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Introducción a José Zorrilla, «Leyendas» [Cátedra, 2000]

Salvador García Castañeda



Para Joaquín Díaz, en la Villa de Urueña.

Retrato de Zorrilla

Retrato de Zorrilla, edición de Obras, París, Baudry, 1853.





Aunque la vida y milagros de Zorrilla son conocidos de sobra me ha parecido oportuno comenzar este estudio con un breve bosquejo biográfico. Como se recordará, José Zorrilla y Moral nació en Valladolid el 21 de febrero de 1817, hijo de doña Nicomedes Moral y de don José Zorrilla Caballero, Relator de la Cancillería, absolutista ferviente en tiempos de Fernando VII, protegido de Calomarde, quien le encargó de la Superintendencia General de Policía, y carlista no menos ferviente tras la muerte del rey. El poeta mantuvo con sus padres una relación tan complicada como difícil que afectó notablemente su vida y que se reflejó siempre en sus escritos.

Estudió en el Seminario de Nobles, y allí comenzó a leer a Chateaubriand, a Fenimore Cooper y a Walter Scott, tan en boga entonces, y a escribir sus primeros versos. Pasó después a Toledo (1833) y a Valladolid (1834), en cuyas universidades hizo estudios de Derecho por dos años al cabo de los cuales en busca de una vida más libre, y a escondidas de sus padres, en el verano de 1836 llegó a Madrid, donde vivió con Miguel de los Santos Álvarez1, su coterráneo y amigo de la infancia, quien le presentó a Espronceda.

A juzgar por lo que cuenta en los Recuerdos del tiempo viejo, Zorrilla pasó una temporada de estrecheces, de bohemia y de ilusiones, en la que no faltaron sobresaltos y aventuras. En febrero de 1837 se suicidó Larra; su popularidad, la importancia de sus obras y el prestigio que tuvo en la escena literaria hicieron de su entierro una ceremonia memorable y emocionante. Asistieron, de riguroso luto, todos los artistas y literatos de Madrid, quienes, en el cementerio de Fuencarral y frente al féretro, despidieron con versos al desventurado «Fígaro». Los de Zorrilla impresionaron de tal manera que, al salir del camposanto, el joven poeta era festejado por todos y comenzó desde entonces una carrera vertiginosa. En aquel mismo año apareció su primer tomo de Poesías y entre aquella fecha y 1850 dio a la imprenta la mayoría de sus mejores obras, como El zapatero y el rey y Cantos del Trovador en 1840, El puñal del godo y El caballo del rey don Sancho en 1843, Don Juan Tenorio en 1844, y Traidor, inconfeso y mártir en 1847.

Sin embargo, su padre, a la sazón desterrado por su ideología carlista, no perdonó jamás a su hijo el haber abandonado los estudios y acogió con desdén sus triunfos literarios a pesar de los esfuerzos del joven para reconciliarse con él. Zorrilla acabó de indisponerse con la familia al contraer matrimonio, a los veintidós años, con doña Florentina O'Reilly, viuda y dieciséis años mayor que él. Los celos de ésta le hicieron abandonar el teatro y después España para buscar una vida más sosegada en Francia (1850) y luego en México a partir de 1855. Allí contó con la amistad del Emperador Maximiliano, quien le nombró director del Teatro Nacional, pero mientras Zorrilla estaba en España, Benito Juárez derrotó a los imperiales y puso fin a la vida de Maximiliano y a su efímero reinado.

Aunque los gustos literarios en España habían cambiado durante su ausencia, Zorrilla fue recibido con entusiasmo a su regreso. Doña Florentina había fallecido y el poeta se casó con doña Juana Pacheco, una joven de gran belleza. Comienza así su segundo periodo español, que abarca desde 1869 hasta 1893, casi un cuarto de siglo, en el que habría de experimentar con frecuencia los halagos del éxito y, con más frecuencia todavía, los apuros económicos a pesar de su triunfal recepción en la Real Academia Española (1885) y la coronación solemne como poeta nacional en Granada en 1889.

La sinceridad y la falta de interés en el juego político y su negativa a pretender favores hicieron de Zorrilla, al correr de los años, objeto de la caridad nacional mientras los demás escritores ocupaban cargos públicos. Obligado por las circunstancias hubo de malvender obras que enriquecieron a las empresas, confió en editores que abusaron de su candidez, se vio forzado a dar lecturas públicas en serie e incluso a empeñar alguna corona de oro con la que premiaron su genio. Y el Madrid Cómico del 25 de julio de 1880 publicó una caricatura del poeta que llevaba al pie los siguientes versos:


¡Cual triunfan esos seres
que me hacen cucamonas
y editan mis romances,
y octavas y cuartetas!
Son para mí el aplauso,
los lauros, las coronas...
¡Para ellos las pesetas!


De especial interés biográfico me parece la extensa «Nota» que precede a cada una de las leyendas de la edición de 1884. Esta lujosa «Edición monumental y única auténtica», encabezada por un retrato del autor y bellamente ilustrada, que contenía «el trabajo de toda su vida», iba dedicada al Ayuntamiento de Valladolid. Zorrilla debió poner no pocas ilusiones en ella pues abarcaría su obra completa: «En esta colección no faltará nada que haya salido de mi pluma: ni los artículos diseminados en los periódicos, ni los pensamientos escritos por compromiso en los Álbum...» («Cuatro palabras») e indudablemente estaba concebida como un buen negocio editorial, pero desgraciadamente no vio la luz más que el primer volumen. Contenía las leyendas porque «son las únicas obras mías que me dan derecho a una modesta pero legítima reputación», y las dividía en «tradicionales, históricas y fantásticas» (VII-VIII), aunque tan sólo aparecieron allí las primeras.

Publicadas nueve años antes de su muerte, estas Notas expresan la situación anímica del poeta y la renovada presencia de temas que le habían preocupado durante buena parte de su vida, y algunas complementan o amplían lo que escribió en Recuerdos del tiempo viejo. En primer lugar, reitera que toda su obra juvenil «desde el 1837 al 45» estuvo encaminada

a borrar de la memoria de mi padre el crimen de mi fuga del paterno hogar, y a alcanzar de él su perdón y el derecho de volver a vivir y morir en su compañía bajo el techo de mi solariega casa, en todos los argumentos de mis leyendas hay algo destinado no más que a herir en mi favor los sentimientos de mi padre, y a ser no más por él bien comprendido y tenido en cuenta.


(«Justicia de Dios», 1884, 171)                


En los Recuerdos y en otras ocasiones se quejó amargamente Zorrilla de las ganancias que sus obras habían proporcionado a todos menos a él, en especial en el caso del Tenorio, y ahora la edición llevaba la advertencia de que «Es propiedad de su autor, cuyos derechos representa la Sociedad de Crédito Intelectual». Y en las «Cuatro palabras» introductorias advertía que

Pongo notas explicativas, aclaraciones y comentarios a todas mis composiciones, porque casi todas las necesitan por vagas, oscuras o desatinadas; y porque anotadas, explicadas y comentadas constituyen según la ley una obra nueva, que yo sólo puedo y tengo el derecho de hacer,


y que recogía todas sus obras

para que después de mi muerte no se me atribuya ninguna que no sea mía. Corren por España y América composiciones estúpidas y libros infames, atribuidas por sus villanos autores a Espronceda y a mí, que ni él ni yo tuvimos jamás la idea de escribir.


Junto al orgullo de ser el famoso «poeta legendario», Zorrilla hace muestra en estas Notas de una modestia tan extremada que llega a resultar insincera: «Yo muero reconocido a Dios que me ha librado de la soberbia; y creo que estas mis notas valen más que aquellos versos míos del tiempo viejo». Y aunque en repetidas ocasiones afirma menospreciar su propia obra, llega en esta ocasión al extremo de escribir que

«Margarita la tornera» es la única obra por la cual conservaría el cariño con que la escribí, si yo pudiera tenérselo a ninguna de mis obras, que estimo en tan poco, que ni las he tenido nunca en mi librería, ni me he vuelto a acordar de ellas hasta ahora que tengo por fuerza que revisarlas para corregir sus pruebas. La mayor parte de ellas me cogen tan de nuevo, que tengo que leerlas para saber lo que en su argumento pasa, porque lo he olvidado completamente.


(1884, 228)                


Al igual que otros contemporáneos de generaciones más jóvenes y de ideología renovadora, el cantor del glorioso pasado nacional denuncia la decadencia, el materialismo y los vicios de la España presente tanto aquí como hizo anteriormente en los Recuerdos y en «El cantar del romero» y como lo haría poco después en el Discurso poético leído ante la Real Academia Española en 1885. Su diatriba alcanza a un Madrid populachero y aflamencado, imagen fiel de una España amoral e irresponsable, a «la infamia de los presidios nuevos y la embriaguez de las nuevas tabernas, bautizadas hipócritamente con el apodo industrial de comercios de vinos» («A buen juez...», 1884, 8) y, tras visitar Montserrat, lamenta que

el símbolo de nuestra feliz España es «Zarzuela y toros»: cante flamenco en los cafés y puñaladas en la calle. ¡Quién sabe si andando el tiempo levantaremos una plaza de toros en la plaza de Montserrat!, como complemento característico de toda fiesta española.


(«La azucena silvestre», 1884, 339)                


En fin, tan negativa visión de la España contemporánea y de su propia obra literaria le llevan a contemplar su propia vida como un conjunto de «estériles aspiraciones» y un «pedregal por donde ha hecho peregrinar mi inutilidad viviente mi improductiva e imprevisora poesía» («La cabeza de plata», «El talismán», 1884, 77).

Zorrilla falleció pocos años después, el 23 de enero de 1893, y a su entierro acudió una gran muchedumbre para honrar al viejo cantor de las glorias nacionales.

*  *  *

Durante el periodo romántico la comedia continúa su trayectoria y el drama adquiere la preeminencia que había tenido la tragedia en el siglo anterior, en la novela predominan los temas históricos y a medida que avanza el siglo éstos alternan con los de «costumbres contemporáneas», antecesores del realismo. En poesía, junto a la lírica, adquiere gran desarrollo la narrativa, y en 1840, calificado como «annus mirabilis», tanto por la calidad como por la cantidad de obras en verso publicadas entonces, destacan, entre las narrativas, Esvero y Almedora de Maury, María de Miguel de los Santos Álvarez, Leyendas españolas de José Joaquín de Mora y Poesías caballerescas y orientales de Arolas. Y al año siguiente verán la luz El Diablo Mundo de Espronceda, Cantos del Trovador de Zorrilla, Romances históricos del duque de Rivas y Cuentos históricos de Romero Larrañaga. Hasta el punto de que la poesía narrativa comienza a predominar sobre la lírica, y un tipo de versificación de origen popular como el romance alcanza gran difusión durante el siglo.

Los historicistas fijaron su atención en el mundo cristiano de la Edad Media, en los esplendores y en el exotismo oriental de la España musulmana, en aquellas guerras de Italia en las que las huestes del Gran Capitán derrotaron a los franceses, antepasados de los invasores de 1808 y de 1823, y en el Siglo de Oro. Unos protagonistas encarnaban las virtudes de la raza castellana, como el Cid, otros atraían por sus vicios, como don Rodrigo, el seductor de la Cava, que perdió a España, o por su carácter atrabiliario y diabólico como don Pedro el Cruel. Para otros, don Juan de Lanuza fue el héroe de las libertades aragonesas, los Comuneros, de las castellanas y Felipe II, un tirano fanático. En fin, también despertaron interés personajes como el pretendido don Sebastián de Portugal, quien llevó a la tumba el secreto de su verdadera identidad, o don Carlos, el hijo del «Rey Prudente», convertidos en seres de excepción por su extraño destino.

Excepto en aquellas ocasiones en las que un autor escribe una obra de índole histórica o legendaria con un propósito determinado (como reivindicar la memoria de los Templarios, defender la actuación política de un personaje o atacar el absolutismo fernandino, pongo por caso), el tema predominante en estas obras suele ser el amoroso, que va íntimamente enlazado con los del honor, la venganza y los celos, los cuales dan origen a adulterios y a raptos, a asesinatos y a traiciones. Con frecuencia, si el argumento principal es histórico, va acompañado por una intriga amorosa ficticia que añade interés al relato aunque altere la verdad de los hechos.

También adquiere gran difusión la leyenda, un género narrativo breve que lleva indistintamente los nombres de «cuento», «tradición» y «leyenda» y está escrita unas veces en prosa y otras en verso. Zorrilla dio a sus narraciones históricas y legendarias en verso subtítulos tan diversos como «leyenda», con las variantes de «tradicional», «histórica», «oriental» o «religiosa»; «tradición»; «cuento» o «cuento fantástico» y, una de ellas, «Las píldoras de Salomón», va subtitulada «Leyenda sexta. Cuento».

Los románticos consideraron la «leyenda» como una 'narración ficticia', los primeros folcloristas como el 'relato escrito que procede de alguna tradición popular', y después como 'relatos fantásticos de la tradición oral'. En el siglo XIX la palabra 'leyenda' significó 'narración tradicional que no se ajusta a la verdad histórica', definición que por su novedad no se incorporó al diccionario de la Academia hasta la edición de 1884 (Romero Tobar, 1994, 141 y 154, n. 46)2. En 1840, al aparecer las Leyendas españolas de José Joaquín de Mora, advertía Alberto Lista que «esta clase de composiciones han sido desconocidas hasta ahora en nuestra literatura poética» y que sus temas podían ser «verdaderos o fabulosos». Y según José Coll y Vehí en sus Elementos de literatura (1857), la leyenda poética podía manifestarse «ya deteniéndose en minuciosas descripciones, ya en incidentes fantásticos», y hacía representante de la primera tendencia al duque de Rivas y a Zorrilla de la segunda (Sebold, 1995, 208). Díaz Larios (1987) y Romero Tobar (1994, 197)3 destacaron la importancia del prólogo de Antonio Ribot y Fonseré a su leyenda versificada Solimán y Zaida (1849), en el que estudiaba los géneros literarios. Para Ribot, tanto en la epopeya como en la tragedia, intervienen personajes superiores de tiempos lejanos y se expresan en estilo sublime, mientras que la leyenda, lo mismo que el drama, 'el poema de la época', «es accesible a todas las inteligencias, no reclama de sus lectores conocimientos preliminares, no exige de ellos más que un corazón que sepa sentir». Leyenda y novela son el resultado de la evolución de la épica y se diferencian ambas en el uso del verso o de la prosa. Y si las novelas, idealmente representadas por las de Walter Scott, estuvieran escritas en verso, «serían ingeniosas leyendas que se parecerían mucho más a las baladas y a los cantos de Byron que a los poemas épicos de los griegos y los latinos» (Romero Tobar, 1994, 197).

*  *  *

A Zorrilla le atraía más el pasado que el presente y proclamó repetidamente su conservadurismo político y su nostalgia de unos tiempos en los «iba España por ambos hemisferios / abriendo mundos y borrando imperios»4, en los que Felipe II


podía ver entonces su bandera
por mil apartadísimos lugares,
tremolar altanera,
respetada en las tierras y en los mares


(«Un testigo de bronce», 1943, I, 881)                


Contrariamente a la mayoría de sus contemporáneos disculpó, un tanto a la ligera, a la Inquisición y al gobierno de los Austria:


Es verdad que se usaban por entonces,
y aún andaban en boga,
con los autos de fe y el Santo Oficio,
las hogueras, los tajos y la soga;
mas también es verdad que astuto el vicio
burlaba su poder


(«Un testigo de bronce», 1943, I, 882)                


Tiempos bárbaros pero de fe religiosa y de altos ideales que el poeta compara ventajosamente con los presentes de una España en decadencia y de una sociedad materialista, hipócrita y escéptica. Nuestra época, concluye, es la de «la incredulidad positivista [...] nuestra edad antipoética» («Las dos rosas», 1943, I, 1804), y al dedicar a Donoso Cortés y a Pastor Díaz el volumen II de sus Poesías, escribió que «he tenido en cuenta dos cosas: la patria en que nací y la religión en que vivo»5.

En su «Epístola a don Fernando de la Vera» (1855) confesaba que se refugió en la tradición, la naturaleza y el folclore para huir del hastío moderno y el monetarismo de la sociedad burguesa (1943, I, 1111-1115); en la «Dedicatoria a don Bartolomé Munel» (Granada, 1852) escribía «Cristiano y español, con fe y sin miedo, / canto mi religión, mi patria canto», y en el «Prospecto» a sus Vigilias de estío afirmó su propósito de hacer «humilde memoria de nuestra pasada historia, / de nuestra fe y religión» (1943, I, 695) pues la fe y las convicciones religiosas eran para él inseparables del patriotismo y de los valores tradicionales y aparecieron en sus obras como una de las señas de identidad propias de los españoles.

Las declaraciones de Zorrilla sobre su ideología y sus propósitos como poeta conservador y legendario son tantas, tan contradictorias y ofrecen tantos matices, que los críticos coinciden en rechazar la imagen monolíticamente conservadora que tradicionalmente se ha tenido de él. Russell P. Sebold recoge dos opiniones tan opuestas como reveladoras: en su semblanza del poeta escribía Antonio Ferrer del Río en 1846 que «No concebimos al artista, ni al poeta, sino creyentes y como mensajeros de la divinidad sobre la tierra [...] Sólo la fe es creadora, sólo la idea de un Dios arranca al hombre del polvo que sus pies huella». En cambio, en 1854, Juan Martínez Villergas, paisano del autor del Tenorio y crítico tan bilioso como agudo, dejaba bien claro que

El poeta para llegar a ser la expresión de una época dada, es necesario que vaya a la vanguardia del pensamiento filosófico, que no vuelva atrás la vista sino para echar un puñado de tierra en la fosa donde yacen las viejas supersticiones, que enseñe a sus hermanos el camino de las conquistas morales y materiales, y Zorrilla, doloroso es decirlo, es un anacronismo en el siglo actual, un hombre de buen fondo que a pesar de su noble alma hubiera quemado a los moriscos en tiempo de Felipe III, como hubiera antes servido ciegamente a las miras sanguinarias de D. Pedro el Cruel [...] niego que haya traído alguna misión providencial que cumplir en su siglo.


(1995, 216)                


Por su parte, Vicente Llorens destacó el tono subversivo y la actitud hostil hacia la sociedad de algunas composiciones publicadas en su primer volumen de Poesías (1837) aunque Zorrilla no continuó por aquel derrotero y a lo largo de su vida justificó siempre su posición conservadora explicando que lo hizo para contentar a un padre inflexible y fanático (1979, 430), a quien el poeta escribió en una ocasión:

Yo he hecho milagros por V. [...] he dado un impulso casi reaccionario a la poesía de mi tiempo; no he cantado más que la tradición y el pasado: no he escrito una sola letra al progreso ni a los adelantos de la revolución, no hay en mis libros ni una sola aspiración al porvenir.


(cit. por Llorens, 1979, 428)                


Navas Ruiz le ha visto como «un ser dividido entre su vocación auténtica y lo que creía obligación a su padre, entre un papel asumido y una realidad personal mucho más compleja» (1995a, 84-85) pues su vida y su obra revelan un espíritu rebelde, independiente y liberal que trató de compaginar su íntimo sentir con los principios conservadores de su familia. Zorrilla no es «el tradicionalista a ultranza que historiadores y críticos se han empeñado en perpetuar, sino, como dijo Ganivet, 'un liberal de corazón y un conservador a la fuerza'» (1995b, 142)6. Por su parte, Ricardo de la Fuente (1993) y Jean-Louis Picoche (1995) advierten que Zorrilla escribía en una España conmovida por un espíritu revolucionario y hostil hacia la Iglesia, que a mediados de siglo Zorrilla no ocupaba ya el primer puesto en la escena literaria española, y que éste adoptó entonces una actitud reaccionaria con el fin de atraerse a un amplio público formado por absolutistas y conservadores. «El hecho de haber encontrado un público obliga muchas veces a alimentar al mismo público con lo que le gusta, que no siempre es lo que siente el autor» (Picoche, 1995, 151-2). En vista de tal diversidad de juicios, basados todos ellos en textos o en declaraciones del poeta, pienso que Romero Tobar está en lo cierto cuando advierte cuán difícil es llegar a conocer la verdadera ideología política de Zorrilla por «insuficiencia de datos fidedignos sobre sus compromisos, sospechosos cambios de fe política, oscuras motivaciones que conducen a la hipérbole o a los silencios sobre sus compromisos» (1995, 167).

*  *  *

Zorrilla comenzó a publicar antes que Espronceda y otros escritores del tiempo, y entre 1837 y 1840 vieron la luz los siete tomos de Poesías y los Cantos del Trovador y continuó escribiendo hasta su muerte, en 1893, cuando hacía veintidós años que Bécquer había muerto y Valle-Inclán cumplía los veintisiete. A juicio de Navas Ruiz, Zorrilla establece en estos libros «el tono básico de su quehacer poético, fija los temas fundamentales, descubre las imágenes características, marca un estilo inconfundible», y aduce el testimonio de Alonso Cortés, para quien «Zorrilla empezó siendo lírico y siempre, a través de su abundante labor narrativa, guardó latente su lirismo» (1995, 141).

Como se recordará, críticos y moralistas protestaron repetidamente contra los truculentos romances de ciego que divagaban fantásticos sucesos y cantaban las hazañas de los malhechores y, muy a principios del siglo XIX, el marqués de Casa-Cagigal, que fue un militar ilustrado, dio a la luz un tomo de Romances militares con el fin de que los soldados, y a través de ellos las clases populares, se aficionaran a las proezas de los héroes nacionales7. Cuenta Zorrilla que en los comienzos de su carrera, su amigo el político Salustiano Olózaga le propuso escribir un romancero cuyo tema serían los crímenes famosos cometidos en el siglo, y que idealmente sustituiría a los romances de ciego. El poeta no accedió a ello pues, como afirmó en más de una ocasión, «se me ocurrió instantáneamente emprender en lugar de éste un legendario tradicional» («Para verdades el tiempo...» y «A buen juez, mejor testigo»).

En el quehacer poético de Zorrilla se pueden distinguir dos épocas: la primera comienza con el tomo de Poesías de 1837, todavía poco «zorrillescas», al decir de Vicente Llorens (1980, 430), pues los versos carecen de la fluidez cadenciosa y sonora característica y algunos temas reflejan una actitud hostil hacia la sociedad. Después va dando a la imprenta otros siete tomos de versos en los que están muy presentes los temas tradicionales y legendarios, y en los que va desarrollando un estilo personal inconfundible. Esta fecunda época culmina en 1840 con Cantos del Trovador (1840-41), cuyos asuntos provienen de la historia, de la tradición religiosa o de su fértil inventiva. Zorrilla ya es famoso y en este libro declara su intención de cantar a la religión y a España:


Lejos de mí la historia tentadora
de ajena tierra y religión profana.
Mi voz, mi corazón, mi fantasía
la gloria cantan de la patria mía.


A lo largo de su carrera insistirá en ser «el poeta de la tradición», el cantor de las glorias nacionales y el depositario de unas tradiciones y leyendas que están en peligro de perderse en un mundo moderno imbuido de positivismo, y en «Apuntaciones para un sermón sobre los Novísimos», escribe:


El pueblo me la contó
y yo al pueblo se la cuento:
y pues la historia no invento,
responda el pueblo y no yo.


No resulta fácil clasificar las leyendas de Zorrilla por entrecruzarse en ellas géneros tan cercanos como la leyenda, la tradición y el cuento, aunque su autor dio la pauta en sus «Cuatro palabras» introductoras al volumen I (y único) de sus Obras Completas en 1884: «Las divido en tradicionales, históricas y fantásticas, y las coloco todas bajo el título de Cantos del Trovador, porque aquélla es su división natural y éste el título que lógicamente las encierra y las abarca todas» (VII-VIII)8.

Russell P. Sebold observó las diferencias entre aquellas composiciones que Zorrilla llama «romances», que tienen carácter histórico, y las «leyendas», que son de índole fantástica. Para Zorrilla, los romances no son poemas fantásticos aunque éstos difieran en metro, rima y estrofa de aquéllos, lo que indica -en opinión del hispanista norteamericano- que Zorrilla había recogido la acepción medieval de romance, restituida en el siglo XVIII, según la cual esta voz significaba una narración ficticia extensa en verso o prosa (de donde le vendría el adjetivo 'romancesco' antecedente de 'romántico'), y por eso subtitularía Zorrilla «Romance histórico» a «Príncipe y rey» (que ni es romance ni es histórico). En cambio, las leyendas, para el autor del Tenorio, son composiciones que tratan de hechos portentosos (1995, 208-9). Ambos aparecen mezclados en las ediciones de su obra narrativa aunque habría sido conveniente separarlos pues «las leyendas participan de todas las técnicas características de los romances, pero éstos no participan del carácter prodigioso de los desenlaces de aquéllas». Sin embargo, Zorrilla tiene cierto número de poemas narrativos, hoy normalmente clasificados como leyendas, en los que no se acusa ningún elemento maravilloso, sobrenatural o fantástico (1995, 207-208); para él, la leyenda era un


poema de nuestro siglo
destartalado, invención
romántica de moderno
cuño, aún no lo reselló
con reglas un Aristóteles
de Academia.


(1943, II, 544)                


Sabido es que los escritores románticos aprovecharon buena cantidad de elementos y de temas propios del Siglo de Oro y del Barroco. Los hallaron en el teatro de Tirso, de Lope y de Calderón, cuyas obras seguían representándose en versión original o refundidas9, o en libros de entretenimiento como los de María de Zayas, Montalbán, Céspedes y Meneses o Cristóbal Lozano, algunos de los cuales fueron impresos repetidamente en el siglo XVII, XVIII y aun a principios del XIX. Tales obras, tanto las teatrales como las de ficción, eran del dominio común entre aquellas clases acomodadas a las que pertenecía la familia del poeta, y Romero Tobar, basándose tanto en datos bibliográficos como en la información facilitada por los escritores de costumbres, sugiere que la literatura aureosecular de carácter ascético-imaginativo era lectura habitual de los «patriotas anti-franceses y de los sostenedores del absolutismo fernandino [...] lecturas que eran instructivas, deleitables y aceptas para patriotas rancios» (1995, 181). Habrá que añadir que nuestros románticos conocieron también las obras más destacadas de la literatura francesa y de las extranjeras traducidas a aquella lengua.

En su nota a «El desafío del diablo» escribía Zorrilla,

Mi poesía legendaria no está basada más que en mis recuerdos personales [...] y llegué así a poder evocar en mi memoria los [recuerdos] de mi más tierna infancia, con sus más mínimos pormenores; recordé hasta los hechos y palabras que aún no comprendía cuando las oí y las presencié; y de los cuentos de mis niñeras, y de las estampas de los libros que mis padres me hacían hojear, y de las imágenes de los altares ante quienes mi madre me hacía hincar, y de los ejemplos de las pláticas semanales de los jesuitas y de los casos raros de vicios y virtudes aducidos en ellos y en los libros del P. Nieremberg, el año cristiano y otras místicas elucubraciones...


(1884, 126)                


Y sobre el romancero, recordaba que


desde el primer día
que pude oír y hablar,
mi madre me entretenía
con los cuentos que sabía
de Ruy Díaz de Vivar.


(«La leyenda del Cid», 1943, II, 38)                


y es indudable que tanto él como sus contemporáneos oyeron desde niños de boca de madres, abuelas y sirvientas leyendas, romances y cuentos. Y refiriéndose a las supersticiones y prodigios sobrenaturales que esmaltaban sus leyendas, afirmaba Zorrilla que formaban parte de las creencias de «las cuatro quintas partes de los individuos de la clase media, todos sin excepción los de la clase baja y no pocos centenares de damas ilustres y blasonados personajes» («Espectros caseros», 1943, II, 2143-2144).

Junto a esta literatura estaba la llamada «de cordel», muy difundida entre el pueblo por los ciegos, tan conocida como despreciada entonces, que, a su vez, debía lo suyo a los autores aureoseculares y que contaba casos espeluznantes de milagros, de aparecidos, de crímenes y de bandoleros convertidos en héroes populares10. «Los romances y leyendas románticos tomaron sus tramas argumentales mucho más ostentosamente de tradiciones librescas que de la oralidad popular» (Romero Tobar, 1994, 153); Zorrilla no constituyó una excepción y habrá de tenerse en cuenta que la información que nos facilita suele ser parcial, confusa e incluso engañosa y el estudioso de las fuentes de su obra tendrá que «ir mucho más allá de lo que fueron sus silencios, olvidos u ocultaciones» (Romero Tobar, 1995, 176). Tanto Alonso Cortés como Entrambasaguas y otros estudiosos han señalado que estas leyendas abundan en asuntos que no son originales, pero que Zorrilla supo infundirles su propio estilo. Se advierte en ellas la presencia difusa y constante de la obra de nuestros clásicos, y además de Cristóbal Lozano, a quien el poeta «explotó [...] sin piedad»11, se han señalado la Historia de España del P. Mariana, las obras de María de Zayas, Desiderio y Electo de fray Jaime Barón, Garcilaso, los autores del Siglo de Oro y del Barroco y algunos románticos franceses como Lamartine y Víctor Hugo.

Zorrilla aprovechó estos materiales y

de todo ello hace esencia propia, transforma lo ajeno en propio, da un giro personal a lo imitado, cumpliendo ejemplarmente lo que pedía Augusto Schlegel (1809-1811) de todo auténtico creador, asimilar la herencia como si naciera de nuevo.


(Navas Ruiz, 1995b, 142)                


De este modo, Zorrilla «nunca vuelve a tejer sobre el discurso literal de los otros textos», lo que hizo fue apropiarse estructuras básicas, tipos o motivos genéricos o discursos ideológicos para reducirlos a arquetipos o para insertarlos directamente en su propio texto, como hizo en «La leyenda del Cid» donde intercaló fragmentos de los romances cidianos (Romero Tobar, 1995, 179).

No es novedad decir que ni Zorrilla tuvo una gran cultura ni fue el estudioso que se documentaba seriamente para componer sus leyendas y sus dramas. Por eso, a la hora de estudiar los orígenes de sus obras habrá que tener en cuenta, además de las fuentes directas, la influencia de la cultura literaria formada por elementos muy diversos que flotaba difusa en aquel ambiente. No parece haber duda de que su afición a los temas legendarios -y cuando digo legendarios, por abreviar, me refiero a los de índole fantástica, sobrenatural y terrorífica- surgió en su niñez, ya fuera con las historias recitadas por su madre o aquellas otras que oía en la tertulia del padre, formada por religiosos y por golillas, en la que salían a relucir crímenes y prodigios, tormentos y ejecuciones.

En más de una ocasión, el asunto o algunos elementos de sus leyendas tuvieron su origen, al decir del poeta, en aquellos recuerdos juveniles. De todos modos, Zorrilla se desdice en muchas ocasiones, sin que esto le importe mucho, y aun cuando pretenda ser el nuevo transmisor de la vieja tradición oral, estas narraciones que sitúa en el pasado y que da como legendarias no son de fuente tradicional, la mayoría tiene origen libresco y otras son inventadas. Considera que la historia necesita embellecerse, y en el «Prospecto» de Vigilias de estío asegura que el libro contiene «viejas tradiciones / y acaso fábulas bellas», equiparando así a ambas.

*  *  *

Si hojeamos cualquier revista literaria del periodo romántico saltan a la vista numerosas leyendas, consejas y tradiciones, en verso o en prosa, muchas de ellas de firmas conocidas. Sus lectores forman parte de una burguesía más bien acomodada, en su mayoría ciudadana y con un aceptable nivel de ilustración. Quienes narran estos asuntos pretendida o verdaderamente legendarios afirman que sus relatos son de auténtica raigambre tradicional y se sirven de viejas fórmulas oralísticas como «Dicen que», «Cuentan antiguas leyendas» o «Como me lo contaron te lo cuento». Espronceda concluye irónicamente su Diablo Mundo con los versos «Y si, lector, dijerdes ser comento, / como me lo contaron te lo cuento». Versos que, como observó Robert Marrast, también sirvieron de epígrafe para justificar la pretendida veracidad de lo que escribió García de Villalta en El golpe en vago y por Piferrer y Eugenio de Ochoa en dos relatos12. «El cuento de un veterano» va enmarcado por lo que Rivas afirma ser un recuerdo de infancia, el de las noches en la cocina del cortijo escuchando junto al fuego los cuentos de un soldado viejo. También usó Zorrilla con frecuencia este recurso y afirmaba que la leyenda de «El desafío del diablo» fue


de boca del pueblo oída,
siendo un viejo el narrador
y la cual voy a contarte
como a mí me la contó.


(I, 836);                


para hacer más verosímil «A buen juez, mejor testigo» aseguraba que una vez al año, «con la mano desclavada / hoy día el Cristo se ve»; y que hasta hacía poco se podía ver la humilde sepultura del capitán Montoya (1943, I, 352). Lo mismo hizo frecuentemente Bécquer en sus Leyendas: un guía relata «La cruz del diablo» una noche en una posada de los Pirineos junto a la lumbre, y la leyenda lleva este epígrafe: «Que lo creas o no, me importa bien poco. Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora, siquiera no sea más que por pasar el rato», la demandadera del convento de San Ginés le cuenta el prodigio que dio lugar a «Maese Pérez el organista», y un viejecito relata el de «El Miserere».

Otro conocido recurso es el del hallazgo fortuito de unos papeles -recordemos La Celestina y el Quijote- que el autor moderno transcribe fielmente. Así, unos viejos manuscritos revelaron a Enrique Gil y Carrasco la historia de los protagonistas de El lago de Carucedo (1840) y la de los de El señor de Bembibre (1844). Claro está que, como tantas narraciones históricas o legendarias que se basan en fuentes de tal índole, el autor, contando con la complicidad de sus lectores, puede aducir más de una vez testimonios y documentos con una imprecisión que, en el caso de Zorrilla, es juguetona y premeditada: «Hay, si no me acuerdo mal, / cerca ya de Portugal...», escribe en «La princesa doña Luz» (1943, I, 504);


Al año siguiente, el conde,
según consta en documentos
perdidos...


(«La leyenda del Cid», 1943, II, 212);                


o


¿Será verdad la tradición? ¡Quién sabe!
Eso dice el recuerdo legendario
y de Dios en los juicios todo cabe.


(«El cantar del romero», 1943, II, 339)                


Y en una ocasión justifica su visión de un pasado que describe


a mi manera
y como a mí mejor me da la gana
porque en obras de gusto y de capricho
que traen sólo placer y no provecho,
todo se puede hacer si está bien hecho
y se puede decir si está bien dicho.


(«Dos rosas y dos rosales», 1943, I, 1762)                


Mientras que los Romances Históricos del duque de Rivas trataban en su mayoría de episodios y de personajes de importancia en la Historia de España, las leyendas de Zorrilla suelen tocar la historia y sus personajes de manera tangencial y generalmente recogen tradiciones de origen religioso y popular.

Estas leyendas comienzan con el planteamiento en época remota -Edad Media o Siglo de Oro- de algún asunto de honor o de alguna transgresión contra Dios, la Iglesia o el hombre que están por resolver o por castigar. Van precedidas a veces de una nota inicial en prosa o en verso en la que Zorrilla explica cómo nació esta composición («La Pasionaria») o la dedica a alguien o da una «Introducción» al tema de la leyenda misma. Independientemente de su extensión, el texto va dividido en partes, y cada una de ellas en capítulos que suelen llevar un título como los de una novela, o en partes, con numeración romana. Dentro de cada una de éstas las variantes de la acción (lo que en una obra de teatro llamaríamos escenas) van marcadas por espacios que las delimitan gráficamente. En ocasiones, el poeta no guarda tal orden y le complica con nuevos apartados o cambios en la organización del texto narrativo.

La mayoría de sus leyendas tiene dos partes: la primera comienza frecuentemente localizando la acción en una época determinada del año, de día o de noche, o con la descripción de un edificio -abadía, torre, ruina-, la evocación de cuya historia da origen a la leyenda. Presenta después los personajes y desarrolla el argumento de la historia narrada hasta llegar a desenlaces diversos: matrimonio («Para verdades el tiempo», «Las dos rosas»), asesinato («Justicias del rey don Pedro», «El talismán», «Un testigo de bronce»), traición amorosa o adulterio («Príncipe y rey», «Un español y dos francesas»), viaje («El cantar del romero», «La Pasionaria»), a veces con promesa rota. Zorrilla se sirve con frecuencia del conocido tópico literario de la doncella que espera a un amante que marchó a la guerra o a hacer fortuna, media una promesa de matrimonio y se marca un plazo para el regreso del ausente. Con el paso del tiempo, uno de los dos no cumple su promesa y esto constituye el argumento de la narración. La segunda parte narra lo que pasó después, es decir, las consecuencias que han tenido los hechos de la primera. No suele ser una continuación lineal de aquéllos o su evolución natural sino un contraste, un remedo, una situación paralela o totalmente contraria a la anterior, que da ocasión a un final inesperado y generalmente ejemplar.

Para mantener el interés argumental el poeta comienza frecuentemente sus narraciones in medias res y altera el fluir del discurso con saltos hacia atrás en el tiempo. Que yo sepa, tan sólo en «Las estocadas de noche» la acción ocurre en el transcurso de una sola noche. En las demás, el tiempo es variable, llegando en el caso de «Dos rosas y dos rosales» a abarcar dos siglos entre la primera y la segunda parte. En cada una de ellas puede transcurrir un periodo de tiempo más o menos largo. Zorrilla tuvo siempre muy presente el paso del tiempo en estas narraciones y mientras narra va indicándoselo al lector. Unas veces con generalizaciones del tipo «Pasó un día y otro día», y otras con referencias insistentes y exactas. Así, en «La leyenda de don Juan Tenorio», la acción comienza la noche de San Juan (24 de junio) y da luego las fechas del 29 de agosto, el 15 de septiembre, fines de octubre y el 13 de diciembre «al ponerse el sol». En la segunda parte de «Dos rosas y dos rosales» llega a contar lo sucedido a los protagonistas año por año, divide la narración en partes encabezadas por la fecha de cada año y cuenta lo sucedido en cada uno de ellos, lo que, ni que decir tiene, confiere al texto el carácter de una crónica o de un informe.

Tanto por sus argumentos como por algunos de los recursos de que se valen, buena parte de las leyendas de Zorrilla son intrínsecamente obras de enredo y de capa y espada, cercanas a sus obras teatrales. El drama El eco del torrente (1842) tiene el mismo argumento que la leyenda «Historia de un español y dos francesas» (1840-41); el mismo también Sancho García y El montero de Espinosa (1842); «Recuerdos de Valladolid» (1839) vuelve a aparecer como drama en El alcalde Ronquillo o El diablo en Valladolid (1845) y bastantes versos de «Margarita la tornera» formarán después parte del Tenorio.

En las leyendas, Zorrilla suele usar extensamente diálogos que están estructurados como los de una obra teatral, van precedidos por los nombres de los personajes y enmarcados dentro de un escenario, constituyendo así escenas independientes dentro del total de la obra. Y justifica estos diálogos (que había usado ya el duque de Rivas en sus Romances Históricos),


para que nos ahorremos
el martilleo importuno
de aquello de dijo el uno
y añadió el otro; pondremos
a la margen simplemente
de los interlocutores
los nombres, y los lectores
nos leerán más fácilmente.


(«Las dos rosas», 1943, I, 1698)                


Asegura que estos diálogos «convierten en drama la leyenda» («Las dos rosas», 1806) y en «La leyenda del Cid», al defenderse de los críticos que le acusan de mezclar el género teatral con el de la poesía narrativa, afirma que en las leyendas, es decir, en las escritas por él, caben todos los géneros (II, 45). Entre otros elementos de carácter teatral frecuentes en ellas -tomaremos como ejemplos una tan temprana como «Para verdades el tiempo...» (1837) y la tardía «Leyenda de don Juan Tenorio» (1873)- están la versificación, la estructura, los escenarios en los que transcurre la acción, los sonidos y los ruidos. Además de las entradas secretas, las cartas reveladoras y la presencia de personajes disfrazados, embozados u ocultos detrás de una cortina.

En el nivel temático son frecuentes en estas leyendas las referencias a las veleidades de la fortuna y a la engañosa apariencia de las cosas: «¡Ay del que necio en la fortuna fía!» («La Pasionaria»), «¡Es tan frágil, tan vana / la felicidad terrena!» («Las píldoras de Salomón»), «¡Mas cuán falsas, ay Dios, y cuán livianas / las cosas son de la mudable tierra!» («La azucena silvestre»), advierte el poeta en estas y en varias otras leyendas a sus personajes para recordarles que la felicidad, el poder o la riqueza son tan perecederos que basta un leve cambio para precipitarles en la desgracia. Tal visión de la vida y tales consideraciones, propias de los moralistas de todos los tiempos, fueron de uso común entre los románticos y las hallamos en otros contemporáneos del poeta. Es posible que éste las incluyese en sus primeras obras como parte de los clichés propios de aquella escuela y que con el paso de los años, las peripecias de su propia vida -rechazo paterno, matrimonio desgraciado, expatriación, muerte de Maximiliano, pobreza- le convencieran de la veracidad de tal visión.

Alonso Cortés destacó el anticlericalismo de Zorrilla, presente en obras tan diversas como El zapatero y el rey, El alcalde Ronquillo, «El desafío del diablo» o «La leyenda de don Juan Tenorio» y, sobre todo, en sus escritos en prosa. Este anticlericalismo juvenil podría quizá ir emparejado con la devoción por el rey don Pedro; en un ejemplar de la Historia de España de Mariana, que perteneció al poeta, y en el pasaje en el que don Enrique de Trastámara arengaba a sus soldados a luchar contra su hermanastro, que dice: «Confiad en Nuestro Señor, cuyos sagrados ministros sacrílegamente ha muerto, que os favorecerá para que castiguéis tan enormes maldades y le hagáis un agradable sacrificio en la cabeza de un monstruo hombre y fiero tirano», el mismo Alonso Cortés vio una nota de puño y letra de Zorrilla que decía: «Éste es el secreto de la maldad histórica de don Pedro: que nunca se dejó dominar por la Iglesia, y el cura que se la hizo se la pagó» (NAC 253 y n. 251). Y en «La leyenda de don Juan Tenorio» (1873) vuelven a aparecer dos viejos temas favoritos: el interés por don Juan Tenorio, del que ahora participa su familia, y las simpatías por don Pedro, «rey galanteador y nocturno aventurero», de cuya mala reputación se ha de culpar a los frailes:


el clero, Guillén, es raza
-dice don Luis Tenorio-
que no olvida ni perdona
ellos harán que la historia
guarde una mala memoria
de a quien tanto han temido.


Aquí, los franciscanos son partidarios de los Trastámaras:


jamás
los Tenorios y los frailes
amasaron juntos pan.


Y más adelante, refiriéndose a las romerías, afirma Zorrilla que para mantener el culto, la gente de iglesia



se procuraban, compraban,
labraban o descubrían
antiguas y legendarias
imágenes o reliquias.

Al fin siempre hacían éstas
un milagro o maravilla.


Sin embargo, asegura que estos juicios no tienen carácter negativo, que no critica y que gracias a la fe religiosa se logró que los musulmanes no invadieran Europa, con lo que el lector queda, una vez más, sin saber cuál era la verdadera opinión del poeta.

Cuando me refiera más adelante a las profesiones religiosas forzadas veremos cómo el poeta hizo siempre responsables de ellas al fanatismo de los confesores, de las superioras de los conventos y de las familias timoratas. Y después de su vuelta a España y tras la muerte de su amigo y mecenas el emperador Maximiliano, dejó en El drama del alma un juicio acerbamente negativo acerca de los mejicanos y del papa, contra quien, además, escribió varios sonetos (1943, I, 718-19 y nota 640). La xenofobia de Zorrilla abarca a moros, judíos y franceses. En los dos primeros casos resulta poco convincente pues los juzga dentro del mundo de la católica España del pasado, como enemigos ya históricos, a los que atribuye las virtudes -sabiduría, cultura, valor guerrero- y los vicios -nigromancia, falsía, carácter traicionero- que la tradición les atribuía. El caso de los franceses es muy otro y de aquella nación son las protagonistas de «Un español y dos francesas» y de «El montero de Espinosa», jóvenes, nobles y bellas, cuya encantadora apariencia oculta la concupiscencia que deshonra a unos castellanos que han de darles muerte para salvar su honor. A pesar de haber vivido algunos años en Francia, de los que guardaba buenos recuerdos, Zorrilla veía en los franceses a los invasores de 1808 y 1823 y resentía la intervención de aquellos en la política española durante buena parte del siglo XIX. La nostalgia de un pasado glorioso hacía aún más doloroso un presente en el que España era «menguada y voluntaria presa / de la ambición y la doblez francesa» («La Pasionaria») y refiriéndose a su rapacidad, recordaba en «El montero de Espinosa»


que bien claro la experiencia nos lo habla,
lo poco que a sus garras defendimos
lo salvamos a nado en una tabla.


Y al igual que el duque de Rivas, José Joaquín de Mora y otros contemporáneos, no mostró simpatía Zorrilla en sus leyendas por las clases populares como colectividad y las describió repetidamente como «vulgo villano... vil y soez canalla... insolente... deshonesta» («La princesa doña Luz»), llena de «ruin malicia vulgar... chusma» («Un español y dos francesas»), «maldiciente» («Margarita la tornera»). No faltan en las obras de Zorrilla los peregrinos y los ermitaños, personajes muy en boga durante el periodo romántico, auténticos unos como el viejo peregrino de «La Pasionaria» y Garín («La azucena silvestre»), y otros falsos como el conde de Castilla disfrazado de peregrino para vengar su honor («Un español y dos francesas»), las tropas castellanas que adoptaron el mismo ropaje para asaltar un castillo (el drama El eco del torrente), el demonio vestido de ermitaño que tienta a Garín, o Bellido Dolfos, quien bajo el mismo disfraz pretendió perder al Cid y a los suyos («La leyenda del Cid»). Aparte del demonio, hay personajes que en ocasiones pueden alcanzar un carácter diabólico y que son identificables fácilmente por su «satánico orgullo y osadía» («Apuntaciones para un sermón...»), sus «ojos de serpiente», de brasa o de hiena («Las dos rosas»), o su sonrisa diabólica («Margarita la tornera»).

Aunque los estudiosos se han ocupado de los aspectos estilísticos de la obra de Zorrilla, según Ricardo Navas Ruiz, «[n]o existe un estudio del sistema expresivo de Zorrilla ni de sus resortes estilísticos», y señala entre las características más destacadas de su técnica narrativa el ritmo, la brillantez y el colorido, la expresividad y la capacidad de crear ambientes («Notas de métrica y estilo», 1995a, 76-80). La poesía de Zorrilla es brillante, tan personal y tan inconfundible que ejerció gran influencia sobre sus contemporáneos y sobre varias generaciones posteriores.

La lectura de estas leyendas lleva al lector a familiarizarse con repeticiones y con variantes de fórmulas descriptivas, situaciones, paisajes y nombres que reaparecen en ellas con cierta frecuencia. No parece que a Zorrilla le importara mucho e imagino que tampoco a un vasto círculo de lectores fieles, atraídos por el lirismo, la amenidad y el dinamismo de sus leyendas. Una primera cala en el modo de hacer del poeta revelaría algunos aspectos de carácter estilístico como fórmulas descriptivas, situaciones, paisajes y nombres presentes en estas leyendas.

Así, más arriba indiqué cuán presente tuvo el paso del tiempo en sus narraciones y de sobra conocidos son aquellos versos de «A buen juez, mejor testigo»,


Pasó un día y otro día
y un mes y otro mes pasó
y un año pasado había
mas de Flandes no volvía
Diego que a Flandes partió.


La fórmula reaparece con ligeras variantes en otras leyendas, como en «Un español y dos francesas» («Pasó un día y otro día...»), «La princesa doña Luz» («Y pasó un mes y otro mes / y seis...»), «Los borceguíes de Enrique II» («Pasáronse así dos días, / y así se pasaron seis, / y así se contaron nueve...»), «El cantar del romero» («Y pasó un mes, y otro y otros...»), o en forma de enumeraciones como en «Para verdades el tiempo...» («Tuvieron así los años / uno, dos, tres, hasta siete», «Minutos, horas y días, / noches, semanas y meses»).

Buena parte de los personajes de estas leyendas en algún momento toman asiento en un sillón, pensativos, para hacer justicia o al pie de una chimenea: el conde, «hundido en un cómodo sillón» («La azucena silvestre»); «el sillón en que se asienta» Rosa («Las dos rosas»); el duque «asentado en un sillón» («El capitán Montoya»); el gobernador «reclinado en un sillón» («A buen juez...»); don Félix «en una poltrona hundido» («La Pasionaria»); doña Luz «en un sillón de dos brazos» («La princesa doña Luz»); el obispo «sentado en una poltrona» («Un testigo de bronce») y así otros varios monarcas, caballeros y damas retratados por Zorrilla en esta posición con alarmante frecuencia. Y, en fin, una estocada traicionera, dada en circunstancias muy semejantes, da fin a varios galanes en «Para verdades el tiempo...», «Recuerdos de Valladolid» y «Un testigo de bronce».

Quiero advertir también que en alguna de estas leyendas, por razones estilísticas, se repiten varios grupos de versos, bien al pie de la letra o con ligeras variantes; en «Las dos rosas» los primeros 36 versos de la «Conclusión» (1883-1918) repiten los que anteriormente describen la noche de bodas de don Bustos con la primera Rosa (1295-1330); en «La princesa doña Luz», los versos 301-308, en los que la camarera niega la entrada al rey con el pretexto de que la princesa está enferma, reaparecen en 531-538 con ligeras variantes. En 417-448 el desolado paisaje invernal toledano sirve de marco a una misteriosa figura de mujer que baja hacia el río; 2182-2212 repiten la escena aunque el protagonista es ahora un hombre que sube hacia el alcázar; 1281-1289, que lamentan el sino de la princesa, se repiten en 1393-1400; en «Los borceguíes de Enrique II» los versos 213-216 se repiten en 325-328; y en «La azucena silvestre» los versos 417-424 rea parecen en 1145-1152. Hay tiradas de versos en «Margarita la tornera» engastados en el Tenorio, y algunas frases sueltas que traen ecos de otras obras, como «responda el pueblo y no yo» («Apuntaciones para un sermón sobre los Novísimos») o «Callad y desvaneceos...» («La azucena silvestre»), pronunciadas por don Juan al concluir la escena X del acto II, y por doña Inés en la escena III del acto II en la segunda parte del Tenorio.

Con el fin de dar carácter de época y ambientar sus leyendas en tiempos medievales o en los siglos áureos, Zorrilla usa de un vocabulario anárquicamente arcaico cuyos términos llegan a veces impuestas por la rima o por la necesidad de aumentar o disminuir una sílaba de un verso a pesar de que sus extraordinarias dotes de versificador le habrían permitido sustituir fácilmente aquellas palabras o aquellos versos por otros. Sin embargo, en la mayoría de las veces han sido escogidas libremente, y entre los arcaísmos más frecuentes destaco «aduerme», «a espacio», «afrontallo», «aquesta», «atambor», «desque», «desparece», «diz», «do», «doquier», «ha poco», «matalle», «mesma», «presa», «quienquier», «seor», «vían». Otras veces los substantivos masculinos van precedidos por artículos femeninos, o viceversa, en una combinación hoy arcaica como «el arena», «la alma», «la puente», «una tigre», «una fantasma», «un hora». Caso de existir dos acepciones de una misma palabra, Zorrilla escoge la más desusada; vayan como ejemplos «aparadores» (armarios), «piensen» (echen pienso; palabra no recogida en el DRAE), «entume» en «Las dos rosas»; «ministriles», «lampo», «precito», «esclarece» (hacerse de día) en «Margarita la tornera»; «con tornan» (regresar), «virgíneo» (virginal), «inmoble», «juvenecido», «hojosas» en «La azucena silvestre»; «curar» (ocuparse de), «desatalentado», «fecundizada», «beleño» en «La Pasionaria ».

Se diría que el poeta tenía preferencia por ciertos nombres o que usaba de los primeros que le venían a las mientes, pues aparecen con cierta frecuencia. Así, la protagonista de «La Pasionaria» se llama Aurora, como la de «Un testigo de bronce»; el de «Dos hombres generosos», don Luis Tenorio; un personaje de «La leyenda de don Juan Tenorio» lleva por nombre don Luis Mejía; doña Inés es la heroína de «A buen juez, mejor testigo», de «El capitán Montoya» y del Tenorio; Beatriz la de «La leyenda de don Juan Tenorio» y «El desafío del diablo», aparte de no pocos caballeros cuyo nombre es el de don Juan.

Cuando los personajes zorrillescos dialogan lo hacen con gran soltura y, en ocasiones, esmaltan sus frases con juramentos propios de hombres de armas como «¡Voto a Cribas!», «¡Vive Dios!», «¡Por Belcebú!» o con palabras y expresiones coloquiales del tipo «birlarle una herencia» («Margarita la tornera»), «doña Luz está en sus trece» («La princesa doña Luz»), o «no hay tu tía», «la del humo» y «¡mamola!» («El cantar del romero»).

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Sabido es que durante el periodo romántico se produjo un resurgir del romance cultivado ya por escritores con gustos clásicos como Moratín, padre, y Meléndez Valdés, y exaltado luego por los románticos alemanes, cuyo representante en nuestra patria fue Nicolás Bohl de Faber, por Agustín Durán, compilador del inestimable Romancero, y por tantos otros. No se puede hablar de poesía narrativa durante el romanticismo sin tener en cuenta los romances, que son el exponente máximo de la poesía narrativa popular castellana. En 1840 vieron luz los Romances históricos del duque de Rivas, quien usó de tal metro por parecerle «tan a propósito... para la narración y la descripción, para expresar los pensamientos filosóficos y para el diálogo [y] debe, sobre todo, campear en la poesía histórica, en la relación de los sucesos memorables» pues en ellos se encuentra «nuestra verdadera poesía castiza, original y robusta»13. Con excepción de José Joaquín de Mora, cuyo oscilante gusto literario le llevó desde componer romances a repudiarlos en sus Leyendas españolas (1841), también de tema histórico y legendario, los demás poetas los adoptaron con entusiasmo, como podrá verificarlo quien vea las revistas literarias del pasado siglo. Zorrilla figura entre los cultivadores asiduos de romances, que usó tanto en estas composiciones de índole legendaria como en otras narrativas.

Aparte de algunas leyendas breves escritas íntegramente en romance, el resto son composiciones polimétricas en las que predominan metros y estrofas tradicionales como cuartetas, quintillas, sextinas, octavillas, cuartetos, octavas y octavas reales, romancillos de seis y de siete sílabas, romances, romances heroicos y silvas. En ocasiones aparecen romances de catorce sílabas, versos también de catorce formando cuartetos consonantados, dodecasílabos, octosílabos consonantados, aparte de algunas otras combinaciones usadas en circunstancias excepcionales, a las que me referiré enseguida. Lo mismo que en sus dramas, prefirió aquí Zorrilla cuartetas, quintillas, romances y silvas.

En «Un testigo de bronce» uno de los personajes tiene una pesadilla, expresada en una escala métrica que comienza con dodecasílabos y desciende hasta los bisílabos, y al cabo de 48 versos en romance heroico contempla un amanecer descrito también en una escala ascendente que va desde los versos de dos sílabas hasta los de catorce. Tales virtuosismos -recuérdese El estudiante de Salamanca de Espronceda- estuvieron muy en boga durante el romanticismo y en la nota a esta leyenda en 1884 lamenta Zorrilla haber seguido en esta composición la moda de aquellos tiempos, rechaza estas escalas y algunas otras suyas y considera que apenas valen «el trabajo que me costó» (1884, 192) aun cuando «La azucena silvestre», publicada en el mismo año, lleva también una buena muestra de escalas ascendentes y descendientes.

En algunas composiciones van intercaladas canciones; en «Un cuento de amores» una combina los versos de cuatro y ocho sílabas, en «Historia de tres avemarías» hay una «Canción moruna» que alterna la seguidilla con decasílabos pareados, y una «Serenata moruna» en versos de diez y de cinco. Hay otra en «El cantar del romero» de cuatro y de ocho, y en «Dos rosas y dos rosales» aparecen intercalados tres sonetos y una silva supuestamente escritos por el protagonista, además de una carta y una noticia de un periódico que están en prosa.

Aparte del afán de virtuosismo versificatorio y el rechazo de las convenciones métricas tan propios de los románticos, aquel fácil versificador que fue Zorrilla tiene el propósito de no cansar al lector con la monotonía propia de una composición narrativa extensa y usa de la polimetría, e incluso el cambio de asonancia en los romances responde a la variación de los episodios y de las acciones de los personajes. Y aun cuando ya no era necesario justificar lo que para los neoclásicos habrían sido transgresiones, al incluir la carta y el recorte asegura Zorrilla con la fingida seriedad con que suele dirigirse a sus lectores, que usa la prosa para no caer en la ridiculez de «reducir a versos en mi cuento / el más indispensable documento» y porque si aquéllos vieran tales textos en verso pensarían que el poeta había inventado lo que asegura ser «una historia verdadera» (1943, I, 832).

*  *  *

Éste interviene constantemente con opiniones y comentarios de índole varia que pueden ser muy extensos. Narra en primera persona y desde el presente, y unos restos del pasado o un recuerdo pueden sugerirle el tema de una historia de otros tiempos, que cuenta usando el presente histórico o volviendo al pasado. El autor es el narrador y con frecuencia advierte al lector de que cede la palabra a sus personajes, quienes, al igual que los de una obra de teatro, dialogan situados en el marco de un escenario convencional. Nos hallamos ante un narrador omnisciente, familiarizado con los sentimientos y propósitos de los personajes y con lo que sucede en la narración. En ocasiones, para dar mayor intriga a la acción o crear una atmósfera emotiva finge desconocer lo que van a hacer éstos o el derrotero que va a tomar la acción:


La cuestión es ardua y grave
y espinosa cuanto cabe.
¿Cómo se resolverá?
¿Por quién y cuándo? ¡Quién sabe!


(«La leyenda de don Juan Tenorio», 1943, II, 534)                


o incluso desconocer identidades y así, ante los tres personajes reunidos en torno a una mesa, se pregunta:


¿Quién es la que nunca dio
a nadie hospitalidad?
¿Quién es quien se la pidió?
¿Quién el viejo que guardó
tan muda severidad?


(«Los encantos de Merlín», 1943, I, 2095)                


Otras veces parece incapaz de controlar la acción y expresa sus temores sobre el futuro:


Ay triste Beatriz...
¡Cuántos dolores
te va a traer la venidera aurora!


(«El desafío del diablo», 1943, I, 859)                


Durante el romanticismo se produce un acercamiento entre el narrador y el lector que se traduce en confidencias y bromas. Conocida es la influencia que ejerció el lord Byron autor de Don Juan sobre tantos poetas, entre ellos Espronceda, José Joaquín de Mora y Miguel de los Santos Álvarez, y dentro de esta línea, aunque no muestre la mordaz ironía del autor del Diablo Mundo, está Zorrilla. Éste se dirige a un tipo determinado de lector al que puede hablar con la confianza de que es alguien que conoce y gusta de la poesía y de las leyendas. Y así, al referirse a un personaje, escribe:


fuera del lector,
injuriar la perspicacia
decirle que de mi cuento
es la heroína fantástica.


(«Los encantos de Merlín», 1943, I, 2099),                


también trata de ganar su simpatía mostrándole cuán difícil es su labor, situado como intermediario entre las acciones de un personaje y la impaciencia del público:


La empresa de don Carlos y la mía
son arduas a la par: los dos tenemos
que hacer tres años esperar y un día
él a Rosa y yo al público. Veremos
de la empresa en que a tientas nos metimos
mi don Carlos y yo cómo salimos.


(«Dos rosas y dos rosales», 1943, I, 1827)                


A lo largo de la narración va explicando lo que hace y, tomando al lector en su intimidad, le revela algunos aspectos de su manera de componer el texto: cuando llama a un personaje «el Viejo» lo hace porque


el interés de la historia
no permite a este romance
dar de sus héroes los nombres
sino señas personales.


(«Los encantos de Merlín», 1943, I, 2096)                


o «antes de continuar, será muy justo / que te advierta, lector» («Dos rosas y dos rosales», 1943, I, 1761-62); o sale al paso de posibles preguntas u objeciones: «mas lo que dijo al conde el penitente / relatará el capítulo siguiente» («La azucena silvestre», 1943, I, 816).

En otras ocasiones pide excusas por «contar tan atroz suceso» o por lanzarse a digresiones: «Pero basta, por Dios, de digresiones / y entremos en materia» («El montero de Espinosa», 1943, I, 741). También apela a su imaginación y memoria para que recuerde cosas ya conocidas por él y cuando va a narrar una escena que tiene lugar en Marruecos pide al lector que recuerde otras composiciones zorrillescas ambientadas en la Granada moruna («Dos hombres generosos», 1943, I, 763).

Esta compenetración entre narrador y lector lleva a aquél a usar la primera persona del plural para introducir a ambos dentro de la narración y participar en ella como observadores. Así, cuando don César lee una carta de crucial interés para el desarrollo de la historia y cuyo contenido desconocen los demás personajes, afirma Zorrilla que


podemos por sobre su hombro
mirarla, ver que la firma
Per Antúnez y en fin leer
la carta que así decía


(«La leyenda de don Juan Tenorio», 1943, II, 551)                


Otras veces este «nosotros» es un plural mayestático que sólo hace referencia al narrador: «Mas tendamos, lector, un velo oscuro...» («El montero de Espinosa», 1943, I, 755).

Pero el autor de tantas descripciones, el poeta de verso fácil, el narrador brillante renuncia en ocasiones a relatar una escena o a retratar un personaje, fingiéndose incapaz de hacerlo. Ante una escena de amor, exclama:


De estos supremos instantes
la felicidad completa
no podrá ningún poeta
hacer jamás descripción.
Yo ceso aquí...


(«Dos rosas y dos rosales», 1943, I, 1785)                


y cuando sale a pelear un Cid que ha retratado gallardamente en otras ocasiones, dice que sale esta vez «como le pinta / la tradición castellana» («La leyenda del Cid», 1943, I, 119).

*  *  *

El mundo católico provee un escenario de abadías y conventos, de cementerios y ermitas, de claustros y criptas; con juicios de Dios, tétricos funerales y procesiones esplendorosas y con una multitud de monjes piadosos, de ermitaños milagreros y de peregrinos errantes. La religión pasa a formar parte así de la escenografía romántica, independientemente de las creencias que profese cada autor. Sirva de ejemplo una obra con elementos de tan vieja raigambre popular y literaria como El burlador de Sevilla que concibió Tirso de Molina como un drama teológico contrarreformista y que en manos de Zorrilla llegó a ser un «drama religioso-fantástico» con un final cercano al de las comedias de magia.

«El diablo y los muertos son los personajes con quienes más habitualmente trata mi musa» escribió Zorrilla en sus Recuerdos del tiempo viejo (1943, II, 1858) y en sus leyendas se sirvió de lo «maravilloso sobrenatural» aun que en ocasiones diese una explicación lógica de hechos aparentemente inexplicables como en «La leyenda de don Juan Tenorio». Cuenta milagros de carácter tradicional, popular y simplista a un público que los recibe con agrado, pues comparte con él una misma formación cultural y religiosa y un mismo gusto por este género de relatos. Se dan en ellos la intervención directa de Jesucristo («A buen juez, mejor testigo», «Para verdades el tiempo...») o de la Virgen («Margarita la tornera»), la metamorfosis como castigo, la resurrección («La azucena silvestre»), la visión de su propio entierro («El capitán Montoya»), o la aparición del demonio bajo el aspecto de una bella joven («Las dos rosas») o de un venerable ermitaño («La azucena silvestre»)14.

Cuando una transgresión altera el orden del universo narrativo la religión tiene el papel de deus ex machina por medio de milagros y prodigios para restablecer aquel orden. Pedro Medina, que era muy devoto de un Cristo de su calle, colocado probablemente dentro de una hornacina o en un altar, muere encomendándose a él y el Cristo recompensa tal devoción con un milagro que lleva al descubrimiento de quien lo mató; la Virgen o la imagen de la que adora la tornera Margarita ocupa el lugar de ésta15; el Cristo de la Vega declara a favor de Inés («A buen juez...»); el de la Antigua de Valladolid lo hace en contra del asesino de Germán («Un testigo de bronce») y cuando la monja Beatriz va a fugarse con su amante, la imagen de otro Cristo se lo impide («El desafío del diablo»). Los efectos de tales milagros son diversos y, ante el asombro y la edificación del pueblo, ocasionan el descubrimiento de crímenes ocultos, la muerte de unos pecadores y el arrepentimiento de otros que se hacen ermitaños o entran en un convento. Un milagro hace que se descubra un crimen oculto o que la vida de los afectados por él sufra un cambio radical («A buen juez, mejor testigo», «El capitán Montoya», «Un testigo de bronce»). Los últimos versos, marcados o no «Conclusión», tienen a su cargo decirnos cuál fue el destino ulterior de los personajes y dar la moraleja. Así, el amante de la infiel Rosa, a la que quema viva junto con el marido en la noche de bodas, muere de manera y en ocasión semejantes a manos del diablo bajo la apariencia de otra mujer llamada también Rosa («Las dos rosas»). Otros casos serían el de «Margarita la tornera», «El capitán Montoya» y otros varios16.

En su artículo «Zorrilla en sus leyendas fantásticas a lo divino» (1995, 203-218) Russell P. Sebold escribe que

sin el minucioso y documentado examen científico al que la Ilustración sometió las supersticiones populares en todos los países europeos, nunca se habría llegado a distinguir entre el terror auténtico y ese otro terror puramente literario que buscamos con el fin de anegarnos en el goce estético de los temblores.


(205)                


y que las narraciones de género sobrenatural del siglo XIX y del XX son producto de aquélla. En cambio, las de Zorrilla representan una actitud pre-ilustrada, casi medieval, frente al descreimiento y agnosticismo propios de las obras modernas de carácter fantástico, pues el poeta se consideraba guardián de las tradiciones patrias y transmisor de la voz del pueblo. Zorrilla no pensaba que el relato fantástico a la manera de Hoffman cultivado por sus contemporáneos fuera apropiado para el espíritu de nuestra literatura y así lo expresó en más de una ocasión («La Pasionaria», «Una repetición de Losada»). Y al preguntarle su mujer a qué género pertenecía «Margarita la tornera», respondió que «es una fantasía religiosa, es una tradición popular, y este género fantástico no lo repugna nuestro país, que ha sido siempre religioso hasta el fanatismo» (Introducción a «La Pasionaria»). En «Los encantos de Merlin» escribía


que en un día no más no se derroca,
se aniquila y se entierra
lo que ha siglos que el pueblo trae en boca,
lo que al amparo popular se aferra


(1943, I, 2178a)                


Su lema parece ser vox populi vox dei frente al de Feijoo de que «aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz del pueblo autorizó a la plebe para tiranizar el buen juicio» (citado por Sebold, 1995, 213).

*  *  *

Zorrilla dedicó numerosas poesías a diversas regiones y ciudades españolas, en algunas de las cuales situó sus leyendas. Unas tienen lugar en Castilla -Palencia, Valladolid, Toledo, Burgos- otras se desarrollan en la Sevilla medieval del rey don Pedro, y otras relatan historias del pasado histórico y legendario de Cataluña. Pero quien acertó a describir estas viejas ciudades con tanto poder evocador y con tanta emoción lo hizo con cierta frecuencia con frases intercambiables de carácter genérico carentes de color local como «Todo en Palencia reposa» («Margarita la tornera»); «Toda Sevilla es silencio, / reposa Sevilla toda» («Una aventura de 1360»); «Yace Toledo en el sueño» («A buen juez mejor testigo»); «Desiertas están las calles / de Medellín, y en la sombra / todo solitario yace, / todo tranquilo reposa» («Las píldoras de Salomón»); «Todo en la ciudad reposa» («El desafío del diablo»); «Todo en el valle reposa» («La Pasionaria»).

Estas leyendas comienzan a menudo con la evocación de un paisaje, de una ciudad o de unas ruinas, y junto con el colorido del verso y la brillantez de las imágenes, hay bellos pasajes líricos. Destaco en Zorrilla sus descripciones de la naturaleza que en ocasiones muestran una ternura franciscana por los seres vivos y una delicadeza en el detalle -un matiz, un insecto, una hoja- que toman el carácter de un colorido esmalte. Vayan como ejemplos esta alegre evocación de la primavera en tierras castellanas:


Ya comenzaban entonces
las florecillas del prado
a salpicar de los céspedes
el verde y tendido manto.
Ya iba el tomillo oloroso
sobre los juncos brotando,
llenando el aura de aromas
cuanto más puros más gratos.
Ya empezaban a vestirse
de frescas hojas los álamos,
y las rojas amapolas
a crecer en los sembrados.
Y toda la primavera
por doquier se iba anunciando,
con su yerba la campiña
y con sus trinos los pájaros


(«Los borceguíes de Enrique II», 1943, 1, 437)                


o estos versos que describen el campo en un amanecer de primavera, camino de Montserrat:


El tomillo oloroso,
la madreselva espesa,
la ancha amapola en su capullo aún presa,
el silvestre jacinto
que a la margen sonora
crece del arroyuelo
y en su fresco color apenas tinto,
el áspero majuelo,
la todavía verde zarzamora
y el enredado endrino,
compañero del boj y del espino,
el retorcido enebro y la retama
que en medio crecen de la amarga grama,
aromaban los valles silenciosos,
y prestaban colores y verduras
a los lomos fragosos
de aquellos montes, cuyas hondas grietas
en las piedras escuetas
labra el agua que cae desde la altura.


(«La azucena silvestre», 1943, I, 2625-2643)                


En buena parte de estas narraciones la acción tiene lugar durante la noche, que suele ser lóbrega y tempestuosa, pues los altibajos de la naturaleza corresponden a las circunstancias en que se desarrolla la acción y al estado emocional de los personajes. Zorrilla prefiere el escenario urbano al rural y aunque no faltan descripciones del interior de edificios son más frecuentes las exteriores con callejones oscuros, fachadas de palacios y muros de conventos, o las cercanas a castillos y torreones. Por estos lugares hay embozados misteriosos que cruzan a caballo bosques y descampados, escalan balcones y allanan monasterios o que deambulan por tortuosas callejuelas. A la evocación ambiental contribuyen ruidos, sonar de relojes y tañer de campanas, canciones y lamentos, el bramido del huracán o el susurro del viento. Característicos de esta combinación de elementos serían estos versos que evocan el ambiente premonitorio y medroso que precede al rapto sacrílego de una monja por un enamorado galán.


áspero viento de octubre
azota la tierra, y gime
próxima lluvia anunciando
con neblina imperceptible.
Todo en la ciudad reposa,
ni un viviente se percibe
por las calles, ni una luz
que turbia los ilumine.
Sólo a lo lejos se escuchan
las agudas y sutiles
notas del canto del gallo
y el ronco son que al oírle
lanzan ladrando los perros
y que los ecos repiten.


(«El desafío del diablo», 1943, I, 873)                


El narrador, y aquí tengo en cuenta al Rivas de los Romances y al Zorrilla de las leyendas, usa del presente o del presente histórico para dar actualidad a lo narrado. Sitúan la acción en un tiempo o lugar determinado y, en ocasiones, dan datos tan precisos como la localización geográfica de aldeas o nombres de calles en una ciudad:


Alrededor de la Antigua
y en una calleja angosta,
en una casa que esquina
hace a dos callejas corvas,
una hacia la Plaza Vieja
y hacia las Angustias otra...


(«Un testigo de bronce», 1943, I, 890)                


La presencia de los castillos, los templos y las ruinas de los lugares castellanos en los que transcurrieron la infancia y la primera juventud de Zorrilla le inspirarían el amor a la tradición y al pasado y, a la vez, le harían presente el carácter efímero de la gloria. El caserón vetusto, unas piedras desperdigadas o la torre medio caída y cubierta de maleza fueron testigos evocadores de viejas historias estremecedoras y morada de gentes que eran ya olvidados fantasmas.


En un escondido valle
hay todavía una torre
vecina al Carrión, que corre
de chopos entre una calle.
Castillo dicen que fue
poderoso, mas ya apenas,
a través de dos almenas,
su ilustre origen se ve.
Tendidos sobre una altura
vense un torreón y un muro,
pero en montón tan oscuro
que medrosa es su figura.
Brota a sus pies sin respeto
espeso zarzal salvaje,
cuyo espinoso ramaje
vegeta al peñón sujeto.


(«Las dos rosas», 1943, I, 282)                


Ricardo Navas Ruiz, quien se ha ocupado muy perceptivamente del sentimiento del paisaje en el Zorrilla juvenil («Paisaje: Historia y sentimiento» 1995a, 43-47), advierte cómo en las poesías tempranas «Toledo», «Recuerdos de Toledo» y «Recuerdo a N. D. P.» la meditación histórica y a la vez estética del poeta le lleva a deplorar la decadencia presente y la abulia del pueblo español, representadas por las desoladas ruinas de castillos y torres, símbolo de un pasado glorioso, y en «A un torreón», «La torre de Fuensaldaña» y «Un recuerdo de Arlanza», «su obra maestra de fusión de paisaje histórico y sentimental», la evocación se entrelaza con la nostalgia de la infancia y de los amores juveniles del poeta. En estas poesías, lo mismo que en las leyendas, está presente el tema del paso implacable del tiempo demoledor:


Ese montón de piedras hacinadas,
morenas con el sol que se desploma,
monstruo negro de escamas erizadas
que alienta luz y música y aroma;
a quien un pueblo inválido rodea
con pies de religión, frente de miedo,
que tan noble lugar mancha y afea,
es catedral de lo que fue Toledo.


(«Recuerdos de Toledo», 1943, I, 65)                


Señala también Navas Ruiz que Zorrilla

ha descubierto desde la historia la observación realista y la emoción del paisaje de Castilla. Mucho antes que la Generación del noventa y ocho, es él quien ha enseñado a ver y sentir esas tierras broncas y líricas de la meseta, sus ciudades decadentes...


(46-47)                


y da como muestra algunos versos entresacados de El drama del alma, harto elocuentes:



Corre. Ya veo a lo lejos
de sus cerros solitarios
los ruinosos castillejos
y los gayos campanarios
de sus pardos lugarejos...

Castilla cuyos castillos
hoy en escombros abruman
tus débiles lugarcillos
y cuyas ruinas perfuman
las salvias y los tomillos...


(El drama del alma, «Segunda parte», 1943, I, 2043-2044)                


Entre 1837 y 1883 escribió Zorrilla una cuarentena de narraciones legendarias en las que lo mismo que en los romances populares novelescos predomina el tema amoroso, íntimamente enlazado con los del honor, la venganza y los celos que dan origen a adulterios y a raptos, a asesinatos y a traiciones. Estas leyendas presentan unos personajes que pertenecen a una sociedad esencialmente compuesta de nobles y de sus criados, y relatan sus aventuras sentimentales, complicadas a veces con alguna peripecia. Caballeros y damas se dejan llevar de sus sentimientos y sin que haya lugar para el raciocinio reaccionan de manera instintiva y elemental. Están dotados de gran sensibilidad amorosa y, sobre todo los hombres, evidencian con energía sus apetitos eróticos y su deseo de gozar de la vida. Unos y otras se entregan a un amor que es causa de lágrimas y desgracias o de una felicidad desmedida.

Quienes aman -y también quienes odian- lo hacen de manera irracional y obsesiva, pues están sólo atentos a la consecución de sus deseos sin reparar en los medios. Tienen una individualidad desmedida y ni reflexionan sobre las consecuencias de sus acciones ni consideran los sufrimientos o el perjuicio que pueden causar a otros. Los celos son siempre causa de sangrientas venganzas, y éstos y el ansia de restaurar el honor ofendido convierten a reyes e hidalgos en seres brutales y crueles, obsesionados por la venganza. Son capaces de la traición y de la mentira y no respetan ni la amistad de los hombres ni la honra de las mujeres. Todos ellos viven en un mundo de apariencias engañosas en el que la desgracia y la muerte pueden sobrevenir de manera tan repentina como inesperada. A pesar de su arraigada fe religiosa muchos de ellos son profundamente inmorales y la Providencia ha de manifestarse con advertencias y con milagros para provocar su arrepentimiento.

Apenas hay leyendas sin tema amoroso y sin que éste vaya acompañado de la violencia, de la sangre y de la muerte. Aunque el autor mencione las circunstancias de tales actos de violencia -«asiéndola del cabello / escondiéndole la daga / dentro la garganta mesma, / luchando con la agonía, / sobre la alfombra la suelta» («Honra y vida», 194)- no suele detenerse en describirlos. Una excepción sería la muerte de don César, en la que da con detalle los síntomas del tósigo que éste acaba de beber, los dolores que siente, la desesperación ante su impotencia y el horror al saberse envenenado por Beatriz, quien aparece por una puerta secreta y contempla su agonía, «con mofadora sonrisa infernal» («La leyenda de don Juan Tenorio», XII, 1943, II, 563-566). Alguna de estas situaciones no ofrece novedad. Así, la del hidalgo asesinado por una estocada traidora que le entra por un costado se repite en «Para verdades el tiempo...», en «Recuerdos de Valladolid» y en «Un testigo de bronce». Y la cabeza humana de «Para verdades el tiempo...» que al cabo de siete años sigue chorreando sangre como si estuviera recién cortada vuelve a aparecer con las mismas características y fines en dos narraciones más («Príncipe y rey», «El talismán»).

Respecto a la presencia de los clásicos en las leyendas de Zorrilla, tanto en Lope de Vega («Mal presagio casar lejos» en Novelas a Marcia Leonarda) como en Montalbán («La desgraciada amistad») y en María de Zayas («La prudente venganza») pueden hallarse numerosos ejemplos de esposas víctimas de la vehemencia de unos maridos celosos así como de las prudentes y solapadas venganzas de otros. También están en esta autora el tema del caballero casado amante de otra mujer cuyo marido o cuyo hermano por venganza violan a la esposa del primero («La más infame venganza») y el de prodigios y milagros relacionados con muertos que vuelven a la vida para exhortar al arrepentimiento o hacer justicia («El verdugo de su esposa»), entre ellos el de la cabeza cortada («El traidor contra su sangre»). Frecuentísimos son también los casos de personajes que adoptan un carácter nuevo para vengarse, para enamorar o para recuperar un amante sin ser reconocidos. Destacan los de aquellas mujeres disfrazadas de hombres y aun de aquellos hombres disfrazados de mujeres que siguen y sirven a quienes aman durante cierto tiempo sin ser reconocidos por ellos como en «Guzmán el bravo» de Lope de Vega en Novelas a Marcia Leonarda.

De hecho, en las leyendas de Zorrilla, la inverosimilitud, las anagnórisis y apariencias engañosas, de vieja raigambre literaria, van íntimamente unidas. Así, el caso de algunos personajes que han convivido mucho tiempo (rey y vasallo, esposos, amantes o amigos), que se ausentan y al cabo de los años (en una ocasión no han pasado más de tres) regresan para vengar una afrenta; un disfraz les permite vivir de nuevo con aquellas mismas personas sin ser identificados hasta el momento dramático de la anagnórisis final y la venganza. Don Gonzalo, don Juan y Margarita viven juntos varios meses sin enterarse ninguno de ellos de que ésta es hermana de don Gonzalo, con lo que está a punto de producirse un incesto («Margarita la tornera»). En otra ocasión dos medallas idénticas revelan a unos recién casados que son hermanos («Historia de tres avemarías»). No son menos reveladores aquellos casos de apariencias engañosas en los que el bandolero resulta ser un hombre de bien mientras que el abogado enemigo suyo es un ser malévolo y sin escrúpulos («El desafío del diablo») o la dignidad y el porte severo de un magistrado ocultan sus muchos vicios («Margarita la tornera», segunda parte). Aparte de las narraciones que Zorrilla dejó sin concluir a falta de una segunda parte («Historia de tres avemarías»), son escasísimas aquellas carentes de ejemplaridad («Una aventura de 1360», «Apuntaciones para un sermón...»), o que contienen una ejemplaridad que, a veces, resulta antiejemplar. Así, en «Príncipe y rey», un marido ofendido por el rey busca venganza pero no lo consigue y además es víctima de una broma cruel del monarca. L o mismo ocurre en «El escultor y el duque», donde aquél es condenado a muerte por la Inquisición por defender a su mujer de las asechanzas del duque que le denuncia.

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