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ArribaAbajoLibro sexto


ArribaAbajoProemio. Quéjase de su mala fortuna por la pérdida de sus hijos y mujer

Tres fueron, oh Marcelo Victorio, las razones que me movieron a emprender esta obra. La primera por darte gusto; la segunda el conocer que podría de ella resultar algún fruto a la juventud; y la tercera el cargo que se me ha encomendado212, procurando yo desempeñarlo con todo cuidado. Fuera de estos tres motivos, no dejaba también de atender en ella a la educación de un hijo mío, cuyo agigantado talento requería una cuidadosa instrucción para que, si llegaba el fin de mis días (como era preciso y yo deseaba), pudiese él disfrutar de los preceptos de su padre que le dejaba como en herencia. Pero cuando yo día y noche me apresuraba a concluir este trabajo agitado de los miedos de la mortalidad, la fortuna me dio un tan repentino y recio golpe, que a ninguno otro podía ya resultar menos fruto de estas mis fatigas que a mí mismo. Porque   —302→   experimentando por segunda vez el duro golpe de la orfandad, me vi privado del hijo que me quedaba213, de quien no solamente había concebido las mayores esperanzas, sino que él era la única de mi vejez.

¿Qué haré en tal situación? ¿O de qué puedo yo servir en este mundo teniendo a los dioses contrarios? Y más cuando la fortuna quiso probarme con un golpe de esta naturaleza, cuando emprendí el libro de las Causas de la corrupción de la elocuencia que di a luz. Entonces me pareció lo más acertado en medio de una muerte tan temprana el arrojar esta obra tan aciaga y todas mis infelices tareas, si algo valen, sobre la pira de su funeral para que consumiese también mis entrañas y no fatigar más con nuevos cuidados esta malvada y larga vida. ¿Pues quién que tenga entrañas de padre disculpará mi desatino si continúo en el cebo de las letras, y no detestará antes esta mi naturaleza de bronce si empleo mi voz en otra cosa que no sea culpar a los dioses porque quisieron que yo sobreviviese a todos los míos? ¿O en dar voces por todo el mundo diciendo que no hay providencia que lo gobierne214? Y ya que no sea motivo de tan justo dolor mi desgraciada vida (en la que no cabe otra reprensión que el que dura tanto), a lo menos lo será el ver que murieron tan temprano sin merecerlo. Antes de su muerte había yo quedado privado de su madre, que sin haber cumplido aun los diez y nueve años y después de haber dado a luz dos hijos, murió   —303→   dichosamente, aunque arrebatada de los crueles hados. Este único golpe era muy bastante para que nunca pudiese yo ser dichoso. Porque no solamente causó en mí esta mortal herida por hallarse adornada de todas aquellas buenas partes que caben en una mujer, sino que siendo tan niña, y más con respecto a la edad que yo tenía, su muerte fue para mí como haber perdido un hijo. Pero al cabo me quedaba el consuelo de los hijos, y el que muriendo ella una muerte temprana se libertó de los dolores de la muerte de sus hijos que no merecía otra cosa. Aunque fue cruel en querer morir dejándome a mí con vida.

Después de este golpe, para que no me faltasen motivos de infelicidad, el hijo pequeñito al cumplir los cinco años, con su muerte me privó de uno de mis ojos. No gusto de aumentar mis males ni redoblar los motivos de mi sentimiento: ¡y ojalá me fuese lícito el disminuirlos! ¿Pero cómo podré yo disimular lo agraciado de su cara, la gracia en el hablar, la viveza de su ingenio, lo excelente de aquella alma cándida, dotada de un entendimiento tan elevado, cual no me persuado pueda darse en la naturaleza? Niño de semejantes prendas, aunque fuera extraño, arrebataría mi amor. Y para más atormentarme después la fortuna, que ya con las gracias del niño me armaba alguna traición, quiso que él con sus halagüeñas niñerías me antepusiese en el amor a su madre de leche, a la abuela que le cuidaba y, en fin, a todos cuantos solicitan los cariños de semejante edad. Por lo cual doy por bien empleado el sentimiento que pocos meses antes me costó la muerte de su madre, superior a toda alabanza: pues mucho menor es el dolor que por mi parte ahora siento, que el que se me acrecentaría de verla a ella y a mí padecer.

Ya no me quedaba más arrimo que la esperanza y vida de mi Quintiliano, y aun era bastante para mi consuelo. No eran solamente flores las que su ingenio manifestaba como en el primero, sino que apuntaban ya los frutos con   —304→   señales de que serían seguros. Juro por mi desgracia, por el doloroso testimonio de mi conciencia y por aquella muerte causadora de mi sentimiento, que descubría yo en él tales muestras de ingenio, no digo para las ciencias (pues para esto no vi cosa mayor, en lo que hice no pocas experiencias, y en cosas donde no forzaba yo su talento, como lo saben sus maestros), sino de bondad, amor a su padre, afabilidad y cortesanía ahidalgada que de semejantes ingenios seguramente se puede ya pronosticar algún recio golpe de muerte temprana por enseñarnos la repetida experiencia que unos frutos tan anticipados nunca llegan a colmo. Y no sé qué envidia secreta corta el hilo de nuestras esperanzas en semejante caso, sin duda para que el hombre no remonte el vuelo de sus deseos sobre los términos que le fijó naturaleza215. Concurrían en él todas las prendas que da la fortuna: dulzura y claridad en la voz, suavidad en la pronunciación, la que era tan fina y propia en ambas lenguas como si cualquiera de ellas le fuera natural. Pero de todo esto no había aún sino la esperanza; sobre todo, lo grande en él era la circunspección, constancia y fortaleza para resistir a los miedos y dolores. ¡Con cuánta firmeza de ánimo, con cuánto pasmo de los médicos sufrió las incomodidades de una enfermedad de ocho meses! ¡Cómo me consoló a mí en su último aliento! ¡Y cómo en medio de sus delirios sólo en las letras no deliraba!

¿Cómo tuve valor para ver yo mismo tus ojos cuando se iban apagando, oh vana esperanza mía216, y cuando tu   —305→   espíritu desamparaba al cuerpo? ¿Cómo pude yo vivir después de haber abrazado tus miembros fríos y sin vida y después de haber recibido tu último aliento? Bien merecidos tengo los tormentos y pensamientos que día y noche me asaltan. ¿Conque te he venido a perder cuando, adoptado por un cónsul, y destinado para ser yerno de un pretorio tuyo, fundabas las esperanzas de un padre no menos con la de tus honores venideros que con las muestras de que aspirabas a la gloria de la elocuencia ática, trocándose todo esto en daño mío? Tome, pues, venganza de un padre que pudo vivir después de perdido un hijo, ya que no el deseo de la vida, a lo menos el sufrimiento e infelicidad con que la paso. Que no hemos de echar toda la culpa a la fortuna. Y si alguno es miserable por mucho tiempo, en él está. Pero vivo, y al cabo se hará preciso buscar algún medio para alargar la vida; pues hemos de dar crédito a los hombres más sabios, que dijeron no haber otro consuelo contra las miserias de la vida que las letras.

Y si alguna vez llega a calmar la fuerza de mi dolor de tal modo que algún otro pensamiento ponga fin a mi llanto, con justa razón pediré se me disculpe esta digresión217 en la obra emprendida. ¿Quién, pues, se admirará de que haya yo interrumpido el curso de mi estudio, teniendo más justa razón de admirarse si así no lo hubiera practicado? Además de esto, si en lo restante de mi obra alguna cosa no correspondiere a lo primero en la pulidez, atribúyase a mi ignorancia o a mi mala fortuna; pues ya que no   —306→   se haya apagado del todo aquel primer fuego con que comencé, ¿quién duda que a lo menos se habrá algún tanto amortiguado? Alentémonos, pues, más por esta misma razón, porque así como se me hace difícil llevar este golpe y vida miserable, es fácil por lo mismo el despreciarla. Y por lo mismo que ya me hizo infeliz, me puso en la seguridad cierta de no gustar otra vez este trago tan amargo. Si por algún motivo puedo tener por bueno este mi trabajo, es porque ya no puedo emplearme en otra cosa que pueda servirme de utilidad: que si en esta obra hay alguna, a otros tocará, no a mí. Y así me vendrá a suceder con este mi trabajo puntualmente lo mismo que con los bienes de mi patrimonio, que habiéndolos destinado para unos, entrarán otros a disfrutarlos.



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ArribaAbajoCapítulo I. De la peroración

Tiene dos partes, recapitulación y afectos.-I. Aquélla sea breve y variada por figuras. De este único modo entendieron el epílogo los atenienses y filósofos. Puede usarse también de ella en otras partes de la oración.-II. Del movimiento de afectos: 1.º De parte del acusador. Excitando el odio, aborrecimiento y la ira. Pintando el delito de que acusa como el más atroz o como la cosa más miserable. Debe apartar al juez de la misericordia que implorará el reo. 2.º De parte del que defiende. Qué cosas suelen recomendar y favorecer al que se halla en peligro. La compasión se mueve pintando los males que el reo ha padecido o padece actualmente, o los que le aguardan si es condenado. Entonces vienen bien las prosopopeyas. Nunca debe implorarse por mucho tiempo la compasión.-III. Excítase ya con hechos, ya con palabras. Si con hechos o ademanes conviene revestirse del carácter miserable del reo.-IV. Ninguno se empeñe en mover las lágrimas si no tiene para ello mucha destreza. Cómo se desvanecerá la compasión. De los epílogos más sosegados. En toda la oración se han de mover los afectos.


A todo lo dicho se sigue la peroración, que unos llaman complemento de la oración y otros conclusión. Sus partes son recapitulación y movimiento de afectos.

I. La recapitulación y repetición de todo lo que antes hemos dicho, que los griegos llaman anacephaleosis, y algunos de los latinos enumeración, no solamente refresca la memoria del juez poniéndole bajo un golpe de vista todo el discurso, sino que, si antes no se movieron los oyentes con cada cosa de por sí, se moverán con todas ellas juntas. Pero lo que aquí se repita ha de ser muy por encima;   —308→   porque de lo contrario sería otro nuevo discurso. Debe cuidarse de dar nuevo peso a lo que decimos, variándolo con sentencias y figuras acomodadas; porque no hay cosa más odiosa que la repetición que se hace en los mismos términos, como si desconfiáramos de la memoria del juez. Hay varios modos de hacerla, y es muy lindo aquél de Cicerón contra Verres (7, número 135): Si el padre mismo de Verres fuera el juez, ¿qué diría, viendo estas pruebas? Y de ahí comienza la recapitulación. En la misma oración da principio por la invocación de los dioses a todos los hurtos con que despojó sus templos siendo pretor (número 183).

Esta única manera de epílogo reconocieron algunos de los atenienses y filósofos que escribieron de elocuencia. El fundamento de esta opinión de los atenienses no creo haya sido otro que el estar prohibido en su ciudad el que los oradores moviesen los afectos218. De los filósofos no me admiro tanto, porque ellos tienen por mengua del hombre el apasionarse219; y el valerse de los afectos para apartar al juez de la justicia lo tienen por ajeno de cualquier hombre de bien. Aunque si no hay otro medio que los efectos para salir con la razón que nos asiste y conseguir el bien común, vendrán por último a admitirlos.

En lo que convienen todos, es en que cuando la causa es varia y contiene muchos argumentos y pruebas, tiene entrada la recapitulación en todas sus partes, así como ninguno   —309→   duda que en los asuntos sencillos y cortos no es necesaria. Esta parte conviene tanto al acusador como al abogado.

II. Ambos dos usan comúnmente de unos mismos afectos, aunque el acusador menos veces que el abogado, porque éste debe mover al juez, el otro calmar la pasión que en él se haya movido. Aunque alguna vez el acusador llora por compasión del mismo reo contra quien se dirige, y éste explica sus quejas a veces en fuerza de la atroz calumnia y conspiración contra él levantada. Es muy útil separar estos oficios, en los que por lo común se observarán, como he dicho, las leyes de un exordio, aunque aquí con más libertad y vehemencia. En el exordio nos pretendemos ganar a los jueces con más moderación, como que, faltando aún toda la oración, nos contentamos con insinuarnos en su gracia. Pero en el epílogo se trata de excitar en el juez aquella pasión de que nos conviene esté revestido para sentenciar, porque como es la última parte, ya no nos queda otro momento para inclinar su ánimo hacia nosotros. Por donde es común a ambas partes el conciliarse al juez, apartarle del contrario, mover los afectos y calmarlos. Una cosa debo aquí advertir brevemente tanto al acusador como al abogado del reo, y es que pongan a la vista en esta parte todas las fuerzas del discurso, y entre mil cosas y expresiones que puedan contribuir para conciliarle la misericordia o el desprecio, el favor o la indignación de los jueces, eche mano tan solamente de aquellas que a él mismo le moverían si estuviese en su lugar. Pero mejor es tratar cada cosa de por sí.

4.º Ya hablamos arriba cuando señalamos las leyes del exordio de lo que sirve para que el acusador se concilie el favor de los jueces. Pero hay ciertas cosas que, bastando el insinuarlas en el exordio, es necesario esforzarlas en la peroración, como si la acusación es contra algún poderoso aborrecido de todos, y malquisto o perjudicial al común,   —310→   y si de condenarle resulta gran loa a los jueces o ignominia de absolverle. Así Calvo dijo muy bien a los jueces contra Vatinio220: Todos sabéis que ha cometido soborno, y todo el mundo sabe que estáis persuadidos de ello. (2, Verrinas 43, etc.) Cicerón dice también contra Verres que se puede reparar la ignominia de los juicios anteriores condenando al reo, que es uno de los modos sobredichos. Si alguna vez conviene reconvenir a los jueces con el temor de lo por venir, como él mismo lo practica, nunca mejor que en el epílogo debe hacerse. Ya dije en otro lugar cuál era mi opinión sobre este punto.

En esta parte suele también moverse la ira, la envidia y el odio con más libertad que en ninguna otra. Moveremos la envidia contra el reo ganándonos el ánimo y gracia del juez, el odio con la infamia del mismo reo; y la ira del juez si hacemos ver que se halla ofendido por aquél, especialmente si es obstinado, arrogante y se cuenta por seguro de la sentencia contraria. Los jueces no solamente suelen moverse por algún dicho o hecho, sino con el gesto, traje y ademán. Me acuerdo que siendo yo mozo dijo, y no muy mal, un acusador de Cosuciano Capitón esta sentencia en griego, que vuelta en latín quiere decir: Aun de tener al César se avergüenza.

El mejor modo de mover los afectos un acusador será si hace ver que el delito de que acusa el contrario no solamente es más atroz, sino (si es posible) el más digno de compasión.

La atrocidad nace de las circunstancias: cuál es el delito, quién lo cometió, contra quién, con qué intención, en qué lugar y tiempo y de qué manera. Todas las cuales tienen mil vueltas y revueltas; verbigracia: ¿Nos quejamos de que alguno haya puesto la mano a otro? Primeramente se considerará   —311→   el delito en sí; en segundo lugar la circunstancia de la persona, si era anciano, niño, magistrado, hombre de bien y benemérito del público. Además de esto, si el delincuente era persona vil y despreciable o, por el contrario, demasiado poderoso; si este desacato lo cometió quien menos convenía; si fue en día festivo o cuando en el tribunal se ventilaba alguna causa de esta naturaleza, o en tiempo que afligía alguna calamidad al Estado; si en el teatro, si en el templo o en alguna pública concurrencia. Auméntase el aborrecimiento si esto lo hizo de pensado y no por equivocación o movido de un arrebato de ira, o si fue movido de la ira por haber sido injusta; como, por ejemplo, por haber el agraviado defendido a su padre, por haber respondido, o porque pretendía los mismos honores que el injuriador. Finalmente, si pretendió pasar aún más adelante de lo que hizo. Contribuye también no poco para aumentar la atrocidad del hecho el proponerlo con gravedad y revestirlo con cierto aire de ignominia. Así Demóstenes excita el aborrecimiento contra Midias, señalando la parte del cuerpo donde hizo la herida, y pintando el mismo rostro y traje del agresor. Si se trata de alguna muerte, consideraremos si fue con puñal, con fuego o veneno; si con una puñalada o con muchas; si fue repentina o a fuerza de tormentos; pues estas cosas agravan el delito.

También el acusador suele valerse de la pasión de la misericordia o quejándose y lamentándose de la situación del mismo enemigo, o del abandono y desamparo en que quedan sus padres o hijos221. También se vale para mover al juez a la justicia de los males que resultarán en lo por venir si se disimula el delito. Es a saber: que habrá que   —312→   desamparar las ciudades y los bienes, so pena de sufrir cuantos insultos se les antoje a nuestros enemigos.

Pero lo común es el apartar el acusador al juez de la conmiseración adonde el reo quiere acogerse, animándole a hacer el oficio de la justicia sin atender a respetos humanos. Y para esto se anticipará a desvanecer todo lo que el reo podrá decir o hacer después. Esto no solamente pone más en alerta al juez para no dejarse doblegar faltando a su obligación, sino que cierra la puerta a las plegarias del reo, no pareciendo ya cosa nueva lo que se diga en su favor por haberse anticipado a deshacerlo el acusador. ¿Qué más? A veces se le advierte al juez la respuesta que podrá dar a las súplicas del reo, que es una especie de capitulación.

2.º Por el contrario, para recomendación de la persona que está en riesgo se alegará la dignidad del sujeto, sus buenos deseos e intenciones, las heridas recibidas por la patria, la nobleza y servicios de sus abuelos. De uno y otro se valieron como a competencia Cicerón y Asinio, el primero defendiendo al hijo, el segundo al padre. Sirve también la causa de verse en peligro, como el haberse malquistado por alguna acción loable, virtuosa, humana y misericordiosa. En este caso con cierta justicia exigimos del juez los mismos buenos oficios que al reo le hicieron reo, y entonces añadiremos que esto redunda en bien del público, en gloria del mismo juez, sirviendo para ejemplo y memoria de la posteridad.

Sobre todo aprovecha el excitar la conmiseración, la que no sólo mueve a los jueces, sino que los obliga a manifestar con las lágrimas el movimiento interior. Esto se logra pintando los males que ha sufrido el reo, los que actualmente padece o los que le aguardan si se le condena, los cuales en cierto modo se aumentan cotejando el estado de que cayó con el que le espera. Para lo que va mucho a decir la edad, sexo y sus prendas amadas; digo los   —313→   hijos, padres y parientes; todo lo cual se tratará con variedad. A veces el mismo abogado se reviste de la persona de los tales: ¡Infeliz y desgraciado de mí! (Cicerón en la de Milón). Pudiste tú, oh Milón, traerme por medio de éstos a la patria, ¿y no he de poder yo conservarte en ella por medio de los mismos? Y mucho más, cuando la súplica no está bien en boca del reo como entonces sucedió. Porque ¿quién hubiera permitido a Milón suplicar en su favor siendo homicida de un hombre noble, cuando él mismo confesaba que justamente le había quitado la vida? Y así el abogado con aquella su resolución se ganó la benevolencia e hizo el oficio del reo con sus lágrimas.

Aquí es donde cuadran muy bien las prosopopeyas o razonamientos en boca de otras personas, cuales son las que convienen al acusador y abogado. Contribuye también para mover el introducir hablando a las cosas inanimadas o el hablar con ellas. Asimismo mueve los afectos el hablar en boca de los mismos que interesan en la causa. De este modo parece que el juez está oyendo los quejidos y lamentos de los miserables, cuya vista le enternecería aun cuando no hablasen palabra, así como le harían compadecerse más si estos lamentos y quejas saliesen de su boca, así son más eficaces para mover cuando el abogado se lamenta en persona de ellos mismos, como vemos en las tablas que la voz y pronunciación de los representantes bien remedada y acompañada con la máscara de quien representan contribuye a mover los afectos. Por donde, aunque Cicerón no introduce suplicando a Milón, antes recomienda su causa por medio de aquélla su vehemencia, con todo en persona del mismo da aquellas quejas y lamentos que no desdicen de un hombre esforzado. ¡Oh afanes y trabajos míos, dice, tomados en vano! ¡Oh engañosas esperanzas! ¡Oh vanos pensamientos míos!

Pero no deben durar por mucho tiempo semejantes quejas, porque no en vano se dijo que ninguna cosa se enjuga más pronto que las lágrimas. (Cicerón, libro I de la Invención). Porque si los sentimientos aun cuando verdaderos tienen fin, mucho menos durarán los que el orador finge, en los que si se detiene mucho se cansa el auditorio con las lágrimas, se aquieta, y perdiendo aquel primer ímpetu, luego se pone en razón. No demos, pues, lugar a que se resfríe aquel primer afecto, y avivado ya lo bastante, suspendámoslo; pues no debemos pretender que los males ajenos se lloren por mucho tiempo. Y si en alguna cosa debe ir en aumento la oración en ésta es, puesto caso que cuando a lo que primero se dijo no se puede dar nuevo aumento, cuanto se le añada sirve para disminuirlo; y los afectos, cuando van a menos, fácil cosa es que desmayen y se agoten.

III. No sólo se hace llorar con palabras, sino con el ademán; y así está puesto en costumbre el poner a la vista en traje miserable a los que están en peligro, a sus hijos y padres, y vemos todos los días presentar el acusador el puñal ensangrentado, los huesos sacados de las heridas, los vestidos salpicados de sangre, las heridas desatadas y el cuerpo lleno de cardenales. Todo esto tiene mucha fuerza, como que pone la cosa a la vista. La pretexta222 de Julio César, arrojada en la curia, llenó de furor al pueblo romano, y aunque sabía que se había cometido este asesinato, como que allí mismo se puso el cadáver en una camilla con todo el vestido salpicado de sangre, representó tan al vivo el hecho, que no parecía ser cosa pasada, sino que entonces le estaban asesinando.

No por eso apruebo lo que leo haberse practicado, y aun yo mismo he visto, que es poner un lienzo en que estaba pintado el reo sobre la estatua de Júpiter223 para mover a los jueces. ¿Qué orador habrá tan principiante que piense   —315→   que semejante pintura podrá hablar con más energía que su mismo razonamiento?

Pero sé que al hacer una viva pintura de la miseria e infeliz situación y aun del traje mismo de los parientes del reo, contribuyó mucho a veces para salvarle. Y así el suplicar a los jueces por las prendas más amadas del reo, si es que tiene mujer e hijos, o padres, es cosa útil. También el invocar a los dioses puede parecer nacido de que la conciencia de nada remuerde; asimismo el arrodillarse y abrazar las rodillas del juez a no impedirlo la demasiada dignidad de la persona, o la indignidad del reo, o su mala vida pasada. Hay cosas que piden representarse con la misma viveza que sucedieron. Pero de tal suerte ha de confiar el orador en su buena causa, que su misma seguridad no le dañe.

En medio de todo lo dicho, lo que sirvió más para sacar libre a L. Murena de la acusación de los hombres más respetables de Roma fue persuadir Cicerón a los jueces que no había cosa mejor ni más útil, conforme el estado que entonces tenía la república, que comenzar el consulado el día antes de las calendas de Enero. (Por Murena, número 79). Pero ya todo esto casi está abolido, pues como todo el gobierno recae sobre el cuidado y protección de uno sólo, no puede ninguno hallarse en peligro por semejantes disputas.

He juntado los oficios del reo y acusador, porque en los peligros es donde más triunfan y tienen lugar los afectos, pero sépase que toda causa admite estos dos géneros de peroración, esto es, la que depende de la recapitulación de pruebas y ésta de los afectos, si el litigante está en peligro de perder su estado o reputación. Porque el querer usar de semejantes epílogos afectuosos en pleitos de poca monta, es lo mismo que ponerle a un niño la máscara y calzado de gigante.

Me parece digno de advertirse que la mayor dificultad   —316→   del epílogo, según mi juicio, consiste en el modo de conformarse el semblante del reo con lo que va diciendo el orador. Porque algunas veces la ignorancia, rusticidad, rigidez y deformidad del litigante suele acarrear frialdad, y de esto debe guardarse mucho el orador. He visto alguna vez a los litigantes que manifestaban displicencia de lo que el orador decía, que estaban muy serenos, y aun los he visto reír muy fuera de sazón, y causar también risa al auditorio con algún ademán ridículo, especialmente cuando hacían ciertos movimientos como si fueran cómicos.

Alguna vez he visto que el mismo abogado de la causa pasó a los asientos de enfrente una niña, hermana, según se decía, del contrario, que no quería reconocerla, como para ponerla en los brazos de su hermano; pero éste por aviso mío se apartó a un lado. Entonces el abogado, sin embargo, que era hombre elocuente, a vista de una cosa tan no esperada, enmudeció y con mucha frialdad se volvió con la niña.

Otro pensaba que hacía un gran favor a una mujer reo presentando allí la imagen de su marido difunto, pero hizo mucho reír con esta pasmarota. Porque como aquéllos que se la habían de alargar a su tiempo no sabían el principio del epílogo, siempre que el orador se volvía hacia donde estaban ellos se alargaban a vista de todos, hasta que últimamente mostrándola al auditorio la misma figura horrible de la imagen (que estaba sacada del cadáver de aquel hombre ya anciano) hizo que perdiese el orador todo el fruto de su oración.

Bien sabido es el pasaje de Glicón Espiridión. Preguntando éste a un niño que él mismo llevó al tribunal por qué lloraba: Porque el ayo, respondió, me tira pellizcos. Pera para conocer el inconveniente que hay en semejantes epílogos, no hay cosa mejor que aquel cuento de Cicerón contra los Cepasios.

Todo esto podía pasar, porque al cabo puede remediarse   —317→   variando el ademán. Pero los que no saben salir del carril y estilo ya usado, o callan en semejantes lances o vienen a decir mil impropiedades. Cuáles son: Postrado está a vuestros pies para suplicaros. Y El miserable está abrazado con sus hijos. Y Mirad cómo me llama. Aunque el reo no haga nada de lo que el abogado dice. Lo mismo digo de aquellos defectos y alharacas que se aprendieron en la escuela, en donde libremente y sin peligro de que nos reprendan se finge cualquier cosa, porque allí se considera como hecho sucedido lo que se nos antoja. Pero semejantes ficciones no cuadran después con la práctica del foro. Y así Casio respondió con mucha gracia a un abogado principiante, que decía: ¿Por qué, oh Severo, me miras con ese mal ceño? No hacía yo tal cosa por vida mía (respondió el otro), sino que así lo traías escrito en el papel; pero mira. Y entonces le echó una terrible mirada.

IV. Advierto, sobre todo, que ninguno que no tenga habilidad para ello intente mover a lágrimas. Porque así como éste es el afecto más fuerte de todos, así si no se logra excitar se resfría y vale más el no procurarte cuando no se puede lograr, contentándose con el movimiento interior de los jueces; porque en semejantes lances la mudanza del semblante, la voz lastimera y el aspecto del reo conmovido para por lo común en risa de los que no pudimos mover. Mida, pues, con cuidado el abogado hasta dónde puede rayar en estos afectos, y advierta qué obra tan grande es la que emprende; bien entendido que, si no mueve a lágrimas, moverá a risa, porque no hay medio.

No solamente es oficio del epílogo el mover la compasión, sino el desvanecerla, ya en la serie de lo mismo que dice el orador, ya con algunas chanzas y dichos graciosos para contener y atajar los afectos que en los jueces puedan haber movido las lágrimas de los contrarios y hacerlos cumplir con lo que pide la justicia. Como si decimos:   —318→   Dadle pan al niño para que no llore. Asimismo dijo un abogado a su contrario que era bastante membrudo, defendiendo la causa de un niño, que él mismo arrimó junto a los jueces: ¿Qué haré? yo no puedo llevarte en hombros.

Pero debe cuidarse que en esto no remede a los cómicos, y así no apruebo a aquél que fue el más señalado entre los oradores de su tiempo, el cual habiendo en el epílogo sacado en medio unos niños, comenzaron a coger unos dados que él mismo había arrojado en tierra, porque esta ignorancia del riesgo en que su causa se hallaba pudo ser digna de compasión. Ni tampoco apruebo a aquel otro, el cual, viendo que el contrario sacó una espada desenvainada con que decía haberse hecho la muerte, echó a huir cubriéndose la cabeza, y acercándose a uno de la concurrencia, preguntole como asustado si se había ido el de la espada. Pues aunque hizo reír, pero fue con una ridiculez. Semejantes espantajos los debe desvanecer el orador en su discurso. Cicerón con mucha gracia habló contra el que mostró la imagen de Saturnino en la defensa de Rabirio, y en la de Vareno contra aquel joven que desataba la herida en el tribunal.

Hay otros epílogos no tan turbulentos, en los cuales satisfacemos a los contrarios si son personas de respeto, o les hacemos amigablemente alguna exhortación para la paz y concordia. Así lo hizo con admirable destreza Pasieno en cierto pleito sobre intereses que tenía Domicia con su hermano Enobarbo. Después de haber hablado largamente del parentesco y bienes que tenían de sobra, añadió: De ninguna cosa tenéis menos falta que de lo que es el motivo de vuestro pleito.

Aunque el lugar propio de los afectos es el exordio y epílogo (en donde ciertamente se usan con más frecuencia), con todo no caen mal en cualquier parte de la oración, pero deben ser más moderados, especialmente cuando su mayor fuerza debe reservarse para el fin. Pero en   —319→   el epílogo conviene emplear todas las riquezas del arte, porque con esto triunfamos de los ánimos si en lo demás de la oración hicimos nuestro deber. Después de haber salvado todas las asperezas y dificultades de la oración, debemos en él extender las velas; y consistiendo la principal amplificación del epílogo en las expresiones y sentencias, podemos aquí echar mano y emplear todos los adornos. Entonces conviene mover el teatro cuando hemos llegado, digamos así, al plaudite. Pero en lo demás de la oración se manejarán los afectos como lo pida la ocasión; porque ninguna cosa atroz o miserable debe contarse sin afectos. En causas sobre la cualidad de una acción se añadirán después de cada prueba. Cuando tratamos una causa, que puede dividirse en muchas partes, usaremos de varios epílogos; como lo hace Cicerón contra Verres, pues llora y se compadece de los tormentos de Filodamo, de los capitanes de navío, de los ciudadanos romanos y de otros muchísimos.



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ArribaAbajoCapítulo II. De los afectos

I. En los afectos es donde más resalta la elocuencia.-II. Qué son pasiones y costumbres.-III. El orador, para mover, debe estar primero movido. Cómo se consigue esto.


I. Aunque esta parte de las causas judiciales sea la principal donde tienen lugar los afectos, y de ellos he hablado ya por necesidad alguna cosa, no he podido hablar cuanto hay que decir en la materia. Por lo que falta aún mucho (y es lo principal), ya para salir con nuestro intento, ya para mover los ánimos de los jueces a lo que queremos, que es lo más dificultoso en la elocuencia. Y es tanto lo que se ofrece que decir, que cuanto he dicho sólo sirve para hacer una reseña de lo que faltaba, mostrando antes qué era lo que debe practicarse que el modo de conseguirlo. Ahora, pues, conviene tomar el principio de más arriba.

No solamente tienen lugar los afectos en cualquier parte de la oración, como llevo dicho, sino que éstos no son de una sola naturaleza ni se han de mover pasajeramente, como que son los que dan mayor fuerza al discurso. Porque para inventar todo lo demás y valerse de ello con utilidad, quizá bastará cualquier ingenio por mediano que sea, y más si le acompaña la instrucción y el ejercicio. Hay, y siempre ha habido, muchos que discurrieron con bastante acierto las pruebas de la oración, y estoy tan lejos de despreciarlos, que los tengo por dignos de alabanza, como que se distinguieron en informar plenamente a los jueces. Y si he de decir mi sentir, en punto de bien hablados, pueden poner cátedra. Pero no son tantos los que saben mover y manejar a su antojo los ánimos de los jueces y las expresiones propias de compasión y de ira.

Esto es lo que más cuesta en las causas forenses, esto   —321→   es lo que sostiene la elocuencia. Porque pruebas y razones la misma causa por lo común nos las ofrece, las que siempre abundan en la que es mejor. De manera que el que tiene un buen pleito o razones que le asistan, sólo podrá decir que no le faltará abogado; pero hacer, digamos así, violencia al ánimo del juez y apartarle de lo mismo que conoce, esto ha de ser obra del orador. Esto ni se puede lograr con el informe del litigante, ni se aprende en los libros. Las razones consiguen que los jueces conozcan que la justicia está de nuestra parte, los afectos que nos la quieran hacer. Cuando quieren hacerla ya se persuaden que hay razón para ello.

Cuando un juez comienza a enojarse, favorecer, aborrecer y compadecerse, tiene ya por causa suya la nuestra224, y así como los amantes no pueden ser jueces de la hermosura que aman, porque el amor sirve de velo a los ojos, así al juez le anublan los afectos para que no conozca la verdad, dejándose arrebatar de su corriente sin poder otra cosa. La sentencia del juez manifiesta lo que lograron las razones y los testigos; pero cuando está movido por el orador sin acabar de oír y aun antes de levantarse de su puesto, confiesa lo que pasa allá en su interior. Y si no, cuando conseguimos excitarle a lágrimas con los afectos del epílogo, ¿no es aquello dar ya la sentencia? Pues a esto deben encaminarse los esfuerzos del orador y en esto ha de trabajar, y sin ello lo demás es una insulsez y sequedad desapacible. Tan cierto es, que los afectos son el alma de la oración.

II. En éstos hay dos especies, como hallo en los antiguos filósofos; a la una llaman los griegos pathos, que a la letra podemos traducir pasión; la segunda ethos, que aunque no tiene nombre correspondiente al griego, podemos llamarla costumbre, de donde tomó el nombre la filosofía moral. Pero si examinamos bien la cosa, la llamaremos mejor cierta propiedad de las costumbres, pues a ella se   —322→   reducen todos los hábitos del alma. Los autores más circunspectos antes quisieron explicar la significación de estos nombres, que interpretarlos a la letra. Entre estas dos especies de afectos unos son fuertes y vehementes, los otros apacibles; por aquéllos el hombre se mueve arrebatadamente, por éstos con mansedumbre; los unos dominan, los otros persuaden al hombre; los unos sirven para excitar los movimientos del ánimo, los otros para ganarse la benevolencia.

Expliquemos algo más la naturaleza de las costumbres, que por el nombre no se da bastante a conocer. Según mi corto entender, costumbres (que es lo que más encargo a los oradores) consisten en un carácter que se haga distinguir entre todo por la bondad, no solamente dulce y apacible, sino agradable y humano. Para lo cual debe expresar las cosas como pide la naturaleza de cada una de ellas, para que se descubra en el mismo modo de decir la índole del orador. Este carácter tiene lugar entre personas muy unidas, como cuando sufrimos, perdonamos, satisfacemos y aconsejamos sin ira ni desabrimiento. Con todo eso, de distinta manera trata un padre a un hijo, un tutor a su pupilo, un marido a su consorte, porque éstos siempre muestran amor a los mismos que les hacen alguna sinrazón, y si hacen odiosos a los tales, es mostrando que los aman. De distinta manera se pinta la naturaleza y costumbres cuando un anciano sufre la injuria de un joven, o un hombre condecorado es injuriado de palabra por otro inferior en condición. Al segundo debemos pintarle fuertemente indignado, al primero sólo resentido.

Contribuye también para excitar el odio contra nuestro contrario el ceder y rendirnos a su prepotencia, que es darle en cara tácitamente con su desenfrenado poder225;   —323→   pues en el hecho de rendirnos damos a entender que su poder es excesivo. Los que desean maldecir y los que afectan ser libres en hablar, no saben que puede más la envidia y odio que una injuria de palabra, porque aquélla hace odioso al contrario, ésta a nosotros mismos que la decimos.

Todo lo que llevamos dicho pide que el orador sea afable y humano. Las cuales virtudes debiéndolas aprobar el orador (si puede ser) en el litigante, mucho más debe él mismo poseerlas o manifestar que las tiene. De este modo servirá de mucho a su causa, pues su misma bondad hará creer que es buena la que él defiende, porque el que es tenido por malo cuando defiende, seguramente hace mal su oficio, pues no parece defender una causa justa; de lo contrario tendría el carácter de bondad. Por lo cual debe usar de un modo de decir suave y apacible, y desechar toda hinchazón y arrogancia. Basta que hable con propiedad y que dé gusto, usando de un lenguaje natural y del estilo mediano, que es el que más cuadra para esto.

Muy distinto de éste es el lenguaje patético, que yo llamo afectuoso. Para mejor distinguir estos dos modos de decir, digo que el primero es semejante a las comedias, y el segundo a las tragedias. Este último versa acerca de la ira, odio, miedo, envidia y compasión. Ya dijimos hablando del exordio y epílogo, y cada cual por sí mismo sabe cómo se han de mover estas pasiones.

El miedo es de dos maneras, el que tenemos nosotros y el que infundimos a los demás, y del mismo modo se entiende el aborrecimiento, el uno constituye al envidioso o al que lo tiene, el otro al envidiado o aborrecido. Éste lo padecemos nosotros, aquel otro debemos excitarle contra el reo, que es en lo que más trabaja el discurso. Hay cosas   —324→   que de suyo son graves, como el parricidio, la muerte y el dar veneno, otras donde el orador debe trabajar para que lo parezcan. Esto sucede cuando manifestamos que nuestro mal excede y sobrepuja a otros aunque graves, como Andrómaca en Virgilio, Eneida, 3. 321:


    Oh tú de Príamo hija afortunada,
Cuando a la vista de los patrios muros,
De Aquiles en el túmulo acabaste,
Dichosa más que todas, etc.


Donde se ve cuán lastimosa era la desgracia de Andrómaca, cuando en su comparación fue dichosa la muerte de Palíxena. O cuando ponderamos tanto nuestro mal que aunque sea ligero lo pintamos como intolerable; verbigracia: Si le hubieras sólo puesto la mano, no merecías disculpa; ¿qué diremos habiéndole herido? Pero de esto trataremos más a la larga en la amplificación.

Baste por ahora decir que los afectos no solamente pintan la compasión y la gravedad que en sí tiene la cosa, sino que hacen parecer intolerable mal lo que suele ser pequeño, como cuando decimos que una injuria de palabra es mayor que una de obra, que es más sensible el castigo de infamia que la muerte. La fuerza de la elocuencia consiste, no precisamente en causar en el juez los afectos que le causaría la misma naturaleza de la cosa, sino en excitar los que no tiene, o si los tiene avivarlos más. De aquí nace la gravedad de un discurso de añadir nuevos colores a la indignidad, dificultad y vileza de las cosas, en lo que Demóstenes aventajó a todos.

III. Si no hubiéramos de decir más de lo que otros enseñaron, lo dicho bastaba, pues de cuanto hemos leído o aprendido nada hemos omitido que nos haya parecido bueno. Pero yo pretendo penetrar hasta lo más recóndito de la materia, y tratar aquí lo que no vi en otros, sino que me lo ha enseñado la misma experiencia y mi cuidado226.   —325→   El principal precepto para mover los afectos, a lo que yo entiendo, es que primero estemos movidos nosotros. Sería por cierto una ridiculez el aparentar llanto, ira e indignación en el semblante, y que no pasase esto de botones adentro. ¿Qué otro motivo hay para que uno que padece una calamidad que le acaba de suceder prorrumpa en exclamaciones las más expresivas, y para que otro, aunque sea hombre sin letras, hable con elocuencia cuando está enojado, sino el que en los tales habla la fuerza del alma y los afectos verdaderos?

Por donde si queremos hablar con verosimilitud, hemos de parecernos en los afectos a los que sienten de veras, y que hablemos con aquella viveza de sentimientos de que queremos que se revista el juez. ¿Cómo se dolerá éste si ve que yo no me duelo? ¿Cómo se irritará si no se irrita el orador que pretende excitar en él esta pasión? O ¿cómo llorará si le ve a aquél muy sereno? No puede ser; porque ninguno se abrasa sino con el fuego, ni se ablanda sino con las lágrimas, ni alguno puede dar el color que no tiene. Primeramente, pues, nos debemos mover nosotros y sentir compasión si queremos que se mueva el juez.

¿Y cómo nos moveremos nosotros? (porque no están los afectos en nuestra mano). Procuraré satisfacer a esta duda. Lo que los griegos llaman fantasía entre nosotros se llama imaginativa, y por ella se nos representan con tanta viveza las cosas ausentes que parece tenerlas a la vista. Digo, pues, que el que pueda concebir semejantes imágenes, ese tiene muchísimo adelanto para revestirse de los afectos. De aquí es que al que se representa con viveza y como   —326→   son en sí las cosas, las voces y las acciones de las personas, le llamamos hombre de buena fantasía o imaginativa, lo que lograremos si queremos.

Porque estas representaciones de que hablamos de tal suerte nos siguen en el reposo del alma (como si fueran ciertas esperanzas vanas y, para decirlo así, sueños que tenemos despiertos), que nos parece a veces que vamos de viaje, que estamos en una batalla, que navegamos, y que arengamos al pueblo, y aun alguna vez que disponemos de los bienes que no tenemos, todo esto tan vivamente, que no parece pasar por la imaginación, sino que realmente lo hacemos. Pues ¿por qué no sacaremos utilidad de este defecto de nuestra imaginación? Para lamentarme de un homicidio, ¿no me pondré a la vista cuanto es verosímil que sucediese cuando se cometió? ¿No pintaré al agresor acometiendo violentamente? ¿No me imaginaré al que fue muerto poseído de temor dando voces, haciendo mil plegarias y huyendo? ¿No me representaré al agresor levantando el puñal y al otro cayendo en tierra? ¿No me imaginaré con viveza el correr de la sangre, la palidez, los gemidos y las últimas boqueadas?

A todo lo dicho deberá acompañar lo que llama Cicerón ilustración y evidencia, por la que no tanto parece que referimos cuanto que representamos las cosas a los ojos, a lo que siguen los mismos afectos que si las estuviésemos viendo. Aquí pertenecen aquellas imágenes de Virgilio:


   La madre recibió la triste nueva,
Y al punto el natural calor la deja,
Y ella la tela y la labor que tiene
Entre manos con otros instrumentos
De tejer, etc.


(Eneida, libro 9. 476).                


Y aquella otra del libro 11. 40:


   En aquel blando pecho vio la herida
Abierta.


  —327→  

La del caballo de Palante en su funeral:


   Su brioso caballo allí seguía
El funeral de adorno despojado,
De su señor la pérdida llorando.


(11. 90).                


El mismo poeta ¿no pintó con los más vivos colores la muerte dolorosa de Antor?


... El cual muriendo,
Renueva de Argos la memoria dulce.


(10. 782).                


Cuando sea preciso mover la compasión, persuadámonos que pasa por nosotros la desgracia de que nos lamentamos poniéndonos en el mismo lance. En una palabra, pongámonos en lugar de aquéllos a quienes ha sucedido la calamidad de que nos quejamos, no tratando la cosa como que pasa por otro, sino revistiéndonos por un instante de aquel dolor. De este modo hablaremos como si nos hallásemos en alguna calamidad. Yo mismo he visto representantes y cómicos que después de algún paso tierno, quitada la máscara salían llorando. Y si sola la pronunciación de lo que otro escribió puede tanto para los afectos, ¿qué haremos nosotros, que debemos imaginarnos la misma cosa, para que parezca nos hallamos movidos por la misma calamidad del que se ve en peligro?

Aun en la misma escuela conviene que nos impresionemos de estos afectos, representándonos la cosa como sucedió: tanto más porque allí hacemos más de litigantes que de abogados. Nos ponemos, digo, en el lugar del huérfano, del náufrago y del que se ve en peligro, ¿y cómo nos revestiremos de estas personas si nos olvidamos de sus pasiones? No debía omitir estas reflexiones, las cuales (cualquiera que sea o haya sido mi habilidad, pues creo que no me han tenido por lerdo), me aprovecharon tanto para moverme a mí mismo, que no solamente me sacaron lágrimas de los ojos, sino que hicieron salir al rostro la palidez y sentimiento con harta verisimilitud.



  —328→  

ArribaAbajoCapítulo III. De la risa

I. Cuánta dificultad hay en mover la risa. Sobre Demóstenes y Cicerón.-II. Cuánto puede la risa.-III. Depende de la naturaleza y de la ocasión.-IV. Nombres varios con que explicamos lo ridículo.-V. Cómo se excita la risa. Qué se ha de evitar en ella y qué moderación se ha de guardar.-VI. Fundamentos de que nos valdremos para moverla. Lo ridículo, o se manifiesta, o se cuenta, o se moteja con algún dicho.-VII. No todas las chanzas caen bien en el orador. Las de palabras son una frialdad.-VIII. Ejemplos de algunas agudezas.


Hay otra virtud contraria al dolor y conmiseración, y consiste en mover al juez a risa para desvanecer los afectos tristes y apartarle de la atención demasiada en una cosa. Alguna vez contribuye para recrear y quitar el fastidio de los ánimos ya cansados de oír.

I. Cuánta sea la dificultad para excitar la risa, nos lo dan a entender las dos lumbreras de la elocuencia griega y romana, Demóstenes y Cicerón. De los cuales el uno, en sentir de los más, no tenía habilidad para ello, y el segundo no guardó moderación. Ni podemos atribuirlo en Demóstenes a falta de voluntad. Sus palabras medidas y en nada correspondientes a las demás dotes suyas, manifiestamente dan a entender, no que le desagradaban las chanzas, sino que no tenía talento para ello. Cicerón no solamente fuera de las causas forenses, pero aun en las oraciones, afectó con demasía el hacer reír como quieren algunos.

Aunque a mí me parece (si mi juicio no me engaña o la   —329→   demasiada pasión hacia este orador consumado) que usó de las chanzas con extraña gracia. Usó de muchas en el estilo familiar, en las altercaciones con el contrario y en examinar a los testigos, usó de más sal y chiste que ninguno y las que usó contra Verres fríamente, las atribuyó a otros refiriéndolas como testimonios: de modo que cuanto más insulsas son, otro tanto manifiestan que no eran invención suya, sino que andaban en boca de todos. ¡Ojalá que Quinto y su liberto Tirón227, o quien quiera que fuese el que publicó tres libros sobre este asunto, no hubiera puesto tantas y hubiera tenido más acierto en la elección de ellas que en el número! Entonces no tomarían algunos ocasión de tacharle: los cuales, no obstante lo dicho, encontrarán que en un ingenio tan fecundo como el de Cicerón hay más cosas que cercenar que poder añadir.

La gran dificultad en saber excitar la risa nace primeramente de que las chanzas ordinariamente son una chocarrería y bajeza, y de que a veces nos ponemos de intento a remedar a otros; y además de esto, de que nunca son decorosas en boca del orador. Júntase a lo dicho la diversidad de opiniones sobre la naturaleza de la risa, la cual no se funda en razón cierta, sino en ciertos ademanes que no es fácil de explicar, pues aunque muchos intentaron buscar la causa de la risa, me parece que no dieron con ella; porque ésta no solamente se excita con palabras y acciones, sino con cierto aire del cuerpo. Ni tampoco siempre de una misma manera, porque no solamente nos reímos de lo que se dice con gracia y agudeza, sino a veces de una sandez, de una acción o palabra dicha con ira o timidez. Y no es la menor dificultad si consideramos que la irrisión se confunde con la risa. Su origen, dice   —330→   Cicerón (2, de Orat. 136, 218), es alguna deformidad y fealdad. Si el objeto de la risa son los defectos ajenos, se llama gracejo; si los nuestros, necedad.

II. Aunque el hacer reír parezca cosa tan liviana como que es propio de chocarreros, graciosos y gente de poco seso, con todo no sabré decir si es la cosa que más influye en los afectos y en la que menos podemos irnos a la mano. Ella es una pasión que se excita a veces en nosotros contra nuestra voluntad y sin que otro la mueva, y no solamente nos obliga a manifestar el interior con el semblante y con la voz, sino que a todo el cuerpo lo pone en movimiento. Ella, como he dicho, tiene virtud para mudar las cosas más serias desvaneciendo no pocas veces el odio y la ira. Sirva de ejemplo el caso de aquellos jóvenes tarentinos, los cuales habiendo hablado libremente en un convite contra el rey Pirro, llamándolos a su presencia y haciéndoles cargo de lo que habían hablado, uno de ellos viendo que ni podían negarlo ni admitía excusa su desacato, libró a sí y a sus compañeros con una chanza muy oportuna, diciendo: Así es, oh rey; y a no habérsenos acabado el vino tan pronto, te hubiéramos quitado la vida con nuestras murmuraciones. Con este chiste desvaneció toda la acusación.

III. Pero sea como quiera, así como no me atrevo a decir que carece de habilidad el excitar a risa, ya porque para esto se requiere observación, ya porque los griegos y latinos dieron sus reglas para ello, así digo resueltamente que depende de la naturaleza y de la ocasión. No solamente la naturaleza hace que éste sea de mayor agudeza e invención que aquél para hacer reír (aunque esto puede aumentarse con el arte), sino que el carácter de algunos y su mismo semblante parece más acomodado para un chiste que dicho por otro no tendría tanta gracia. La ocasión puede tanto aun en las mismas cosas, que ayudados de ella, no digo los ignorantes, pero aun la gente del campo,   —331→   corresponde con nueva gracia y chiste a los chistes de otros, porque las gracias mejor caen en el que responde que en el que provoca.

Nace también esta dificultad de que para los chistes ni hay ejercicio ni maestros. Hay muchos que son decidores en las conversaciones y en los convites, pero esto lo aprendieron en el trato diario. El ser tan raros los oradores chistosos nace de que en la oratoria no hay reglas que enseñen a usar del chiste, valiéndose para ello de los que usamos en la conversación familiar.

IV. Para explicar esta graciosidad en el hablar usamos comúnmente de muchos términos, pero cada uno tiene su fuerza particular.

Llámase primeramente cortesanía, por la que entendemos una conversación en la que, ya por las palabras, ya por la pronunciación, ya por la propiedad se echa de ver el aire y gusto de la corte y cierta erudición de la gente culta, a la que se opone lo que llamamos rusticidad.

Hay otro modo de hablar que llamamos gracia en decir, la que se descubre en cierta hermosura y belleza de la conversación.

Ser salado lo entendemos comúnmente de uno que hace reír, aunque esta palabra no signifique esto de suyo, porque a toda expresión que hace reír, debe acompañar cierta sal. Y Cicerón dice que semejantes palabras son propias de los áticos, aunque éstos no son los más diestros para mover a risa. Y cuando dijo Catulo hablando de una mujer corpulenta:


Y en un cuerpo tan grande
Ni aun un grano de sal encontrar puedes,



no quiso decir que nada tenía su cuerpo de ridículo. Según esto, salado llamaremos lo que carece de insulsez, esto es, lo que tiene cierto sainete que se deja percibir del paladar del juicio que le excita para no fastidiarse de la conversación.   —332→   Pues a la manera que la sal con medida añade un nuevo deleite a la comida, así los dichos salados del que habla ponen al alma en cierta sed y deseo de oírle.

Lo que llamamos donaire no me parece tampoco que se deba entender de lo ridículo; pues no dijera Horacio que la poesía de Virgilio por naturaleza tiene un cierto donaire, y, según mi juicio, quiere decir cierto decoro y elegancia. Y Cicerón en sus cartas repite esta locución de Bruto: Pies donosos y de aire gracioso en andar, y viene a ser lo mismo que lo que dice Horacio de Virgilio. Por chanza entendemos lo que se opone a lo serio, y a veces el fingir, el atemorizar y prometer es una chanza.

Decidor en sí es una palabra genérica de la voz decir; pero la aplicamos a uno que en su modo de hablar excita a otros a risa. Por eso se dice que Demóstenes era bien hablado, pero no era decidor.

V. Pero lo que al presente tratamos propiamente es lo ridículo, y así intitulan los griegos este tratado, lo cual, de la misma manera que todo lo restante de la oración, consiste en cosas y en palabras. Su uso es muy simple, porque, o se toma fundamento para mover la risa de otros, o de nosotros, o de cosas que son como medio entre estas dos. Si de los defectos ajenos, o los reprendemos, o los refutamos, o los encarecemos, o los echamos en cara, o nos burlamos de ellos. Muchas veces solemos hallar en nosotros mismos motivo para excitar la risa, y como dice Cicerón, decimos o hacemos alguna cosa absurda. Porque aquellos defectos que llamamos necedades o sandeces, si se nos escapan sin conocerlo nosotros, son ciertas gracias y caen bien si los fingimos. El tercer género consiste (como dice él mismo) en salir con una cosa no esperada, en torcer las expresiones a otro sentido, y en todo lo demás que no mira a ninguna persona que llamo por eso género medio.

Además de esto hacemos reír o con acciones o con palabras.   —333→   Con acciones, acompañándolas con alguna seriedad, como el pretor M. Celio, el cual, habiéndole hecho pedazos el cónsul Isáurico la silla curul, al punto armó otra de correas, con lo cual zahirió al cónsul, de quien se decía que su padre en otro tiempo le había azotado. Otras veces movemos la risa sin atender a la decencia como el lance del vaso de Celio228, aunque semejantes chistes ni caen bien en el orador ni en ningún hombre de circunspección. Lo mismo digo cuando se excita la risa con gestos y ademanes ridículos, los cuales tienen mucha gracia, sobre todo cuando se conoce que no pretendemos con ellos hacer reír, que entre todos los chistes es el mayor. Contribuye también muchísimo para esto la seriedad del sujeto, tanto más cuanto el que suelta algún chiste está más serio que una estatua. Da asimismo alguna gracia el semblante, traje y aire gracioso del que habla, pero han de ser con moderación.

De los chistes unos hay libres y alegres, cuales eran por la mayor parte los de Galba; otros picantes, como los de Junio Baso, que murió poco ha; otros groseros, como los de Casio Severo; otros que son graciosos, como los de Domicio Afro. Va también a decir no poco el lugar donde los decimos. En los convites y en las conversaciones los chistes lascivos sólo caen bien en gente humilde; los alegres en cualquiera; pero guardémonos siempre de zaherir y no sigamos aquello de más quise perder un amigo que quedarme con la gracia en el buche. En estas peleas del foro me abstendría yo de las que puedan ofender a alguno; aunque está tolerado el zaherir y ofender al contrario, el acusarle abiertamente y tirarle a degüello si hay razón. Sin embargo de esto, parece una inhumanidad el insultarle en su abatimiento, o ya porque está inocente, o ya porque si está culpado, el que le zahiere puede caer en la misma miseria.

  —334→  

Lo primero que se debe tener presente es quién habla, de qué asunto, en presencia de quién, contra quién y qué es lo que se dice. Al orador no le está bien el hacer gestos ni ademanes ridículos; cosa que aun en las tablas suele vituperarse. La chocarrería y gracias de los cómicos son muy ajenas de su persona. Los chistes lascivos no digo tomarlos en boca, pero ni aun significarlos con el ademán, pues no porque podamos zaherir al contrario de semejante manera lo hemos de hacer en cualquier lugar. Y así como quiero que el orador hable con gracia y cortesía, así no querría que la afectase. Por donde no siempre que ocurra algún chiste o agudeza la ha de soltar, pues más vale perder el chiste que la autoridad. Ni tampoco habrá quién sufra a un acusador gracioso y decidor en una causa atroz, ni al abogado que lo es, cuando tiene en mal estado la suya.

Júntase a lo dicho que hay algunos jueces tan serios que es imposible el hacerlos reír. Acaece también que lo que decimos contra el contrario le conviene al juez o a nuestro litigante, aunque hay algunos que no se abstienen de decir aquellos chistes que pueden caer sobre ellos mismos. Puntualmente lo mismo acaeció a Longo Sulpicio, el cual, sin embargo que era muy feo, dijo en una causa en que se trataba de la libertad, que su contrario no tenía cara ahidalgada. A lo que respondiendo Domicio Afro, dijo: ¿Hablas, oh Longo, de veras? ¿Conque el que tiene mala cara no es hombre libre?

Cuídese también que en los chistes y agudezas no se descubra algún descaro o arrogancia, y no decir lo que no caiga bien en aquel lugar y ocasión, que no parezca que las traemos estudiadas. Las chanzas contra los miserables son, como llevo dicho, una inhumanidad. Y hay personas de tanta vergüenza y de un crédito tan bien sentado, que el zaherirlos se nos atribuiría a descaro. De las que ofenden a los animales ya hemos hablado.

  —335→  

Conviene no solamente al orador, sino a todos en común, el no zaherir a personas a quienes es peligroso el ofender, y el no decir chanzas de que puedan originarse graves enemistades y de que tengamos que desdecirnos con ignominia. Nunca es bueno decir chistes que puedan ofender al común, a naciones enteras, a algún cuerpo o condición de personas. Todo cuanto diga un orador de buena conducta ha de ser sin faltar a la dignidad y decoro ni a la vergüenza. Son caras las chanzas que se dicen a costa de la reputación.

VI. La mayor dificultad está en decir de qué nos valdremos para excitar la risa. Si hubiéramos de recorrer todos los medios que hay para ello, no hallaríamos el fin y trabajaríamos en vano. Excitamos la risa ridiculizando los defectos del cuerpo o del ánimo del contrario, esto es, sus dichos y acciones, u otras cosas que están fuera del ánimo y cuerpo. Cuanto vituperamos a esto se reduce; y si esto se hace con gravedad, será una vituperación seria, si con gracia se llama ridiculizar. Los defectos, o se descubren, o se cuentan, o se notan con alguna chanza.

Rara vez sucede que lo que ridiculizamos lo hagamos presente a los ojos, como lo hizo C. Julio. Diciendo éste a Helmio Mancia: Yo te haré ver a quién te pareces, le importunaba que se lo dijese. Julio entonces señalando con el dedo, le mostró la imagen de un francés pintado en un escudo de los que trajo Mario de la guerra contra los cimbros, que estaba de muestra sobre una tienda. Entonces se vio que Mancia no le quitaba pinta229.

Contar algún lance chistoso tiene mucha gracia y no desdice del orador, como lo que cuenta Cicerón de Cepasio y Fabricio en la oración Pro Cluentio. En lo cual no   —336→   solamente tiene gracia lo que cuenta el orador, sino mucha más lo que pone de su casa. Con semejante chiste contó Cicerón aquella fuga de Fabricio: Y así pensando que hablaba con la mayor destreza, y habiendo sacado de lo más interior del artificio retórico aquellas gravísimas expresiones: Mirad, oh jueces, las fortunas de los hombres; mirad los varios y tristes acontecimientos; mirad la vejez de C. Fabricio: habiendo repetido muchas veces, para adornar la oración, aquella palabra mirad, Fabricio con su cabeza baja había desamparado ya los asientos. Y todo lo demás que añade, porque es lugar bien sabido, el cual sólo se reduce a que Fabricio desistió de la demanda.

Cicerón dice que la sal consiste en contar semejantes cosas, y el chiste en ridiculizar y notar los defectos. En esto fue singular Domicio Afro, cuyas oraciones están llenas de semejantes narraciones, de cuyos chistes hay libros enteros.

Las gracias no se reducen precisamente a estos dichos breves y chistosos; consiste también en cierta acción seguida, como la que cuenta Cicerón de Casio contra Bruto en el libro del Orador y en otros lugares. Porque habiendo manifestado Bruto por medio de dos lectores en la acusación de Gneo Planco que L. Craso, abogado de aquél, había aconsejado en la oración sobre la colonia de Narbona todo lo contrario de lo que había dicho sobre la ley servilia, hizo que se levantasen tres lectores, dándoles a leer los diálogos del padre de Bruto; de los cuales conteniendo el uno una conversación que pasó en Piperno, el otro otra tenida en Albano, y el tercero otra, que pasó en Tívoli preguntó: ¿dónde existían aquellas posesiones? porque las había vendido Bruto, infamado por haber enajenado los bienes paternos.

La misma gracia tienen ciertos apólogos e historias que se cuentan con chiste. Cuando a los chistes acompaña la brevedad tienen particular agudeza. Esto puede ser o en   —337→   decirlos o en responder, aunque en parte hay la misma razón para lo uno que para lo otro, puesto caso que no puede decirse ninguna cosa para provocar a uno, de que no puede valerse el contrario para rebatirlo.

VII. Pero siendo muchas las maneras que hay para ridiculizar a alguno, no todas, vuelvo a decir, le están bien al orador. La primera es la amphibologia, no entendiéndose por ella aquella obscuridad de las fábulas atelanas230, ni tampoco aquella ambigüedad de expresiones que comúnmente usa la baja plebe para zaherir, ni aun aquellas otras que se le escaparon a Cicerón, aunque no en las oraciones. Pues pidiendo un pretendiente, que se decía ser hijo de un cocinero, a uno de los electores que le favoreciese con el voto, oyéndole Cicerón, dijo: Ego quoque iure tibi favebo231. No porque hayamos de desechar enteramente las palabras que tienen dos sentidos, sino porque rara vez se halla alguna agudeza en la correspondencia de las dos significaciones.

Y así tengo yo por una chocarrería lo que dijo él mismo contra Isáurico: Miror quid sit, quod pater tuus homo constantissimus te nobis varium232 reliquit. Viene muy a cuento aquella anfibología, cuando oponiendo a Milón su acusador, en prueba de haber armado lazos a Clodio, que se había retirado a Bovila antes de las seis de la tarde, aguardando que Clodio saliese de su granja; y preguntándole de cuando en cuando a qué hora fue muerto Clodio, respondió: Tarde. Este solo equívoco basta para prueba de que no debemos   —338→   desechar del todo este género de burlas. Solemos muchas veces usar algunas expresiones que no significan muchas cosas, sino lo contrario de lo que suenan. Así Nerón, hablando de un esclavo muy malo, dijo: Que de ninguno se había él fiado más, pues para él no había en su palacio cosa oculta ni cerrada233.

Las agudezas que consisten en la ficción de un nombre, por añadir, quitar o trasponer algunas letras, más que agudezas son frialdades, como llamar Pacisculo a uno en lugar de Acisculo, porque hizo algún pacto; o a otro que se llama Placido llamarle Acido, porque es de condición brava; y Tolio, en vez de Tulio, a uno que roba lo que encuentra, lo que hallo haber usado algunos. Semejantes agudezas se usan mejor cuando corresponden a las cosas que a los nombres. Así Afro Domicio, hablando de Manlio Sura, el cual en las defensas que hacía andaba de una parte a otra, saltaba y manoteaba, dejando caer la toga y levantándola dijo: Non agere, sed satagere. Porque en este caso la palabra satagere tiene mucha gracia, aunque no encierra ninguna anfibología. Otras consisten en poner o quitar la aspiración, juntando dos palabras, que aunque son frialdades, alguna vez merecen algún aprecio.

La misma frialdad se nota en aquellas agudezas que se derivan de los nombres. De muchas de esta clase usó Cicerón contra Verres, pero las trae como dichas antes por otros. Unas veces dice que con sólo nombrar a Verres parece que todo se barre; otras que Verres dio más que hacer a Hércules, cuyo templo robó, que el jabalí de Erimanto; y cuando llama mal sacerdote al que dejó un verraco tan malo, pues Verres fue sucesor de sacerdote234. La buena oportunidad para usar de semejantes dichos agudos   —339→   contribuye mucho para que choquen al que los oye. Así Cicerón, defendiendo a Cecina, dijo del testigo Sexto Clodio Formión que no era menos negro y confiado que el Formión de Terencio.

VIII. Pero aún chocan más y tienen más gracia las que se toman de las entrañas de la cosa. Conduciéndose en el triunfo de César las imágenes de los pueblos sujetados235, hechas de marfil, y pocos días después las de Fabio Máximo, que eran de madera, dijo Crisipo que las de Máximo podían servir de cajas para guardar las de César. Y Augusto respondió a los de Tarragona, que le lisonjeaban con la noticia de que en un altar consagrado a su memoria había nacido una palma: Se conoce que me ofrecéis incienso muchas veces en él. Motejaba Filipo a Catulo, diciéndole: ¿Por qué ladras? Porque veo, respondió, al ladrón. Otra manera de agudeza y de las más graciosas, es cuando salimos con una cosa no esperada, o cuando usamos una palabra en distinto sentido. Dicho impensado, que también usamos para provocar, es aquél de Cicerón: ¿Qué otra cosa le falta, sino virtud y hacienda? Y aquel otro de Domicio: Hombre en tratar causas muy bien vestido236.

Cuando semejantes agudezas se fundan en algún punto de historia, encierran gracia y erudición. Diciendo Hortensio a Cicerón en la causa de Verres, en que preguntaba éste a uno de los testigos: Yo no entiendo estos enigmas, respondió: Pues debes entenderlos teniendo como tienes en tu casa la Esfinge. Aludiendo a un retrato de ella hecho de bronce y de mucho coste, que había recibido de Verres.

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Pero, según mi juicio, aquél se dirá estilo gracioso y cortesano, en el que no se nota ninguna cosa malsonante, ninguna rusticidad ni cosa que ofenda al oído; finalmente, ninguna cosa extraña, ni en el sentido, ni en las palabras, ni en el gesto y ademán. De modo que este estilo agraciado no tanto depende de cada palabra de por sí, cuanto de todo el contexto de la oración, semejante a aquel aticismo de los griegos que sabía a la delicadeza propia de Atenas.



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ArribaAbajoCapítulo IV. De la altercación

Por qué trata de ella en este lugar y de cuánto provecho sea.-El que alterca ha de tener ingenio pronto y vivo.-No ha de ser iracundo.-Tenga presente lo que ventila.-No lleve las cosas a voces.-Cómo armará lazos al contrario.-Vea por dónde le ha de atacar y lo que ha de omitir.-Ejercítese en esto.


Pedía la razón que tratásemos de la altercación después de haber ya dado todos los preceptos y reglas para un razonamiento seguido, porque, según orden natural, aquélla es lo último de todo. Pero como la altercación sea obra de la invención, en la cual ni cabe disposición ninguna ni se echan menos en ella los adornos de la elocución, ni tampoco depende de la pronunciación y memoria, no me parece ajeno de propósito el tratar de ella antes de la segunda parte de las cinco que tiene la retórica. Y si la omitieron los demás autores, fue sin duda porque creyeron bastaban las reglas de las demás partes para su inteligencia, por consistir la altercación o en instar o en rebatir al contrario; de todo lo cual hemos hablado suficientemente; y cuanto es útil en la defensa de cualquier causa, conduce también para esta pequeña parte. Porque en la altercación no se dicen cosas distintas, sino de distinta manera, esto es, preguntando o respondiendo, para lo cual aprovechan las observaciones que hemos puesto hablando de los testigos. Pero supuesto que me he resuelto a tratar más a la larga esta materia y no puede haber orador perfecto, y si esto falta, me extenderé algo más esta parte,   —342→   pues en algunas causas o es el todo o sirve mucho para salir triunfante.

Si hay algún lugar de la oración dificultoso y donde el orador tenga que pelear con espada en mano, éste es puntualmente. Porque además de que en ella debemos grabar en la memoria del juez lo que nuestra causa tiene de firme y poderoso, cumpliendo lo que prometimos en la serie de toda ella y refutando las razones falsas del contrario, en ninguna otra parte están más atentos los ánimos de los jueces. No sin razón algunos se alzaron con el dictado de abogados hábiles porque sobresalieron en esto, aunque en lo demás nunca pasaron de medianos. Otros, al contrario, contentándose con haber favorecido a sus litigantes con razonamientos pomposos, se retiran acompañados de la multitud de los que los alaban, dejando esta parte, que es el todo de la causa, a abogados principiantes o tal vez a agentes y procuradores infelices. Así verás algunos pleitos y juicios particulares en los que la defensa se encomienda a unos y las pruebas a otros. Y si hemos de separar estos dos oficios, este último se lleva la primacía, pero es una mala vergüenza que los más ruines abogados aprovechen más a los litigantes. A lo menos en los juicios públicos vemos citar a voz de pregonero al que defendió la causa entre los demás patronos de ella237.

Para la altercación se necesita primeramente de un ingenio pronto, vivo y esforzado y de presencia de ánimo, pues como no se da tiempo de pensar, es necesario tener pronta la respuesta, y apenas el contrario asesta los tiros, estar dispuestos para rebatirlos. Y aunque el oficio de orador   —343→   requiere no solamente conocer muy bien, sino hacerse familiares todas las causas, en esta parte principalmente debe estar bien enterado de todas las personas, instrumentos, tiempos, lugares, etc.

El que ha de altercar con acierto debe estar libre de la ira, no habiendo pasión que anuble más la razón y haga decir más despropósitos, y no solamente ocasiona el que prorrumpamos en dichos afrentosos o que tengamos que oírlos, sino que a veces esto mismo mueve a los jueces a indignación. Lo contrario se logra con el comedimiento y tal vez con la paciencia. Los argumentos del contrario no siempre los refutaremos, sino que los despreciaremos, disminuiremos o eludiremos por medio de alguna chanza, pues en parte ninguna mejor que aquí cae bien la sal y agudeza. Contra los que se amotinan, hablaremos con atrevimiento y haremos frente al descaro. Porque hay algunos tan desbocados que, interrumpiendo al que les habla todo lo meten a voces y gritos. Así como no hemos de imitar a los tales, así rebatiremos su mal proceder, suplicando a los jueces que presiden que no se lo hable todo el contrario, sino que nos dé lugar para contestarle, porque el dejarle que todo se lo hable el contrario es indicio de ánimo vil y excesivamente respetuoso, y a veces engaña lo que se llama bondad siendo debilidad.

Puede mucho en la altercación la sutileza del ingenio, la que no se consigue con reglas, porque lo que es natural no depende del arte, aunque es ayudado por él. Para esto conviene tener muy presente el punto cardinal de la disputa y el fin que pretendemos. Si esto hacemos, no nos enredaremos en contiendas ni gastaremos en injurias contra el adversario el tiempo que debemos emplear en la defensa de la causa, aunque no nos pesará de que el contrario proceda de este modo. El que lleva meditado cuánto puede objetarle el contrario y cómo le ha de tapar la boca, ese tal va bien prevenido. Solemos también a veces   —344→   disimular algunas cosas en la defensa de la causa, para después combatirlas fuertemente en la altercación, cuando menos se piense el contrario, acometiéndole en cierto modo desde emboscadas. Esto se deberá practicar cuando ocurre alguna cosa a que no podemos dar pronta respuesta, como lo haríamos si hubiese tiempo para ello. Pero cuando nos ocurra una razón poderosa conviene decirla al punto, para que después podamos inculcarla y repetirla.

No parece debemos encargar que la altercación no debe consistir en voces, como lo practica la gente sin letras, porque, aunque esto molesta al contrario, es cosa enfadosa para el juez. Daña también el altercar en lo que no llevamos razón, antes es necesario ceder cuando no podemos vencer. Porque o son muchas las cosas sobre las que altercamos, y en este caso el ceder en alguna de ellas hará que se nos dé la razón en las demás si la tenemos, o una sola es el punto de contienda, y entonces, aunque quedemos vencidos, no nos avergonzaremos tanto de nuestra terquedad, pues querer mantener y defender un desatino es incurrir en otro.

Mientras contendemos con el contrario, es habilidad y prudencia el obligarle a que desbarre y se aparte muy lejos del punto de la cuestión para que confíe vanamente de la victoria, y por esto conviene disimular por entonces las razones con que pudiéramos convencer su error. Pues de este modo insisten y se empeñan más en la contienda pensando que nos faltan fuerzas, y cuanto más piden justicia dan más valor a nuestras pruebas. A veces convendrá el conceder algo al contrario, como si le favoreciese, para que insistiendo en ello no se agarre de otra cosa que nos pudiera perjudicar; otras proponerle dos cosas por medio de un dilema para cazarle en cualquiera que escoja. Y este medio aprovecha más en la altercación que en el cuerpo de la causa, porque aquí el orador se responde   —345→   a sí mismo, cuando en aquélla tenemos confeso al contrario por su misma respuesta.

Sobre todo la sagacidad del orador está en saber qué es lo que hace mella en el ánimo del juez y qué es lo que no sienta bien, lo que conocerá muchas veces por el semblante, por las señas o por algunas palabras. Así como se ha de instar con lo que nos favorece, así desistiremos luego al punto y con disimulo de lo que nos perjudica; a la manera que el buen médico echa mano de los remedios útiles dejando los nocivos. Si no es fácil desenredar la cuestión propuesta, moveremos otra, procurando llamar aquí la atención del juez. Porque cuando no podemos dar fácil solución a una cosa, ¿qué otro medio hay que el discurrir otra a que no pueda darle el contrario?

Es muy fácil de ejercitarse en esta materia tomando algunas causas o controversias, ya verdaderas, ya fingidas, en que se ejerciten los que tuvieron los mismos estudios y en ellas hacer el papel de una parte y de otra, lo que también puede practicarse en las cuestiones de género simple.

No querría tampoco que ignorase el abogado con qué orden deben colocarse las pruebas, que es el mismo que deben guardar los argumentos, y consiste en que comience y termine por las más poderosas. Con lo primero se concilia el asenso del juez; con lo segundo, el prepararle cuando va a sentenciar.



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ArribaAbajoCapítulo V. Del juicio y del consejo

Después de cuanto llevo tratado según mis fuerzas, de buena gana pasaría a tratar de la disposición, que es la que sigue por orden natural, si no me recelara que algunos imaginasen haber yo pasado por alto el hablar del juicio, que, según la opinión de muchos, pertenece a la invención; pero, según mi corto entender, es tan inseparable de las demás partes de esta obra, que ni en las palabras ni en las sentencias se distingue de ellas, ni hay tampoco reglas ningunas para el juicio, como no las hay para el gusto ni para el olfato. Y así diré lo que en cualquier cosa debe seguirse y evitarse, de manera que el juicio lo dirija todo. La principal regla es que nunca nos empeñemos en cosas que no podemos salir con ellas, que evitemos las razones que son contra nosotros y las que igualmente pueden servir al contrario, la elocución viciosa y oscura. Todo lo cual depende del buen juicio del orador, que no se aprende con reglas.

Ni creo que el consejo se diferencia mucho del juicio, sino en que el juicio lo formamos de cosas que son manifiestas; pero el consejo es en cosas ocultas, dudosas y no averiguadas. El juicio por lo común es una regla cierta y segura; pero el consejo es una razón más remota, por la que examinamos y comparamos varios extremos e incluye dentro de sí invención y juicio.

Del consejo no pueden darse reglas comunes, porque depende de las circunstancias del asunto y tiene lugar por lo común antes de tratar de él. Así parece que Cicerón con mucho consejo quería más el que se acelerase la causa   —347→   contra Verres que el tener que perorar contra él cuando Hortensio fuese cónsul. Sirve también muchísimo en la defensa de la causa. El consejo nos dirá lo que debemos decir y lo que callar o dilatar para otra ocasión, si será mejor negar la cosa que defenderla, cuándo usaremos de exordio y de qué especie, cuándo pondremos narración y cómo la haremos, si nos valdremos del rigor del derecho o de la equidad, qué orden guardaremos en toda la oración y cómo la variaremos, si convendrá hablar con aspereza, con blandura, con sumisión, etc. Todo esto se ha de entender en cuanto lo permitan las circunstancias, y lo mismo haremos en todo lo demás. No obstante lo dicho, pongamos algunos ejemplos para mayor inteligencia de esta materia, para la que no pueden darse reglas fijas.

Alábase el acierto de Demóstenes, el cual, aconsejando a los atenienses una guerra en que habían tenido poca fortuna, les dice que hasta entonces nada se había hecho con prudencia, y que podía enmendarse este descuido; pero que, si no hubieran errado, no tendrían al presente esperanzas de mejor acierto. I, Filípicas. Él mismo, temiéndose ofender los ánimos del pueblo si reprendía su inacción en asegurar la libertad de la república, quiso antes alabar el celo de los antiguos en esta parte. Olínticas. De este modo no solamente fue bien oída su oración, sino que la misma razón natural movió al pueblo a que, aprobando lo mejor, se arrepintiese de lo hecho.

Sirva por muchos ejemplos la oración de Cicerón en defensa de Cluencio. Porque, ¿qué podremos admirar y alabar primeramente en ella? ¿Será aquella primera narración en la que quita desde luego todo el crédito a los dichos de una madre, que se valía de una autoridad de tal para dar contra un hijo? ¿Será el que atribuyó probablemente al contrario el delito de haber sobornado a los jueces, en vez de negar este hecho que constaba, según dice, por la infamia que de ello resultó contra Cluencio? ¿O   —348→   porque en asunto tan odioso se valió por último del beneficio de la ley? Con el cual género de defensa hubiera ofendido al principio los ánimos de los jueces, que aún no tenía bastante preparados. O finalmente, ¿el protestar que todo esto lo hacía repugnándolo el mismo Cluencio? ¿Y qué diré de la defensa de Milón y del acierto con que omitió la narración, hasta que desvaneció la siniestra opinión que contra él se tenía? ¿conque acumula a Clodio de que fue el primero en armar asechanzas contra Milón, aunque en la realidad fue casual y repentina la pelea de los dos? ¿conque, en medio de que dice que justísimamente había muerto a Clodio, hace ver que el homicidio no fue voluntario? ¿conque suplica a los jueces, no en persona de Milón, sino por sí mismo?

Baste decir por remate que ni en la oratoria ni en todo cuanto hace el hombre hay cosa mejor que el acierto y consejo, y sin él son inútiles los preceptos de todas las artes, porque más aprovecha el buen acierto sin instrucción que la instrucción sin acierto. Ya se deja entender que el acomodar cuanto dice el orador a las circunstancias del tiempo, del lugar y de las personas, depende de ahí. Aunque, como hay tanto que discurrir en esta materia y es parte de la elocuencia, la dilatamos para cuando tratemos de las reglas del bien hablar.