Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —5→  

ArribaAbajoLibro séptimo


ArribaAbajoProemio. De la utilidad de la disposición

Me parece haber hablado lo bastante de la invención, pues no sólo hemos tratado de todo lo que conviene para enseñar, sino también para mover. Pero así como no basta que el artífice tenga buenos materiales para la fábrica de un edificio, si no sabe darles un buen orden y colocación, así por más afluencia de voces que haya en la oratoria, sólo servirán de abultar y llenar, si no se unen y ordenan entre sí por una competente disposición.

Y no sin razón la pusimos por la segunda de las cinco partes, pues sin ella la primera es inútil, así como no basta que estén vaciados todos los miembros de la estatua, sino que tengan la debida unión, la cual, a la menor alteración y mudanza que padezca, resultaría un monstruo en el cuerpo animal, aun dado que los tenga todos cabales. Los miembros de nuestro cuerpo a nada que se muevan de su sitio, perdieron el oficio que tenían, y un ejército desordenado él mismo se embaraza. Por donde no van descaminados los que dicen que la naturaleza consiste en el orden, y en el desorden su destrucción. No de otra manera la oración que carece de orden y disposición ha de ser una confusión de ideas, carecerá de timón y de   —6→   unión en sus partes, tendrá muchas repeticiones y omitirá muchas cosas y será semejante a uno que en tinieblas anda palpando las paredes. Y como ni tenga principio ni fin, el orador más hablará por acaso que con consejo y tino.

Por tanto emplearé todo este libro en la disposición para la cual si hubiera reglas que igualmente cuadraran a todas las materias, no serían tan pocos los que hubieran acertado en ella; pero como son infinitas las causas que ocurren y pueden ocurrir, no habiendo entre tantas una que en un todo se parezca a otra, es preciso que el orador sepa mucho, esté alerta, discurra y discierna lo que conviene decir, aconsejándose consigo mismo, y no niego que hay muchas cosas que pueden hacerse palpables, las que no omitiré.



  —7→  

ArribaAbajoCapítulo I. De la disposición

I. Qué cosa sea disposición. Conviene alterarla alguna vez.-II. Para ser buena conviene tener conocida la materia de la causa.-III. Si convendrá siempre comenzar por las razones más fuertes.-IV. La causa o es simple o compuesta. Qué orden pide una y otra.-V. Qué método solía guardar Quintiliano en algunas de ellas.-VI. Para demostrar cómo se inventarán y colocarán las pruebas en cualquier causa, pone una declamación de las que se usan en la escuela.-VII. El mismo asunto y el ejercicio enseñarán mejor que el arte las leyes de la disposición.


I. División, como llevo dicho en muchos lugares, es la separación que se hace de muchas cosas, poniéndolas cada una de por sí con orden y debida colocación, de manera que puestas unas, deban seguir otras; pero por disposición entendemos una prudente distribución que hacemos de las ideas y partes del discurso, dando a cada cual su lugar. Pero tengamos presente que la disposición suele alterarse por necesidad, y que no maneja de un mismo modo la causa el acusador que el que hace la defensa. Para lo cual, omitiendo otros ejemplos, nos puede servir el de Demóstenes y Esquines en la de Ctesifonte, en la que no guardaron un mismo orden; dando principio el acusador por el derecho, que era lo que más le favorecía, y el abogado se valió primero de todo lo demás, preparando al juez para la cuestión de la ley. Conviene, pues, que se digan unas cosas antes que otras, pues de otra manera hablaríamos siempre a gusto del contrario.

II. Y así diré sin ningún reparo lo que yo he practicado   —8→   en esta parte; ya porque me movían a ello las reglas de la oratoria, ya porque la razón así me lo dictaba. Procuraba yo en las causas forenses saber lo primero el asunto y sus circunstancias, y ya que estaba bien enterado de él, consideraba lo que me favorecía a mí y a mi contrario.

Hecho esto (que ni es dificultoso de hacerse y lo principal en la materia), reflexionaba el intento principal de ambas partes y los medios para conseguirlo de este modo; pensaba lo que primeramente decía el acusador. O esto era innegable, o estaba en duda. Si era cosa de hecho, ya no había cuestión, y así pasaba a otra cosa. Aquí consideraba lo mismo y a veces conveníamos en la misma cosa por ser innegable. Si en algo no convenía yo con el acusador, ya había cuestión. Pongamos ejemplo. Dice el acusador: Hiciste la muerte, la hice; aquí no hay controversia; pasemos adelante. Deberá el reo dar los motivos por qué la hizo, diciendo: Es permitido matar al adúltero y a la adúltera. La ley eso dice. Puede aquí ocurrir otra tercera cuestión; verbigracia: No fueron adúlteros, lo fueron. Si se duda del hecho, entonces es causa conjetural. A veces se confiesa también que fueron adúlteros; pero añade el acusador que no era lícito al reo matarlos, porque estaba desterrado e infamado. En este caso se litiga sobre el derecho. Al contrario, si a la acusación Cometiste homicidio, respondiere No cometí tal, ya en el principio tenemos cuestión. Así conviene averiguar dónde comienza la controversia y considerar el punto principal de ella.

III. Por lo que mira al modo de hacer la defensa, no me aparto del todo de la opinión de Celso, fundada en la de Cicerón. Sobre todo pretende con ahínco que debe comenzarse por alguna de las razones fuertes y concluirse por las más poderosas, y en medio de éstas poner las más endebles, porque al principio hay que mover al juez, y en el fin inclinarle hacia nosotros. Pero por lo común debemos   —9→   en la defensa del reo desvanecer la principal acusación que hay contra él, no sea que dándole crédito el juez, nos sea contrario en todo lo demás.

Alguna vez convendrá dar principio por lo que es manifiestamente falso, aunque menos principal, para que no se le dé después crédito al acusador en el punto cardinal, que no es tan fácil el negarlo, y se tenga por una calumnia. Es este caso convendrá hacer la salva, dando la razón de por qué dilatarnos para adelante el punto principal de la acusación; prometiendo defenderlo en su lugar, para que no se persuadan los jueces que esto nace del temor de la mala causa.

También será bueno desde el principio descargar al reo de la mala nota de la vida pasada, si es que la tiene; y con esto los jueces estarán más apercibidos para oír cuanto dijéremos. Aunque esto lo practicó Cicerón en la causa de Vareno a lo último, siguiendo en ello no el estilo común, sino lo que pedía el caso presente.

IV. Cuando la causa fuere simple238, examinamos si podemos responder y deshacer la acusación de un solo modo o de muchos. Si de uno solo, veamos si la cuestión es del hecho o de la ley. Si sobre el hecho, considérese si se ha de negar o defender. Si es sobre la ley, hemos de examinar la especie de cuestión; esto es, si se trata de los términos o de la intención de la misma ley. Esto lo haremos meditando bien la ley que motivó la controversia o pleito. Otras veces la defensa incluye dos partes, como la de Rabirio: Aun cuando hubiera hecho la muerte, no merecía castigo; pero no la hizo.

Cuando podemos responder de varios modos para deshacer la acusación, conviene tenerlos presentes y dar a cada solución el lugar competente. En lo cual no soy de   —10→   parecer que se observe el orden que puse hablando de las pruebas; esto es, que se comience por las más poderosas. En las controversias debemos ir subiendo de punto; de forma que de lo menos vayamos ascendiendo a lo que es más, sea de una misma o de diversa especie.

V. Solía yo comenzar principalmente por la última especie de cualquier género (pues en ella por lo común estriba toda la cuestión) y retroceder hasta encontrar la primera, o comenzando por el género venía a rematar en su última especie, y esto aun en las causas del género deliberativo. Pongamos ejemplo. Numa Pompilio delibera si recibirá el cetro que los romanos voluntariamente le ofrecen. El primer género de la cuestión es si admitirá el reino, si en ciudad extraña, si en Roma y si los romanos admitirán tal rey.

Además de esto solía yo separar aquello en que convenía con el contrario239, si es que me favorecía, y no solamente obligarle a la confesión, sino hacerle que confesase aun mucho más de lo que quería, por medio de alguna división, como en aquella controversia: Un general que consiguió el mando que también pretendía su padre por pluralidad de votos, fue hecho prisionero. Los comisionados para su rescate encontraron al padre que venía del campo enemigo, el cual les dijo: Ya vais tarde. Ellos, sin embargo, habiéndole registrado y encontrándole cierta cantidad de dinero, siguieron su viaje, encontraron al general puesto en una cruz, pero diciendo: Guardaos del traidor. Aquí el padre es reo sin duda: ¿pero en qué conviene con nosotros el contrario? La traición se nos ha descubierto a nosotros y por el mismo general, y sólo buscamos quién es el traidor. Lo haremos, pues, de este modo. Tú mismo confiesas haber estado en el campo enemigo, haber ido ocultamente, que volviste sin lesión,   —11→   que trajiste dinero y que lo trajiste oculto. Porque a veces el poner en la proposición lo que confesó el contrario tiene más fuerza; pues fijado una vez en los ánimos, ya no da lugar a la defensa del hecho. Y así el juntar en uno muchos delitos, favorece al acusador; pero para hacer la defensa vale más separarlos.

Solía también en toda causa practicar una cosa que, como dije, se suele observar en las pruebas, y es: que haciendo una completa enumeración de varios puntos, sin omitir ninguno, desechando todas las demás cosas, venía a dejar sola aquella que yo pretendía hacer creíble, verbigracia: Salir absuelto un reo, o nace de estar inocente, o de que media algún poder mayor, o de violencia, o de soborno, o de que no se defendió bastantemente al reo, o de convenio fraudulento. Tú te confiesas reo, y no ha mediado autoridad mayor, ni violencia, ni soborno, ni ha quedado porque se haya hecho con tibieza la defensa, pues de nada de esto te quejas; luego hubo para ello convenio malicioso. Cuando no podía desvanecer y desechar todos los miembros de la división, desechaba los más que podía, verbigracia: Consta que fue muerto: no en lugar solitario, de modo que creamos que fue a manos de ladrones; no por quitarle lo que tenía, pues nada le faltaba; ni porque alguno desease heredar de él, pues era un mendigo; luego la causa de la muerte fue alguna enemistad. ¿Pues quién pudo ser su enemigo?

Lo mismo que conduce para conocer en qué convenimos con el contrario y en qué no, contribuye también para la invención. Conviene, pues, examinar lo que decimos para desechar unas cosas y tomar otras que nos favorecen; verbigracia: Acusan a Milón de que mató a Clodio. O lo hizo o no. El mejor medio era negarlo redondamente. Si esto no se puede, veamos si hubo razón para hacerlo o no. Supongamos que la hubiese, o lo hizo voluntariamente o por necesidad; porque ignorancia no se puede alegar. La voluntad es una cosa equívoca; mas por cuanto el común   —12→   de la gente estaba en esta idea240, debemos decir para defenderle que lo hizo por la utilidad de la república. Si por necesidad, diremos que la quimera fue casual y no de pensado. Pues alguno de los dos puso asechanzas al otro. ¿Y quién las puso? Seguramente fue Clodio. Aquí vemos cómo la misma necesidad nos conduce a hacer la defensa. Sigamos aún más. O tuvo voluntad de matar a Clodio que puso las asechanzas o no. Si no tuvo voluntad de hacerlo, es lo más seguro. Dice, pues, Cicerón (Pro Milone): por lo cual los esclavos de Milón hicieron sin orden ni noticia de su amo. Pero como ésta tan tímida defensa quita toda la autoridad que decíamos tener para matarle, añade: lo que cualquiera hubiera deseado que los suyos hicieran en un lance como éste. Esta razón tiene alguna utilidad, aunque no sea más que porque el abogado no debe quedarse parado sin dar alguna salida. Así es, que examinándolo bien todo, diremos lo que más cuadre o lo que sea menos malo.

VI. Pero ¿cómo inventaremos pruebas en aquellas cuestiones más recónditas? Del mismo con que hallamos las sentencias, figuras, palabras y colores; esto es, con el ingenio, estudio y ejercicio. Porque si, como he dicho, seguimos la naturaleza, nos ocurrirán ellas mismas a la menor diligencia que hagamos. Pero muchos por aparentar que son elocuentes se contentan con los lugares oratorios, brillantes en sí mismos, y que a veces nada conducen para probar el asunto. Otros sin ninguna elección echan mano de lo que primero les ocurre. Para que mejor entendamos lo dicho, pondré un ejemplo en una cuestión de las que se usan en la escuela, que ni es dificultosa ni extraña.

El hijo que no defienda a su padre acusado de traición quede desheredado. El que sea condenado de traición, salga desterrado   —13→   juntamente con el que se atreva a defenderle241. A un padre acusado de traidor le defendió su hijo que era abogado; el otro hijo no le defendió, porque no tenía letras. El padre fue condenado a destierro juntamente con el hijo primero. El otro hijo sin letras, por los buenos servicios que hizo en la guerra, consiguió en premio la libertad del padre y del hermano. El padre, vuelto del destierro, murió sin testamento; el hijo sin letras pide parte de los bienes, y el que defendió al padre dice que todos son suyos.

En este caso aquellos presumidos de su elocuencia, y en cuya opinión somos dignos de desprecio los que por examinar a fondo las causas tomamos muy pocos pleitos, pondrán desde luego los ojos en aquellas circunstancias favorables, cuales son: ser la defensa de un hombre sin letras contra un letrado; de un hombre esforzado contra un cobarde; de un libertador contra un ingrato; de uno que se contenta con una parte de los bienes, contra otro que nada quiere ceder a un hermano de la herencia paterna. Razones que aunque son muy favorables, no por eso nos dan la victoria. En este caso, si pueden buscarán razones pomposas y obscuras, porque sólo tratan de hacer la defensa con ruido, gritería y estruendo.

Otros, aunque proceden con más acierto, solamente miran y atienden en esta causa a lo que se muestra en la superficie; verbigracia: Que el hijo sin letras merece excusa de no haber defendido a un padre a quien no podía favorecer, y que el otro letrado nada puede imputar a su hermano, ni gloriarse de su defensa, habiendo salido condenado el reo: que es digno de toda la herencia el hijo libertador de ambos, y no el ambicioso, impío, ingrato, que no quiere ceder ninguna parte de la herencia a quien es tan acreedor por sus beneficios. Estos tales tendrán también presente aquella primera cuestión de la intención de la ley y   —14→   de la voluntad del testador; pues si esta dificultad no se desata, quedan en pie todas las demás.

Pero uno que quiere seguir la naturaleza meditará sobre todo lo que puede decir el hijo sin letras. Nuestro padre, dirá, no pudo hacer testamento y dejó dos hijos, a mi hermano y a mí; pido la parte que se me debe según el común derecho. ¿Quién habrá tan rudo e ignorante que no comience por aquí, aunque no tenga idea de lo que es proposición? Propondrá con un moderado adorno este derecho común como cosa justa. Síguese después el considerar lo que nos podrán responder a esta tan justa demanda. La respuesta es manifiesta; verbigracia: La ley dice que el hijo que no defiende a un padre acusado de traición sea desheredado, y tú no le defendiste. A esta proposición naturalmente se sigue el alabar la ley y vituperar al que no la cumplió.

Hasta aquí sólo hemos hablado de aquellos puntos en que todos convienen: veamos lo que puede decir el contrario. Éste, pues, ¿no podrá reponer (a no suponerle muy lerdo) que cuando la ley está en contra no hay pleito ninguno? Por otra parte, no se duda de ella ni de que obró contra lo que ella previene el hijo sin letras. ¿Qué solución daremos? El decir que era un hombre ignorante. Pero como la ley comprende a todos no aprovecha este efugio. Busquemos otra razón para eludir la ley. ¿Pues qué mejor efugio que el examinar la intención de ella cuando sus términos son contrarios? De aquí resulta ya la cuestión general: De si hemos de estar a las palabras o a la intención de la ley. Pero como esto es común en toda ley, y no basta esta cuestión para vencer en nuestro caso, examinaremos aún si en la nuestra se encuentra alguna cosa que contradiga a los términos de ella diciendo: ¿Conque el que no defienda a su padre será desheredado? ¿Todo hijo sin excepción? Aquí naturalmente se nos ofrece una muy buena razón sacando la inconsecuencia de que, según esto, comprendía la ley al hijo que no defendió a su padre porque   —15→   era aún de mantillas, al hijo enfermo, al que estaba en la guerra o en alguna embajada y al ausente. Con esta razón ya tenemos mucho adelantado, dándose caso en que un hijo sin haber defendido al padre pueda heredar.

El que así discurrió en favor del hijo sin letras pase ahora a lo que podía decir el letrado. Aunque te concedamos eso, dirá, en ti no ha lugar; pues ni eras niño de teta, ni estabas enfermo, ni ausente, ni en la guerra, ni en embajada. Ya no le queda sino decir: Yo era un pobre ignorante. Pero el otro desvanecerá esta razón si dice: Es verdad que no tenías letras para defenderle, pero podías hacerlo siquiera con haber asistido al tribunal, y no dejar solo a un padre. A esto hay que callar: por lo que no hay otro apeladero que examinar la intención del legislador. Éste, dirá, pretendió castigar la impiedad de los hijos, la que no se verifica en mí. A esto replicará el hermano: No te portaste como hijo cuando has merecido el ser desheredado; aunque después o el arrepentimiento o la ambición te haya movido a pedir tu parte. Fuera de que fuiste la causa de que padre fuese condenado; dando en cierto modo la sentencia con desampararle. A lo que responderá el otro hermano: Quien le condenó fuiste tú, porque tenías ofendidos a muchos y adquiriste a nuestra familia enemigos. Esto último es mera conjetura; como lo que puede alegar el hermano sin letras para colorear su causa; es a saber: que la intención de su padre sería el que no quedase arruinada toda la familia. Todo lo dicho se contiene en la primera cuestión sobre la ley y el fin de ella.

Apuremos aún más el caso, y veamos lo que puede discurrirse en él y cómo. En lo cual sigo los pasos de quien va inventando razones para enseñarle el modo como lo ha de hacer, y dejando la aparente brillantez del estilo me acomodaré en el lenguaje a la capacidad de uno que va aprendiendo.

Todas estas cuestiones miran y se fundan en la persona de los dos pretendientes; ¿pues por qué no consideramos   —16→   la del padre? Y si dice la ley que no defendiéndole el hijo, sea desheredado, por qué no preguntaremos: ¿por ventura se entiende esto de un padre, cualquiera que sea? A la manera que en las demás causas en las que se castiga y se pide pena de cárcel contra un hijo que no sustenta a los padres preguntamos muchas veces si se debe entender esto de un padre que juró contra su mismo hijo acusado de impiedad, o de otro que le vendió a un rufián. En el padre de nuestro caso, ¿qué se encuentra de particular? Que fue condenado. Pues qué, ¿mira solamente la ley a los padres dados por libres? Esta pregunta no deja de causar a primera vista alguna dificultad; pero no desconfiemos. Es muy creíble que la intención del legislador haya sido que los hijos amparasen a los padres inocentes, aunque esta razón no cae bien en boca del hijo sin letras, pues ya confiesa él que lo estaba su padre. La cuestión da motivo de alegar otra razón cuando dice: El que sea condenado de traición, sea desterrado juntamente con el que hizo su defensa; pues parece algo duro que se castigue del mismo modo al hijo que le defendió y al que no lo hizo. Fuera de que ninguna ley comprende a los desterrados242. Luego no es creíble hable la nuestra del que no defendió al reo, y así por una y otra parte se da motivo al hijo sin letras de dudar si a los desterrados les quedan algunos bienes. Al contrario, el hijo letrado se agarrará de las palabras de la ley que son terminantes, y dirá que está puesta con este rigor contra el hijo que no defendiese a su padre para que por ningún miedo omita esta obligación, añadiendo que su hermano faltó a ella estando inocente su padre.

  —17→  

Adviértase de paso que de una misma cuestión resultan dos cuestiones generales, verbigracia: Si esto se entiende de cualquier hijo y con cualquier padre, las cuales miran a las dos personas. De la tercera, que es el contrario, ninguna cuestión tenemos, porque acerca de ella no hay disputa.

No hay que desmayar en esta causa por lo dicho; pues todo ello tenía lugar, aunque al padre no se le hubiese levantado el destierro. Ni echemos mano de una razón que por sí se viene a los ojos; esto es, Que el hijo sin letras libertó al padre. El que quiera valerse de esto, ponga las miras más adelante, porque así como al género son consiguientes sus especies, así aquél se concibe antes que éstas. Supongamos que el padre fuese libertado por otro. Resultará de aquí una cuestión de ilación y de raciocinio: si semejante restitución del padre a la patria puede mirarse como una abolición del juicio formado contra él, como si tal sentencia no se hubiera dado. Aquí el hijo sin letras dirá y sostendrá que nunca les hubieran concedido la libertad a su padre y hermano si no fuera en premio de sus hazañas, ni hubiera vuelto a su antiguo estado si no gozase de los mismos fueros, como si nunca le hubieran acusado. De la manera que se le remitió la pena a su hermano, como si nunca hubiera defendido a su padre. Con lo cual venimos a parar en que el hijo sin letras libertó a ambos. Pudiérase preguntar de nuevo si el libertador se debe tener por abogado del reo, pues consiguió lo mismo que éste pretendía, y no es mucho se le tenga por abogado, cuando hizo aún mucho más. Lo demás de la cuestión mira a la justicia; esto es, cuál de los dos pide cosa más justa. En lo cual cabe alguna división, aun cuando ambos pretendiesen toda la herencia, mucho más ahora, contentándose el uno con la mitad, y el otro excluyendo enteramente al hermano.

Además de lo dicho añadiría mucho peso en el ánimo y consideración de los jueces la intención del padre, y   —18→   más tratándose de sus bienes. Aquí se ha de inquirir la intención del padre cuando murió sin hacer testamento, aunque esto pertenece a la cualidad, que es causa de otra naturaleza. El tratar de la justicia y equidad viene mejor al fin de la causa, porque esto es lo que oyen los jueces con más gusto; aunque alguna vez convendrá tratar de ella al principio, cuando no confiamos mucho en la justicia de nuestra causa y necesitamos ganarnos el favor de los jueces alabando su justificación. Éstas son las reglas generales que yo he podido discurrir.

VII. Pero la mayor parte de ellas son de tal naturaleza que, para entenderse, deben recaer sobre alguna materia determinada. Porque no sólo se ha de dividir toda la causa en varias cuestiones y lugares, sino que cada cual de éstas tiene su disposición particular. Asimismo en el exordio hay algunas cosas que son como principales, otras secundarias y otras que deben seguir a las primeras. Cada cuestión y cada lugar pide cierto orden, el que se observa aun en las cuestiones particulares, todo lo cual es imposible demostrarlo con reglas si no se determina materia sobre que recaigan. Porque ¿cómo se podrán dar todas éstas en uno o en dos asuntos particulares? Ni son bastantes para esto muchas causas, siendo infinitas las que ocurren.

Al maestro le toca el prescribir el orden y disposición de las diversas causas que diariamente se tratan en la escuela, y cómo se ordenarán los pensamientos para que el discípulo adquiera manejo y facilidad para discurrir en otras semejantes, porque reducirlo todo a reglas es imposible. Y si no, ¿qué pintor aprendió a representar en el lienzo todas las cosas que hay en la naturaleza? Con que sepa imitar algunas de ellas, hará otro tanto con las demás. Porque ¿qué artífice no hará un vaso de cualquier figura aunque no haya visto otro? Pero hay ciertas cosas que no tanto se enseñan con reglas cuanto se aprenden de la naturaleza. El médico dirá en común que para tal   —19→   dolencia hay tal remedio, y que tal síntoma requiere tal cosa; pero conocer el pulso, graduar la calentura, conocer el movimiento de los espíritus y distinguir el color propio de cada enfermo, esto se lo ha de enseñar el ingenio.

Por tanto, muchísimas cosas hay que las hemos de buscar por nosotros mismos, y las debemos cotejar con las mismas causas, y no perder de vista que la elocuencia primero fue inventada que enseñada243. La principal disposición y economía de un discurso es aquélla que nos enseñan las circunstancias del asunto. Éstas nos dirán cuándo usaremos de exordio y cuándo no, cuándo pondremos la narración seguida y cuándo por partes, cuándo comenzaremos por el principio y cuándo, siguiendo a Homero, por el medio o fin, y cuándo la omitiremos; si daremos principio por lo que dijo el contrario o por nuestro asunto, si por las pruebas más fuertes o por las flacas, si fundaremos el exordio en alguna cuestión, y qué preparación haremos de los ánimos, qué cosa será bien recibida en el principio del ánimo de los jueces y cuál necesita de insinuarse poco a poco; cuándo se refutarán juntas las razones del contrario y cuándo cada una de por sí, cuándo usaremos de los afectos en toda la oración y cuándo los dejaremos para el epílogo, cuándo convendrá hablar primero de la ley y cuándo de la justicia, si deberemos oponer o defender   —20→   primero los delitos de la vida pasada o aquéllos de que se trata al presente, cuando ocurren causas complicadas qué orden debe seguirse, qué testimonios y escrituras de cualquier especie alegaremos en la defensa y cuáles omitiremos, etc. Esta prudencia es muy semejante a la que observa un general en la distribución de sus tropas, poniendo unas para pelear, otras para la defensa de las fortalezas y su guarnición, otras para convoyar los víveres, para tomar el paso al enemigo, y en fin, empleando unas por mar y otras por tierra.

Esta prudente disposición se consigue con el ingenio, instrucción y estudio. Por donde ninguno pretenda salir orador con el trabajo de otros, entendiendo que es necesario trabajar, hacer muchos esfuerzos y afanarse de veras. Es necesario no ir atenido a solas reglas, sino a lo que dicta la naturaleza, procurando convertir en sustancia los preceptos del arte para que parezcan en nosotros, no como cosa enseñada, sino natural. El arte, si algo puede, nos muestra el camino y nos ofrece bastantemente las fuerzas de la elocuencia, pero a nosotros toca el hacer buen uso.

Otra disposición hay de los pensamientos, en los cuales no sólo hay algunos que piden el primero, el segundo o tercer lugar, sino que todos deben tener entre sí tal trabazón que no parezca la juntura, quiero decir, que formen un cuerpo, no miembros separados. Esto se conseguirá si se examina qué pensamientos convienen a cada materia, qué expresiones vienen ajustadas con otras, todo esto para no decir inconexiones. De este modo, aunque las cosas que digamos estén tomadas de distintos lugares, nunca se opondrán entre sí, sino que vendrán a hermanarse por la conexión y enlace que tendrá lo primero con lo segundo y el medio con el fin, pareciendo la oración no solamente ordenada, sino un todo continuo. Pero me extiendo demasiado, y sin poderlo remediar me voy metiendo en la elocución, materia del libro siguiente.