Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Interiores

Emilia Pardo Bazán


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de OO. CC. (Madrid, Aguilar, 1964, T. II, pp. 1328-1371) y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez (Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. II, pp. 377-432).]




ArribaAbajoBromita

Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito -díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.

Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.

Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.

-Verá usted lo que todos opinan...

-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.

¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.

-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!

No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.

Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.

Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:

-Pero ¿qué le pasa a este imbécil?

No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.

Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.

-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista-. Da fatiga torearle tanto.

-Nada de eso -protestó él-. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.

Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación interés especial.

Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.

-¿Ha cortado usted el bastón? -pregunté sofocando la risa.

-Tan poco, que apenas se nota -respondió Anís en el mismo tono-. Y pienso continuar todos los días, pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.

Así se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.

Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:

-Oiga usted, Anís: no más... Hay que desengañarle.

Anís se rió y asintió:

-Bien; pues se le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.

Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.

-¿Y su hija? -pregunté.

-No sé qué habrá sido de ella -contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia distraída.

«Blanco y Negro», núm. 719, 1905.




ArribaAbajoEximente

El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma...

¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?

El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno.

Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del «acaso soñar...»

Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia, ¿diré biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio-. Así pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas.

***

«¡Siempre lo mismo! La impresión persiste.

¿Cómo empezó?

Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes.

No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial.

¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo.

La depresión de mis facultades es gradual, honda.

Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa.

Lo intentaré...

Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.

La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.

Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?

¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?

La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...

Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.

Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!» Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.

Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos...

Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia.

¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.

Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.

El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve...

Me he consultado. «Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación.» ¡Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si supiésemos lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir!

He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña.

Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían...»

...............................................................................................................................................................

«Y es preciso que esto termine -decía una de las últimas hojas del diario-. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar.»

Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.

«Blanco y Negro», núm. 714, 1905.




ArribaAbajoLas vistas

Ya terminaba la faena de la instalación de los trajes, galas, joyas y ropa interior y de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran salón, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se había erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto por amplias colchas y paños de seda azul también, el color predilecto de la rubia novia; y simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carecía de simbolismo, ostentábase allí el lujo de la boda, los miles de duros gastados en bonitas cosas semiinútiles.

A lo largo de los tableros podía estudiarse, prenda por prenda, no solo el secreto del tocado íntimo de la futura señora de Granja de Berliz, sino de la vida común, la ya inminente vida conyugal. Los ojos curiosos se recreaban en las faldas de crujiente seda tornasol, con volantes soplados como pétalos de flor fresca; en las enaguas, donde se encrespan las concéntricas orlas de espuma del encaje; en los pantalones y suits de forma indiscreta, con moñitos provocativos; en las docenas y docenas de camisas vaporosas y guarnecidas, de escote atrevido, ondulante; en los cubrecorsés, que repiten el motivo galante y gracioso de la camisa; en las luengas medias flexibles, de transparente seda pálida, caladas allí donde las han de llenar las finas curvas del empeine y del tobillo, y se ha de adivinar la seda más delicada aún de la piel; en las batas salpicadas de lazos fofos, blandos, de tejidos esponjosos y sin apresto, como arrugadas de antemano, lánguidas con voluptuosa languidez; en los corsés breves, moldeados, enrollados, y uno de ellos -el del día solemne-, florido en su centro por diminuto ramito de azahar... Y después, la ropa que ya pertenece al hogar, al menaje: las sábanas con arabescos de bordados primorosos o con encajes de elegante diseño; las mantas que prometen dulce calor familiar en el invierno; las colchas de espesa seda, veladas por guipures, todo rebordado con cifras cuyo enlace significa el de las almas; las mantelerías brillantes, los caprichosos servicios de té en forma rusa, los infinitos refinamientos de la riqueza y del gusto, el derroche que se admira un día y pasa después a los armarios.

En maniquíes se gallardeaban los vestidos, los abrigos, los sombreros; en varias mesas, dentro del gabinete contiguo, las joyas y la plata labrada, los velos y volantes, las sombrillas, los abanicos. Cuando las amigas y amigos convidados a la exhibición penetraron en las dos habitaciones y empezaron a cumplir su deber de deslumbrarse, envidiar, alabar alto y criticar bajo todo aquello, subía la escalera el novio, Cayo Granja de Berliz, uno de los buenos partidos que por espacio de ocho o diez años de soltería militante se disputaron a alfilerazos varias señoritas de la corte, y a quien, por fin, había logrado prender en su red de oro Nina Valtierra. Red de oro, no solo porque Nina era rubia, sino porque Nina tenía hacienda, brillante porvenir dorado.

Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al ascender a casa de su novia, llevaba formada la resolución de romper el concertado enlace. Enganchado primero por ardides de coquetería y por esa insensible derivación de los sucesos que nos lleva a donde nunca pensamos ir; comprometido después por la misma virtud de lo dicho y hecho, que tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado, Cayo, poco a poco, durante los meses de cortejo oficial, se había dado cuenta, con una especie de terror, de que no quería a su futura. Gustábale, eso sí; gustábale para la charla y el devaneo, para la somera intriga amorosa, para la superficie y la película del sentimiento, que ni sentimiento llega a ser, bien mirado; pero había momentos en que, a aquella mujer que le gustaba, creía Cayo detestarla con todo su corazón, y de buen grado le diría la frase del hierro al imán: «Te odio más que a cosa alguna, porque atraes y no eres capaz de sujetar.» La tristeza y la preocupación que algunos más observadores notaban en Cayo no tenían otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba de relieve, a cada día más importuna, más tenaz, más torturadora. A nadie lo decía; a nadie se hubiese atrevido a confiarlo. Se reirían de él. ¡Vaya una ocurrencia! ¿No era Nina Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con caudal, de parentela ilustre, de tan buena reputación como las demás de su esfera y clase? ¿Qué tacha podía ponerle? ¿Qué requisito le faltaba? Y Cayo, sonriendo con amargura, se decía a sí mismo: «La tacha es mía. El requisito me falta a mí. Es que no la quiero. Y a ella también le falta esa divina quisicosa. Tampoco me quiere. Casarse, bueno; quererse..., no nos queremos de ninguno de los modos..., ni siquiera del modo inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura corta que termina en tontería muy larga. Y ¿por qué no lo he visto antes? ¿Qué venda me cubría los ojos a mí, que no estaba enamorado? Es -añadía Cayo, disculpándose a sí mismo; en esto paran todos los soliloquios- que no me he fijado en que el matrimonio es cosa seria, la más seria de la vida. He ido a él como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho a casarme. Le diré la verdad a Nina. Es lo mejor... Antes de saltar al precipicio, retroceder.»

No sin lucha, se decidió Granja a realizar este acto de sinceridad inusitado. Adivinaba la extrañeza y los comentarios, el remolino de escándalo que levanta al desbaratarse una boda; presentía las reconvenciones de los padres; dolíale el bochorno de la novia. Con todo eso, iba determinado ya. Hablaría con lisura, francamente; haría todas las reservas y daría todas las explicaciones que pudiese apetecer el amor propio, hasta la vanidad de Nina; proclamaría la verdad a gritos, o si era preciso, la reemplazaría con la mentira más conveniente y discreta; se declararía arruinado, enfermo, vicioso, lo que quisiesen y le impusiesen; pero rompería la boda. ¡Ah, sí, la rompería!

Y subía la escalera del bonito palacete de los Valtierra, detenido a cada peldaño por una felicitación, un apretón de manos, una frase de amabilidad de los que acudían a admirar las vistas o se volvían habiéndolas admirado. Al pronto, Cayo no entendía; tardó en hacerse cargo del motivo de tantas enhorabuenas. Cuando acordó, sintió una especie de golpe allá dentro, parecido a brusco encontronazo con la realidad. ¡Las vistas! Sí; aquel día se enseñaban. ¿Tan pronto? ¡Sin duda se había adelantado la fecha! Nina decía la víspera, riendo:

-¡Quia! Ni en ocho días es posible que se exponga el trousseau. Falta una inmensidad de cosas. Solo por milagro...

El milagro estaba allí: el trousseau, completo, se exponía desde las tres de la tarde..., y eran las seis. Aturdido, Cayo penetró, siguiendo la corriente de los extraños, en el salón azul, y miró alrededor con género de curiosidad, como se mira lo que no nos afecta personalmente. Le asombró la cantidad, la calidad de lo expuesto, y esta idea, que el novio no formulaba, se encargó de expresarla en voz alta Perico Gonzalvo, el cual, tocándole familiarmente en el hombro a Cayo, dijo, con énfasis:

-¡Chico! ¡Menuda sangría al bolsillo de los papás!

Sí, todo aquello debía de haber costado mucho: una atrocidad de dinero. Aunque los hombres, oficialmente, no entienden de trapos, el hábito y el roce de la sociedad los convierte en expertos y casi en modistos. Telas, guarniciones, cintas, bordados, pieles, se les presentan con su valor, con su cifra al frente: son dinero gastado. ¡Vaya si se habían corrido en los preparativos de la boda! Nunca se acababa de ver preciosidades: los murmuraban con halagüeño y suave runrún las señoras que iban desfilando, echando por última vez los lentecitos de concha a los tableros cargados de magnificencias. Cayo sentía lo que siente, si es artista, el que va a destruir, a arrasar algo bello y suntuoso. Dos palabras de su boca, un «no quiero», y el soberbio trousseau queda inútil y perdido; materia explotable para las revendedoras. Esta preocupación aumentó al pasar al gabinete donde Nina, radiante, enseñaba a sus amigas regalos y alhajas. De los abiertos estuches, donde centelleaba la pedrería; de los reflejos lisos y fulgurantes de la plata; del sutil y elegante contorno de los abanicos abiertos, mostrando el incrustado varillaje y las artísticas pinturas del país; de los brazaletes que han de ceñir la muñeca; de las cadenas que han de rodear el cuello, se desprendía, se elevaba el concepto de algo definitivo, consumado, irreparable. Cayo pensaba oír cómo le decían los objetos: «Tonto, pero ¿tú crees que no te has casado ya? Reflexiona. Tanto como la bendición del cura, tanto como las fórmulas de la ley, y antes que todo ello, casamos nosotros. Las vistas son ya el matrimonio hecho y derecho; las cifras bordadas y entrelazadas de tu nombre y el de tu futura no permiten que separéis vuestros destinos. No sueñes con romper lo que unieron modistas, sastres, diamantistas y bordadoras. Te acordaste tarde. Eres marido, eres consorte; se han realizado tus nupcias.»

Y Cayo, pensativo, oprimido el corazón, hizo un movimiento de hombros, como quien dice: «Al agua», y, resuelto al consorcio, se acercó al grupo, donde Nina le sonreía lo mismo que acababa de sonreír a los demás.

«Blanco y Negro», núm. 554, 1901.




ArribaAbajoLas caras

Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareció, y la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.

Eran las torres «únicas» de aquella «única» iglesia en que el sacristán la había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.

Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armonías de saudades...

Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con la vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y honda de la primera cara conocida... Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo íntimo de nuestro yo... Caras de compañeros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad... Caras, caras... En algunas caras se resume toda vida de hombre.

Y el viajero, de antemano, saboreaba el esperado momento... Según avanzaba hacia el centro de la ciudad, cruzado el puente y transpuesto el barrio de las Fruterías, veía la supuesta, la fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle, y que le iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo. Miraba afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte, registraba los soportales, de siempre misteriosa penumbra... Los paletos devolvían con insolencia la ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le rió en sus narices, provocándole. A la puerta de la posada detúvose el viajero para depositar su maleta de mano, y rehusando el desayuno que le ofrecían, interrogó al mozo:

-¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño? ¿Uno gordo, cano él?

-No, señor... Esto es fonda..., y la dirige una bilbaína.

-Y don Saturio, ¿dónde anda?

-No le puedo decir al señor...

El viajero tomó aprisa el camino de la plaza grande, puerilmente orgulloso de saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él los andurriales del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor. De muchacho, le costaba un triunfo y era una calaverada el pasar media horita en el café de las Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre resonante estarivé, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante perdedero... Y las caras revocadas de blanquete de las mozas -¡hacia dónde habrían rodado ellas!- hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero... ¡Sí; le hubiesen suscitado emoción pura, romántica!

Allí estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio escaparate..., pero el vidrio, que antes dejaba ver las cabezas de los parroquianos paladeando el negro brebaje, mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados simétricamente, con el precio fijo en grandes cifras: «12'50; 7'95.» Al frente, el rótulo: La Última Moda. Sombrerería.

El viajero, desconcertado, siguió adelante, en busca de un café, que no podía faltar... Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo, profuso en dorados, decorado con lunas altas y pinturas chillonas, que el humo del tabaco empezaba a amortiguar.

-La mesa más cerca del vidrio...

Y, desdeñoso del bol humeante, ensopando distraídamente la tostada embebida de rancia manteca, el viajero esperaba... Era domingo; las amigas campanas del Hinojo llamaban a misa; la gente no tenía más remedio que pasar por allí; avizoraría las caras, cuando desfilasen ante él...

Advirtió al mozo:

-Al retirar el servicio del café, tráigame una botella de Martel y una copa.

Sentía el cuerpo desazonado; la fría modorra de las noches de tren entumecía sus venas; el café y la tostada habían caído como plomo en su estómago dispéptico... Se acordaba de sus luchas, de tanto sudor y fatiga para juntar un peto que le permitiese morir descansadamente donde había nacido... La felicidad que se prometía estaba en aquel momento representada por las caras, las caras en que iba a revivir la esperanza, la frescura aterciopelada de los días en que la vida no pesa. Temblaba de contento al pensar en el goce inexplicable y positivo que causan unos rasgos fisonómicos -no los rasgos de una mujer adorada, ni los venerados del padre o de la madre, no-; los de varios rostros que, juntos, compendian la sugestión de la gran sirena del pasado, infinitamente divino...

Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el vidrio caras y caras, joviales, ceñudas, demacradas, rollizas; caras lampiñas y barbudas, caras inteligentes y bestiales; caras de señoritas cuajadas en un mohín de pudor pretencioso, caras de señoritos fumadores que sacan los labios en gesto de bravata y chunga... Y el viajero, dando cuerda a su energía a puros sorbos de coñac, no acababa de ver pasar, risueña, bucles al viento, su juventud, su propia juventud ensoñadora...

¡No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban desfilando hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes del retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!

Al fin le pareció... ¡Sí, era indudable: reconocía varias caras!... ¡Las reconocía... como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo e invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y profundamente incisas por el cincel! Aquella señora obesa, que caminaba tan despacio, molestada por el peso de un embarazo tardío, era..., ¡Santo Dios!, la espiritual, la ingrávida Lucía Garcés...,su pareja de vals en los bailecillos del Casino... Aquel viejo de marchitas mejillas, de ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino Polvorosa, el tenorio alegre y varonil, el seductor de oficio de la ciudad... Aquella consumida anciana, de pelo gris, telarañoso, que llevaba de cada mano un chicarrón..., debía de ser, sin duda, la coqueta Antoñita Monluz, que arrojaba, desde su florida ventana, ramitas de romero a los muchachos. Y la que iba a su lado, conversando con ella... -¡Jesús! ¡Se concibe!-, era su antigua rival, su prima hermana Carmen Monluz, que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, mañas y tretas, Antoñita le había quitado un excelente novio... Recordaba el viajero perfectamente el gesto de odio, desprecio y desafío con que se miraban las dos primas cuando la casualidad las hacía encontrarse; las frases insultantes que se decían; las hablillas del pueblo, exaltado por la historia, hecho un hervidero de chismes... Y ahora, las rivales iban mano a mano, y cuando el grupo cruzó ante el café, el viajero escuchó que ambas mujeres departían sobre los precios de los alimentos, muy pacíficas, comadreando, lamentándose solo de la carestía...

El viajero sintió una angustia honda, una desolación de vacío, como si acabase de secársele dentro una raíz viva y fresca... No le importaría, en último caso, el inevitable variar de las caras; las caras son carne corruptible. Lo que le confundía, lo que le apretaba la garganta y el corazón, era otro cambio, el de lo que se adivina y se trasluce en una fisonomía; el cambio íntimo, el desaparecer, sin que dejase rastro ni huella, del alma que se desborda de los semblantes y les presta su valor y significación misteriosa, superior -¡él, por lo menos, lo había creído!- al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente del planeta...

Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista en el espejo que tenía enfrente. La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara dejaba trasmanar el alma de antaño. La expresión de la juventud, cándida, preguntadora, amorosa, no estaba allí. Si se buscaba a sí mismo -y de fijo se buscaba- en las caras ajenas, ¡mal hecho!, ¡trabajo perdido!, no podía encontrarse; ¡el yo de entonces no existía!

¡Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado! Llevaba consigo un muerto, y acababa de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia de un turbio espejo de café.

Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la fonda. Preguntó a qué hora salía el primer tren... A las doce; faltaban cuarenta minutos.

-¡A la estación! -gritó al mozo que empuñaba el asa de su maleta.

«El Imparcial», 25 de junio de 1906.




ArribaAbajoPor dentro

Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd -de los más baratos, según expresa voluntad de la difunta-, yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.

Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen..., entonces establecía cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!»

La sobrina, recluida en el convento del Sagrado Corazón, donde se educaba con arreglo a su clase social, creía de un modo tierno y poético en la santidad de la hermana de su madre. Por charlas oídas a las doncellas primero, a las monjas después, sabía que doña Rafaela usaba, pegado a la carne, un rallo de hojalata, un cinturón de martirio; que se pasaba días enteros sin más alimento que un reseco mendrugo y un sorbo de agua pura. La imaginación de la niña se enfervorizaba, y al recordar la siempre arrogante figura de la Dolorosa, la veía despidiendo vaga claridad, luz que emitía el puro cuerpo mortificado y ennoblecido por la penitencia. ¡Ella sería como doña Rafaela, cuando pudiese, cuando mandase en sus acciones! Ella continuaría la hermosa leyenda... Y he aquí que, a los pocos días de haber vuelto María del Deseo a su casa, cumplidos los diecisiete años, doña Rafaela sucumbía a una enfermedad cardíaca, contraída de tanto subir y bajar escaleras de pobres, afirmaba el médico... Como el soldado que se desploma al pie de la bandera, al oscurecer de una jornada de combate, la santa caía vencida por su tarea sublime de consoladora -envidiable tránsito-. Por eso su cara tenía aquella expresión de paz, tan diferente de la angustia indefinible que la nublaba en vida...

¡Así quisiera estar, a la hora inevitable, María del Deseo! Ella seguiría las huellas de su buena tía doña Rafaela Quirós; pisaría el mismo camino de abrojos, que conduce al prado de bienandanza; sería otra Dolorosa. Y para confirmar su vocación, venía, a las altas horas, aprovechando el descuido de las criadas encargadas de velar, a recoger a hurto una reliquia, algo muy íntimo, muy personal, sobre el santo cuerpo. Para el latrocinio piadoso, María del Deseo había escondido unas tijeras de bordar en el bolsillo.

Trémula, fría, resuelta, se acercó al cadáver. El aroma funerario, semicorrompido, de las rosas que lo cubrían -nadie ignora qué olor peculiar contraen las flores colocadas sobre los muertos- sobrecogió a la niña. Sus tirantes nervios la sostuvieron, y fue derecha hacia la cabecera del ataúd. Como si tratase de cometer un crimen, atisbó alrededor para convencerse de que no la veía nadie. Dilatados los ojos, entrecortado el aliento, se decidió al fin a mirar atentamente la cara color de cera de la Dolorosa. En los labios cárdenos se había fijado una especie de sonrisa extraña. María apartó la vista del semblante en que el enigma de la muerte parecía amenazar y atraer a un tiempo, y valerosa y horrorizada, deslizó la mano por la abertura del hábito, buscando el escapulario que allí estaría, impregnado de la vitalidad y del sufrimiento de la santa. Su mano crispada tropezó con un objeto, metálico y redondo, pendiente de una cinta. La cortó con sus tijeras, se apoderó del objeto y lo miró a la luz de los cirios. No era medalla devota, sino medallón de oro: contenía una miniatura, rodeada de un aro de pelo negrísimo. El grito que iba a exhalar María del Deseo lo reprimió un instinto, una prudencia maquinal; su cuerpo se tambaleó; tuvo que reclinarse en el ataúd, porque un vértigo nublaba sus pupilas. La miniatura representaba a su padre, en el esplendor de la juventud, hermoso y arrogante, con cierto aire de reto, que había conservado hasta la madurez.

Sin embargo, nada concreto y positivo decía a la inocencia de María del Deseo hallazgo tan singular. Fue sorpresa, no espanto, lo que sintió. No buscó, al pronto, la explicación; algo recobrada del sobresalto, se bajó, recogió el medallón que se le había escapado de las manos, lo besó, lo guardó en el seno piadosamente, y arreglando las ropas de la difunta, se dispuso a arrodillarse y orar, cuando, en el umbral de la puerta, vio a su madre, de riguroso luto, llorosa, que venía, rosario al puño, a rezar y velar ella también, mientras no amanecía. Una idea cruzó por la imaginación de María del Deseo. ¡Qué idea! ¡Qué sugestión del demonio! ¡Qué relámpago! ¡Qué abismo! Un temblor de frío intenso la acompañaba... Se encaró la niña con la señora.

-¿Has perdido algo, mamá?

-¿Perder? ¿Por qué lo preguntas?

-¿No tenías tú un medallón..., el retrato de mi padre?

Precipitadamente, la señora se registró el pecho.

-Aquí está... ¡Qué susto me diste!

María del Deseo se acercó a los cirios otra vez, y consideró el medallón, tirando de la cadena de oro que lo sujetaba al cuello de su madre. Luego lo dejó caer, y sus dedos tocaron, en el propio seno, el bulto del otro idéntico medallón.

-Ese medallón tuyo..., ¿no tenía pelo? -articuló, balbuceando.

-No... Tu pobre padre nunca quiso... Decía que entre marido y mujer era ridículo... Y, además, como le habían salido canas... Pero ¿qué tienes? -exclamó, viendo vacilar a su hija-. ¿Te pones mala? Ve y acuéstate, criatura... Yo velaré... No te aflijas así. ¡Tu tía está en el cielo! ¡Era una santa! ¡Quién como ella!

María del Deseo no contestó. Cayó de rodillas y, escondiendo la cara entre las manos, rompió a llorar en silencio, a hilo, apretando los labios para que el pasado no saliese por allí -el siniestro pasado-, y sintiendo que en su corazón se derrumbaba algo inmenso, cuyas ruinas la envolvían y la aplastaban contra la tierra por una eternidad.

«El Imparcial», 21 de enero de 1907.




ArribaAbajoLa enfermera

El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorporó de un salto y corrió solícita a donde la llamaba su deber.

El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía -sosteniendo el cuerpo de él, ofreciéndole una cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores-. Escena de familia, revelación de afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen el atractivo físico y la ilusión, cebo eterno de la naturaleza al mortal... Sin duda pensó él algo semejante a esto, que se le ocurriría a un espectador contemplando el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.

-¿Cómo te sientes ahora? -preguntó ella, arreglando las almohadas a suaves golpecitos.

-Mejor... Hace un instante, no podía más... ¿Cuándo crees tú que Dios se compadecerá de mí?

-No digas eso, Federico -murmuró, con ahínco, la enfermera.

-¡Bah! -insistió-. No te preocupes. Lo he oído con estos oídos. Te lo decía ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me creíais amodorrado. Con modorra se oye... Sí, me alegro. Juana mía. No me quites la única esperanza. Mientras más pronto se acabe este infierno... No, ¡perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado está un ángel... ¡Ah! ¡Pues si no fuera por ti!

Muy buena sería Juana, pero lo que es propiamente cara de ángel no la tenía. En su rostro se advertían, por el contrario, rasgos de cierta dureza, una crispación de las comisuras de los labios, algo sombrío en las precoces arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico se enterneció al considerar el estrago de aquella belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.

-Juana... -balbuceó-. Me siento ahora un poco tranquilo. Sin duda has forzado la dosis del calmante... No te sobresaltes. ¡Si te lo agradecería! Escucha... Voy a aprovechar esta hora; tengo que decirte... Prométeme que me escucharás sin alterarte, Juana...

-Federico, no hables; no te fatigues -respondió ella-. No pienses más que en tu salud. Los asuntos, para después, cuando sanes del todo.

-¡Después! -repitió, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga, turbia, se fijó en un punto imaginario del espacio; lejos, lejos..., camino del después misterioso hacia donde le arrastraba implacable su destino-. Ahora -insistió-. Ahora o nunca, Juana. No me hará daño, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará bien. ¡Si tú sospechases lo que pesa en el corazón un secreto! ¡Si supieses cómo abruma eso de callar a todas horas!

-¿Un secreto? -contestó, como un eco, Juana, inmutándose.

-Por favor, querida..., no te alarmes ya, ni te alborotes luego, cuando te confiese... Prométeme que tendrás serenidad. Siéntate ahí; dame la mano. ¿No? ¡Como quieras!...

-¿Ves? Te cansas; déjalo, Federico -porfió Juana, agitada por imperceptible temblor, como si luchase consigo misma.

-Oye... Nadie mejor que yo conoce lo que me perjudica. Estoy cierto de que hasta para morir más resignado necesito espontanearme, acusarme... Juana, ahora no somos más que un pobre enfermo y la santa que le asiste. El último consuelo te pido; sé indulgente, dime por anticipado que me perdonarás.

-¡Te perdono... y calla, Federico! -profirió ella, sordamente, en tono colérico, a pesar suyo.

Él, realizando sobrehumano esfuerzo, se sentó en la cama, echando fuera el busto, inclinándose hacia su mujer en un transporte cariñoso y humilde. Era de esos enfermos afinados por el dolor, que dicen y hacen cosas tiernas y desgarradoras y se afanan en excitar los sentimientos de los que los rodean. La emoción profunda de Juana le animó; cruzando las manos con fervorosa súplica, rompió a hablar:

-Me perdonas, me perdonas... Es que no sabes; es que crees que se trata de alguna falta leve. Fue grave; soy muy culpable, y me atormenta pensar que te estoy robando no solo el tiempo y el trabajo que te cuesta cuidarme, sino otra cosa que vale más... Después que lo sepas, ¿me querrás todavía? ¿No me abandonarás, dejándome que muera como un perro?

Juana se puso en pie de un brinco. El temblor nervioso de su cuerpo se acentuaba. Su voz era ronca, oscura, fúnebre, cuando dijo con aparente irónica frialdad:

-Ahórrate el trabajo de confesar. Estoy tan enterada casi como tú mismo.

El enfermo, sobrecogido, se dejó caer sobre la almohada. Sus pupilas se vidriaron sin humedecerse; era el llanto seco, por decirlo así, de los organismos agotados.

-¡Estabas enterada!

-Pues ¿qué creías? -repuso ella, lívida, apretando los dientes, apuñalándole con los ojos.

Federico se cubrió el rostro, aterrado. Acababa de desmoronársele dentro lo único que le sostenía. Creía en el amor de su enfermera; alentaba aún, gracias a tal convicción, y he aquí que las inflexiones de la voz, el gesto, la actitud de Juana acababan de arrebatarle, de súbito, esa divina creencia. El odio se había transparentado en ellos tan sin rebozo, tan impetuoso en su revelación impensada, que la aguda sensación del peligro -del peligro latente, mal definido, acechador- suprimió en aquel instante la noción del remordimiento y atajó la confesión en la garganta.

-Juana -suspiró-, ven, oye... Mira que no hubo nada. ¡Lo que iba a contarte eran unas tonterías!...

Ella se acercó. En los carbones por donde miraba brillaban ascuas: su ceño se fruncía trágicamente; las alas de su nariz palpitaban de furor. Nunca la había visto Federico así, y, sin embargo, era una expresión que se adaptaba bien al carácter de su fisonomía o, mejor dicho, patentizaba su fisonomía verdadera. El terror del enfermo paralizó hasta su lengua. Por instinto pueril, quiso ocultarse bajo la sábana.

-No te escondas -articuló ella, despreciativamente, pisoteándole con el acento-. Mira que si te veo tan miedoso, me re-i-ré de ti. ¿Comprendes? Me re-i-ré. ¡Y es lo único que le faltaba a mi venganza para consumarse! ¡Reír! ¡La risa! ¡Oh! ¡Cómo te aborrezco! Ya no callo más...

Federico la miraba extraviado, loco. ¿Tendría pesadilla? ¿Era ya la muerte, la fea muerte, la condenación, el castigo de ultratumba? ¿Era la forma que tomaba, para torturarle, su conciencia de pecador?

-¡Juana! -tartamudeó-. ¿Estoy soñando? ¿Venganza? ¿Me aborreces?

Ella se aproximó más; acercó su boca a la cara de Federico, y como filtrándole las palabras al través de la piel, repitió:

-Te aborrezco. Me creíste oveja. Soy fiera, fiera; oveja, no. Me ofendiste, me vendiste, me ultrajaste, torturaste mi alma, me enloqueciste, me alimentaste con ajenjo y con hiel, ¡y ni aun te tomaste el trabajo de reconocer que mi juventud se marchitaba y se ajaba mi hermosura y se torcía mi alma, antes confiada y generosa! Y cuando te sentiste herido de muerte, de muerte, sí, y pronta; ¡lo has acertado!..., entonces me llamaste: «Juana, a servirme de enfermera... Juana, a darme la poción...»

-¡Y lo hiciste de un modo sublime, Juana! -sollozó él-. ¡Y fuiste una mártir a mi cabecera! ¡No lo niegues, querida mía! ¡Perdóname!

Juana soltó la carcajada. Era su reír un acceso nervioso; asemejábase a una convulsión, que retorcía sus fibras.

-¡Sí que lo hice! -repitió por fin, dominándose con energía tremenda-. ¡Sí que lo hice! ¡Vaya si te di la poción! Cada día te di la poción..., ¡que más daño te hiciese! ¡Aquélla, y no otra! ¡Ah! ¿No lo sospechabas? ¡Tú sí que has sido engañado! ¡Tú, sí! ¡Tú, sí!

Oyéronse toquecitos en la puerta. La voz respetuosa de un criado anunció:

-El señor doctor.

Y entró el joven médico, guanteado, afeitado, afable, preguntando desde el umbral:

-¿Cómo sigue el enfermo? ¿Y la incomparable enfermera?

«Blanco y Negro», núm.. 664, 1903.




ArribaAbajoLa reja

Sor Casilda alzó el pálido rostro, que sonrosaba una emoción repentina, y contestó a la tornera:

-Voy, voy ahora mismo.

La llamaban a la reja baja; estaba allí su primo Luis -casi su hermano-, que deseaba verla; era el generoso bienhechor del convento, el que no hacía dos meses había contribuido espléndidamente para reparar la torre de la iglesia, que amenazaba ruina, y las contadas veces que venía a hablar con sor Casilda, se les permitía que conversasen sin tasa de tiempo ni vigilancia de oído.

Él esperaba ya en el locutorio, salita limpia, esterada, enjalbegada, amueblada con bancos de madera, sillas de paja y dos fraileros. Era allí casi tangible el silencio, el recogimiento casi palpable; la celosía amortiguaba la luz solar; ningún ruido venía de la desierta calleja toledana, y los cuadros oscuros, bituminosos, de negro marco, aumentaban la impresión de melancolía, como de indiferencia hacia la vida, que infundía aquel lugar.

Luis, desplomado en uno de los dos amplios sillones de vaqueta, puestos los codos en los descansaderos, dejaba colgar un brazo, y en la palma de la mano del otro reclinaba la frente. En esta misma actitud de cansera dolorosa estaba cuando, a paso quedo, la monja avanzó, y al detenerse pronunció un ¡chis! suave.

-¿Qué es eso, primo? ¿Estás malo? -articuló sor Casilda.

Luis había vuelto el rostro en dirección de la reja, y la monja le consideraba con susto; tal le hallaba de desencajado, los ojos asombrados y fijos, la boca contraída, negros y resecos de calentura los labios, el aliento que de ellos salía, impuro y fétido como la exhalación que se levanta de revuelto pantano en horas de tormenta.

-Malo, no -respondió Luis-. No tengo nada de lo que se dice enfermedad. Lo que tengo es pena..., ¿oyes?, pena horrible. Estoy en una de esas horas que hay..., ¡horas negras!..., y vengo a que alguien me muestre un poco de cariño, porque ¡me hace tanta falta!..

La monja se estremeció. Escuchaba con sencillo agrado la voz de Luis cuando hablaba de cosas indiferentes; pero, a poco que el sentimiento la timbrase, recordaba con punzante intensidad que era la misma voz, la única que había derramado en su oído inolvidables conceptos... Por rápido y soso que hubiese sido el noviazgo; por pronto que se hubiese convertido en fraternidad, sor Casilda guardaba allá dentro, invisible, una herida...,herida dulce, cruel, sin cesar ofrecida a Dios, solo por él curada, cerrada nunca. Para que la herida no le doliese tanto, Casilda había buscado en el convento ese bálsamo pasado de moda, eternamente eficaz, del aislamiento, de la muerte parcial, del renunciar y del obedecer. No fue misticismo; fue más bien una especie de filosofía humana, instintiva, la que aconsejó a la niña que ocultase sus formas en el hábito de ruda estameña y cubriese su cabeza con la toca. Como tantas almas enfermas y exhaustas, buscó el reposo, única dicha de los que irremisiblemente pierden las esperanzas terrenas. Casi se hubiese sentido feliz en el convento si ignorase la situación de Luis, su historia privada. Pero la conocía. ¿Cómo? ¿Por referencias de quién? Ahí está lo que no acertaría a explicar de un modo concreto; pero sabía, sabía; todo había llegado hasta ella, cual llega penetrante olor de flores malditas salvando rejas y muros. Las reclusas están más al corriente de lo que se cree de cuanto en el mundo ocurre, no por relatos circunstanciados, sino por indicaciones expresivas. Un movimiento de cejas, un entornar de ojos, se interpretan en el claustro; la imaginación de la encerrada hace lo demás. Los gestos y las medias palabras referentes a Luis se traducían para sor Casilda de esta suerte: «En pecado. Por consecuencia, en más tribulación y tormentos que alegría.» Y rezaba, rezaba, con un ímpetu de esos que llegan al más allá misterioso. ¡Que Luis, algún día, se arrepintiese y se salvase!, aunque a ella le fuesen cerradas las puertas divinas, tras de las cuales no hay mentiras, ni tristezas, ni miserias, ni culpas... Y ahora que le veía indudablemente en el primer peldaño de la escala del arrepentimiento, bajo la impresión de una catástrofe moral de las que en un instante inmutan la conciencia, sor Casilda, en vez de complacencia, sentía una piedad infinita, inmensa, arrasadora, que derretía su corazón y conmovía sus entrañas: algo muy trágico, muy hermoso y muy fuerte, que la arrebataba y la trastornaba, haciéndole olvidar en un minuto los propósitos y las aspiraciones de tantos años...

Con la violencia del impulso de empujarlos, los hierros de la reja se incrustaban en su cuerpo enflaquecido y lastimaban sus afiladas y descoloridas manos, que pugnaban por alcanzar, al través de ellos, a Luis. El cual, ahora, sollozaba muy bajo, quejándose como se quejan los niños cuando están enfermos y no saben explicar su mal a las madres. La monja repetía, suplicante:

-Pero cuéntame... Pero di, Luis; di, por Dios... Desahoga, desahoga...

-¡No puedo! -gimió él, abrumado por lo inútil, por lo estéril de su agonía-. Casilda, no puedo. Tengo, ¿ves?, una argolla de garrote en la garganta y noto vértigo en la cabeza. ¡Esa reja baila!... ¡Tú también! Es raro, ¿verdad?, que un hombre, un hombre que no es un necio ni un cobarde, se ponga así por..., por una..., ¡por una infamia de mujer! Mira, estoy loco, Casilda; si digo algún disparate, perdónamelo. ¡Dichosa tú, que has logrado vivir lejos de estos combates! ¡Si supieses cuánto se sufre! No, ni lo sospechas. Reza por mí... para que me muera pronto, ¿entiendes, hija mía? No vayas a equivocar la oración y solicites largo plazo a mi existir... ¡Casilda, Casilda! Tú me has querido bien. ¡Compadécete de mí! ¡Que alguien me compadezca!

Ahora sí que la reja bailaba, mejor dicho, trepidaba como si fuese a desprenderse del rudo marco de piedra donde sólidamente la fijaban emplomaduras enormes. La monja, rabiosamente, con el peso de su débil cuerpo y el escaso vigor de sus bracillos de anémica y sedentaria, pretendía arrancar el primer enrejado... Luis vio el sublime e insensato movimiento y lo agradeció con una mirada más dolorosa que las palabras. Sor Casilda redobló sus esfuerzos. Jadeaba; resollaba hondo y congojoso, como el leñador cuando descarga el hacha; se estropeaba los dedos, se deshacía las muñecas, y repetía, en su afán:

-¡Luis! ¡Luis! Ayúdame... Quiero salir. Ayúdame; rompámosla...

Luis se encogió de hombros. Aquella locura de su pobre prima le traía a él, por contraste y comparación, a la realidad. ¡Romper una reja así! Y cuando por caso imposible la rompiese, ¿no era doble la reja? ¿No tendrían que arrancar la segunda, erizada de picos de hierro? Aquella reja era el propio destino de la monja; y el suyo, el de Luis, aquel dolor desesperado e incurable, que arrastraría siempre consigo. Se levantó, y acercando el lívido rostro a un claro de la reja, murmuró:

-Casilda..., déjalo... No puedes, Casilda. No podemos. Y si pudiésemos..., ¿para qué? Es inútil. Todo es inútil en el mundo. Tu compasión... y basta...

«Blanco y Negro», núm. 642, 1903.




ArribaAbajoEl revólver

En un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora... Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística del otoño, caían a tierra majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del tránsito de las cosas...

-Nada es nada -me contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu-. Nada es nada..., a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.

El encendimiento enfermo de sus mejillas se avivó, y entonces me di cuenta de que habría sido muy hermosa, aunque estuviese su hermosura borrada y barrida, lo mismo que las tintas de un cuadro fino, al cual se le pasa el algodón impregnado de alcohol. Su pelo rubio y sedeño mostraba rastros de ceniza, canas precoces... Sus facciones habíanse marchitado; la tez, sobre todo, revelaba esas alteraciones de la sangre que son envenenamientos lentos, descomposiciones del organismo. Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron de atraer en otro tiempo; pero ahora, los afeaba algo peor que los años: una especie de extravío, que por momentos les prestaba relucir de locura.

Callábamos; pero mi modo de contemplarla decía tan expresivamente mi piedad, que ella, suspirando por ensanchar un poco el siempre oprimido pecho, se decidió, y no sin detenerse de vez en cuando a respirar y rehacerse, me contó la extraña historia.

-Me casé muy enamorada... Mi marido era entrado en edad respecto a mí; frisaba en los cuarenta, y yo solo contaba diecinueve. Mi genio era alegre, animadísimo; conservaba carácter de chiquilla, y los momentos en que él no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a charlar y reír con las amigas que venían a verme y que me envidiaban la felicidad, la boda lucida, el esposo apasionado y la brillante situación social.

Duró esto un año -el año delicioso de la luna de miel-. Al volver la primavera, el aniversario de nuestro casamiento, empecé a notar que el carácter de Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío muchas veces, y sin que yo adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo. No tardé, sin embargo, en comprender el origen de su transformación: en Reinaldo se habían desarrollado los celos, unos celos violentos, irrazonados, sin objeto ni causa, y, por lo mismo, doblemente crueles y difíciles de curar.

Si salíamos juntos, se celaba de que la gente me mirase o me dijese, al paso, cualquier tontería de estas que se les dicen a las mujeres jóvenes; si salía él solo, se celaba de lo que yo quedase haciendo en casa, de las personas que venían a verme; si salía sola yo, los recelos, las suposiciones eran todavía más infamantes...

Si le proponía, suplicando, que nos quedásemos en casa juntos, se celaba de mi semblante entristecido, de mi supuesto aburrimiento, de mi labor, de un instante en que, pasando frente a la ventana, me ocurría esparcir la vista hacia fuera... Se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender luz, se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi propia familia, porque Reinaldo interpretaba como ardides de traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos.

Cierto día, después de una de las amargas escenas de costumbre, mi marido me advirtió:

-Flora, yo podré ser un loco, pero no soy un necio. Me ha enajenado tu cariño, y aunque tal vez tú no hubieses pensado en engañarme, en lo sucesivo, sin poderlo remediar, pensarías. Ya nunca más seré para ti el amor. Las golondrinas que se fueron no vuelven. Pero como yo te quiero, por desgracia, más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia y fiebre, te advierto que he pensado el modo de que no haya entre nosotros ni cuestiones, ni quimeras, ni lágrimas, y una vez por todas sepas cuál va a ser nuestro porvenir.

Hablando así, me cogió del brazo y me llevó hacia la alcoba.

Yo iba temblando; presentimientos crueles me helaban. Reinaldo abrió el cajón del mueblecito incrustado donde guardaba el tabaco, el reloj, pañuelos, y me enseñó un revólver grande, un arma siniestra.

-Aquí tienes -me dijo- la garantía de que tu vida va a ser en lo sucesivo tranquila y dulce. No volveré a exigirte cuentas ni de cómo empleas tu tiempo, ni de tus amistades, ni de tus distracciones. Libre eres, como el aire libre. Pero el día que yo note algo que me hiera en el alma..., ese día, ¡por mi madre te lo juro!, sin quejas, sin escenas, sin la menor señal de que estoy disgustado, ¡ah, eso no!, me levanto de noche calladamente, cojo el arma, te la aplico a la sien y te despiertas en la eternidad. Ya estás avisada...

Lo que yo estaba era desmayada, sin conocimiento. Fue preciso llamar al médico, por lo que duraba el síncope. Cuando recobré el sentido y recordé, sobrevino la convulsión. Hay que advertir que les tengo un miedo cerval a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito mío. Mis ojos, con fijeza alocada, no se apartaban del cajón del mueble que encerraba el revólver.

No podía yo dudar, por el tono y el gesto de Reinaldo, que estaba dispuesto a ejecutar su amenaza, y como, además, sabía la facilidad con que se ofuscaba su imaginación, empecé a darme por muerta. En efecto, Reinaldo, cumpliendo su promesa, me dejaba completamente dueña de mí, sin dirigirme la menor censura, sin mostrar ni en el gesto que se opusiese a ninguno de mis deseos o desaprobase mis actos; pero esto mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez de una voluntad que descansa en una resolución..., y víctima de un terror cada día más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso. Siempre veía el reflejo de acero del cañón del revólver.

De noche, el insomnio me tenía con los ojos abiertos, creyendo percibir sobre la sien el metálico frío de un círculo de hierro; o, si conciliaba el sueño, despertaba sobresaltada, con palpitaciones en que parecía que el corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido atroz me deshacía los huesos del cráneo y me volaba el cerebro, estrellándolo contra la pared... Y esto duró cuatro años, cuatro años en que no tuve minuto tranquilo, en que no di un paso sin recelar que ese paso provocase la tragedia.

-Y ¿cómo terminó esa situación tan horrible? -pregunté, para abreviar, porque la veía asfixiarse.

-Terminó... con Reinaldo, que fue despedido por un caballo y se rompió algo dentro, quedando allí mismo difunto. Entonces, solo entonces, comprendí que le quería aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!

-¿Y recogió usted el revólver para tirarlo por la ventana?

-Verá usted -murmuró ella-. Sucedió una cosa... bastante singular. Mandé al criado de Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver, porque yo continuaba viendo en sueños el disparo y sintiendo el frío sobre la sien... Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:

-Señorita, no había por qué tener miedo... Ese revólver no estaba cargado.

-¿Que no estaba cargado?

-No señora; ni me parece que lo ha estado nunca... Como que el pobre señorito ni llegó a comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y luego no se volvió a hablar más del asunto...

-De modo -añadió la cardíaca- que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la cabeza, sino en mitad del corazón, y crea usted que, a pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona...

«El Imparcial», 27 de febrero de 1895.




ArribaAbajoEl gemelo

La condesa de Noroña, al recibir y leer la apremiante esquela de invitación, hizo un movimiento de contrariedad. ¡Tanto tiempo que no asistía a las fiestas! Desde la muerte de su esposo: dos años y medio, entre luto y alivio. Parte por tristeza verdadera, parte por comodidad, se había habituado a no salir de noche, a recogerse temprano, a no vestirse y a prescindir del mundo y sus pompas, concentrándose en el amor maternal, en Diego, su adorado hijo único. Sin embargo, no hay regla sin excepción: se trataba de la boda de Carlota, la sobrina predilecta, la ahijada... No cabía negarse.

«Y lo peor es que han adelantado el día -pensó-. Se casan el dieciséis... Estamos a diez... Veremos si mañana Pastiche me saca de este apuro. En una semana bien puede armar sobre raso gris o violeta mis encajes. Yo no exijo muchos perifollos. Con los encajes y mis joyas...»

Tocó un golpe en el timbre y, pasados algunos minutos, acudió la doncella.

-¿Qué estabas haciendo? -preguntó la condesa, impaciente.

-Ayudaba a Gregorio a buscar una cosa que se le ha perdido al señorito.

-Y ¿qué cosa es esa?

-Un gemelo de los puños. Uno de los de granate que la señora condesa le regaló hace un mes.

-¡Válgame Dios! ¡Qué chicos! ¡Perder ya ese gemelo, tan precioso y tan original como era! No los hay así en Madrid. ¡Bueno! Ya seguiréis buscando; ahora tráete del armario mayor mis Chantillíes, los volantes y la berta. No sé en qué estante los habré colocado. Registra.

La sirvienta obedeció, no sin hacer a su vez ese involuntario mohín de sorpresa que producen en los criados ya antiguos en las casas las órdenes inesperadas que indican variación en el género de vida. Al retirarse la doncella la dama pasó al amplio dormitorio y tomó de su secrétaire un llavero, de llaves menudas; se dirigió a otro mueble, un escritorio-cómoda Imperio, de esos que al bajar la tapa forman mesa y tienen dentro sólida cajonería, y lo abrió, diciendo entre sí:

«Suerte que las he retirado del Banco este invierno... Ya me temía que saltase algún compromiso.»

Al introducir la llavecita en uno de los cajones, notó con extrañeza que estaba abierto.

-¿Es posible que yo lo dejase así? -murmuró, casi en voz alta.

Era el primer cajón de la izquierda. La condesa creía haber colocado en él su gran rama de eglantinas de diamantes. Solo encerraba chucherías sin valor, un par de relojes de esmalte, papeles de seda arrugados. La señora, desazonada, turbada, pasó a reconocer los restantes cajones. Abiertos estaban todos; dos de ellos astillados y destrozada la cerradura. Las manos de la dama temblaban; frío sudor humedecía sus sienes. Ya no cabía duda; faltaban de allí todas las joyas, las hereditarias y las nupciales. Rama de diamantes, sartas de perlas, collar de chatones, broche de rubíes y diamantes... ¡Robada! ¡Robada!

Una impresión extraña, conocida de cuantos se han visto en caso análogo, dominó a la condesa. Por un instante dudó de su memoria, dudó de la existencia real de los objetos que no veía. Inmediatamente se le impuso el recuerdo preciso, categórico. ¡Si hasta tenía presente que al envolver en papeles de seda y algodones en rama el broche de rubíes, había advertido que parecía sucio, y que era necesario llevarlo al joyero a que lo limpiase! «Pues el mueble estaba bien cerrado por fuera -calculó la señora, en cuyo espíritu se iniciaba ese trabajo de indagatoria que hasta sin querer verificamos ante un delito-. Ladrón de casa. Alguien que entra aquí con libertad a cualquier hora; que aprovecha un descuido mío para apoderarse de mis llaves; que puede pasarse aquí un rato probándolas... Alguien que sabe como yo misma el sitio en que guardo mis joyas, su valor, mi costumbre de no usarlas en estos últimos años.»

Como rayos de luz dispersos que se reúnen y forman intenso foco, estas observaciones confluyeron en un nombre:

-¡Lucía!

¡Era ella! No podía ser nadie más. Las sugestiones de la duda y del bien pensar no contrarrestaban la abrumadora evidencia. Cierto que Lucía llevaba en la casa ocho años de excelente servicio. Hija de honrados arrendadores de la condesa; criada a la sombra de la familia de Noroña, probada estaba su lealtad por asistencia en enfermedades graves de los amos, en que había pasado semanas enteras sin acostarse, velando, entregando su juventud y su salud con la generosidad fácil de la gente humilde. «Pero -discurría la condesa- cabe ser muy leal, muy dócil, hasta desinteresado..., y ceder un día a la tentación de la codicia, dominadora de los demás instintos. Por algo hay en el mundo llaves, cerrojos, cofres recios; por algo se vigila siempre al pobre cuando la casualidad o las circunstancias le ponen en contacto con los tesoros del rico...» En el cerebro de la condesa, bajo la fuerte impresión del descubrimiento, la imagen de Lucía se transformaba -fenómeno psíquico de los más curiosos-. Borrábanse los rasgos de la criatura buena, sencilla, llena de abnegación, y aparecía una mujer artera, astuta, codiciosa, que aguardaba, acorazada de hipocresía, el momento de extender sus largas uñas y arramblar con cuanto existía en el guardajoyas de su ama...

«Por eso se sobresaltó la bribona cuando le mandé traer los encajes -pensó la señora, obedeciendo al instinto humano de explicar en el sentido de la preocupación dominante cualquier hecho-. Temió que al necesitar los encajes necesitase las joyas también. ¡Ya, ya! Espera, que tendrás tu merecido. No quiero ponerme con ella en dimes y diretes: si la veo llorar, es fácil que me entre lástima, y si le doy tiempo a pedirme perdón, puedo cometer la tontería de otorgárselo. Antes que se me pase la indignación, el parte.»

La dama, trémula, furiosa, sobre la misma tabla de la cómoda-escritorio trazó con lápiz algunas palabras en una tarjeta, le puso sobre y dirección, hirió el timbre dos veces, y cuando Gregorio, el ayuda de cámara, apareció en la puerta, se la entregó.

-Esto, a la Delegación, ahora mismo.

Sola otra vez, la condesa volvió a fijarse en los cajones.

«Tiene fuerza la ladrona -pensó, al ver los dos que habían sido abiertos violentamente-. Sin duda, en la prisa, no acertó con la llavecita propia de cada uno, y los forzó. Como yo salgo tan poco de casa y me paso la vida en ese gabinete...»

Al sentir los pasos de Lucía que se acercaba, la indignación de la condesa precipitó el curso de su sangre, que dio, como suele decirse, un vuelco. Entró la muchacha trayendo una caja chata de cartón.

-Trabajo me ha costado hallarlos, señora. Estaban en lo más alto, entre las colchas de raso y las mantillas.

La señora no respondió al pronto. Respiraba para que su voz no saliese de la garganta demasiado alterada y ronca. En la boca revolvía hieles; en la lengua le hormigueaban insultos. Tenía impulsos de coger por un brazo a la sirvienta y arrojarla contra la pared. Si le hubiesen quitado el dinero que las joyas valían, no sentiría tanta cólera; pero es que eran joyas de familia, el esplendor y el decoro de la estirpe..., y el tocarlas, un atentado, un ultraje...

Se domina la voz, se sujeta la lengua, se inmovilizan las manos...; los ojos, no. La mirada de la condesa buscó, terrible y acusadora, la de Lucía, y la encontró fija, como hipnotizada, en el mueble-escritorio, abierto aún, con los cajones fuera. En tono de asombro, de asombro alegre, impremeditado, la doncella exclamó, acercándose:

-¡Señora! ¡Señora! Ahí..., en ese cajoncito del escritorio... ¡El gemelo que faltaba! ¡El gemelo del señorito Diego!

La condesa abrió la boca, extendió los brazos, comprendió... sin comprender. Y, rígida, de golpe, cayó hacia atrás, perdido el conocimiento, casi roto el corazón.

«El Imparcial», 20 de julio de 1903.




ArribaAbajo De un nido

Teniendo que ir a Madrid para la gestión de un asunto importante, de esos en que se atraviesan intereses considerables y que obligan a pasarse meses limpiando el polvo a los bancos de las antesalas con los fondillos del pantalón, me informé de una casa de huéspedes barata, y en ella me acomodé en una sala «decente», con vistas a la calle de Preciados.

Intentaron los compañeros de mesa redonda que se estableciese entre nosotros esa familiaridad de mal gusto, ese tiroteo de bromas y disputas que suele degenerar en verdadera importunidad o en grosería franca. Yo me metí en la concha. El único huésped que demostraba reserva era un muchacho como de unos veinticuatro años, muy taciturno, que se llamaba Demetrio Lasús. Llegaba siempre tarde a la mesa, se retiraba temprano, comía poco, de través; bebía agua, respondía con buena educación, pero no buscaba la cháchara ni aparecía jamás preguntón ni entrometido, y estas cualidades me infundieron simpatía.

Solo yo en una ciudad donde no conocía a nadie; separado de la familia, a la cual siempre he sido apegadísimo, mis necesidades afectivas se revelaron en el cariño que cobré a aquel mozo apenas le vi espontanearse y logré que entrase en mi cuarto, contiguo al suyo, dos o tres veces para aceptar un café que yo hacía en maquinilla. Me contó su historia: aspiraba a un destino, se lo tenían ofrecido, pero era preciso armarse de paciencia. Mi olfato me dijo que la historia no estaba completa, y que detrás de aquellas revelaciones quedaba mucho que saber; pero discretamente me di por contento y ofrecí servicios. Dinero, no, y lo sentía; que a ser rico, a no tener cinco hijos, el mayor de diez años, creo que me despojo de mi caudal para remediar la situación, asaz apurada, de Demetrio...

Detrás de la juventud suponemos el amor, y para el amor tenemos indulgencias y condescendencias infinitas. Yo creía a Demetrio enamorado y pendiente, para realizar su felicidad, del consabido destino. Así me explicaba la preocupación del mozo, sus desapariciones, los aspectos misteriosos de su vivir, su desgana, su color quebrado y macilento. Adelantándome a la confidencia, di lo del amor por hecho, y con tal seguridad lo afirmé, que Demetrio vino a declarar que sí, que estaba enamorado hasta los tuétanos, y en cuanto pudiese casarse...

Manifesté deseo pueril de conocer a la novia; me prometió llevarme a verla asomada al balcón; me enseñó, en efecto, a una preciosa muchacha, rubia como unas candelas, blanca, esbelta, elegantísima, de pechos en un segundo piso de la calle próxima, y como yo extrañase que la niña no nos echase una ojeada siquiera, Demetrio sonrió y dijo:

-¡Ah! En viéndome acompañado... Es lo más delicada, lo más susceptible... Si supiese que está usted enterado..., reñimos, de seguro.

Desde entonces le hablé constantemente de la rubia, la puse en las nubes, alabé sus encantos...; en fin, de tal manera me interesé por la vida íntima de Demetrio, que me sucedía de noche soñar con ella, y de día pasar por la calle donde la rubia se asomaba al balcón, mirándola disimuladamente, como se mira lo que nos importa. ¿Lo he de confesar todo? Apartado de los míos, sucedíame por momentos olvidarme de que existían, borrárseme entre neblina los contornos de la realidad. Aturdido por tantos pasos y vueltas como tiene que dar un solicitante; cansado y rendido de andar de ceca en meca y ver rostros indiferentes o altaneros, el único reposo y la única satisfacción era la que encontraba en interesarme por mi joven vecino. Una puerta comunicaba su habitación con la mía; descorrí el cerrojo, y de día y de noche hablábamos, nos acompañábamos y nos prestábamos pequeños servicios. El tintero, el jabón, los peines, eran bienes comunes. Viendo a Demetrio salir a cuerpo un día frío, le propuse mi capa. Yo me arreglaría con el gabán...

Ahora que recapacito y pienso en aquel extraño episodio, comprendo que todo fue culpa de la soledad y el aislamiento, que ejercen una acción excitadora y depresiva alternativamente sobre el hombre habituado a la blanda y enervante atmósfera del hogar. Yo no podía vivir sin la comunicación de los seres de mi especie: padecía la mala enfermedad, tan peligrosa para el hombre, de necesitar del hombre (como si cada uno de nosotros no llevase en sí una fuerza propia e incomunicable, una suma de alegría y de dolor que nadie puede acrecer ni aminorar...). Hoy conozco que, por mucha gente que nos rodee, vivimos solos siempre, hasta cuando nos creemos cercados de pedazos de nuestra alma y de retoños de nuestra sangre. Y esta convicción, manzana del árbol de la ciencia -amarga manzana-, fue para mí fruto de la aventura que voy relatando, porque cuando regresé a mi casa en busca de amor y consuelo, encontré en ella el menosprecio y la cólera mal disimulada, y estuve en ridículo entre los míos, que hablaron de mí con esos meneos de cabeza reveladores de un concepto de inferioridad y lástima indignada...

Volviendo a Demetrio Lasús, tanto fue estrechándose nuestra amistad, que le confié mis esperanzas todas. No le oculté que, empopado ya el asunto que en Madrid me detenía, iba a recibir una suma, plazo primero y mayor de la contrata. El día en que la suma llegó a mi poder, Lasús vio cómo la guardaba en mi baulillo -las llaves de las fondas no ofrecen seguridad-, y cuando tuve que salir, dije a mi amigo:

-Voy sin cuidado, porque usted no piensa moverse de casa.

-Vaya usted tranquilo -me respondió.

Y, en efecto, tan tranquilo fui, que al regresar, ni me cercioré de si estaba allí la cantidad, los fajos de billetes verdosos, mugrientos, sobados, tan gratos, sin embargo, a la vista. Me acosté temprano; Lasús me aseguró que se acostaba también. A medianoche creí oír ruido en su cuarto. Se habrá desvelado -pensé- acordándose de su linda rubia. Y me entró el alborozo. ¡Amor! ¡Juventud! ¡Qué divinas cosas! A la mañana siguiente yo tenía que entregar la cantidad. Me levanté, me arreglé activamente, y ya con el sombrero puesto, abrí sin recelo la maleta... Aún recuerdo que me quedé sin voz: lo que se dice mudo, afónico por completo. ¡No había allí ni rastro de los billetes! Palpé, revolví con alocados movimientos... ¡Nada!

Caí al suelo acogotado. Me encontraron roncando una congestión. Me acostaron, me sangraron, mucho derivativo... El médico dijo que salvaría... pero ¡cuidadito! Si se repitiese...

Y así que pude hablar, preguntar, armar alboroto, risas irónicas me contestaron.

-Pero, ¿a quién, a no ser a usted, santo varón, se la pega Lasús? ¿Quién no sabía que era un jugador de oficio, un tahúr eterno y sempiterno? ¿Por qué se hace usted uña y carne de un hombre así? ¿Quién le mandaba intimar con él y ni siquiera cruzar la palabra con los demás huéspedes, gente honrada y formal? ¿Y se ha tragado usted lo del destino, y lo de los amoríos, y todo?

Y como yo, furioso, hablase de tribunales y jueces, la bigotuda patrona añadió:

-Sí; cítele usted ante el Padre eterno... ¡Han traído los papeles que a la salida de la timba se pegó un tiro y quedó redondo! Se conoce que perdería en una noche toda la guita de usted...

Sin poderlo remediar -¡cuidado que soy majadero!- perdoné al alma atormentada y crispada del pasional incorregible, que me arruinaba y me desconceptuaba para siempre.

«Blanco y Negro», núm. 592, 1902.




ArribaAbajoEl quinto

No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar los médicos; mis sobrinos la aguardan con secreta ansiedad... Ella está segura de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos huesecillos de sus dedos sobre mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.

Viene como acreedora: sabe que le debo una vida..., que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba grabado el precepto santo que nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel episodio, por si a la luz de esta hora suprema lo descifro. Otros sienten remordimientos de haber matado. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo..., porque no maté.

Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que se impone: aquí fue Enrique, y yo me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre mí ejercía, cuando lo advertí, experimenté cierta involuntaria mortificación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar mi personalidad si se presentaba una ocasión decisiva.

En las cosas pequeñas es a veces más difícil transigir que en las grandes. Yo, capaz de dar por Enrique Moncerrada hasta la piel, no acertaba a soportar su afición a rodearse de animales, sobre todo caballos y perros. A instancias suyas aprendí a montar, y de mala gana sufrí las caricias de Medora, la perrilla predilecta, una faldera rizada, blanca como el ampo de la nieve, con hocico rosado y dos ojos lo mismo que cuentas de azabache. La verdad es que era un encanto, y nos hacía mil travesuras graciosas, semejantes a coqueterías de niña o de mujer. Con Enrique partía el lecho, el suave calor del edredón y de las mantas.

Un día... Esto sí que lo tengo presente, hasta en sus circunstancias más mínimas. Volvía yo de alquilar unos dominós para el baile del Real por encargo de Enrique; eran las cinco de la tarde, y le encontré cerca de la ventana, aplicándose un parche de tafetán inglés sobre la mano derecha.

-Figúrate -exclamó- que Medorita me ha clavado los dientes... no sé hasta dónde. ¡Así son todas las hembras! ¡Tan pronto halagos, como mordiscos! La vi triste; me empeñé en distraerla y que jugase..., y ahí tienes el premio -y diciéndolo, reía.

Por mis venas corrió hondo escalofrío. Adiviné con tremenda lucidez, en un relámpago; la luz lívida, horrible, me cegó, y, viéndome vacilar, Enrique me miró asombrado.

-¿Qué te pasa?

No contesté. En un rincón, sobre fofo cojín de seda, se enroscaba Medorita, abatida, inerte. Mis ojos se fijaron con tal extravío en el animal, que Enrique, a su vez, comprendió. Nunca he visto semejante expresión de terror en un rostro humano. Su palidez fue de muerto, de muerto ya descompuesto en la tumba. No cruzamos palabra. Saqué del bolsillo mi cortaplumas; arranqué el tafetán inglés que cubría las heridas; las dilaté; calenté la hoja en la chimenea, hasta enrojecerla, y practiqué el cauterio, brutalmente, como supe, como pude. Enrique rechinaba los dientes, pero no gemía. Al fin murmuró con acento desesperado:

-Si está rabiosa..., tiempo perdido. ¡Es muy tarde! ¡Mordió muy hondo!

Huimos del gabinete, cerramos con llave, para asegurar a Medorita, y esperamos al veterinario, avisado urgentemente. Buscando un pretexto, yo le aguardé en el portal, y le rogué que sólo a mí dijese la verdad entera. Convinimos en que si la perra estaba, en efecto, rabiosa, él afirmaría que no, pero por precaución daría orden de matarla. Así se hizo. El veterinario examinó a Medorita, salió chanceándose torpemente, afirmando que no padecía sino los primeros síntomas de un mal cutáneo muy repugnante; que a eso se debían su tristeza y su furor, y que convenía evitarle sufrimientos con un tiro. «Y no tenga usted pizca de aprensión, señor marqués...» Cogí el revólver de Enrique, y a boca de jarro disparé dos veces. Medorita dio un salto y cayó, tiesa y erizada, con la cabeza deshecha y el espinazo partido... Al volverme, impresionado como si acabase de cometer un crimen, sentí que Enrique se abalanzaba a mi cuello. Fue un momento atroz... Creí que me mordía, y era que con acento sobrehumano murmuraba a mi oído:

-Es inútil tratar de engañarme..., ¿entiendes? Inútil. ¡Vas a prometerme por tu honor, por tu madre..., que al declarárseme la rabia me matarás a mí lo mismo que a Medora!

Y, subyugado, prometí: prometí, por mi honor. Enrique pareció tranquilizarse un poco. Inmediatamente nos dedicamos a consultar a las eminencias. Entonces no se practicaban los atrevidos métodos modernos para combatir la rabia; pero el misterio del extraño mal era el mismo que es hoy. ¡Inmensa extensión de nuestra ignorancia!

-Nada podemos afirmar, nada pronosticar -declararon los hombres de ciencia.

-La rabia puede presentarse y puede no presentarse. Si se presenta, no conocemos remedio seguro... Cruzarse de brazos... Calma y no preocupar el espíritu, que es peor.

¡No preocupar el espíritu! Enrique, al oír este consejo, soltó una risa demoníaca, una risa que blasfemaba. ¡Qué período aquel, el de los brazos cruzados! Mi amigo no me hablaba sino del fatídico plazo, de la hora espantable... «¡Me matarás!», repetía con imperio. En vano trataba yo de distraerle, de llevar su pensamiento a otros caminos. La idea fija derivaba hacia la locura. Sin embargo, corrían días, meses, trimestres; corrió medio año, un año..., y nada indicaba la aparición del mal. El tiempo hizo su oficio de lima: Enrique renació a la esperanza: empezó a interesarle algo de la vida exterior, a salir, a ver gente, a olvidar... ¡soberana medicina de todos los males de la tierra! Creyóse indultado, y entonces su juventud le rebosó por los poros, en vibrantes explosiones de alegría y de placer. Siempre había sido aficionado a la caza, y cuando me propuso una cacería, encontré en ella pretexto para disfrutar del campo, y acepté. Nos trasladamos al pueblecillo de Turnes, donde Enrique poseía una casa solariega.

Aún me parece respirar el hálito de fuego de aquella siesta de agosto... Habíamos resuelto bañarnos en el río, y nos desnudamos en un paraje solitario, bajo unos frondosos alisos. Enrique se quejaba, desde hacía días, de malestar vago, de tener la garganta apretada, las fauces secas: era sin duda, el bochorno canicular... Vi sus blancas piernas musculosas sumergirse en el agua transparente, y de pronto escuché un grito, un alarido más bien, algo estremecedor. Y le vi correr como un insensato hacia mí, agarrarse a mí, clavarme las uñas en la desnuda carne. Sus ojos salían de las órbitas.

-¡Ahí! -balbuceaba-. ¡Ahí! ¡Medora! ¡Ahí! ¡Está ahí quieta en el fondo del río! ¡La he visto en el espejo del agua!

Y cayó, revolcándose. Su boca espumaba; sus brazos se retorcían; pegaba prodigiosos saltos, como si no le pesase el cuerpo. Aparecía más aterrador en su desnudez de demente. Al fin se calmó un poco. Enjugué su sudor frío, le hice vestirse, me vestí, y cuando, sosteniéndole, volvíamos a casa, me suplicó, juntando las manos con angustiosa vehemencia:

-¡Acuérdate de lo que me has prometido!

¡Infeliz! No me atrevía a cumplir. Le dejé agonizar ocho días, entre torturas, en manos de curanderos, de médicos rurales, que le recetaban ruda cocida con sal y vino blanco, y que, por último, le sangraron, porque no se le podía sujetar.

No quise acceder a quebrantar el quinto mandamiento... Y por no infringirlo, por resistir al imperio que en mí ejercía Enrique, di lugar a que él, en un acceso más violento que ninguno, comunicase el horrible mal a la hija de la mayordoma, que, piadosa, le quería asistir. Enrique sucumbió entre dolores y frenesíes, y en los últimos momentos me gritó:

-¡Cobarde!

Yo huí; no sé qué hicieron de su cuerpo; no lo vi enterrar; no pregunté por la infeliz mordida, en quien la cadena de desesperación soldó otro anillo... A pesar de haber cumplido ¿mi deber?, no tuve una hora de alegría; viví huraño, solo, deseoso de morir también... Y ahora que ella se aproxima, quisiera cerrarle el paso. Pero avanza inflexible, y va a apoyar sobre mi agitado corazón los mondos huesecillos de sus dedos, parando el péndulo eternamente.

«Blanco y Negro», núm. 624, 1903.



IndiceSiguiente