, en las que pondremos un exordio y entrada pequeña, que sirva como de cabeza y principio.

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Y supuesto que la deliberación sea de cosa particular, en que suponemos instruidos a los oyentes, es superflua la narración, aunque podrán contarse algunas otras que digan relación con ella. Es necesaria en los razonamientos al pueblo, siempre que contribuye a poner en claro la serie del asunto, y deberá ir muy acompañada de afectos. Muchas veces habrá que excitar, o calmar la indignación, mover el miedo, deseo, odio, y aplacar el encono. Algunas veces, convendrá mover la compasión, como cuando se trate de socorrer a los sitiados, o de sentir la destrucción de alguna ciudad amiga.

En las oraciones deliberativas vale mucho la autoridad, porque el que quiera que defieran a su dicho en lo útil y bueno, es preciso sea tenido por muy sensato y de conocida bondad. Porque en los asuntos judiciales se permite y concede algo a la pasión, pero en los consejos ninguno niega que éstos deben ser arreglados a las buenas costumbres.

Muchos de los griegos pensaron que todo este género tiene uso únicamente en las juntas del pueblo y en el gobierno de la república; y aun Cicerón de esto sólo trata por lo común. Por tanto, dice que los que traten de la paz, de la guerra, de las tropas, riquezas y tributos, tengan sobre todo presentes dos cosas, que son las fuerzas y las costumbres de una ciudad; para que todas las razones para persuadir vayan fundadas en la naturaleza de estas mismas cosas y de los oyentes. Pero yo admito más variedad de asuntos, pues el género deliberativo abraza mucho más.

III. Por tanto, para persuadir o disuadir deben tenerse presente tres cosas. La cosa de que se delibera. Quiénes deliberan. Quién es el que persuade la tal cosa.

1.º Lo que se delibera, o es ciertamente posible, o no. Si es dudosa su posibilidad, ésta será la cuestión única o la principal. Porque ocurrirá muchas veces el tratar que   —163→   no debe hacerse, aunque sea posible; y después que es impracticable. Semejantes asuntos se llaman de conjetura, verbigracia: si un istmo se puede cortar, agotar la laguna Pontina, fabricar el puerto de Ostia, si Alejandro podrá descubrir tierras más allá del Océano. Aun en las cosas que son posibles, cabe a veces la conjetura; verbigracia: si llegará a suceder que los romanos venzan a los cartagineses, si Aníbal dejará la Italia, conduciendo su ejército Escipión contra Cartago; si los samnitas guardarán fidelidad, caso que los romanos dejen las armas. Algunas otras cosas hay que es creíble que puedan suceder, y que sucederán, pero en otras circunstancias.

Cuando no haya lugar de conjetura, considérense otras cosas. Primeramente, o se deliberará por causa de la misma cosa que se ventila, o por otras exteriores que intervienen. Atendida la misma cosa, verbigracia: deliberan los senadores, si se les ha de dar el prest a los soldados. Esta cuestión será simple. A esto se juntan las causas que hay, o para hacer la cosa, como cuando deliberan los padres si han de ser entregados los Fabios a la Francia, que amenaza con guerra, o para omitirla, como cuando el César delibera si ha de llevar adelante su pensamiento de ir a la Alemania, en vista de que los soldados hacen testamento todos los días. Estas causas suasorias son de dos modos, pues en la primera el principal motivo de dudar es el estar amenazando con guerra los franceses, y además puede dudarse si debían ser entregados los Fabios aunque no amenazase ningún peligro, porque enviados por embajadores hicieron hostilidades y degollaron al rey a quien iban, contra el derecho de gentes. En el otro caso no tiene el César más motivo de dudar que la perturbación de la tropa, aunque se podría dudar también si debía hacer semejante expedición fuera de este caso. Pero siempre conviene tratar primeramente del primer motivo de la consulta y duda.

Algunos juzgan que el fin del género deliberativo es   —164→   lo honesto, útil y necesario, yo no hallo motivo para poner lo último, pues por más que nos resistamos, hay algunas cosas que tenemos que pasar por ellas, sin quedarnos libertad de hacer lo contrario, y el deliberativo trata de si se ha de hacer una cosa. Y si llaman necesario a lo que el hombre abraza por el miedo de otro mayor mal, entonces la cuestión ya es de la utilidad. Porque así como (tratándose de entregarse al enemigo una ciudad cercada, que no puede resistir y está falta de víveres) dicen ser forzosa la entrega o morir sin remedio, así se infiere de esto mismo que no es cosa forzosa el rendirse, porque podemos morir honrosamente. Por último, tenemos el ejemplo de los saguntinos, y el de los de Oderzo126, que sitiados en una nave no se entregaron. Luego en causas semejantes o se delibera sobre lo útil, o la duda estará entre lo útil y honesto. Pero dirán: si el hombre quiere tener sucesión, forzosamente ha de tomar mujer. ¿Quién duda? Conque no dudando el que quiere tener hijos que debe casarse, me parece que ni aun es materia de consulta aquélla en la que nos consta no puede pasarse por otro medio, porque toda consulta es sobre cosa dudosa. Más conformes van a razón los que admitieron por fin tercero lo que los griegos llaman dinatón y nosotros posible, interpretación que parecerá dura, pero no hay otra.

No necesito demostrar, por ser cosa clara, que no siempre entran todos estos fines en las causas del género deliberativo. Algunos ponen más fines, subdividiéndolos en nuevas especies inútiles. Porque lo lícito, lo justo, lo piadoso, lo equitativo, lo humano (que así interpretan la voz emerón) y otro que aún pudiéramos juntar, se reducen a   —165→   lo honesto. Si la cosa es grande, fácil, gustosa y libre de peligro, pertenece a la cuestión de utilidad: pues estos lugares nacen de la contradicción; esto es, la cosa es útil, pero difícil, pequeña, de poca importancia, desagradable, peligrosa.

Con todo, piensan algunos que algunas veces se delibera de cosas de mero gusto, como de construir un teatro, de celebrar los juegos. Pero a ninguno le tengo por tan entregado al lujo, que no atienda en las consultas sino al deleite. Siempre ha de intervenir forzosamente alguna otra mira: en los juegos el honrar a los dioses; en el construir el teatro el desahogo útil de las fatigas, o el atajar por este medio los alborotos de la plebe. No obstante, podemos hacer entrar aquí la religión, llamando al teatro como un templo, donde se celebra aquella sagrada solemnidad.

Muchas veces decimos que debemos despreciar la utilidad por atender a lo honesto; como cuando aconsejamos a los de Oderzo que mueran antes que rendirse al enemigo. También se prefiere la utilidad a lo honesto, como persuadir que se armen los esclavos en la guerra cartaginesa; aunque no podemos decir abiertamente que esto en sí es cosa mala. Porque puede decirse que todos nacieron libres, que constan de los mismos principios, y aún quizá de linaje antiguo y noble. Y donde amenaza un riesgo evidente, como a los de Oderzo, conviene oponer otros: verbigracia: persuadirles que, si se entregaban al enemigo, quizá padecerían muerte más cruel, o que el César saldría con la victoria, lo que era más verosímil.

Estas dificultades, que chocan entre sí, por lo común se eluden con jugar los términos. Pues aun la misma utilidad es combatida de los que dicen que no sólo es mejor lo honesto que lo útil, pero que no se concibe ser útil no siendo honesto. Al contrario, lo que llamamos nosotros honesto, lo llaman ellos cosa vana, ambiciosa, necia, y buena más en el nombre que en la realidad. Ni solamente comparamos las cosas útiles con las inútiles, sino estas cosas   —166→   entre sí; como si de dos cosas útiles escogemos la que es más, y de dos inútiles la menos mala. Pasa aún más adelante. Porque a veces se nos presentan tres extremos, como cuando Pompeyo consultaba si se acogería a los partos, al África o a Egipto. Y así no sólo se averigua si una cosa es mejor que otra, sino cuál es la mejor; o al revés127.

Pero nunca ocurrirá deliberar sobre una cosa que nos sea provechosa. Porque donde no hay contradicción ¿qué motivo hay de consultar? Así es que semejantes oraciones suasorias no son más que una comparación. También se ha de considerar la ventaja que hemos de conseguir y por qué medio, para que podamos decidir dónde es la ventaja mayor; o si son mayores los inconvenientes por el medio que lo pretendemos. Hay cuestiones de la utilidad, y del tiempo; verbigracia: conviene la cosa, mas no al presente. Del lugar. No aquí. De la persona. No para nosotros; no contra éstos. En la manera de obrar. No por este camino. Y últimamente, en el modo. No en tanto grado.

2.º Pero muchas veces consideramos la persona que persuade lo bueno, y a quién. Por donde, aunque sirven de mucho los ejemplos en semejantes causas, porque el hombre se mueve muy fácilmente por la experiencia para abrazar alguna cosa, importa mucho el saber la autoridad de quien nos lo aconseja y a quiénes aconsejamos. Porque es diversa la disposición de los ánimos, y de dos especies los que deliberan. Porque o son muchos, o es uno solo; y en uno y otro cabe mucha diferencia. Si son muchos, va a decir no poco el saber si es el senado o el pueblo; si son romanos o de Fidenas; griegos o bárbaros. Si es uno solo, importa el conocer si persuadimos la pretensión de los honores a Catón, o a Mario. Si delibera sobre la guerra, y modo de hacerla Escipión primero que   —167→   Fabio. Por tanto, debemos atender al sexo, a la edad y dignidad de la persona.

Y no es la menor diferencia la de las costumbres; porque persuadir a los buenos lo honesto es muy fácil; pero si lo persuadimos a los malos, debe cuidarse no parezca les damos en cara con el vicio. Al que delibera no le hemos de mover con la naturaleza de lo bueno, que él no tiene por tal, sino con la alabanza, con las opiniones del vulgo; y cuando no baste esta razón vana, con el bien que de la cosa dimana o, lo que es mejor, con el temor del mal que de no hacerla resulta. Porque además de que estas razones hacen mucha mella en gente inconstante, no sé si a la mayor parte de los hombres naturalmente les mueve más el miedo del mal128 que la esperanza del bien; así como los tales conocen más fácilmente lo malo que lo bueno.

Algunas veces se persuaden también a los buenos cosas poco honestas y aconsejamos a los que no son muy buenos, atendiendo en esto únicamente al interés de los que consultan. Bien sé que el que esto lea podrá decir: ¿Conque esto me mandas, y tienes esto por lícito? Podía disculparme con lo que escribe Cicerón a Bruto, hablando de muchas cosas que se le podían proponer a César como buenas. ¿Sería, dice, hombre de bien, si yo aconsejara semejantes cosas? No; porque el fin del que aconseja es la utilidad del que pide consejo. Pero son cosas buenas, me dirás. ¿Quién te lo niega? Pero no siempre se debe aconsejar lo bueno. Pero como esto pertenece a otra cuestión más elevada, y no tan sólo a las suasorias, lo hemos reservado para el libro duodécimo, que será el último. Ni yo pretendo que se aconseje   —168→   cosa mala, pero algunos piensan que esto conviene a veces para el ejercicio de la escuela; puesto que es necesario conocer lo malo para hacer mejor lo bueno.

Pero el que aconseje semejantes cosas no buenas en sí, tenga presente que no aconsejan como tales; como algunos declamadores que persuadían a Sexto Pompeyo se echase a pirata, sólo porque era cosa mala y cruel. Se les ha de dar un buen aspecto aun cuando las aconsejemos a los malos; porque no hay hombre tan malvado que quiera parecerlo. A este modo Catilina en Salustio hace ver a los suyos que no emprendía como cosa mala en sí la conjuración, sino que le habían movido a ello sentimientos muy justos. Así Vario hace decir a Atreo:


Injusticias cometo
Atroces, sí; pero ya primero
Contra mí las cometen sin respeto.



¿Y cuánto más deberán paliar el mal con color de algún bien los que quieren mirar por su reputación? De este modo si aconsejamos a Cicerón que se baje a pedir perdón a Antonio, o que queme las oraciones que contra él dijo, porque con sola esta condición le perdona la vida, será ocioso que le digamos que ésta es apetecible (pues si esto le ha de mover no es necesario, que nosotros se lo propongamos), sino le exhortaremos a que se conserve para bien de la república; porque ésta es la única razón que le quite la vergüenza de humillarse a Antonio. Y si aconsejamos al César que se alce con el reino, alegaremos que la república no puede conservarse ya sino con una sola cabeza. Porque el que delibera sobre una cosa mala, pretende hacerla por el medio menos malo.

3.º Contribuye también mucho la calidad de quien persuade; porque la vida pasada, si ha sido buena, el linaje,   —169→   la edad, y el estado hace esperar cosas grandes. Pero cuídese que las palabras no desdigan de la persona. Lo contrario pide un tono y estilo más humilde129. Porque lo que en unos es libertad, en otros se llama licencia. Algunos hay en quienes habla la autoridad; otros, aun con la razón, apenas logran persuadir.

IV. Por este motivo tengo por muy dificultosas las prosopopeyas; pues al trabajo que pide la persuasión se junta la dificultad de conservar el carácter de la persona130, pues no aconseja de la misma manera César que Catón y que Cicerón. Este ejercicio es muy útil, ya por el nuevo trabajo que pide, ya porque aprovecha para la poesía y para escribir historias; aunque es necesario a los oradores, porque los griegos y latinos escribieron muchas oraciones para que otros las dijesen, acomodándolas a su condición.

¿Guardaba Cicerón el mismo estilo cuando131 componía alguna oración a Pompeyo, que cuando a Apio, o a los demás? ¿No conservaba su naturaleza, su dignidad, su   —170→   condición, sus hazañas, y aun todos los demás caracteres, dándoles alma con la voz, ya para que hablasen mejor, ya para que se conociese que lo que decían era suyo? No es menos viciosa la oración que desdice de la persona que habla, que la que no conviene con el asunto que tratamos. Y así parece que Lisias conservó admirablemente el carácter de la naturaleza en las oraciones que compuso para gente rústica.

Lo cierto es que los declamadores deben guardar sobre todo el carácter de las personas; pues son pocas las oraciones que dicen como abogados, y por lo común132 hablan en boca de un hijo, de un padre, de un rico, de un viejo mal acondicionado o indulgente, de un avaro; y por último hacen el papel de un supersticioso, de un cobarde, de un bufón. De forma que apenas hablan en una comedia más papeles que los que ellos hacen. Semejantes declamaciones son, al parecer, otras tantas prosopopeyas; las que yo he juntado con las suasorias, porque en nada se distinguen de ellas, sino en las personas.

V. La mayor parte de los declamadores no erraron solamente en dar a las causas del género deliberativo un estilo diverso, y enteramente contrario al judicial arrebatado, y un aliño (como ellos quieren) de expresiones redundantes; juzgando también que semejantes razonamientos deben ser más cortos que en materias judiciales.

Yo así como no encuentro motivo de exordios y preámbulos largos en el deliberativo, como arriba dije, así tampoco lo encuentro para comenzar de relámpago e implorar   —171→   a voces el favor de los caballeros romanos un hombre de sano juicio en una consulta en que le piden su dictamen, sino que procurará lograr el asenso del que delibera con una entrada comedida, afable y cortés.

Y ¿por qué el estilo de semejantes oraciones ha de ser precipitado e igualmente impetuoso, cuando las consultas requieren más miramiento, sosiego y moderación? No niego que muchas veces también en el judicial calma el ímpetu de decir en el exordio, narración y confirmación; el cual quitado, tenemos el estilo que cuadra al género deliberativo. Aunque aquí ha de ser más igual, no arrebatado ni turbulento.

Los que hablan en el género deliberativo no han de afectar con mucho cuidado la magnificencia del estilo; porque ésta depende de la materia. Pues a los que fingen las personas, les agrada más por lo común las de reyes, príncipes, pueblos y senados y los asuntos rumbones; porque, debiendo corresponder el estilo a la materia, se lucen más cuando ésta es brillante. De otro modo sucede en las verdaderas consultas. Por tanto, quiere Teofrasto que el estilo en el deliberativo esté muy distante de toda afectación, siguiendo la autoridad de su maestro, aunque a veces no teme apartarse de él. Porque Aristóteles tenía al demostrativo por el más acomodado para escribir, y después al judicial, por consistir el primero en la pompa y ostentación, y necesitar el segundo de mucha arte, aun para engañar, cuando lo pide la necesidad; consistiendo el deliberativo en la buena fe y prudencia. En lo que dice del demostrativo, convengo con él; pues lo mismo dicen otros escritores. Pero tocante a los otros dos, digo que el estilo debe conformarse con la materia; porque hallo que en las filípicas de Demóstenes brilla el mismo estilo que en las oraciones del judicial. Y en las oraciones en que Cicerón manifiesta su parecer al senado, no resplandece menos la elocuencia que en aquéllas en que acusa o defiende:   —172→   y lo mismo observa en los discursos que hizo al pueblo. El mismo Cicerón, hablando de las suasorias, dice: Toda la oración sea sencilla, grave y tenga más adorno de pensamientos que de palabras. En ninguna otra tienen más cabida los ejemplos; en lo que todos convienen; porque parece que lo por venir debe corresponder a lo que pasó, y que la experiencia es un testimonio de la razón.

La concisión o afluencia de estilo no depende de la especie de causa, sino del modo de tratarla. Porque así como en las deliberaciones la cuestión por lo común es más sencilla por el estilo, así en el género judicial es éste más conciso.

Todo lo cual entenderá ser cierto aquél que en lugar de envejecerse en los preceptos de los retóricos, leyere no solamente las oraciones sino las historias, en las que tienen cabida semejantes discursos para aconsejar y disuadir. Hallará, pues, que el principio no es arrebatado, cuando se aconseja; que cuando se acrimina, el estilo es algo más conciso; y que las palabras en una y otra ocasión corresponden a la materia; finalmente, que alguna vez es el modo de decir más breve cuando se agrava la causa de alguno que cuando se da el dictamen sobre alguna cosa.

Ni encontrará aquí aquellos vicios de que adolecen los declamadores, de injuriar sin ningún respeto y prorrumpir en dicterios contra los que siguen opinión distinta, manifestando por lo común que la suya es opuesta a los que deliberan, por donde más parece reprender que aconsejar. Aquellos escritos deben aprender los jóvenes, y no quieran ejercitarse de distinto modo que con el que han de perorar en adelante, ni detenerse en cosas que tengan después que olvidar. Por lo demás, cuando comenzaren los amigos a llamarlos a consulta, cuando hayan de exponer su dictamen en el senado o aconsejar a un príncipe, entonces lo que no alcancen con los preceptos la experiencia se lo enseñará.



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ArribaAbajoCapítulo IX. Del género judicial

I. Las oraciones de este género tienen cinco partes: exordio, narración, confirmación, refutación y epílogo.-II. Aunque es fijo el orden de estas partes, no lo es el de los pensamientos.


I. Vamos a tratar del género judicial que aunque es de mucha extensión y variedad, consta siempre de acusación y defensa. Sus partes admitidas por todos los autores se reducen a cinco: exordio, narración, confirmación, refutación y peroración. Algunos añadieron la división, proposición y digresión: de las cuales las dos primeras se comprenden en la confirmación133. La digresión, o está fuera de la causa y entonces no debe pertenecer a ella, o está dentro de ella, y en este caso es una como ayuda y adorno de la parte a que toca. Porque si todo lo que hay en la causa se llama parte de ella, ¿por qué no llamaremos partes a las argumentaciones, comparaciones, a los lugares oratorios, a los afectos y ejemplos? Ni convengo con los que quitan la refutación, reduciéndola a la confirmación, como lo hace Aristóteles. Porque la una edifica, la otra destruye. También admite la novedad de poner la proposición después del exordio, y no la narración.

II. Pero así como hay este orden en las partes, no hay el mismo en el modo de discurrirlas. Lo primero de todo debemos pensar qué género de causa es; qué se pretende en ella; qué es lo que nos favorece, o al contrario: en segundo lugar, qué pretendemos probar y qué refutar; en tercero, cómo se ha de hacer la narración (porque ésta es la preparación para la confirmación, y no será útil, si no   —174→   promete ya lo que hemos de probar): y lo último que hemos de considerar es el modo de conciliarnos al juez. Porque sólo después de consideradas todas las partes, podemos conocer el afecto o pasión que conviene mover en el que oye: si el rigor o mansedumbre; si excitar la ira o calmarla; si hacerlo propicio o contrario al reo.

Ni apruebo lo que algunos dicen, que el exordio es lo último que debe escribirse. Porque así como es útil mirar con un golpe de vista todo el asunto, y ver cómo se ha de disponer, antes de comenzar a hablar o a escribirle así lo es el dar principio por lo primero; ya porque una pintura o estatua no se comienza por los pies, ya porque ninguna arte acaba por donde debe comenzar. Porque, si no hubiere lugar para escribir la oración ¿no nos servirá de confusión este orden invertido? Luego la materia se ha de examinar y meditar con el mismo orden que guardamos para enseñar; y en escribir guardaremos el orden de decir.